domingo, 10 de septiembre de 2023

Emil Cioran - Cuadernos 1957-1972 (Selección)

Cuadernos 1957-1972
(Selección)

por Emil Cioran




Soy un filósofo aullador. Mis ideas —si ideas son— ladran: no explican nada, estallan. 

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¿Cuál será el futuro? La rebelión de los pueblos sin historia. 
En Europa —está claro— sólo triunfarán los pueblos que no han vivido.

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Para escribir, hace falta un mínimo de interés por las cosas; es necesario creer aún que las palabras pueden atraparlas o al menos rozarlas; yo ya no tengo ese interés ni esa fe…

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La persistencia en mí de las visiones macabras me aproxima para siempre a los padres del desierto. Un eremita en pleno París.

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He releído unas páginas de mis pobres Silogismos; son restos de sonetos, ideas poéticas aniquiladas por la burla.

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Desde hace veinticinco años, vivo en hoteles. Entraña una ventaja: no estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida de transeúnte. Sensación de estar siempre a punto de partir, percepción de una realidad sumamente provisional.

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He leído demasiado… La lectura ha devorado mi pensamiento. Cuando leo, tengo la impresión de «hacer» algo, de justificarme ante la sociedad, de tener un empleo, de escapar a la vergüenza de ser un ocioso… un hombre inútil e inutilizable.

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Adondequiera que vaya, la misma sensación de no pertenecer, de juego inútil e idiota, de impostura, no en los otros, sino en mí: finjo interesarme por lo que nada me importa, desempeño constantemente un papel por apatía o para salvar las apariencias, pero no lo siento, porque lo que me es caro está en otra parte. Proyectado fuera del paraíso, ¿ dónde encontraré mi lugar, dónde un hogar? Desposeído, mil veces desposeído. Hay en mí como un hosanna fulminado, himnos reducidos a polvo, una explosión de pesadumbres. 

Un hombre para el que no hay patria aquí abajo.

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Ninguna clase de originalidad literaria es posible aún, mientras se respete la sintaxis. Si se quiere sacar algo de la frase, hay que triturarla. Sólo el pensador debe atenerse a las viejas supersticiones, al lenguaje claro y a la sintaxis convencional.

Es que la originalidad por el fondo entraña las mismas exigencias que en tiempos de Tales.

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James Joyce: el hombre más orgulloso del siglo, porque quiso —y en parte alcanzó— lo imposible con el empecinamiento de un dios loco y porque nunca transigió con el lector y no estaba dispuesto a ser legible a toda costa. Culminar en la oscuridad.

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Dos épocas en las que me habría gustado vivir: el siglo XVIII francés y la Rusia zarista… El aburrimiento elegante y el aburrimiento taciturno, crispado, infinito…

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X: ¿por qué está loco? Porque no disfraza, porque no puede disfrazar nunca su primer impulso. Todo en él está en estado bruto, todo en él evoca el impudor de la naturaleza verdadera.

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Para olvidar esas penas y apartarse de las obsesiones fúnebres, nada hay como el trabajo manual. Me he entregado a él durante unos meses, haciendo chapuzas, con el mayor provecho. Hay que fatigar el cuerpo para que la mente no tenga ya de dónde sacar la energía para ejercerse, divagar o ahondar.

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¡Nada hay que se parezca más a la gloria que París! ¡Y pensar que yo aspiré a esto! Estoy curado para siempre. Y es el único progreso de verdad del que puedo felicitarme después de tantos años de titubeos, fracasos y deseo. Trabajar con vistas al anonimato, afanarme por eclipsarme, cultivar la sombra y la oscuridad: ése es mi único propósito. ¡Regreso a los eremitas! Crearme una soledad, elaborar en el alma un convento con los restos de ambición y orgullo que poseo.

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Todo lo que me impide trabajar me parece bien y cada uno de mis instantes es una escapatoria. 
Si me examino sin complacencia, la huida de la responsabilidad, el miedo a tenerla, aunque sea ínfima, me parece el rasgo dominante de mi carácter. Soy desertor en el alma. Y no por casualidad veo en el abandono, en todo, la marca distintiva de la sabiduría.

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Hay noches en blanco que ni el más capaz de los verdugos habría podido inventar. Sales de ellas hecho polvo, alucinado, estúpido, sin recuerdos ni presentimientos y sin saber quién eres. Y entonces la luz parece tan inútil como perniciosa, peor incluso que la noche.

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Nunca he escrito una línea sin sentir después un embarazo, un malestar intolerable, sin dudar radicalmente de mis capacidades y mi «misión». Ninguna persona clarividente debería tomar la pluma… a menos que le gustara torturarse. La confianza en sí mismo equivale a la posesión de la «gracia». Que Dios me ayude a creer en mí mismo. ¿No se deberán las conversiones a la imposibilidad de soportar por más tiempo la lucidez? ¿No serán propias de desollados… de sus demasiado frecuentes regresos a sí mismos? El infierno de conocerse, que ni el oráculo ni Sócrates adivinaron.

