Una desolación
(Framentos)
por Yasmina Reza
Me gustaría que me explicaras la palabra feliz. El domingo le hablo de ti a tu hermana, porque hablo de ti. Tú crees que no hablo de ti pero sí hablo de ti. Me dice él es feliz.
¿Feliz? El otro día, en casa de René Fortuny, un imbécil dijo: «El objetivo sigue siendo ser feliz.» De vuelta en el coche le dije a Nancy: «¿Has oído alguna vez una observación más mediocre?» A lo que Nancy responde discretamente: «¿Y cuál sería, en tu opinión, el objetivo?…» Para ella, la felicidad es legítima, comprendes. Forma parte de esa gente para la cual la felicidad es legítima.
[...]
O sea que eres feliz. Bueno, es lo que se dice de ti.
Hablando de tu inacción, de tu esterilidad, me dicen es feliz. He traído al mundo a un tipo feliz.
Yo, que me esfuerzo por sentir una leve satisfacción en medio de este agradable parterre, he engendrado a un hombre feliz. Yo que fui acusado, comenzando por tu madre, de tiranía, especialmente contigo, acusado de severidad excesiva, de injusticia cada dos por tres, contemplo ahora el buen, el excelente resultado de mi gestión educativa. La verdad es que no preveía la eclosión de un contemplativo pero qué quiere un padre, la dicha de los suyos, ¿no?
[...]
Te felicito, chico, en una generación te cargas el único credo que ha conseguido moverme. Yo, cuyo único terror es la monotonía de los días, yo, que empujaría las puertas del infierno para escapar de ese enemigo mortal, tengo un hijo que saborea los frutos exóticos entre los canacos. La verdad tiene muchas caras, me dice tu hermana en un arranque de gilipollez. Es cierto. Pero, sabes, la verdad con los rasgos del degustador de papayas me resulta opaca.
Sería inútil buscar en ti huellas de impaciencia, de intranquilidad, supongo que duermes, que duermes bien, no eres de esos vagabundos de la madrugada, amigos míos, sería inútil buscar en ti huellas de vanos tormentos, de agitaciones incoherentes, en una palabra, de inquietud. Ni siquiera estoy seguro de que comprendas mi preocupación por ti. Que yo pueda preocuparme por tu despreocupación debe de parecerte una muestra de mi monomanía, ¿verdad? Te preguntas por qué no descanso, te dices qué hace con sus días, siempre en proceso, ¿a cuento de qué?, nunca satisfecho, nunca tranquilo. ¡Tranquilo! Palabra desconocida. Hijo mío, el que ha saboreado la acción teme el cumplimiento ya que no hay nada más triste, más descolorido que la cosa realizada. Si yo no estuviera continuamente en perpetuo proceso, tendría que luchar contra la melancolía de los finales, no quiero terminar con los sofocos del ama de casa. A tu edad, yo conocía la conquista pero sobre todo, ya entonces, conocía la pérdida. Porque mira, jamás he deseado conquistar las cosas para conservarlas. Ni ser nada que dure. Al contrario. Cada vez que he sido algo, he tenido que desintegrarlo. Ser sólo el prójimo de uno mismo, chico. Sólo hay satisfacción en la esperanza. Y me encuentro con que mi descendencia se prepara para una prosperidad estable fundada en la falta de ambición y las admiraciones por doquier. En el fondo, si nunca me he atrevido a enfrentarme a la felicidad, insisto, a enfrentarme, fíjate bien, como se conquista una fortaleza, eso no se consigue comiendo papayas bajo el sol, si no me he enfrentado a la felicidad, digo, tal vez sea porque es el único estado del que es imposible salir bien parado. Nadie se cura de un roce semejante. Tú, pobrecito, prefieres la paz inmediatamente. ¡Por fin la paz! Mira cómo te hago los honores del vocabulario. Digamos mejor el bienestar. Tú quieres ser un alga cuanto antes. Ni siquiera haces el esfuerzo de fingir alguna afición espiritual, yo podría dejarme engañar, soy algo ingenuo. No. Tú regresas bronceado, tranquilo, sonriente, has mandado dos o tres tarjetas postales tranquilizadoras y me dicen, creyendo que así me complacen —¡creyendo que así me complacen!—, es feliz.
