miércoles, 28 de septiembre de 2022

Kenji Miyazawa - No sucumbir a la lluvia

No sucumbir a la lluvia
por Kenji Miyazawa



No sucumbir a la lluvia
No sucumbir al viento
No sucumbir a la nieve ni al calor del estío
Tener un cuerpo firme y sano
sin avaricia ni codicia
Sonreír siempre tranquilo
Nunca tener ira
Comer cuatro tazas de arroz al día
y un poco de pasta de soya y legumbres
No contar conmigo mismo
en ninguna ocasión
Observar atentamente y comprender
Además, no olvidar
A la sombra de una arboleda de pinos en el campo
vivir en una choza de cañas
Si al este hay un niño enfermo
ir a cuidarlo
Si al oeste hay una madre fatigada
ayudarle cargando las gavillas de arroz
Si al sur hay una persona moribunda
decirle que no tenga miedo
Si al norte hay pendencias y acusaciones
decirles que cesen de hacerlo porque no es interesante
Si se presenta la sequía tener lágrimas en los ojos
y caminar perplejo y preocupado bajo el verano frío
Ser llamado ‘títere imbécil’ por la gente
sin nunca ser alabado
ni molesto
Un hombre así
quisiera ser
Yo.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Alejandro Zambra - Bonsái

Bonsái
por Alejandro Zambra





Pasaban los años, y la única persona que no cambiaba era la joven de su libro.

YASUNARI KAWABATA

El dolor se talla y se detalla.

GONZALO MILLÁN



I. BULTO

Al final ella muere y él se queda solo, aunque en realidad se había quedado solo varios años antes de la muerte de ella, de Emilia. Pongamos que ella se llama o se llamaba Emilia y que él se llama, se llamaba y se sigue llamando Julio. Julio y Emilia. Al final Emilia muere y Julio no muere. El resto es literatura:

La primera noche que durmieron juntos fue por accidente. Había examen de Sintaxis Española II, una materia que ninguno de los dos dominaba, pero como eran jóvenes y en teoría estaban dispuestos a todo, estaban dispuestos, incluso, a estudiar Sintaxis Española II en casa de las mellizas Vergara. El grupo de estudio resultó bastante más numeroso de lo previsto: alguien puso música, pues dijo que acostumbraba estudiar con música, otro trajo un vodka, argumentando que le era difícil concentrarse sin vodka, y un tercero fue a comprar naranjas, porque le parecía insufrible el vodka sin jugo de naranjas. A las tres de la mañana estaban perfectamente borrachos, de manera que decidieron irse a dormir. Aunque Julio hubiera preferido pasar la noche con alguna de las hermanas Vergara, se resignó con rapidez a compartir la pieza de servicio con Emilia.

A Julio no le gustaba que Emilia hiciera tantas preguntas en clase, y a Emilia le desagradaba que Julio aprobara los cursos a pesar de que casi no iba a la universidad, pero aquella noche ambos descubrieron las afinidades emotivas que con algo de voluntad cualquier pareja es capaz de descubrir. De más está decir que les fue pésimo en el examen. Una semana después, para el examen de segunda oportunidad, volvieron a estudiar con las Vergara y durmieron juntos de nuevo, aunque esta segunda vez no era necesario que compartieran pieza, ya que los padres de las mellizas habían viajado a Buenos Aires.

Poco antes de enredarse con Julio, Emilia había decidido que en adelante follaría, como los españoles, ya no haría el amor con nadie, ya no tiraría o se metería con alguien, ni mucho menos culearía o culiaría. Este es un problema chileno, dijo Emilia, entonces, a Julio, con una soltura que sólo le nacía en la oscuridad, y en voz muy baja, desde luego: Éste es un problema de los chilenos jóvenes, somos demasiado jóvenes para hacer el amor, y en Chile si no haces el amor sólo puedes culear o culiar, pero a mí no me agradaría culiar o culear contigo, preferiría que folláramos, como en España.

Por entonces Emilia no conocía España. Años más tarde viviría en Madrid, ciudad donde follaría bastante, aunque ya no con Julio, sino, fundamentalmente, con Javier Martínez y con Ángel García Atienza y con Julián Alburquerque y hasta, pero sólo una vez, y un poco obligada, con Karolina Kopec, su amiga polaca. Esta noche, esta segunda noche, en cambio, Julio se transformó en el segundo compañero sexual de la vida de Emilia, en el, como con cierta hipocresía dicen las madres y las sicólogas, segundo hombre de Emilia, que a su vez pasó a ser la primera relación seria de Julio. Julio escabullía las relaciones serias, se escondía no de las mujeres sino de la seriedad, ya que sabía que la seriedad era tanto o más peligrosa que las mujeres. Julio sabía que estaba condenado a la seriedad, e intentaba, tercamente, torcer su destino serio, pasar el rato en la estoica espera de aquel espantoso e inevitable día en que la seriedad llegaría a instalarse para siempre en su vida.

***

El primer pololo de Emilia era torpe, pero había autenticidad en su torpeza. Cometió muchos errores y casi siempre supo reconocerlos y enmendarlos, pero hay errores imposibles de enmendar, y el torpe, el primero, cometió uno o dos de esos errores imperdonables. Ni siquiera vale la pena mencionarlos.

Ambos tenían quince años cuando comenzaron a salir, pero para cuando Emilia cumplió dieciséis y diecisiete el torpe siguió teniendo quince. Y así: Emilia cumplió dieciocho y diecinueve y veinticuatro, y él quince; veintisiete, veintiocho, y él quince, todavía, hasta los treinta de ella, pues Emilia no siguió cumpliendo años después de los treinta, y no porque a partir de entonces decidiera empezar a restarse la edad, sino debido a que pocos días después de cumplir treinta años Emilia murió, y entonces ya no volvió a cumplir años porque comenzó a estar muerta.

El segundo pololo de Emilia era demasiado blanco. Con él descubrió el andinismo, los paseos en bicicleta, el jogging y el yogur. Fue, en especial, un tiempo de mucho yogur, y esto, para Emilia, resultó importante, porque venía de un periodo de mucho pisco, de largas y enrevesadas noches de pisco con cocacola y de pisco con limón, e incluso de pisco solo, seco, sin hielo. Se manosearon mucho pero no llegaron al coito, porque él era muy blanco y eso a Emilia le producía desconfianza, a pesar de que ella misma era muy blanca, casi completamente blanca, de pelo corto y negrísimo, eso sí.

El tercero era, en realidad, un enfermo. Desde un principio ella supo que la relación estaba condenada al fracaso, pero aun así duraron un año y medio, y fue su primer compañero sexual, su primer hombre, a los dieciocho de ella, a los veintidós de él.

Entre el tercero y el cuarto hubo varios amores de una noche más bien estimulados por el aburrimiento.

El cuarto fue Julio.

***

Atendiendo a una arraigada costumbre familiar, la iniciación sexual de Julio fue pactada, en diez mil pesos, con Isidora, con la prima Isidora, que desde luego no se llamaba Isidora ni era prima de Julio. Todos los hombres de la familia habían pasado por Isidora, una mujer aún joven, de milagrosas caderas y cierta propensión al romanticismo, que accedía a atenderlos, aunque ya no era lo que se dice una puta, una puta-puta: ahora, y esto procuraba siempre dejarlo en claro, trabajaba como secretaria de un abogado.

A los quince años Julio conoció a la prima Isidora, y siguió conociéndola durante los años siguientes, en calidad de regalo especial, cuando insistía lo suficiente, o cuando la brutalidad de su padre amainaba y, por consiguiente, venía el periodo conocido como periodo de arrepentimiento del padre, y enseguida el periodo de culpa del padre, cuya más afortunada consecuencia era el desprendimiento económico. De más está decir que Julio tendió a enamorarse de Isidora, que la quiso, y que ella, fugazmente enternecida por el joven lector que se vestía de negro, lo trataba mejor que a los otros convidados, lo consentía, lo educaba, en cierto modo.

Sólo a los veinte años Julio comenzó a frecuentar con intenciones sociosexuales a mujeres de su edad, con éxito escaso pero suficiente como para decidirse a dejar a Isidora. A dejarla, desde luego, del mismo modo que se deja de fumar o de apostar en carreras de caballos. No fue fácil, pero meses antes de aquella segunda noche con Emilia, Julio ya se consideraba a salvo del vicio.

Aquella segunda noche, entonces, Emilia compitió con una rival única, aunque Julio nunca llegó a compararlas, en parte porque no había comparación posible y también debido a que Emilia pasó a ser, oficialmente, el único amor de su vida, e Isidora, apenas, una antigua y agradable fuente de diversión y de sufrimiento. Cuando Julio se enamoró de Emilia toda diversión y todo sufrimiento previos a la diversión y al sufrimiento que le deparaba Emilia pasaron a ser simples remedos de la diversión y del sufrimiento verdaderos.

***

La primera mentira que Julio le dijo a Emilia fue que había leído a Marcel Proust. No solía mentir sobre sus lecturas, pero aquella segunda noche, cuando ambos sabían que comenzaban algo, y que ese algo, durara lo que durara, iba a ser importante, aquella noche Julio impostó la voz y fingió intimidad, y dijo que sí, que había leído a Proust, a los diecisiete años, un verano, en Quintero. Por entonces ya nadie veraneaba en Quintero, ni siquiera los padres de Julio, que se habían conocido en la playa de El Durazno, iban a Quintero, un balneario bello pero ahora invadido por el lumpen, donde Julio, a los diecisiete, se consiguió la casa de sus abuelos para encerrarse a leer En busca del tiempo perdido. Era mentira, desde luego: había ido a Quintero aquel verano, y había leído mucho, pero a Jack Kerouac, a Heinrich Böll, a Vladimir Nabokov, a Truman Capote y a Enrique Lihn, que no a Marcel Proust.

Esa misma noche Emilia le mintió por primera vez a Julio, y la mentira fue, también, que había leído a Marcel Proust. En un comienzo se limitó a asentir: Yo también leí a Proust. Pero luego hubo una pausa larga de silencio, que no era un silencio incómodo sino expectante, de manera que Emilia tuvo que completar el relato: Fue el año pasado, recién, me demoré unos cinco meses, andaba atareada, como sabes, con los ramos de la universidad. Pero me propuse leer los siete tomos y la verdad es que ésos fueron los meses más importantes de mi vida como lectora.

Usó esa expresión: mi vida como lectora, dijo que aquéllos habían sido, sin duda, los meses más importantes de su vida como lectora.

En la historia de Emilia y Julio, en todo caso, hay más omisiones que mentiras, y menos omisiones que verdades, verdades de esas que se llaman absolutas y que suelen ser incómodas. Con el tiempo, que no fue mucho pero fue bastante, se confidenciaron sus menos públicos deseos y aspiraciones, sus sentimientos fuera de proporción, sus breves y exageradas vidas. Julio le confió a Emilia asuntos que sólo debería haber conocido el sicólogo de Julio, y Emilia, a su vez, convirtió a Julio en una especie de cómplice retroactivo de cada una de las decisiones que había tomado a lo largo de su vida. Aquella vez, por ejemplo, cuando decidió que odiaba a su madre, a los catorce años: Julio la escuchó atentamente y opinó que sí, que Emilia, a los catorce años, había decidido bien, que no había otra decisión posible, que él habría hecho lo mismo, y, por cierto, que si entonces, a los catorce, hubieran estado juntos, de seguro él la habría apoyado.

La de Emilia y Julio fue una relación plagada de verdades, de revelaciones íntimas que constituyeron rápidamente una complicidad que ellos quisieron entender como definitiva. Esta es, entonces, una historia liviana que se pone pesada. Esta es la historia de dos estudiantes aficionados a la verdad, a dispersar frases que parecen verdaderas, a fumar cigarros eternos, y a encerrarse en la violenta complacencia de los que se creen mejores, más puros que el resto, que ese grupo inmenso y despreciable que se llama el resto.

