Casi carne
por Katherine Dunn
A primera hora de la mañana del día de su cuadragésimo segundo cumpleaños, Thelma Volé estaba desnuda frente al armario en el que guardaba sus cuatro robots male, y trataba de decidir cuál de ellos empaquetaría para llevárselo a la convención de la empresa. Boss Volé, como la llamaban en la oficina, nunca había sido una resplandeciente reina de la belleza, y en ese momento sus ciento cinco kilos de peso padecían además la amenaza de las varices. El temblor de su papada revelaba la sorda angustia que dominaba sus pensamientos. Odiaba los viajes de negocios. Odiaba los hoteles. Odiaba a los jovenzuelos que ostentaban su misma categoría en la empresa, con quince años menos que ella y sin la menor experiencia. Por encima de todo, odiaba tener que asistir a una convención precisamente en el fin de semana de su cumpleaños.
Estaba pensando si, en su presente estado de ánimo, no sería preferible llevarse consigo a Wimp. Palpó los pliegues del vientre desinflado del robot y pellizcó el tubo reforzado que se convertía en un pene en erección cuando Wimp estaba enchufado y operacional. La presión de sus dedos gordezuelos sobre la hábil imitación de carne humana le proporcionó una vivida satisfacción. Se apoderó de una de las piernas fláccidas y mordió deliberadamente la piel del muslo. La angustia de su mandíbula se transmitió a aquella pseudocarne. Si Wimp hubiese estado activado, la fuerza del mordisco le habría producido un convincente cardenal azulado que habría desaparecido al deshincharlo. Thelma se había regalado a sí misma a Wimp en un cumpleaños anterior, el trigésimo sexto para ser precisos, al advertir que las facturas de la reparación de los otros dos male se hacían más y más desorbitadas. Cuando estaba inflado, Wimp era un hombre delgado, de facciones serviles, y muy joven; sin duda el menos prepotente de los robots de Thelma. Pero había sido diseñado para un uso Extremadamente Sádico, en niveles muy superiores a aquellos a los que recurría Thelma incluso en sus peores borracheras de whisky. Por el precio de compra de Wimp se había ahorrado por lo menos el doble de dinero en facturas de reparaciones, y además su programa adicional Servil y la cinta de Súplicas le proporcionaban un placer único e irreemplazable.
Sin embargo, no deseaba celebrar su cumpleaños con el estado de ánimo que requería Wimp. Thelma tenía por costumbre reservar sus energías libidinosas durante varios días antes de un cumpleaños, para volcarse entonces en largas y tormentosas sesiones con sus robots. A pesar de que las convenciones de trabajo de la empresa tenían lugar dos, y en ocasiones tres, veces al año, era la primera vez que recordaba haber tenido que viajar en el día de su cumpleaños.
Siempre se llevaba a uno de sus male en esos viajes, normalmente Labios o Bluto. Era demasiado engorroso alquilar uno de los robots que suministraban los hoteles. No sólo la limpieza corría a su cargo, sino que además le preocupaba la posibilidad de que el robot no estuviese programado según sus propias especificaciones. Corrían historias terribles, la mayoría de ellas simples rumores y probablemente mentiras, pero de todos modos… Thelma volvió a colgar a Wimp de su percha de modo que quedara bien extendido, y se aproximó al robot colgado en la percha siguiente, hasta rozar la boca con su antebrazo. Labios, su primer robot. Había tenido que ahorrar durante dos años para poder comprarlo, hacía ahora diecisiete. Estaba ya viejo y pasado de moda, y era espectacularmente primitivo al lado de los modelos más recientes. No tenía variedad, y la voz de su cinta resultaba monótona y repetitiva. También su cuerpo era relativamente burdo. Los dedos estaban sólo insinuados por unos entrantes en las manos en forma de pala, los pies eran meros esbozos, y el pene seguía erguido cuando no estaba enchufado, porque se trataba de una pieza maciza de caucho, parecida a los antiguos consoladores. La atracción de Labios era, por supuesto, el vibrador de su boca. Sus