[...]
En el cruce Laugier-Faraday hay un árbol. Un castaño, me parece, pero no estoy seguro. En fin, un único árbol que Lionel, desde su ventana, lleva cuarenta años observando. Todos los días, en todas las estaciones. Los brotes, las hojas, el otoño y así sucesivamente. Todos los días, en todas las estaciones, Lionel habrá contemplado la espantosa indiferencia del tiempo.
En una generación te cargas el único credo que ha conseguido moverme. Yo, cuyo único terror es la monotonía de los días, yo, que empujaría las puertas del infierno para escapar de ese enemigo mortal, tengo un hijo que se agazapa en el ocio. Puede que hayas sabido de antemano —¡qué sabiduría si así fuera!— que uno está condenado a ser inferior a sí mismo. Día tras día el mundo me ha empequeñecido. Y, créeme, he procurado incesantemente luchar contra ese empequeñecimiento aunque fuera una batalla perdida de antemano. Entonces, me dirás, amparado en la desoladora aleación de prosaísmo y mediocridad que parece ser tu fuerte, ¿para qué librarla? Pues porque cualquier guerra, por inútil que sea, por mortífera que sea, es superior a la comodidad.
[...]
A Lionel ya no se le levanta.
—Una maldición menos —anuncia.
Yo le digo:
—¿Dónde está la novedad? Hace mucho tiempo que no se te levanta.
—No, no —dice—, error, ya no se me levanta con Joelle. Con Joelle la cosa está enterrada, pero fuera salía del paso. El problema está en que ahora ya no se me levanta con nadie. De la noche a la mañana el asunto se ha estropeado. Me han faltado fuerzas para alegrarme del todo. He ido a ver a un individuo, un tal doctor Sartaoui, especialista en el tema. En la sala de espera, éramos dos —dice Lionel—, me he dicho vaya, es más joven y tampoco se le levanta. En ese momento eso me ha reconfortado.
El tipo le prescribe unas píldoras para tomar dos horas antes.
—Dos horas antes de qué —digo.
—¿Antes de qué? ¡Antes de follar!
—¿Y cómo sabes que vas a follar dos horas después?
—Porque con las putas puedes programarlo, colega.
Ésa ha sido siempre la gran diferencia entre Lionel y yo. Él es muy aficionado, yo realmente nunca he ido mucho de putas. En fin, Lionel prueba la píldora, que funciona estupendamente. Segunda prueba, también estupenda, aunque breve. Se pone como loco. Decide, él, que prácticamente ya no sale, él, que desde hace unos años ignora la complicación de la vida urbana y social, decide lanzarse a una aventura. Ya ha encontrado la presa en la persona de una camarera del Petit Demours donde todos los días de la semana Lionel se sienta a la mesa para almorzar. La chica lleva un año trabajando allí, y de bromita en miradita se ha creado un vínculo miserable entre los dos. Drogado con las píldoras de Sartaoui, Lionel pasa a la ofensiva concreta. Ofensiva que arranca con la siguiente frase: «Sabe usted que en Australia las viudas negras se instalan en la ciudad y la serpiente amarilla, muy venenosa, también», susurrada entre el estofado y el café. Lionel, date cuenta, sólo ha tratado putas o mujeres con angustia vital con las que, probablemente, no tiene ninguna expectativa sexual pero a las que subyuga con sus parrafadas contra el amor, los niños, la reproducción, en fin contra la vida. La camarera, cincuenta años más joven que él —fíjate en este detalle—, pertenece a una categoría intermedia desconocida por él. De ahí lo sorprendente de esta entrada en materia.