Rápidamente aprendieron a leer lo mismo, a pensar parecido, y a disimular las diferencias. Muy pronto conformaron una vanidosa intimidad. Al menos por aquel tiempo, Julio y Emilia consiguieron fundirse en una especie de bulto. Fueron, en suma, felices. De eso no cabe duda.


II. TANTALIA

Siguieron, desde entonces, follando, en casas prestadas y en moteles de sábanas que olían a pisco sour. Follaron durante un año y ese año les pareció breve, aunque fue larguísimo, fue un año especialmente largo, después del cual Emilia se fue a vivir con Anita, su amiga de la infancia.

Anita no simpatizaba con Julio, pues lo consideraba engreído y depresivo, pero igualmente tuvo que admitirlo a la hora del desayuno y hasta, una vez, quizás para demostrarse a sí misma y a su amiga que en el fondo Julio no le desagradaba, le preparó huevos a la copa, que era el desayuno favorito de Julio, el huésped permanente del estrecho y más bien inhóspito departamento que compartían Emilia y Anita. Lo que a Anita le molestaba de Julio era que le había cambiado a su amiga:

Me cambiaste a mi amiga. Ella no era así.

¿Y tú siempre has sido así?

¿Así cómo?

Así, como eres.

Emilia intervino, conciliadora y comprensiva. ¿Qué sentido tiene estar con alguien si no te cambia la vida? Eso dijo, y Julio estaba presente cuando lo dijo: que la vida sólo tenía sentido si encontrabas a alguien que te la cambiara, que destruyera tu vida. A Anita le pareció una teoría dudosa, pero no la discutió. Sabía que cuando Emilia hablaba en ese tono era absurdo contradecirla.

***

Las rarezas de Julio y Emilia no eran sólo sexuales (que las había), ni emocionales (que abundaban), sino también, por así decirlo, literarias. Una noche especialmente feliz, Julio leyó, a manera de broma, un poema de Rubén Darío que Emilia dramatizó y banalizó hasta que quedó convertido en un verdadero poema sexual, un poema de sexo explícito, con gritos, con orgasmos incluidos. Devino entonces en una costumbre esto de leer en voz alta —en voz baja— cada noche, antes de follar. Leyeron El libro de Monelle, de Marcel Schwob, y El pabellón de oro, de Yukio Mishima, que les resultaron razonables fuentes de inspiración erótica. Sin embargo, muy pronto las lecturas se diversificaron notoriamente: leyeron El hombre que duerme y Las cosas, de Perec, varios cuentos de Onetti y de Raymond Carver, poemas de Ted Hughes, de Tomas Tranströmer, de Armando Uribe y de Kurt Folch. Hasta fragmentos de Nietzsche y de Émile Cioran leyeron.

Un buen o un mal día el azar los condujo a las páginas de la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Después de imaginar bóvedas o casas sin puertas, después de inventariar los rasgos de fantasmas innombrables, recalaron en «Tantalia», un breve relato de Macedonio Fernández que los afectó profundamente.

«Tantalia» es la historia de una pareja que decide comprar una plantita para conservarla como símbolo del amor que los une. Tardíamente se dan cuenta de que si la plantita se muere, con ella también morirá el amor que los une. Y que como el amor que los une es inmenso y por ningún motivo están dispuestos a sacrificarlo, deciden perder la plantita entre una multitud de plantitas idénticas. Luego viene el desconsuelo, la desgracia de saber que ya nunca podrán encontrarla.

Ella y él, los personajes de Macedonio, tuvieron y perdieron una plantita de amor. Emilia y Julio —que no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes— llevan varios meses leyendo antes de follar, es muy agradable, piensa él y piensa ella, y a veces lo piensan al mismo tiempo: es muy agradable, es bello leer y comentar lo leído un poco antes de enredar las piernas. Es como hacer gimnasia.

No siempre les resulta sencillo encontrar en los textos algún motivo, por mínimo que sea, para follar, pero finalmente consiguen aislar un párrafo o un verso que caprichosamente estirado o pervertido les funciona, los calienta. (Les gustaba esa expresión, calentarse, por eso la consigno. Les gustaba casi tanto como calentarse.)

Pero esta vez fue distinto:

Ya no me gusta Macedonio Fernández, dijo Emilia, que armaba las frases con inexplicable timidez, mientras acariciaba el mentón y parte de la boca de Julio.

Y Julio: A mí tampoco. Me divertía, me gustaba mucho, pero ya no. Macedonio no.

En voz muy baja habían leído el cuento de Macedonio y en voz baja seguían hablando:

Es absurdo, como un sueño.

Es que es un sueño.

Es una estupidez.

No te entiendo.

Nada, que es absurdo.

***

Aquélla debería haber sido la última vez que Emilia y Julio follaron. Pero siguieron, a pesar de los continuos reclamos de Anita y de la insólita molestia que les había producido el cuento de Macedonio. Quizás para aquilatar la decepción, o simplemente para cambiar de tema, desde entonces recurrieron exclusivamente a clásicos. Discutieron, como todos los diletantes del mundo han discutido alguna vez, los primeros capítulos de Madame Bovary. Clasificaron a sus amigos y conocidos según fueran como Charles o como Emma, y discutieron también si ellos mismos eran comparables a la trágica familia Bovary. En la cama no había problema, ya que ambos se esmeraban por parecer Emma, por ser como Emma, por follar como Emma, pues sin lugar a dudas, creían ellos, Emma follaba inusitadamente bien, e incluso hubiera follado mejor en las condiciones actuales; en Santiago de Chile, a fines del siglo XX, Emma hubiera follado aún mejor que en el libro. La pieza, esas noches, se convertía en un carruaje blindado que se conducía solo, a tientas, por una ciudad hermosa e irreal. El resto, el pueblo, murmuraba celosamente detalles del romance escandaloso y fascinante que ocurría puertas adentro.

Pero en los demás aspectos no llegaban a acuerdo. No lograban decidir si ella actuaba como Emma y él como Charles, o más bien eran ambos los que, sin quererlo, hacían de Charles. Ninguno de los dos quería ser Charles, nunca nadie quiere hacer de Charles siquiera por un rato.

Cuando faltaban apenas cincuenta páginas, abandonaron la lectura, confiados, acaso, en que podrían refugiarse, ahora, en los relatos de Antón Chéjov.

Les fue pésimo con Chéjov, un poco mejor, curiosamente, con Kafka, pero, como se dice, el daño ya estaba hecho. Desde que leyeron «Tantalia» el desenlace era inminente y por supuesto ellos imaginaban y hasta protagonizaban escenas que hacían más bello y más triste, más inesperado ese desenlace.

Fue con Proust. Habían postergado la lectura de Proust, debido al secreto inconfesable que, por separado, los unía a la lectura —o a la no lectura— de En busca del tiempo perdido. Ambos tuvieron que fingir que la lectura en común era en rigor una anhelada relectura, de manera que cuando llegaban a alguno de los numerosos pasajes que parecían especialmente memorables cambiaban la inflexión de la voz o se miraban reclamando emoción, simulando la mayor intimidad. Julio, incluso, en una ocasión se permitió afirmar que sólo ahora sentía realmente que estaba leyendo a Proust, y Emilia le respondió con un sutil y desconsolado apretón en la mano.

Como eran inteligentes, pasaron de largo por los episodios que sabían célebres: el mundo se emocionó con esto, yo me emocionaré con esto otro. Antes de comenzar a leer, como medida precautoria, habían convenido lo difícil que era para un lector de En busca del tiempo perdido recapitular su experiencia de lectura: es uno de esos libros que incluso después de leerlos uno considera pendientes, dijo Emilia. Es uno de esos libros que vamos a releer siempre, dijo Julio.

***

Quedaron en la página 373 de Por el camino de Swann, específicamente en la siguiente frase:

No por saber una cosa se la puede impedir; pero siquiera las cosas que averiguamos las tenemos, si no entre las manos, al menos en el pensamiento, y allí están a nuestra disposición, lo cual nos inspira la ilusión de gozar sobre ellas una especie de dominio.

Es posible pero quizás sería abusivo relacionar este fragmento con la historia de Julio y Emilia. Sería abusivo, pues la novela de Proust está plagada de fragmentos como éste. Y también porque quedan páginas, porque esta historia continúa.

O no continúa.

La historia de Julio y Emilia continúa pero no sigue.

Va a terminar unos años más tarde, con la muerte de Emilia; Julio, que no muere, que no morirá, que no ha muerto, continúa pero decide no seguir. Lo mismo Emilia: por ahora decide no seguir pero continúa. Dentro de algunos años ya no continuará y ya no seguirá.

No por saber una cosa se la puede impedir, pero hay ilusiones, y esta historia, que viene siendo una historia de ilusiones, sigue así:

Ambos sabían que, como se dice, el final ya estaba escrito, el final de ellos, de los jóvenes tristes que leen novelas juntos, que despiertan con libros perdidos entre las frazadas, que fuman mucha marihuana y escuchan canciones que no son las mismas que prefieren por separado (de Ella Fitzgerald, por ejemplo: son conscientes de que a esa edad aún es lícito haber descubierto recién a Ella Fitzgerald). La fantasía de ambos era al menos terminar a Proust, estirar la cuerda por siete tomos y que la última palabra (la palabra Tiempo) fuera también la última palabra prevista entre ellos. Duraron leyendo, lamentablemente, poco más de un mes, a razón de diez páginas por día. Quedaron en la página 373, y el libro permaneció, desde entonces, abierto.



III. PRÉSTAMOS

Primero fue Timothy, un muñeco de arroz vagamente parecido a un elefante. Anita durmió con Timothy, peleó con Timothy, le dio de comer y hasta lo bañó antes de devolvérselo a Emilia una semana después. Por entonces ambas tenían cuatro años. Semana por medio los padres de las niñas se ponían de acuerdo para que ellas se juntaran y a veces pasaban sábado y domingo jugando al pillarse, a imitar voces, a pintarse la cara con pasta de dientes.

Luego fue la ropa. A Emilia le gustaba el buzo burdeos de Anita, Anita le pidió a cambio la polera de Snoopy, y así comenzó un sólido comercio que con los años acabó volviéndose caótico. A los ocho fue un libro para hacer origamis el que Anita le devolvió algo estropeado en los bordes a su amiga. Entre los diez y los doce hicieron turnos quincenales para comprar la revista Tú, e intercambiaron cassettes de Miguel Bosé, Duran Duran, Álvaro Scaramelli y el grupo Nadie.

A los catorce Emilia le dio un beso en la boca a Anita, y Anita no supo cómo reaccionar. Dejaron de verse durante unos meses. A los diecisiete Emilia volvió a besarla y esta vez el beso fue un poco más largo. Anita se rió y le dijo que si volvía a hacerlo le respondería con una cachetada.

A los diecisiete años Emilia entró a estudiar literatura a la Universidad de Chile, porque era el sueño de toda su vida. Anita, desde luego, sabía que estudiar literatura no era el sueño de la vida de Emilia, sino un capricho directamente relacionado con su lectura reciente de Delmira Agustini. El sueño de Anita, en cambio, era perder unos cuantos kilos, lo que no la llevó, claro está, a estudiar nutrición o educación física. Por lo pronto se matriculó en un curso intensivo de inglés, y siguió varios años estudiando aquel curso intensivo de inglés.

A los veinte años Emilia y Anita se fueron a vivir juntas. Anita llevaba seis meses viviendo sola, ya que su madre recientemente había formalizado una relación, por lo que se merecía —eso fue lo que le dijo a su hija— la oportunidad de comenzar desde cero. Comenzar desde cero significaba comenzar sin hijos y, probablemente, continuar sin hijos. Pero en este relato la madre de Anita y Anita no importan, son personajes secundarios. La que importa es Emilia, que aceptó gustosa el ofrecimiento de vivir con Anita, seducida, en especial, por la posibilidad de follar a sus anchas con Julio.

