jueves, 21 de enero de 2021

Julio Cortázar - Historias de cronopios y de famas (Selección)

Historias de cronopios y de famas
(1962)
(Selección)


por Julio Cortázar



COSTUMBRES DE LOS FAMAS

Sucedió que un fama bailaba tregua y bailaba cátala delante de un almacén lleno de cronopios y esperanzas. Las más irritadas eran las esperanzas porque buscan siempre que los famas no bailen tregua ni cátala sino espera, que es el baile que conocen los cronopios y las esperanzas.

Los famas se sitúan a propósito delante de los almacenes, y esta vez el fama bailaba tregua y bailaba cátala para molestar a las esperanzas. Una de las esperanzas dejó en el suelo su pez de flauta —pues las esperanzas, como el Rey del Mar, están siempre asistidas de peces de flauta— y salió a imprecar al fama, diciéndole así:

—Fama, no bailes tregua ni cátala delante de este almacén.

El fama seguía bailando y se reía.

La esperanza llamó a otras esperanzas, y los cronopios formaron corro para ver lo que pasaría.

—Fama —dijeron las esperanzas—. No bailes tregua ni cátala delante de este almacén.

Pero el fama bailaba y se reía, para menoscabar a las esperanzas.

Entonces las esperanzas se arrojaron sobre el fama y lo lastimaron. Lo dejaron caído al lado de un palenque, y el fama se quejaba, envuelto en su sangre y su tristeza.

Los cronopios vinieron furtivamente, esos objetos verdes y húmedos. Rodeaban al fama y lo compadecían, diciéndole así:

—Cronopio cronopio cronopio.

Y el fama comprendía, y su soledad era menos amarga.




CONSERVACIÓN DE LOS RECUERDOS

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o: «Frank Sinatra».

Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones». Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.




RELOJES

Un fama tenía un reloj de pared y todas las semanas le daba cuerda CON GRAN CUIDADO. Pasó un cronopio y al verlo se puso a reír, fue a su casa e inventó el reloj-alcachofa o alcaucil, que de una y otra manera puede y debe decirse.

El reloj alcaucil de este cronopio es un alcaucil de la gran especie, sujeto por el tallo a un agujero de la pared. Las innumerables hojas del alcaucil marcan la hora presente y además todas las horas, de modo que el cronopio no hace más que sacarle una hoja y ya sabe una hora. Como las va sacando de izquierda a derecha, siempre la hoja da la hora justa, y cada día el cronopio empieza a sacar una nueva vuelta de hojas. Al llegar al corazón el tiempo no puede ya medirse, y en la infinita rosa violeta del centro el cronopio encuentra un gran contento, entonces se la come con aceite, vinagre y sal, y pone otro reloj en el agujero.




COMERCIO

Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar cátala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.

Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así, en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.

Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rosedal, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban cátala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:

—Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!

Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el más intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.

Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.




EL CANTO DE LOS CRONOPIOS

Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.

Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del corro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que están ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.




HISTORIA

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.




LA FOTO SALIÓ MOVIDA

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.




HAGA COMO SI ESTUVIERA EN SU CASA

Una esperanza se hizo una casa y le puso una baldosa que decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar.

Un fama se hizo una casa y no le puso mayormente baldosas.

Un cronopio se hizo una casa y siguiendo la costumbre puso en el porche diversas baldosas que compró o hizo fabricar. Las baldosas estaban colocadas de manera que se las pudiera leer en orden. La primera decía: Bienvenidos los que llegan a este hogar. La segunda decía: La casa es chica, pero el corazón es grande. La tercera decía: La presencia del huésped es suave como el césped. La cuarta decía: Somos pobres de verdad, pero no de voluntad. La quinta decía: Este cartel anula todos los anteriores. Rajá, perro.




TERAPIAS

Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.

—Compre un gran ramo de rosas —dice el cronopio.

El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.





FLOR Y CRONOPIO

Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz.

La flor piensa: «Es como una flor».




TORTUGAS Y CRONOPIOS

Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural.

Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.

Los famas lo saben, y se burlan.

Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.

lunes, 18 de enero de 2021

William Wymark Jacobs - La pata de mono (1902)

La pata de mono
(1902)


por William Wymark Jacobs




- I -


La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.

—Mate —contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

—El sargento mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.

—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.

—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.

—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.

—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.

—Se cumplieron —dijo el sargento.

—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé —contestó el otro—. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No quiero —respondió terminantemente—. Tírela al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

—¿Cómo se hace?

—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

—Parece de Las mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.

—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.





- II -


A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el padre.

—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.

—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.

—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

—Lo siento… —empezó el otro.

—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.





- III -


En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

—La quiero. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

—¿Pensaste en qué? —preguntó.

—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.

—¿No fue bastante?

—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

—¡Pídelo! —gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso —balbuceó.

—Pídelo —repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

—¿Qué es eso? —gritó la mujer.

—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.

—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

viernes, 15 de enero de 2021

Samuel Beckett - El final (1945)

El final
(1945)


por Samuel Beckett



Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a servir para hacerme arrancar. Cuando lo hubiera gastado debería procurarme más, si quería continuar. Lo mismo con los zapatos, cuando estuvieran usados debería ocuparme de que los arreglaran, o conseguirme otros, o continuar descalzo, si quería continuar. Lo mismo con la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas —zapatos, calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero— no eran nuevas, pero el muerto debía ser poco más o menos de mi talla. Es decir que él debió ser un poco menos alto que yo, un poco menos grueso, porque las prendas no me venían tan bien al principio como al final. Sobre todo la camisa, durante mucho tiempo no podía cerrarme el cuello, ni por consiguiente lucir el cuello postizo, ni recoger los faldones, con un imperdible, entre las piernas, como mi madre me había enseñado. Debió endomingarse para ir a la consulta, por primera vez quizá, no pudiendo más. Sea como fuere, el sombrero era hongo, en buen estado. Dije, Tengan su sombrero y devuélvanme el mío. Añadí, Devuélvanme mi abrigo. Respondieron que los habían quemado, con mis demás prendas. Comprendí entonces que esto acabaría pronto, bueno, bastante pronto. Intenté más tarde cambiar el sombrero por una gorra, o un fieltro que pudiera doblarse sobre la cara, pero sin mucho éxito. Pero no podía pasearme con la cabeza al aire, en vista del estado de mi cráneo. El sombrero era en principio demasiado pequeño, pero luego se acostumbró. Me dieron una corbata, después de largas discusiones. Me parecía bonita, pero no la quería. Cuando llegó por fin, estaba demasiado fatigado para devolverla. Pero acabó por serme útil. Era azul, como con estrellas encima. Yo no me sentía bien, pero me dijeron que estaba bastante bien. No dijeron expresamente que nunca estaría mejor que ahora, pero se sobreentendía. Yacía inerte sobre la cama e hicieron falta tres mujeres para quitarme los pantalones. No parecían interesarse mucho por mis partes que a decir verdad nada tenían de particular. Tampoco yo me interesaba mucho. Pero hubieran podido decir cualquier cosita. Cuando acabaron me levanté y acabé de vestirme solo. Me dijeron que me sentara en la cama y esperara. Toda la ropa de cama había desaparecido. Me indignaba que no me hubieran permitido esperar en el lecho familiar, sino de pie, en el frío, en estas ropas que olían a azufre. Dije, Me podían haber dejado en mi cama hasta el último momento. Entraron hombres con batas, con mazos en la mano. Desmontaron la cama y se llevaron las piezas. Una de las mujeres les siguió y volvió con una silla que colocó ante mí. Había hecho bien en mostrarme indignado. Pero para demostrarles hasta qué punto estaba indignado por no haberme dejado en mi cama mandé la silla a hacer puñetas de una patada. Un hombre entró y me hizo una seña para que le siguiera. En el vestíbulo me dio un papel para firmar. ¿Qué es esto, dije, un salvoconducto? Es un recibo, dijo, por la ropa y el dinero que ha recibido usted. ¿Qué dinero? Dije. Fue entonces cuando recibí el dinero. Pensar que había estado a punto de marcharme sin un céntimo en el bolsillo. La cantidad no era grande, comparada con otras cantidades, pero a mí me parecía grande. Veía los objetos familiares, compañeros de tantas horas soportables. El taburete, por ejemplo, íntimo como el que más. Las largas tardes juntos, esperando la hora de irme a la cama. Por un momento sentí que me invadía su vida de madera hasta no ser yo mismo más que un viejo pedazo de madera. Había incluso un agujero para mi quiste. Después en el cristal el sitio en donde se había raspado el esmalte y por donde en las horas de congoja yo deslizaba la vista, y rara vez en vano. Se lo agradezco mucho, dije, ¿hay una ley que le impide echarme a la calle, desnudo y sin recursos? Eso nos perjudicaría, a la larga, respondió él. No hay medio de que me amparen todavía un poco, dije, yo podría ser útil. Útil, dijo, ¿de verdad estaría dispuesto a ser útil? Después de un momento continuó, Si le creyeran a usted realmente dispuesto a ser útil, le ampararían, estoy seguro. Cuántas veces había dicho que iba a ser útil, no iba a empezar otra vez. ¡Qué débil me sentía! Este dinero, dije, quizá quieran recuperarlo y ampararme todavía un poco. Somos una institución de caridad, dijo, y el dinero es una donación que le hacemos al marcharse. Cuando lo haya gastado tendrá que procurarse más, si quiere continuar. No vuelva nunca aquí pase lo que pase, porque ya no le admitiríamos. Nuestras sucursales le rechazarían igualmente. ¡Exelmans! exclamé. Vamos, vamos, dijo, además no se le entiende ni la décima parte de lo que dice. Soy tan viejo, dije. No tanto, dijo. ¿Me permite que me quede aquí un momentito, dije, hasta que cese la lluvia? Puede usted esperar en el claustro, dijo, la lluvia no cesará en todo el día. Puede usted esperar en el claustro hasta las seis, ya oirá la campana. Si le preguntan no tiene más que decir que tiene usted permiso para guarecerse en el claustro. ¿Qué nombre debo decir?, dije. Weir, dijo.

