jueves, 6 de julio de 2023

Francis Marion Crawford - La sonrisa muerta

La sonrisa muerta
por Francis Marion Crawford





CAPÍTULO I

Sir Hugh Ockram sonreía sentado junto a la ventana abierta de su estudio una tarde a finales de agosto, y en ese preciso instante una curiosa nube amarilla oscureció los rayos oblicuos del sol, y la diáfana luz veraniega se tornó más refulgente, como si, de repente, hubiera quedado envenenada y contagiada por los nauseabundos vapores de una peste. El rostro de sir Hugh, en el mejor de los casos, parecía estar hecho de fino pergamino estirado sobre una máscara de madera, con los dos ojos hundidos y ocultos observando desde las profundidades de las hendiduras bajo párpados rasgados y arrugados, vivos y vigilantes, como dos sapos dentro de sus agujeros, uno al lado del otro y exactamente iguales. Pero a medida que la luz cambiaba, un leve fulgor amarillo comenzó a brillar en cada uno de ellos. La enfermera Macdonald dijo en una ocasión que cuando sir Hugh sonreía veía los rostros de dos mujeres en el infierno… dos mujeres muertas a las que había traicionado (la enfermera Macdonald contaba ya con cien años de edad). Y la sonrisa del anciano entonces se ensanchaba, estirando los pálidos labios sobre los descoloridos dientes con una expresión de profunda satisfacción de sí mismo, mezclada con el más implacable odio y desprecio por la muñeca humana. La repugnante enfermedad que lo estaba matando había afectado su cerebro. Su hijo estaba de pie junto a él, alto, blanco y delicado como un ángel de una pintura religiosa primitiva, y aunque un profundo dolor inundaba sus ojos violetas mientras contemplaba el rostro de su padre, sintió que la sombra de esa nauseabunda sonrisa se deslizaba sobre sus propios labios, partiéndolos y entreabriéndolos en contra de su voluntad. Era como un mal sueño, porque intentaba no sonreír y sonreía aún más. Junto a él, extrañamente semejante a él en su lánguida y angelical belleza, con el mismo cabello color oro viejo, los mismos tristes ojos violetas, el mismo semblante luminosamente pálido, Evelyn Warburton apoyó una mano sobre su brazo. Y mientras miraba los ojos de su tío, sintió que no podía apartar los suyos y supo que la mortal sonrisa flotaba sobre sus propios labios rojos, separándolos tensamente sobre los pequeños dientes, mientras dos lágrimas brillantes corrían por las mejillas hasta su boca, y quedaban suspendidas en el labio superior mientras ella sonreía… y la sonrisa era como la sombra de la muerte y el sello de perdición dibujado en su puro y joven rostro.

—Por supuesto —dijo sir Hugh con mucha parsimonia y todavía contemplando los árboles por la ventana—, si ya habéis decidido casaros, no puedo deteneros, y tampoco creo que os importe lo más mínimo mi consentimiento…

—¡Padre! —exclamó Gabriel con tono de reproche.

—No, no me engaño a mí mismo —continuó hablando el anciano, sonriendo de forma terrible—. Os casaréis cuando haya muerto, aunque hay una excelente razón para que no lo hagáis… porque os conviene no hacerlo —repitió dándole especial énfasis a sus palabras, y lentamente volvió los ojos hacia los amantes.

—¿Qué razón? —preguntó Evelyn con voz atemorizada.

—Da igual la razón, querida. Os casaréis igualmente como si no existiera razón alguna —hubo una larga pausa—. Dos ya han partido de esta vida —dijo, bajando la voz de forma extraña—, y dos más serán cuatro, en total, por siempre jamás ardiendo, ardiendo, ardiendo relucientes.

Tras pronunciar las últimas palabras, echó la cabeza hacia atrás lentamente, y el leve fulgor de los ojos como sapos desapareció bajo los hinchados párpados; y la nube refulgente se alejó del sol que ya se ponía por occidente, de forma que la tierra volvió a ser verde y la luz pura. Sir Hugh se había quedado dormido, como hacía frecuentemente desde su última recaída, incluso a media frase.

Gabriel Ockram se llevó a Evelyn de allí y desde el estudio se dirigieron hacia el sombrío recibidor cerrando la puerta con suavidad tras ellos; ambos respiraban agitadamente, como si algún peligro repentino acabara de pasar. Enlazaron las manos, y sus ojos inusualmente parecidos se fundieron en una larga mirada, en la que el amor y una perfecta comprensión quedaban nublados por el secreto terror de algo desconocido. Sus pálidos semblantes reflejaban el miedo del otro.

—Es su secreto —dijo Evelyn finalmente—. Nunca nos dirá lo que es.

—Si muere con ello —respondió Gabriel—, ¡que pese sobre su conciencia!

—¡Sobre su conciencia! —repitió el eco en el sombrío recibidor. Era un eco extraño, y algunos se asustaban al oírlo, porque decían que si fuera un eco real debería repetirse todo y no sólo alguna que otra frase, ora hablador, ora silencioso. Pero la enfermera Macdonald afirmaba que en el enorme recibidor el eco jamás repitió una plegaria cuando un Ockram estaba a punto de morir, aunque sí que repetía diez veces cada una de las maldiciones.

—¡Sobre su conciencia! —repitió el eco muy levemente, y Evelyn se sobresaltó y miró a su alrededor.

—Es sólo el eco —dijo Gabriel, llevándosela.

Salieron a la luz de las últimas horas de la tarde, y se sentaron sobre un banco de piedra detrás de la capilla construida en el extremo del ala este. Reinaba una quietud total, no se escuchaba ni la más mínima respiración, ni ningún otro sonido cerca de ellos. Sólo a lo lejos en el parque un pájaro cantor silbaba el agudo preludio de los coros del anochecer.

—Qué solitario es este lugar —dijo Evelyn, cogiendo nerviosamente la mano de Gabriel y vacilando como si temiera romper el silencio—. Si fuera de noche, tendría miedo.

—¿De qué? ¿De mí? —los tristes ojos de Gabriel se volvieron a ella.

—¡Oh, no! ¿Cómo podría tenerte miedo? Más bien de los viejos Ockram… cuentan que están justo debajo de nuestros pies, aquí en la cripta norte junto a la capilla, todos envueltos en sus mortajas, sin ataúdes, como se les enterraba antiguamente.

—Y como serán siempre enterrados… como enterrarán a mi padre, y a mí. Las leyendas cuentan que un Ockram jamás debe yacer en un ataúd.

—Pero no pueden ser ciertas… no son más que cuentos de hadas… ¡historias de fantasmas!

Evelyn se arrimó a su compañero, presionándole la mano con más fuerza, y el sol comenzó a ponerse.