***

Anita descubrió que estaba embarazada dos meses antes de que la relación de su amiga con Julio se disolviera del todo. El padre —el responsable, se decía entonces— era un estudiante de último año de derecho de la Universidad Católica, cuestión que ella enfatizaba, probablemente porque hacía más decoroso su descuido. Aunque se conocían desde hacía poco, Anita y el futuro abogado decidieron casarse, y Emilia fue la testigo de la ceremonia. Durante la fiesta, un amigo del novio quiso besar a Emilia mientras bailaban cumbia, pero ella esquivó el rostro argumentando que no le gustaba ese tipo de música.

A los veintiséis Anita ya era madre de dos niñas y su marido se debatía entre la posibilidad de comprar una camioneta y la vaga tentación de tener un tercer hijo (para cerrar la fábrica, decía, con un énfasis que pretendía ser gracioso, y que quizás lo era, ya que la gente solía reírse con el comentario). Así de bien les iba.

El marido de Anita se llamaba Andrés, o Leonardo. Quedemos en que su nombre era Andrés y no Leonardo. Quedemos en que Anita estaba despierta y Andrés semidormido y las dos niñas durmiendo la noche en que imprevistamente llegó Emilia a visitarlos.

Eran casi las once de la noche. Anita hizo lo posible por distribuir con justicia el poco whisky que quedaba y Andrés tuvo que ir corriendo a comprar a un almacén cercano. Regresó con tres paquetes chicos de papas fritas.

¿Por qué no trajiste un paquete grande?

Porque no quedaban paquetes grandes.

¿Y no se te ocurrió, por ejemplo, traer cinco paquetes chicos?

No quedaban cinco paquetes chicos. Quedaban tres.

Emilia pensó que quizás no había sido una buena idea llegar de improviso a ver a su amiga. Mientras duró la escaramuza, tuvo que concentrarse en un enorme sombrero mexicano que gobernaba la sala. Estuvo a punto de retirarse, pero el motivo era urgente: en el colegio había dicho que era casada. Para conseguir trabajo como profesora de castellano había dicho que era casada. El problema era que a la noche siguiente tenía una fiesta con sus compañeros de trabajo y era ineludible que su esposo la acompañara. Después de tantas poleras y discos y libros y hasta sostenes con relleno, no sería tan grave que me prestaras a tu marido, dijo Emilia.

Todos los colegas querían conocer a Miguel. Y Andrés perfectamente podía pasar por Miguel. Había dicho que Miguel era gordo, moreno y simpático, y Andrés era, al menos, muy moreno y muy gordo. Simpático no era, eso lo pensó desde la primera vez que lo vio, hacía ya varios años. Anita también era gorda y bellísima, o al menos tan bella como puede llegar a ser una mujer tan gorda, pensaba Emilia, algo envidiosa. Emilia era más bien tosca y muy flaca, Anita era gorda y linda. Anita dijo que no tenía inconveniente en prestar a su marido por un rato.

Siempre que me lo devuelvas.

Eso tenlo por seguro.

Rieron de buena gana, mientras Andrés intentaba capturar los últimos pedazos de papas fritas de su paquete. Durante la adolescencia habían sido muy cuidadosas respecto a los hombres. Antes de involucrarse en cualquier cosa Emilia llamaba a Anita, y viceversa, para formular las preguntas de rigor. ¿Estás segura de que no te gusta? Segura, no seas enrollada, huevona.

Al principio Andrés se mostró reticente, pero terminó cediendo, al fin y al cabo podía llegar a ser divertido.

***

¿Sabes por qué al ron con cocacola lo llaman cuba libre?

No, respondió Emilia, un poco cansada y con muchas ganas de que la fiesta terminara.

¿De verdad no lo sabes? Es como obvio: el ron es Cuba y la cocacola los Estados Unidos, la libertad. ¿Cachái?

Yo me sabía otra historia.

¿Cuál historia?

Me la sabía, pero se me olvidó.

Andrés ya llevaba varias anécdotas por el estilo, lo que hacía difícil no considerarlo un insoportable. Se esforzaba tanto en lograr que los compañeros de Emilia no adivinaran la farsa, que hasta se había permitido hacerla callar. Se supone que un marido, se dijo entonces Emilia, hace callar a su esposa. Andrés hace callar a Anita cuando piensa que ella debe callarse. Entonces no está mal que Miguel haga callar a su esposa si piensa que debe callarse. Y como yo soy la esposa de Miguel debo callarme.

Así, en silencio, siguió Emilia durante el resto de la velada. Ahora no sólo nadie dudaría de que estaba casada con Miguel, sino que además a sus colegas no les sorprendería tanto una crisis conyugal de, digamos, un par de semanas y una repentina pero justificada separación. Nada más: ni llamadas, ni amigos en común, nada. Sería fácil matar a Miguel. Corté con él de raíz, se imaginaba diciéndoles.

Andrés detuvo el auto y consideró necesario redondear la noche comentándole a Emilia que había sido una fiesta muy entretenida y que de verdad no le importaría seguir asistiendo a esas reuniones. Es gente simpática y con ese vestido calipso te ves preciosa.

El vestido era turquesa, pero ella no quiso corregirlo. Estaban frente al departamento de Emilia y era temprano todavía. El venía muy borracho, ella también había bebido lo suyo, y tal vez por eso de pronto no le pareció tan horroroso que Andrés —que Miguel— se demorara un rato entre una y otra palabra. Pero esos pensamientos fueron violentamente interrumpidos en el momento en que se imaginó a su voluminoso compañero de auto penetrándola. Asqueroso, pensó, justo cuando Andrés se acercó más de la cuenta y apoyó su mano izquierda en el muslo derecho de Emilia.

Ella quiso bajarse del auto y él no estuvo de acuerdo. Le dijo estás borracho y él le respondió que no, que no era el alcohol, que desde hacía mucho tiempo la miraba con otros ojos. Es increíble, pero eso dijo: «Desde hace mucho tiempo que te miro con otros ojos.» Intentó besarla y ella le respondió con un puñetazo en la boca. De la boca de Andrés salió sangre, mucha sangre, una cantidad escandalosa de sangre.

***

Las dos amigas no volvieron a verse largo tiempo después de aquel incidente. Anita nunca se enteró con precisión de lo que había ocurrido, pero algo alcanzó a suponer, algo que en principio no le gustó y que luego le produjo indiferencia, puesto que Andrés le interesaba cada vez menos.

No hubo auto ni tercer hijo o hija, sino dos años de calculado silencio y una separación dentro de todo bastante amable, que con el tiempo condujo a que Andrés se conceptualizara a sí mismo como un excelente padre separado. Las niñas se alojaban en su casa cada dos semanas y pasaban, también, todo el mes de enero junto a él, en Maitencillo. Anita aprovechó uno de esos veranos para ir a visitar a Emilia. Su culposa madre le había ofrecido varias veces financiar el viaje, y aunque le costó aceptar que iba a estar tan lejos de las niñitas, se dejó vencer por la curiosidad.

Fue a Madrid, pero no fue a Madrid. Fue a buscar a Emilia, de quien había perdido completamente el rastro. Se le hizo muy difícil conseguir la dirección de la calle del Salitre y un número de teléfono que a Anita le pareció curiosamente largo. Una vez en Barajas estuvo a punto de discar aquel número, pero desistió, animada por un pueril atavismo a las sorpresas.

No era bello Madrid, al menos para Anita, para la Anita que aquella mañana debió sortear a la salida del metro a un grupo de marroquíes que tramaban algo. En realidad eran ecuatorianos y colombianos, pero ella, que nunca en su vida había conocido a un marroquí, los pensó como marroquíes, pues recordaba que un señor había dicho hacía poco en la tele que los marroquíes eran el gran problema de España. Madrid le pareció una ciudad intimidante, hostil, de hecho le costó seleccionar a alguien confiable a quien preguntarle por la dirección que traía anotada. Hubo varios diálogos ambiguos desde que salió del metro hasta que por fin tuvo a Emilia frente a frente.

Has vuelto a usar ropa negra, fue lo primero que le dijo. Pero lo primero que le dijo no fue lo primero que pensó. Y es que pensó muchas cosas al ver a Emilia: pensó estás fea, estás deprimida, pareces drogadicta. Comprendió que quizás no debería haber viajado. Observó con atención las cejas de Emilia, los ojos de Emilia. Ponderó, con desdén, el lugar: un piso muy pequeño, en franco desorden, absurdo, sobrepoblado. Pensó, o más bien sintió, que no quería escuchar lo que Emilia iba a contarle, que no deseaba saber lo que de todos modos parecía condenada a saber. No quiero saber por qué hay tanta mierda en este barrio, por qué te viniste a vivir a este barrio lleno de caca, repleto de miradas capciosas, de jóvenes raros, de señoras gordas que arrastran bolsas, y de señoras gordas que no arrastran bolsas pero caminan muy lento. Observó, de nuevo, con atención, las cejas de Emilia. Decidió que era mejor guardar silencio respecto a las cejas de Emilia.

Has vuelto a usar ropa negra, Emilia.

Anita, tú estás igual.

Emilia sí dijo lo primero que pensó: estás igual. Estás igual, sigues siendo así, así como eres. Y yo sigo siendo asá, siempre he sido asá, y quizás ahora voy a contarte que en Madrid he llegado a ser aún más asá, completamente asá.

Consciente de los recelos de su amiga, Emilia le aseguró a Anita que los dos hombres con los que vivía eran maricones pobres. Aquí los maricones se visten muy bien, le dijo, pero estos dos que viven conmigo, por desgracia, son más pobres que una rata. Anita no quiso quedarse a alojar. Buscaron juntas un hostal barato, y se podría decir que conversaron largo y tendido, aunque tal vez no; sería impropio decir que conversaron como antes, porque antes había confianza y ahora lo que las unía era más bien un sentimiento de incomodidad, de familiaridad culpable, de vergüenza, de vacío. Casi al finalizar la tarde, después de realizar algunos urgentes cálculos mentales, Anita tomó cuarenta mil pesetas, que era casi todo el dinero que llevaba consigo. Se las dio a Emilia, que lejos de resistirse sonrió con verdadera gratitud. Anita conocía de antes aquella sonrisa, que por dos segundos las reunió y luego las dejó solas, de nuevo, frente a frente, deseando, una, que durante el resto de la semana la turista se dedicara a los museos, a las tiendas Zara y a las tortitas con sirope, y prometiéndose, la otra, que no iba a pensar más en el uso que Emilia daría a sus cuarenta mil pesetas.


IV. SOBRAS

Gazmuri no importa, el que importa es Julio. Gazmuri ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente. Casi nadie las ha comprendido bien, salvo quizás Julio, que las ha leído y releído varias veces.

¿Cómo es que Gazmuri y Julio llegan a juntarse?

Sería excesivo decir que se juntan.

Pero sí: un sábado de enero Gazmuri espera a Julio en un café de Providencia. Acaba de poner el punto final a una nueva novela: cinco cuadernos Colón enteramente manuscritos. Tradicionalmente es su esposa la encargada de transcribir sus cuadernos, pero esta vez ella no quiere, está cansada. Está cansada de Gazmuri, lleva semanas sin hablarle, por eso Gazmuri se ve agotado y descuidado. Pero la esposa de Gazmuri no importa, Gazmuri mismo importa muy poco. El viejo llama, entonces, a su amiga Natalia y su amiga Natalia le dice que está muy ocupada como para transcribir la novela, pero le recomienda a Julio.

