jueves, 11 de julio de 2019

Jorge Abel Muñoz - Los envases

Los envases
por Jorge Abel Muñoz


Arrinconados entre azulejos
shampú, crema enjuague
baños de crema
todas esas torres de plástico
de varias formas y alturas
son una catedral
de promesas y nostalgia:
reparación total
tratamiento reconstructor
recuperación extrema
reactivador de brillo
¿De qué catástrofe me perdí?
Por lo que haya que reparar
recuperar, reconstruir
me hago creyente bajo la lluvia
junto las palmas
entro en la catedral
rezando en un idioma que ni yo mismo
comprendo
pero creo cuando digo
Aqua, Sodium Laureth Sulfatem
Poliquartenium, Acrylates, Parfum
y así
el agua bautista
llueve sobre los restos
limpia lo que no sé
pero recuerdo

viernes, 5 de julio de 2019

Julio Ramón Ribeyro - Dichos de Luder (Selección)

DICHOS DE LUDER
(SELECCIÓN)


por JULIO RAMÓN RIBEYRO



PRESENTACIÓN

A Luder lo frecuenté mucho durante los largos años que vivió en París. Ocupaba un viejo departamento en el Barrio Latino sin más compañía que su criada y, por épocas, de una que otra amiga que podía quedarse allí sólo unos días o una larga temporada. En su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música —tan pronto óperas de Verdi como boleros de Agustín Lara— recibía al atardecer muy irregularmente a dos o tres amigos y a los pocos jóvenes autores o estudiantes que habían leído sus raras publicaciones. Estas veladas eran sencillas. Se bebía sólo vino (tinto y burdeos, sobre esto Luder era inflexible) y se hablaba de todo, sin protocolo ni concierto. Era visible que Luder encontraba un vivo placer en estas visitas, pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuera por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable.

Con el tiempo estas veladas se fueron espaciando y llegó un momento en que Luder dejó de recibir y de salir. En parte por razones de salud y en parte porque su tendencia a la soledad se había ido exacerbando y lo conducía necesariamente a someterla a pruebas más rigurosas y, diría yo, irrevocables. Fue así que un día convocó a sus amigos más cercanos para anunciarnos que abandonaba París para instalarse en algún lugar del Perú. Poco después liquidó todos sus bienes —que aparte de su biblioteca no tenían mayor valor— y se fue sin despedirse de nadie.

Desde entonces, hace casi dos años, no hemos tenido noticias de él. Que se encuentre —como dicen algunos— en el valle del Urubamba, cerca del Cusco, amancebado con una campesina jovencísima y analfabeta o que haya elegido como refugio —según otros— una caleta pesquera abandonada, es secundario y no viene al caso, pues no es mi propósito fomentar una pesquisa que atentaría contra su voluntad de apartamiento. Sólo quiero recalcar que la partida de Lude nos dejó una inquietud y, para ser sincero, una decepción. A pesar de la forma irónica como siempre se refirió a sus escritos y a la tarea literaria en general, sus amigos confiábamos que, llegado a la madurez, nos dejaría antes de partir algo más importante y sólido que los pocos libros que publicó en editoras marginales o a cuenta de autor. Quizás esa obra la esté escribiendo en su retiro ignorado, pero también es posible que su retiro sea una dimisión —una abdicación, como él diría— de toda responsabilidad literaria.

Este pequeño libro es una recopilación de algunos de sus dichos que anoté cuando conversamos en París o durante sus esporádicas visitas al Perú. Al publicarlos —por amistad, por simpatía u con la esperanza de despertar interés por un autor casi ignorado— he tenido que vencer un escrúpulo: ¿Qué pensaría Luder de esta publicación? ¿La hubiera aprobado? Su viaje intempestivo no me permitió tratar en forma explícita el asunto, pero me acuerdo que en una ocasión le dije que había tomado nota de sus conceptos y que alguna vez los publicaría. «Los conceptos pertenecen al dominio público —me dijo secamente—. Sólo las formas son privadas». Frase poco clara y discutible, que interpreto a mi favor, si bien comprendo que en sus dichos los conceptos y las formas son inseparables.