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El empeño de Lucrecio en probar que el alma es mortal, el encono de Lutero contra la libertad: habría que buscar sus razones, sus intríngulis. Voluntad de autoexterminio, deseo de humillación. Me gusta toda forma de violencia contra uno mismo.

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He oído en la radio música zíngara húngara. Hacía años que no la oía. Vulgaridad desgarradora. Recuerdos de borracheras en Transilvania. El inmenso aburrimiento que me impulsaba a beber con cualquiera. En el fondo, soy un «sentimental», como todos los tipos de la Europa central.

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El diablo no es escéptico: niega, no duda; puede querer inspirar la duda, pero él mismo está exento de ella. Es un espíritu activo. Pues toda negación entraña acción. Se puede hablar de los abismos de la duda, no de los de la negación. La situación del escéptico es menos favorable que la del demonio.

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En una comida, decía yo a un italiano que los latinos no valían gran cosa, que prefería a los anglosajones, que la mujer italiana, francesa o española, cuando escribe, no es nada en comparación con la inglesa. «Es verdad», me dijo. «Cuando narramos nuestras experiencias, no resulta nada, pues las hemos contado ante testigos al menos veinte veces.» 

Los pueblos latinos son pueblos sin secreto. Un anglosajón suple con su timidez, con su comedimiento, su falta de talento. Un escritor que no es tímido en la vida no vale nada.

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La historia de Francia: una historia por encargo. Todo es perfecto en ella… desde el punto de vista teatral. Es una historia interpretada. Acontecimientos para espectadores. A eso se debe que Francia haya gozado durante diez siglos de una increíble actualidad, de una boga perpetua.

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Cuanto más lo pienso, más opuesto me encuentro en todo a las ideas de Nietzsche. Cada vez me gustan menos los pensadores delirantes. Prefiero a los sabios y los escépticos, los no inspirados por excelencia, aquellos a los que ningún dolor excita ni trastorna. Me gustan los pensadores que evocan volcanes enfriados.

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Esta mañana, en el cementerio, incineración de Sylvia Beach. Durante una hora, Bach. El órgano da a la muerte un estatuto que ésta no tiene de forma natural. El órgano la transfigura o nos oculta esa miserable caída en lo inorgánico en la que hay algo espantoso y deshonroso; de todos modos, nos eleva por encima de la evidencia de nuestra destrucción. Nos impide mirarla de frente; la escamotea. Nos sitúa demasiado arriba, no nos permite estar al mismo nivel que la muerte.

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La única cosa que me precio de haber comprendido muy pronto, antes de cumplir los veinte años, es que no había que engendrar. A eso se debe mi horror del matrimonio, de la familia y de todas las convenciones sociales. Es un crimen transmitir las taras propias a una progenitura y obligarla, así, a pasar por las mismas duras pruebas que nosotros, por un calvario tal vez peor que el nuestro. Dar vida a alguien que heredaría mis desgracias y mis males es algo que nunca he podido consentir. Todos los padres son irresponsables o asesinos. Sólo los animales deberían dedicarse a procrear. La piedad impide ser «genitor»: la palabra más atroz que conozco.

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Obsesión del paso del tiempo. 

¡Pensar que todo instante que pasa ha pasado para siempre! Esta observación es trivial. Sin embargo, deja de serlo cuando la haces tumbado en la cama y piensas en este instante preciso, que se te escapa, que se hunde irremediablemente en la nada. Entonces te dan ganas de no levantarte más y, en un acceso de sabiduría, piensas en dejarte morir de hambre. 

Yo percibo físicamente la caída de cada instante en lo irreparable. Y después pienso en tal o cual paisaje de mi infancia: ¿dónde está el que fui? Somos tan insustanciales como el viento y, por mucho que escribamos poemas o corramos tras las verdades, sólo son reales las certidumbres de la inanidad. ¡Todo es vano, salvo el pensamiento de la vanidad!

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En un artículo sobre Lorca, Jorge Guillén habla de la efervescencia intelectual en España hacia el año 1933. Tres años después, la catástrofe. Todas las épocas intelectualmente fecundas anuncian desastres históricos. Nunca el conflicto de las ideas, las discusiones apasionadas que comprometen a una generación se limitan al ámbito del espíritu: ese hervidero no presagia nada bueno. Las revoluciones y las guerras son el espíritu en marcha , es decir, el triunfo y la degradación final del espíritu.

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Cada generación vive en el absoluto, es decir, que reacciona como si hubiera llegado a la cima de la Historia.