¿Escribes a mano? Nadie escribe a mano hoy en día, observa Gazmuri, que no espera la respuesta de Julio. Pero Julio responde, responde que no, que casi siempre usa el computador.

Gazmuri: Entonces no sabes de qué hablo, no conoces la pulsión. Hay una pulsión cuando escribes en papel, un ruido del lápiz. Un equilibrio raro entre el codo, la mano y el lápiz.

Julio habla, pero no se escucha lo que habla. Alguien debería subirle el volumen. La voz carraspeada e intensa de Gazmuri, en cambio, retumba, funciona:

¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?

Julio: No. Y agrega, por decir algo: ¿Usted me recomienda escribir novelas?

Mira las preguntas que haces. No te recomiendo nada, no le recomiendo nada a nadie. ¿Crees que te cité en este café para darte consejos?

Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio. Difícil pero agradable. Enseguida Gazmuri comienza a hablar derechamente solo. Habla sobre diversas conspiraciones políticas y literarias, y enfatiza, en especial, una idea: hay que cuidarse de los maquilladores de muertos. Estoy seguro de que a ti te gustaría maquillarme. Los jóvenes como tú se acercan a los viejos porque les gusta que seamos viejos. Ser joven es una desventaja, no una cualidad. Eso deberías saberlo. Cuando yo era joven me sentía en desventaja, y ahora también. Ser viejo también es una desventaja. Porque los viejos somos débiles y necesitamos no sólo de los halagos de los jóvenes, necesitamos, en el fondo, de su sangre. Un viejo necesita mucha sangre, escriba o no escriba novelas. Y tú tienes mucha sangre. Tal vez lo único que te sobra, ahora que te miro bien, es sangre.

Julio no sabe qué responder. Lo salva una risa larga de Gazmuri, una risa que da a entender que al menos algo de lo que acaba de decir va en broma. Y Julio ríe con él; le hace gracia estar ahí, trabajando de personaje secundario. Quiere, en lo posible, mantenerse en ese rol, pero para mantenerse en ese rol de seguro debe decir algo, algo que lo haga cobrar relevancia. Un chiste, por ejemplo. Pero no le sale el chiste. No dice nada. Es Gazmuri quien dice:

En esta esquina ocurre algo muy importante para la novela que vas a transcribir. Por eso te cité aquí. Hacia el final de la novela, justo en esta esquina ocurre algo importante, ésta es una esquina importante. A todo esto, ¿cuánto piensas cobrarme?

Julio: ¿Cien mil pesos?

En realidad Julio está dispuesto, incluso, a trabajar gratis, aunque, por cierto, no le sobra el dinero. Le parece un privilegio tomar café y fumar cigarros negros con Gazmuri. Ha dicho cien mil como antes ha dicho buenos días, maquinalmente. Y sigue escuchando, se queda un poco atrás de Gazmuri, le lleva el amén, aunque quisiera más bien escucharlo todo, absorber información, quedar, ahora, lleno de información:

Digamos que ésta será mi novela más personal. Es bien distinta de las anteriores. Te la resumo un poco: él se entera de que una polola de juventud ha muerto. Como todas las mañanas, enciende la radio y escucha que en el obituario dicen el nombre de la mujer. Dos nombres y dos apellidos. Así empieza todo.

¿Todo qué?

Todo, absolutamente todo. Te llamo, entonces, tan pronto como tome una decisión.

¿Y qué más pasa?

Nada, lo de siempre. Que todo se va a la mierda. Te llamo, entonces, en cuanto tome una decisión.

***

Julio camina hacia su departamento visiblemente confundido. Quizás ha sido un error pedir cien mil pesos, aunque tampoco está seguro de que esa suma sea una cantidad importante para un sujeto como Gazmuri. Necesita el dinero, desde luego. Dos veces a la semana imparte clases de latín a la hija de un intelectual de derecha. Eso y el remanente de una tarjeta de crédito que le ha dado su padre constituye todo su salario.

Vive en el piso subterráneo de un edificio en Plaza Italia. Cuando el calor lo atolondra, pasa el rato mirando por la ventana los zapatos de las personas. Aquella tarde, justo antes de girar la llave, se da cuenta de que viene llegando María, su vecina lesbiana. Ve sus zapatos, sus sandalias. Y espera, calcula las pisadas y el saludo al conserje, hasta que la siente venir y entonces se concentra en abrir la puerta: finge que no da con la llave, aunque en su llavero sólo hay dos llaves. Parece que ninguna calza, dice en voz muy alta, mientras mira de reojo, y algo alcanza a ver. Ve el pelo largo y blanco de ella, que hace que su rostro parezca más oscuro de lo que es en realidad. Alguna vez han conversado sobre Severo Sarduy. Ella no es especialmente lectora, pero conoce muy bien la obra de Severo Sarduy. Tiene cuarenta o cuarenta y cinco años, vive sola, lee a Severo Sarduy: por eso, porque dos más dos son cuatro, Julio piensa que María es lesbiana. A Julio también le gusta Sarduy, en especial sus ensayos, por lo que siempre tiene tema de conversación con homosexuales y lesbianas.

Esa tarde María luce menos sobria que de costumbre, con un vestido que raramente usa. Julio está a punto de hacérselo notar, pero se contiene, piensa que quizás a ella le desagradan ese tipo de comentarios. Para olvidar su entrevista con Gazmuri, la invita a tomar un café. Hablan de Sarduy, de Cobra, de Cocuyo, de Big Bang, de Escrito sobre un cuerpo. Pero también, y esto es nuevo, hablan de otros vecinos, y de política, de ensaladas extrañas, de blanqueadores de dientes, de complementos vitamínicos, y de una salsa de nueces que ella quiere que Julio pruebe algún día. Llega el momento en que se quedan sin tema y parece inevitable que cada uno vuelva a sus ocupaciones. María es profesora de inglés, pero trabaja en casa traduciendo manuales de software y equipos de sonido. Él le cuenta que acaba de conseguir un buen trabajo, un trabajo interesante, con Gazmuri, el novelista.

Nunca lo he leído, pero dicen que es bueno. Tengo un hermano en Barcelona que lo conoce. Compartieron el exilio, creo.

Y Julio: Mañana comienzo a trabajar con Gazmuri. Necesita a alguien que le transcriba su nueva novela, porque escribe en papel, y no le gustan los computadores.

¿Y cómo se llama la novela?

Él quiere que conversemos el título, que lo discutamos. Un hombre se entera por la radio de que un amor de juventud ha muerto. Ahí empieza todo, absolutamente todo.

¿Y cómo sigue?

Él nunca la olvidó, fue su gran amor. Cuando jóvenes cuidaban una plantita.

¿Una plantita? ¿Un bonsái?

Eso, un bonsái. Decidieron comprar un bonsái para simbolizar en él el amor inmenso que los unía. Después todo se va a la mierda, pero él nunca la olvida. Hizo su vida, tuvo hijos, se separó, pero nunca la olvidó. Un día se entera de que ella ha muerto. Entonces decide rendirle un homenaje. Todavía no sé en qué consiste ese homenaje.

Dos botellas de vino y luego sexo. Las pequeñas arrugas de ella de pronto parecen más visibles, a pesar de la penumbra de la pieza. Los movimientos de Julio son tardíos, María, en cambio, se adelanta un poco al guión, consciente de las indecisiones de Julio. El temblor cede un poco, ahora es más bien un estremecimiento acompasado y hasta sensato que conduce naturalmente al juego pélvico.

Por un momento Julio se detiene en la cabellera blanca de María: parece una tela fina pero deshilvanada, inmensamente frágil. Una tela que hay que acariciar con cuidado y con amor. Pero es difícil acariciar con cuidado y con amor: Julio prefiere bajar por el torso y levantar el vestido. Ella recorre las orejas de Julio, repasa la forma de la nariz, le arregla las patillas. Él piensa que debe chupar no lo que chuparía un hombre sino lo que chuparía esa mujer que él cree que ella imagina. Pero María interrumpe los pensamientos de Julio: Métemelo de una vez, le dice.

A las ocho de la mañana suena el teléfono. La señorita Silvia, de Editorial Planeta, me cobra cuarenta mil pesos por la transcripción, dice Gazmuri. Lo siento.

La sequedad de Gazmuri lo desconcierta. Son las ocho de la mañana de un día domingo, el teléfono acaba de despertarlo, la lesbiana o no lesbiana o ex lesbiana que duerme a su lado comienza a desperezarse. Gazmuri le ha negado el trabajo, la señorita Silvia, de la editorial Planeta, por cuarenta mil pesos, hará el trabajo. Aunque María ni siquiera está tan despierta como para preguntar quién llamó o qué hora es, Julio responde:

Era Gazmuri, parece que se levanta temprano o está muy ansioso. Me llamó para confirmarme que esta misma tarde comenzaremos con Bonsái. Así se va a titular la novela: Bonsái.

***

Lo que sigue es algo así como un idilio. Un idilio que dura menos de un año, hasta que ella se va a Madrid. María se va a Madrid porque tiene que irse, pero sobre todo porque no tiene motivos para quedarse. Todas las minas se te van a Madrid, hubiera sido la broma de los amigos vulgares de Julio, pero Julio no tiene amigos vulgares, siempre se ha cuidado mucho de las amistades vulgares. En fin, que en este relato ella no interesa. El que interesa es Julio:

Nunca la olvidó, dice Julio. Hizo su vida, tuvo hijos y todo, se separó, pero no la olvidó. Ella era traductora, igual que tú, pero de japonés. Se habían conocido cuando ambos estudiaban japonés, muchos años atrás. Cuando ella muere, él piensa que la mejor manera de recordarla es haciendo de nuevo un bonsái.

¿Y lo compra?

No, esta vez no lo compra, lo hace. Consigue manuales, consulta a los expertos, siembra las semillas, se vuelve medio loco.

María dice que es una historia rara.

Sí, es que Gazmuri escribe muy bien. Así como te la cuento parece una historia rara, melodramática incluso. Pero Gazmuri de seguro habrá sabido darle forma.

La primera reunión imaginaria con Gazmuri tiene lugar ese mismo domingo. Julio compra cuatro cuadernos Colón y se pasa la tarde escribiendo en un banco del Parque Forestal. Escribe frenéticamente, con una caligrafía fingida. Por la noche sigue trabajando en Bonsái y el lunes en la mañana ya ha terminado el primer cuaderno de la novela. Borronea algunos párrafos, derrama café e incluso esparce huellas de cenizas en el manuscrito.

A María: Es la mayor prueba para un escritor. En Bonsái prácticamente no pasa nada, el argumento da para un cuento de dos páginas, un cuento quizás no muy bueno.

¿Y cómo se llaman?

¿Los personajes? Gazmuri no les puso nombres. Dice que es mejor, y yo estoy de acuerdo: son El y Ella, Huacho y Pochocha, no tienen nombres y a lo mejor tampoco tienen rostros. El protagonista es un rey o un mendigo, da lo mismo. Un rey o un mendigo que deja ir a la única mujer que realmente ha amado.

¿Y él aprendió a hablar japonés?

Se conocieron en un curso de japonés. La verdad es que todavía no lo sé, creo que eso está en el segundo cuaderno.

Durante los meses siguientes Julio dedica las mañanas a fingir la letra de Gazmuri y pasa las tardes frente al computador transcribiendo una novela que ya no sabe si es ajena o propia, pero que se ha propuesto terminar, terminar de imaginar, al menos. Piensa que el texto definitivo es el regalo de despedida perfecto o el único regalo posible para María. Y es lo que hace, termina el manuscrito y se lo regala a María.

Durante los días posteriores al viaje, Julio comienza varios mails urgentes que sin embargo quedan varados durante semanas en la carpeta de borrador. Finalmente se decide a enviarle el siguiente texto:

Me he acordado mucho de ti. Perdona, pero no había tenido tiempo para escribirte. Espero que hayas llegado bien.