París, 1984

JULIO RAMÓN RIBEYRO





3

Envidian a Luder porque una o dos veces al mes se amanece conversando con un amigo muy inteligente.

—¡Debe ser una conversación apasionante!

—Ni crean. Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior.



4

—Ven con nosotros —le dicen sus amigos—. La noche está espléndida, las calles tranquilas. Tenemos entradas el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.

—¡Ah, no! —protesta Luder—. Yo sólo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre.



10

—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder.

—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón.



11

—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable.



14

—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecilidad.



15

—Así como hay una palabra que ha dado origen a todas las palabras —dice Luder— debe haber una sentencia que contenga todas las enseñanzas y toda la sabiduría del mundo. Cuando la descubramos el tiempo cesará de existir, pues habremos entrado a la era inmóvil de la perfección.



23

—¡No, por favor! —protesta Luder, cuando vienen a buscarlo una vez más para que firme un manifiesto humanitarista o participe en un mitin a favor del pueblo oprimido—. Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo.



27

Un amigo viene a visitar a Luder que está muy enfermo y lo encuentra escribiendo febrilmente.

—¡Cómo! —le pregunta en broma—. ¿Estás escribiendo tu canto del cisne?

—¡Ojalá…! Mi gruñido del puerco.



31

—Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada.



35

—Esas casas en las cuales cada cosa está en su lugar me ponen la carne de gallina —dice Luder—. Se diría que están deshabitadas o que sus habitantes pasan, superficialmente sobre todo. Cierto desorden es necesario para sentir la cálida palpitación de la vida.



37

—Si me quejo a menudo de mis males no es para que me compadezcan —dice Luder— sino por el infinito amor que les tengo a mis semejantes. Me he dado cuenta que la gente duerme más tranquila arrullada por la música de una desgracia ajena.



40

—Déjenme tranquilo —dice Luder a sus amigos que lo sorprenden tendido de espaldas en la azotea mirando el cielo estrellado—. Éste es uno de los pocos recursos que me quedan para entrar en tratos con el infinito.



43

—¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Hugo, a Joyce! —exclama un amigo entusiasta.

—¡Ah, no! —protesta Luder—. No los hubieras aguantado más de cinco minutos. Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Sólo la muerte los vuelve frecuentables.



46

Le preguntan a Luder por qué rompió con una amiga a la que adoraba.

—Porque no tenía ningún contacto con su pasado. Vivía constantemente proyectada en el tiempo por venir. Las personas incapaces de recordar son incapaces de amar.



52

—No es que yo sea bondadoso —dice Luder—. Sucede simplemente que no soy malo. He escogido el cómodo camino de la virtud por omisión.



53

Luder regresa de su habitual paseo por el malecón.

—Estoy confundido —dice—. Cuando me aprestaba a gozar de una nueva puesta de sol, un vagabundo salta la baranda, camina hasta el borde del acantilado, se baja los pantalones y se caga mirando mi crepúsculo. Eso demuestra la relatividad de nuestras concepciones estéticas.



54

—Toda mi obra es un acto de acusación contra la vida —dice Luder—. No he hecho nada por mejorar la condición humana. Si mis libros perduran será debido a la perversidad de mis lectores.



57

—Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos —dice Luder— es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque.

—¿Y tú?

—Ah, yo sólo riego una maceta.



64

Un amigo irrumpe en su casa para anunciarle que ya se firmó el armisticio.

—¡Bah! —comenta Luder—. Ya te darás cuenta que la paz sólo consiste en cambiar la guerra de lugar.



69

—Cuando alguien empieza por decirme «Te voy a ser franco…» los pelos se me ponen de punta —dice Luder—. Adivino que me va a tirar a la cara alguna verdad brutal. Con lo agradable que es vivir en un delicado engaño.



71

—La libertad, por desgracia, no se puede compartir —dice Luder—. Toda compañía, por agradable que sea, implica una cesión. Sólo pueden ser libres los solitarios.



87

Luder lanza una mirada lenta, circular y fatigada a los miles de libros que contienen los estantes de su biblioteca.

—¡Cuánto ignoramos! —suspira.



91

Lo encuentran paseándose abstraído en torno a la mesa de su biblioteca.