La chica ríe. La chica ríe y dice, con lo que la frase se revela excelente: «Entre nosotros también hay animales peligrosos.» Pavoneo de Lionel, que ipso facto se considera en condiciones de proponer una cita. La chica acepta. Lionel vuelve a casa y comienza a hacer cálculos. Se han citado a las cuatro y media en un café cercano, la chica vuelve al Demours a las siete, o sea un intervalo de dos horas treinta, media hora en el café para los preliminares verbales, a las cinco un hotel… ¿Hotel? ¿En su casa? ¿Qué hotel? Lionel opta por su casa, que sólo presenta ventajas pese a una rémora inútil de escrúpulos pronto disipados, así que a las cinco en su casa, digamos cinco y cuarto en caso de contratiempo, por tanto la píldora debe de ser ingerida a las tres horas quince minutos o sea inmediatamente, hop, Lionel engulle la píldora. Da vueltas durante una hora, se unge de perfume, ejecuta dos, tres ejercicios de estiramientos que recomienda una revista de Joelle, decide suscribirse a Terre sauvage, revista en la que encontró la frase de embestida y que descubrió en la sala de espera de Sartaoui, decididamente crucial en la historia.
A las cuatro y cuarto, sale de casa. Sube por la rue Laugier mucho más risueño que de costumbre, hace buen tiempo, es uno de esos días en que Dios y el viento han decidido soplarte por el lado bueno. Es feliz. Durante cuatro minutos, Lionel camina como el rey del mundo.
A las cuatro y veinte está en el café, donde pide un Schweppes de limón que detesta para mantener un aliento atractivo. A las cinco menos veinticinco la chica no ha llegado, a las cinco menos cuarto tampoco. A las cinco menos cinco, llega. Encuentra a un anciano alelado que le tiende una mano temblorosa. Ella pide un té y anuncia inmediatamente que tiene que abandonarle a las seis. La píldora de Sartaoui, pese al aspecto endeble de su usuario, ha emitido en la sombra sus primeras señales. Cronometraje desastroso. La chica está tranquila, sonriente. A la escucha. Como lo estaría una enfermera en un servicio de cuidados paliativos. Mientras ella sopla en su infusión, Lionel se lleva una mano al pecho, único elemento acorde con el instante, último jirón de horizonte.
Va a jugarse el todo por el todo.
—No me encuentro bien —dice—, estoy mareado, ¿me acompañaría a casa?
—¿No se encuentra bien?
—No —dice levantándose con dificultad extrema—, todo me da vueltas.
—¿Todo le da vueltas?
—Todo me da vueltas, sí.
Ella le coge del brazo. Salen. La rue Pierre-Demours está atestada, ruidosa, el tiempo es gris. Ella le sostiene amablemente. Buena chica, se dice él, ¡qué absurdo!
Llegan ante su portal.
—¿Quiere que suba con usted? —propone ella compasivamente.
—Sí, por favor —contesta Lionel con voz quejumbrosa y se pregunta cómo, al llegar arriba, negociará el viraje del moribundo al Casanova. El ascensor baja. Llega. Imagínate uno de esos ascensores con rejas modernizados. Lionel ve unos pies, un trozo de falda… ¡Joelle! Joelle, secretaria general de una caja de pensiones en la porte de Picpus, Joelle, que se gana la vida desde hace cuarenta años, que jamás en cuarenta años ha vuelto a casa antes de las siete de la tarde, ese día a las cinco y cuarto en su casa, en la rue Laugier.
—La señora Gagnion ha muerto —dice ella.
Cabrona, piensa Lionel, cabrona de Gagnion que ha decidido diñarla cuando yo la tengo dura, cochina cabrona. Gagnion es su vecina de arriba. Una anciana que sólo cuenta con ellos. Bien, Lionel da las gracias a la chica, dice a Joelle que también él se ha sentido mal en la calle. ¿Cómo mal?, salta Joelle ya traumatizada por Gagnion. Una tontería, una tontería, querida, un ligero mareo. Joelle da unas cuantas instrucciones a la portera, vuelven a subir, Joelle exige que Lionel se acueste. Le ayuda a desnudarse.