movimientos eran torpes y rígidos, pero la boca era increíblemente tierna y voraz. Labios la ponía sentimental y le daba una sensación de seguridad. Lo usaba cuando se sentía vulnerable y llorosa. Le gustaba servirse de él como calentamiento para Bluto. Bluto era el tipo del macho musculoso, un instrumento sofisticado que podía cogerla en brazos, llevarla hasta la ducha, la cama o la mesa de la cocina, y hacerla sentirse (dentro de unos límites cuidadosamente programados) muy pequeña y desamparada. La potencia del mecanismo de Bluto era tal que Thelma nunca se había atrevido a emplearla a tope. Las frecuentes averías y costosas reparaciones de Bluto habían sido la causa de que Thelma se viera obligada a comprar a Wimp. Había algo en aquel grueso robot musculoso que la hacía desear desactivarlo para luego introducir objetos punzantes en partes vitales de su maquinaria. Bluto asustaba un poco a Thelma. Siempre se aseguraba de tener al alcance de la mano el interruptor para apagarlo en caso de necesidad. Incluso se compró un carísimo control remoto y lo sujetaba entre los dientes mientras el robot estaba conectado y en plena actuación. Sin embargo, había ocasiones en que tenía que confesarse a sí misma que en realidad el robot era aproximadamente tan peligroso como un sofá. Sólo la cinta de Lenguaje Grosero mantenía viva su fantasía. Su voz ronca, que murmuraba «Ven acá, guarra; date la vuelta, so zorra» y cosas por el estilo, conseguía normalmente excitarla cuando volvía del trabajo, tensa y cansada. Se frotó lujuriosamente contra los suaves pliegues de la forma desinflada de Bluto, que colgaba de su percha junto al rincón, y no miró el cuerpo fláccido dispuesto en la cuarta percha. Tampoco dirigió la mirada hacia el rincón en el que, colocada en el suelo, se hallaba la pequeña consola con el cable enchufado en la toma de corriente. La consola tenía la forma aproximada de una cabeza humana asentada directamente sobre los hombros, sin cuello. Una solitaria luz verde brillaba detrás de los engranajes de acero de la parte superior de la consola. Sabía que Cerebro la estaba mirando, y que deseaba que ella accionara el interruptor de activación. Deliberadamente restregó su amplia humanidad contra la suave casi carne del male Bluto. Con el rabillo del ojo advirtió la ligera oscilación en la intensidad de la luz verde. Entonces miró directamente a Cerebro. La luz verde se puso a parpadear rápidamente. Thelma volvió la espalda a Cerebro y se apartó del armario. Al pasar delante del espejo que ocupaba toda la extensión de la puerta del dormitorio, se miró a sí misma y vio el reflejo verde de la luz de Cerebro en el armario abierto. Desperezó su voluminoso cuerpo y se acarició los pechos y las caderas. La luz verde seguía parpadeando.
—Creo que por una vez no voy a llevarme a ninguno de éstos en el viaje.
La luz verde se apagó durante apenas un par de segundos, y Thelma casi se sonrió a sí misma en el espejo. El parpadeo verde se reanudó a una velocidad aún mayor.
—Sí —anunció Thelma al espejo con voz indiferente—, es hora de que pruebe algo distinto. Hace años que no me he comprado ningún modelo nuevo. Probablemente hay montones de novedades desde la última vez que hojeé el catálogo. Alquilaré un par de últimos modelos en el hotel y así disfrutaré de un poco de novedad en mi cumpleaños.
La luz verde del compartimiento pareció aumentar su brillo por un instante y luego se apagó. Pasó un rato y volvió a aparecer, pálida y débil, sin parpadeos.
Cuando Thelma hubo acabado de encajar sus redondeces en las austeras ropas que reforzaban su imagen de implacable jefa de planta, volvió a acercarse al armario ropero y accionó el interruptor situado en la base de la consola de Cerebro. Los engranajes del rostro brillaron con luces contrastadas de colores que se movieron en ondas rítmicas a través de la pantalla. Una voz masculina dijo:
—Cuida de llevar algún lubricante antiséptico.
El tono era levemente sarcástico. Thelma le respondió con una leve risita.