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Heidegger y Céline: dos esclavos de su lenguaje, hasta el punto de que, para ellos, liberarse de él equivaldría a desaparecer. En la esclavización al estilo interviene la necesidad, el juego y la impostura. ¿Cómo discernir la intervención de cada uno de esos elementos? El caso es que el fenómeno primordial es la necesidad. Eso es lo que absuelve a los maniacos de su lenguaje.

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Los pesimistas no tienen razón: vista desde lejos, la vida nada tiene de trágica, sólo lo es de cerca, observada en detalle. La vista de conjunto la vuelve inútil y cómica. Y eso es aplicable a nuestra experiencia íntima.

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Nada puede igualar en intensidad al odio de un viejo. El rencor no disminuye con la edad; al contrario, aumenta. 

No puedo amar sino a quienes dan muestras de cierta impotencia para vivir.

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Hace dos días que cargo con X por París. Ni un momento de soledad. Para mí, la felicidad es aburrirme en compañía de mí mismo.

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Me horroriza volver a ver a amigos de juventud, como también volver a ver a todos los que han desempeñado un papel en un periodo determinado de mi vida. Por ellos calibro ora mi decadencia ora la suya o, con mayor frecuencia, las dos a la vez.

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Me gustan los sensuales a los que horroriza la carne (el Eclesiastés, Baudelaire, Tolstói).

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Por mucho que me remonte en mi memoria, miedo enfermizo a la gente. Ahora sé la razón: es que, siendo aún un niño, lo que hacían no me interesaba. Lo mismo ocurre hoy. No discierno realidad alguna en lo que hacen y me veo completamente inepto para colaborar en su obra. Me siento excluido de sus actos, no valgo para nada.

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Una sola cosa me ha gustado: ser libre; deseo que me dejen tranquilo, que no se ocupen de mí en modo alguno. Por eso, la solicitud, los regalos, me molestan tanto como un insulto. No me gusta depender de nadie. Ésa es la causa de mi soledad y mi descreimiento.

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La crueldad es la «cosa» más antigua que tenemos. Es bien nuestra. Nunca es falsa, ya que sus orígenes se confunden con los nuestros. Con frecuencia se dice de alguien que su bondad es sólo aparente, mientras que es muy raro hablar de crueldad fingida, simulada (y raras veces se habla de crueldad…). La bondad es reciente, adquirida, no tiene raíces profundas en nuestra naturaleza. No es heredada.

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Desde el exterior, todo clan, toda secta, todo partido, parecen homogéneos; desde el interior, la diversidad es en ellos máxima. Los conflictos en un convento son tan reales y frecuentes como en cualquier sociedad. Incluso en la soledad, los hombres se agrupan tan sólo para huir de la paz.

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El hombre que más me deprime es el satisfecho de sí mismo. No entro en sus razones, su éxito no me lo parece, la vanidad que le inspira me parece ridícula o demente, aunque todos la consideren legítima. Es que para mí todo éxito exterior es peor que un fracaso y siento piedad de quienquiera que se eleve sobre el mundo.

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Sólo hay que escribir y sobre todo publicar cosas que hagan daño, es decir, que recordemos. Un libro debe hurgar en llagas, suscitarlas incluso. Debe ser la causa de un desasosiego fecundo, pero, por encima de todo, un libro debe constituir un peligro.

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¿Qué hacen ustedes en París? 
Nos despreciamos los unos a los otros.

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Lo terrible en la música es que, después de escucharla, todo carece ya de sentido, pues nada, pero es que absolutamente nada, resiste la comparación, cuando salimos de sus «maravillas». A su lado, todo parece degradado, inútil. Comprendo que se pueda odiarla y que se sienta la tentación de asimilar sus maravillas a prestigios, su «absoluto» a un espejismo. Es que hay que reaccionar a toda costa contra ella, cuando se la ama demasiado. Nadie entendió su peligro mejor que Tolstói; lo denunció con vigor, sabía que podía hacer con él lo que quisiera. Y empezó a odiarla para no convertirse en su juguete.

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Mientras no haga algo que me rehabilite ante mí mismo, voy a arrastrar días y días esos humores agrios, esos sarcasmos automáticos, ese desconsuelo en que se despliega mi inspiración vacía y el luto de mi orgullo. En mí hay alguien que me ha abandonado. Yo también debería pensar, como Eveline, en la Virgen de los Desamparados. ¿Qué digo? Dirigirle oraciones. Mi vida: ¡qué naufragio en el interior, por mis deficiencias, por mi culpa! Yo mismo he creado las condiciones ideales para arruinarla, he elaborado mi decadencia.