Gazmuri quiere que sigamos trabajando juntos, aunque no me dice muy bien en qué. Imagino que en otra novela. La verdad es que no sé si quiero seguir soportando sus indecisiones, su tos, su carraspera, sus teorías. No he vuelto a hacer clases de latín. No es mucho más lo que puedo contarte. La próxima semana se lanza la novela. A última hora Gazmuri decidió titularla Sobras. No me parece un buen título, por eso estoy un poco enojado con Gazmuri, pero en fin, él es el autor.

Un abrazo, J.

***

Temeroso y confundido, Julio se dirige a la Biblioteca Nacional para presenciar el lanzamiento de Sobras, la verdadera novela de Gazmuri. Desde el fondo de la sala alcanza a divisar al autor, que asiente, de vez en cuando, con la cabeza, dando a entender que está de acuerdo con las observaciones de Ebensperger, el crítico encargado de la presentación. El crítico mueve con insistencia las manos para demostrar que está realmente interesado en la novela. La editora, por su parte, observa sin mayor disimulo el comportamiento del público.

Julio escucha sólo a medias la presentación: el profesor Ebensperger alude a la valentía literaria y a la intransigencia artística, evoca, al pasar, un libro de Rilke, se vale de una idea de Walter Benjamín (aunque no confiesa la deuda), y recuerda un poema de Enrique Lihn (a quien llama simplemente Enrique) que, según él, sintetiza a la perfección el conflicto de Sobras: «Un enfermo de gravedad / se masturba para dar señales de vida.»

Antes de que intervenga la editora, Julio deja la sala y se encamina en dirección a Providencia. Media hora después, casi sin darse cuenta, ha llegado al café donde conoció a Gazmuri. Decide quedarse ahí, a la espera de que pase algo importante. Mientras tanto fuma. Toma café y fuma.


V. DOS DIBUJOS

Murió a contramano interrumpiendo el tráfico.

CHICO BUARQUE

El final de esta historia debería ilusionarnos, pero no nos ilusiona.

Cierta tarde especialmente larga Julio decide comenzar dos dibujos. En el primero aparece una mujer que es María pero también es Emilia: los ojos oscuros, casi negros de Emilia y el pelo blanco de María; el culo de María, los muslos de Emilia, los pies de María; la espalda de la hija de un intelectual de derecha; las mejillas de Emilia, la nariz de María, los labios de María; el torso y los mínimos pechos de Emilia; el pubis de Emilia.

El segundo dibujo es en teoría más fácil, pero a Julio le resulta dificilísimo, pasa varias semanas realizando bocetos, hasta que da con la imagen deseada:

Es un árbol en precipicio.

Julio cuelga ambas imágenes en el espejo del baño, como si se tratara de fotografías recién reveladas. Y quedan ahí, cubriendo completamente la superficie del espejo. Julio no se atreve a darle un nombre a la mujer que ha dibujado. La llama ella. La ella de él, se entiende. Y le inventa una historia, una historia que no escribe, que no se toma la molestia de escribir.

Como su padre y su madre se niegan a darle dinero, Julio decide instalarse como vendedor en una vereda de Plaza Italia. El negocio funciona: en apenas una semana vende casi la mitad de sus libros. Le pagan especialmente bien por los poemas de Octavio Paz (Lo mejor de Octavio Paz) y de Ungaretti (Vida de un hombre) y por una antigua edición de las Obras Completas de Neruda. Se desprende, también, de un diccionario de citas editado por Espasa Calpe, de un ensayo de Claudio Giaconi sobre Gógol, de un par de novelas de Cristina Peri Rossi que nunca ha leído y, por último, de Alhué, de González Vera, y de Fermina Márquez, de Valéry Larbaud, dos novelas que sí ha leído, y muchas veces, pero que ya nunca volverá a leer.

Destina parte del dinero de la venta a documentarse sobre los bonsáis. Compra manuales y revistas especializadas, que descifra con metódica ansiedad. Uno de los manuales, quizás el menos útil pero también el más propicio para un aficionado, comienza así:

Un bonsái es una réplica artística de un árbol en miniatura. Consta de dos elementos: el árbol vivo y el recipiente. Los dos elementos tienen que estar en armonía y la selección de la maceta apropiada para un árbol es casi una forma de arte por sí misma. La planta puede ser una enredadera, un arbusto o un árbol, pero naturalmente se alude a él como árbol. El recipiente es normalmente una maceta o bloque de roca interesante. Un bonsái nunca se llama árbol bonsái. La palabra ya incluye al elemento vivo. Una vez fuera de la maceta, el árbol deja de ser un bonsái.

Julio memoriza la definición, porque le gusta aquello de que una roca pueda ser considerada interesante y le parecen oportunas las diversas precisiones dadas en el párrafo. «La selección de la maceta apropiada para un árbol es casi una forma de arte por sí misma», piensa y repite, hasta convencerse de que hay, allí, una información esencial. Se avergüenza, entonces, de Bonsái, su novela improvisada, su novela innecesaria, cuyo protagonista no sabe, ni siquiera, que la elección de una maceta es una forma de arte por sí misma, que un bonsái no es un árbol bonsái porque la palabra ya contiene al elemento vivo.

Cuidar un bonsái es como escribir, piensa Julio. Escribir es como cuidar un bonsái, piensa Julio.

Por las mañanas busca, a regañadientes, un trabajo estable. Regresa a casa a media tarde y apenas come algo antes de aplicarse a revisar los manuales: procura la mayor sistematicidad, invadido como está por un atisbo de plenitud. Lee hasta que lo vence el sueño. Lee sobre las enfermedades más comunes entre los bonsáis, sobre la pulverización de las hojas, sobre la poda, sobre el alambrado. Consigue, por último, semillas y herramientas.

Y lo hace. Hace un bonsái.

***

Es una mujer, una mujer joven.

Eso es todo lo que María alcanza a saber sobre Emilia. El muerto es una muerta, una mujer joven, dice alguien a sus espaldas. Una mujer joven se ha tirado al metro en Antón Martín. Por un momento María piensa en acercarse al lugar de los hechos pero de inmediato reprime el impulso. Sale del metro pensando en el presunto rostro de aquella mujer joven que acaba de suicidarse. Piensa en ella misma, alguna vez, menos triste, más desesperada que ahora. Piensa en una casa de Chile, de Santiago de Chile, en un jardín de esa casa. Un jardín sin flores y sin árboles que sin embargo tiene derecho —piensa— a ser llamado jardín, pues es un jardín, indudablemente es un jardín. Recuerda una canción de Violeta Parra: «Las flores de mi jardín / han de ser mis enfermeras.» Camina hacia la librería Fuentetaja, porque aquella tarde ha quedado en la librería Fuentetaja con un pretendiente que tiene. No importa el nombre del pretendiente, salvo porque en el trayecto piensa, de pronto, en él, y en la librería y en las putas de la calle Montera y también en otras putas de otras calles que no vienen al caso, y en una película, en el nombre de una película que vio hace cinco o seis años. Es así como empieza a distraerse de la historia de Emilia, de esta historia. María desaparece de camino a la librería Fuentetaja. Se aleja del cadáver de Emilia y comienza a desaparecer para siempre de esta historia.

Ya se fue.

Ahora queda Emilia, sola, interrumpiendo el funcionamiento del metro.

Muy lejos del cadáver de Emilia, allá, acá, en Santiago de Chile, Anita escucha una más de las ya habituales confesiones de su madre, los problemas conyugales de su madre, que parecen interminables y que Anita analiza con enojosa complicidad, como si fueran problemas propios y en cierto modo aliviada de que no sean problemas propios.

Andrés, en cambio, está nervioso: dentro de diez minutos comenzará un chequeo médico, y aunque no hay el menor indicio de enfermedad, de pronto le parece claro que durante los próximos días va a recibir noticias espantosas. Piensa, entonces, en sus hijas, y en Anita y en alguien más, en alguna otra mujer a la que siempre recuerda, incluso cuando no parece oportuno recordar a nadie. Justo entonces ve salir a un anciano que camina con expresión satisfecha, calculando los pasos, tanteándose los bolsillos en busca de cigarros o de monedas. Andrés comprende que ha llegado su turno, que ahora le tocan los exámenes de sangre de rutina, y luego las radiografías de rutina, y pronto, quizás, el scanner de rutina. El anciano que acaba de abandonar el lugar es Gazmuri. No se han saludado, no se conocen ni se conocerán. Gazmuri está feliz, pues no se muere: se aleja de la clínica pensando en que no se muere, en que hay pocas cosas en la vida tan agradables como saber que uno no se muere. Una vez más, piensa, me he salvado raspando.

La primera noche en el mundo con Emilia muerta, Julio duerme mal, pero por entonces ya está acostumbrado a dormir mal, por culpa de la ansiedad. Desde hace meses espera el momento en que el bonsái se encamine a su forma perfecta, la forma serena y noble que ha previsto.

El árbol sigue el curso que señalan los alambres. Dentro de pocos años, pretende Julio, ha de ser, por fin, idéntico al dibujo. Las cuatro o cinco veces que despierta aquella noche las aprovecha para observar el bonsái. Entre medio sueña con algo así como un desierto o una playa, un lugar con arena, donde tres personas miran hacia el sol o hacia el cielo, como si estuvieran de vacaciones o como si hubieran muerto sin darse cuenta mientras tomaban sol. De pronto aparece un oso de color morado. Un oso muy grande que lenta, pesadamente se acerca a los cuerpos y con igual lentitud comienza a caminar alrededor de ellos, hasta completar un círculo.

***

Quiero terminar la historia de Julio, pero la historia de Julio no termina, ése es el problema.

La historia de Julio no termina, o bien termina así:

Julio se entera del suicidio de Emilia recién un año o un año y medio más tarde. La noticia se la da Andrés, que ha ido con Anita y las dos niñas a una feria del libro infantil que se realiza en el Parque Bustamante. En el stand de Editorial Recrea figura Julio, de vendedor, un trabajo mal pagado pero muy sencillo. Julio parece feliz, porque es el último día de la feria, vale decir que desde mañana podrá volver a ocuparse del bonsái. El encuentro con Anita es equívoco: al principio Julio no la reconoce, pero Anita cree que está fingiendo, que la reconoce pero le desagrada coincidir con ella. Con cierta molestia aclara su identidad y, de paso, puntualiza que lleva varios años separada de Andrés, a quien Julio conoció vagamente durante los últimos días o las últimas páginas de su relación con Emilia. Torpemente, para hacer conversación, Julio pide detalles, intenta comprender por qué si se han separado actúan juntos, ahora, un irreprochable paseo familiar. Pero ni Anita ni Andrés tienen una buena respuesta para las impertinencias de Julio.

Recién en el momento de la despedida, Julio hace la pregunta que debería haber realizado en un comienzo. Anita lo mira, nerviosa, y no contesta. Se va con las niñas a comprar manzanas confitadas. Es Andrés quien se queda, y le resume malamente una historia muy larga que nadie conoce bien, una historia común cuya única particularidad es que nadie sabe contarla bien. Andrés dice, entonces, que Emilia tuvo un accidente, y como Julio no reacciona, no le pregunta nada, Andrés precisa: Emilia está muerta. Se tiró al metro o algo así, la verdad es que no lo sé. Estaba metida en drogas, parece, aunque en realidad no, no creo. Murió, la enterraron en Madrid, eso sí es seguro.

Una hora más tarde Julio recibe su salario: tres billetes de diez mil pesos con los que había pensado arreglárselas por lo menos durante las dos semanas siguientes. En lugar de caminar hacia su departamento detiene un taxi y le pide al chofer que conduzca treinta mil pesos. Le repite, le explica y hasta le da el dinero por adelantado al taxista: que siga cualquier dirección, que vaya en círculos, en diagonales, da lo mismo, me bajo de su taxi cuando se enteren los treinta mil pesos.