—Me he dado cuenta —dice Luder— que nuestra vida sólo consiste en dar vueltas y vueltas alrededor de unos cuantos objetos.



92

—Es penoso irse del mundo si haber adquirido una sola certeza —dice Luder—. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas.

lunes, 6 de mayo de 2019

Octave Mirbeau - Escrúpulos

Escrúpulos
por Octave Mirbeau



La noche pasada me encontraba profundamente dormido, cuando de pronto me despertó un gran ruido producido, al parecer, por la caída de un mueble en la pieza contigua a mi cuarto.

En aquel mismo instante el reloj dio las cuatro y el gato se puso a maullar de un modo triste.

Salté del lecho y corrí a enterarme, penetrando en la habitación que encontré alumbrada y en medio de ella un caballero muy elegante, en traje de etiqueta y condecorado, que se entretenía en llenar de objetos preciosos una magnífica maleta de cuero amarillo.

La maleta no me pertenecía, pero sí los objetos con que la llenaba, y considerando incorrecto este proceder, me dispuse a protestar.

A pesar de que no conocía al caballero, su rostro me era familiar; tenía una de estas fisonomías correctas y muy características que hace pensar que el que la posee debe ser miembro de un círculo.

El aspecto elegante y de buen humor de que parecía poseído, me tranquilizaron; pues debo confesar que lo que yo esperaba era encontrarme ante un horrible ladrón, contra el que habría tenido que emplear actos de violencia que me son repulsivos.

Al verme, el elegante desconocido interrumpió su tarea y me dijo sonriendo con ironía bonachona:

—Dispensadme caballero, si os he despertado… No es culpa mía; tenéis unos muebles tan delicados que a la proximidad de la más ligera ganzúa caen desmayados.

Entonces me fijé en el desorden en que se encontraban los muebles: cajones abiertos, vitrinas fracturadas, un pequeño secreter, en que guardo mis alhajas de familia y los valores que poseo, lastimosamente tirado en el suelo… y en tanto me daba cuenta del pillaje, el madrugador visitante continuaba diciéndome con su voz de timbre agradable:

—¡Qué frágiles son esos muebles!, ¿verdad? Yo creo que están atacados de la enfermedad del siglo y se sienten neurasténicos como todo el mundo…

Y lanzó una pequeña carcajada que me molestó.

—¿A quién tengo el honor de hablar? —dije algo más tranquilo.
—¡Dios mío! —respondió—. Mi nombre en estos momentos os causaría demasiada sorpresa… ¿No os parece mejor dejar para ocasión más oportuna la presentación, que, os confieso, a pesar de que deseo sea próxima, no me parece este el mejor momento de hacerla y, si me lo consentís, guardaré el más riguroso incógnito?
—Sea, caballero. Pero esto no me explica…
—¿Mi presencia en vuestra casa a esta hora y este desorden?
—Eso es, y os agradecería…
—¡Cómo!, ya lo creo; vuestra curiosidad es muy legítima y voy a satisfacerla en el acto; pero, perdonad, ya que vamos a hablar un momento, sería prudente que os pusierais una bata; hace mucho frío y podéis constiparos.
—Tenéis razón. Dispensadme un minuto.
—¡Pues no faltaba más!

Fui a mi cuarto, me puse rápidamente una bata, y al volver vi que el desconocido había intentado poner un poco de orden en el gabinete.

—No os molestéis —le dije— todo eso lo arreglará el criado mañana.

Le ofrecí un asiento y, sentándome yo también, agregué:

—Os escucho.
—Caballero, yo soy un ladrón, un ladrón de profesión… ¿lo habéis adivinado?

¡Sin duda alguna!

—Eso hace honor a vuestra perspicacia… Pues sí, soy un ladrón, y si he decidido abrazar esta posición social, lo he hecho después de convencido de que era la más franca, la más leal y la más honrada de todas… El robo, caballero, y digo el robo como diría el foro, la literatura, la pintura, la medicina, etc., ha sido hasta ahora una carrera desacreditada, porque la ejercían seres ignorantes, odiosos, brutales, gentes sin elegancia ni educación; pues bien, yo pretendo darle el prestigio a que tiene derecho y hacer del robo una carrera liberal y honrada. El robo es la única profesión del hombre.