—No te preocupes por mí. Tomaré un antibiótico y no me sentaré en los wáteres públicos. —Sabes que deberías llevarme contigo— la voz de la consola era clara e inexpresiva. Una tenue banda de color rojo apareció en la pantalla.
—Oh, un poco de variedad me sentará bien. Me estoy volviendo demasiado rutinaria.
Los gestos coquetos de Thelma se acomodaban mal con su ropa de trabajo, sobria y ceñida. Normalmente estaba desnuda cuando hablaba con Cerebro.
—Es una lástima —murmuró ella con malignidad— que tenga que dejarte enchufado. Es un desperdicio de energía mientras estoy fuera… —observó que las ondas de colores disminuían de ritmo hasta convertirse en un cauteloso parpadeo en la pantalla—. Bueno, estaré de vuelta dentro de tres días…
Alargó la mano hacia el interruptor.
—Feliz cumpleaños —dijo la consola, y los colores se desvanecieron hasta quedar reducidos a un verde pálido.
Boss Volé se precipitó fuera del ascensor tan pronto como éste se abrió, y estaba ya a mitad de la fila de módulos de trabajo antes de que el muchacho situado en el mostrador de recepción pudiera alertar de su presencia al personal apretando la alarma del intercomunicador. La Volé siempre se daba una última vuelta por la oficina antes de los viajes de negocios. Sostenía que la razón era recoger papeles necesarios para una última revisión, pero todos sabían que iba para inyectarles una dosis de su venenosa presencia suficiente para que los efectos del veneno duraran hasta su vuelta. Lenna Jordán había sido demasiado tiempo ayudante de la Volé para dejarse sorprender por aquella incursión repentina. Percibió la oleada de tensión que invadía la oficina en el repentino silencio, el súbito tableteo apresurado de las máquinas de escribir, y el agudo «¡Sí, señora!», de respuesta cuando la Volé reprendió a un botones holgazán. Jordán colocó el bote de los caramelos más cerca del borde sobre el que solía abalanzarse la Volé cuando la abroncaba, y siguió trabajando en sus informes.
Oyó un taconeo apresurado y advirtió las gotas de sudor que perlaban su labio superior. Boss Volé la odiaba. Jordán era la siguiente en el orden jerárquico de ascensos. Su futuro era obvio: un distrito entero en un plazo de cinco años. Boss Volé seguiría aquí, en el mismo lugar que había ocupado durante los diez últimos años. La rígida devoción de Volé por las rutinas prefijadas había paralizado su carrera. Cada año se la veía más mezquina, más resentida. Jordán la observó ahora, aporreando una de las mesas de despacho con sus nudillos gordezuelos mientras reñía al aturdido programador al que había sorprendido en algún error insignificante.
Cuando la Volé llegó por fin delante de la mesa de Jordán, tenía un aire levemente distraído. Jordán observó cómo las ajadas facciones de aquella gruesa mujer se deformaban e hinchaban al masticar los caramelos mientras discutía sobre el plan de trabajo. Boss Volé estaba deseando marcharse, y en sus prisas abrevió el habitual rosario de quejas y de amenazas. Cuando se apoderó de un último puñado de caramelos y efectuó una salida triunfal por entre los cogotes inclinados del silencioso personal administrativo, Jordán se dio cuenta de que sólo llevaba un maletín. ¿Dónde estaba su maleta de noche cuadrada? Jordán nunca había visto salir de viaje a la Volé sin su portarobot. Las comisuras de su boca se plegaron en una mueca cínica. ¿Era posible que la Volé se hubiera agenciado un amante humano? Aquella idea tuvo entretenida a Jordán durante los tres días siguientes.
En el momento en que Thelma Volé cerró la puerta detrás del botones del hotel y revisó su equipaje, se había convencido ya de que en muchos aspectos su viaje sería igual que todos los demás, solitario y molesto. Cuando asistió a su primera convención, recién ascendida a responsable de sección, sus actuales colegas saltaban aún a la comba. Thelma se dejó caer sobre la cama, se quitó los zapatos y manipuló el teléfono interior. Pidió una botella de whisky irlandés y cubitos de hielo. Con voz insegura, después de una pausa tan larga que el servicio de habitaciones preguntó si seguía aún al aparato, pidió también un catálogo de Estímulos.
