sábado, 31 de octubre de 2020

David Lagmanovich - Los ojos

 LOS OJOS


por DAVID LAGMANOVICH


Estoy harta de sus críticas. Lo que más irrita a mis compañeros de excursión es la mirada que me atribuyen: murmuran que observo todo en derredor, que no dejo de percibir ningún movimiento de ellos, que no se me puede sorprender, que mi nerviosismo es extremo y que todo me entra por los ojos, esos ojos que ellos sienten como una amenaza que les impide toda intimidad. No los culpo: yo también, a veces, querría tener otros ojos. Pero todas las moscas somos así. 

jueves, 29 de octubre de 2020

Nathaniel Hawthorne - El artista de lo bello

El artista de lo bello

(1844)

por  Nathaniel Hawthorne


Un hombre viejo, con su hermosa hija al brazo, paseaba por la calle, y emergió de la penumbra del nublado atardecer a la luz que iluminaba el pavimento, procedente del escaparate de una pequeña tienda. Era un escaparate saledizo; y en su interior había colgados una gran variedad de relojes, baratos, de plata, y uno o dos de oro, todos con sus esferas vueltas de espaldas a la calle, como si se negaran groseramente a informar a los transeúntes de la hora que era. Sentado dentro de la tienda, de lado con respecto al escaparate, su pálido rostro intensamente inclinado hacia algún delicado mecanismo sobre el que se enfocaba la concentrada luz de una lámpara de pantalla, había un joven.


—¿Qué estará haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden, relojero retirado y antiguo maestro de aquel joven sobre cuya ocupación se estaba interrogando ahora—. ¿En qué se ocupa? Durante estos últimos seis meses nunca he pasado junto a esta tienda sin verle trabajar tan intensamente como ahora. Diría que sigue empeñado en su locura habitual de buscar el movimiento perpetuo; y conozco lo suficiente mi antiguo oficio como para decir con toda seguridad que lo que le ocupa ahora no forma parte de la maquinaria de un reloj.


—Quizá, padre —dijo Annie, sin mostrar mucho interés en la cuestión—, Owen esté inventado un nuevo tipo de cronómetro. Estoy segura de que es lo bastante ingenioso como para eso.


—¡Bah, muchacha! No posee el tipo de ingenio necesario para inventar nada mejor que un juguete de hojalata —respondió su padre, que se había quejado a menudo del genio irregular de Owen Warland—. ¡Su tipo de ingeniosidad es una plaga! Todo lo que he visto que consiguiera con ella ha sido estropear la exactitud de algunos de los mejores relojes de mi tienda.


¡Echaría el sol fuera de su órbita y alteraría todo el curso del tiempo si, como he dicho antes, su ingenio pudiera atrapar algo mejor que el juguete de un niño!


—¡Calla, padre! ¡Te va a oír! —susurró Annie, apretando el brazo del viejo—. Su oído es tan delicado como sus sentimientos; y sabes lo fácil que se alteran éstos. Sigamos andando.


Así, Peter Hovenden y su hija Annie siguieron su camino sin más conversación, hasta que en una calle lateral de la ciudad cruzaron la abierta puerta de la herrería. Dentro podía verse la fragua, en aquellos momentos llameante e iluminando el alto y polvoriento techo, ahora confinando su resplandor a los estrechos límites del suelo cubierto de carbón, según el aliento de los fuelles fuera impulsado hacia fuera o inhalado de nuevo a sus enormes pulmones de cuero. En los intervalos de brillante fuego era fácil distinguir los objetos en los rincones más alejados del local y las herraduras que colgaban de la pared; en el momentáneo resplandor apagado, el fuego parecía relumbrar en medio de la vaguedad de un espacio no cerrado. En medio de aquel rojo brillar y aquella semipenumbra alternativa se movía la figura del herrero, digna de ser contemplada en un aspecto tan pintoresco de luz y sombra, donde el brillante resplandor luchaba con la oscuridad de la noche como si cada uno robara sus fuerzas del otro. De tanto en tanto sacaba una barra de hierro al rojo blanco de entre los carbones, la colocaba sobre el yunque, alzaba su poderoso brazo, y pronto se veía envuelto por las miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían en la penumbra de su alrededor.


—Bien, ésa sí es una visión agradable —dijo el viejo relojero—. Sé lo que es trabajar el oro; pero si me das a elegir, me quedo con el trabajo del hierro. El herrero trabaja sobre la realidad. ¿Qué dices tú, Annie, hija?


—Por favor, no hables tan alto, padre —susurró Annie— Robert Danforth te oirá.


—¿Y qué si me oye? —dijo Peter Hovenden—. Lo digo de nuevo: es algo bueno y completo depender de la fuerza y de la realidad, y ganarse el pan con el recio y desnudo brazo de un herrero. Un relojero acaba con el cerebro descentrado trabajando siempre con sus ruedas dentro de ruedas, o pierde la salud o la vista, como fue mi caso, y se encuentra a mediana edad, o un poco después, incapaz de seguir llevando a cabo su oficio, y no sirve para nada más, y no ha ganado lo suficiente como para vivir con comodidad el resto de su vida. Así que te lo digo de nuevo: dame fuerza bruta a cambio de mi dinero. ¡Y luego, cómo aleja las malas ideas de un hombre! ¿Has oído de algún herrero que sea tan estúpido como lo es ese Owen Warland?


—¡Bien dicho, tío Hovenden! —gritó Robert Danforth desde la fragua, con una voz llena, profunda y alegre que hizo resonar el techo—. ¿Y qué dice la señorita Annie de esa doctrina? Ella, supongo, pensará que es un negocio mucho más gentil trastear con el reloj de una dama que forjar una herradura o hacer una verja de hierro.


Annie empujó a su padre hacia delante sin darle tiempo de replicar.


Pero debemos regresar a la tienda de Owen Warland, y dedicar un poco más de meditación sobre su historia y carácter que la que Peter Hovenden, o probablemente su hija Annie, o el viejo compañero de colegio de Owen, Robert Danforth, le hubieran dedicado a un tema de apariencia tan baladí. Desde la época en que sus pequeños dedos fueron capaces de coger un cortaplumas, Owen se hizo notar por su delicada ingeniosidad, que a veces producía hermosas formas en madera, principalmente figuras de flores y pájaros, y a veces parecía apuntar a los ocultos misterios de los mecanismos. Pero siempre era con una finalidad de gracia, y nunca con ninguna burla de la utilidad. No construía, como la mayoría de los artesanos escolares, pequeños molinos de viento en el ángulo de una granja o molinos de agua junto al vecino arroyo. Aquellos que descubrieron tal peculiaridad en el muchacho, hasta el punto de pensar que valía la pena observarle de cerca, vieron en ocasiones razón para suponer que estaba intentando imitar los hermosos movimientos de la Naturaleza tal como se hallan ejemplificados en el vuelo de los pájaros o la actividad de los pequeños animales. De hecho, parecía un nuevo desarrollo del amor a lo hermoso, como el que hubiera podido hacer de él un poeta, un pintor o un escultor, y que se hallaba completamente refinado de la bastedad utilitaria que invadía cualquiera de las bellas artes. Contemplaba con singular desagrado los rígidos y regulares procesos de los mecanismos vulgares. Cuando en una ocasión fue llevado a ver una máquina de vapor, con la esperanza de que su intuitiva comprensión de los principios mecánicos se viera gratificada, se volvió pálido y se puso enfermo, como si le hubiera sido mostrado algo monstruoso e innatural. Su horror se debió en parte al tamaño y la terrible energía de aquella cosa de hierro; porque el carácter de la mente de Owen era microscópico, y tendía por su natural a lo diminuto, de acuerdo con la diminuta constitución y el maravilloso y delicado poder de sus dedos. Eso no significaba que su sentido de la belleza se viera disminuido a un sentido de simple hermosura de lo pequeño. La idea de la belleza no tenía ninguna relación con el tamaño, y podía desarrollarse tan perfectamente en un espacio demasiado diminuto como para poder ser examinado sin ayuda de un microscopio que dentro del amplio arco celeste por el que se mide el arco iris. Pero, en cualquier caso, esa característica pequeñez de sus objetos y logros hacía que el mundo fuera aún más incapaz de lo que lo hubiera sido en otras circunstancias de apreciar el genio de Owen Warland. Los familiares del muchacho no vieron nada mejor —y quizá no lo hubiera— que ponerlo a trabajar de aprendiz de relojero, con la esperanza de que su extraña ingeniosidad pudiera ser así regulada y centrada hacia una finalidad útil.


La opinión de Peter Hovenden de su aprendiz ya ha sido expresada. No podía hacerse nada con el muchacho. Owen, eso es cierto, era inconcebiblemente rápido en captar los misterios de la profesión; pero olvidaba por completo o simplemente desdeñaba el gran objetivo del oficio de relojero, y la medición del tiempo le importaba menos que si se hallara mezclado con la eternidad. Sin embargo, mientras permaneció al cuidado de su viejo maestro, la falta de robustez de Owen hizo posible, a través de estrictas amonestaciones y una severa vigilancia, refrenar su excentricidad creativa dentro de unos límites; pero cuando terminó su aprendizaje, y se hizo cargo de la pequeña tienda de Peter Hovenden cuando la pérdida de la vista de éste le obligó a abandonarla, la gente no tardó en darse cuenta de lo poco adecuado que era Owen Warland para conducir al viejo y ciego Padre Tiempo a lo largo de su camino diario. Uno de sus proyectos más racionales fue conectar una operación musical a la maquinaria de sus relojes, de modo que todas las duras disonancias de la vida se afinaran, y cada aleteante momento cayera al abismo del pasado en doradas gotas de armonía. Si le era entregado a reparar un reloj familiar —uno de esos altos y antiguos relojes que han crecido casi aliados a la naturaleza humana tras medir la vida de muchas generaciones—, se ocupaba de disponer una danza o procesión funeral de figuras a lo largo de su venerable esfera, representando las doce alegres o melancólicas horas. Varios arreglos de este tipo destruyeron completamente el crédito del joven relojero ante esa clase de gente firme y práctica que sostenía la opinión de que el tiempo no es algo con lo que pueda juguetearse, ya sea considerado como un medio de avance y prosperidad en este mundo o de preparación para el siguiente. Su clientela disminuyó rápidamente…, una desgracia, sin embargo, que probablemente fue considerada como lo mejor que podía pasarle por un Owen Warland que cada vez se sentía más y más absorto en una ocupación secreta que requería toda su ciencia y destreza manual, y que además empleaba al completo todas las tendencias características de su genio. Su ocupación había consumido ya varios meses.