No llevaba mucho tiempo en el claustro cuando la lluvia cesó y el sol apareció. Estaba bajo y deduje que serían cerca de las seis, teniendo en cuenta la época del año. Me quedé allí mirando bajo la bóveda el sol que se ponía tras el claustro. Apareció un hombre y me preguntó qué hacía. ¿Qué desea? eso dijo. Muy amable. Respondí que tenía permiso del señor Weir para quedarme en el claustro hasta las seis. Se fue, pero volvió enseguida. Debió hablar con el señor Weir en el intervalo, porque dijo, No debe usted quedarse en el claustro ahora que ya no llueve.

Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era eso posible. Deja de joder, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé, durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Eso hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos.

En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía adonde se suponía que debía ir. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me aplastaran. Siempre causaba risa, esa risa sólida y sin malicia que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo en lo posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en el mal sentido. Todo esto son mentiras, lo intuyo. Mi banco estaba aún en su sitio. Lo habían desgastado según las curvas del cuerpo sentado. Se encontraba junto a un abrevadero, donación de una tal señora Maxwell a los caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé allí varios caballos sacaron provecho de la donación. Oía los hierros y el clic clac de los arneses. Después el silencio. Era el caballo que me miraba. Después el ruido de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después otra vez el silencio. Era el caballo que me miraba otra vez. Después otra vez los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo había acabado de beber o el carretero consideraba que había bebido suficiente. Los caballos no estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell, se hubiera puesto muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me quité el sombrero que me hacía daño. Deseaba estar otra vez encerrado, en un lugar cerrado, vacío y caliente, con luz artificial, una lámpara de petróleo a ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de vez en cuando a asegurarse de que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí fue horrible.

En los días siguientes visité varias casas, sin mucho éxito. Normalmente me cerraban la puerta en las narices, incluso cuando enseñaba mi dinero, diciendo que pagaría una semana por adelantado, o incluso dos. Ya podía yo exhibir mis mejores maneras, sonreír y hablar con toda precisión, no había acabado aún con mis cumplidos cuando me cerraban la puerta en las narices. Perfeccioné en esta época una forma de descubrirme a la vez digna y cortés, sin bajeza ni insolencia. Hacía deslizar ágilmente mi sombrero hacía delante, lo mantenía un momento colocado de tal forma que no se podía ver mi cráneo, después con el mismo deslizamiento lo volvía a poner en su sitio. Hacer esto con naturalidad, sin provocar una impresión desagradable, no es fácil. Cuando consideraba que bastaría con tocarme el sombrero, naturalmente me limitaba a tocarme el sombrero. Pero tocarse el sombrero no es fácil tampoco. Más tarde resolví el problema, de capital importancia en las épocas difíciles, llevando un viejo quepis británico y saludando a lo militar, no, falso, en fin, no lo sé, conservaba mi sombrero después de todo. Jamás cometí la falta de llevar medallas. Ciertas mujeres tenían tanta necesidad de dinero que me dejaban pasar enseguida y me enseñaban la habitación. Pero no pude entenderme con ninguna. Finalmente conseguí alojarme en un sótano. Con aquélla me entendí rápidamente. Mis fantasías, ese término empleó, no le daban miedo. Insistió sin embargo en hacer la cama y limpiar la habitación una vez por semana en lugar de una vez al mes, como yo le había pedido. Me dijo que durante la limpieza, que sería rápida, podría esperar en el patinillo de al lado. Añadió, con mucha comprensión, que nunca me echaría con mal tiempo. Aquella mujer era griega, creo, o turca. Nunca hablaba de sí misma. Yo tenía en la cabeza que era viuda o al menos abandonada. Tenía un acento extraño. Pero yo también, a fuerza de asimilar las vocales y suprimir las consonantes.

Ahora ya no sabía dónde estaba, tenía una vaga imagen, ni siquiera, no veía nada, de una enorme casa de cinco o seis pisos. Me parecía que formaba cuerpo con otras casas. Llegué al crepúsculo y no presté a los alrededores la atención que quizá les hubiera prestado de sospechar que iban a cerrarse sobre mí. No debía por decirlo así esperar nada. Es cierto que cuando salí de esta casa hacía un tiempo radiante, pero yo no miraba nunca hacia atrás al irme. Debí leerlo en alguna parte, cuando era pequeño y todavía leía, que valía más no volver la cabeza al marcharse. Y sin embargo me sorprendía haciéndolo. Pero incluso sin contar con esto me parece que debí ver algo al irme. ¿Pero el qué? Recuerdo solamente mis pies que salían de mi sombra uno tras otro. Los zapatos se habían curtido y el sol revelaba las resquebrajaduras del cuero.