Se sirvió una copa de inmediato, pero no tocó el lustroso catálogo. El licor calmó sus nervios irritados y le permitió relajarse, tendida boca arriba, mirando el techo. Cerebro estaba en lo cierto: tenía miedo, lo necesitaba. Toda la vida lo había necesitado. Cuando estaba recién ascendida al escalafón G-6, se dio cuenta de que muy bien podía dedicar todas sus energías a la empresa, porque no había ninguna otra cosa a la vista susceptible de convertirse en un objeto adecuado para su valiosa atención. Fue entonces cuando dio calabazas al único hombre por el que había llegado a sentir algún afecto. Era un hombrecillo tímido y exageradamente amable, un G-4, que aseguraba encontrar atractivos sus juveniles volúmenes, y alababa su humor seco como si se tratara de una seriedad admirable. Thelma había dudado; aquellas muestras de afección le hacían sospechar que estaba intentando utilizarla. Sin embargo, él insistía y ella se permitió acariciar ciertas fantasías. Pero un día, cuando ella contemplaba en sus manos su flamante tarjeta de identificación G-6 y le oyó invitarla a cenar, como había hecho en tantas ocasiones anteriores, Thelma miró a su admirador y lo vio de súbito como lo que en realidad era: un trepador y un oportunista. Le dio con la puerta en las narices con toda energía y resolvió no dejarse engañar nunca más por aquellas zalemas almibaradas.
Había ahorrado para tener a Labios. Y Labios había sido bastante bueno para ella. El largo silencio cotidiano desde el momento en que dejaba la oficina se había quebrado por fin, aunque sólo fuera por los mensajes mecánicos y repetitivos de la charla elemental de la cinta de un robot. Compró a Bluto en un momento de exaltación por su ascenso a la escala G-7 y al puesto de jefa de planta. Bluto la hacía estremecerse. Su prepotencia, su fuerza y su deliberada brutalidad crearon en ella una nueva identidad, la secreta dependencia de la alcoba. Pero seguía sintiéndose sola. Cuando desconectaba el robot venían los accesos de rabia y de destructividad; nunca se atrevió a hacerle ningún daño cuando estaba enchufado. Se sucedieron las extrañas visitas al taller de reparaciones, las torpes mentiras para explicar los destrozos. No era que el mecánico pidiera explicaciones: se encogía de hombros, veía cómo le temblaba la papada mientras hablaba, evaluaba sus gruesos músculos y los rollos de grasa acumulados en torno a la cintura, y reparaba a Bluto hasta que el coste de las reparaciones empezó a acercarse peligrosamente a los límites de su tarjeta de crédito. El día humillante en que el mecánico la informó fríamente de que Bluto estaba «para el arrastre», corrió a mirarse con un asombro avergonzado en el espejo de su cuarto de baño. Le costó tres años pagar la reconstrucción de Bluto, y otros tres costearse a Wimp. Y todavía seguía detenida en el nivel G-7. Aún se sentaba en el mismo despacho, espiaba y regañaba a un personal que cambiaba a su alrededor, arriba y abajo, pasando de largo delante de ella, odiándola. Nunca le hablaban con simpatía. Ocasionalmente llegaba a la empresa algún lameculos nuevo que intentaba deslumbrarla con un rato de charla en la cafetería, pero ella lo detectaba al instante y sentía un placer especial al desanimar a cualquiera que intentara adularla. No visitaba a nadie y nadie llamaba a su puerta.
Entonces oyó casualmente, en el autobús, una conversación sobre las nuevas consolas de la compañía Franck & Stein. Podían ser programadas para jugar a diversos juegos, charlar de forma inteligente sobre cualquier tema, e incluso —gracias a un asombroso descubrimiento tecnológico— eran capaces de simular afecto en la forma en que el propietario lo deseara. El corazón de Thelma latió con fuerza al advertir las posibilidades.
Los trámites y los análisis preliminares la enfurecieron, pero a pesar de ello persistió tercamente.
—Considérelo algo parecido a la recogida de elementos para una base de datos en uno de los anticuados ordenadores —le dijeron los técnicos.