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He leído un libro sobre Treblinka. Pesadilla inverosímil, apenas imaginable. Es el horror absoluto, mecánico: el sistema. Todos esos libros se parecen; los verdugos son títeres, funcionarios; convencionales, estilo pobres diablos; los jefes siempre nobles con su inevitable sonrisa sarcástica; el academicismo de lo horrible: degradación igual de los verdugos y las víctimas. Sin embargo, el asombro, siempre vivaz, ante el impenetrable destino de los judíos. Todos los demás pueblos tienen una historia; ellos, sólo un destino.

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Me juzgarán por lo que haya escrito y no por lo que haya leído. Con demasiada frecuencia pierdo de vista esa verdad de Perogrullo. Siempre, después de haber devorado un libro, me atribuyo algún mérito.

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La cosa más grave, y también la más frecuente, no es matar, sino humillar. Tal vez sea eso la crueldad en el orden moral. La vemos precisamente en quienes han sido muy humillados. No pueden ni olvidar ni perdonar; sólo tienen una idea: humillar, a su vez. Son verdugos sutiles que saben ocultar su juego y se vengan sin que se pueda acusarlos de inhumanidad.

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Al parecer sufre una «insatisfacción» profunda: cree haber malogrado su vida, se lamenta de no haberse «realizado». Esa obsesión es muy de nuestro país, donde ha cobrado una forma totalmente enfermiza, aunque la encontremos por doquier, incluso en las sociedades más felices. Sin embargo, habría que deshacerse de ella, pues, ¿qué puede significar estar «realizado» o no? «Realizado», ¿respecto a quién? Mi experiencia es bastante larga: entre la gente supuestamente no realizada, he encontrado los especímenes humanos más interesantes, mientras que los otros, los que, para el hombre medio, han triunfado, eran una pura nada. Los que se habían «realizado» carecían precisamente de «realidad».

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Cada vez pienso más en los sufrimientos que carecen del menor sentido, que no sirven para nada, y me sublevo contra la ilusión cristiana que confiere a todos un grande, inmenso significado. 

El paganismo se engañaba menos, a fin de cuentas. Con el cristianismo, sensación de ser engañado, precisamente cuando me colma. Volvamos a los antiguos. ¡Qué error haber creído en la santidad!

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La cosa más difícil es renovar nuestras admiraciones. Sólo admiramos de verdad hasta los veinte años. Después, sólo son arrebatos o caprichos.

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Me gustan las civilizaciones antiguas separadas del mundo, encerradas en sí mismas, que durante siglos han rumiado siempre los mismos problemas, civilizaciones obsesas, que encontraron su fórmula de salvación hace mucho y sólo viven para darle vueltas y más vueltas en todos los sentidos sin añadirle nada nuevo. Pero ése es el auténtico trabajo de profundización.

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Me he sumergido de nuevo en la filosofía hindú y he vuelto a encontrarme con esa alternancia de sosiego y desesperación, inherente a esa filosofía. El budismo mahayana, al que, sin embargo, me siento tan próximo, me desarma completamente. La dialéctica de Nagarjuna, la de Ҫandakirti, de Ҫantideva, destruye todos los conceptos, todas las supersticiones, para que, una vez reafirmada más que nunca el vacío como única «realidad», nos aferremos a ella y obtengamos de ella consuelo y fuerza para dominar nuestras pasiones. La intención moral es evidente detrás de ese despliegue de argumentos destructores: se aniquila todo para encontrar la paz al final. Mientras algo sea, vivimos en la confusión. Aniquilemos todo el edificio de nuestros pensamientos y nuestras «voliciones» y descansemos sobre sus ruinas. Sólo hay pax si hemos adivinado que todo es fantasmal; en cuanto algo existe, entramos en el drama. Habría que decir: en cuanto creemos que algo existe… pues se trata simplemente de nuestras locuras y nuestros arrebatos, que nada ocultan tras sí, ya que nada hay, además de ellos.

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Un libro sobre tal coloquio, sobre tal otro, todo el mundo escribe sobre todo el mundo. El circo de la gran esterilidad. Siglo de críticos. Sincretismo funesto. La inteligencia que se agota consigo misma.

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Puede haber felicidad en el apego, pero la beatitud aparece sólo allí donde se ha roto todo apego. La beatitud no es compatible con este mundo. Es la que busca el monje, por ella destruye todos sus vínculos, por ella se destruye.

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Cada uno de nosotros hace lo contrario de lo que quería. Ésa es la clave de cada destino, al tiempo que una ley de la Historia. Hitler, que llegó en todo punto a la negación de lo que había proyectado, podría ser perfectamente el símbolo del hombre en general.

