jueves, 29 de abril de 2021

Samuel Beckett - El calmante (1945)

El calmante
por Samuel Beckett





Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche, solo en mi cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado, desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro donde siento que seré viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mí muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte.

¿Por qué haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas. No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizá las ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, y por la noche las vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad. Es verdad que uno va muchas veces en un sueño, el aire se ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa, ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer, en efecto, está reciente, pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror, sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil, jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad aquélla en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo.

Pero poco a poco salí y me eché a andar, a pasitos, en medio de los árboles, vaya, árboles. Una vegetación enloquecida invadía los senderos de antaño. Me apoyaba en los troncos, para recobrar el aliento, o, agarrándome a una rama, me lanzaba hacia delante. De mi último recorrido ya no quedaba el menor rastro. Eran los perecederos robles de d’Aubigné. Apenas un bosquecillo. El lindero estaba cerca, una luz menos verde y como desastrada lo decía, calmosamente. Sí, donde uno estuviera, en ese pequeño bosque, aunque fuese en lo más profundo de sus pobres secretos, por todas partes veías resplandecer aquella luz más pálida, testimonio de no sé qué estúpida eternidad. Morir sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena, cerrar uno mismo ante el cielo ciego los ojos por socavar, después rápido convertirse en carroña, para que los cuervos no se confundan. Esa es la ventaja de morir ahogado, una de las ventajas, los cangrejos, ellos, no llegan nunca demasiado pronto.

Todo esto es cuestión de organización. Pero cosa rara, salido por fin del bosque, habiendo cruzado distraídamente la zanja que lo ceñía, me puse a pensar en la crueldad, la risueña. Ante mí se extendía un herbaje espeso, tréboles, quizá, qué importa, chorreando del rocío nocturno o de la lluvia reciente. Más allá del prado, lo sabía, un camino, luego un campo, luego por último las murallas, cerrando la perspectiva. Las murallas, ciclópeas y dentadas, recortándose débilmente sobre un cielo apenas más claro, no ofrecían aspecto de ruinas, comparadas con las mías, pero lo eran, lo sabía. Esta era la escena que se abría ante mí, inútilmente, porque la conocía y me horrorizaba. Lo que yo veía era un hombre calvo trajeado de marrón, un charlatán. Contaba una historia divertida, a propósito de un fiasco. Yo no entendía nada. Pronunció la palabra caracol, babosa quizá, para la alegría general. Las mujeres parecían divertirse todavía más que sus acompañantes, si eso fuera posible. Sus risas agudas penetraban los aplausos y, calmados éstos, se desparramaban aún, aquí y allá, hasta turbar el exordio de la historia siguiente. Pensaban quizás en el pene titular, sentado quién sabe a su lado, y desde esta suave proximidad lanzaban sus gritos de alegría, hacia la tempestad cómica, qué talento. Pero soy yo esta noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis, a este viejo cuerpo al que nada nunca ha sucedido, o tan poco, que nada nunca ha encontrado, nada amado, nada querido, en su universo galvanizado, mal galvanizado, nada deseado sino que los espejos se derrumben, los planos, los curvos, los de aumento, los de disminución, y desaparecer, en el estruendo de sus imágenes. Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él saludable, durante años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón, ya no sé por qué, por puro heroísmo. Este cuento, hubiera podido simplemente contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado, tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y explicándome las imágenes, que ya eran yo, noche tras noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba sobre su hombro. Con una sola palabra de texto que se hubiese saltado, yo le habría golpeado, con mi puñito, en su gordo vientre que saltaba fuera del chaleco de punto y del pantalón desabrochado que le descansaban de su indumentaria de oficina. Me toca a mí ahora la marcha, la lucha y el regreso quizá, le toca a este viejo que soy yo esta noche, más viejo de lo que fuera nunca mi padre, más viejo de lo que yo jamás seré. Y aquí me tenéis abocado a los futuros. Atravesé el prado, a pasitos crispados y blandos a un tiempo, los únicos de que disponía. Ni el menor rastro de mi último recorrido, hacía mucho tiempo de mi último recorrido. Y los tallitos magullados crecen rápido de nuevo, en la necesidad de aire y luz, y los rotos son reemplazados rápidamente. Penetré en la ciudad por la puerta llamada de los Pastores, sin haber visto a nadie, tan sólo los primeros murciélagos que son como crucificados voladores, ni oído nada salvo mis pasos, mi corazón en el pecho y luego por último, cuando pasaba bajo la bóveda, el ulular de un búho, ese grito a la vez tan suave y tan feroz y que de noche, llamando, respondiendo, en mi bosquecillo y en los colindantes, llegaba a mi choza como un toque a rebato. La ciudad, a medida que me internaba en ella, me sorprendía por su aspecto desértico. Estaba iluminada como de costumbre, más que de costumbre, aunque las tiendas estuvieran cerradas. Pero sus escaparates permanecían iluminados, con la finalidad sin duda de atraer al cliente y obligarle a decir, Vaya, qué bonito es eso, y no es caro, volveré mañana, si vivo aún. Estuve a punto de decirme, Vaya, es domingo. Los tranvías circulaban, también los autobuses, pero poco numerosos, al ralentí, vacíos, sin ruido y como bajo el agua. ¡No vi ni un caballo! Llevaba mi enorme abrigo verde con cuello de terciopelo, estilo abrigo de automovilista 1900, el de mi padre, pero no tenía ya mangas ese día, no era más que una amplia capa. Pero era siempre sobre mí el mismo enorme peso muerto, sin calor, y los faldones barrían el suelo, lo rastrillaban más bien, tanto se habían deshilachado, tanto me había empequeñecido. ¿Qué iba, qué podía sucederme en esta ciudad vacía? Pero yo sentía las casas abarrotadas de gente, ocultos tras las cortinas miraban la calle o, sentados al fondo de la habitación, la cabeza entre las manos, se abandonaban al ensueño. Allá arriba, en la cúspide, mi sombrero, siempre el mismo, yo no llegaba más lejos. Atravesé la ciudad de punta a punta y llegué ante el mar, habiendo seguido el río hasta su desembocadura. Decía, Voy a volver, sin creérmelo demasiado. Los barcos en el puerto, anclados, sujetos por cabos al malecón, no me parecían menos numerosos que en tiempo normal, como si yo supiera algo del tiempo normal. Pero los muelles estaban desiertos y nada anunciaba un movimiento de navíos próximo, ni una partida ni una llegada. Aunque todo podía cambiar de un instante a otro, transformarse bajo mis ojos en un santiamén. Y en esto consistiría el bullicio de la gente y de las cosas del mar, el imperceptible balanceo de la arboladura de los grandes navíos y el más danzante de los pequeños, me apetece, y oiría el terrible grito de las gaviotas y quizá también el de los marineros, ese grito como sin timbre y que no se sabe con exactitud si es triste o alegre y que contiene algo de espanto y de cólera, porque no sólo pertenecen al mar, los marineros, sino también a la tierra. Y yo podría quizá deslizarme a bordo de un carguero a punto de partir, furtivamente, y marcharme lejos, y pasar lejos unos cuantos meses, quizás incluso un año o dos, al sol, en paz, antes de morir. Y sin llegar hasta ahí me extrañaría mucho que, en esta muchedumbre hormigueante y desengañada, no consiguiera establecer un pequeño encuentro que me calmara un poco o cambiar algunas palabras con un navegante por ejemplo, palabras que me llevaría conmigo, a mi choza, para añadirlas a mi colección. Esperaba, pues, sentado sobre una especie de cabrestante sin protector, diciéndome, Por lo menos esta noche los cabrestantes no se han retirado de la circulación. Y escrutaba hacia alta mar, más allá de los rompeolas sin descubrir embarcación alguna. Ya