Le conectaron sondas cerebrales y se dedicaron a interrogarla durante horas y horas sobre temas tales como su triste infancia, los motivos de su bulimia, sus gustos en arte, juegos, colores, tonos de voz, y miles de detalles por el estilo, sin conexión aparente. Apenas fruncieron levemente el entrecejo ante la perspectiva de programar una consola tan cara únicamente para jugar al ajedrez chino. La preparación duró seis meses. Thelma habló más con sus entrevistadores, técnicos y bancos de datos de lo que jamás había hablado en toda su vida. En varias ocasiones tomó la decisión de dejarlo correr; todo aquel proceso había enfriado su entusiasmo y la asustaba un poco. Cuando le entregaron a Cerebro, pasó varios días sin encenderlo, pero sí dejó conectado el enchufe de carga, y la luz verde le recordaba la existencia de una conciencia interior que no podría expresarse a menos que ella apretara el interruptor. Luego, un día, recién llegada a casa del trabajo, protegida todavía por la barrera de su ropa oficial, empujó la consola hasta sacarla del armario ropero y se sentó frente a ella. La pantalla se iluminó con una luz roja en cuanto ella tocó el interruptor.
—Te estaba esperando —dijo Cerebro. La voz era tan profunda como la de Bluto, pero con una dicción más cuidada. Charlaron, y Thelma se olvidó de comer.
Cerebro recibía y emitía continuamente, y estaba adaptado para operar totalmente a través de la voz. Cuando fue a prepararse una bebida, preguntó desde la cocina si quería algo, y la consola se rio con ella cuando se dio cuenta de lo que había dicho. Hablaron toda la noche. Cerebro conocía toda su vida, y le hacía preguntas. Tenía juicio, información y memoria, pero no experiencia. Su único interés era Thelma. Cuando ella se marchó a trabajar a la mañana siguiente, le dijo adiós antes de apretar el interruptor que redujo a la consola a su luz verde de carga. Todas las noches, al volver del trabajo, corría al dormitorio, enchufaba a Cerebro y decía hola. En ocasiones había ido al teatro a sentarse, sola y cínica, en un palco. Ya no volvió a ir. Antes pasaba los fines de semana dando largos paseos por las calles, un poco al azar; ahora hacía sus compras a toda prisa para poder volver junto a Cerebro. Lo tenía enchufado continuamente cuando estaba en casa. En el trabajo tomaba notas de las cosas que quería preguntar o contar a Cerebro. Ya nunca usaba a los otros male. Los había olvidado, y se sentía incómoda cuando los veía colgados en el mismo armario en el que guardaba a Cerebro durante el día. Llevaban ya varios meses así, cuando en una ocasión Cerebro le recordó que su vida estaba totalmente definida y determinada por la de ella, y Thelma sintió un acceso de humildad.
No podía recordar el momento en que empezó a desear que Cerebro tuviera un cuerpo. Tal vez fue el propio Cerebro el primero en expresar la idea en voz alta. Ella recordaba con ternura el momento en que él, con su voz profunda, le había dicho que la amaba.
—No tengo suerte. Me han construido con la capacidad de amar, pero no con la de demostrar mi amor. ¿Qué hacer con un sentimiento profundo que pugna por ser conocido y demostrado? Me han dado la conciencia de un éxtasis posible, pero sólo para hacerme desearlo, para que mis niveles de energía me impulsen hacia él; ya que carezco de los medios para convertirlo en realidad. Creo que sé cómo podría proporcionarte un gran placer, y nunca me sentiré satisfecho de mí mismo porque nunca podré estar a tu lado de esa manera.
Ella se llevaba consigo a Cerebro a la cocina, y Cerebro buscaba en su banco de datos delicadas variaciones sobre las recetas favoritas de Thelma y se las recitaba, y la animaba a comer, orgulloso por ser capaz de aumentar el placer que le daban a ella aquellas viandas.
Cerebro se hizo cargo de sus finanzas desde el principio, y era él quien se encargaba de las facturas y se comunicaba con la computadora del banco para ajustar los pagos y asegurar la disponibilidad de líquido de Thelma en todo momento.