No se elige una profesión, sea la que fuere, sino con el objeto de que nos permita robar, más o menos; pero, en fin, robar algo de alguien.

No quiero hablar mucho de mí.

Empecé en el comercio, pero las sucias tareas que me obligaban a desempeñar y los innobles engaños y las faltas de peso repugnaban a mi delicadeza; abandoné el comercio por la banca y esta me disgustó también; no pude nunca acostumbrarme a emitir papel falso de minas falsas, enriquecerme engañando a los demás, gracias a la virtud de deslumbradores prospectos y combinaciones; era empresa que rechazaba mi conciencia escrupulosa, enemiga de la mentira.

Entonces pensé en el periodismo, y necesité un mes para convencerme de que a menos de entregarse a chantages de todo género, el periodismo no produce una peseta. Entonces pensé en la política.

Al llegar a este punto, no pude por menos que soltar la carcajada. Mi raro visitante continuó:

—Esto es, la risa; no merece otra cosa.

De ese modo agoté cuanto la vida pública y privada puede ofrecer en profesiones y carreras a un joven, activo, inteligente, delicado cual yo, y vi claramente que el robo, disfrácese con el nombre que se quiera, es el único objeto, el resorte único que mueve todas las actividades, pero disfrazado y, por consecuencia, más peligroso; entonces me hice la reflexión siguiente: «Ya que el hombre no puede sustraerse a esta fatal ley del robo, será mucho más honroso que lo practique lealmente y sin disfrazar con excusas pomposas ni cualidades ilusorias el natural deseo de apropiarse del bien ajeno».

Desde entonces robé; de noche penetraba en las casas ricas y tomaba de las cajas del prójimo lo que necesitaba para mis necesidades. Esto sólo me exije algunas horas todas las noches; aparte de eso, vivo como todo el mundo. Pertenezco a un círculo, tengo muy buenas relaciones, el ministro me ha condecorado recientemente y cuando doy un buen golpe soy accesible a todas las generosidades. Por último, caballero, yo hago leal y francamente lo que todo el mundo hace de un modo indirecto. Mi conciencia está tranquila, porque, de todos los seres que conozco, yo soy el único que ha adaptado animosamente sus actos a sus ideas…

Era de día y ofrecí al elegante desconocido participase de mi almuerzo; pero él no aceptó, porque estaba de frac y no quería molestarme con tal incorrección.

viernes, 3 de mayo de 2019

Madeleine Vernet - Los dos hacendados

Los dos hacendados
por Madeleine Vernet



En cierto país de América vivían dos hacendados inmensamente ricos cuyas propiedades vastísimas colindaban. El uno cultivaba la caña de azúcar, el otro el café. Sus plantaciones eran soberbias y magníficamente cuidadas por esclavos negros. La ley de aquel país prohibía a los amos de esclavos que vendieran las crías de sus negros y que se desembarazasen de sus servidores bajo pretexto de vejez. Al comprar un esclavo, el amo venía obligado a conservarlo hasta que muriese. El dominio de cada colono formaba de esta suerte un pequeño Estado.

Pero sucedió que un día el hacendado del café y el hacendado de la caña de azúcar notaron que aumentaba siempre el personal que tenían que alimentar, sin obtener por esto más abundantes cosechas. Había, pues, exceso de gastos y disminución de beneficios. Los dos llegaron a estar pensativos.

* * *

El hacendado del café tuvo una idea: aumentó la tarifa de los productos.

—De este modo, pensaba, cubriré la diferencia.

Y jugando a las cartas con su vecino, el hacendado de la caña de azúcar, le confió su remedio.

—Es excelente, —dijo el otro—; yo voy a imitaros.

Ambos elevaron los precios de sus mercancías; pero como todos los Estados de América no estaban sometidos a la misma ley, los otros productores no aumentaron los precios y nuestros dos hacendados no pudieron vender sus cosechas. Hubieron de resignarse a vender al precio del mercado, como los otros, y se debatían los sesos para hallar otro remedio.

* * *

A su vez, el hacendado de la caña de azúcar tuvo una ocurrencia.—Reduzcamos la alimentación de nuestra gente. 

—¡Eureka! —gritó el vecino.