era de noche, o casi, veía luces, a ras del agua. Los bonitos fanales a la entrada del puerto, también los veía, y otros a lo lejos, parpadeando en la costa, las islas, los promontorios. Pero al comprobar que no se producía la menor animación, me dispuse a marcharme, a apartar la vista, tristemente, de esta ensenada muerta, porque hay escenas que abocan a extrañas despedidas. No tenía más que bajar la cabeza y mirar al suelo bajo mis pies, delante de mis pies, porque en esa posición siempre he sacado fuerzas para, cómo explicarlo, no lo sé, y ha sido de la tierra más que del cielo, sin embargo mejor cotizado, de donde me ha venido el socorro, en los momentos difíciles. Y allí, sobre la losa, a la que no miraba fijamente, porque para qué mirarla fijamente, vi a lo lejos la bahía, en lo más encrespado de esta negra marejada, y rodeándome por completo la tempestad y la perdición. Nunca volveré aquí, dije. Pero habiéndome levantado, buscando apoyo con las dos manos en el borde del cabrestante, me encontré ante un chico que sujetaba una cabra por un cuerno. Me volví a sentar. Él no decía nada, mirándome sin temor aparentemente ni asco. Es cierto que estaba oscuro. Que no dijera nada me parecía natural, a mí el de más edad correspondía hablar primero. Iba descalzo y harapiento. Habitual de aquellos parajes, se había apartado de su camino para ver qué era aquella masa sombría abandonada al borde de la dársena. Así razonaba yo. Muy cerca de mí ahora, y con su mirada de golfillo, era imposible que no hubiera comprendido. Sin embargo se quedaba. ¿Es realmente mía, esa bajeza? Emocionado, porque después de todo yo debía haber salido para eso, en cierto sentido, y aunque no esperaba sino un escaso provecho de lo que podía suceder, me decidí a dirigirle la palabra. Preparé así mi frase y abrí la boca, creyendo que iba a oírla, pero no oí más que una especie de estertor, ininteligible incluso para mí que conocía mis intenciones. Pero no era nada, nada sino la afonía debida al prolongado silencio, como en el bosquecillo donde se abren los infiernos, os acordáis, yo apenas. Él, sin soltar la cabra, vino justo a mi lado y me ofreció un bombón, en un cucurucho de papel, de los que se encontraban por un penique. Hacía por lo menos ochenta años que nadie me había ofrecido un bombón, pero yo, lo cogí ávidamente y me lo metí en la boca, recuperé el viejo gesto, cada vez más emocionado, puesto que me apetecía. Los bombones se habían pegado y me costó trabajo, con mis manos temblorosas, separar de los demás el que apareció primero, uno verde, pero él me ayudó y su mano rozó la mía. Gracias, dije. Y como unos instantes más tarde se alejaba, tirando de su cabra, le hice un gesto, con un gran movimiento de todo el cuerpo, para que se quedara, y dije, en un murmullo impetuoso, ¿Dónde vas tú así, hijo mío, con tu cabrita? Esta frase apenas pronunciada, de vergüenza me tapé la cara. Era sin embargo la misma que había querido decir hacía un momento. ¡Dónde vas, hijo mío, con tu cabrita! Si hubiera sabido sonrojarme lo hubiera hecho, pero mi sangre ya no llegaba a las extremidades. Si hubiera tenido un penique en el bolsillo se lo hubiera dado, pero no tenía un penique en el bolsillo, ni nada que se le pareciera, nada que pudiera gustar a un pequeño desgraciado, en el linde de la vida. Creo que ese día, que había salido por decirlo así sin premeditación, sólo llevaba conmigo mi piedra. De su personilla estaba escrito que yo no vería sino los cabellos rizados y negros y el hermoso perfil de las largas piernas desnudas, sucias y musculosas. La mano también, fresca y viva, no estaba dispuesto a olvidarla. Busqué otra frase para decirle. La encontré demasiado tarde, estaba ya, oh lejos no, pero lejos. Fuera de mi vida también, tranquilamente se iba, ya nunca uno solo de sus pensamientos sería para mí, tan sólo quizá cuando fuera viejo y, hurgando en su primera juventud, encontrara esta alegre noche y sujetara aún la cabra por el cuerno y se detuviera un instante ante mí, con quién sabe esta vez un asomo de ternura, de celos incluso, pero no cuento con ello. Pobres bestias queridas, me habréis ayudado, ¿Qué hace tu papá, en la vida? Eso es lo que le hubiera dicho, de darme