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Las cosas sólo tienen importancia en relación con el presente; en cuanto pertenecen al pasado, tienen toda la irrealidad de lo caduco. El bien y el mal son en la misma medida categorías del presente. El verdadero crimen es el reciente; cuando se evoca uno perpetrado hace mucho tiempo, sería ridículo emitir un juicio oral sobre él. Con la distancia nada es ya bueno ni malo. Por eso, el historiador que toma partido, que se pone a juzgar el pasado, reacciona como polemista: hace periodismo en otro siglo.

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El argumento de los antiguos contra el miedo a la muerte —¿por qué temer la nada que nos espera, cuando no difiere de la que nos precede?— no se sostiene, es inconcebible incluso como consuelo. Antes no éramos, ahora somos y esa cantidad de ser que representamos es la que teme desaparecer. Pero cantidad no es la palabra apropiada, pues todo el mundo se prefiere o, en el peor de los casos, se considera igual al universo.

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La desesperación que no desemboca en Dios, que no se topa con él, no es verdadera desesperación. La desesperación es casi indistinta de la plegaria, es, en cualquier caso, el germen de todas las plegarias.

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A la larga, la tolerancia engendra más males que la intolerancia: ése es el drama real de la Historia. Si esta afirmación es cierta, no hay acusación más grave contra el hombre.

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He combatido todas mis pasiones y he intentado seguir siendo escritor. Pero es una cosa casi imposible, pues un escritor sólo lo es en la medida en que salvaguarda y cultiva sus pasiones, las excita incluso y las exagera. Escribimos con nuestras impurezas, nuestros conflictos no resueltos, nuestros defectos, nuestros resentimientos, nuestros restos… adámicos.

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No hay nada que hacer: para todo lo que es actitud en la vida, sólo puedo fiarme de los antiguos. De los modernos sólo me interesan las extravagancias, las fanfarronadas, los caprichos y una pizca de tragedia de la que no son conscientes.

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No quiero recibir a mis antiguos amigos. La idea de esa confrontación me pone fuera de mí. No quiero ver hasta qué punto han decaído, como tampoco quiero que vean hasta qué punto he decaído yo mismo. Además, está el miedo que siento ante cualquier abuso de la emoción y también de esas demostraciones expansivas a que tan aficionados son mis compatriotas. Ya no quiero saber nada con mi pasado, voy a olvidarlo, no me inspira en modo alguno, no logro sacar nada de él. ¡Que mis antiguos amigos se eclipsen! Soy un viejo loco, huyo de mis testigos.

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¿Por qué soy un fracasado? Porque he aspirado a la felicidad, a un gozo sobrehumano, y porque, al no poder alcanzarlo, me he hundido en lo contrario, en una tristeza subhumana, animal, peor incluso, en una tristeza de insecto. He deseado el gozo que se saborea junto a los dioses y sólo he obtenido esta postración de termita. 

No sé qué pudo detenerme en el camino de la felicidad. Seguramente no estaba hecho para ella. Como siempre en mi caso, la predestinación lo explica todo.

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En el fondo, el escepticismo está en los antípodas de la felicidad. Caí en la duda porque apunté demasiado alto. El escéptico es un místico fracasado. Se embarranca en la duda, porque había dado por sentados sus fervores y, al verse abandonado por éstos, ya sólo le quedaba la posibilidad de aferrarse a una doctrina que los denuncia, impugna su valor y los reduce a arranques de humor, superficiales y sin dimensión metafísica: caprichos o alteraciones de la psique. El escepticismo es un autocastigo: es que el escéptico no puede, efectivamente, perdonarse por haberse detenido en el camino. Y se venga contra lo que ha perseguido, incrimina el ideal que no ha podido alcanzar, lo rebaja y lo ridiculiza, se golpea a sí mismo mediante su sueño más antiguo y más caro.

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El otro día divisé en una alameda secundaria del parque del Luxemburgo a Beckett, que estaba leyendo un periódico más o menos como lo haría uno de sus personajes. Estaba ahí en una silla, con aire absorto y ausente, como es habitual en él. Con aspecto un poco enfermo también. Pero no me atreví a abordarlo. ¿Qué decirle? Lo quiero mucho, pero más vale que no hablemos. ¡Es tan discreto! Ahora bien, la conversación exige un mínimo de abandono y farsa. Es un juego; ahora bien, Sam es incapaz de ello. Todo en él revela el hombre del monólogo mudo.

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No se trata de trabajar, sino de ser. Eso es lo que olvidan los escritores, porque les conviene olvidarlo.

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Lo que me atrae en los místicos no es su amor de Dios, sino el horror de aquí abajo, por el cual les perdono todos sus suspiros de felicidad, que tanto prodigan.

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La lectura es enemiga del pensamiento. Vale más aburrirse que leer, pues el aburrimiento es pensamiento en germen (o vicio o lo que sea)… mientras que las ideas de los demás sólo serán obstáculos para nosotros; en el mejor de los casos, remordimientos.