—Por supuesto. Pero está la historia del anciano sir Vernon, que fue decapitado por traición bajo el reinado de Jacobo II. La familia trajo su cuerpo desde el cadalso en un féretro de hierro con fuertes cerrojos y lo colocaron en la cripta norte. Pero desde entonces, cada vez que se reabría el panteón para enterrar a otro miembro de la familia, encontraban el ataúd totalmente abierto, y el cuerpo erguido y apoyado contra la pared, y la cabeza lejos tirada en un rincón, sonriendo en dirección al féretro.

—¿Como la sonrisa del tío Hugh? —Evelyn se estremeció.

—Sí, supongo que sí —respondió Gabriel, pensativo—. Por supuesto nunca lo he visto, y la cripta no ha sido abierta desde hace treinta años… ninguno de los nuestros ha muerto desde entonces.

—Y si… si el tío Hugh muere… tú… —Evelyn se calló, y su hermoso y delgado rostro palideció profundamente.

—Sí. Veré cómo le entierran allí… con su secreto, sea el que sea. —Gabriel suspiró y presionó la pequeña mano de la joven.

—No me gusta nada la idea —dijo ella vacilante—. Oh, Gabriel, ¿qué podrá ser ese secreto? Él dijo que era mejor que no nos casásemos… no es que lo prohibiera… pero lo dijo de una forma tan extraña, y esa sonrisa… ¡Uf! —sus diminutos dientes blancos castañetearon de miedo, y miró por encima de su hombro mientras se arrimaba aún más a Gabriel—. Y, en cierto sentido, la sentí en mi propio rostro…

—Y yo también —respondió Gabriel nervioso y en voz baja—. La enfermera Macdonald… —entonces se calló abruptamente.

—¿Qué? ¿Qué dijo ella?

—Oh… nada. Me ha contado cosas… cosas que te asustarían, querida. Ven, ya refresca.

El joven se levantó, pero Evelyn le sujetó la mano entre las suyas, todavía sentada y levantando la mirada hacia su rostro.

—Pero nos casaremos igualmente… ¡Gabriel! ¡Di que sí lo haremos!

—Claro, querida… por supuesto. Pero mientras mi padre se encuentre tan enfermo, es imposible…

—¡Oh, Gabriel, Gabriel, querido! ¡Ojalá estuviéramos casados ahora! —exclamó Evelyn con repentina angustia—. Sé que algo lo impedirá y nos separará.

—¡Nada lo logrará!

—¿Nada?

—Nada humano —dijo Gabriel Ockram, mientras ella lo abrazaba.

Y sus rostros, tan extrañamente similares, se unieron y rozaron… y Gabriel supo que el beso tenía un maravilloso sabor a maldad, pero en los labios de Evelyn era como el frío aliento de un miedo dulce y mortal. Y ninguno de ellos lo comprendía, porque eran inocentes y jóvenes. Sin embargo, ella le atrajo hacia sí con una ligerísima caricia, como una mimosa sensible al tacto agita y ondea sus delgadas hojas y se flexiona y cierra suavemente sobre lo que anhela, y él permitió de buena gana ser arrastrado hacia ella, como si su caricia hubiera sido mortal y venenosa; ella amaba de manera extraña ese casi voluptuoso aliento de miedo, y él deseaba apasionadamente ese algo maligno sin nombre que acechaba en sus labios de virgen.

—Es como si nos amásemos en un sueño extraño —dijo ella.

—Temo despertarme —murmuró él.

—Nunca nos despertaremos, querido… cuando el sueño acabe ya se habrá transformado en muerte, tan sutilmente que ni siquiera lo notaremos. Pero hasta entonces…

Ella calló y sus ojos buscaron los de él, y sus rostros se juntaron lentamente. Era como si tuvieran pensamientos prendidos en sus rojos labios que anticiparan y ya conocieran el profundo beso en los labios del otro.

—Hasta entonces… —dijo ella de nuevo, en voz muy baja, y con la boca muy cerca de la de él.

—Hasta entonces… sueña —murmuró entre dientes.



CAPÍTULO II

La enfermera Macdonald tenía cien años de edad. Solía dormirse acurrucada en un viejo sillón orejero de cuero, con los pies en un mullido reposapiés tapizado de piel de borrego, y envuelta en múltiples y cálidas mantas, incluso en verano. Junto a ella siempre había una pequeña lámpara de noche encendida y cerca una antigua taza de plata, en la que había alguna bebida.

Tenía el rostro muy arrugado, pero las arrugas eran tan pequeñas y finas y estaban tan juntas unas de otras que producían sombras en lugar de líneas. Dos delgados mechones de pelo, que estaban mutando de nuevo de blanco a amarillo ahumado, cubrían sus sienes por debajo del almidonado gorro blanco. De vez en cuando se despertaba y sus párpados se alzaban en diminutos pliegues como pequeñas cortinas de seda rosa, y clavaba sus extraños ojos azules frente a ella atravesando puertas y paredes y mundos hasta un lejano lugar más allá. A continuación, volvía a dormirse, con las manos posadas una sobre la otra en el borde de la manta; con la edad, los pulgares le habían crecido más que el resto de dedos, y las articulaciones brillaban bajo la luz de la lámpara como lustrosas manzanas silvestres.

Era casi la una en punto de la noche, y la brisa de verano movía una rama de hiedra haciendo que rozara contra los cristales de la ventana como una caricia susurrante. En la pequeña estancia contigua, con la puerta entreabierta, la joven cuidadora encargada de la enfermera Macdonald dormía profundamente. Todo estaba muy silencioso. La anciana respiraba a intervalos regulares, sus labios arrugados vibraban cada vez que exhalaba aire, y tenía los ojos cerrados.

Pero al otro lado de la ventana cerrada había un rostro, y unos ojos violetas miraban fijamente a la anciana durmiente, y era como el rostro de Evelyn Warburton, aunque había unos veinticuatro metros desde el alféizar de la ventana y la base de la torre. Sin embargo, era un rostro más delgado que el de Evelyn, tan blanco como un destello, y tenía la mirada fija y los labios no brillaban encarnados con vida; estaban muertos y pintados con sangre fresca.

Lentamente, los arrugados párpados de la enfermera Macdonald se plegaron hacia atrás y entonces miró directamente hacia el rostro de la ventana durante diez segundos.

—¿Ya es la hora? —preguntó con su débil y lejana voz.

Mientras lo contemplaba, el rostro en la ventana cambió; los ojos se abrieron más y más hasta que el blanco refulgía alrededor del brillante violeta, y los sangrientos labios se abrieron mostrando unos dientes brillantes, y se tensaron y abrieron y se tensaron aún más, y el cabello dorado oscuro flotó y golpeó la ventana en la brisa nocturna. Y en respuesta a la pregunta de la enfermera Macdonald, se escuchó el sonido que hiela la carne viva.