Después de que el viejo relojero y su hermosa hija le hubieran observado desde la oscuridad de la calle, Owen Warland se vio sacudido por un temblor nervioso que hizo que sus manos fueran incapaces de seguir con una labor tan delicada como la que estaban haciendo en aquellos momentos.


—¡Era Annie en persona! —murmuró—. Hubiera debido saberlo, por el latir alocado de mi corazón, antes de oír la voz de su padre. ¡Ah, cómo late! Esta noche ya no seré capaz de seguir trabajando en este exquisito mecanismo. ¡Annie! ¡Mi queridísima Annie! Deberías proporcionar firmeza a mi corazón y a mi mano, y no hacerlos temblar de este modo; porque si lucho para crear y dar forma y movimiento al espíritu de la belleza, es sólo por ti. ¡Oh, pulsante corazón, tranquilízate! Si mi trabajo se ve así interrumpido, sufriré sueños vagos e insatisfechos, que me dejarán desanimado mañana.


Mientras se preparaba para reanudar su tarea, la puerta de la tienda se abrió y dio paso nada menos que a la recia figura de Peter Hovenden se había detenido a admirar, contemplándola entre la luz y la sombra de la herrería. Robert Danfort le traía el pequeño yunque, de construcción peculiar, que había fabricado siguiendo las instrucciones del joven artista. Owen caminó el artículo, y convino en que había sido elaborado según sus deseos.


—Bueno, sí —dijo Robert Danforth, llenando con su fuerte voz toda la tienda como con el sonido de un contrabajo—. Me considero tan bueno como cualquier otro en mi negocio; aunque haría un triste papel en el tuyo con unos puños como éstos —añadió riendo, mientras depositaba su enorme mano al lado de la delicada de Owen—. ¿Pero y qué? Pongo más fuerza en un solo golpe de mi martillo que toda la que tú hayas empleado desde que eras aprendiz. ¿No es cierto?


—Muy probablemente —respondió la suave y delicada voz de Owen—. La fuerza es un monstruo terrestre. No me hago pretensiones con respecto a ella. Mi fuerza, sea cual sea, es completamente espiritual.


—Bien, pero, Owen, ¿a qué te dedicas ahora? —preguntó su viejo compañero de escuela, de nuevo con un tal volumen de voz que hizo que el artista se encogiera ligeramente, en especial porque la pregunta se relacionaba con un tema tan sagrado como el sueño que absorbía toda su imaginación—. La gente va diciendo por ahí que intentas descubrir el movimiento perpetuo.


—¿El movimiento perpetuo? ¡Tonterías! —replicó Owen Warland, con una agitación de disgusto; porque estaba lleno de pequeños malhumores—. Eso jamás podrá ser descubierto. Es un sueño que puede engañar a los hombres cuyas mentes se hallan apresadas por la materia, pero no a mí. Además, si tal descubrimiento fuera posible, no tendría ningún valor para mí, puesto que solamente serviría para cubrir las necesidades que ahora se realizan mediante la energía del vapor y del agua. No siento la ambición de ser honrado con la paternidad de un nuevo tipo de máquina para trabajar el algodón.


—¡Eso ya sería bastante curioso! —exclamó el herrero, lanzando una carcajada tan estentórea que el propio Owen y las campanas de cristal de su mesa de trabajo se estremecieron al unísono—. ¡No, no, Owen! Ninguna de tus obras tendrá articulaciones y tirantes de hierro. Bien, no te entretengo más. Buenas noches, Owen, y éxito; y si necesitas mi ayuda, en lo que a un buen golpe de martillo sobre el yunque se refiere, me tienes a tu disposición.


Y, con otra risotada, el fornido hombre abandonó la tienda.


—Qué extraño resulta —murmuró Owen Warland para sí mismo, apoyando la cabeza en su mano— que todas mis meditaciones, mis resoluciones, mi pasión por lo hermoso, mi conciencia de la energía necesaria para crearlo, una energía más fina, más etérea, de lo que ese gigante terrestre puede llegar a concebir…, todo, todo parezca tan vano y ocioso cuando mi camino se cruza con el de Robert Danforth. Acabaría volviéndome loco si lo encontrara a menudo. Su enorme fuerza bruta oscurece y confunde el elemento espiritual que hay dentro de mí; pero yo también seré fuerte, a mi manera. No cederé ante él.


Tomó de debajo de una campana de cristal una pieza que colocó bajo la condensada luz de su lámpara, y, observándola atentamente a través de una lente de aumento, se puso a trabajar con un delicado instrumento de acero. Al cabo de un instante, sin embargo, se dejó caer hacia atrás en su silla y unió las manos, con una expresión tal de horror en su rostro que hizo que sus delicados rasgos se volvieran tan impresionantes como los del gigante que acababa de marcharse.


—¡Cielos! ¿Qué he hecho? —exclamó—. El vapor, la influencia de esa fuerza bruta…, me ha desconcertado y ha oscurecido mi percepción. He dado el golpe, el golpe fatal, que he estado temiendo desde un principio. Todo ha terminado: los esfuerzos de meses, el objetivo de mi vida. ¡Estoy arruinado!


Y se quedó sentado allí, en extraña desesperación, hasta que su luz empezó a vacilar y finalmente sumió al Artista de lo Bello en la oscuridad.


Así es como las ideas, que se desarrollan dentro de la imaginación y aparecen de una forma tan encantadora y con un valor más allá de todo lo que el hombre puede llamar valioso, se ven expuestas a ser despedazadas y aniquiladas por el contacto con lo práctico. Es un requisito para el artista ideal poseer una fuerza de carácter que parece difícilmente compatible con su delicadeza; debe mantener su fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo lo asalta con su absoluto escepticismo; debe permanecer firme contra la humanidad y ser su propio discípulo, tanto respecto a su genio como a los objetos a los que es dirigido.


Durante un tiempo Owen Warland sucumbió a esta severa pero inevitable prueba. Pasó algunas deprimentes semanas con su cabeza tan constantemente apoyada entre sus manos que la gente de la ciudad apenas tenía oportunidad de ver su rostro.


Cuando finalmente se remontó de nuevo a la luz del día, era perceptible en él un frío, oscuro e innombrable cambio. En opinión de Peter Hovenden, sin embargo, y de ese otro orden de sagaces comprensivos que piensan que la vida debe ser regulada, como un reloj, con contrapesos de plomo, la alteración fue enteramente a mejor. De hecho, ahora, Owen se aplicaba a su trabajo con obcecada industria. Era maravilloso observar la obtusa gravedad con la que inspeccionaba las ruedas de un enorme y viejo reloj de plata; encantando así a su propietario, en cuya faltriquera se había ido desgastando hasta convertirse en una porción de su propia vida, por lo que se sentía consecuentemente celoso de su trato. A resultas de la buena fama así adquirida, Owen Warland fue invitado por las autoridades correspondientes a regular el reloj de la torre de la iglesia. Lo hizo de un modo tan admirable en aquel asunto de interés público, que los comerciantes admitieron a regañadientes sus méritos en la Bolsa; la enfermera susurró sus alabanzas hacia él mientras administraba su poción a la hora exacta en la habitación del enfermo; el amante lo bendijo a la hora de la cita convenida; y la ciudad en general le dio las gracias a Owen por la puntualidad a la hora de la cena. En una palabra, el grávido peso sobre su espíritu puso todas las cosas en orden, no simplemente dentro de su propio sistema, sino en todas partes donde eran audibles los acentos de hierro del reloj de la iglesia. Era un detalle, mínimo pero característico de su actual estado, el que, cuando se dedicaba a grabar nombres o iniciales en las cucharas de plata, escribiera ahora las letras necesarias en el estilo más simple posible, eludiendo toda la variedad de caprichosas florituras que hasta entonces habían distinguido su trabajo en aquel aspecto.


Un día, durante la época de su feliz transformación, el viejo Peter Hovenden acudió a visitar a su antiguo aprendiz.


—Bien, Owen —dijo—, me alegra oír tan buenas cosas acerca de ti en todas partes, y especialmente en el reloj de la ciudad, que te recomienda cada hora de las veinticuatro. Sólo líbrate de tu estúpida obsesión hacia la belleza, que ni yo ni nadie, ni tú creo, podrá comprender jamás…, sólo líbrate de eso, y tu éxito en la vida es tan seguro como la luz del día. De hecho, si sigues de este modo, incluso me atrevería a dejar que repararas este precioso y antiguo reloj mío; que es lo único de valor, excepto mi hija Annie, que poseo en el mundo.


—Difícilmente me atrevería a tocarlo, señor —respondió Owen con tono deprimido; porque se sentía abrumado por la presencia de su viejo maestro.


—A su tiempo —dijo este último—; a su tiempo, serás capaz de ello.


El viejo relojero, con la libertad que era consecuencia natural de su anterior autoridad, se dedicó a inspeccionar el trabajo que tenía Owen entre manos en aquellos momentos, junto con otros asuntos en desarrollo. El artista, mientras tanto, apenas era capaz de alzar la cabeza. No había nada tan opuesto a su naturaleza como la fría y no imaginativa sagacidad de aquel hombre cuyo contacto todo se veía convertido en un sueño excepto la más densa materia del mundo físico. Owen gruñó en espíritu y rezó fervientemente por verse libre de él.


—¿Pero qué es esto? —exclamó de pronto Peter Hovenden, alzando una polvorienta campana de cristal, bajo la que había algo mecánico, tan delicado y minúsculo como el sistema de la anatomía de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Owen! ¡Owen! Hay brujería en estas pequeñas cadenas, y ruedas, y paletas. ¡Mira! Con mi índice y mi pulgar voy a librarte de todo futuro peligro.


—Por el amor de Dios —exclamó Owen Warland, saltando en pie con una sorprendente energía—, ¡si no quiere volverme loco, no toque esto! La más ligera presión de su dedo lo arruinaría para siempre.


—¡Ajá, joven! ¿Así que es eso? —dijo el viejo relojero, mirándole con la suficiente penetración como para torturar el alma de Owen con la amargura de la crítica mundana—. Bien, sigue tu propio rumbo; pero te advierto que en esta pequeña pieza mecánica vive tu espíritu del mal. ¿Debo exorcizarlo?


—Usted es mi espíritu del mal —respondió Owen, muy excitado—. ¡Usted y el duro y vulgar mundo! Los plomizos pensamientos y el desaliento que arroja usted sobre mí son mis obstáculos, de otro modo ya hubiera terminado la tarea para la que fui creado.