—¿Pero qué ocurre —exclama—, la tienes dura?
E inmediatamente, en lugar de aprovechar la situación, le muele a palos sin dejar de gritar. La furcia de abajo no es más que una cochina puta a la que sacará las tripas, él jamás ha estado enfermo, no es más que un pobre desgraciado, un parásito, un golfo de mierda. Así que adiós a Sartaoui, adiós a la camarera del Demours, adiós a que se le levante.
Un final como cualquier otro, me dirás.
Pues sí. Vamos de final en final, muchacho. De final en final. Las cosas se agotan una tras otra. Del esplendor a la oscuridad. Igual que Lionel cruzando la rue Pierre-Demours.
[...]
Has decidido tomarte un año sabático. Fíjate, he tenido la curiosidad de consultar esta locución en el diccionario, la fórmula es completamente inadecuada aplicada a ti ya que se refiere a los universitarios que cada siete años se dedican a investigaciones personales. Pero da igual, si hubiera que evitar los abusos o las extensiones de lenguaje, mejor renunciar a abrir la boca. Así que has decidido tomarte un año sabático, término púdico para designar en realidad, según tus allegados, una vida sabática. En fin, has decidido no volver a dar golpe. Bien. Lo que me interesa de tu decisión, pese a todo, es su absoluta vacuidad. Eso dicho por una vez sin ironía. Cuando decides no volver a dar golpe a excepción de visitar el planeta, no cargas con ningún escrúpulo, con ninguna virtud parasitaria, ajena a ti evidentemente, y te lo agradezco, la idea de consagrar tus horas a un voluntariado cualquiera, de aprovechar tu disponibilidad para defender huérfanos o selvas vírgenes. Radicalmente egoísta, radicalmente entero. En nuestros días, no es tan corriente y más aún cuando cabía temer que tu debilidad de carácter te empujara hacia algún exceso filantrópico.
[...]
¿Te diste cuenta de que me teñía? Me tiño. Fórmula y peluquero de René Fortuny. Un fracaso, ¿no? Me tiño. ¿Sé por qué?
¿Te acuerdas de aquel tema de redacción? Uno se pasea por el bosque y le choca lo pintoresco. Un retrasado mental escribió: Yo me paseaba tranquilamente por el sendero cuando de repente, hábilmente oculto detrás de un árbol apareció el pintoresco y choca conmigo. ¿Te acuerdas de cómo nos reímos? Lo más divertido era el hábilmente oculto detrás de un árbol. Bueno, ya ves, en estos últimos tiempos, para mí el desánimo es exactamente eso. Me paseo despreocupadamente cuando de repente, hábilmente oculto en el decorado, surge el desánimo y choca conmigo. Con un peso, con una fuerza que no puedes ni imaginar. ¿Y qué hago para combatirlo? Me tiño. Cuando el desánimo existencial, sin avisar, se cierne sobre él, tu padre se tiñe.
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Si abres el armario del cuarto de baño de Nancy, tendrás la visión más perfecta del patetismo humano.