Aquella voz que gemía en voz baja se elevó súbitamente, como el gemido de una tormenta, de gemido pasó a alarido, de alarido a aullido, de aullido al grito aterrado de un muerto torturado… el que lo ha escuchado lo sabe y puede atestiguar que el grito de la banshee es un grito maligno cuando se escucha en soledad y en la oscuridad de la noche. Cuando hubo callado y el rostro desapareció, la enfermera Macdonald se revolvió un poco en su enorme sillón y siguió mirando el gran cuadrado negro de la ventana, pero ya no había nada más allí, nada excepto la noche y la susurrante hiedra. Volvió la cabeza hacia la puerta entreabierta, y allí de pie se encontraba la joven cuidadora con camisón blanco; los dientes le castañeaban por el miedo.

—Ya es la hora, niña —dijo la enfermera Macdonald—. Debo ir a él, porque ya ha llegado el fin.

Se levantó lentamente, apoyando sus marchitas manos sobre los brazos del sillón; la joven acercó una bata de lana y una enorme toca, así como su muleta, y abrigó a la anciana. Pero con frecuencia la joven miraba hacia la ventana con expresión descompuesta por el terror, y con frecuencia la enfermera Macdonald sacudía la cabeza y pronunciaba palabras que la cuidadora no entendía.

—Era como el rostro de la señorita Evelyn —dijo finalmente la joven, temblando.

Pero la anciana le lanzó una mirada dura y enojada, y la escudriñó con sus extraños ojos azules. Se levantó apoyándose en el brazo del enorme sillón con la mano izquierda, y levantó la muleta para golpear a la cuidadora con todas sus fuerzas. Pero no lo hizo.

—Eres una buena chica —dijo—, pero idiota. Reza por tener más seso, niña, reza por tener más seso… si no, mejor será que busques empleo en otra casa que no sea Ockram Hall. Trae la lámpara y sujétame por debajo de mi brazo izquierdo.

La muleta claqueteó contra el suelo de madera, y los tacones bajos de las zapatillas de la enfermera Macdonald repiquetearon a su paso en lentos tripletes mientras se dirigía hacia la puerta. Al bajar las escaleras, cada paso que daba le suponía un enorme esfuerzo, y al oír el repiqueteo los sirvientes que despertaban sabían que la anciana se acercaba mucho antes de verla.

Ya nadie dormía, y había luces, y susurros, y caras pálidas en los pasillos cerca del dormitorio de sir Hugh, y unos entraban y otros salían, pero todos dejaron paso a la enfermera Macdonald, que ya había cuidado al padre de sir Hugh hacía más de ochenta años.

La luz en el cuarto era tenue y clara. Allí de pie estaba Gabriel Ockram junto al lecho de su padre, y de rodillas estaba Evelyn Warburton, con el cabello posado como una sombra dorada sobre los hombros, y las manos entrelazadas y crispadas. Y frente a Gabriel, una enfermera intentaba que sir Hugh bebiera. Pero él se negaba y, aunque sus labios estaban entreabiertos, tenía los dientes firmemente apretados. Estaba muy, muy delgado y amarillo, y sus ojos reflejaban la luz por ambos lados asemejándose a brasas amarillas.

—No lo atormente —dijo la enfermera Macdonald a la mujer que sujetaba la taza—. Permítame que hable con él, ya ha llegado su hora.

—Déjela que hable con él —ordenó Gabriel con voz apagada.

Así pues, la anciana se inclinó hacia la almohada y posó el peso pluma de su marchita mano, que era como una polilla marrón, sobre los dedos amarillos de sir Hugh, y le habló con vehemencia, mientras sólo permanecían en el cuarto Gabriel y Evelyn para poder oírlo.

—Hugh Ockram —dijo ella—, este es el fin de tu vida; te vi nacer, y antes vi nacer a tu padre, y he venido para verte morir. Hugh Ockram, ¿me dirás la verdad?

El moribundo reconoció la voz lejana que había oído durante toda su vida, y volvió lentamente su rostro amarillo hacia la enfermera Macdonald, pero no dijo nada. Entonces la mujer volvió a hablar.

—Hugh Ockram, nunca más verás la luz del sol. ¿Me dirás la verdad?

Sus ojos como sapos aún brillaban. Se clavaron firmemente en el rostro de la mujer.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó, y cada palabra resonaba hueca contra la siguiente—. No tengo secretos. He tenido una buena vida.

La enfermera Macdonald se rió… una risa rota y en voz baja que hizo que su cabeza se sacudiera y temblara ligeramente, como si su cuello fuera un muelle de acero. Pero los ojos de sir Hugh enrojecieron, y sus pálidos labios comenzaron a torcerse.

—Deja que muera en paz —dijo lentamente.

Pero la enfermera Macdonald agitó la cabeza, y su mano parda como una polilla abandonó la de él y revoloteó hasta su frente.

—¡Por la madre que te engendró y murió de dolor por los pecados que cometiste, dime la verdad!

Los labios de sir Hugh se tensaron sobre unos dientes descoloridos.

—No en este mundo —respondió lentamente.

—¡Por la mujer que engendró a tu hijo y murió con el corazón roto, dime la verdad!

—Ni a ti en vida, ni a ella en la muerte eterna.

Arrugó los labios como si las palabras le abrasaran como ascuas entre ellos, y una enorme gota de sudor rodó por el pergamino de su frente. Gabriel Ockram se mordió la mano al contemplar la inminente muerte de su padre. Pero la enfermera Macdonald habló por tercera vez.

—Por la mujer a la que traicionaste, y que ya te aguarda esta noche, Hugh Ockram, ¡dime la verdad!

—Es demasiado tarde. Déjame morir en paz.

Los labios retorcidos iniciaron una sonrisa que se posó sobre los dientes amarillentos, y los ojos como sapos brillaron en su cabeza como joyas malignas.

—Aún queda tiempo —dijo la anciana—. Dime el nombre del padre de Evelyn Warburton. Luego te dejaré morir en paz.

Evelyn dio un respingo hacia atrás, mientras seguía arrodillada, y miró a la enfermera Macdonald, y luego a su tío.

—¿El nombre del padre de Evelyn? —repitió el anciano lentamente, mientras la terrible sonrisa se extendía por su rostro moribundo.

Extrañamente, la luz se hacía cada vez más sombría en la enorme estancia. Mientras Evelyn la observaba, la encorvada sombra de la enfermera Macdonald en la pared se hizo gigantesca. La respiración de sir Hugh era pesada, y ya sonaban los últimos estertores en su garganta, mientras la muerte avanzaba sobre su cuerpo como una serpiente y lo ahogaba. Evelyn rezaba en voz alta y clara.