Peter Hovenden agitó la cabeza, con la mezcla de desdén e indignación con que la humanidad, de la cual era en parte representante, se cree autorizada a abrumar a todos los simples que ven otras recompensas aparte del polvo a lo largo del camino. Luego se fue, con un dedo alzado y una mueca burlona en su rostro que atormentó los sueños del artista durante varias de las noches siguientes. En el momento de la visita de su viejo maestro, Owen estaba probablemente a punto de emprender de nuevo la tarea que había abandonado; pero, tras aquel siniestro suceso, se vio devuelto al estado del cual había emergido lentamente.


Pero la tendencia innata de su alma había ido acumulando nuevo vigor durante su aparente indolencia. A medida que avanzaba el verano, abandonó casi totalmente su negocio, y permitió que el Padre Tiempo, hasta donde el viejo caballero era representado por los relojes bajo su control, se extraviara al rizar a través de la vida humana, creando una infinita confusión entre el tren de desconcertadas horas. Desperdiciaba la luz del sol, como decía la gente, vagando por entre los bosques y campos y a lo largo de las orillas de los arroyos. Allá, como un niño, hallaba diversión en perseguir a las mariposas u observar el movimiento de los insectos acuáticos. Había algo realmente misterioso en la intensidad con la que contemplaba aquellas cosas juguetonas mientras eran arrastradas por la brisa o examinaba la estructura de un insecto imperial al que había aprisionado. La caza de mariposas era un buen emblema de la persecución ideal a la que había dedicado tantas horas doradas; pero ¿llegaría la idea de la belleza a ser atrapada alguna vez por su mano, como la mariposa que la simbolizaba? Dulces, indudablemente, fueron aquellos días, y afines al alma del artista. Estaban llenos de brillantes concepciones, que resplandecían a través de su mundo intelectual como resplandecían las mariposas a través de la atmósfera exterior, y eran reales para él, por el momento, sin el afán, y la perplejidad, y las muchas decepciones de intentar hacerlos visibles al ojo de los sentidos. Porque el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro material, puede no sentirse contento con la alegría interior de lo bello, sino verse impulsado a perseguir el aleteante misterio más allá del límite de su dominio etéreo, y aplastar su frágil ser al atraparlo con un apretón material. Owen Warland sentía el impulso de dar realidad externa a sus ideas de una forma tan irresistible como cualquiera de los poetas o pintores que han ataviado el mundo con una belleza más débil y amortiguada, imperfectamente copiada de la riqueza de sus visiones La noche era ahora el momento para el lento progreso de recrear la idea a la que su actividad intelectual Se abocaba, Siempre, al anochecer, volvía a la ciudad, (se encerraba en su tienda, y trabajaba con paciente delicadeza durante muchas horas seguidas). A veces era sorprendido por la llamada del sereno que, cuando todo el mundo debía estar durmiendo, captaba el resplandor de su lámpara a través de los intersticios de las contraventanas de Owen Warland. La luz del día parecía constituir para la mórbida sensibilidad de su mente una intrusión que interfería con sus propósitos. En los días nublados inclementes, sin embargo, se sentaba con la cabeza entre la manos, como si embozara, por así decirlo, su sensible cerebro en una niebla de indefinidas meditaciones; porque era un alivio escapar de la acusada nitidez con que se veía impulsado modelar sus pensamientos durante su trabajo nocturno.


Fue despertado de uno de aquellos accesos de torpor por la entrada de Annie Hovenden, que penetró en la tienda con la libertad de un cliente y también con algo de la familiaridad de una amiga de la infancia. Había agujereado accidentalmente mi dedal de plata, y deseaba que Owen lo reparara.


—Pero no sé si querrás condescender a realizar una tarea así —dijo, riendo—, ahora que estás tan absorto en la idea de proporcionarle espíritu a la maquinaria.


—¿De dónde has sacado esa idea, Annie? —dijo Owen, sobresaltado por la sorpresa.


—Oh, de mi propia cabeza —respondió ella—, y de algo que oí decirte, hace mucho tiempo, cuando no eras más que un muchacho y yo una chiquilla. Pero vamos; ¿arreglarás ese pobre dedal mío?


—Cualquier cosa que me pidas, Annie —dijo Owen Warland—; cualquier cosa, aunque fuera ir a trabajar a la fragua de Robert Danforth.


—¡Eso valdría la pena verlo! —exclamó alegremente Annie, mirando con imperceptible ironía la pequeña y delgada figura del artista—. Bien; aquí tienes el dedal.


—Pero es una idea extraña —dijo Owen—, ésa tuya acerca de la espiritualización de la materia.


Y entonces penetró en su mente la idea de que aquella joven muchacha poseía el don de comprenderle mejor que todo el resto del mundo que les rodeaba. ¡Y qué ayuda y fuerza significarían para él, en su solitario trabajo, si pudiera ganarse la simpatía del único ser al que amaba! En las personas cuyas metas se hallan aisladas de los negocios comunes de la vida —que van por delante de la humanidad o están apartadas de ella—, se produce a menudo una sensación de frío moral que hace que el espíritu se estremezca como si hubiera alcanzado las heladas soledades en torno al polo. El pobre Owen Warland sentía lo mismo que podían sentir el profeta, el poeta, el reformador, el criminal, o cualquier hombre con ansias humanas, pero separado de la multitud por su misma peculiaridad.


—Annie —exclamó, volviéndose tan pálido como la muerte ante el pensamiento—, ¡cuánto me gustaría contarte el secreto de mi búsqueda! Creo que tú lo estimarías como corresponde. Tú, lo sé, escucharías con una reverencia que no puedo esperar del duro mundo material.


—¿Por qué no? ¡Claro que lo haría! —respondió Annie Hovenden, riendo ligeramente—. Vamos; explícame rápidamente cual es el significado de esta pequeña perinola, tan delicadamente forjada que podría ser un juguete para la reina Mab. ¡Mira! La pondré en movimiento.


—¡Alto! —exclamó Owen—. ¡Detente!


Annie apenas había conseguido establecer el más ligero contacto posible, con la punta de una aguja, a la misma diminuta porción de complicada maquinaria que ha sido mencionada más de una vez, cuando el artista la sujetó por la muñeca con una fuerza que le hizo lanzar un fuerte grito. Se sintió asustada por la convulsión de intensa rabia y angustia que frunció los rasgos de Owen. Al instante siguiente él hundió la cabeza entre las manos.


—Vete, Annie —murmuró—; me he engañado a mí mismo, y debo sufrir por ello. Anhelaba simpatía, y pensé, y deseé, y soñé, que tú podrías dármela; pero careces del talismán, Annie, que te permitiría ser admitida en mis secretos. ¡Ese toque tuyo ha arruinado el trabajo de meses y el pensamiento de toda una vida! No fue culpa tuya, Annie; ¡pero me has arruinado!


¡Pobre Owen Warland! Se había equivocado realmente, aunque era perdonable; porque si cualquier ser humano podía reverenciar lo suficiente aquel proceso tan sagrado para sus ojos, éste sólo podía ser una mujer. Incluso Annie Hovenden, probablemente, hubiera podido no decepcionarle si hubiera estado iluminada por la profunda inteligencia del amor.


El artista transcurrió el invierno siguiente de una forma que satisfizo a todas las personas que hasta entonces habían mantenido la opinión de que estaba real e irrevocablemente condenado a la inutilidad con respecto al mundo, y a un mal destino para sí mismo. La muerte de un familiar le situó en posesión de una pequeña herencia. Libre así de la necesidad de trabajar, y habiendo perdido la firme influencia de una gran meta —grande, al menos, para él—, se abandonó a unos hábitos que supuestamente eran ajenos a la delicadeza de su construcción. Pero, cuando la porción etérea de un hombre de genio se ve oscurecida, la parte terrenal asume una influencia más; más incontrolable, porque el personaje queda ahora desequilibrado con respecto al ajuste que tan cuidadosamente había efectuado la Providencia, y que, en las naturalezas más vulgares, es ajustado por algún otro método. Owen Warland probó todas las bendiciones que pueden hallarse en la rebelión. Miró el mundo a través del medio dorado del vino, y contempló las visiones que tan alegremente burbujean en torno al borde del vaso, que pueblan el aire con formas de placentera locura pero que pronto se vuelven fantasmales y son olvidadas. Incluso después de que ese deplorable e inevitable cambio tuviera lugar, el joven pudo seguir bebiendo de la copa de los encantamientos, aunque sus vapores sólo amortajaban su vida de tristeza y llenaban esa tristeza con espectros que se burlaban de él. Había un cierto fastidio del espíritu que, por el hecho de ser real, y de que el artista era ahora consciente de su más profunda sensación, se volvía más intolerable que las más fantásticas miserias y horrores que el abuso del vino podía convocar. En el último caso podía recordar, incluso en medio de la bruma de su trastorno, que todo no era más que ilusión; en el primero, la pesada angustia era su vida real.


Fue redimido de aquel peligroso estado por un incidente que fue presenciado por más de una persona, pero del cual ni siquiera los más listos pudieron explicar o conjeturar la forma en que operó sobre la mente de Owen Warland. Fue muy simple. Durante una cálida tarde de primavera, mientras el artista estaba sentado en compañía de sus amigos de juerga con un vaso de vino ante él, una espléndida mariposa penetró por la abierta ventana y revoloteó en torno a su cabeza.


—Ah —exclamó Owen, que había bebido abundantemente—, ¿estás viva de nuevo, hija del sol y compañera de juegos de la brisa del verano, después de tu decepcionante siesta del invierno? ¡Entonces ya es hora de que me ponga a trabajar de nuevo!


Y, dejando su vaso sin apurar sobre la mesa, se fue, y no se supo que volviera a probar otra gota de vino.


Y entonces, de nuevo, reanudó sus vagabundeos por los bosques y los campos. Cabría pensar que la brillante mariposa, que había penetrado como un espíritu por la ventana en el momento en que Owen permanecía sentado con sus rudos compañeros, era de hecho un espíritu encargado de recordarle la vida pura, ideal, que lo había alzado tan etéreamente por encima de los hombres. Cabría suponer que salió a buscar este espíritu en sus soleadas cazas; porque de nuevo, como en el verano anterior, fue visto detenerse suavemente allá donde una mariposa había iniciado su revoloteo, y perderse en su contemplación. Cuando alzaba el vuelo, sus ojos seguían la alada visión, como si esa aérea imagen le mostrara el camino hacia el cielo. ¿Pero cuál podía ser la finalidad del trabajo fuera de temporada que reanudó de nuevo, como pudo atestiguar el sereno por las líneas de luz que se filtraban por las rendijas de las contraventanas de Owen Warland? La gente de la ciudad tenía una explicación general para todas esas singularidades. ¡Owen Warland se había vuelto loco! ¡Qué universalmente eficaz —qué satisfactorio también, y qué apaciguador para la sensibilidad herida de la estrechez y la mediocridad— es este fácil método de explicar todo lo que yace más allá de los límites más vulgares del mundo! Desde los días de San Pablo hasta los de nuestro pobre pequeño Artista de lo Bello, el mismo talismán ha sido aplicado a la elucidación de todos los misterios en las palabras o los actos de los hombres que hablan o actúan demasiado sabiamente o demasiado bien. En el caso de Owen Warland, el juicio de la gente de su ciudad tal vez fuera correcto. Quizás estaba loco. La falta de simpatía —ese contraste entre él mismo y sus vecinos que eliminaba la restricción de ejemplo— era suficiente para convertirlo en loco. O posiblemente todo se debía a que había captado tanta radiación etérea que se había visto aturdido, en un sentido terrenal, por su entremezclarse con la común luz del día.