tiempo. Seguí con la mirada las patas traseras de la cabra, descarnadas, patizambas, espatarradas, sacudidas por bruscos temblores. Pronto no fueron sino una minúscula masa sin detalles y que de no saberlo hubiera podido tomar por un joven centauro. Iba a hacer cagar la cabra, después recoger un puñado de bolitas tan rápidamente frías y duras, olerlas e incluso probarlas, pero no, eso no me ayudaría esta noche. Digo esta noche, como si se tratara siempre de la misma noche, pero ¿hay dos noches? Me puse en camino, la intención de regresar cuanto antes, porque no volvía del todo con las manos vacías, repitiendo, Jamás volveré aquí. Las piernas me hacían daño, gustosamente cada paso hubiera sido el último. Pero las ojeadas rápidas y como solapadas que lanzaba hacia los escaparates me mostraban un enorme cilindro lanzado a toda marcha y que parecía deslizarse sobre el asfalto. Yo debía en efecto avanzar de prisa, porque alcancé a más de un peatón, he ahí los primeros hombres, sin forzarme, a mí a quien normalmente los parkinsonianos dejaban atrás, y entonces me parecía que tras de mí los pasos se detenían. Y sin embargo cada uno de mis pasitos hubiera sido gustosamente el último. Hasta tal punto que, desembocando en una plaza en la que no había reparado al venir, y al fondo de la cual se alzaba una catedral, decidí entrar, si estaba abierta, y esconderme allí, como en la Edad Media, durante un momento. Digo catedral, pero yo de eso no entiendo nada. Pero me dolería, en esta historia que se pretende la última, haber ido a refugiarme en una simple iglesia. Noté el Stützenwechsel de Sajonia, de un efecto encantador, pero que no me encantó. Iluminada con esplendor la nave parecía desierta. Di varias vueltas, sin ver alma viviente. Se escondían quizá bajo los sitiales del coro o dando vueltas alrededor de las columnas, como los pájaros carpinteros. De repente muy cerca de mí, y sin que yo hubiera oído los largos chirridos preliminares, el órgano se puso a mugir. Me levanté de un salto de la alfombra sobre la que me había tumbado, ante el altar, y corrí al otro extremo de la nave, como si quisiera salir, pero no era la nave, era un crucero, y la puerta que me engulló no era la buena. Porque en lugar de ser devuelto a la noche me encontré al pie de una escalera de caracol que me puse a subir a grandes zancadas, descuidando mi corazón, como el que persigue de cerca a un maníaco homicida. La escalera, débilmente iluminada, no sé con qué, con tragaluces quizá, la subí jadeando hasta la plataforma en saliente adonde moría y que, flanqueada por el lado del vacío de un pretil cínico, corría alrededor de un muro liso y redondo coronado por una pequeña cúpula recubierta de plomo, o de cobre reverdecido, uf, con tal de que esté claro. Se debía venir aquí para gozar de la vista. Los que caen de esta altura mueren antes de llegar abajo, como es sabido. Pegándome al muro me dispuse a dar la vuelta completa, en el sentido de las agujas del reloj. Pero apenas hube dado algunos pasos encontré a un hombre que daba la vuelta en sentido contrario, con extrema precaución. Cómo me gustaría precipitarlo, o que él me precipitara, abajo. Me miró fijamente un momento con ojos despavoridos y después, sin atreverse a pasar ante mí por el lado del parapeto y previendo con razón que yo no me apartaría amablemente del muro, me volvió bruscamente la espalda, la cabeza más bien, porque la espalda continuaba aglutinada contra el muro, y se puso de nuevo en marcha en dirección opuesta, lo que le redujo en poco tiempo a una mano izquierda. Ésta dudó un momento, después desapareció, en un resbalón. Ya no me quedaba más que la imagen de dos ojos desorbitados y crispados, bajo una gorra a cuadros. ¿Qué es este horror objetal en el que me he metido? Mi sombrero voló, pero no fue lejos, gracias al cordón. Volví la cabeza del lado de la escalera y agucé la vista. Nada. Después apareció una niñita, seguida de un hombre que la llevaba de la mano, los dos pegados al muro. La empujó hacia la escalera, y allí se precipitó él a su vez. Se volvió y levantó hacia mí una cara que me hizo retroceder. Sólo veía su cabeza, desnuda, por encima del último escalón. Más tarde, cuando se fueron, llamé. Di