Entonces algo golpeó la ventana y la joven sintió una fría brisa sobre su cabello que lo hizo ondear por encima de su cabeza y, en contra de su voluntad, volvió la mirada. Y cuando vio su propio semblante mirando por la ventana, y sus propios ojos observándola a través del cristal, desorbitados y aterrados, y vio su propio cabello resbalando por el cristal, y sus propios labios manchados de sangre fresca, se levantó lentamente del suelo y permaneció rígida durante unos segundos, y entonces, tras gritar una sola vez, se desmayó y cayó de espaldas directamente en los brazos de Gabriel. Pero el alarido que respondió al de la joven era el alarido aterrado de un cadáver atormentado, con el alma presa por la vergüenza de pecados mortales, aunque los demonios luchaban en su interior contra la putrefacción, cada uno de ellos deseoso de obtener su parte.

Sir Hugh Ockram se sentó erguido en su lecho de muerte, abrió los ojos y gritó:

—¡Evelyn! —su áspera voz se rompió y resonó en su pecho al tiempo que se hundía de nuevo en la cama. Pero la enfermera Macdonald seguía torturándolo, porque todavía le quedaba un hálito de vida.

—Tú has visto a la madre que te espera, Hugh Ockram. ¿Quién era el padre de la joven Evelyn? ¿Cómo se llamaba?

Por última vez la terrible sonrisa brotó en sus retorcidos labios, muy lentamente, muy firmemente ahora, y los ojos como sapos brillaron rojizos, y el rostro apergaminado destelló levemente bajo la temblorosa luz. Y por última vez pronunció unas palabras.

—Lo saben en el infierno.

Entonces los brillantes ojos se apagaron rápidamente, el semblante amarillento se tornó pálida cera y un gran temblor recorrió el delgado cuerpo de Hugh Ockram al morir.

Pero incluso en la muerte seguía sonriendo, porque guardaba su secreto y se había llevado su silencio al otro lado, y se lo llevaría consigo para que permaneciera con él por siempre jamás en la cripta norte de la capilla donde los Ockram yacían sin ataúdes y envueltos en sus mortajas… todos menos uno. Aunque estaba muerto, sonreía, porque había guardado el tesoro de maligna verdad hasta el final, y no quedaba nadie vivo que pudiera decir el nombre que él había pronunciado, pero quedaba todo el mal no reparado para que diera sus frutos.

Mientras miraban al padre —la enfermera Macdonald y Gabriel, que sostenía a Evelyn todavía inconsciente entre sus brazos—, sintieron que la sonrisa muerta reptaba hasta sus propios labios… la anciana arpía y el joven con rostro de ángel. Entonces se estremecieron levemente y ambos miraron a Evelyn, que tenía la cabeza apoyada sobre el hombro del joven y, aunque estaba bellísima, la misma escalofriante sonrisa también torcía su joven boca, y fue como el presagio de un mal tremendo que no podían llegar a entender.

Pero poco a poco sacaron a Evelyn de allí, y la joven abrió los ojos y la sonrisa se desvaneció. Desde muy lejos en la enorme casa les llegó el sonido a llanto y plegarias que subía por las escaleras y retumbaba por los lúgubres pasillos; las mujeres habían comenzado a llorar la muerte de su difunto señor, según la costumbre irlandesa, y en el salón resonaron sus propios ecos toda esa noche, como un lejano alarido de banshee entre los árboles de un bosque.

Cuando llegó el momento, transportaron a sir Hugh en el sudario sobre unas andas con caballete hasta la capilla, a través de la cancela de hierro y por el largo pasaje de bajada a la cripta norte, alumbrados con velas, para colocarlo junto a su padre. Dos hombres entraron primero para acondicionar el lugar; y salieron tambaleándose como si estuvieran borrachos, y blancos, abandonando sus luces allí dentro.

Pero Gabriel Ockram no tenía miedo, porque él ya sabía lo que iba a encontrar. Y entró solo y vio que el cuerpo de sir Vernon Ockram estaba erguido apoyado contra la pared de piedra, y que su cabeza miraba desde el suelo cerca del cuerpo, con el rostro hacia arriba, y los resecos labios apergaminados sonreían horriblemente hacia el cadáver reseco, mientras el féretro de hierro, forrado por dentro de terciopelo negro, permanecía abierto sobre el suelo.

Entonces Gabriel levantó el cuerpo en sus manos; era muy ligero, pues estaba bastante deshidratado por el aire de la cripta, y aquellos que echaron un vistazo por la puerta vieron que lo colocaba dentro del féretro de nuevo. Crujió levemente, como un fardo de cañas, y sonó a hueco cuando tocó los lados y el fondo. También colocó la cabeza sobre los hombros y echó el cerrojo a la tapa, que se cerró sobre un muelle oxidado con un chasquido.

Después colocaron a sir Hugh junto a su padre, sobre las andas con caballete en las que lo habían transportado, y regresaron a la capilla.

Pero cuando se miraron unos a otros, el señor y los hombres, todos sonreían con la sonrisa muerta del cadáver que habían depositado en la cripta, y sólo pudieron volver a mirarse unos a otros cuando desapareció.



CAPÍTULO III

Gabriel Ockram se convirtió en sir Gabriel tras heredar de su padre el rango de baronet junto a una fortuna bastante mermada, y Evelyn Warburton continuó viviendo en Ockram Hall, en la estancia que daba al sur y que le había pertenecido desde que tenía memoria. No podía marcharse, porque no tenía familiares a los que acudir, y además no parecía que hubiera ningún motivo por el que no debiera quedarse. El resto del mundo jamás se tomaría la molestia de averiguar lo que hacían los Ockram en sus posesiones irlandesas, y desde hacía mucho tiempo los Ockram no esperaban nada del mundo.

Así pues, Gabriel ocupó el lugar de su padre en la oscura y vieja mesa del comedor, y Evelyn se sentó frente a él, a la espera de que el periodo de duelo acabara y pudieran finalmente casarse. Y, mientras tanto, sus vidas prosiguieron como antes, cuando sir Hugh quedó irremediablemente inválido durante el último año de su vida y ellos lo veían tan sólo unos minutos cada día, y pasaban la mayor parte del tiempo juntos en una asociación extrañamente perfecta.

Pero aunque el tardío verano ya se entristecía hacia el otoño, y el otoño se oscurecía hacia el invierno, y una tormenta siguió a otra tormenta, y la lluvia caía sobre más lluvia durante días cortos y noches largas, Ockram Hall parecía menos sombrío desde que sir Hugh fue enterrado en la cripta norte junto a su padre. Y en tiempo de Navidad Evelyn engalanó el enorme salón con ramas de acebo y de laurel, y grandes fuegos ardían en todas las chimeneas. Fue entonces cuando los granjeros de la comarca fueron invitados a una cena de Año Nuevo, y todos comieron y bebieron bien, mientras sir Gabriel presidía la mesa. Evelyn entró cuando se sirvió el oporto, y los propietarios más respetados pronunciaron unas palabras brindando por la salud de la señora de la casa.