Los alimentos fueron reducidos. Se los redujo hasta lo estrictamente necesario para la vida. Pero también esta vez el resultado fue malo: los negros, mal alimentados, se rendían y el trabajo se resentía de ello. De suerte que, si había una disminución de gastos, había también disminución de beneficios. Se ensayó entonces persuadir a los negros que no se juntasen con sus compañeras, que no tuviesen hijos, hasta se rodearon sus uniones de una serie de complicaciones y dificultades. Pero los infelices —no teniendo otro placer, como decían—, querían, a pesar de todo, tener una mujer y tenían hijos, a pesar de todo. La situación era siempre mala. Y hasta se agravaba. Maltratados, mal alimentados, los negros comenzaban a murmurar y cruzaban por sus cerebros veleidades de rebeldía.

Los dos hacendados veían con terror aproximarse la hora de una insurrección. ¿Qué sucedería? ¿Serían los negros capaces de apoderarse de todas las riquezas que su trabajo había producido? Era necesario a todo trance conjurar el peligro. Los dos hacendados se reunieron y, después de jugar otra partida, con acompañamiento de tazas de excelente moka —con el café del uno y el azúcar del otro—, convinieron en un tercer remedio, que calificaron de infalible. Así, restablecida su tranquilidad, se despidieron con un apretón de manos.

* * *

Al día siguiente, visitando el límite de su propiedad, el hacendado del café notó que las cañas de azúcar se habían apoderado de una faja de terreno que, según él declaraba, le pertenecía. En seguida, envió una delegación de negros a requerir a su vecino, que vino escoltado por una delegación de los suyos.

—Este es el caso, —dijo en tono agrio el hacendado del café—; vuestras cañas invaden mi terreno.
—Perdonad, replicó el otro no en tono menos acerbo; ese terreno me pertenece.
—Nunca; mirad donde están los jalones.
—Señor mío, los límites han sido cambiados y yo os acuso de haberlos trasladado para buscarme querella.
—Mis fieles amigos, —dijo entonces el hacendado del café volviéndose a sus negros—, yo os tomo por testigos del insulto que se me acaba de hacer.
—Y vosotros, mis buenos camaradas, —dijo el otro hacendado a sus esclavos—, yo os ruego que hagáis constar que los jalones han sido cambiados de lugar.
—Está bien, señor, replicó el insultado, tendréis que darme la razón bien pronto.
—No os temo, —respondió con altivez el hacendado de las cañas.

Ambos se saludaron inflexibles y se alejaron seguidos de sus delegaciones de negros, muy contentos y orgullosos por haber sido tratados por sus amos de fieles amigos y de buenos camaradas.

Por la noche, en las humildes cabañas negras de las dos plantaciones, los esclavos —muy sobreexcitados por un vaso de ron, muy generosamente distribuido— no se hablaba más que de
honor ofendido, de honor a vengar, de dignidad herida, etc...

—Hay que vengar al amo, decían.
—Estamos prestos a morir por el buen amo, encarecían los más sentimentales.

Y los dos hacendados, habiendo salido a dar un paseo a la sordina por detrás de las miserables barracas, reventaban de risa, al pensar cuan buen remedio habían hallado por fin.

* * *

A la mañana siguiente, el hacendado del café envió la delegación de sus negros a declarar la guerra a su vecino el hacendado de la caña de azúcar.

—Sobre todo, mis fieles amigos, —dijo—, nada de concesiones. Hemos sido ofendidos y hay que lavar la injuria.
—¡Oh!, amo, quedar tranquilo, respondieron los buenos negros; nosotros querer morir por vengar el honor del amo.

Por su parte, el hacendado de la caña había recomendado a sus buenos camaradas esclavos que no hiciesen concesiones y estuviesen muy firmes.

—¡Demostrad que sois hombres! —declamaba con un tono soberbio.

Llenos de orgullo por este calificativo de hombres, ellos a quienes se acostumbraba a tratar como perros, los negros del segundo hacendado recibieron muy mal a sus congéneres vecinos. Les maltrataron, les llamaron ¡bandidos!, y ¡ladrones! —Fueron hombres, en fin, por el odio y la violencia— y la guerra fue declarada.