Estaba bien en esta casa, debo decirlo. Aparte algunas ratas estaba solo en el sótano. La mujer cumplía nuestro acuerdo lo mejor posible. Traía hacia mediodía una bandeja llena de comida y se llevaba la de la víspera. Traía al mismo tiempo una palangana limpia. Tenía un asa enorme por donde metía el brazo, conservando así las dos manos libres para llevar la bandeja. Después ya no la veía sino por azar cuando asomaba la cabeza para asegurarse de que no me había ocurrido nada. No necesitaba afecto afortunadamente. Desde mi cama veía los pies que iban y venían por la acera. Ciertas tardes, cuando hacía buen tiempo y me sentía con ánimos, me iba con la silla al patinillo y miraba entre las faldas de las que pasaban. Más de una pierna se me hizo así familiar. Una vez mandé a buscar un bulbo de croco y lo planté en el patinillo sombrío, en un tiesto viejo. Debía ser por primavera, no eran las condiciones óptimas probablemente. Dejé el tiesto fuera, atado a un cordel que pasaba por la ventana. Por la tarde, cuando hacía buen tiempo, un hilo de luz trepaba a lo largo del muro. Me instalaba entonces frente a la ventana y tiraba del cordel, para mantener el tiesto a la luz, y al calor. No debía ser muy cómodo, no acabo de entender cómo me las arreglaba. No eran las condiciones óptimas probablemente. Lo abonaba como podía y me meaba sobre él cuando el clima era seco. Quizá no eran las condiciones óptimas. Reverdeció, pero nunca tuvo flores, apenas un tallo fláccido provisto de hojas cloróticas. Me hubiera alegrado tener un croco amarillo o un jacinto, pero no pudo ser. Ella quería llevárselo, pero yo le dije que lo dejara. Quería comprarme otro, pero le dije que no quería otro. Lo que más me crispaba eran los gritos de los vendedores de periódicos. Pasaban corriendo todos los días a las mismas horas, taconeando sobre la acera, gritando el nombre de los periódicos e incluso las noticias sensacionales. Los ruidos que venían de la casa me crispaban menos. Una niña, ¿o era un niño? cantaba todas las tardes a la misma hora en algún lugar encima de mí. Durante mucho tiempo no conseguí coger las palabras. Pero a fuerza de escucharlas casi todas las noches terminé por coger algunas. Extrañas palabras para una niña, o un niño. ¿Era una canción de mi espíritu, o venía sencillamente de fuera? Era una especie de nana, me parece. A mí me adormecía a menudo. Era a veces una niña la que venía. Tenía largos cabellos rojos que colgaban en dos trenzas. No sabía quién era. Correteaba un poco por la habitación, después se iba sin haberme dirigido la palabra. Un día recibí la visita de una agente de policía. Dijo que estaba bajo vigilancia, sin explicarme por qué. Equívoco, eso es, me dijo que yo era equívoco. Le dejé hablar. No se atrevía a detenerme. O quizá fuera buena persona. Un cura también, un día recibí la visita de un cura. Me informé que pertenecía a una rama de la iglesia reformada. Me preguntó qué clase de pastor me gustaría ver. Se pierde uno, en la iglesia reformada, es inevitable. Era quizá buena persona. Me dijo que le avisara si alguna vez necesitaba un servicio. ¡Un servicio! Se presentó y me explicó dónde podría encontrarle. Debería haberlo apuntado.

Un día la mujer me hizo una proposición. Dijo que tenía necesidad urgente de dinero en metálico y que si yo podía proporcionarle un adelanto de seis meses me reduciría el alquiler una cuarta parte durante este período. No creo que me equivoque mucho. Esto tenía la ventaja de hacerme ganar seis semanas (?) de estancia y el inconveniente de agotar casi todo mi pequeño capital. Pero ¿se podía llamar a esto un inconveniente? ¿No me iba a quedar de todas formas hasta la última moneda, y más allá aún, hasta que ella me echara? Le di el dinero y me hizo un recibo.

Una mañana, poco después de la transacción, me despertó un hombre que me sacudía por el hombro. No podían ser más de las once. Me rogó que me levantara y abandonara su casa inmediatamente. Era muy decente, debo decirlo. Me dijo que su extrañeza sólo podía compararse con la mía. Era su casa. Su patrimonio. La turca se había marchado la víspera. Pero si la he visto anoche, dije. Debe estar usted en un error, dijo, porque me llevó las llaves, a mi oficina, ayer por la mañana lo más tarde. Pero si acabo de entregarle un anticipo de seis meses de alquiler, dije. Que se lo devuelva, dijo. Pero si ignoro su nombre, dije, por no hablar de sus señas. ¿Ignora usted su nombre? dijo. Debió creer que mentía. Estoy enfermo, dije, no puedo marcharme así sin previo aviso. No está tan enfermo, dijo. Propuso ir a buscar un taxi, o una ambulancia, si prefería. Dijo que necesitaba la habitación, inmediatamente, para su cerdo, que estaba cogiendo frío en una carretilla, ante la puerta, y vigilado únicamente por un chaval que ni siquiera conocía y que estaría probablemente haciéndole maldades. Pregunté si no me podía ceder otro sitio, apenas un rincón donde poder tumbarme, el tiempo de sobreponerme y de tomar mis disposiciones. Dijo que no podía. No es que sea mala persona, añadió. Podría vivir aquí con el cerdo, dije, me ocuparía de él. ¡Largos meses de calma, deshechos en un instante! Calma, calma, dijo, no se abandone, valor, ale hop, de pie, basta. Después de todo aquello no le importaba. Había sido realmente paciente. Debió visitar el sótano mientras yo dormía.

Me sentía débil. Debía estarlo. La luz resplandeciente me aturdía. Un autobús me transportó, al campo. Me senté en un prado, al sol. Pero me parece que esto era mucho más tarde. Dispuse hojas bajo mi sombrero, en círculo, para procurarme sombra. La noche fue fría. Caminé largamente por los prados. Acabé por encontrar un montón de estiércol. Al día siguiente reemprendí el camino de la ciudad. Me obligaron a bajarme de tres autobuses. Me senté al borde de la carretera, al sol, y me sequé la ropa. Me gustaba. Me decía, Nada, nada que hacer ahora hasta que esté seca. Cuando estuvo seca la cepillé con un cepillo, una especie de almohada me parece, que encontré en un establo. Los establos me han socorrido siempre. Después me llegué hasta la casa en donde mendigué un vaso de leche y pan con mantequilla. ¿Puedo descansar en el establo? dije. No, dijeron. Yo apestaba aún, pero con una fetidez que me agradaba. La prefería con mucho a la mía, que se ocultaba ahora bajo la nueva hediondez, sintiéndola sólo a vaharadas. En los días siguientes traté de recuperar mi dinero. No sé exactamente cómo sucedió, si es que no pude encontrar la dirección, o si la dirección no existía, o si la griega ya no estaba allí. Busqué el recibo en mis bolsillos, para intentar descifrar el nombre. No estaba. Ella lo había recuperado quizá mientras yo dormía. No sé durante cuánto tiempo circulé así descansando unas veces en un sitio, otras en otro, en la ciudad y en el campo. La ciudad había sufrido cambios. El campo tampoco era ya como lo recordaba. El efecto general era el mismo. Un día vi a mi hijo. Con una cartera bajo el brazo apresuraba el paso. Se quitó el sombrero y se inclinó y vi que era calvo como un huevo. Estaba casi seguro de que era él. Me volví para seguirle con la mirada. Avanzaba a toda marcha, con sus andares de pato, ofreciendo a derecha y a izquierda saludos con el sombrero y otras muestras de servilismo. El insoportable hijo de puta.

Un día encontré a un hombre que me era conocido de una época anterior. Vivía en una caverna al borde del mar. Tenía un burro que pacía a lo largo de los acantilados, o en los minúsculos senderos encajonados que descienden hacia el mar. Cuando hacía muy mal tiempo el burro venía por iniciativa propia a la caverna y allí se resguardaba, mientras duraba la tempestad. Habían pasado muchas noches juntos, apretados el uno contra el otro, mientras el viento bramaba y el mar azotaba la playa. Gracias al burro podía abastecer de arena, de algas y de conchas a los habitantes de la ciudad, para sus jardincillos. No podía transportar mucha cantidad de una vez, porque el burro era viejo, pequeño también, y la ciudad estaba lejos. Pero ganaba así un poco de dinero, lo suficiente para comprar tabaco y cerillas y de vez en cuando una libra de pan. Fue en una de sus salidas cuando me encontró, en los suburbios. Estaba encantado de volver a verme, el pobre. Me suplicó que le acompañara a su casa y pasara allí la noche. Quédese todo el tiempo que quiera, dijo. ¿Qué le pasa a su burro? dije. No le haga caso, dijo, es que no le conoce. Le recordé que no tenía costumbre de quedarme con nadie más de dos o tres minutos seguidos y que me horrorizaba el mar. Parecía abrumado. Entonces no viene, dijo. Pero ante mi propia extrañeza me monté en el burro y arre, a la sombra de los castaños que brotaban con furia de la acera. Me agarré a las vértebras del cuello, una mano delante de la otra. Los niños nos abucheaban y nos tiraban piedras, pero apuntaban mal porque sólo me alcanzaron una vez, en el sombrero. Un guardia nos detuvo, y nos acusó de turbar el orden público. Mi amigo le recordó que éramos tal y como la naturaleza había acabado por hacemos y que los niños estaban en el mismo caso. Era inevitable, en esas condiciones, que el orden público resultara turbado de vez en cuando. Déjenos continuar nuestro camino, dijo, y el orden se reestablecerá automáticamente, en su sector. Atajamos por los caminos apacibles de tierra adentro, blancos de polvo, con setos de espino y de fucsia y los linderos franjeados de hierba silvestre y de margaritas. Cayó la noche. El burro me llevó hasta la boca de la caverna, porque yo no hubiera podido seguir, en la oscuridad, el sendero que bajaba hacia el mar. Después volvió a subir a sus pastizales.