Hacía ya tiempo, dijo uno de ellos, que no había una lady Ockram. Sir Gabriel guareció sus ojos bajo la mano y miró hacia el otro extremo de la mesa y un ligero rubor apareció en las transparentes mejillas de Evelyn sentada junto a él. Pero, continuó el granjero de cabello gris, hacía mucho más tiempo que no había habido una lady Ockram tan hermosa como la que en breve sería, y brindó por la salud de Evelyn Warburton.

A continuación el resto de granjeros se levantaron y la vitorearon, y sir Gabriel se levantó igualmente, junto a Evelyn. Y cuando los hombres exclamaron la última y más sonora ovación de todas, se oyó otra voz que no pertenecía a ninguno de ellos, por encima de las demás, más aguda, más fiera, más alta… un grito que no era terrenal, un alarido por la novia de Ockram Hall. Y las ramas de acebo y laurel sobre la repisa de la gran chimenea se agitaron y ondearon sutilmente, como si una fría brisa soplara sobre ellas. Los hombres palidecieron profundamente, y muchos de ellos apoyaron sus vasos, y otros los dejaron caer sobre el suelo por miedo. Y tras mirarse unos a otros, comprobaron que todos sonreían extrañamente, una sonrisa muerta, como la del difunto sir Hugh. Alguien gritaba palabras en irlandés, y el miedo a la muerte los embargó a todos y les hizo huir despavoridos, tropezando unos con otros como bestias salvajes en un bosque ardiendo cuando el espeso humo llega justo antes de la llama; las mesas quedaron tiradas, y los vasos y botellas convertidos en montones de cristales rotos, y el oscuro vino tinto esparcido como sangre por el suelo pulido.

Sir Gabriel y Evelyn permanecieron en la cabecera de la mesa contemplando el naufragio de la fiesta, y no se atrevían a mirarse el uno al otro, porque ambos sabían que el otro sonreía. Pero el brazo derecho de él sujetó el de ella, y la mano izquierda de él agarró la mano derecha de ella mientras lanzaban sus miradas al frente, y si no fuera por las sombras del cabello de ella, no se hubiera podido distinguir un rostro del otro. Estuvieron escuchando largo rato, pero el grito no se oyó de nuevo, y la sonrisa muerta desapareció de sus labios, al tiempo que ambos recordaban que sir Hugh Ockram yacía en la cripta norte, sonriendo envuelto en el sudario, en la oscuridad, porque había logrado morir con su secreto.

Y así fue como finalizó la cena de Año Nuevo con los granjeros locales. Pero desde ese momento sir Gabriel se sumió en un silencio cada vez mayor y su rostro se veía más pálido y delgado que antes. Con frecuencia, sin previo aviso y sin pronunciar palabra alguna, se levantaba de su asiento como si algo le hiciera moverse en contra de su voluntad, y salía bajo la lluvia o bajo el sol dirigiéndose hacia el ala norte de la capilla, y se sentaba sobre el banco de piedra, contemplando el suelo como si pudiera ver a través de él, y a través de la cripta a sus pies, y a través del blanco sudario en la oscuridad, hasta contemplar la sonrisa muerta que jamás moriría.

Siempre que salía en ese estado, Evelyn le seguía y se sentaba junto a él. En una ocasión, también, como en verano, sus bellos rostros se juntaron súbitamente, y sus párpados cayeron, y sus rojos labios estuvieron a punto de tocarse. Pero cuando sus ojos se encontraron, estos se agrandaron desorbitados, hasta que el blanco formó un anillo brillante alrededor del profundo violeta, mientras sus dientes castañeteaban, y sus manos eran como las manos de cadáveres, entrelazadas por el miedo a lo que yacía bajo sus pies, y a lo que sabían pero no podían ver.

En otra ocasión, Evelyn encontró a sir Gabriel solo en la capilla, de pie ante la cancela de hierro por la que se descendía a la cámara mortuoria, y en la mano llevaba la llave de la puerta, pero aún no la había introducido en la cerradura. Evelyn le apartó, temblando, porque también ella había sido conducida entre sueños para ver a aquella terrible criatura de nuevo y averiguar si había cambiado desde que fuera enterrada allí.

—Me estoy volviendo loco —dijo sir Gabriel cubriéndose los ojos con las manos mientras seguía a la joven—. Lo veo en sueños, lo veo cuando estoy despierto… me atrae hacia él, de día y de noche… y a menos que lo vea ¡moriré!

—Lo sé —respondió Evelyn—. Lo sé. Es como si tejiera hilos, como los hilos de una araña, arrastrándonos allí abajo —calló durante unos segundos, y luego saltó violentamente y agarró su brazo con la fuerza de un hombre, y casi gritó las palabras que pronunció—. ¡Pero no debemos ir allí! —exclamó—. ¡No debemos ir!

Los ojos de Gabriel la miraron entrecerrados, y no se conmovió por la agonía en el rostro de ella.

—Moriré a menos que pueda verlo de nuevo —dijo él, en voz muy baja y muy distinta a la suya propia. Y durante todo ese día y esa noche apenas habló, pensando sobre ello, siempre pensando, mientras Evelyn Warburton temblaba de pies a cabeza con un terror que nunca antes había experimentado.

Salió sola, una gris mañana de invierno, hacia el cuarto de la enfermera Macdonald en la torre, y se sentó junto a su enorme sillón de piel, posando su delgada y blanca mano sobre los marchitos dedos.

—Enfermera —dijo la joven—, ¿qué es eso que el tío Hugh debía haberle dicho la noche que murió? Debe de tratarse de un terrible secreto… y, sin embargo, aunque usted se lo preguntó, tuve la impresión de que ya lo sabía, y que sabe por qué sonreía de forma tan terrible.

La cabeza de la anciana se movió lentamente de un lado a otro.

—Sólo puedo suponer cosas… jamás lo sabré —respondió pausadamente con su vocecilla ronca.

—¿Pero qué es lo que supone? ¿Quién soy? ¿Por qué le preguntó quién era mi padre? Sabe que soy la hija del coronel Warburton, y mi madre fue la hermana de lady Ockram, de manera que Gabriel y yo somos primos. Mi padre fue asesinado en Afganistán. ¿Qué secreto podría existir?

—No lo sé. Sólo puedo suponerlo.

—¿Suponer qué? —imploró Evelyn, presionando sus blandas y marchitas manos mientras se inclinaba hacia delante. Pero los párpados arrugados de la enfermera Macdonald se cerraron repentinamente ocultando sus extraños ojos azules, y sus labios vibraron ligeramente al expulsar el aliento, como si estuviera dormida.