rápidamente la vuelta a la plataforma. Nadie. Vi en el horizonte, allí donde se unen al cielo montaña, mar y planicie, algunas estrellas bajas, no confundir con los fuegos que encienden los hombres, por la noche, o que se encienden solos. Basta. De nuevo en la calle busqué mi camino, en el cielo donde conocía bien los carros. Si hubiera visto a alguien le hubiera abordado, ni el más cruel semblante me hubiera detenido. Le hubiera dicho, llevándome la mano al sombrero, Perdón, señor, perdón, señor, la puerta de los Pastores, por piedad. Creía que no podía ya avanzar, pero apenas llegó el impulso a las piernas me precipité hacia delante, Dios mío con cierta rapidez. No volvía con las manos vacías, traía a casa la casi certeza de pertenecer todavía a este mundo, también a este mundo, en cierto sentido, pero lo pagaba caro. Hubiera sido preferible pasar la noche en la catedral, sobre la alfombra ante el altar, hubiera seguido mi camino al amanecer o me hubieran encontrado tumbado, rígido, muerto, con la estricta muerte carnal, bajo los ojos azules, pozos de tanta esperanza, y se hubiera hablado de mí en los periódicos de la tarde. Pero heme aquí descendiendo una larga travesía vagamente familiar, donde no era fácil sin embargo que hubiera puesto nunca los pies, vivo. Aunque percatándome pronto de la pendiente di media vuelta y continué en sentido opuesto, porque temía, al descender, regresar al mar, adonde había dicho que no regresaría más. Di media vuelta, pero en realidad fue una larga curva trazada sin pérdida de velocidad, porque temía al pararme no poder moverme de nuevo, sí, también temía esto. Y esta noche tampoco me atrevo ya a pararme. Cada vez me sorprendía más el contraste entre la iluminación de las calles y su aspecto desértico. Decir que aquello me angustiaba, no, pero lo digo de todas formas, con la esperanza de calmarme. Decir que no había nadie en la calle, no, no me atrevería a tanto, porque noté varias siluetas, tanto de mujer como de hombre, extrañas, pero no más que de costumbre. En cuanto a la hora que podía ser, no tenía la menor idea, salvo que debía ser una hora cualquiera de la noche. Pero podían ser las tres o las cuatro de la madrugada como podían ser las diez o las once de la noche, dependía probablemente de que uno se extrañara de la penuria de los transeúntes o del extraordinario resplandor que arrojaban los reverberos y luces de circulación. Porque de uno de estos dos fenómenos había que extrañarse, a no ser que se hubiera perdido la razón. Ni un solo coche particular, y muy de rato en rato un vehículo público, lenta tromba de luz silenciosa y vacía. Me avergonzaría insistir en estas antinomias, porque estamos, claro está, en una cabeza, pero me veo obligado a añadir las siguientes observaciones. Todos los mortales que veía estaban solos y como ahogados en sí mismos. Se debe ver eso todos los días, pero mezclado con otra cosa imagino. La única pareja estaba formada por dos hombres luchando cuerpo a cuerpo las piernas enmarañadas. ¡Sólo vi a un ciclista! Iba en el mismo sentido que yo, todos iban en el mismo sentido que yo, los vehículos también, en este momento me doy cuenta de ello. Circulaba lentamente en medio de la calzada, leyendo un periódico que con las dos manos mantenía abierto ante los ojos. De vez en cuando tocaba el timbre, sin dejar su lectura. Le seguí con la vista hasta que no fue más que un punto en el horizonte. De pronto una mujer joven, de mala vida quizá, desgreñada y con la ropa en desorden, cruzó la calzada de un lado a otro, como un conejo. Eso es todo lo que quería añadir. Pero cosa rara, una más, no me dolía nada, ni siquiera las piernas. La debilidad. Una buena noche de pesadilla y una lata de sardinas me devolverían la sensibilidad. Mi sombra, una de mis sombras se lanzaba ante mí, se encogía, se deslizaba bajo mis pies, me seguía, como hacen las sombras. Que yo fuera opaco hasta ese punto me parecía concluyente. Pero he ahí ante mí un hombre, en la misma acera y andando en el mismo sentido que yo, puesto que siempre hay que machacar lo mismo, únicamente para no olvidarlo. La distancia entre nosotros era grande, setenta pasos por lo menos, y temiendo que se me escapara apresuré el