No sé cuánto tiempo me quedé allí. Se estaba bien en la caverna, debo decirlo. Me traté mis ladillas con agua de mar y algas, pero un buen número de larvas debieron sobrevivir. Me curé el cráneo con compresas de alga, lo que me hizo un bien enorme, pero pasajero. Permanecía recostado en la caverna y a veces miraba hacia el horizonte. Veía por encima una gran extensión palpitante, sin islas ni promontorios. Por la noche una luz iluminaba la caverna, a intervalos regulares. Fue allí donde encontré mi frasquito, en el bolsillo. No se había roto, el cristal no era auténtico cristal. Creía que el señor Weir me lo había quitado todo. El otro estaba fuera la mayor parte del tiempo. Me daba pescado. Es fácil para un hombre, cuando lo es de verdad, vivir en una caverna, lejos de todos. Me invitó a quedarme todo el tiempo que me apeteciera. Si prefería estar solo me acondicionaría encantado otra caverna un poco más lejos. Me traería comida todos los días y vendría de vez en cuando a asegurarse de que estaba bien y no necesitaba nada. Era buena persona. Yo no necesitaba bondad. ¿No conocerá por casualidad una caverna lacustre? dije. Soportaba mal el mar, sus chapoteos, temblores, mareas y compulsividad general. El viento al menos se calma a veces. Las manos y los pies me hormigueaban. El mar me impedía dormir, durante horas. Aquí pronto me voy a poner enfermo, dije, y ¿qué habré conseguido entonces? Se va a ahogar, dijo. Sí, dije, o me arrojaré al acantilado. Y yo que no podría vivir en otra parte, dijo, en mi cabaña de la montaña era muy desgraciado. ¿Su cabaña en la montaña? dije. Repitió la historia de su cabaña en la montaña, yo la había olvidado, era como si la oyera por primera vez. Le pregunté si la conservaba todavía. Respondió que no la había vuelto a ver desde el día en que salió huyendo, pero que la creía aún en el mismo sitio, un poco deteriorada sin duda. Pero cuando insistió para que cogiera la llave, me negué, diciéndole que tenía otros proyectos. Siempre me encontrará aquí, dijo, si alguna vez me necesita. Ah, la gente. Me dio su cuchillo.

Lo que él llamaba su cabaña era una especie de barraca de madera. Habían arrancado la puerta, para hacer fuego, o con cualquier otro fin. La ventana ya no tenía cristales. El techo se había hundido por varios sitios. El interior estaba dividido, por los restos de un tabique, en dos partes desiguales. Si había tenido muebles nada quedaba ya. Se habían entregado a los actos más viles, en el suelo y sobre las paredes. Los excrementos cubrían el suelo, de hombre, de vaca, de perro, así como preservativos y vomitonas. En una boñiga habían trazado un corazón, atravesado por una flecha. No era a pesar de ello un paraje de interés artístico. Descubrí vestigios de ramos abandonados. Vorazmente arrancados, arrastrados durante largas horas, acabaron por tirarlos, pesados, o ya marchitos. Esta era la habitación de la que me habían ofrecido la llave.

En su conjunto la escena era la ya familiar de grandeza y desolación.

Era a pesar de todo una vivienda. Descansaba sobre un jergón de helechos que yo mismo recogí con mil trabajos. Un día no pude levantarme. La vaca me salvó. Aguijoneada por la niebla glacial venía a cobijarse. No era sin duda la primera vez. No debía verme. Traté de mamarla, sin mucho éxito. Sus tetas estaban cubiertas de excrementos. Me quité el sombrero y me puse a ordeñarla allí dentro, acudiendo a mis últimas fuerzas. La leche se derramaba por el suelo, pero me dije, No importa, es gratis. La vaca me arrastró por el suelo, deteniéndose tan sólo de vez en cuando para propinarme una coz. No sabía que también nuestras vacas podían ser malvadas. Debían haberla ordeñado recientemente. Agarrándome con una mano a la teta, con la otra mantenía el sombrero en su sitio. Pero acabó por hartarse. Porque me arrastró a través del umbral hasta los helechos gigantes y chorreantes, donde me vi obligado a soltar la presa.

Bebiendo la leche me reproché lo que acababa de hacer. Ya no podría contar con la vaca y ella pondría a las demás al corriente. Con más control sobre mí mismo hubiera podido hacerme amigo de ella. Hubiera venido todos los días seguida quizá de otras vacas. Yo habría aprendido a hacer mantequilla, queso. Pero me dije, No, todo se andará.

Una vez en la carretera no tenía más que seguir la pendiente. Carretas pronto, pero todas me rechazaron. Si hubiera tenido otras ropas, otra cara, se me hubiera admitido quizá. Debí cambiar desde mi expulsión del sótano. La cara en especial había debido alcanzar un aspecto decididamente climatérico. La sonrisa humilde e ingenua ya no me aparecía, ni la expresión de miseria cándida, penetrada de estrellas y cohetes. Las llamaba, pero ya no venían. Máscara de viejo cuero sucio y peludo, no quería ya decir por favor y gracias y perdón. Era una lástima. ¿Con qué iba yo a bandearme, en el futuro? Tumbado al borde de la carretera me dedicaba a contorsionarme cada vez que oía venir una carreta. Era para que no imaginaran que dormía, o descansaba. Trataba de gemir, ¡Socorro! Pero el tono que me salía era el de la conversación corriente. Ya no podía gemir. Todavía no era el fin y ya no podía gemir. La última vez que había necesitado gemir lo había hecho, bien, como siempre, y eso en la ausencia de cualquier corazón susceptible de ser partido. ¿En qué iba a convertirme? Me dije. Volveré a aprender. Me tumbé a lo ancho del camino, en un sitio donde se estrechaba, de forma que las carretas no podían pasar sin pasarme por encima, con una rueda al menos, o con dos si tenía cuatro. Al urbanista de la barba roja, le habían quitado la vesícula biliar, una falta grave, y tres días después moría, en la flor de la edad. Pero llegó el día en que, mirando a mi alrededor, me encontré en los suburbios, y de aquí a las viejas huellas no había más que un paso, más allá de la estúpida esperanza de calma o de dolor más tenue.