Evelyn esperó. Junto al fuego la sirvienta irlandesa tejía rápidamente, y las agujas entrechocaban como tres o cuatro relojes a contratiempo unos de otros. Y el verdadero reloj en la pared marcaba solitario la hora con solemnidad, descontando los segundos de la mujer de cien años, y a la que ya no le quedaban muchos días de vida. Fuera, la hiedra golpeaba la ventana al ritmo de las ráfagas invernales, como había estado golpeando el cristal desde hacía cien años.

Entonces, mientras Evelyn seguía allí sentada, sintió de nuevo que brotaba en ella un horrible deseo… el angustioso deseo de bajar, de descender hasta la cosa en la cripta norte, y abrir el sudario para ver si había cambiado, y se aferró a las manos de la enfermera Macdonald como si quisiera así permanecer en su cuarto y luchar contra la atroz atracción del maligno muerto.

Pero el viejo gato que calentaba los pies de la enfermera Macdonald, y que siempre se echaba en su reposapiés, se enderezó y estiró el cuerpo, y mientras miraba a Evelyn fijamente a los ojos arqueó la espalda y su cola se esponjó y erizó, y su fea boca rosada se abrió en una maliciosa mueca mostrando unos dientes afilados. Evelyn lo miró, medio fascinada por su fealdad. Entonces la criatura lanzó de repente la pata con las uñas extendidas y bufó a la joven, y en ese mismo instante el gato sonrió como el cadáver sonriente que yacía allá abajo, lo que provocó en Evelyn un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo hasta sus diminutos pies; se cubrió la cara con la mano libre para evitar que la enfermera Macdonald se despertara y viera la sonrisa muerta allí, porque ya podía sentirla en los labios.

La anciana ya había vuelto a abrir los ojos y dio un toque al gato con el extremo de su muleta, tras lo cual el lomo del animal bajó y su cola se deshinchó, para a continuación escabullirse hasta su lugar favorito en el mullido reposapiés. No obstante, sus ojos amarillos miraban de reojo a Evelyn, por las ranuras entre sus párpados.

—¿Qué es lo que usted supone, enfermera? —preguntó de nuevo la joven.

—Algo malo… algo perverso. Pero no me atrevo a decírselo, en caso de que no fuera cierto, y tan sólo pensar en ello podría arruinar su vida. Porque si estoy en lo cierto, sir Hugh pretendió que nunca lo supieran, y que se casaran, y pagaran por su viejo pecado con sus almas.

—Decía que no debíamos casarnos…

—Sí… él les decía eso, quizás… pero era como si un hombre pusiera carne envenenada frente a una bestia hambrienta y dijera «no la comas», pero jamás moviese la mano para apartar la carne. Y si les dijo que no debían casarse fue porque esperaba que lo hicieran; porque de todos los hombres vivos o muertos Hugh Ockram fue el más falso al pronunciar una mentira cobarde, el más cruel al herir a una mujer débil, y el peor al amar un pecado.

—Pero Gabriel y yo nos amamos —dijo Evelyn muy triste.

Los viejos ojos de la enfermera Macdonald miraron a lo lejos paisajes contemplados hacía mucho tiempo, que se alzaban en el aire gris del invierno entre las nieblas de una juventud antigua.

—Si se aman, pueden morir juntos —dijo la anciana, con mucha parsimonia—. ¿Para qué quieren vivir más, si es cierto? Yo he cumplido los cien años. ¿Qué me ha dado la vida? El comienzo es fuego; el final es un montón de cenizas, y entre el final y el comienzo está todo el dolor del mundo. Déjeme dormir, ya que no puedo morir.

Y a continuación los ojos de la anciana volvieron a cerrarse, y la cabeza se hundió un poco más sobre su pecho.

Así pues, Evelyn se marchó y la dejó dormida, con el gato dormitando en el reposapiés, y la joven intentó olvidar las palabras de la enfermera Macdonald. Pero no pudo, porque las oía una y otra vez en el viento, y a sus espaldas en las escaleras. Y a medida que iba enfermando de miedo por el terrorífico mal desconocido al que su alma estaba sometida, sentía que algo sólido la presionaba y la empujaba forzándola a avanzar, y por el otro extremo sentía los hilos que la arrastraban misteriosamente; y cuando cerraba los ojos, veía el interior de la capilla y, tras el altar, la cancela de hierro que había que atravesar para llegar hasta el cadáver.

Y mientras permanecía despierta en su lecho de noche, se echó la sábana sobre el rostro para evitar ver sombras en la pared que la enervasen, y el sonido de su propio aliento caliente susurraba en sus oídos mientras se aferraba al colchón con ambas manos para evitar levantarse y dirigirse a la capilla. Habría sido más fácil resistirse si no hubiera existido un pasaje que conducía hasta allí a través de la biblioteca, por una puerta que nunca estaba cerrada. Era terriblemente sencillo tomar una vela y avanzar blandamente por la casa durmiente. Y la llave de la cripta se encontraba bajo el altar tras una placa móvil. Ella conocía este pequeño secreto. Podía ir sola y ver.

Pero cuando pensó en ello, la joven sintió que se le erizaba el cabello, y en un primer momento tembló tanto que la cama se sacudió, y luego el horror la invadió con un gélido escalofrío que de nuevo la sometió a una verdadera agonía, como si miríadas de agujas de hielo se clavaran al unísono en sus nervios.



CAPÍTULO IV

El viejo reloj de la torre donde dormitaba la enfermera Macdonald anunció la medianoche. Desde su cuarto, la joven podía oír las chirriantes cadenas y pesos dentro del reloj en el rincón de la escalera, y distinguía la nota discordante de la oxidada palanca que accionaba el martillo. Lo había escuchado toda su vida. Marcaba claramente once campanadas, y luego sonaba la decimosegunda con medio toque apagado, como si el martillo ya estuviera demasiado cansado para continuar y se hubiera quedado dormido sobre la campana.

El viejo gato se levantó del reposapiés y se estiró, y la enfermera Macdonald abrió sus ancianos ojos e inspeccionó lentamente el cuarto bajo la tenue luz de la lámpara de noche. Tocó al gato con su muleta, y este se tumbó sobre sus cuatro patas. La anciana sorbió unas cuantas gotas de su taza y volvió a dormirse.

Pero en el piso de abajo, sir Gabriel estaba sentado totalmente rígido mientras el reloj marcaba la hora, y es que había estado soñando un terrible sueño de horror en el que su corazón se detuvo hasta despertarle, y después comenzó a latir de nuevo furiosamente recobrando el aliento, como algo salvaje que hubiera sido liberado. Ningún Ockram jamás había experimentado despierto el miedo, pero en ocasiones se apoderaba de sir Gabriel en sus sueños.

Mientras se incorporaba en la cama, se presionó las sienes con las manos y las sintió gélidas, aunque la cabeza estaba caliente. El sueño se desvaneció en la lejanía y fue sustituido por el pensamiento crucial que regía toda su vida, y con el pensamiento en sus labios también brotó la enfermiza mueca en la oscuridad, que sin duda era una sonrisa. A lo lejos, Evelyn Warburton soñaba que la sonrisa muerta se posaba en su boca, y se despertó con un sobresalto y un gemido quedo, y con las manos temblorosas sobre el rostro.