Una tarde, cuando el artista había regresado de uno de sus acostumbrados vagabundeos y acababa de arrojar el brillo de su lámpara sobre la delicada pieza de trabajo tan a menuda interrumpido, pero vuelto a reanudar de nuevo, como si el destino estuviera encarnado en aquel mecanismo, se vio sorprendido por la entrada del viejo Peter Hovenden. Owen nunca recibía a aquel hombre sin un estremecimiento de su corazón. De todo el mundo, él era el más terrible, en razón de la comprensión tan clara de todo lo que veía y de su absoluta incredulidad ante todo lo que no veía. En aquella ocasión, el viejo relojero sólo tenía una o dos palabras que decir.


—Owen, muchacho —le dijo—, debemos verte en mi casa mañana por la noche.


El artista empezó a murmurar alguna excusa.


—Oh, pero tienes que venir —insistió Peter Hovenden—, en recuerdo de los días en que tú formabas parte de la casa. ¡Vamos, muchacho! ¿No sabes que mi hija Annie se ha comprometido con Robert Danforth? Vamos a celebrar una fiesta, a nuestra humilde manera, para conmemorar el acontecimiento.


—¡Ah! —dijo Owen.


Aquel pequeño monosílabo fue todo lo que pronunció; el tono pareció frío y despreocupado a un oído como el de Peter Hovenden; y, sin embargo, había en él más que el sofocado grito del corazón del pobre artista, que había reprimido dentro de sí como un hombre reteniendo un espíritu del mal. Sin embargo, se permitió un pequeño arrebato, imperceptible para el viejo relojero. Alzando el instrumento con el que estaba a punto de empezar su trabajo, lo dejó caer sobre el pequeño sistema de maquinaria que, de nuevo, le había costado meses de pensamientos y esfuerzo construir. ¡Quedó destrozado por el golpe!


La historia de Owen Warland no hubiera sido una representación tolerable de la turbada vida de aquellos que luchan por crear lo bello si, entre todas las demás influencias adversas, no se hubiera interpuesto el amor para privar a su mano de la habilidad necesaria. Exteriormente, nunca había sido un amante ardiente y emprendedor; la carrera de su pasión había confinado sus tumultos y vicisitudes tan enteramente dentro de la imaginación del artista, que Annie apenas había tenido de ella la intuitiva percepción de una mujer; pero, desde el punto de vista de Owen, cubría todo el campo de su vida. Olvidado el tiempo en que ella se había mostrado incapaz de cualquier respuesta profunda, había persistido, conectando todos sus sueños de éxito artístico con la imagen de Annie; ella era la forma visible en que se manifestaban, para él, el poder espiritual que veneraba y en cuyo altar esperaba rendir una ofrenda no exenta de valor. Por supuesto, se había engañado a sí mismo; no había en Annie Hovenden atributos tales como la imaginación con que la había adornado. Ella, en el aspecto que tenía para su visión interna, era tanto una criatura propia de él como la misteriosa pieza de maquinaria que sería alguna vez si conseguía realizarla. Si se hubiera convencido de su error a través del éxito en el amor —si se hubiera ganado a Annie para sí, y en consecuencia la hubiera transformado de ángel en mujer normal—, la decepción le hubiera hecho retirarse, con concentrada energía, hacia el único objeto que le quedaba. Por otra parte, si hubiera hallado en Annie lo que anhelaba, su hallazgo hubiera sido tan rico en belleza que por su mera redundancia hubiera podido forjar lo bello en algo mucho más valioso de aquello en lo que había estado trabajando; pero la forma en que su dolor llegó hasta él, la sensación de que el ángel de su vida le había sido arrebatado y entregado a un hombre rudo de tierra y hierro, que no lo necesitaba ni lo apreciaría nunca…, aquello representaba la perversidad absoluta del destino que lince que la existencia humana parezca demasiado absurda y contradictoria para ser la escena de otra esperanza u otro temor. Nada le quedaba a Owen Warland excepto sentarse como un hombre que ha quedado aturdido.


Atravesó un período de enfermedad. Tras recuperarse, su pequeña y delgada figura adquirió una obtusa abundancia de carnes que jamás antes había poseído. Sus flacas mejillas se redondearon; su pequeña y delicada mano, tan espiritualmente modelada para realizar tareas exquisitamente mágicas, se hizo más rolliza que la mano de un bebé saludable. Su aspecto adquirió un aspecto infantil que inducia a cualquier desconocido a darle unas palmadas en la cabeza…, deteniéndose, sin embargo, en el momento de hacerlo, para preguntarse qué clase de niño era aquél. Era como si el espíritu le hubiera abandonado, dejando que el cuerpo floreciera en una especie de existencia vegetal. Eso no quería decir que Owen Warland se hubiera idiotizado. Podía hablar, y no irracionalmente. Un poco charlatán por cierto, empezó a pensar la gente; porque era capaz de pronunciar discursos de interminable longitud acerca de las maravillas de los mecanismos que había leído en los libros, pero que había empezado a considerar como absolutamente fabulosos. Entre ellos enumeró el Hombre de Bronce, construido por Alberto Magno, y la Cabeza de Bronce de fray Bacon; y, avanzando hacia tiempos más actuales, el autómata de una pequeña carroza y sus caballos que se pretendía que había sido construida por el Delfín dé Francia; junto con un insecto que zumbaba junto a tu oído. Como una mosca viva, y que sin embargo no era más que un ingenio de diminutos muelles de acero. Había también una historia acerca de un pato que anadeaba, y graznaba, y comía; pese a lo cual, si algún honesto ciudadano lo compraba para su cena, descubriría que había sido engañado con la simple apariencia mecánica de un pato.


—Pero estoy seguro —decía Owen Warland— de que todos estos relatos son meras supercherías.


Luego, de una forma misteriosa, confesaba que había habido un tiempo en que él había pensado de modo distinto. En sus ociosos y soñadores días había considerado posible, en cierta sentido, espiritualizar la maquinaria, y combinarla con las nuevas especies de vida y movimiento, produciendo así una belleza que alcanzaría el ideal que la Naturaleza se había propuesto para sí misma en todas sus criaturas, pero que nunca se había tomado la molestia de conseguir. Sin embargo, no parecía tener una percepción muy clara del proceso de conseguir este objetivo o del diseño en sí.


—Lo he tirado todo —decía—. Era un sueño como ésos con los que siempre se engañan los jóvenes. Ahora que he adquirido un poco de sentido común, me hace reír pensar en ello.


¡Pobre, pobre y caído Owen Warland! Ésos eran los síntomas de que había dejado de ser un habitante de la esfera superior que reside invisible a nuestro alrededor. Había perdido su fe en lo invisible, y ahora se enorgullecía, como hacen invariablemente tales infortunados, en la sabiduría que rechazaba mucho de lo que incluso su ojo podía ver, y no confiaba en nada excepto en lo que su mano podía tocar. Ésta es la calamidad de los hombres cuya parte espiritual muere y se separa de ellos, y deja la más grosera comprensión que los asimila más y más a las cosas de las que pueden tomar conocimiento; pero en Owen Warland el espíritu no estaba muerto ni había desaparecido; sólo dormía.


Cuándo despertó de nuevo no ha quedado registrado. Tal vez el aletargado sueño fue roto por un dolor convulsivo. Quizá, como en una ocasión anterior, apareció una mariposa y revoloteó en torno a su cabeza y le devolvió la inspiración como en verdad esta criatura de la luz solar ha tenido siempre una misteriosa misión para el artista, y volvió a inspirarla con la antigua meta de su vida. Tanto si fue el dolor como la felicidad lo que excitó sus venas, su primer impulso fue darle las gracias al cielo por hacer de él de nuevo el ser de pensamiento, imaginación y fina sensibilidad que había dejado de ser hacía mucho.


—Ahora a mi tarea —dijo—. Nunca sentí tanta fuerza para ella como en estos momentos.


Sin embargo, pese a lo fuerte que se sentía, lo que más le incitaba a trabajar con diligencia era la ansiedad de no permitir que la muerte le sorprendiera en medio de su labor. Esta ansiedad, quizás, es algo común a todos los hombres que dedican sus corazones a algo tan alto, desde su propio punto de vista, que la vida se convierte en importante sólo como algo condicionado a su logro. En tanto que amamos la vida por sí misma, raras veces tememos perderla. Cuando deseamos la vida para alcanzar un objetivo, reconocemos la fragilidad de su textura.


Pero, lado a lado con esta sensación de inseguridad, hay una fe vital en nuestra invulnerabilidad ante el dardo de la muerte mientras nos dedicamos a cualquier tarea asignada por la Providencia como lo que tenemos que hacer, y que el mundo tendría motivos para lamentar en caso de que la dejáramos inconclusa. ¿Puede el filósofo, engrandecido por la inspiración de una idea que ha de reformar la humanidad, creer que va a ser extirpado de esta sensata existencia en el mismo instante en que reúne su aliento para pronunciar ¡la luminosa palabra!? Si pereciera, podrían transcurrir muchas épocas lamentables —la arena de toda la vida del mundo puede caer, grano a grano— antes de que estuviera preparado otro intelecto para desarrollar la verdad que pudiera ser pronunciada entonces. Pero la historia nos presenta muchos ejemplos en los que espíritu más precioso, en cualquier época en particular manifestada en forma humana, se ha desviado inoportunamente, sin que se le concediera el espacio necesario, hasta donde puede discernir el juicio mortal, de cumplir su misión en la Tierra. El profeta muere, y el hombre de corazón torpe y cerebro indolente sigue viviendo. El poeta deja la canción a medio cantar, o termina más allá del alcance de los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor —como hizo Allston— abandona la mitad de su concepción de la tela para entristecernos con su belleza imperfecta, y va a pintar el conjunto, si no es irrelevante decirlo, en los tonos del cielo. Pero esos incompletos diseños de vida no serán perfeccionados en ninguna parte. Este aborto tan frecuente de los más apreciados proyectos del hombre debe ser tomado como prueba de que los actos de la Tierra, por más etéreos que sean plasmados por la piedad o por el genio, carecen de valor, excepto como ejercicios y manifestaciones del espíritu. En el cielo, todo pensamiento ordinario es más elevado y melodioso que el canto de Milton. Entonces, ¿añadir otro verso a cualquier estrofa que hubiera dejado incompleta aquí?