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La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Radica en la puesta en entredicho de la sociedad y de quienes la atacan.

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¿Qué es un escritor sino alguien que lo exagera todo por temperamento, que concede una importancia indebida a todo lo que le ocurre, que por instinto exaspera sus sensaciones? Si sintiera las cosas como son, y sólo reaccionara ante ellas en proporción a su valor… «objetivo», no podría preferir nada y, por tanto, profundizar en nada.

A fuerza de desnaturalizarlo todo es como se alcanza la verdad.

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Lo que se llama experiencia no es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos apasionado durante un tiempo. Cuanto mayor haya sido el entusiasmo, mayor será la decepción. Tener experiencia significa expiar los entusiasmos.
 
Yo no habría entendido nada de la vida, si no hubiera abrazado tonta, febrilmente, algunas causas que ahora, cuando lo pienso, me hacen enrojecer. Pero debo a esas vergüenzas, a esos «remordimientos», la poca sabiduría que he adquirido.

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La señal de que me gusta un fragmento de música, de que se dirige a lo más profundo de mí, es el deseo que siento, cuando lo escucho, de apagar la luz, si es de noche, o de cerrar las persianas, si es de día. Es como si escuchara en la tumba. A Bach suelo escucharlo así. Bach, mi compañero más fiel a lo largo de los años.

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Una semblanza sólo es interesante, si se consignan en ella las ridiculeces. Por eso es tan difícil escribir sobre un amigo o sobre un autor contemporáneo al que respetamos. Las ridiculeces son las que humanizan a un personaje.

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Si se quiere conocer un país, hay que leer a sus escritores mediocres, que son los únicos que reflejan de verdad sus defectos, virtudes y vicios. Los otros escritores, los buenos, suelen reaccionar contra su patria, se avergüenzan de formar parte de ella. Por eso, expresan perfectamente su esencia, quiero decir su inutilidad cotidiana.

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No cabe duda de que la vida carece de sentido. Pero, mientras eres joven, no tiene la menor importancia. No ocurre lo mismo a partir de cierta edad. Entonces empiezas a preocuparte. La inquietud se convierte en problema y los viejos, que ya nada tienen que hacer, se dedican a él, sin tener tiempo ni capacidades para resolverlo. Eso explica por qué no se matan en masa, como deberían hacerlo, si estuvieran un poquito menos absortos.

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Todos los pueblos, en determinado momento de su historia, se creen elegidos. Y entonces es cuando dan lo mejor y lo peor.

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Llueve. Este ruido regular en el silencio de la noche tiene algo de sobrenatural. Me pregunto qué haría yo, si de pronto desaparecieran todas las personas y yo fuese el único superviviente. Creo que continuaría.

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Reírse burlonamente o rezar: todo lo demás es accesorio.

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Sólo hay un problema: el de la muerte. Debatir sobre otra cosa es perder el tiempo, es dar muestras de una futilidad increíble.

… Eso es lo que las religiones han comprendido perfectamente. A eso se debe su superioridad sobre la filosofía.

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Contra los estoicos. 

Si nos educamos para llegar a ser indiferentes a las cosas que no dependen de nosotros y logramos soportarlas sin afligirnos ni alegrarnos por ello, ¿qué nos queda por hacer, por experimentar, dado que casi todo lo que sobreviene es independiente de nuestra voluntad?

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La ironía es la muerte de la metafísica.

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Anoche vi Las sombras del mar, de Yeats. La sala vacía. Una obra tan profunda, tan totalmente poética, no puede gustar a la juventud actual, y la comprendo. Es necesario un mínimo de cinismo que corrija el exceso de poesía; de lo contrario, se corre el peligro de caer en lo insulso, lo pueril, lo sublime, lo exangüe. Beckett, siempre que corre el riesgo de caer en el lirismo o la metafísica, hace soltar un hipo a sus personajes y ese volverse contra sí mismo, mediante el cual el protagonista vuelve a coger las riendas de sí mismo, no puede ser más afortunado y actual. Yeats es un gran poeta, pero su teatro es simplemente como un Maeterlinck muy bueno.

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Hurgando en un cajón, para buscar una foto, he encontrado un montón de ellas que se remontan a veinte, treinta, años atrás. ¿Es posible que ese joven, de aspecto un poco romántico, sea yo? Y mis amigos, ¿cómo puedo creer que son ellos? ¡Lo que hace el tiempo con nosotros! ¡Nuestra identidad a lo largo de los años sólo es garantía por el nombre! Habría que cambiarla cada cinco años. Resulta, en verdad, imposible de creer que fuéramos quienes hemos llegado a ser.

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La prueba de que alguien ha contado para nosotros es que nos sentimos disminuidos cuando muere. Es una pérdida de realidad que sufrimos… de pronto existimos menos.