Nancy simula envejecer con coraje. Por un instante, llegué a temer que, armada con su nueva espiritualidad, no aceptase arrugas y bigotes y comenzase, empuñando un bastón, a recorrer los caminos. No es así. Abre su armario. Antro de la guerra secreta que Nancy ha declarado al tiempo. Te tropiezas, mi último descubrimiento en este reducto de demencia, con Exfoliating Force C Radiance. Novedad en la que no habría reparado de no ser por el tamaño de la caja y la violencia de su color naranja. Ya sabes que nunca se me ha dado bien el inglés. Force y Radiance. Estas palabras me aterrorizan. ¡Exfoliating! Pobre Nancy, me digo. Pobrecita, que quiere gustar durante una hora o dos antes de apagarse. Pobre criatura que se despelleja la cara, en un afán de arrebatar a la vida su último resto de sal y pimienta. «Pero ¿por qué, Nancy», le digo, «¿por qué tantos productos? ¿Son necesarios?» Nancy se encoge de hombros y desvía inmediatamente la conversación hacia el hecho de que me haya atrevido a meterme en su cuarto de baño estrictamente privado, abrir su armario estrictamente privado para interesarme, despreciando el más elemental respeto, por unos objetos estrictamente privados. Mientras ella enuncia por enésima vez los principios de su intimidad, yo observo su rostro nutrido con todos los potingues del armario prohibido, un rostro suavemente demacrado, un rostro implorante de aprobación, un rostro en tranquilo trayecto hacia su final.
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Día tras día el mundo me ha empequeñecido y hoy es el mundo el que se empequeñece en mí. Así es. La muerte triunfa poco a poco. Nos vamos acostumbrando. Nos vamos acostumbrando a la muerte. No nos disgusta tanto mantener el ritmo universal.
[...]
Tu hermana quiere cultivarme. Curioso cómo en nuestros días las mujeres se inventan misiones. Pretende que sólo me interesa la música. Exacto. Por otra parte, si he de serte sincero, no veo en absoluto para qué sirve todo el resto. Cuando estás habitado por la música, cuando la música llena tu vida, quieres decirme para qué sirven las palabras, incluso las agradables, para qué sirven las historias, adónde lleva esa reproducción de la vida sobre papel, que a todo el mundo le encanta, y que transpira esfuerzo, habilidad, y que apenas te da la sensación de la fatalidad. Tu hermana me ha dicho que yo sería menos espeso si leyera. Textual. No me he ofendido. No me molesta sentirme espeso. ¿Leer qué, querida? Conocer un poco la literatura, no conoces nada, ahora tienes tiempo. En lugar de decirme exactamente lo contrario, que habría sido la única manera adecuada de hablarme, la única manera posible de interesarme por el tema, pero su desconocimiento de mí es inmenso, ahora tienes tiempo, dice, en lugar de decir ahora, papá, ahora que ya no tienes tiempo.
La mayoría de la gente con que me tropiezo, como mi hija, sólo tiene una percepción del tiempo infinitamente trivial.
Nancy también se pirra por la literatura. Más exactamente, porque tengo que admitir que es una mujer a la que siempre he visto más o menos con un libro en la mano, Nancy se pirra por un escritor: André Petit-Pautre (adivinas fácilmente a qué tentaciones me ha expuesto ese nombre). Tú no le conoces. Nadie le conoce. Salvo yo puesto que ella le invita de vez en cuando a cenar con su mujer. Petit-Pautre es su mentor. Y, desde hace algún tiempo, nuestro invitado. En un mundo donde todo el mundo escribe, dije, no es aberrante que André Petit-Pautre también escriba. Lionel me citó el otro día una frase grandiosa de Enesco sobre Bach. El alma de mi alma. A Lionel, a quien siempre le han gustado tanto los libros como la música, le digo:
—¿Puedes citar un solo texto que haya sido el alma de tu alma?
—No. Las palabras no llegan hasta allí. Y el alma no lee.
He vuelto a Chopin. Casi podría decir que por primera vez, tan grande fue durante años mi aversión por él. Aparte de algunos instantes de ausencia romántica en mi adolescencia, siempre me había horrorizado Chopin. Y he vuelto a él gracias a Samson François, un tipo al que, hasta ahora, tampoco había podido escuchar a causa de su nombre. Samson de acuerdo, ¡pero François! Samson Apfelbaum vale, pero no Samson François. Atrapado en un embotellamiento, pongo Radio Classique. Nocturne. Lo dejo. Es hermoso. Así que desciendes de nuevo a Chopin en tu vejez, bravo, me digo. ¿Quién toca? Samson François. Una capitulación más. Qué quieres que te diga, no soy mucho más que eso.