Me tapé pues la parte baja de la cara con un trapo sucio y fui a pedir limosna en una esquina soleada. Porque me parecía que mis ojos no se habían apagado del todo, gracias quizás a las gafas negras que mi preceptor me diera. Me había dado la Ética de Geulincz. Eran gafas de hombre, yo era un niño. Le encontraron muerto, desplomado en el W.C., con las ropas en un desorden terrible, fulminado por un infarto. Ah, qué calma. La Etica llevaba su nombre (Ward) en primera página, las gafas le habían pertenecido. El puente, en la época a la que me refiero, era de hilo de latón, de la clase que se emplea para sujetar los cuadros y los grandes espejos, y dos largas cintas negras servían de patillas. Las enroscaba alrededor de las orejas y las abatía bajo la barbilla, donde las ataba. Los cristales habían sufrido, a fuerza de frotarse en el bolsillo uno contra otro y contra los demás objetos que allí se encontraran. Yo creía que el señor Weir me lo había cogido todo. Pero yo ya no necesitaba esas gafas y no me las ponía más que para suavizar el resplandor del sol. No debería haber hablado de ello. El trapo me tomó mucho trabajo. Acabé cortándolo del forro de mi abrigo, no, ya no tenía abrigo, de mi chaqueta entonces. Era un trapo más bien gris, o incluso escocés, pero me daba por satisfecho. Hasta la tarde mantenía la cara levantada hacia el cielo del mediodía, después hacia el del poniente hasta la noche. La escudilla me tomó mucho trabajo. No podía utilizar el sombrero, por mi cráneo. En cuanto a tender la mano, ni pensarlo. Me procuré pues un recipiente de hojalata y lo sujeté a un botón de mi abrigo, pero qué me pasa, de mi chaqueta, al nivel del pubis. No se mantenía derecho, se inclinaba respetuosamente hacia el transeúnte, no había más que dejar caer la moneda. Pero esto le obligaba a aproximarse mucho a mí, se arriesgaba a rozarme. Acabé procurándome una lata más grande, una especie de gran lata, y la coloqué sobre la acera, a mis pies. Pero a la gente que da limosna no le agrada mucho tirarla, ese gesto tiene algo de desprecio que repugna a los sensibles. Sin contar con que deben apuntar. Quieren dar, pero no les gusta que la moneda se escape dando vueltas bajo los pies de los transeúntes, o bajo las ruedas de los vehículos, donde cualquiera puede cogerla. Entonces no dan. Los hay evidentemente que se agachan, pero en general a la gente que da limosna no le agrada que ello le obligue a agacharse. Lo que realmente prefieren es ver al mendigo de lejos, preparar el penique, soltarlo en plena marcha y oír el Dios se lo pague debilitado por el alejamiento. Yo no decía eso, yo no era muy creyente, ni nada que se le parezca, pero hacía de todos modos un ruido, con la boca. Acabé procurándome una especie de tablilla que me sujetaba con cordel al cuello y a la cintura. Sobresalía precisamente a la altura justa, la del bolsillo, y su borde estaba lo suficientemente apartado de mi persona para poder depositar el óbolo sin peligro. Podían verse a veces en ella flores, pétalos, espigas, y briznas de esa hierba que se aplica a las hemorroides, en fin lo que encontraba. No las buscaba, pero todas las cosas bonitas de este tipo que me caían a la mano, las guardaba para la tablilla. Se podía creer que yo amaba la naturaleza. Miraba al cielo, la mayor parte del tiempo, pero no fijamente. Era una mezcla, la mayoría de las veces, de blanco, azul y gris, y por la tarde venían a añadirse otros colores. Lo sentía pesando con suavidad sobre mi cara, frotaba la cara balanceándola de un lado a otro. Pero a menudo dejaba caer la cabeza sobre el pecho. Entonces entreveía la tablilla a lo lejos, borrosa y abigarrada. Me apoyaba en la pared, pero sin indolencia, equilibraba mi peso de un pie al otro y me agarraba con las manos las solapas de la chaqueta. Mendigar con las manos en los bolsillos, da mal efecto, indispone a los trabajadores, sobre todo en invierno. No hay nunca tampoco que llevar guantes. Había chicos que, simulando darme una moneda, arramplaban con todo lo que había ganado. Para comprarse caramelos. Me desabrochaba, discretamente, para rascarme. Me rascaba de abajo arriba, con cuatro uñas. Me hurgaba en los pelos, para calmarme. Ayudaba a pasar el tiempo, el tiempo pasaba cuando me rascaba. El verdadero rascado es superior al meneo, en mi opinión. Uno puede menearse hasta los cincuenta, e incluso mucho después, pero acaba por convertirse en una simple costumbre. Para rascarme no tenía bastante con las dos manos. Tenía en todas partes, en mis partes, en los pelos hasta el ombligo, bajo los brazos, en el culo, placas de eczema y de psoriasis que podía poner al rojo con sólo pensar en ellas. Era en el culo donde más satisfacción obtenía. Introducía el índice, hasta el metacarpo. Si después tenía que cagar, me hacía un daño de perros. Pero apenas cagaba ya. De vez en cuando pasaba un avión, poco rápidamente me parecía. Me sucedía a menudo, al acabar la jornada, encontrar los bajos del pantalón mojados. Debían ser los perros. Yo ya apenas meaba. Si por azar me entraban ganas, las calmaba soltando un chorrito en la bragueta. Una vez en mi puesto, no lo abandonaba hasta la noche. Yo ya apenas comía, Dios cuidaba de mi sustento. Después del trabajo compraba una botella de leche que bebía por la noche en la cochera. En realidad le encargaba a un chico que la comprara, siempre el mismo, a mí no querían servirme, no sé por qué. Le daba un penique por el servicio. Un día asistí a una escena extraña. Normalmente no veía gran cosa. No oía gran cosa tampoco. No me fijaba. En el fondo no estaba allí. En el fondo creo que no he estado nunca en ninguna parte. Pero ese día debí volver. Desde hacía ya algún tiempo me incordiaba un ruido. No buscaba la causa, porque me decía, Va a cesar. Pero como no cesaba no tuve más remedio que buscar la causa. Era un hombre subido al techo de un automóvil, arengando a los transeúntes. Al menos fue así como entendí la cosa.

Berreaba tan fuerte que retazos de su discurso llegaban hasta mí. Unión… hermanos… Marx… capital… bistec… amor. No entendía nada. El coche se había detenido junto a la acera, ante mí, yo veía al orador de espaldas. De repente se volvió y me cuestionó. Mirad ese pingajo, dijo, ese desecho. Si no se pone a cuatro patas es porque teme la perrera. Viejo, piojoso, podrido, al cubo de la basura. Y hay miles como él, peores que él, diez mil, veinte mil —Una voz, Treinta mil. El orador continuó, Todos los días pasan delante de vosotros y cuando habéis ganado a las carreras soltáis vuestro tributo. ¿Os dais cuenta? La voz, No. Claro que no, continuó el orador, eso forma parte del decorado. Un penique, dos peniques—. La voz, Tres peniques. No se os ocurre nunca pensar, continuó el orador, que tenéis enfrente la esclavitud, el embrutecimiento, el asesinato organizado, que consagráis con vuestros sobresueldos criminales. Mirad este torturado, este pellejo. Me diréis que es culpa suya. Preguntadle a ver si es culpa suya. La voz Pregúntaselo tú. Entonces se inclinó hacia mí y me apostrofó. Yo había perfeccionado mi tablilla. Consistía ahora en dos trozos unidos por bisagras, lo que me permitía, una vez acabado el trabajo, plegarla y llevarla bajo el brazo, me gustaba hacer chapucillas. Me quité el trapo, me metí en el bolsillo las escasas monedas que había ganado, desaté los cordones de mi tablilla la plegué y me la puse bajo el brazo. ¡Pero habla, pedazo de inmolado! vociferó el orador. Después me fui, aunque fuera aún de día. Pero en general la esquina era tranquila, animada sin ser bulliciosa, próspera y conveniente. Aquél debía ser un fanático religioso, no encontraba otra explicación. Se había quizás escapado de la jaula. Tenía una cara simpática, un poco coloradota.

No trabajaba todos los días. Apenas tenía gastos. Conseguía incluso ahorrar un poco, para los ultimísimos días. Los días en que no trabajaba me quedaba tumbado en la cochera. La cochera estaba al borde del río, en una propiedad particular, o que lo había sido. Esta propiedad, cuya entrada principal daba sobre una calle sombría, estrecha y silenciosa, estaba rodeada por un muro, menos naturalmente por el lado del río, que marcaba su límite septentrional, sobre una longitud de treinta pasos más o menos. Enfrente, sobre la otra orilla, se extendían aún los muelles, después un apelmazamiento de casas bajas, terrenos baldíos, empalizadas, chimeneas, agujas y torres. Se veía también una especie de campo de maniobras donde los soldados jugaban al fútbol, todo el año. Sólo las ventanas… no. La propiedad parecía abandonada. La verja estaba cerrada. La hierba invadía los senderos. Sólo las ventanas de la planta baja tenían postigos. Las demás se iluminaban a veces por la noche, débilmente, unas veces una, otras la otra, tenía esa impresión. Podía ser cualquier reflejo. El día en que adopté la cochera encontré un bote, la quilla al aire. Le di la vuelta, lo calcé con piedras y pedazos de madera, quité los bancos y lo convertí en mi lecho. Las ratas se las veían negras para llegar hasta mí, por la inclinación del casco. Muchas ganas tenían sin embargo. Imaginad, carne viviente, porque yo a pesar de todo todavía era carne viviente. Hacía demasiado tiempo que vivía entre las ratas, en mis alojamientos improvisados, para que tuviera por ellas la fobia del vulgo. Tenía incluso una especie de simpatía por ellas. Venían con tanta confianza hacia mí, se diría que sin la menor repugnancia. Se aseaban, con gestos de gato. Los sapos, sí, por la tarde, inmóviles durante horas, engullen moscas. Se colocan en sitios en donde lo cubierto pasa al descubierto, les gustan los umbrales. Pero se trataba de ratas de aguas, de una delgadez y de una ferocidad excepcionales. Construí pues, con tablas sueltas, una tapadera. Es formidable la de tablas que he podido encontrar en mi vida, cada vez que tenía necesidad de una tabla allí estaba, no había más que agacharse. Me gustaba hacer chapuzas, no, no mucho, así así. Recubría el bote completamente, hablo ahora otra vez de la tapadera. La empujaba un poco hacia atrás, entraba en el bote por delante, reptaba hasta la parte de atrás, levantaba los pies y empujaba la tapadera hacia delante hasta que me cubría del todo. El empuje se ejercía sobre un travesaño en saliente fijado con este fin en el dorso de la tapadera, me gustaban las chapucillas. Pero era preferible entrar en el bote por detrás, sacar la tapadera sirviéndome de las dos manos hasta que me cubriera del todo y empujarla del mismo modo cuando quería salir. Como apoyo para mis manos coloqué dos grandes clavos, allí donde hacía falta.