paso, lo que me hizo volar hacia adelante, como sobre patines. No soy yo, dije, pero aprovechemos, aprovechemos. Al llegar en un abrir y cerrar de ojos a unos diez pasos de él aminoré la marcha, para no exacerbar, apareciendo con estrépito, la aversión que inspiraba mi persona, incluso en sus actitudes más borrosas y anodinas. Y poco después, Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente a su altura, la puerta de los Pastores por el amor de Dios. Visto de cerca me parecía más bien normal, bueno, salvo ese aspecto de retroceso hacia su centro que ya he señalado. Me adelanté un poco, algunos pasos, me volví, me incliné, me llevé la mano al sombrero y dije, ¡La hora exacta, por lo que más quiera! Como si no existiera. Pero ¿y el bombón? ¡Fuego!, grité. Dada mi necesidad de ayuda me pregunto por qué no le intercepté el camino. No hubiera podido, eso es, no hubiera podido tocarle. Viendo un banco al borde de la acera me senté y crucé las piernas, como Walther. Debí de adormecerme, porque de repente había un hombre sentado a mi lado. Mientras le examinaba con detalle abrió los ojos y los posó sobre mí, se hubiera dicho que por primera vez, porque retrocedió sin poder remediarlo. ¿De dónde sale usted?, dijo. Oírme dirigir de nuevo la palabra en tan poco tiempo me produjo un gran efecto. ¿Qué le pasa a usted?, dijo. Intenté adoptar la actitud del que no dispone más que de sus atributos estrictamente naturales. Perdón, señor, dije, levantando ligeramente el sombrero e incorporándome con un movimiento inmediatamente reprimido, la hora exacta, ¡por piedad! Me dijo una hora, ya no me acuerdo cuál, una hora que nada explicaba, eso es todo lo que sé, y que no me calmó. Pero qué hora lo hubiera conseguido. Ya sé, ya sé, vendrá una que lo hará ¿pero hasta entonces? ¿Decía usted?, dijo. Desgraciadamente yo no había dicho nada. Pero me desquité preguntándole si podría ayudarme a encontrar el camino que había perdido. No, dijo, no soy de aquí, y si estoy sentado en esta piedra es porque los hoteles están llenos o porque no han querido admitirme, no opino. Pero cuénteme usted su vida, después pensaremos lo que debe hacerse. ¡Mi vida!, exclamé. Claro, hombre, dijo, ya sabe, esa especie de —¿cómo diría yo? Reflexionó largamente, buscando sin duda aquello por lo que la vida podía ser una especie de. Por fin siguió, con voz irritada, Vamos a ver, todo el mundo lo sabe. Me empujó con el codo. Sin detalles, dijo, los hechos principales, los hechos principales. Pero como yo seguía callado dijo, Quiere usted que le cuente la mía, así entenderá. El relato que me ofreció fue breve y denso, hechos, sin explicación. Eso es lo que yo llamo una vida, dijo, ¿lo ve usted, ahora? No estaba mal, su historia, de hadas incluso, en algunas partes. Le toca a usted, dijo. Pero esa Paulina, dije, ¿sigue usted con ella? Sí, dijo, pero voy a abandonarla y liarme con otra, más joven y más gruesa. Viaja usted mucho, dije. Oh, muchísimo, muchísimo, dijo. Las palabras me llegaban poco a poco, y la manera de subrayarlas. Todo eso se acabó para usted, sin duda, dijo. ¿Piensa permanecer mucho entre nosotros?, dije. Esta frase me pareció especialmente bien construida. Sin indiscreción, dijo, ¿qué edad tiene usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él. No exactamente, dije. ¿Piensa usted a menudo en muslos, dijo, culos, coños y alrededores? Yo no comprendía. A usted ya no se le empina, naturalmente, dijo. ¿Empinárseme?, dije. El nabo, dijo, ¿sabe usted lo que es, el nabo? No lo sabía. Aquí, dijo, entre las piernas. Ah, eso, dije. Se hincha, se alarga, se endurece y se levanta, dijo, ¿o no? No eran éstos los términos que yo hubiera empleado, sin embargo asentí. A eso le llamamos empinarse, dijo. Se abstrajo un momento, luego exclamó, ¡Fenomenal! ¿No le parece? Es curioso, dije, en efecto. Por otra parte todo está aquí, dijo. Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Quién? dijo. Paulina, dije. Envejecerá, dijo, con tranquila seguridad, primero lentamente, luego cada vez más aprisa, en el dolor y el rencor, padeciendo. El rostro no era abundante, pero por más que lo mirara, permanecía revestido de sus carnes, en lugar de volverse de yeso y como trabajado con gubia. Incluso el vómer conservaba su abultamiento. Por otra parte las discusiones nunca me han servido para nada. Yo añoraba los tréboles, los hubiera hollado suavemente mis zapatos en la mano, y la sombra de mi bosque, lejos de esta luz terrible. ¿Qué son esas muecas? dijo. Mantenía sobre las rodillas un gran bolso negro, parecía un estuche de comadrón imagino. Lo abrió y me dijo que mirara. Estaba lleno de frasquitos. Brillaban. Le pregunté si eran todos parecidos. Oh, no, dijo, según. Cogió uno y me lo tendió. Un chelín, dijo, seis peniques. ¿Qué quería de mí? ¿Que lo comprara? Partiendo de esta hipótesis le dije que no tenía dinero. ¡No tiene dinero!, exclamó. Bruscamente su mano se abatió sobre mi nuca, sus dedos poderosos se cerraron y de una sacudida me obligó a precipitarme contra él. Pero en lugar de rematarme se puso a murmurar cosas tan dulces que yo me abandoné y mi cabeza rodó sobre su regazo. Entre la voz acariciadora y los dedos que me trabajaban el cuello el contraste era insólito. Pero poco a poco las dos cosas se fundieron, en una esperanza abrumadora, si me atrevo a decirlo, y me atrevo. Porque esta noche nada tengo que perder, que pueda diferenciar. Y si he llegado al punto en el que estoy (de mi historia) sin que haya cambiado nada, porque si hubiera cambiado algo creo que lo sabría, sin embargo he llegado hasta aquí, y ya es algo, y nada ha cambiado, siempre eso he ganado. No es una razón para forzar las cosas. No, hay que cesar suavemente, sin arrastrarse pero suavemente, como cesan en la escalera los pasos del amado que no ha podido amar y que no volverá nunca, y cuyos pasos lo dicen, que no ha podido amar y que no volverá nunca. Me rechazó de repente y me enseñó de nuevo el frasquito. Todo está aquí, dijo. No debía ser el mismo todo de hace un momento. ¿Lo quiere? dijo. No, pero dije sí, para no molestarle. Me propuso un cambio. Déme su sombrero, dijo. Me negué. ¡Qué vehemencia! dijo. No tengo nada, dije. Busque en sus bolsillos, dijo. No tengo nada, dije, he salido sin nada. Déme un cordón, dijo. Me negué. Largo silencio. Y si usted me diera un beso, dijo por fin. Yo sabía que había besos en el aire. ¿Puede quitarse el sombrero?, dijo. Me lo quité. Póngaselo, dijo, está mejor con el sombrero puesto. Reflexionó, era muy ponderado. Vamos, dijo, deme un beso y no hablemos más. ¿No temía ser rechazado? No, un beso no es un cordón, y él debió leer en mi rostro que me quedaba un fondo de temperamento. Venga, dijo. Me enjugué la boca, al fondo de los pelos, y la acerqué a la suya. Un momento, dijo. Suspendí mi vuelo. ¿Usted sabe qué es un beso? dijo. Sí, sí, dije. Sin indiscreción, dijo, cuándo ha sido el último beso que ha dado usted. Hace un momento, dije, pero aún sé darlos. Se quitó el sombrero, hongo, y se palmeó en mitad de la frente. Aquí, dijo, no en otro sitio. Tenía una bonita frente alta y blanca. Se inclinó, entornando los párpados. De prisa, dijo. Puse la boca en forma de culo de gallina, como mamá me había enseñado, y la coloqué en el sitio indicado. Basta, dijo. Levantó la mano hacia el sitio, pero este gesto, no lo terminó. Volvió a ponerse el sombrero. Me volví y miré la acera de enfrente. Fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos sentados frente a una carnicería de caballo. Tenga, dijo, tome. Ya se me había olvidado. Se levantó. De pie era muy pequeño. Esto para ti esto para mí, dijo, con una sonrisa radiante. Sus dientes brillaban. Escuché cómo se alejaban sus pasos. Cuando levanté la cabeza ya no había nadie. ¿Cómo contar el resto? Pero es el final. ¿O lo he soñado, sueño? No, no, nada de eso, he ahí mi respuesta, porque el sueño no es nada, una broma boba. ¡Y a pesar de todo significativo! Dije, Quédate aquí, hasta que amanezca. Espera, durmiendo, que los faroles se apaguen y las calles se animen. Preguntarás tu camino, a un guardia municipal si es preciso, estará obligado a informarte, bajo pena de faltar a su juramento. Pero me levanté y me alejé. Habían vuelto mis dolores, pero con un no sé qué de inhabitual que me impedía hacerme un ovillo. Pero decía, Poco a poco vuelves a ti. Con sólo observar mi caminar, lento, tenso, y que a cada paso parecía resolver un problema estatodinámico sin