Tu hermana, que quiere cultivarme, me ha preguntado si había ido al Museo Picasso. Le he contestado que no sólo no había ido nunca al Museo Picasso sino que jamás iría al Museo Picasso. Suscita demasiado entusiasmo, le digo. Detesto el entusiasmo de las masas por la belleza. En general, toda esa gente que frecuenta las exposiciones y se emboba durante horas me repugna. Tu hermana, que nunca ha tenido sentido del humor, ni la menor distancia y a la que su marido no ha mejorado pero al que se lo perdono todo porque es farmacéutico y con él por lo menos puedo discutir de mejunjes, se encoge de hombros y me pregunta con una secreta desolación cómo paso los días. Pienso, le digo, en lo absurdo de nuestros esfuerzos. Educar a unos seres para que te acaben recomendando, en la recta final, la literatura y el Museo Picasso. Así es como paso mis días, le contesto enfáticamente, con esa clase de meditación. «Te interesas por la política», dice Nancy. «Siempre se interesa mucho por la política», dice amablemente la pobre Nancy, a la que mi espesor ha ofendido personalmente, y que quiere no acudir en mi ayuda, sino rehabilitarse como esposa. «Te equivocas, querida», me veo obligado a corregir, «me intereso por los acontecimientos del planeta como Lionel observa desde su ventana coches y transeúntes. Indiferente prácticamente a todo a excepción del movimiento.»
[...]
La muerte está en nosotros. Gana terreno progresivamente. Poco a poco, todo se funde y se asemeja. Hijo mío, a partir de cierta edad, todo da exactamente igual y ya no sirve de objetivo. Y si Dios, y le doy gracias por ello, no me hubiera infundido tanto pavor por el tedio, podría acabar como esos viejos alelados que se ven en los bancos públicos, sentados meditando sobre la victoria del tiempo.
[...]
Otra anécdota escolar, más tardía, acababas de volver del instituto con las notas de un examen de matemáticas. Habías quedado quinto y estabas loco de alegría por haber quedado quinto (en circunstancias normales tú eras más bien el penúltimo). En lugar de prometerte una maqueta de Spitfire, te dije en tono de decepción: «¿Y por qué no primero?» Entonces te echaste a llorar, te encerraste en tu habitación dando un portazo y gritando: «¡Nunca estás contento! ¡Eres repelente!» Jérôme podrá decirle sin duda a su padre eres repelente sin que eso cree el menor conflicto. En mi época, no se le decía eso a un padre. Entré en tu cuarto y te solté una bofetada.
Y lo más divertido es que en lugar de crear un hombre duro, he creado un abúlico. Ni siquiera he engendrado un enemigo. ¡Si al menos fueras un enemigo! En la blanda perversidad de tu inercia veo distanciamiento y quizás una pizca de condescendencia. Si me he equivocado, en cualquier caso he sido castigado. He creado el perfecto extranjero.
[...]