Pero volvamos a Owen Warland. Fue su fortuna, buena o mala, conseguir la finalidad de su vida. Pasemos sobre un largo espacio de intenso pensamiento, anhelantes esfuerzos, minucioso trabajo y malgastadora ansiedad, rematados por un instante de solitario triunfo; dejemos que todo esto sea imaginada luego contemplemos al artista, en una tarde de invierno, soltando su admisión en el círculo junto al fuego de Robert Danforth. Allá encontró al hombre de hierro, con su masiva sustancia, concienzudamente calentada y atemperada por influencias domésticas. Y allí estaba también Annie, transformada ahora en una matrona, con mucho de la llana y robusta naturaleza de su esposo, pero imbuida, como Owen Warland creía aún, por una gracia más exquisita, que tal vez la permitieran ser la intérprete entre fuerza y belleza. Ocurrió también que el viejo Peter Hovenden estaba invitado aquella tarde junto al fuego de su hija; y fue su bien recordada expresión de intensa y fría crítica lo que primero encontró la mirada del artista.


—¡Mi viejo amigo Owen! —exclamó Robert Danforth, poniéndose en pie y estrechando los delicados dedos del artista con una mano que estaba acostumbrada a sujetar barras de hierro—. Es amable y de buen vecino por tu parte que al fin hayas venido a vernos. Temía que tu movimiento perpetuo te hubiera embrujado lejos del recuerdo de los viejos tiempos.


—Nos alegramos de verte —dijo Annie, con el rubor coloreando sus matronales mejillas—. No era propio de un amigo el permanecer apartado tanto tiempo.


—Bien, Owen —inquirió el viejo relojero, como su primer saludo—. ¿Cómo va lo bello? ¿Lo has creado ya por fin?


El artista no respondió de inmediato, sorprendido por la aparición de un robusto niño pequeño que daba volteretas sobre la alfombra…, un pequeño personaje que había aparecido misteriosamente del infinito, pero con algo tan fuerte y real en su composición que parecía moldeado de la más densa sustancia que la Tierra podía proporcionar. Aquel alegre niño se arrastro hacia el recién llegado y, parándose sobre un extremo, como Robert Danforth señaló su postura, miró a Owen con una expresión de observación tan sagaz que su madre no pudo evitar el intercambiar una mirada de orgullo con su esposo. Pero el artista estaba trastornado por la mirada del niño, como buscando un parecido entre ella y la habitual expresión de Peter Hovenden. Casi podía imaginar que el viejo relojero estaba comprimido dentro de aquella forma infantil, y le estaba mirando a través de aquellos ojos infantiles, y repitiendo, como lo estaba haciendo ahora el hombre, la maliciosa pregunta:


—¡Lo bello, Owen! ¿Cómo va lo bello? ¿Has tenido éxito en la creación de lo bello?


—He tenido éxito —respondió el artista, con una momentánea luz triunfal en los ojos y una sonrisa radiante, aunque sumida en tal profundidad de pensamiento que era casi tristeza. Sí, amigos míos, ésta es la verdad. He tenido éxito.


—¡De veras! —exclamó Annie, con una mirada de virginal regocijo asomando de nuevo a su rostro—. ¿Y es correcto ahora preguntarte cuál es el secreto?


—Desde luego; he venido precisamente para desvelarlo —respondió Owen Warland—. ¡Tenéis que saber, y ver, y tocar y poseer el secreto! Porque, Annie, si puedo llamarte todavía por el nombre de amiga de mis años juveniles; Annie, es para tu regalo de boda que he forjado este espiritualizado mecanismo, esta armonía de movimiento, este misterio de belleza. Llega tarde, lo sé; pero es a medida que avanzamos por la vida cuando los objetos empiezan a perder su frescura y su matizar nuestras almas su delicadeza de percepción, que más se necesita el espíritu de lo bello. Si, y perdóname, Annie…, si sabes cómo valorar este regalo, nunca podrá ser demasiado tarde.


Extrajo, mientras hablaba, lo que parecía ser un pequeño joyero. Estaba ricamente tallado en ébano por su propia mano y tenía incrustadas una serie de perlas que formaban un dibujo representando a un muchacho en persecución de una mariposa la cual, en otro lado, se había convertido en un espíritu alado y volaba hacia el cielo; mientras el muchacho, o joven, había hallado tanta eficacia en su intenso deseo que ascendía del suelo a la nube, y de la nube a la atmósfera celestial, para ganar lo bello. El artista abrió aquella caja de ébano, y pidió a Annie que colocara un dedo en su borde. Ella así lo hizo, pero casi de inmediato lanzó un grito cuando una mariposa salió volando de la caja y, encaminándose hacia su dedo, se posó e él, agitando la amplia magnificencia de sus alas púrpuras salpicadas de oro, como preparándose para echar a volar de nuevo. Es imposible expresar con palabras la gloria, el esplendor, la delicada suntuosidad sintetizados en la belleza de aquel objeto. La mariposa ideal de la Naturaleza estaba allí realizada en toda su perfección; no siguiendo el esquema de esos deslucidos insectos mientras vuelan entre las flores terrenales, sino de aquellos que revolotean cruzando las praderas del paraíso para los ángeles-niños y los espíritus de los bebés muertos prematuramente. La riqueza era visible en sus alas; el lustre de sus ojos parecía imbuido de espíritu. La luz del fuego resplandecía en torno a aquella maravilla…, las velas lanzaban reflejos sobre ella; pero el objeto brillaba aparentemente con radiación propia, e iluminaba la mano y el dedo tendido sobre el cual descansaba con un blanco resplandor como el de las piedras preciosas. En su perfecta belleza, la consideración del tamaño quedaba totalmente perdida. Si sus alas hubieran alcanzado el firmamento, la mente no hubiera podido sentirse más llena y satisfecha.


—¡Bella! ¡Bella! —exclamó Annie—. ¿Está viva? ¿Está viva?


—¿Viva? Por supuesto que lo está —respondió su esposo—. ¿Supones que algún mortal posee la habilidad suficiente como para hacer una mariposa, o se tomará la molestia de hacer una, cuando cualquier niño puede atrapar una docena de ellas en una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto! Pero esta hermosa caja es indudablemente una creación de nuestro amigo Owen; y realmente hay que felicitarle por ella.


En aquel momento la mariposa agitó de nuevo sus alas, con un movimiento tan absolutamente real que Annie se sobresaltó, e incluso se asustó un poco; porque, pese a la opinión de su esposo, no podía decidirse acerca de si se trataba realmente de una criatura viva o de una pieza de maravilloso mecanismo.


—¿Está viva? —repitió, más ansiosamente que antes.


—Juzga por ti misma —dijo Owen Warland, que seguía observando su rostro con fija atención.


Ahora la mariposa se alzó en el aire, revoloteó en torno a la cabeza de Annie, y planeó hacia una distante región de la sala, haciéndose evidente aún por el estrellado resplandor en el que la envolvía el movimiento de sus alas. El niño en el suelo siguió su vuelo con sus pequeños y sagaces ojos. Después de revolotear por toda la estancia, regresó trazando una curva en espiral, y volvió a posarse en el dedo de Annie.


—¿Pero está viva? —exclamó ella de nuevo; y el dedo en el que el maravilloso misterio se había posado era tan trémulo que la mariposa se vio obligada a equilibrarse con sus alas—. Dime si está viva o si la creaste tú.


—¿Por qué preguntar quién la ha creado, si es tan bella? —respondió Owen Warland—. ¿Viva? Sí, Annie; puede decirse que posee vida, porque ha absorbido en ella mi propio ser; ¡y mi el secreto de esta mariposa, y en su belleza, que no es simplemente exterior, sino tan profunda como su propio sistema, se halla representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad, el alma de un Artista de lo Bello! Sí; yo la creé. Pero —y aquí su expresión cambió ligeramente—, esta mariposa no es ahora para mí lo que era cuando la concebí mientras soñaba despierto en mi juventud.


—Sea lo que sea, es un hermoso juguete —dijo el herrero, sonriendo con deleite infantil—. Me pregunto si condescenderá a posarse en un dedo tan grande y torpe como el mío. Acércala, Annie.


Bajo la dirección del artista, Annie tocó con la punta de su dedo el de su esposo; y, tras un momento de vacilación, la mariposa aleteó de uno a otro. Preludió un segundo vuelo con un agitar de alas similar, aunque no exactamente idéntico, que en su primer experimento; luego, partiendo del recio dedo de herrero, ascendió en una curva gradualmente más amplia hacia el techo, trazó un amplio giro por toda la habitación, regresó con un movimiento ondulante al punto desde donde había empezado.


—¡Bien, eso derrota a toda la naturaleza! —exclamó Robert Danforth, pronunciando el elogio más sentido que se creyó capaz de expresar; y, de hecho, si se hubiera detenido allí, un hombre de palabras más espléndidas y más acusada percepción no hubiera hallado fácilmente nada más que decir—. Todo esto se me escapa, lo confieso. ¿Pero qué significa? Hay más utilidad real en un buen golpe de mi martillo que en todos los cinco años que nuestro amigo Owen ha malgastado en esta mariposa.


Aquí el niño palmoteo y balbució algo de confuso significado, pidiendo al parecer que la mariposa le fuera entregado como juguete.