Estos pequeños trabajos de carpintería, si es posible llamarlos así, ejecutados con instrumentos y materiales improvisados, no me disgustaban. Sabía que acabaría pronto, y representaba la comedia, verdad, la de… cómo llarmarla, no lo sé. Me encontraba bien en el bote, debo decirlo. Mi tapadera se ajustaba tan bien que tuve que hacerle un agujero. No hay que cerrar los ojos, hay que dejarlos abiertos en la oscuridad, esa es mi opinión. No hablo del sueño, hablo de lo que se llama me parece estado de vigilia. Por otra parte yo dormía muy poco en aquella época, no tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé. Tumbado de espaldas no veía nada, apenas vagamente, justo por encima de mi cabeza, a través de rendijas minúsculas, la claridad gris de la cochera. No ver nada en absoluto, no, es demasiado. Oía sordamente los gritos de las gaviotas que revoloteaban muy cerca alrededor de la boca de los sumideros. En un hervor amarillento, si tengo buena memoria, las inmundicias se vertían al río, los pájaros revoloteaban por encima, chillando de hambre y de cólera. Oía el chapoteo del agua contra el embarcadero, contra la orilla, y el otro ruido, tan diferente, de la ondulación libre, lo oía también. Yo, cuando me desplazaba, era menos barco que onda, por lo que me parecía, y mis parones eran los de los remolinos. Esto puede parecer imposible. La lluvia también, la oía a menudo, llovía frecuentemente. A veces una gota, atravesando el techo de la cochera, venía a explotar sobre mí. Todo resultaba más bien líquido. El viento añadía su voz, por supuesto, o quizá más bien las tan variadas de sus juguetes. ¿Pero qué es todo esto? Zumbidos, alaridos, gemidos y suspiros. Yo hubiera preferido otra cosa, martillazos, pan, pan, pan, asestados en el desierto. Me tiraba pedos, es cosa sabida, pero sin rotundidad, salían con un ruido de bomba, se fundían en el gran jamás. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Estaba bien en mi caja, debo decirlo. Me parecía haber adquirido independencia en los últimos años. Que nadie viniera ya, que nadie pudiera ya venir, a preguntarme si estaba bien y si no necesitaba nada, aquello ya apenas me dolía. Me encontraba bien, claro que sí, perfectamente, y el miedo de encontrarme peor se dejaba apenas sentir. En cuanto a mis necesidades, se habían en alguna medida reducido a mis dimensiones y, bajo el punto de vista cualitativo, tan refinadas que toda ayuda resultaba excluida, desde ese ángulo. Saberme existir, por muy débil y falsamente que fuera, por fuera de mí, tenía en otra época la virtud de conmoverme. Se convierte uno en un salvaje, forzosamente. A veces se pregunta uno si estamos en el planeta correcto. Incluso las palabras te dejan, con eso está dicho todo. Es el momento quizás en que los vasos dejan de comunicar, ya sabes, los vasos. Se está aquí siempre entre los dos rumores, sin duda es siempre el mismo trozo, pero vaya nadie lo diría. Me ocurría a menudo querer correr la tapadera y salir del bote sin conseguirlo, tan perezoso y débil estaba, y en el fondo bien allí donde me encontraba. Lo sentía todo cerca, las calles glaciales y tumultuosas, las caras aterradoras, los ruidos que cortan, penetran, desgarran, contusionan. Esperaba entonces que las ganas de cagar, o de mear al menos, me dieran fuerzas. ¡No quería ensuciar mi nido! Lo que me sucedía sin embargo, e incluso cada vez más a menudo. Me bajaba los pantalones arqueándome, me volvía un poco de lado, lo justo para despejar el agujero. Labrarse un reino, en medio de la mierda universal, para después cagarse encima, era muy mío. Eran yo, mis inmundicias, es cosa sabida, pero aun así. Basta, basta, las imágenes, heme aquí viendo imágenes, yo que nunca las vi, salvo a veces cuando dormía. Creo que no las había visto nunca, hablando con propiedad. De pequeñín quizá. Mi mito lo quiere así. Sabía que eran imágenes, puesto que era de noche y estaba solo en mi bote. ¿Qué podía ser aquello si no? Estaba pues en mi bote y me deslizaba sobre las aguas. No tenía que remar, el reflujo me llevaba. Además no veía remos, habían debido llevárselos. Yo tenía una tabla, un trozo de banco quizá, que utilizaba cuando me acercaba demasiado a la orilla o cuando veía acercarse un montón de detritus o una chalupa. Había estrellas en el cielo, grato. No veía el tiempo que hacía, no tenía frío ni calor y todo parecía tranquilo. Las orillas se alejaban cada vez más, lógico, ya no las veía. Raras y débiles luces marcaban la distancia creciente. Los hombres dormían, los cuerpos recuperaban fuerzas para los trabajos y alegrías del día siguiente. El bote no se deslizaba ya, daba pequeños saltos, zarandeado por las olitas del mar incipiente. Todo parecía tranquilo y sin embargo la espuma saltaba sobre la borda. El aire libre me rodeaba ahora por todas partes, no tenía más que el abrigo de la tierra, y poca cosa es, el abrigo de la tierra, en esas condiciones. Veía los faros, hasta un total de cuatro, de los cuales uno era un barco-faro. Los conocía bien, de pequeñín ya los conocía. Fue de noche, estaba con mi padre sobre un promontorio, me cogía de la mano. Hubiera deseado que me atrajese hacia sí, en un gesto de amor protector, pero él no prestaba atención a esas cosas. Me enseñaba igualmente los nombres de las montañas. Pero para acabar con las imágenes, veía también las luces de las boyas, parecían llenarlo todo, rojas y verdes, incluso ante mi extrañeza amarillas. Y en el flanco de la montaña, que ahora despejada se alzaba tras la ciudad, los incendios pasaban del oro al rojo, del rojo al oro. Yo sabía muy bien lo que era, era la retama que ardía. Yo mismo cuántas veces había encendido el fuego, con una cerilla, siendo pequeño. Y mucho más tarde, de vuelta a casa, antes de acostarme, miraba desde mi alta ventana el incendio que había prendido. En esta noche pues, plagada de débiles parpadeos, en el mar, en la tierra y en el cielo, bogaba a merced de la marea y las corrientes. Noté que mi sombrero estaba atado, por un cordoncillo sin duda, a mi ojal. Me levanté del banco, en la parte de atrás del bote, y un enérgico campanilleo se hizo oír. Era la cadena que, fijada a proa, acababa de enrollarse alrededor de mi cintura. Debí de antemano practicar un agujero en las tablas del fondo, porque heme aquí de rodillas intentando despejarlo, con la ayuda del cuchillo. El agujero era pequeño y el agua subiría lentamente. Requeriría una media hora, en total, salvo imprevistos. Sentado de nuevo en la popa, con las piernas estiradas y la espalda bien apoyada contra el saco relleno de hierba que me servía de cojín, me tragué el calmante. El mar, el cielo, la montaña, las islas, vinieron a aplastarme en un sístole inmenso, después se apartaron hasta los límites del espacio. Pensé débilmente y sin tristeza en el relato que había estado a punto de hacer, relato a imagen de mi vida, quiero decir sin el valor de acabar ni la fuerza para continuar.