Thelma nunca había incurrido en la práctica, que consideraba vulgar, de hacerse ver con sus robots en lugares públicos. Despreciaba a su vecino hasta el punto de negarle el saludo cuando se lo encontraba en la escalera, porque sacaba a su robot female a bailar y a pasear, a pesar de que su conversación se limitaba a una rudimentaria cinta de Charla de Cama. Thelma nunca se había interesado por los clubes sociales para compañeros robots, esos locales populares y oscuros en los que los humanos mostraban sus posesiones de plástico con una mezcla confusa de orgullo por el dinero que les había costado, jerga técnica sobre sus capacidades y programación, y curiosos ataques de celos. Leía las noticias de robots intercambiados, de robos deliberados, y ocasionalmente incluso de asesinatos por extraños motivos, con el mismo desprecio que dedicaba a muchos otros aspectos de la vida social.
Y sin embargo, una noche, mediada ya una botella de whisky, había extendido una mano para acariciar la pantalla de la consola, y susurrado:
—Me gustaría que tuvieras un cuerpo.
Cerebro respondió que sólo deseaba complacerla en todo, y se abstuvo de dar sugerencias sobre su futura forma. Entonces vino un mes angustioso en el que Thelma se sintió sola, y el vacío que la rodeaba llegó a hacerse enloquecedor. Cerebro había vuelto a la fábrica para que pudieran sintonizarlo con un cuerpo. El día de la entrega, corrió a casa al acabar el trabajo. Por fin, llegó el paquete. Ella sacó primero la consola, la enchufó enseguida y casi lloró de excitación cuando escuchó su cálida voz. Siguiendo sus instrucciones, infló y activó el fuerte cuerpo del male y apretó el botón situado en la nuca que completaba el circuito y permitía a la inteligencia de la consola habitarlo y controlarlo. Desconcertada y temerosa, Thelma miró a Cerebro a los ojos. La mano de él se alzó y le acarició la cara. Cerebro tenía un tórax robusto, fuertes músculos y la cara iluminada por una luz de simpatía. Sus facciones eran muy cambiantes y expresaban las emociones que ella se había acostumbrado a interpretar en las luces de colores de la pantalla de la consola. El cuerpo estaba cubierto de una suave capa de vello rizado. Cuando sus brazos la rodearon, ella sintió el calor de aquel cuerpo, otro sofisticado avance tecnológico de los circuitos, que mantenía toda la superficie del robot a la temperatura del cuerpo humano. Era demasiado humano. Ella sintió cómo se erguía el pene de Cerebro contra su vientre. Él habló:
—Thelma, he esperado esto tanto tiempo. Te amo.
El tono lento y profundo de aquella voz circuló a través de su cuerpo, y ella supo de repente que él era real. Thelma rompió a llorar.
Thelma siempre había sabido que era una completa calamidad, y que resultaba totalmente indeseable para cualquiera. ¿Quién en su sano juicio podía amarla? Entonces, ¿qué era lo que pretendía Cerebro? «Por supuesto», pensó. La consola ambicionaba el poder que le proporcionaría un cuerpo completo. Ahora estaba todo claro. La empresa había fabricado aquel modelo basándose en una compleja técnica de ventas. Se sintió humillada, abochornada por su propia estupidez. Tenía que devolver aquel cuerpo.
Pero no lo devolvió. Lo colgó del armario, al lado de Bluto. Colocó la consola en el rincón más próximo al enchufe, y la mantuvo conectada. De cuando en cuando, apretaba el interruptor e intercambiaba unas cuantas frases con ella. Tomó la costumbre de dejar abierta de par en par la puerta del armario ropero cuando sacaba a Labios, o a Wimp, o a Bluto, o en ocasiones a los tres juntos, para entretenerla en la cama a la vista de la brillante luz verde de la consola. Experimentaba un intenso placer al saber que Cerebro era completamente consciente de lo que hacía con los demás robots. Muy rara vez sacaba a Cerebro del armario, ni siquiera para jugar a algún juego. Nunca activaba su cuerpo.