* * *

Al día siguiente todo había terminado. En las dos plantaciones, las tres cuartas partes de los negros estaban muertos, tendidos sobre el suelo. Se habían batido con horcas, con azadones y con hachas. Algunas negras habían querido mezclarse y sus cadáveres yacían junto a los de sus compañeros. Otras negras, arrodilladas sobre el campo de matanza, lloraban silenciosamente, apretando en sus brazos pequeños negritos.

En el dominio del vencedor —el hacendado del café— una negra, sin embargo, no lloraba. Feroz, miraba a su muchacho, muerto, a sus pies, y a su hombre herido, sentado en un banco, cerca de ella. Pasó el amo.

—¡Miserable! —gritó la negra—; tú haber matado mi hijo.
—Es una gran desgracia, —dijo el amo con dulzura—; pero debes consolarte, mi pobre vieja, pensando que hemos conseguido la victoria.
—Tú tener la victoria, nosotros no —replicó la vieja, con ira—; nosotros quedar esclavos, como antes.—Pero hemos vengado nuestro honor ofendido, declaró todavía el amo.

El viejo esclavo herido se levantó:

—Tú nos has burlado con tu honor. Tú ser un asesino.
—Sí, tú ser un asesino, repitió la negra. Algunos sobrevivientes se habían aproximado. El amo pudo leer en sus rostros que les hacían efecto las palabras de sus compañeros. Otra vez sintió la insurrección muy próxima. A todo trance había que producir una reacción para prevenir la rebelión.
—Y vosotros sois ingratos y traidores, —dijo con tono de juez—, y merecéis la muerte de los traidores.

Tiró del revólver, disparó dos veces y los dos esposos negros cayeron sobre el cadáver de su hijo. En seguida, los que habían asistido a esta escena, llenos a la vez de miedo y de admiración, cayeron de rodillas.

—¡Oh!, amo, dijeron, ¡buen amo!
—Levantaos, —les dijo este—. Durante ocho días no trabajaréis. Haced hermosos funerales a vuestros camaradas, gloriosamente muertos por el honor de nuestro dominio. Yo os prometo levantar un bello monumento sobre su tumba.

Los negros se levantaron, satisfechos de pertenecer a un hombre tan generoso. Hicieron hermosos funerales a sus muertos, entonaron cantos de victoria y bebieron ron; después, al cabo de ocho días, emprendieron de nuevo su penoso trabajo de esclavos.

* * *

En la plantación vecina las cosas ocurrieron con alguna diferencia. Habían sido vencidos. El hacendado de las cañas de azúcar condujo a los sobrevivientes negros al campo de batalla.

—Mirad, —dijo señalándolos la faja de terreno que había tenido que abandonar, con las cañas, a su vecino vencedor—; mirad, se nos ha despojado. Os habéis portado como valientes, pero la fatalidad ha sido en contra nuestra.
—Buen amo, declararon los negros, nosotros vengar un día nuestros camaradas muertos.
—Sí, amigos míos; tomaremos nuestra revancha cuando el momento sea propicio. Entre tanto, haced hermosos funerales a vuestros hermanos y no olvidéis que su sangre clama venganza.

Y los negros sobrevivientes, extendiendo la mano sobre los cadáveres, juraron preparar la revancha. Hicieron hermosos funerales a sus muertos, entonaron cánticos feroces de venganza y bebieron ron para olvidar la derrota; después emprendieron de nuevo, también, su duro trabajo de esclavos.

* * *

Desde entonces los dos hacendados ya no tienen inquietudes. Cuando sus esclavos vienen a ser demasiado numerosos, cuando temen una rebelión de sus negros, o cuando necesitan hacerse temer, se ponen de acuerdo, mientras juegan a las cartas, y con pretexto de la faja de terreno a defender o a reconquistar, o con pretexto de vengar los muertos, lanzan uno contra otro los dos rebaños de negros, que han acabado por calificarse mutuamente de enemigos y se matan sin piedad.

Esto siempre tiene éxito. Y siempre también después de cada batalla, los dos hacendados, saboreando una taza de excelente moka —con el café del uno y el azúcar del otro— se felicitan de haber hallado por fin el gran remedio.