Es un viaje largo, sin música, de Providencia hasta Las Rejas, y luego, de regreso, Estación Central, Avenida Matta, Avenida Grecia, Tobalaba, Providencia, Bellavista. Durante el trayecto Julio no contesta ninguna de las preguntas que le hace el taxista. No lo escucha.

lunes, 12 de septiembre de 2022

Witold Gombrowicz - Aventuras (1930)

Aventuras
por Witold Gombrowicz



En el mes de septiembre de 1930, mientras navegaba hacia El Cairo, me caí en las aguas del Mediterráneo. Caí con un ruido estentóreo, ya que el mar estaba perfectamente en calma y ni una sola ola rompía su superficie. Sin embargo, nadie advirtió mi caída sino hasta unos cuantos minutos más tarde, cuando la nave se había alejado ya casi kilómetro y medio. Cuando al fin se dio la orden de volver atrás y de dirigir el barco hacia mí, el capitán, nerviosísimo, ordenó la marcha a tal velocidad que el gigante pasó a mi lado sin poder detenerse y me hizo tragar, contra toda mi voluntad, una buena cantidad de agua salada. El navío volvió a dar la vuelta, pero también en esa ocasión pasó a mi lado con la velocidad de un tren a toda marcha y se detuvo demasiado lejos. La maniobra se repitió por lo menos diez veces con desconcertante obstinación. Entre tanto, un gran yate privado se acercó y me recogió. Entonces mi barco, «L’Orient», pudo reemprender tranquilamente su ruta.

El capitán del yate, que era también su propietario, me hizo atar y me encerró en un camarote, porque, mientras se cambiaba los zapatos, yo había dejado escapar una mirada de estupor a la vista de sus pies blancos. Aunque tenía el rostro blanco yo habría jurado que sus pies debían ser negros como el carbón. ¡Nada de eso! ¡Tenía los pies completamente blancos! Aquello bastó para que alimentara hacia mí un odio ilimitado. Comprendió que era yo la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. (La verdad sea dicha, se trataba de un mero pretexto.) Durante los ocho siguientes meses navegó sin parar, atravesó innumerables mares, deteniéndose sólo para proveerse de combustible, y durante todo ese tiempo se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerme encerrado en un camarote oscuro donde podía disponer de mí a su antojo.

Por grande que fuera su odio, era natural que un día tuviera que desaparecer en los abismos de su poder sin límites y, si a pesar de todo decretó para mí una muerte cruel, no fue por hacerme sufrir sino para poder deleitarse él. Había calculado, durante largo tiempo, la manera que le permitiría disfrutar a mis expensas de placeres que, solo, no habría tenido el valor de experimentar. Algo así como el inglés que encerraba insectos en cajas de cerillas y las arrojaba a las cataratas del Niágara. Cuando fui conducido por fin al puente del yate, además de miedo, sentí nostalgia, pesar y gratitud… En efecto, he de admitir que aquel individuo había elegido para mí el tipo de muerte con el que yo había soñado desde niño. Con instrumentos especiales, de los que evitaré cualquier descripción, crearon un artefacto excepcional… Finalmente me encontré colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, lo suficientemente amplio como para poder mover brazos y piernas, pero demasiado pequeño como para poder cambiar de posición.

El cristal tenía un espesor de unos tres centímetros. No había una sola fisura ni un remiendo en toda la superficie. En un único extremo había un pequeño orificio por donde entraba el aire. Tomad un huevo enorme y perforadlo con una aguja, y ése será el huevo en que me encontraba metido, mientras el espacio del que disponía no era mayor que el reservado a un embrión de pollo.

El Negro me enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la posición de nuestro yate; nos encontrábamos cerca del centro del océano, entre España y la parte septentrional de México. El punto exacto en que la poderosa Corriente del Golfo, proveniente de América, se dirige hacia el Canal de la Mancha, la costa norte de Inglaterra y la Península Escandinava. En el mapa se veía sin embargo que, a una distancia de unas mil millas de Europa, la Corriente del Golfo se bifurca y que su componente meridional gira hacia el Sur, a la derecha, para continuar con el nombre de Corriente de las Canarias. A la altura del Senegal, la Corriente de las Canarias tuerce nuevamente hacia la derecha (es decir, hacia la izquierda en el mapa), llamándose entonces Corriente del Ecuador; la Corriente del Ecuador sigue hacia la derecha como Corriente de las Antillas, y al final la Corriente de las Antillas, tomando otra vez a la derecha, vuelve a reunirse con la Corriente del Golfo para recomenzar de nuevo toda la trayectoria. De esa manera las corrientes forman un círculo cerrado con un diámetro de mil quinientos a dos mil kilómetros. Si se os ocurre arrojar desde el puente de un navío un trozo de madera, tened la seguridad de que, al cabo de seis meses, tal vez de un año, tal vez de tres, las agitadas aguas del océano lo conducirán, siguiendo la ruta de Occidente, al mismo punto del que partió hacia Oriente.

—Serás arrojado al mar en el interior de este recipiente de cristal —fue lo que en sustancia me dijo el Negro—, y ninguna tormenta será capaz de hacerte naufragar. Llevarás contigo un paquete con tres mil comprimidos de caldo, lo que quiere decir que, si tomaras uno al día, la ración te bastará para vivir diez años; tienes también a tu disposición un pequeño, pero infalible instrumento para destilar agua. La verdad es que el agua no va a faltarte nunca; tendrás más de la que vas a necesitar en el curso de tu errante pasividad, tanto sobre las aguas como debajo de ellas; cuando finalmente exhales el último suspiro porque te lleguen a faltar las pastillas de caldo concentrado, tu cadáver continuará circulando por el camino trazado, flotando, flotando, flotando…

Me lanzaron, pues, a las aguas del océano. El huevo se hundió en un principio, pero más tarde emergió a la superficie… Aquel día soplaba un fuerte viento, no había sol, el mar estaba muy agitado, y la primera ola que me recibió me colocó sobre su espalda verduzca y espumante y durante unos instantes me condujo hacia las alturas, pesadamente… pero, después de haberme levantado, me hizo precipitar con estruendo hacia un abismo. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa. Sin embargo, tan pronto como volví a ver la confusa y opaca cúpula del cielo, el dedo amenazador de Dios sobre mi cabeza, una montaña vertical me lanzó al abismo acuático, esa vez sólo por un minuto. La tercera ola arrastró el huevo de cristal dulcemente por un período bastante prolongado, luego pasó sobre mí y, mientras me cubría, encontré un poco de calma en el fondo del valle. Pero llegó una cuarta ola, luego una quinta… ¡Y al fin estalló la tormenta! Gigantes deformes, monstruos jorobados me condujeron hasta cimas enloquecedoras para luego arrojarme al fondo del abismo. Y, naturalmente, no había probabilidad alguna de hundirme para siempre. El Negro debió de haberme seguido en su barco durante unas dos semanas… luego, evidentemente cansado y aburrido, tomó otro rumbo.

Según las recomendaciones que había recibido, cada día chupaba una pastilla de caldo concentrado, y bebía el agua destilada por medio de una sonda de hule. De esa manera me fue dado absorber la nostalgia de todos aquellos que, sin poder lanzarse, contemplan el mar desde los altos puentes de los barcos sin poder participar en su juego. Y jamás pude establecer la menor ley que regularizara mi eterno movimiento, jamás fui capaz de adivinar si el agua me levantaría o me hundiría, si me azotaría por un costado o por el otro, así como tampoco lograba comprender cómo avanzaba a pesar de que sabía que me dirigía hacia Oriente. No había nada que no fueran montañas o valles marítimos, ruidos y espuma, muros de agua verticales, desencadenados, apresurados, abismos aterradores, masas que desaparecían debajo de mí, sin que supiera yo adonde, altísimas colinas, precipicios imprevistos, crestas que aparecían rápidamente para desaparecer de inmediato en una fuga precipitada, la vista de la cima y la del fondo, toda la actividad del océano. Finalmente abandoné la actitud de observador. En cierta ocasión, vi cómo un trozo de madera solitario, que durante varios días me había hecho compañía a cierta distancia, se alejaba lentamente y desaparecía en el espacio saturado de sal y niebla. Tuve entonces deseos de aullar dentro de mi huevo, porque comprendí que aquel leño se dirigía hacia las costas de Europa, en tanto que yo seguía la ruta meridional de la corriente rumbo a las islas Canarias, para permanecer por toda la eternidad flotando, flotando, flotando… en un círculo vicioso. El Negro había hecho sus cálculos a la perfección. Sin embargo, en vez de gritar, me puse a cantar, ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos me predisponía siempre al canto.

Un barco francés, que llevaba la bandera de la Sociedad Chargeurs Réunis, me atropello, rompió el cristal del huevo y me rescató. Así terminó mi peregrinación. Pero eso ocurrió sólo unos años más tarde. Al desembarcar en Valparaíso, me dio inmediatamente por esconderme del Negro, pues estaba convencido de que me había seguido.

Que el Negro lograría darme caza era para mí evidente, y sólo por una razón: quien una vez ha disfrutado con otro como lo había hecho conmigo o, para expresarme mejor, quien una vez ha conocido el tipo de placer que él había obtenido de mí, nunca podrá ya renunciar, como el tigre que ha probado una vez carne humana. En efecto, al parecer, la carne humana contiene algo que no se encuentra en ninguna otra. Atravesé en la huida todo el continente americano y me dirigí hacia Occidente, y, finalmente, de todos los sitios de este mundo el que más seguro me pareció fue Islandia. Pero la mala suerte hizo que no pudiera resistir la mirada del aduanero de Reykjavik, y confesé mi culpa. Nunca había tratado de pasar nada de contrabando en ninguna frontera, siempre había mirado a los ojos a los funcionarios de aduana y siempre abría las maletas antes de que me lo pidieran. Siempre también recibía una frase de elogio del aduanero al cruzar una frontera. Pero, en aquella ocasión, mi conciencia turbia no logró resistir a una especie de reproche mudo que se ocultaba en la mirada del funcionario y admití que, a pesar de que mi equipaje no contenía ningún objeto prohibido por los reglamentos aduaneros, yo no estaba del todo libre de culpa, ya que trataba de pasarme a mí mismo de contrabando. Él funcionario no me puso ninguna dificultad, pero es evidente que informó a quien debía hacerlo; dos días más tarde apareció el Negro y volvió a conducirme a su yate.

Y volví a encontrarme en un camarote, dando satisfacción a los desenfrenados caprichos del Negro. El yate no seguía ningún destino fijo, y no ahorraba carbón ni vapor. Él, entretanto, hacía conjeturas, entre un número infinito de posibilidades, sobre mi suerte y sobre qué punto del mapa debía reservarme. Yo aceptaba todo con la más absoluta calma, como si precisamente aquél fuera mi destino. Por otra parte, sabía cómo terminaría aquella aventura: no de una manera que me resultara del todo nueva y desconocida, sino por el contrario de una que yo conocía y que tal vez desde hacía muchos años había anhelado experimentar. Cuando, después de largos meses de prisión sofocante, pude respirar finalmente el fresco aire marítimo, vi que el puente de popa se plegaba bajo el peso de una enorme bola de acero (o más bien de un cono de acero) cuya forma recordaba un poco la de un obús.