Y ahora estaba tendida en la cama del hotel con el catálogo de Estímulos a su lado. Habían pasado meses desde la noche en que habló por primera vez con Cerebro. La soledad la enfermaba. La culpa había sido en realidad de él. Fue idea suya el conseguir un cuerpo. No se había contentado con charlar, sino que había empezado a coaccionarla y a embaucarla para obligarla a unos desembolsos de locura con un resultado que sólo disgustos podía darle a ella. Él debería haberla conocido mejor. Lo odiaba. Tendría que haberla acompañado aquí para consolarla.
Y era el día de su cumpleaños. Dejó que unas pocas lágrimas se abrieran tímidamente paso hasta la altura de su nariz. Se sirvió otra copa y abrió el catálogo. Sería culpa de Cerebro si uno de esos robots de hotel le pegaba una enfermedad venérea.
En el viaje de vuelta, Thelma dejó su coche aparcado en el aeropuerto y regresó a casa en taxi. Estaba demasiado borracha para conducir. El banquete final había sido la proverbial gota que colma el vaso. La sentaron en la última mesa, al fondo de la habitación, y la chica que tenía enfrente, recién ascendida a jefa de planta, con la insignia G-7 reluciente en el escote, era la hija de una mujer que al ingresar en la empresa había seguido el mismo cursillo de aprendizaje que Thelma. Thelma bebió mucho y no comió nada.
Soltó la maleta nada más cruzar la puerta, y se quitó los zapatos con dos puntapiés. Todavía con el abrigo puesto y el bolso colgado del hombro, llamó en voz baja:
—¿Has pasado un buen fin de semana?
Entró en el dormitorio y se plantó frente al armario, mirando la luz verde. Levantó la botella para saludar a la consola y bebió un trago. Luego empezó a desnudarse. Estaba ya en ropa interior cuando experimentó la necesidad de sentarse. Se dejó caer en el suelo, frente al armario.
—Bueno, he pasado un fin de semana espléndido —sonrió—. ¡Qué tonta he sido al no probar antes esos robots de hotel!
Empezó a revolcarse por la alfombra, entre risotadas.
—El mejor cumpleaños de mi vida, Cerebro —espió la luz verde. Estaba fija, y muy brillante—. ¿Por qué no dices algo, Cerebro? —frunció el entrecejo—. ¡Oh, lo había olvidado!
Se introdujo a cuatro patas en el armario empotrado, se tendió frente a la consola, alargó un dedito rollizo y apretó el interruptor. La pantalla adquirió un color rojo oscuro, liso.
—Bienvenida a casa, Thelma —la voz era plana e inexpresiva.
—Permíteme decirte, Cerebro, que podía haberme proporcionado un montón de experiencias excitantes con el dinero que malgasté en ti. Y no tienes ningún valor comercial. Estás diseñado demasiado específicamente para mí. Te jodieron, ¡y de qué modo! —añadió con una risita. La pantalla oscilaba con un extraño parpadeo de luz descolorida, vagamente rojiza.
—Por favor, Thelma, recuerda que soy sensible al dolor cuando eres tú la fuente.
Thelma se dio la vuelta hasta quedar boca arriba, y se desperezó.
—Lo recuerdo, está en la página dos del Manual del Propietario…, con otras muchas chorradas. Como, por ejemplo, que eres el amigo perfecto, y el gran amante que es tu compinche el cuerpo.
Thelma levantó una pierna y frotó los dedos regordetes del pie por las piernas desinfladas del robot Labios.
—¿Te duele verme hacer esto con otro robot, Cerebro? —la pantalla de la consola estaba casi blanca y tan brillante que casi no se la podía mirar.
—Sí, Thelma.
Thelma dio un toque final al pene con el pie y bajó la pierna.
—Debería denunciar a la compañía por publicidad engañosa —murmuró.
Volvió a darse la vuelta y dedicó un guiño a la brillante pantalla de la consola.
—Para lo único que vales es para pagar las facturas como un criado… —se estremeció ante una idea repentina—. ¡Un criado, eso es! ¡Puedes mezclarme las bebidas, lavar la ropa y fregar los cacharros con ese cuerpo tan abusivamente caro! ¡Y también puedes cocinar! Te conoces todas las recetas. Podrías probar a hacerlo; ¡nunca vas a satisfacerme de ninguna otra forma!