Pero sir Gabriel encendió la luz y se levantó y comenzó a recorrer su cuarto de un lado a otro. Era medianoche y apenas había podido dormir una hora, y en el norte de Irlanda las noches de invierno son largas.

«Voy a volverme loco», se dijo a sí mismo, sujetándose la frente. Sabía que era cierto. Durante semanas y meses enteros la atracción que ejercía el cadáver sobre él había ido en aumento como una enfermedad, hasta que ya no fue capaz de pensar en nada sin pensar antes en aquello. Y entonces, de forma súbita, su obsesión se disparó, y fue consciente de que, o permitía que lo utilizase como su instrumento, o perdería la poca cordura que le quedaba… Entonces supo que debía realizar aquel acto que odiaba y temía, si es que era capaz de temer alguna cosa, o bien algo se rompería en su mente y lo separaría de su anterior vida hasta la muerte. Tomó la vela, la pesada y vieja palmatoria que siempre había sido usada por el amo de la casa. No se le ocurrió vestirse, y se marchó tal cual estaba, ataviado con su pijama de seda y zapatillas, y abrió la puerta. Reinaba un profundo silencio en la enorme y vieja casa. Cerró la puerta tras de sí y avanzó sin hacer ruido sobre la alfombra del largo pasillo. Una fría brisa sopló sobre su hombro y sobre la llama de la vela alejándola de él. Instintivamente, paró y miró a su alrededor, pero todo estaba en perfecta quietud, y la llama erecta ahora ardía segura. Continuó andando e inmediatamente una fuerte ráfaga sopló desde atrás y a punto estuvo de apagar la luz. El viento parecía tan sólo soplar cuando avanzaba, pero cesaba cada vez que se giraba, retornando de nuevo al continuar… invisible, gélido.

Bajó por la enorme escalera hasta el resonante salón, y no vio nada a excepción del fulgor de la llama alejándose de él sobre la cera acanalada, mientras el frío aire soplaba sobre su hombro y entre su cabello. Pasó a través de la puerta abierta hasta la biblioteca, oscurecida con viejos libros y librerías de madera tallada; pasó a través de la puerta disimulada entre las estanterías, con estantes y lomos de libros pintados de manera que quedara invisible… y se cerró a sus espaldas con un chasquido. Entró en un pasaje de techo bajo y, aunque la puerta estaba cerrada y bien encajada en el marco, una fría brisa seguía soplando la llama inclinándola hacia delante mientras avanzaba. No sentía miedo, pero su rostro estaba profundamente pálido y abría los ojos desorbitados y brillantes, clavados frente a él, contemplando ya en el oscuro aire la imagen del cadáver al otro lado. Pero en la capilla se quedó paralizado, con la mano apoyada en la pequeña placa móvil detrás del altar de piedra. En la placa había grabadas unas palabras: «Clavis sepulchri Clarissimorum Dominorum De Ockram» («La llave de la cripta de los Ilustrísimos señores de Ockram»). Sir Gabriel aguzó el oído y escuchó. Le había parecido oír un sonido lejano en la mansión donde antes todo había permanecido en silencio, pero no volvió a oírlo. Sin embargo, esperó a que se repitiera y miró la cancela baja de hierro. Al otro lado de esta, descendiendo por el largo pasaje, yacía su padre sin ataúd, muerto desde hacía seis meses, putrefacto, terrible bajo su ceñida mortaja. El aire de la cripta no habría podido acabar de hacer su trabajo. Pero en los cadavéricos rasgos del muerto, con los ojos abiertos medio resecos, todavía estaría la terrorífica sonrisa con la que el hombre había muerto… la sonrisa que embrujaba…

Cuando el pensamiento cruzó la mente de sir Gabriel, sintió que sus labios se torcían, y se golpeó furiosamente su propia boca con el dorso de la mano, con tanta fuerza que una gota de sangre resbaló hasta la barbilla, y otra, y otra más, perdiéndose en el suelo en penumbra de la capilla. Pero aun así sus labios amoratados seguían torciéndose. Giró la placa siguiendo los pasos del simple mecanismo. No precisaba de mayor seguridad, y es que, aunque los Ockram hubieran sido enterrados en féretros de oro puro y la puerta hubiera estado abierta de par en par, no existía hombre en Tyrone lo suficientemente valiente para bajar a este lugar, a excepción del propio Gabriel Ockram, con su rostro angelical y sus finas y blancas manos, y sus tristes ojos impávidos. Tomó la grande y vieja llave y la introdujo en la cerradura de la cancela de hierro, y el sonoro chirrido retumbó más allá del corredor como pisadas, como si un vigilante hubiera estado apostado tras la cancela y se alejara corriendo hacia el interior, con pesados pies muertos. Y aunque él estaba quieto, el frío viento soplaba a su espalda y movía la llama de la vela contra la cancela de hierro. Giró la llave.

Sir Gabriel observó que quedaba poca cera en la vela. Había otras nuevas en el altar, con largos candelabros, y encendió una, y dejó la suya encendida sobre el suelo. Mientras la posaba en el suelo, su labio comenzó a sangrar de nuevo, y cayó otra gota sobre las losas de piedra.

Abrió la puerta de hierro y la empujó contra la pared de la capilla, de forma que no se cerrase sola mientras él permanecía dentro, y la horrible corriente procedente del sepulcro subió desde las profundidades hasta su rostro, nauseabunda y oscura. Entró, pero la llama de la larga vela se alejó de él inclinada por el viento mientras descendía por la suave pendiente con paso firme, las zapatillas holgadas palmoteando sobre la piedra mientras avanzaba.

Protegió la vela con la mano, y sus dedos parecían estar hechos de cera y sangre cuando la luz brilló a través de ellos. Y a pesar de esto, la corriente de aire sobrenatural forzaba la llama hacia delante, hasta hacerla brillar azul sobre la mecha negra y a punto de apagarse. Pero él continuó avanzando, con los ojos brillantes.

La bajada era amplia y no siempre podía ver las paredes bajo esa luz irregular, pero supo que había llegado al lugar de la muerte al escuchar el mayor y terrible eco de sus pasos en la estancia más amplia, y por la sensación de una pared ciega distante. Se quedó inmóvil, envolviendo casi totalmente la llama de la vela en el hueco de la mano. Podía distinguir algunas cosas, porque sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Se perfilaban algunas formas oscuras en la penumbra, donde las andas de los Ockram se alzaban apiñadas unas al lado de las otras, y todas con un recto cadáver amortajado encima, extrañamente preservados por el ambiente seco, como el cascarón vacío que la langosta muda en verano. Y a unos pocos pasos frente a él vio claramente la oscura forma del féretro de hierro del decapitado sir Vernon, y supo que junto a él yacía lo que buscaba.