precedentes, me hubieran reconocido, si alguien me hubiera conocido. Crucé y me detuve ante la carnicería. Tras los cierres las cortinas estaban echadas, toscas cortinas de tela a rayas azules y blancas, colores de la Virgen, y manchadas con grandes manchas rosas. Pero se acoplaban mal en el centro y a través de la rendija pude distinguir los esqueletos tenebrosos de los caballos vaciados, suspendidos con garfios cabeza abajo. Me pegué a las paredes, hambriento de sombra. Pensar que en un momento todo será dicho, todo se dispondrá a comenzar de nuevo. Y los relojes públicos, ¿qué tenían en definitiva, los relojes públicos, cuyo sonido me asestaba, a través del aire, hasta en mi bosquecillo, grandes bofetadas frías? ¿Qué más? Ah sí, mi botín. Traté de pensar en Paulina, pero se me escapó, apenas iluminada el tiempo de un relámpago, como la joven de hace un momento. Sobre la cabra también mi pensamiento se deslizó desolado, incapaz de detenerse. Así iba en la claridad atroz, enfundado en mis viejas carnes, tenso hacia una vía de salida y pasándolas todas, a derecha y a izquierda, y el espíritu jadeante hacia esto y lo otro y siempre devuelto, allí donde nada había. Conseguí no obstante agarrarme brevemente a la niñita, el tiempo de distinguirla un poco mejor que hace un rato, de forma que llevaba una especie de cofia y apretaba en su mano libre un libro, de oraciones quizás, y tratar de hacerla sonreír, pero no sonrió, sino que desapareció engullida por la escalera, sin haberme enseñado su carita. Tuve que detenerme. Primero nada, después poco a poco, quiero decir creciendo desde el silencio y enseguida estabilizado, una especie de cuchicheo espeso, proveniente quizá de la casa que me sostenía. Eso me recordó que las casas estaban llenas de gente, de sitiados, no, no sé. Habiendo reculado para mirar por las ventanas pude darme cuenta, a pesar de los postigos, persianas y misterios, que muchas habitaciones estaban iluminadas. Era una luz tan débil, comparada con la que inundaba el bulevar, que a menos de estar advertido de lo contrario, o de sospecharlo, se hubiera podido suponer que todo el mundo dormía. El rumor no era continuo, sino entrecortado por silencios sin duda consternados. Me planteé llamar a la puerta y pedir asilo y protección hasta la mañana. Me puse de nuevo en marcha. Pero poco a poco, con una caída a la vez brusca y suave, se hizo la oscuridad a mi alrededor. Vi apagarse, en una prodigiosa cascada de tonos lavados, una enorme masa de flores resplandecientes. Me sorprendí admirando, a lo largo de las fachadas, el lento esparcirse de cuadrados y rectángulos, rayados y unidos, amarillos, verdes, rosas, según las cortinas y los toldos, encontrándolo bonito. Después, por fin, antes de caer, primero de rodillas, a la manera de los bueyes, después cuan largo era, me encontré en medio de una muchedumbre. No perdí el conocimiento, cuando pierda yo el conocimiento será para no recuperarlo jamás. Nadie me hacía caso, aunque evitaban pisarme, consideración que debió impresionarme, yo había salido para eso. Me encontraba bien, penetrado de oscuridad y de calma, al pie de los mortales, al fondo del día profundo, si de día era. Pero la realidad, demasiado fatigado para encontrar la palabra exacta, no tardó en restablecerse, la muchedumbre se retiró, volvió la luz, y yo no tenía necesidad de levantar la cabeza del asfalto para saber que me encontraba en el mismo vacío cegador de hace un momento. Dije, Quédate aquí, tumbado sobre estas losas amigas o neutras al menos, no abras los ojos, espera que venga el samaritano, o que llegue el día y con él los guardias municipales o quién sabe un miembro del Ejército de Salvación. Pero heme aquí de nuevo en pie, recuperado por el camino que no era el mío, a lo largo del bulevar que continuaba subiendo. Menos mal que no me esperaba, el pobre padre Breem, o Breen. Dije, El mar está al este, hay que ir hacia el oeste, a la izquierda del norte. Pero en vano levanté sin esperanza los ojos al cielo, para buscar los carros. Porque la luz donde me maceraba cegaba las estrellas, suponiendo que estuvieran allí, de lo que dudaba, acordándome de las nubes.

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