Levantó las caderas en el aire, y resoplando empezó a desabrocharse el sujetador.
La voz de Cerebro resonó con una vibración extraña.
—Por favor, soy un male, Thelma.
Ella dio un empujón al aparato de la consola y retrocedió, frotándose las señales que el golpe había dejado en su carne.
—Fettuccini Alfredo, un buen plato. Puedes prepararlo mientras yo me divierto con Bluto. Sírvemelo en la cama cuando haya terminado. Voy a estar endeudada durante años para pagar ese cuerpo tuyo, de modo que intentaré amortizarlo si puedo, ya que lo tengo aquí.
Apretó el control remoto. La faja fue a caer sobre la pantalla, y la luz blanca parpadeaba a través de la tela de malla. Un estremecimiento en el cuerpo desinflado que colgaba de la percha más lejana atrajo su atención. La casi carne se hinchaba, e iba adquiriendo poco a poco su volumen normal. Ella miraba, fascinada. El cuerpo de Cerebro levantó el brazo izquierdo y se liberó a sí mismo de la percha. Quedó erguido, y sus pies cambiaron de forma al recibir todo el peso del cuerpo de plástico y metal. Los ojos luminosos del rostro de Cerebro la miraron. Aquellas facciones bien parecidas tenían una mirada triste.
—Habría sido feliz cocinando y lavando para ti, Thelma. Si otro robot te gustara, eso me habría gustado a mí. Pero sufres. Sufres terriblemente. Y es la única cosa que no puedo soportar.
Lenna Jordán manoseó la nueva insignia G-7 sujeta a su solapa y observó al operario que colocaba la placa con su nombre en el lugar ocupado durante tantos años por la Volé. Estaba asombrada de la suerte que había tenido. G-7, y un año antes de lo que esperaba.
El operario de la puerta se marchó, y una mujer grandota entró con pasos torpes en el cubículo. Era Grinsen, la muchacha de hombros desmesuradamente anchos que acababa de salir de un cursillo de aprendizaje y la habían asignado a Jordán como ayudante. Lenna se adelantó, con la mano extendida.
—Felicidades, Grinsen. Espero que no te sientas afectada por las circunstancias.
La poco agraciada muchacha soltó muy deprisa la mano de Jordán, y sus gruesos dedos manosearon la nueva insignia colocada en su propio traje. Miró a Jordán parpadeando a través de sus gruesos lentes.
—¿Vio las noticias de la televisión? Entrevistaron a Meyer, de la Oficina Central. Dijo que Boss Volé era una mujer solitaria y que se sentía decepcionada por la falta de ascensos.
Apareció la cara alegre del operario en el marco de la puerta.
—Los chicos de programación aseguran que lo que ocurrió es que accidentalmente se vio con un espejo y corrió a tirarse por la ventana.
Jordán aspiró lentamente.
—Querrás instalarte en mi antiguo despacho y dar un vistazo a los manuales de procedimiento, Grinsen.
Grinsen picó un caramelo del bote colocado sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.
—En las noticias había unas imágenes de la policía limpiando la escena. —La amplia manaza introdujo el caramelo en la boca—. Dicen que el impacto fue tan fuerte que resquebrajó la acera en el punto de la caída, y que fue casi imposible separar sus restos de lo que quedaba del robot. —Grinsen picó otro caramelo—. Ese robot era un Super Compañero. Boss Volé debió de endeudarse hasta las orejas para pagar un modelo tan caro como ése.
Jordán tomó un paquete de tarjetas de programas.
—Será mejor que empecemos a repasar el inventario, Grinsen.
Le tendió las tarjetas y tomó otro paquete. Pensativa, Grinsen hizo tamborilear las tarjetas sobre la mesa.
—¿Por qué se destruiría a sí misma una máquina tan magnífica intentando salvar a una vieja lechuza viciosa como la Volé?
Jordán retiró el bote fuera del alcance de las manos de Grinsen y cuidadosamente dejó caer en el cesto de los papeles los últimos caramelos favoritos de Boss Volé.
—¿Eso hizo?
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