Era tan valiente como lo había sido cualquiera de aquellos hombres, que eran sus antepasados, y sabía que más pronto o más tarde él mismo yacería allí, junto a sir Hugh, secándose lentamente hasta convertirse en un cascarón de pergamino. Pero él todavía vivía, y cerró los ojos unos segundos, y tres grandes gotas brotaron de su frente.

Luego volvió a mirar, y por la blancura del sudario reconoció el cadáver de su padre, porque los otros estaban pardos por el paso del tiempo, y, además, la llama de la vela fue atraída hacia él. En cuatro pasos llegó hasta el sudario y, de repente, la llama ardió recta y alta, irradiando una luz amarilla deslumbrante sobre el fino lino impoluto, a excepción del rostro, y donde se unían las manos sobre el pecho. En esos dos lugares se habían extendido unas feas manchas, oscurecidas por los contornos del semblante y de los dedos fuertemente entrelazados. Se percibía un aterrador hedor a muerte marchita.

Cuando sir Gabriel bajó la mirada, algo se agitó junto a él, levemente al principio, luego más ruidosamente, algo cayó sobre el suelo de piedra con un golpe sordo y rodó hasta sus pies; saltó hacia atrás y vio una cabeza marchita tirada en el suelo con el rostro casi totalmente hacia arriba, sonriéndole. Sintió cómo el sudor frío le empapaba el rostro, y su corazón palpitó dolorosamente.

Por vez primera en su vida, ese mal que los hombres llaman miedo lo invadía, guiaba las cuerdas de su corazón como un jinete lleva las riendas de un caballo tembloroso, arañaba su columna vertebral con gélidas manos, erizaba su cabello con un aliento helado, y ascendía hasta su estómago cargándolo con un enorme peso.

Sin embargo, finalmente se mordió el labio y se inclinó, sujetó la vela con una mano y retiró la mortaja de la cabeza del cadáver con la otra. La levantó lentamente. Entonces, ésta se quedó pegada a la piel reseca de la cara, y su mano se agitó como si alguien le hubiera sacudido por el codo; aun así, entre el miedo y la ira consigo mismo, tiró de la mortaja y ésta cedió con un chasquido. Recobró el aliento mientras lo sostenía, sin soltarlo o cubrirlo de nuevo, y sin mirarlo. El horror le dominaba, y percibió que el viejo Vernon Ockram estaba de pie en su féretro de hierro, decapitado, y sin embargo observándole con el muñón de su cuello cercenado.

Mientras recobraba el aliento sintió que la sonrisa muerta se deslizaba sobre sus labios. Sintiendo una repentina cólera por su propia desgracia, descorrió el lino mortalmente manchado, y, por fin, lo contempló. Apretó los dientes para evitar que se escapara un grito.

Allí estaba lo que le había embrujado, lo que había embrujado a Evelyn Warburton, lo que era como una peste para todo lo que tenía cerca.

El rostro muerto estaba abotargado con manchas oscuras, y el fino y gris cabello colgaba enmarañado sobre la descolorida frente. Los párpados hundidos estaban entreabiertos, y la luz de la vela iluminó algo nauseabundo donde en otro tiempo vivieron los ojos como sapos.

Y, sin embargo, el muerto sonreía, como había sonreído en vida; los labios cadavéricos estaban entreabiertos y bastante separados y tensos sobre unos dientes lobunos, todavía maldiciendo, todavía desafiando al infierno a que le infligiera el peor sino… desafiando, maldiciendo y siempre y para siempre sonriendo solo en la oscuridad.

Sir Gabriel abrió el sudario a la altura de las manos, y los dedos ennegrecidos y marchitos estaban cerrados sobre un bulto manchado y con motas. Temblando desde los pies a la cabeza, pero luchando como un hombre agonizante lucha por su vida, intentó arrebatar el sobre de las manos del difunto. Pero, al tirar de él, los dedos como garfios parecieron cerrarse con mayor fiereza, y cuando volvió a tirar con más fuerza las manos y los brazos consumidos se alzaron separándose del cadáver y adoptando una apariencia de vida al seguir su movimiento… Luego, cuando finalmente logró arrancar el sobre sellado, las manos volvieron a caer en su posición original todavía entrelazadas.

Colocó la vela sobre el borde de las andas para romper el sello del resistente papel. Y, arrodillado sobre una pierna para tener mejor iluminación, leyó lo que contenía, escrito mucho tiempo atrás por la temblorosa mano de sir Hugh.

Ya no tenía miedo.

Leyó lo que sir Hugh había anotado y que podría ser tal vez un testimonio de maldad y de su odio; de cómo había amado a Evelyn Warburton, la hermana de su esposa, y cómo su esposa había muerto con el corazón roto por su maldición, y cómo Warburton y él lucharon codo con codo en Afganistán, donde cayó Warburton. Ockram trajo de vuelta a la esposa de su camarada un año más tarde, y la pequeña Evelyn, su hija, nació en Ockram Hall. Hablaba de cómo se hartó también de la madre, y ésta murió, como su hermana, por su maldición. Y a continuación hablaba de cómo Evelyn fue criada como su sobrina, y de cómo él había confiado en que su hijo Gabriel y su hija Evelyn, inocentes e ignorantes, pudieran amarse y casarse, y las almas de las mujeres que había traicionado sufrieran así otra agonía antes de que acabara la eternidad. Y, por último, esperaba que, algún día, cuando ya nada pudiera ser reparado, los dos encontraran su escrito y continuaran viviendo, sin atreverse a decir la verdad por sus hijos y por el resto del mundo, como marido y mujer.

Leyó esto de rodillas junto al cadáver en la cripta norte, a la luz de la vela del altar, y cuando acabó de leer todo, agradeció a Dios haber descubierto el secreto a tiempo. Pero cuando se incorporó y observó el semblante muerto, éste había cambiado, y la sonrisa había desaparecido para siempre; la mandíbula había caído ligeramente, y los exhaustos labios muertos estaban relajados. Y entonces sintió un aliento tras de sí, muy cerca, no frío como el que antes había soplado la llama de la vela mientras entraba, sino un aliento cálido y humano. Se volvió rápidamente.

Y allí estaba ella, vestida totalmente de blanco y su cabello de color oro viejo… y es que la joven se había levantado de la cama y lo había seguido sin hacer ruido, y lo encontró leyendo, y ella misma leyó por encima de su hombro. Él dio un violento brinco cuando la vio, tenía los nervios a flor de piel… y luego gritó su nombre en la silenciosa morada de la muerte:

—¡Evelyn!

—¡Mi hermano! —respondió ella suave y tiernamente, extendiendo las manos para unirlas a las suyas.