lunes, 11 de enero de 2021

Gonzalo Suárez - Un cuento casi sufí

Un cuento casi sufí


por Gonzalo Suárez


Recogí a un vagabundo en la carretera. Me arrepentí enseguida. Olía mal. Sus harapos ensuciaron la tapicería de mi coche. Pero Dios premió mi acto de caridad y convirtió al vagabundo en una bella princesa. Ella y yo pasamos la noche en un motel. Al amanecer, me desperté en brazos del maloliente vagabundo. Y comprendí que Dios nos premia con los sueños y nos castiga con la realidad.

sábado, 9 de enero de 2021

Kôbô Abe - El Grupo de Petición Anticanibalista y los tres caballeros (1956)

El Grupo de Petición Anticanibalista y los tres caballeros
(1956)


por  Kôbô Abe



Junto a la entrada de la inmensa sala de espera se enfilaban tres bancos instalados en la pared, todos provistos de un cenicero grande de latón y un basurero, que estaban a punto de desbordarse. Los hilitos de humo azul que subían de una que otra colilla hacían suponer que el espacio había estado lleno de gente hasta hacía apenas unos minutos. Ahora sólo permanecía un hombre enano y flaco, de contextura fuerte, que no lograba controlar los temblores nerviosos de sus rodillas.

Comenzaba a caer la tarde. Con el techo alto, el aire se sentía cada vez más frío. Todavía quedaban indicios de la presencia humana, lo cual reforzaba el silencio del ambiente. El enano dejó de temblar de repente, pues creyó escuchar con nitidez el crujido de unos pantalones cuando se rasgan. Levantó su mirada con apremio para observar la puerta oscura del fondo. Al lado de la puerta había otro oficial uniformado, que ya llevaba más de una hora sacando punta al lápiz sin decir nada.

Más allá quedaba una habitación majestuosa de mediano tamaño. En el centro había un escritorio con relieves y al frente se veía una puerta que comunicaba con otro cuarto al fondo; en la pared derecha estaban colgados un mapa y un cuadro con un paisaje desconocido, y a la izquierda había un sofá forrado en cuero. Ahí estaban sentados dos caballeros, uno en cada extremo, en una postura que revelaba el cansancio acumulado, ambos tenían un bastón en la mano. Vestían un traje ligero, mantenían una calma absoluta en su comportamiento, y exhibían en sus pechos las insignias de oro que los mostraban como hombres importantes del gobierno. El calvo de traje negro carraspeó en un tono premeditado. El barbudo de traje pardo se tocó las rodillas, mordiéndose el labio inferior. Permanecieron así en silencio durante algunos minutos. Entró el tercer caballero, de traje gris, por la puerta de enfrente. Le faltaba el brazo izquierdo.

—Perdonen la demora.

Al decirlo, se sentó frente al escritorio, casi desplomándose. Luego se levantó el de traje pardo, sacudiéndose un poco la cabeza. Resultó que no tenía la pierna derecha.

—Más bien llegaste demasiado temprano. Todavía no tenemos ninguna conclusión.

—Pero —dijo nervioso el de traje gris, mientras se ajustaba la manga vacía— ¿los convenciste de que se retiraran, y dejaran sólo un representante?

—Sí, lo logramos —dijo apurado el de traje negro, estirando el cuello como para mirar a lo lejos, sin cambiar de postura. Este caballero era ciego—. Ellos llegaron a entender lo complejo del asunto y a confiar hasta cierto punto en la honestidad de nuestra parte. Ahora aceptan con cierta reserva que estamos afligidos al no comprender la esencia de su petición y que hacemos esfuerzos para comprenderla. Así acordaron retirarse y dejar sólo un representante.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —El de traje gris, impaciente, raspó varias veces la orilla del escritorio con los dedos arqueados—. Así no podremos convencerlos de ninguna manera. Por eso les dije desde el comienzo que no debíamos acceder a la negociación.

—Pero —respondió el de traje pardo para calmarlo— en tal caso nos habrían molestado cada vez más. Sabes muy bien que ya no podemos seguir ignorándolos…

—No estoy diciendo que los ignoremos. Debemos tomar alguna medida, de acuerdo, pero la negociación sólo sirve para alborotarlos.

—No es cierto. Ya no nos queda otro remedio. Lo único que debemos hacer es comprender cabalmente la situación. Yo no creo que se trate de una rebelión cuando hacen esta clase de petición.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo el de traje negro—. El argumento en sí es tan disparatado que casi termina diciendo que la lluvia no debe caer de arriba hacia abajo. Francamente, yo no confío en su autenticidad. Me parece más sensato que nos sentemos a conversar con calma, en lugar de estar debatiendo interminablemente unos contra otros.

—Ustedes son demasiado optimistas —dijo el de traje gris—. No, tú no has comprendido el tamaño del problema —dijo el de traje pardo.

—Vengan, mejor, vamos a atender al representante —dijo el de traje negro para apaciguarlos, mientras oprimía un botón invisible en el escritorio.

El de traje gris también lo tocó en su lugar.

El hombre solicitado, que pasó de la sala de espera a la habitación, parecía aún más miserable en ese ambiente. Estaba tieso de pies a cabeza, con la cara pálida y las piernas trémulas.

—¿Por qué estás tan alterado? —dijo sonriente el de traje pardo, señalando la silla con el bastón—. Relájate un poco, que vamos a hablar mano a mano.

Sin embargo, el hombre permaneció en silencio sin levantar la cabeza.

—A ver, dime en calidad de qué representas al pueblo —le preguntó el de traje gris, casi disgustado—. No es que desconfíe de ti, pero me pareces demasiado humilde para ser el representante. Además, has de ser del tipo anterior a la renovación del año treinta.

El hombre tragó saliva y habló con una voz vibrante y seca, haciendo pausas a cada rato.

—Sí, usted tiene razón, es que no quería ser representante, pero, saben, soy el mayor y de cuerpo magro, es decir…

—¿De cuerpo magro?…

—Si es que…

—¿Qué quieres decir? —dijo el de traje gris.

—Ya veo —dijo el de traje negro en un tono irónico—. Seguro tuvieron miedo de que el cuerpo bien formado nos abriera el apetito, ¿no es así?

—Qué va… —se rió el de traje pardo, pero se inquietó al ver que el hombre se callaba—. ¿De verdad creyeron en algo tan absurdo? ¿Cómo será el pueblo en general si los dirigentes como tú tienen un nivel de inteligencia tan bajo? ¿Cómo es posible creer que somos capaces de tener apetito ante los hombres vivos?… Mira, tal como nosotros los comemos, ustedes comen vacas y puercos. ¿Y ustedes tienen apetito ante un puerco vivo? Al contrario, simpatizan con los animales. A nosotros nos pasa lo mismo. No somos tan insensibles como para confundir los hombres vivos y los hombres ya procesados en rebanadas y salchichas.

—Sí, es que… Además, estoy un poco resfriado…

—Bueno, sí, ciertamente aquí está haciendo frío. —El de traje negro buscó a tientas el botón para prender la calefacción—. Pronto se calienta, ya verás. Pero oigan, ¿es tan poco apetitoso este representante?

—¡Carne de tercera clase! —dijo el de traje gris casi escupiendo—. Tampoco estuviste en la vacunación general de protección corporal el año pasado, contesta sin mentiras.

—Es que ese día tuve fiebre y dolor de pecho…

—Está bien —dijo el de traje pardo—. No es el momento de meternos en problemas personales. Mejor escuchemos la opinión del representante.