Ese juguete debió de haberle costado por lo menos varios millones. Comprendí de pronto que aquel obús debía estar vacío, ya que de otra manera no podrían meterme en él. Y, en efecto, cuando abrieron una portezuela lateral y me arrojaron al interior, vi un pequeño saloncito. Precisamente reconocí aquel pequeño salón carente de adornos y de detalles superfluos como mi salón. A pesar de que las paredes del obús eran de un grosor inaudito, yo no había comprendido aún del todo las intenciones del Negro, y sólo cuando me dijo que nos encontrábamos en el océano Pacífico, en el punto exacto del abismo oceánico más profundo del mundo —17.000 metros—, comprendí… Sentí que el terror me helaba la nuca y la punta de los dedos, pero sonreí con las comisuras de la boca, saludando aquello que desde hacía tiempo me era conocido, aquello que de tiempo atrás me estaba destinado.

Así pues iba yo a ser el único ser humano que viviría el instante en que es posible percibir el ligero contacto de la materia con el fondo del mar, el único ser viviente que viviría su agonía en aquella región que ni siquiera los crustáceos resisten. El único que conocería de manera absoluta la oscuridad, la muerte, la desesperación. En fin, mi destino superaría al de todos los mortales en cuanto a unicidad. El Negro, por su parte, ardía en curiosidad (claro que no era el único) por saber qué podría existir allá, en el fondo del mar… y estaba obsesionado por la conciencia de que se trataba de una zona del mundo que siempre le estaría vedada, que aquella zona de piedra y de frío escapaba a su imperio y permanecía inmutable, ajena a su voluntad, en las profundidades, mientras él flotaba en las superficies. Nada de extraño, pues, que quisiera saber, y al día siguiente a la misma hora… al día siguiente, con toda seguridad, sabría que allá en el fondo, diecisiete kilómetros hacia abajo, yo estaría agonizando y que, sin dar señales exteriores de su propia emoción, poseería el secreto de los abismos.

Cuando me preparaba ya para entrar en mi tumba, resultó que, por culpa de un error de cálculo, el peso específico de la bola de acero estuvo mal calibrado y que, a pesar del espesor de las paredes, aquel instrumento no permanecía bajo la superficie del agua. El Negro ordenó entonces que soldaran un asa gigantesca, que engancharan en ella una cadena y que ataran un ancla a la cadena para que pudiera permanecer en el fondo. El peso del ancla fue calculado de modo que no redujera el tiempo del descenso al fondo del océano.

Por última vez el Negro me mostró el mapa: le importaba muy especialmente que, al morir, yo tuviera en los ojos el punto del planeta al que estaría atado para toda la eternidad. La portezuela se cerró a mis espaldas. La oscuridad se hizo definitiva. Después, una violenta sacudida… Fui arrojado al mar y comencé a descender. Debo confesar que todo lo que entonces viví fue muy diferente a cualquier cosa que hubiera podido suponer. En efecto, yo esperaba que se establecería cierto nexo con la realidad en aquel preciso instante, pero la oscuridad y el grosor de las paredes de acero hicieron que perdiera completamente la percepción psíquica de todo lo que estaba ocurriendo y que sólo supiera que caía, que me desplomaba, que me movía hacia abajo. Acurrucado en el suelo de acero, respiraba con dificultad. Al final del viaje de dos horas, sentí una ligera sacudida. ¡Qué emoción! Aquella sacudida significaba que había tocado fondo. Veía con los ojos de la imaginación oscilar aquella bola hasta encontrar la posición correcta. ¡Así que finalmente había llegado, tocaba fondo, el punto más secreto del Pacífico!… Estaba yo, allí, y vivía… ¡y con una pierna lograba tocar mi otra pierna! Arriba, precisamente sobre mi cabeza, a una distancia de diecisiete kilómetros, el Negro. El Negro que se deleitaba con la idea de conocer finalmente aquel inaccesible fondo marítimo, de imponer su propio poder, de haber arrojado una sonda, de poder hollar aquel fondo helado y de poseerlo mediante mi tortura.

Mi tortura adquirió pronto proporciones tan alucinantes que temí que todo se convirtiera en un demente delirio. En fin, tuve miedo de que se convirtiera en algo tan poco humano que el Negro no pudiera obtener de ella ningún provecho. No quiero entrar en detalles. Sólo añadiré que tan pronto como el obús se estabilizó en el fondo, la oscuridad, que desde el principio había sido total, aumentó aún más, tanto que sentí la necesidad de esconder el rostro entre las manos; una vez realizado ese gesto, ya no me fue posible separar las manos de la cara; era como si se me hubieran quedado pegadas a ella. Además, mi estado de ánimo no resistía más aquella presión espantosa, aquella opresión, aquella tensión, y comencé a sofocarme (el aire era aún relativamente respirable en aquellos momentos, pero sentía que me ahogaba cada vez que respiraba, lo cual constituye la peor forma de asfixia). En aquella soledad mis movimientos de gusano parecían tan enormes en su inutilidad que tuve miedo de mí mismo, y el solo hecho de moverme me resultaba odioso. Mi personalidad deformada en aquella horrible fosa submarina se volvió diferente a lo que era a la luz del día o, si la expresión me es permitida, a la luz de la noche de allá arriba. ¡En qué cosa tan monstruosa se convirtió! La oscuridad total había despojado mi palidez de todo tono y expresión. Mi palidez se había refugiado en el interior de mí mismo, y se hizo ciega, muda, maniatada, diferente a cualquier otra palidez existente; se volvió igual a la de un espectro. También mis cabellos erizados, allí, en medio del acero, en el agua, eran tan espantosos como un grito… un grito que yo retenía con todas mis fuerzas, porque, si lo hubiera exhalado, habría enloquecido inmediatamente… y eso era precisamente lo que deseaba evitar.

¡Ah, cómo explicar en qué cosa terrible se convierte nuestro yo cuando se le transfiere a un ambiente que no es el suyo, o cuan inhumano se vuelve un hombre cuando se le utiliza como sonda, y cómo esa inhumanidad es peor que todo lo que el hombre puede imaginar! Pero no era de esto de lo que quería hablar…, más bien hubiera querido describir cómo, a pesar de todo, logré liberarme de aquel peligro. Cuando ya no pude resistir más, comencé a dar golpes en todas las direcciones, a saltar todo lo que me era posible, a patear con todas mis fuerzas las paredes (lo que, debo decir, formaba parte del programa del Negro, quien pacientemente esperaba allá en la superficie); comencé a empujar, a golpear el acero, a arañar, a contraerme, a crisparme, a volver a golpear en un intento de obtener algún resultado. Y aquella estéril locura debió de provocar algún movimiento, algún roce en el exterior. No sé si la cadena, arruinada por la herrumbre, se rompió, o si el gancho se escapó de una argolla de la cadena, o si el ancla mal colocada se zafó; el hecho es que en cierto momento se produjo la liberación, la salud, la respiración… la bola comenzó a ascender hacia la superficie, acelerando cada vez más su marcha y, unos minutos después, impulsado por una enorme presión, me vi lanzado al espacio, disparado como un proyectil, a más de un kilómetro de altura.

Poco después aquel obús era abierto por la tripulación del «Halifax», un barco mercante. No sabía qué había pasado con el Negro. Es posible que, al caer al mar, la bola hubiera hecho pedazos su yate o, también, que, plenamente satisfecho de lo obtenido, se hubiese marchado tranquilamente… ¡a recordar! De cualquier modo durante mucho tiempo le perdí de vista. El «Halifax» hizo escala en el puerto de Pernambuco, de donde partí a Polonia a descansar.

En ese mismo período un gigantesco bólido cayó en el mar Caspio e hizo evaporar en un instante sus aguas. Un cielo de hinchadas nubes cubrió de pronto la tierra en todas las direcciones, amenazando con producirse un segundo diluvio universal; de cuando en cuando, el sol lograba filtrarse a través de ellas e iluminar un trozo de tierra. Se produjo una gran consternación. Nadie sabía cómo hacer volver aquellas somnolientas nubes a su lecho natural sin que provocaran grandes daños. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una de ellas (precisamente la que se encontraba encima del lecho vacío del mar Caspio) en la parte más ventruda, más pesada de su cuerpo, allí donde el violeta se volvía más oscuro, y la nube comenzó a desaguar. Cuando se vació por completo, en el espacio azul que había quedado abierto, penetraron otras nubes y una tras otra, mecánicamente, automáticamente entregaron el agua y reconstituyeron el mar.

Volví a mi casa de campo, cerca de Sandomierz; descansaba, salía de caza, jugaba al bridge, visitaba a los vecinos… En una de las casas de los alrededores vivía una jovencita a quien con placer habría colocado el velo blanco y ceñido su cabeza con la corona de azahares. Todo era tranquilidad. El Negro, como ya he dicho, había desaparecido, tal vez hasta había dejado de existir, y el otoño se acercaba, las hojas caían, el aire cada vez más frío incitaba a las aventuras, a la nostalgia y a los placeres. Así, por mera diversión, comencé a construir un globo, tipo Montgolfier. Muy pronto mi globo quedó listo. La envoltura era de una tela especial impermeable, particularmente ligera y resistente, y flotaba gracias al aire caliente; la tela estaba cerrada en la parte inferior por un anillo de hierro, que permitía la existencia de una amplia plataforma. En la plataforma se introducía una sencilla lámpara de petróleo, que reposaba sobre sostenes de hierro unidos al anillo. Bastaba con encender la lámpara y subir un poco la mecha para que el globo se inflara y tendiese las cuerdas que lo unían a la cesta. La envoltura plegadiza del globo podía esconderse fácilmente en el granero, pero, cuando lo inflaba, lo cual requería cerca de una hora, su diámetro alcanzaba los treinta o cuarenta metros.

El modo más sencillo de resolver la mayor dificultad, o sea el empleo de una pequeña lámpara de petróleo para un globo de esas proporciones, se debía no tanto a mi capacidad técnica, sino a la alegre somnolencia que en ese tiempo se había apoderado de la Naturaleza. No negaré que, al subirme por primera vez a la cesta, tuve miedo del gigante que estaba tomando forma encima de mi cabeza… Sin embargo, se trataba de un gigante ligero, vacío en el interior y dócil como un niño.

Muchas satisfacciones me proporcionó tanto el hecho de calentar el balón como el de ver inflarse aquella enorme bola, tenderse las cuerdas, aumentar la elasticidad de la cobertura y alimentar la llama. De cualquier modo, debí esperar bastante tiempo antes de que la expansión del aire llenara el punto deseado. Pero, una vez que lo hubo logrado, el globo se movió con inesperada rapidez y comenzó a subir. La ascensión sólo terminó cuando el globo estuvo por encima de los árboles más altos de mi jardín. Un viento suave le hizo volar por encima de las casas de mis vecinos, lo cual constituía la meta de mis aspiraciones. Volé sobre el bosque y sobre el río, desde donde la población entusiasta me lanzaba jubilosos gritos y saludos, y, finalmente, me encontré a una altura de cincuenta metros, sobre el conocido patio, la terraza con columnas que tanto amaba. Apagué la mecha y el globo descendió suavemente hasta aterrizar en la hierba; a su lado, la casa parecía de juguete. ¡Qué estupor produjo mi aparición! ¡Qué de risas, bravos y cumplidos dirigidos a mi persona y a mi globo! ¡Nunca se había visto nada semejante! Interrumpieron la merienda para admirar mis hazañas, luego me invitaron a tomar café, queso y pastelillos, y, finalmente, admití en la cesta a un solo pasajero y volví a encender la mecha.

El placer físico de ese viaje provenía sobre todo del hecho de que el globo era algo enorme e hinchado, pero también de:

1) la posibilidad de viajar por encima de la cabeza de los demás, más allá del radio de acción de sus brazos extendidos;

2) la posibilidad de elevarme cuando encontraba un árbol o una casa y volver a descender después hacia tierra;

3) que el globo, aunque fuese en verdad gigantesco, era extrañamente sensible, silencioso y dócil a todos los caprichos del aire, y que el hombre en la cesta era exactamente como él y su alma se volvía tan infantil como la suya;

4) que la brisa, que a los demás les acaricia tan sólo las mejillas, nos empujaba a nosotros en el aire y nadie podía saber qué suerte nos deparaba la navegación en el espacio;

5) la ausencia de todo mecanismo, con excepción de una pequeña lámpara de petróleo… nada de gas, sólo tela, cuerdas, la cesta y nosotros en el aire, y

6) la maravillosa sombra que proyectábamos sobre la hierba.