Mientras tanto, Owen Warland miró de reojo a Annie, para descubrir si ella simpatizaba con la estimación de su esposo acerca del valor comparativo de lo bello y lo práctico. Había en medio de toda su amabilidad hacia él, en medio de todo el asombro y admiración con la que contemplaba la maravillosa obra de sus manos y la encarnación de su idea, un secreto desdén…, demasiado secreto, quizá, para su propia conciencia y sólo perceptible para un discernimiento tan intuitivo como del artista. Pero Owen, en los últimos estadios de su búsqueda se había elevado por encima de la región en la que un tal descubrimiento podía haber sido una tortura. Sabía que el mundo, y Annie como representante del mundo, fueran cuales fuesen los elogios que le dedicaran, nunca podría decir la palabra adecuada ni expresar el sentimiento adecuado que debería ser la recompensa perfecta para un artista que, simbolizando un elevado ideal a través de una pequeñez material —convirtiendo algo terreno en oro espiritual—, había conseguido lo bello en su trabajo manual. Ni siquiera en este último momento aprendería que la recompensa a todo gran logro debe ser buscada dentro de uno mismo, o buscada en vano. Había, sin embargo, una visión del asunto que Annie y su esposo, e incluso Peter Hovenden, hubieran podido comprender enteramente y que les hubiera satisfecho respecto a que el trabajo de años había sido provechosamente empleado. Owen Warland hubiera podido decirles que aquella mariposa, aquel juguete, aquel regalo de bodas de un pobre relojero a la esposa de un herrero, era en realidad una gema de arte que un monarca hubiera comprado con honores y abundantes riquezas, y la hubiera atesorado entre las joyas de su reino como la más única y maravillosa de todas ellas. Pero el artista sonrió y se guardó el secreto para sí mismo.


—Padre —dijo Annie, pensando que una palabra de alabanza del viejo relojero gratificaría a su antiguo aprendiz—, ven y admira esta bella mariposa.


—Veamos —dijo Peter Hovenden levantándose de su silla, con aquella sonrisa de desdén en su rostro que siempre hacía dudar a la gente, como él mismo dudaba, de todo excepto de lo que tenía existencia material—. Aquí está mi dedo para que se pose en él. La comprenderé mejor una vez la haya tocado.


Pero, ante el creciente asombro de Annie, cuando la punta del dedo de su padre se apretó contra el de su esposo, sobre el que descansaba aún la mariposa, el insecto abatió las alas y pareció a punto de caer al suelo. Incluso las brillantes manchas doradas sobre sus alas y cuerpo, a menos que sus ojos la engañaran, se volvieron más apagadas, y el resplandeciente púrpura adquirió una tonalidad oscura, y el estrellado relumbrar que brillaba en torno a la mano del herrero se hizo débil y se desvaneció.


—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —exclamó Annie, alarmada.


—Ha sido delicadamente forjada —dijo con calma el artista. Como te dije, está embebida de una esencia espiritual…, llámala magnetismo o lo que quieras. En una atmósfera de dudas y burla, su exquisita susceptibilidad sufre una tortura, como le ocurre al alma de quien instiló su propia vida en ella. Ya ha perdido su belleza; dentro de unos pocos momentos su mecanismo resultará irremediablemente dañado.


—¡Aparta tu mano, padre! —urgió Annie, palideciendo—. Aquí está mi hijo; dejemos que descanse sobre su mano inocente. Allí, quizá, pueda revivir y sus colores vuelvan a brillar más fuertes que nunca.


Su padre, con una sonrisa ácida, retiró su dedo. Entonces la mariposa pareció recobrar un poco el poder del movimiento voluntario, mientras sus tonalidades asumían gran parte de su lustre original, y el resplandor estelar, que había sido su más etéreo atributo, formaba nuevamente un halo a su alrededor. Al principio, cuando fue transferida de la mano de Robert Danforth al pequeño dedo del niño, su radiación creció tan fuertemente que positivamente arrojó la pequeña sombra del niño contra la pared. Éste, mientras tanto, extendió su gordezuela mano como había visto hacer a su padre y a su madre, contempló el agitar de las alas del insecto con deleite infantil. Sin embargo, había en él una extraña expresión de sagacidad que hizo a Owen Warland sentir como si fuera en parte, sólo en parte, el viejo Peter Hovenden, redimido de su duro escepticismo por la fe infantil.


—¡Qué astuto parece el pequeño monito! —susurró Robert Danforth a su esposa.


—Nunca vi una expresión así en el rostro de un niño —respondió Annie, admirando a su propio hijo, y con buenas razones, mucho más que a la artística mariposa—. Nuestro querido sabe más del misterio que nosotros.


Como si la mariposa, al igual que el artista, fuera consciente de algo no enteramente compatible en la naturaleza del niño, brillaba y se apagaba alternativamente. Finalmente alzó de la pequeña mano con un movimiento aéreo que pareció empujarla hacia arriba sin ningún esfuerzo, como si los instintos etéreos con que la había dotado el espíritu de su amo impulsaran involuntariamente su visión hacia una esfera superior. Si no hubiera habido ninguna obstrucción, hubiera ascendido hacia el cielo y se hubiera vuelto inmortal. Pero su lustre resplandeció contra el cielo; la exquisita textura de sus alas rozó aquel medio terreno; y una chispa o dos, como polvo estelar flotaron hacia abajo y se depositaron reluciendo en la alfombra. Luego la mariposa descendió aleteando y, en vez de regresar hacia el niño, fue aparentemente atraída hacia la mano del artista.


—¡No! ¡Así no! —murmuró Owen Warland, como si su obra pudiera comprenderle—. Te has ido del corazón de tu amo. Ya no hay regreso para ti.


Con un movimiento vacilante, y emitiendo una trémula radiación, la mariposa pareció debatirse hacia el niño, y estuvo a punto de posarse sobre su dedo; pero, mientras aún flotaba en el aire, el fuerte niño, con la sagaz y astuta expresión de su abuelo en su rostro, pescó al vuelo el insecto y lo estrujó en su mano. Annie chilló. El viejo Peter Hovenden estalló en una fría y burlona sonrisa. El herrero, por la fuerza, abrió la mano del niño, y encontró en su palma un pequeño montón de brillantes fragmentos, de los que el misterio de la belleza había huido para siempre. En cuanto a Owen Warland, contempló plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de su vida, y que sin embargo no era una ruina. Había atrapado una mariposa mucho más bella que aquélla. Cuando el artista se alza lo suficiente como para conseguir lo bello, el símbolo por el cual lo hizo perceptible a los ojos mortales se convierte en algo de escaso valor a sus ojos, mientras su espíritu queda poseído por el goce de la realidad.



martes, 20 de octubre de 2020

Mario Benedetti - Mucho más grave

 Mucho más grave


por Mario Benedetti


Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo
y eso en verdad no es nada extraordinario
vos lo sabés tan objetivamente como yo.
Sin embargo hay algo que quisiera aclararte,
cuando digo todas las parcelas,
no me refiero solo a esto de ahora,
a esto de esperarte y aleluya encontrarte,
y carajo perderte,
y volverte a encontrar,
y ojalá nada más.
No me refiero a que de pronto digas, voy a llorar
y yo con un discreto nudo en la garganta, bueno llorá.
Y que un lindo aguacero invisible nos ampare
y quizás por eso salga enseguida el sol.
Ni me refiero a solo a que día tras día,
aumente el stock de nuestras pequeñas y decisivas complicidades,
o que yo pueda o creerme que puedo convertir mis reveses en victorias,
o me hagas el tierno regalo de tu más reciente desesperación.

No.
La cosa es muchísimo más grave.
Cuando digo todas las parcelas
quiero decir que además de ese dulce cataclismo,
también estas reescribiendo mi infancia,
esa edad en que uno dice cosas adultas y solemnes
y los solemnes adultos las celebran,
y vos en cambio sabés que eso no sirve.
Quiero decir que estás rearmando mi adolescencia,
ese tiempo en que fui un viejo cargado de recelos,
y vos sabés en cambio extraer de ese páramo,
mi germen de alegría y regarlo mirándolo.
Quiero decir que estás sacudiendo mi juventud,
ese cántaro que nadie tomó nunca en sus manos,
esa sombra que nadie arrimó a su sombra,
y vos en cambio sabés estremecerla
hasta que empiecen a caer las hojas secas,
y quede la armazón de mi verdad sin proezas.
Quiero decir que estás abrazando mi madurez
esta mezcla de estupor y experiencia,
este extraño confín de angustia y nieve,
esta bujía que ilumina la muerte,
este precipicio de la pobre vida.
Como ves es más grave,
Muchísimo más grave,
Porque con estas y con otras palabras,
quiero decir que no sos tan solo,
la querida muchacha que sos,
sino también las espléndidas o cautelosas mujeres
que quise o quiero.

Porque gracias a vos he descubierto,
(dirás que ya era hora y con razón),
que el amor es una bahía linda y generosa,
que se ilumina y se oscurece,
según venga la vida,
una bahía donde los barcos llegan y se van,
llegan con pájaros y augurios,
y se van con sirenas y nubarrones.
Una bahía linda y generosa,
Donde los barcos llegan y se van.
Pero vos,
Por favor,
No te vayas

jueves, 17 de septiembre de 2020

Emil Cioran - De lágrimas y de santos (Selección)

De lágrimas y de santos

(1937)

por Emil Cioran



No es el conocimiento lo que nos acerca a los santos, sino el despertar de las lágrimas que duermen en lo más profundo de nosotros mismos. Entonces únicamente, a través de ellas, tenemos acceso al conocimiento y comprendemos cómo se puede llegar a ser santo después de haber sido hombre.


* * *


Por el beso culpable de una santa, aceptaría yo la peste como una bendición.


* * *


¿Quién podría escribir el diálogo de los santos? Un Shakespeare aquejado de inocencia o un Dostoievski exiliado en una Siberia celeste. Toda mi vida merodearé en las inmediaciones de los santos…


* * *


En el Juicio Final sólo se pesarán las lágrimas.


* * *


«No puedo diferenciar las lágrimas de la música» (Nietzsche). Quien no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso.


* * *


Después de todo, podríamos habernos dispensado de la obsesión de la santidad. Cada uno de nosotros se hubiera dedicado a sus ocupaciones, soportando alegremente sus imperfecciones. La frecuentación de los santos engendra un tormento estéril, su compañía es un veneno cuya virulencia crece a medida que aumenta nuestra soledad. ¿No nos han corrompido acaso mostrándonos mediante el ejemplo que los infortunios tenían una finalidad? Nosotros estábamos acostumbrados a sufrir sin objetivo, fascinados por la inutilidad de nuestros dolores, felices de contemplarnos en nuestras propias heridas.


* * *


La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la vida. ¡Morir sin dejar aquí nada…! El desapego es una negación tanto de la vida como de la muerte. Quien ha superado el miedo de morir, ha triunfado también sobre la vida, la cual no es más que el otro nombre de ese miedo.

No expirando en la cama, los mendigos no mueren, por así decirlo. Sólo se muere horizontalmente, durante esa preparación en la que el vivo supura la muerte. Cuando nada nos une a un lugar, ¿qué nostalgias podríamos tener en los últimos instantes? ¿Habrán escogido los mendigos su destino para no tener nostalgias que les torturen en la agonía? Errantes en la vida, continúan siendo vagabundos en la muerte.