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Lo que se debe reprochar al psicoanálisis es que para él todo es significativo, todo tiene un sentido; ahora bien, nuestras actividades, empezando por nuestros sueños, entrañan una parte considerable de desechos. Pues bien, para el psicoanalista no hay desechos, sólo hay símbolos.

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Ese hermoso pensamiento que he leído en alguna parte, a saber, que el tiempo era una «distracción del alma».

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Si tuviera que elegir entre la ascesis y el desenfreno, me inclinaría por este último. 

Por lo demás, también el desenfreno es una lucha contra la «carne»; abusa de ella, la extenúa y la empobrece. Además, llega a los mismos resultados que la ascesis por métodos diametralmente opuestos.

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He leído en un libro de Montchrulski un fragmento del Diario de Suslova relativo a sus relaciones con Dostoyevski; la escena sucede en Baden-Baden, en la alcoba de la muchacha: clara impresión de que D. padecía la tara de Michkin: la impotencia. Eso explica sus extrañas relaciones con la estudiante. Si en sus novelas el hombre y la mujer no se encuentran, si se atormentan uno al otro, es porque para D. la sexualidad se reduce a la violación o al angelismo. Sus personajes: disolutos y ángeles, nunca hombres. D. no lo era, desde luego. Casi todas las personas «complicadas» en el amor son deficientes sexuales.

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En las noches en blanco es cuando percibimos, registramos, vivimos, el paso del tiempo, el tiempo en sí, reducido a una esencia de transcurso, sin la discontinuidad de los instantes. Todo desaparece. El silencio se hace inmenso. Escuchamos, no oímos nada, no vemos nada. Los sentidos no están ya dirigidos al exterior. Es que ya no hay un exterior. Lo que sobrevive a esa sumersión universal es ese paso a través de nosotros, que somos nosotros y que tan sólo cesará con el sueño o con el alba.

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¿Por qué se agravan con la edad los defectos y los vicios? Porque se desgastan menos que las virtudes y, además, son más propios de nosotros, más individuales, mientras que estas últimas parecían —y son, por lo demás— más impersonales, más abstractas y más convencionales. No tienen rostro, mientras que los vicios y los defectos llevan la marca de la unicidad, sin por ello dejar de ser atributos universales del hombre.

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¿Los instantes de mi vida que más cuentan? Aquellos en que no hacía nada, en que permanecía tumbado, atento al paso del tiempo o rumiando alguna pregunta. Nada supera a la meditación, que es la forma suprema de ocio. El tiempo vacío de la meditación es, a decir verdad, el único tiempo lleno. Es sonrojante todo lo que he hecho, pero nunca me sonrojaré ante lo que no he hecho, instantes, horas, en que no me manifestaba, en que no necesitaba actuar ni producir, pues era. Eso es meditar: no hacer otra cosa que ser. 

El hombre vivió durante mucho tiempo en ese estado, del que se alejó y que no intenta recuperar. Por lo demás, no lo lograría. La meditación se ha vuelto un secreto, cuando, en realidad, debería ser un bien común y un dato trivial evidente. Eso sólo basta para juzgar y condenar al hombre.

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Mis impresiones sólo me interesan en la medida en que logro convertirlas en fórmulas. Toda sensación es una posibilidad de pensamiento. Vivir no significa nada; cualquiera lo consigue. Me gustan las apariencias y, sin embargo, soy lo contrario de un pintor, pues no sé qué hacer con mis miradas, salvo falsearlas introduciéndolas en algún concepto.

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El hombre es el arquetipo del animal conquistador. Toda su historia es una sucesión de conquistas y por tales no hay que entender sólo las acciones militares, sino también cualquier empresa, técnica, literaria, social, etcétera. Por lo demás, digo bien: conquistas científicas; con razón, pues entrañan violación, profanación del enigma, de lo desconocido, del reposo de los elementos, con vistas a un aumento de poder. Un depredador coronado como rey de la Tierra.

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De joven, me gustaban Nietzsche, Spengler, los anarquistas rusos del siglo XIX , admiraba a Lenin, podría prolongar la lista indefinidamente. Me gustaban los orgullosos de todas clases, que son legión. 

Pero Buda, que me gusta actualmente, ¿acaso no fue, también él, un gran orgulloso? ¿El mayor de todos? Renunciar al mundo y predicar después la renuncia, porque hay que sufrir, envejecer y morir, ¿no es rechazar la propia condición del hombre? ¿La condición en sí? ¿Qué revolucionario, qué nihilista, se ha fijado una meta más elevada? Al lado del príncipe hindú, el visionario más febril parece modesto. Era en verdad una inspiración inaudita la de querer imponer al mundo la renuncia, querer también arrastrar a todos sus semejantes presentes y futuros para sacarlos del camino que les ha trazado la Naturaleza. Cuando pienso en las dimensiones de semejante empresa, me siento incapacitado para seguir cualquier otra forma de aventura, cualquier otra voluntad de cambio. ¡Qué mezquinas pueden parecer las revoluciones exteriores ante las interiores! Así, pues, Buda fue también un conquistador, pero un conquistador sui generis.