La pasajera que tenía a mi lado me proporcionaba además una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Sobre los prados, los campos y los bosques, por primera vez en la vida, perdía el juicio, y lo perdía cada vez más, mientras ella me escuchaba con tal atención que habría podido besar mil veces su pequeña, perspicaz y comprensiva oreja. A pesar de que es bien sabido que las mujeres dicen amar lo novelesco, no le conté nada sobre el Negro ni sobre mis otras aventuras… Me lo impidió una incomprensible vergüenza que me advertía que no debía hablar demasiado.

Llegó el día del cambio de anillos… Luego, empezó también a acercarse el de la boda. Durante todo aquel tiempo no pensé en cosas inconvenientes, alejé todos mis recuerdos, viví con el pensamiento puesto en ella y en el globo; comencé a vivir como si cada día fuera el primero, es decir que corría hacia el futuro, hacia el camino de la felicidad, despejado y tranquilo… ni siquiera padecía ya de pesadillas. Nunca… ninguna perversión… ni una mirada furtiva hacia aquello… que, para bien o para mal, en una época había sido mi realidad… y que luego desapareció… El abedul era un abedul; el pino, un pino; el sauce, un sauce. Y he aquí lo que entonces ocurrió: una semana antes de que la boda tuviera lugar en la iglesia de la localidad, cuando me sentía ya penetrado de ese secreto y jubiloso escalofrío prenupcial y todos me expresaban sus buenos deseos y sus felicitaciones, se me ocurrió hacer un paseo en globo durante una tormenta… Juro que no me animaba ninguna otra intención, ningún deseo inconveniente. Quería solamente disfrutar del vaivén provocado por la borrasca. Pero la tormenta me raptó con fuerza diabólica (posiblemente no se trataba del viento, sino del Negro en persona) y cuando, después de varias horas, con un gesto tan imprevisible como ominoso se levantó el telón del alba, no quise creer a mis ojos… Debajo de mí se agitaban las olas del Mar Amarillo.

Comprendí de inmediato que, en ese momento, algo se cerraba y que comenzaba… de nuevo… y… y… que debía enfrentarme a saber con qué chinerías… Me despedí para siempre de los abedules, los pinos, los sauces, así como de las mejillas y los ojos de mi amada, y dócilmente me abrí por entero a las pagodas contrahechas, a los bonzos, a las divinidades extrañas, a los mandarines y a los dragones. Cuando estaba por consumirse la última gota de petróleo en la lámpara, la cesta descendió en las riberas de un pequeño islote. De un bosque cercano salió un chino; al verme, lanzó un grito, comenzó a correr hacia mí, pero yo gesticulé y le di a entender que se detuviera. Era (naturalmente) un leproso. Se detuvo indeciso, me observó atentamente, emitió un sonido indefinible, semejante tal vez al del estupor; tocó con sus manos su piel pustulenta y me condujo hacia unas miserables cabañas que se veían a lo lejos. Continuaba observándome con atención, mientras yo no sabía explicarme el significado de esas miradas. Algo querrían decir… lo presentía… Al fin le seguí.

Cuando llegamos a la aldea, mi piel comenzó a gritar pidiendo auxilio, se contrajo, se crispó, se frunció, enloquecida de terror. Todos los habitantes de la aldea, sin excepción, eran leprosos: viejos, hombres, mujeres, jóvenes de ambos sexos, salvo algunos niños pequeños cuya piel tersa contrastaba violentamente con la de los demás. Se trataba de esa variante de la enfermedad, que, si no me equivoco, llaman lepra anaesthetica y a veces lepra elephantiasi; toda la piel de aquellos individuos era rugosa, purulenta, cubierta de excrecencias, hinchada, con manchas grises, blancuzcas o de un rojo sucio, cubierta de pústulas, grietas, granos y abscesos crónicos. Y aquellas personas no eran ni humildes ni reservadas como sus semejantes que en las ciudades asiáticas anuncian desde lejos con gritos su repugnante presencia. ¡Oh no, nada de eso! Necesario es decir que aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. Todo lo contrario, me rodearon llenos de curiosidad y desvergüenza, me tendieron las manos con las uñas deformadas, hasta que me lancé contra ellos gritando y amenazándoles con los puños. Inmediatamente desaparecieron en sus cabañas. Abandoné al instante aquel pueblo, pero, cuando volví la cabeza, me di cuenta de que aquella chusma había vuelto a salir de sus cabañas y que me seguía a cierta distancia. Les amenacé con los puños en alto. Desaparecieron, pero un momento después volvieron a seguirme.

La isla ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados y puede decirse que estaba completamente desierta, y que buena parte de ella la ocupaba un espeso bosque. Caminé no demasiado aprisa, pero sin darme descanso, no demasiado nervioso, pero muy rígido, no demasiado amedrentado, pero acelerando cada vez más el paso… porque continuamente sentía detrás de mí la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No quería volver a mirarles, más bien quería darles a entender que para mí no existían, que no les veía, y sólo mis espaldas me anunciaban su progresiva cercanía. Caminé, caminé, caminé en distintas direcciones, como un viajero, un turista, un explorador, por aquí, por allá, siempre de prisa, como un hombre cargado de ocupaciones, pero finalmente no supe ya hacia dónde dirigir mis pasos por haber recorrido todas las zonas no boscosas, y entonces, después de una pasajera duda, tomé un sendero y me interné en la espesura de la selva. Se acercaron demasiado…, caminaban a unos cuantos pasos de mí, oía sus susurros y el rumor de las ramas pisadas. Al ver una piel granulosa que se ocultaba detrás de un arbusto, di la vuelta violentamente hacia la izquierda; luego, cuando me pareció vislumbrar tras las lianas una mano en estado de elefantiasis avanzada, di un salto y fui a caer en un pequeño claro. Ellos, como siempre, seguían tras mis talones. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo y se escondieron en medio de la maleza. Reanudé la marcha, pero de nuevo surgieron cual tropel de ratas, y sus murmullos, sus bromas, sus codazos se hicieron cada vez más atrevidos. Cada uno de mis pelos se había erizado como alambre de hierro. ¿Qué diablos querían de mí aquellos roñosos? ¿Qué querían? Las mujeres conocen esa sensación… Cuando una banda de vagabundos desenfrenados las importuna en la calle, siguiéndolas primero y luego permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces… hasta que ellas se ven obligadas a huir con la cabeza baja. Eso era exactamente lo que me estaba ocurriendo.

¿Qué deseaban? Aún no había comprendido, aún no comprendía la nueva idea, pero ya una amenaza había saltado a la vista. Pues bien, si se analizan las circunstancias en que fui raptado de mi casa de campo y trasladado a aquella isla, si se considera aquel escalofrío prenupcial, la iglesia, el velo blanco, no podía tratarse de otra cosa… En fin, era claro que yo les excitaba, les excitaba de una manera peculiar… Y si bien ignoraba la causa de esa excitación y no percibía el significado de sus exclamaciones, de sus risas, de sus turbias bromas, la obscenidad, la impudicia y la lubricidad eran evidentes, de eso no cabía duda alguna. Advertía en la voz de los monstruos machos esa dura brutalidad, y en la de los monstruos hembras esa diversión maliciosa que, en los humanos de todas las razas y todas las latitudes, no puede significar sino dos cosas: o inocencia o inmadurez. ¡Ah!, ¡hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez eso sí que no, por Dios, la lepra erótica no! Enloquecido comencé a huir y ellos, a seguirme, lanzando gritos horribles. Sólo que mi pánico me daba una ligereza que no les era fácil de imitar a sus pies deformados por la elefantiasis. Me escondí en la espesa fronda de un árbol, me armé de un fuerte garrote y juré romperle la cabeza al primero que se me acercara. Poco a poco comencé a comprender aquella diabólica trama… el contenido diabólico de mi tortura… Descubría el complicado mecanismo de las posibilidades que habían contribuido a realizar aquella pesadilla. Desde hacía doscientos o trescientos años ningún barco había anclado en las aguas de aquella isla, la habían olvidado como a menudo sucede con los pequeños islotes desérticos. Nadie en la isla había visto jamás a un extranjero. Bueno, ¿pero cómo interpretar esa lubricidad, esos gestos obscenos, esa terrible persecución y ese deseo de atacarme? Bah, no es difícil. Basta sumergirse en la psicología del alma negra que había organizado todo aquello (y ya para entonces disponía yo de una notable experiencia en ese terreno). Desde tiempos inmemoriales, desde hacía tres o tal vez cuatro generaciones, aquellos individuos habían contraído la lepra y a través de los años se habían acostumbrado a ella; la lepra formaba parte de la naturaleza humana… la leprosidad era a sus ojos algo del todo natural al género humano, igual que los colores a las mariposas; las excrecencias, algo tan natural como la cresta de un gallo. Imaginar a un hombre sin grietas ni pústulas era para ellos algo tan difícil como para nosotros imaginar a uno completamente carente de pelo. Y como aún no habían renunciado al amor, como sus hijos nacían sanos, como no se contaminaban sino más tarde y, como el momento en que su piel comenzaba a espesarse y a descomponerse coincidía con el de la pubertad, con los primeros besos y los primeros juegos amorosos, al verme con la piel ridículamente tersa, privada por completo de protuberancias, ridículamente suave, les parecía yo una especie de acróbata de rostro rojo (sí, debo insistir, para ellos las protuberancias, las bubas, las manchas, las grietas, las pústulas eran lo que los colores para las mariposas y lo que la barba para nosotros), y a eso se debía que pensaran lo que pensaban. Por eso se daban codazos, se burlaban y se burlaban. Por eso me persiguieron cuando advirtieron que les tenía miedo, que huía atemorizado y avergonzado; con suma alegría me arrojaron al horror de su madurez para poseer mi inocencia, basados en la misma diabólica ley que regula los juegos de los niños en la escuela.

Durante dos meses llevé en la isla una existencia de mono, escondiéndome en la cima de los árboles, en la cima de las palmeras. Los monstruos organizaban verdaderas partidas de caza en las que yo era la presa. Nada les divertía más que la vergüenza que me hacía huir del contacto físico con sus cuerpos. Se emboscaban entre los arbustos, saltaban de improviso, me perseguían con jubilosos y lúbricos rugidos, y yo hubiese caído cien veces en sus celadas si no hubiera sido por el odor hircinus que sus cuerpos desprendían, por la torpeza de sus movimientos, y porque el valor desesperado que sentía multiplicaba mis fuerzas exiguas. Y, sobre todo, gracias a mi piel, a mi piel que sufría sin tregua, a mi piel sensibilizada, atemorizada, torturada, víctima permanente del pánico. No tenía otra cosa que no fuera la piel, con ella me acostaba y despertaba; ella era todo para mí.

Finalmente, por azar, descubrí unas cuantas botellas de petróleo, posiblemente provenientes de algún naufragio. Logré inflar nuevamente el globo y levantar el vuelo… Me preguntaba qué debía hacer yo cuando volviera a ver los abedules y los pinos y los ojos de la mujer amada. ¿Qué podía hacer con mi cuerpo terso, desprovisto de escamas y abscesos, sin ninguna protuberancia? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía yo, rosado e infantil, contemplar sus ojos?

Pero como no me era posible (¡no me era posible y basta!), abandoné todo aquello que me había abandonado a mí… Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud hasta de quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar esos canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de sus fosas, presa del pánico, a las primeras luces de un amanecer brumoso.