* * *


Durante el tiempo en que trabajó en el Mesías, Haendel se sintió transportado al cielo. Según sus propias palabras, sólo descendió a tierra al terminar su obra. Sin embargo, comparado con Bach, Haendel es de aquí abajo. Lo que en el primero es divino es heroico en el segundo. La amplitud terrestre es la nota dominante haendeliana: una transfiguración desde fuera.

Bach une la visión de un Grünewald a la interioridad de un Holbein; Haendel, la solidez y los contornos de Durero a la audacia visionaria de Baldung-Grien.


* * *


Imposible hacerse una idea precisa sobre los santos. Representan un absoluto al cual es preferible no apegarse, pero que tampoco conviene rechazar. Cualquier actitud nos condena. Tomando partido por los santos, estamos perdidos, sublevándonos contra ellos nos enemistamos con lo absoluto. Si no hubieran existido, ¡cuánto más libres habríamos sido! ¡Cuántas dudas menos hubiésemos tenido! ¿Qué ha podido ponerlos en medio de nuestro camino? Sería inútil querer olvidar el Sufrimiento.


* * *


Toda forma de éxtasis suplanta a la sexualidad, la cual no tendría ningún sentido sin la mediocridad de las criaturas. Pero como éstas apenas poseen otro medio de evadirse de ellas mismas, la sexualidad las salva provisionalmente. Dicho acto excede a su significación elemental — es un triunfo sobre la animalidad, dado que la sexualidad, fisiológicamente hablando, es la única puerta que se abre sobre el cielo.


* * *


¿Lograré un día no citar más que a Dios? Ni los hombres, ni siquiera los santos, tienen nombre. Sólo Dios lo posee. Pero, ¿qué sabemos nosotros de El, sino que es una desesperación que comienza donde acaban todas las demás?


* * *


El límite de cada dolor es un dolor aún mayor.


* * *


Cuando hemos aniquilado el mundo y nos quedamos solos, orgullosos de nuestra hazaña, Dios, rival de la Nada, aparece como una última tentación.


* * *


El vino ha hecho más por acercar los hombres a Dios que la teología. Hace tiempo que los borrachos tristes —¿y los hay que no lo sean?— han superado a los eremitas.


* * *


Hay quien se pregunta aún si la vida tiene o no un sentido. Lo cual equivale a preguntarse si es o no soportable. Ahí acaban los problemas y comienzan las resoluciones.


* * *


La ventaja de pensar en Dios es poder decir sobre El cualquier cosa. Cuanto menos unimos unas ideas con otras, más posibilidades tenemos de acercarnos a la verdad. Dios se aprovecha, en suma, de las periferias de la lógica.


* * *


El gran mérito de Nietzsche fue haber sabido defenderse a tiempo contra la santidad. ¿Qué habría sido de él si hubiera dado rienda suelta a sus inclinaciones naturales? — Un Pascal con todas las locuras de los santos.


* * *


Nada más fácil que desembarazarse de la herencia filosófica, pues las raíces de la filosofía se detienen en nuestras incertidumbres, mientras que las de la santidad superan en profundidad al sufrimiento mismo. El coraje supremo de la filosofía es el escepticismo. Más allá de él, no reconoce más que el caos.

Un filósofo sólo puede evitar la mediocridad mediante el escepticismo o la mística, esas dos formas de la desesperación frente al conocimiento. La mística es una evasión fuera del conocimiento, el escepticismo un conocimiento sin esperanza. Dos maneras de decir que el mundo no es una solución.


* * *


De los filósofos, sólo nos intrigan aquellos que, exasperados por los sistemas, se pusieron a buscar la felicidad. Así nacen las filosofías crepusculares, más consoladoras que las religiones, pues nos liberan de todas las prohibiciones. Una dulce lasitud emana de ellas; parecen un edén de incertidumbres, más que necesarias tras la frecuentación insalubre de los santos.

El escepticismo es la estupefacción ante el vacío de los problemas y de las cosas. Sólo los antiguos han sido verdaderos escépticos. Sus dudas, impregnadas de una indulgencia otoñal y de una felicidad desengañada, tenían estilo, como todas las cosas delicadas en su ocaso.


* * *


El único mérito de los filósofos es haberse ruborizado, de vez en cuando, de ser hombres. Platón y Nietzsche son una excepción: su vergüenza no cesó jamás. El primero intentó arrancarnos del mundo, el segundo hacernos salir de nosotros mismos. Ambos podrían dar una lección a los santos. El honor de la filosofía queda así salvado.


* * *


Comenzamos a saber lo que es la soledad cuando oímos el silencio de las cosas. Comprendemos entonces el secreto sepultado en la piedra y despertado en la planta, el ritmo oculto o visible de la naturaleza entera. El misterio de la soledad reside en el hecho de que para ella no existen criaturas inanimadas. Cada objeto posee su lenguaje propio que desciframos gracias a silencios inigualables.


* * *


Quien no ha frecuentado nunca a los poetas ignora lo que es la irresponsabilidad y el desorden del espíritu. Cuando se les trata, se experimenta el sentimiento de que todo está permitido. No teniendo que dar cuentas de nada a nadie (salvo a sí mismos), no van —ni desean ir— a ninguna parte. Comprenderlos es una gran maldición, pues nos enseñan a no tener ya nada que perder.

Los santos, dirigiéndose a alguien, en su caso a Dios, limitan fatalmente su genio poético. Lo indefinido de la poesía son precisamente los estremecimientos sagrados sin Dios. Si los santos hubieran sabido lo que su lirismo perdía con la intrusión de la Divinidad, habrían renunciado a la santidad y se habrían convertido en poetas. La santidad no conoce más que la libertad en Dios. Pero los mortales sólo se dejan poseer por el desenfreno poético.


* * *


Si la verdad no fuera tan aburrida, la ciencia habría eliminado rápidamente a Dios. Pero al igual que los santos, Dios es una ocasión de escapar a la abrumadora trivialidad de lo verdadero.


* * *


¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? Se diría que no, a juzgar por la complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo.


* * *


Sin Dios todo es noche y con El hasta la luz se vuelve inútil.


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Hay en la obsesión de lo absoluto un gusto por la autodestrucción. De ahí la fascinación que ejercen el convento y el burdel. «Celdas» y «mujeres» por todas partes. El asco de vivir crece tanto a la sombra de las santas como de las putas.


* * *


Todos los nihilistas tuvieron problemas con Dios. Una prueba más de la vecindad con la nada de la divinidad. Habiéndolo profanado todo, no nos queda ya más que destruir esa última reserva de la nada.


* * *


Cuando escuchamos a Bach, vemos germinar a Dios. Su obra es generadora de divinidad.

Tras un oratorio, una cantata o una «Pasión», El tiene que existir. De lo contrario toda la obra del Cantor sería una ilusión desgarradora.

…Pensar que tantos teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única…


* * *


La teología es la negación de Dios. ¡Qué idea descabellada ponerse a buscar argumentos para probar su existencia! Todos sus tratados valen menos que una exclamación de Santa Teresa. Desde que la teología existe, ninguna conciencia ha conseguido ganar con ella una sola certeza, pues la teología no es más que la versión atea de la fe. El mínimo balbuceo místico está más cerca de Dios que la Summa teológica. Todo lo que es institución y teoría deja de estar vivo. La Iglesia y la teología han asegurado a Dios una agonía duradera. Sólo la mística le ha reanimado de vez en cuando.


* * *


Un día el mundo, esta vieja chabola, acabará por derrumbarse de una vez. Nadie puede saber de qué manera, pero ello no tiene la menor importancia, pues desde el momento en que todo carece de substancia y la vida no es más que una pirueta en el vacío, ni el comienzo ni el final prueban nada.


* * *


En el Greco, las figuras y los colores flamean verticalmente. En Van Gogh también los objetos son llamas y los colores queman. Pero horizontalmente, esparcidos en el espacio. Van Gogh es un Greco sin cielo, un Greco sin más allá.

En arte, el centro de gravedad explica, si no la estructura formal y los diferentes estilos, al menos la atmósfera interior. Para el Greco el mundo se precipita hacia Dios, mientras que para Van Gogh prospera en el incendio…


* * *


El ocaso de un pueblo coincide con su máxima lucidez colectiva. Al debilitarse los instintos que crean los «hechos históricos», el aburrimiento se expande sobre su ruina. Los ingleses son un pueblo de piratas que, tras haber saqueado el mundo, comenzaron a aburrirse. Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal. Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad. El tiempo libre, el tiempo desnudo y vacuo, ¿qué es si no una duración sin contenido ni sustancia? La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento.

La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos, como la multiplicación de las religiones del sincretismo alejandrino, que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha «vivido» y que «sabe» demasiado.


* * *


El único argumento contra la inmortalidad es el aburrimiento. De ahí proceden, de hecho, todas nuestras negaciones.


* * *


Haber amado siempre las lágrimas, la inocencia y el nihilismo. Los seres que lo saben todo y los que no saben nada. Los fracasados y los niños.


* * *


Si yo fuera poeta, no pararía hasta que Nerón fuese vengado. Sabría lo que hay que escribir sobre la melancolía de los emperadores locos. Sin un Nerón, los imperios agonizantes carecen de estilo, las decadencias pierden todo su interés.


* * *


El desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos. Cuando no se experimenta ya esa alegría que alimenta al Devenir, todo se acaba en simetrías. Lo que se ha llamado el «geometrismo» en numerosos tipos de locura, no sería más que la exageración de esa predisposición a la inmovilidad que acompaña a toda depresión. El gusto por las formas revela una inclinación secreta por la muerte. Cuanto más deprimido se está, más se petrifican las cosas, a la espera de que se hielen.


* * *


«El sufrimiento es la única causa de la conciencia» (Dostoievski). Los hombres se dividen en dos categorías: los que han comprendido eso y los demás.


* * *


Cuando paseamos por las calles, el mundo, mal que bien, parece existir. Pero miremos por la ventana: todo se vuelve irreal. ¿Cómo es posible que la transparencia de un cristal nos separe hasta ese punto de la vida? En realidad, una ventana nos aleja más del mundo que el muro de una cárcel. A fuerza de contemplar la vida acabamos por olvidarla.


* * *


Ni suficientemente desgraciado para ser poeta… ni suficientemente indiferente para ser filósofo, sólo soy lúcido, pero lo bastante para estar condenado.


* * *


El horror de todo, objetos o criaturas, trae a la mente visiones desoladas. Se deplora que la tierra tenga tan pocos desiertos, se quisiera nivelar las montañas, se sueña con una Mongolia de atardeceres implacables.