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Pienso con frecuencia en la palabra «Nada», escrita por Luis XVI en su diario en la fecha que iba a señalar el comienzo de su agonía: 14 de julio. Todos estamos en su caso, no distinguimos el comienzo exacto de nuestra decadencia.

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Heidegger y Céline: el filósofo y el escritor que, después de Joyce, más se han ocupado de la lengua para modelarla, torturarla, hacerla hablar… 

Verdugos del lenguaje.

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La sabiduría griega se resume en la máxima: «Mortal, piensa como mortal». 

(Todas las veces que el hombre olvida que es mortal, se siente movido a hacer grandes cosas y a veces lo consigue, pero al mismo tiempo ese olvido es la causa de todas sus desdichas. No se eleva impunemente. Renunciar no es otra cosa que conocer nuestros límites y aceptarlos. Pero eso es ir contra la tendencia natural del hombre, que lo impulsa hacia la superación, hacia la ruina.)

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El hombre es libre en la medida en que puede no actuar enseguida. Sólo el fallo de sus reflejos garantiza la libertad. Es lo que le concede el margen para reflexionar, sopesar, elegir. Crea un intervalo, un vacío entre sus actos. Ese vacío es el espacio y la condición de la libertad. El hombre es hombre por sus insuficiencias. Si no hubiera cierto desequilibrio en sus reacciones fundamentales, sería un simple autómata.

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Cuando un francés habla de una realidad (la muerte, la historia, etcétera), no piensa en esa misma realidad, sino en las palabras que la expresan. Así, su pensamiento es exclusivamente verbal. Se me objetará: pero así es en todas partes. Seguramente, pero en ninguna parte me parece tan marcado ese fenómeno como en Francia. A eso se debe esa impresión de que todo lo que en ella se hace y se medita no llega a la intimidad de las cosas, sino que se reduce a un juego de espejos, a la sorpresa de la mente que tan sólo se encuentra en todos los casos a sí misma.

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Historia y odio: éste es el motor de aquélla. El odio es lo que mueve las cosas aquí abajo, es el que impide que la Historia pierda aliento. Suprimir el odio es privarse de acontecimientos.
 
Odio y acontecimiento son sinónimos. Allí donde hay odio algo pasa. La bondad, por el contrario, es estática; conserva, detiene, carece de virtud histórica, frena todo dinamismo. La bondad no es cómplice del tiempo, mientras que el odio es su esencia.

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El paso del tiempo en sí es terrible. Pero, ¡cuánto más terrible sería un tiempo paralizado! ¡Si se detuviera para siempre! Pero eso es precisamente la muerte. Tal vez sea ése el motivo profundo del terror que inspira. Destruye, aniquila el tiempo, le impide para siempre transcurrir…

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Acabo de hojear algunos libros sobre etnología. Nunca más envidiaré a los indígenas. Por horror de la «civilización» me había imaginado que vivían con paz y serenidad, como en un paraíso. En realidad, tiemblan mucho más que nosotros. Viven con miedo, tanto, como los animales, si no más. La conclusión que se debe sacar es la de que el mal está inscrito en la condición de lo vivo como tal y es inútil envidiar cosa alguna. A menos que salgamos de ese reino maldito que es el reino animal.

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Para escribir hace falta pasión. Ahora bien, yo me he dedicado a destruir ese resorte, para gran desgracia mía. No voy a leer más a los sabios. Me han hecho demasiado daño. Debería haberme entregado a mis instintos, haber dejado que mi locura alcanzara su plenitud. Hice todo lo contrario, tomé el disfraz del desapego y el disfraz acabó sustituyendo el rostro.

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Alguien a quien estimamos en particular nos resulta más próximo cuando comete algún acto indigno de él. Con ello nos dispensa del calvario de la veneración. Y a partir de ese momento experimentamos auténtico afecto por él.

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Es extravagante pensar que Rimbaud habría podido «continuar». ¿Podemos imaginarnos a Nietzsche después de Ecce Homo? Todo es inconcebible, todo es anormal en Rimbaud, salvo su «silencio». Comenzó por el final, alcanzó de entrada un límite que sólo habría podido salvar renegando de sí mismo. Si hubiera vivido hasta los ochenta años, habría acabado comentando sus explosiones, explicándolas y explicándose. Sacrilegio en los dos casos. Habría que leer y releer una obra, sin sopesarla. Todo lo que nos gusta de forma consciente es esterilizante.