¿Debo además, querida, adaptarme a la incoherencia de mi descendencia? ¿Debo, so pretexto de genes, absolver a un ser cuya visión del mundo me da náuseas? ¿Debo, en una palabra, aceptar —me produce escalofríos— para mi vis a vis final a una larva cuyo ideal es no aburrirse como una ostra? En mi filosofía personal, Nancy, le habría dicho, el padre quiere que el hijo no se parezca al resto de la humanidad. En mi filosofía, lo que es bueno para los demás no es bueno para el hijo. Me importa un bledo, le habría dicho a Nancy, que por otra parte no me habría dejado llegar hasta aquí, me importa un bledo, entiéndelo bien, que este chico navegue entre Java y las Bermudas y si insisto en ello con más frecuencia de la necesaria es porque el enunciado de esta geografía absurda alimenta mi tendencia burlona. Pero me importa un bledo su forma de vida, me importa un bledo que esté aquí o allá, que desempeñe tal o cual función me es indiferente, me importa un bledo que su mediocridad resulte, a los ojos de la sociedad, más o menos legítima. Haga lo que haga y vaya a donde vaya, aunque haya dado codazos para conseguirlo o declarado a los cuatro vientos su falta de ambición, mi hijo está adaptado al mundo actual. He engendrado un hombre adaptado (adaptado a todo salvo a su padre, claro está). He dado vida a un ser que, al igual que los mosquitos mutantes —he leído en un Science et Avenir que una clase de mosquitos atrapados a raíz de la construcción del metro londinense había mutado, para sobrevivir, cien veces más rápido de lo previsto—, acaba por doblegarse a las condiciones del mundo y se habilita, en el universo de lo razonable, unos escondrijos confortables esperando la extinción. Había en ti, muchacho, durante la adolescencia, una alteración nerviosa, una obsesión de revancha, un lado ardiente. Yo aprobaba a aquel hijo. Me era hostil pero lo reconocía. Me retabas con esa ridícula sed de absoluto que tiene la gente a esa edad y yo me decía, el chico es vehemente a más no poder, despuntará del montón. Pero no has despuntado de nada. Pasados los hervores de la juventud, recuperaste tu lugar en la medianía. Ni el menor vestigio de insurrección. Ni el menor vestigio de venganza. Ni el menor vestigio de pasión. Todo aquello que alimenta a un hombre, lo fortifica y lo arrastra más allá de su condición, tú lo has apartado de tu camino. Has canjeado la fiebre por la mesura. Y lo hiciste incluso antes de poner los pies en regiones inhóspitas, incluso antes de aventurarte unos pocos pasos por regiones de incertidumbre. Has temido tan pronto por tu piel, pobrecito. Al igual que la cohorte de tus amigos los abúlicos, ya sabes que cualquier gesto se paga, también tú has decidido de entrada no sobresalir. Alejar el sufrimiento, ésa es vuestra epopeya. Os presento a mi hijo, de la pandilla de las flores cortadas. Te habría preferido criminal o terrorista antes que militante de la felicidad.
[...]
Estamos solos. Hijo mío. Con una soledad inmensa. Total. Y apenas hay vínculos entre una soledad y otra. La soledad es larga. Inaprensibles son los alborozos que nos unen.
Día tras día el mundo me ha empequeñecido y hoy es el mundo el que se empequeñece en mí. Así es. La vida habrá podido más que yo. De la misma manera que pudo más que Léopold Fench. De la misma manera que puede más que todos los que la desean intensamente. Nada llega a la altura del deseo, hijo mío. Sólo la soledad. Toda mi vida ha transcurrido entre esas dos palabras. Esas palabras trazan mi intervalo en el tiempo. Parece que Dios se ha retirado a fin de crear un espacio donde ya no esté. Dios, que era Todo y no conocía la ausencia, ha tenido la catastrófica idea de retirarse para que otros (concepto igualmente desconocido para él) experimenten esta maldición.
[...]
Observa qué curioso. Resulta que Lionel, mi amigo, y el más apasionado de los hombres, no ha dejado de perseguir la ausencia de pasiones. Lo que a mí me duele, hijo mío, reside en esa mirada que veo. Una mirada que oscila entre la compasión y el aburrimiento. Y la irritación tal vez. Me escuchas, te esfuerzas por estar presente y nada de lo que oyes te llena, nada te habla ni te afecta. ¿Sabes que la falta del estar presente es lo más fuerte? ¿Lo has sentido alguna vez? Incluso cuando crees que eres oído y amado, el otro persiste en su ausencia. La tuya, hijo mío, es radical. Puedo cogerte la mano pero tú estás lo más lejos posible. No podemos dar ni un solo paso juntos. Leo en tus ojos tu incomprensión y mi vejez. Leo el abandono. Leo el testimonio de la soledad.
[...]