Los ascetas cristianos consideraban que sólo el desierto era ajeno al pecado y lo comparaban a los ángeles. Dicho de otra manera, sólo hay pureza donde nada crece.


* * *


Vivimos a la sombra de nuestros fracasos y de nuestras heridas de amor propio. Nuestro apetito de poder exacerbado hasta la locura no puede satisfacerse en este mundo. No existe aquí abajo espacio para el instinto demiúrgico y su furia devastadora.

Buscamos en la religión un consuelo a las derrotas de nuestra voluntad de conquista. Añadiendo otros mundos a éste, podemos esperar triunfos miríficos. Nos volvemos religiosos por temor de asfixiarnos en los límites malditos de este mundo. En realidad, un alma indomable sólo reconoce un enemigo: el Ser Supremo. El es quien debe ser liquidado, el último baluarte que hay que conquistar.


* * *


Cuanto más atrevidas son las paradojas sobre Dios, mejor expresan su esencia. Las propias injurias le resultan más familiares que la teología o la meditación filosófica. Dirigidas contra los hombres, serían irremediablemente vulgares o no tendrían consecuencias; el hombre no es en absoluto responsable, dado que su creador es la causa del error y del pecado. La caída de Adán es ante todo un desastre divino. El Creador ha proyectado en el hombre todas sus imperfecciones, su podredumbre y su decrepitud. Nuestra aparición sobre la tierra debería salvar la perfección divina. Lo que en el Todopoderoso era «existencia», infección temporal, caída, se canalizó en el hombre, y así Dios ha salvado su nada. Gracias a nosotros, que le servimos de vertedero, El se halla vacío de todo.

… De ahí que cuando injuriamos al cielo, lo hagamos en virtud del derecho de quien lleva una carga ajena. Dios sospecha lo que nos sucede —y si envió a su Hijo para que nos quitara de encima una parte de nuestras penas, lo hizo no por compasión, sino por remordimiento.


* * *


No podemos decidirnos entre la libertad y la felicidad. Por un lado el sufrimiento y lo infinito, por el otro la mediocridad y la seguridad. El hombre es un animal demasiado orgulloso para aceptar la felicidad y demasiado corrompido para despreciarla.

¿No es significativo que la «felicidad» engendra un malestar? ¿Quién se jacta de no sufrir? El desasosiego que sentimos ante los desgraciados no es más que la expresión de nuestra convicción de que el sufrimiento constituye el signo distintivo, la originalidad propia de un ser. Pues se convierte uno en un hombre no por medio de la ciencia, el arte o la religión, sino a través del rechazo lúcido de la felicidad, de nuestra incapacidad innata para ser felices.


* * *


Dependiendo como depende de nuestra desesperación, Dios debería continuar existiendo incluso en presencia de pruebas irrefutables de su inexistencia. A decir verdad, todo habla en favor y en contra de El, pues todo lo que existe lo desmiente y lo confirma. La blasfemia y la plegaria se justifican igualmente en el mismo instante. Cuando las proferimos juntas, nos aproximamos al representante supremo del Equívoco.


* * *


El Paraíso gime en el fondo de la conciencia, mientras la memoria llora. Y es así cómo se piensa en el sentido metafísico de las lágrimas y en la vida como el desarrollo de una añoranza.

martes, 15 de septiembre de 2020

Charlotte Perkins Gilman - El tapiz amarillo

 El tapiz amarillo

(1892)

por Charlotte Perkins Gilman



No es nada habitual que gente corriente como John y yo alquile casas solariegas para el verano.

Una mansión colonial, una heredad… Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!

De todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella.

Si no, ¿por qué iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?

John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio.

John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras.

John es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa.

¡Es que no se cree que esté enferma!

¿Y qué se le va a hacer?

Si un médico de prestigio, que además es tu marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?

Mi hermano, que también es un médico de prestigio, dice lo mismo.

O sea, que tomo no sé si fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejercicio, y tengo terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.

Personalmente disiento de sus ideas.

Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien.

Pero ¿qué se le va a hacer?

Durante una temporada sí que escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…

A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos… Pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me produce siempre malestar.

Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.

¡Qué maravilla de finca! Es bastante solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros y la gente.

¡Además tiene un jardín que es una preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra, cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas largas, con parras y asientos debajo.

También había invernaderos, pero están todos rotos.

Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.

Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.

Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!

A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios.

Pero John dice que si pienso eso me olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.

No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se negó en redondo.

Dijo que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él.

Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.

Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.

Dijo que si habíamos venido a esta casa era exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño —dijo—, y lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en todo momento». En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el más alto de la casa.

Es una habitación grande y aireada, que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.

Es como si la pintura y el papel de pared estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto un papel más feo.

Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.

Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles.

El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente.

En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.

¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría.

Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.


* * *


Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.

Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.

John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.

¡Me alegro de que no lo sea el mío!

Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.

John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta.

Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!

¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!

Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.

Suerte que Mary tiene tanta maña con el bebé. ¡Qué monada de criatura!

Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa…!

Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!

Al principio quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.

Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.

—Tú sabes que este sitio te sienta bien —dijo—, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.

—Pues vamos abajo —dije yo—. Abajo hay dormitorios muy bonitos.

Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.

De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.

Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho.

La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.

Por una ventana se ve el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable, las flores de otra época, creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos…

Por otra tengo una vista encantadora de la bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.

A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.

Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me canso mucho.

¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan estimulante.

Ojalá me curara más deprisa.

Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!

Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.

Es tan impertinente, tan pertinaz, que me pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro.

Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.

Aún me acuerdo de la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.

Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.

Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos destrozos como los que hicieron aquí los chavales.

Ya he dicho que el papel de pared está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia.

El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra.

Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el papel.

Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.

Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!

Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.

Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vistas al campo. También es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.

Este papel de pared tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.

Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así… Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo.

¡Ya sube la hermana!


* * *


¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.

Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo.

Pero igualmente me he cansado.

John dice que si no mejoro más deprisa me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.

Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor.

Además, un viaje tan largo son palabras mayores.

Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.

Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando.

Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.

Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido.

Entonces paseo un poco por el jardín o por aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.

Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel de pared. O puede que a causa de él…

¡Lo tengo tan metido en la cabeza!

Me quedo estirada en esta cama enorme e imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión.

Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo.

Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más.

Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.

En cambio, visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.

También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.

Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a complicarlo todavía más.

Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento.

Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a echar una cabezadita.


* * *


No sé por qué escribo esto.

No quiero escribirlo.

No me siento capaz.

Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande…!

Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio.

Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.

John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.

¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.

Pero dijo que no estaba en condiciones de hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.

Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios.

Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.

Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien.

Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.

Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel de pared.

¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.

Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.

Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.

En ese papel hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más.

Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal.

Siempre es la misma forma, sólo que muy repetida.

Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si… Empiezo a pensar… ¡Ojalá que John se me llevase de aquí!


* * *


Es muy difícil hablar con John de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto…

De todos modos anoche lo intenté.

Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol.

Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.

John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante, hasta que me entró miedo.

Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.

Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.

—¿Qué te pasa, criatura? —dijo—. No te pasees así, que te resfriarás.

Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra parte.

—¡Pero cariño! —contestó—. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.

»En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.

—No peso ni un gramo más —dije—; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!

—¡Pobre cielito mío! —dijo John, abrazándome con fuerza—. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.

—¿O sea, que no quieres marcharte? —pregunté con voz triste.

—¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.

—Físicamente puede que sí… —empecé a decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.

—Cariño —dijo—, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi palabra de médico?

Yo, como es lógico, no dije nada más al respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.


* * *


En un dibujo de esta clase, a la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal.

El color de por sí ya es bastante repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una tortura.

Te parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla.

El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así.

¡Pero sólo a veces!

Este papel tiene una peculiaridad muy marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.

Cuando entra el sol de lleno por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérmelo.

Por eso siempre lo observo.

A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel.

¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad.

Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.

A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.

Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.

Lo cierto es que empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.

Estoy convencida de que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo.

Y eso fomenta el engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!

El caso es que le estoy tomando un poco de miedo a John.

Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable.

De vez en cuando, como mera hipótesis científica, pienso… ¡que quizá sea el papel!

En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.

Ella no sabía que yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel… ¡Dio media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba!

Luego dijo que el papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado.

Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!


* * *


Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que vigilar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.

¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared.

Yo, para no hablar del tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.

Ahora no quiero irme hasta que haya descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.


* * *


¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.

De día cansa y desconcierta.

Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.

¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.

Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.

Se infiltra por toda la casa.

Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, acechándome en la escalera.

Se me mete en el pelo.

Hasta cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!

¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué olía.

Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.

Con esta humedad resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.

Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.

Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.

Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.

Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!


* * *


Por fin he hecho un verdadero hallazgo.

A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.

El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!

A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo.

En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con fuerza.

Siempre quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.

Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.

Si estuvieran tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.


* * *


¡Me parece que la mujer sale de día!

Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie: ¡la he visto!

¡La veo por todas mis ventanas!

Estoy segura de que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del día.

La veo por el camino largo que pasa debajo de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo de las zarzamoras.

La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!

Yo, cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía algo.

Y últimamente está tan raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!

Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea yo.

A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la vez.

Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una.

¡Y aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas!

Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.


* * *


¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.

¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.

Sólo quedan dos días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.

Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.

Dice que de día duermo mucho.

¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso que casi no me muevo!

También me hizo toda clase de preguntas a mí fingiéndose muy tierno y atento.

¡Como si no se le notara!

De todos modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.

Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.


* * *


¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde.

Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.

¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.

Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de papel.

Una franja como yo de alta, y de ancha como la mitad de la habitación.

¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!

Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.

Jennie ha mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el papel.

Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.

¡Qué manera de quedar en evidencia!

Pero estoy aquí, y este papel no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!

Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta.

Vaya, que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima.

Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.

Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía.

¡Qué destrozos hicieron los niños!

¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo que poner manos a la obra.

He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino de delante.

No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.

Quiero darle una buena sorpresa.

Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!

¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!

He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.

Después he arrancado todo el papel hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadísimo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!

Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.

Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal.

Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto…!

Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo.

Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!

Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!

¡Es tan agradable estar en esta habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera…!

No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie.

Porque fuera hay que arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde.

Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.

¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!

¡Qué berridos, y qué golpes!

Ahora pide un hacha a gritos.

¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!

—¡John, querido! —he dicho con la máxima amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!

Con eso se ha callado un rato.

Luego ha dicho (con mucha serenidad):

—¡Abre la puerta, cariño!

—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!

Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.

—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces, por Dios?

Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.

—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!

¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!