Ella me gustaba porque estaba chiflada, decía sí, decía no, y sí y no al mismo tiempo, me gustaba porque no la entendía…, ya ves, muchacho, incluso ahora la reinvento…, me gustaba porque nunca me cansaba de desearla, porque era una ilusión incesantemente postergada, mi señuelo más absoluto.
Una noche, la última (la última noche de una locura que duraría casi tres años y, de paso, me separaría de tu madre), la esperé en una habitación del Dieppe (esperarla era mi definición). Botton estaba en la Interstoff, la feria anual del textil de Frankfurt. Su hijo estaba en casa de su hermana, digámoslo así. Esperé, engullendo paquetes de patatas fritas birlados del bar desierto, atiborrándome de agua del grifo (en aquella época no había ni minibar, ni tele), releyendo por enésima vez el Paris-Normandie, dando vueltas como un loco y tropezando con los muebles, a las dos de la madrugada la llamé a su casa. Descolgó el teléfono con voz adormilada, esa voz fue mi perdición. Dije, salgo del hotel y voy a tu casa. Ella dijo, no, no, no lo hagas, ya lo sabes. Yo grité, ¡lo único que sé es que llevo cuatro horas esperando en una habitación de pesadilla! Ella murmuró, mi hijo tiene fiebre, le he hecho quedarse en casa. Yo sabía que mentía, dije yo también, yo también tengo fiebre, ella se rio y colgó. Yo volví a llamar, grité, no volverás a verme nunca, no eres más que una putita provinciana, ni siquiera eres guapa, ¡no eres NADA! Volví a París por la noche, en un estado de auténtica desintegración.
A la mañana siguiente, yo iba a la oficina, un tipo, boulevard des Capucines, me dio una octavilla para la Ayuda al Sahel o algo parecido. No existe mayor sufrimiento decía el papel que el de una madre que asiste impotente a la muerte de su hijo, pensé, qué sabes tú de eso, cabrón, mientras arrugaba la octavilla. Porque lo que corría el riesgo de extinguirse aquel día no era el amor, ni cualquier otra forma de apego terrestre, sino la propia ilusión de la vida. Daba igual, hijo, que esa ilusión quedara reducida a los pasillos de Aunay, a las paredes de las habitaciones de hotel, a los asientos de coche y a unos cuantos tristes porches de Rouen, o sea a nada que pueda parecerse de cerca o de lejos a la normalidad de una ilusión vital. Jamás hubo entre ella y yo el menor clima romántico, ni un solo lugar que hubiéramos visitado juntos, ni un bosque por donde hubiéramos caminado, ni un solo paisaje, ni una calle extranjera, ni un lugar en el mundo donde nos hubiéramos tomado el tiempo de estar. Sólo nos movimos en los umbrales, en rellanos efímeros, y si tuviera algún talento para analizar las cosas, deduciría de ahí que la ilusión de la vida fue, con Marisa, mucho más violenta puesto que jamás fue adornada por un elemento exterior y jamás, jamás confundida con la felicidad.
[...]
En algunas piezas de El arte de la fuga, he encontrado motivo para hacer bailar mi alma. Primera fuga, contrapunctus 1, lento, rápido, escuchado incansablemente, incansablemente puesto y vuelto a poner, lento, rápido, lento, escuchado, hijo mío, durante horas, más o menos lento, más o menos rápido, escuchado incesantemente toda la vida, incansablemente, contrapunctus 10, contrapunctus 12, contrapunctus 13, ¡la decimotercera fuga!, bailada, cantada en los peores momentos, bailada inexplicablemente, inexplicablemente cantada, inexplicablemente portadora de alegría, contrapunctus 14, unfinished en la funda del disco, me gustaba la palabra unfinished, mi, re, do, si, la si, re STOP parón por defunción, prolongado silencio radical, no es una obra inacabada sino infinita, no incompleta sino unfinished, parada e infinita por la tumba.
Bach me habrá salvado de todos vosotros, de vuestros descorazonadores paraísos, Bach me habrá salvado de la vida.
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