—Yo preferiría indagar un poco en su mente. Es que sospecho que su petición tiene origen en el complejo de estas carnes de tercera clase. Es decir, lo que en apariencia es la protesta en contra del canibalismo puede ser en realidad…

—¡Cómo se le ocurre! —El representante tomó la iniciativa por primera vez—. Lo que pasa es que ya tenemos conciencia. Hemos empezado a pensar que no se debe permitir en términos humanos que un hombre se coma a otro hombre. Para demostrar que nuestro reclamo no es nada arbitrario, me mandaron a mí como representante por ser el menos apto para ser procesado como carne. La decisión no tiene nada que ver con el complejo…

—Es justamente el punto que no me queda claro —dijo el de traje pardo en un tono calmado—. Ustedes hablan en términos humanos, ¿pero un hombre no debe comerse a otro hombre? Hace muchas generaciones, tan remotas que ya nadie se acuerda desde cuándo, que los comemos a ustedes. Nosotros, la clase comedora, los hemos criado y mejorado para que proliferen como nuestro alimento básico. Así hemos establecido una relación de dependencia mutua con ustedes.

—Pero supongamos que fuera al revés y que nosotros los comiéramos a ustedes…

—¡Que ustedes nos comieran! —gritó el de traje negro, poniéndose de pie—. La carne humana es cara. ¿Cómo es posible permitirse tanto lujo? No hablemos de algo imposible.

—Bueno…

—Efectivamente —dijo el de traje pardo como para tranquilizarlo—. En fin, me parece que ustedes sólo protestan para molestarnos. Seguramente su verdadero objetivo no consiste en la prohibición del canibalismo sino en sacar alguna otra concesión, sea la reducción de impuestos o el levantamiento del control de la carne humana…

—No, imposible —lo interrumpió el de traje gris—. Qué barbaridad. Con cualquier pretexto, ustedes empezarán a comerse unos a otros hasta extinguirse por completo. Comprendo muy bien su deseo de alimentarse de carne humana, al igual que nosotros.

—No…

—Espera un segundo. Eso no se lo permito, jamás se lo voy a permitir. Si ustedes colaboran con nosotros para aumentar la producción de carne, el país entero naturalmente llegará a tener tanta riqueza que les permitirá alimentarse de carne humana. ¿No te parece una medida legítima el látigo que le aplica un pastor a una oveja descarriada?

—No, señores, no me están entendiendo. Lo único en que queremos insistir es que estamos en contra del canibalismo… Esto es clarísimo. Jamás se nos ha ocurrido la idea de comernos unos a otros…

—A ver, aclárame ese punto, te repito. ¿Por qué dices que jamás se les ha ocurrido esa idea? —dijo el de traje pardo un tanto irritado.

—Las vacas comen pasto, ustedes comen vacas y nosotros los comemos a ustedes. ¿A quién pertenece el pasto inicial? A nosotros, desde luego. Este gran círculo es el principio de la naturaleza. No entiendo a qué se oponen ustedes. No me digas que han empezado a creer en alguna religión exótica.

—Por favor, señores. —El representante se enlazó las dos manos en un gesto desolado—. Entiendan lo salvaje que es el hecho de que un hombre se coma a otro hombre…

—¡Ni en lo más mínimo! —gritó el de traje gris, golpeando el escritorio con toda su fuerza. El representante quedó petrificado, y luego se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El cuarto se había calentado sin que nadie se diera cuenta. El silencio predominó durante un buen rato.

—O sea que tienen miedo a la muerte —susurró el de traje negro—. Ése es uno de los síntomas de una especie de neurosis. En tal caso, el problema es complicado pero no grave. El miedo a la muerte, que es común entre los seres humanos, no tiene nada que ver con el canibalismo.

—Ya veo —dijo el de traje pardo, aliviado—. Claro, debe ser eso. Ahora sí los entiendo. Dime, ¿verdad que es así?

—No… —tartamudeó el representante. No le salió la voz pese a su deseo de continuar.

—¿Entonces qué? —El de traje pardo se puso furioso de nuevo—. Ya les dije que era inútil negociar con ellos —dijo el de traje gris en un tono mortificante.

Esta vez el silencio fue más largo.

—No entiendo… no entiendo… —murmuró el de traje pardo mientras recorría despacio la habitación, manteniendo cuidadosamente el equilibrio con el bastón—. Me gustaría hacer algo por ustedes. No somos enemigos, ni pretendemos dominarlos por la fuerza. Pero no entiendo… Todo está fuera de mi capacidad de comprensión… ¿Por qué dice que no debemos comerlos a ustedes? Su carne es la más sabrosa, nutritiva y sana. ¿Por qué están en contra de algo tan lógico?…

—Somos responsables de la reproducción y de la salud de todos ustedes —continuó el de traje negro—. Hemos mejorado cuantitativa y cualitativamente su vida, mucho más de lo que hubiera sido en estado natural, y sólo nos quedamos con lo que ha sobrado. Alimentarnos de su carne es nuestro derecho, que también garantiza su vida y salud. Prosperidad mutua, ¿no te parece?

—Basta —dijo hastiado el de traje gris—. ¿Tienes algo más que decir? Si no hay más, aquí se acabó la conversación.

—¿Verdad que ya no vas a hablar? —le preguntó el de traje pardo, un tanto inquieto—. Di todo lo que tengas que decir, no queremos que después crean que hemos impuesto la decisión a regañadientes… ¿No ves que estoy tratando de comprenderte?…

—Señores —gritó el representante, dejándose caer de rodillas—. Ayúdenme, señores, que a mi hija le tocó el sorteo. Hoy se tuvo que presentar en el matadero. Tiene trece años y va a la escuela. Lee libros, escribe cosas y se ríe mucho. Me han dicho que la van a mandar a la sección de jamones. Tan dulcera que es, como su madre, su carne es muy jugosa. Me dijo el encargado que sólo nos iban a devolver una ración de la grasa que saliera de ella… Señores, les suplico…

Los rostros de los tres caballeros se endurecieron de cólera al mismo tiempo. El de traje gris tocó el botón y ordenó al oficial que entraba:

—Llévate a este hombre.

—Creía que se trataba de algo más firme y ahora resulta que no fue sino un sentimiento completamente banal —dijo el de traje pardo, resollando amargura por la nariz.

—Te lo había advertido, ¿no ves? No son seres que se prestan a la negociación razonable —dijo el de traje gris—. Fui demasiado comprensivo con ellos. Creí que había un fondo más filosófico…

—¡No me digas! —gimió el de traje negro, ladeando la cabeza en señal de duda—. ¿Pero cómo será su mentalidad al fin? El sorteo no le toca tan sólo a su hija… Yo, en su lugar, dudo que me alborotara tanto ante una hija procesada como jamón.

—Estupidez —dijo el de traje gris mientras estiraba la mano hacia la puerta que comunicaba con el cuarto del fondo—. ¿Qué clase de idiotas se escandalizan ante los peces que insisten en ahogarse en el agua? Puro teatro, estoy seguro.

—¿Y para qué hacen semejante teatro? —Al decirlo, el de traje negro también se puso de pie apoyado en el bastón.

—La hija ha de ser realmente muy apetitosa, hasta el grado de querer comérsela él mismo… ¿Qué tal si llamamos al matadero para que nos conceda una porción de esa carne jugosa?

—Buena idea —asintió el de traje pardo con el ánimo recobrado, mirando al de traje gris que ya tomaba el auricular—. Pero por poco caigo en la trampa. Tienes razón, fui demasiado generoso con ellos. El exceso de simpatía termina siendo perjudicial para uno, ya veo.

—Eso se llama falacia de personificación. —Se sonrió el de traje negro, tanteando el piso con su bastón y apuntando hacia la puerta.

—¡¿Cómo?! —gritó inesperadamente al auricular el de traje gris—. ¿Que el matadero entró en huelga?…

Ante la frase se miraron estupefactos los otros dos caballeros. El de traje gris se volvió para preguntarles:

—¿Qué es lo que significa exactamente la palabra «huelga»? ¿Se acuerdan?

—Recuerdo haber oído la palabra… —balbuceó el de traje pardo—. Ha de ser un extranjerismo… No, es un arcaísmo, más bien.

—Sí, seguro. De todas maneras me suena bastante desagradable —dijo el de traje negro en un tono ambiguo.

Los tres salieron al pasillo sin decir una palabra. Luego se encontraron frente a la sala de la biblioteca. Entraron para consultar una enciclopedia. Mientras el de traje pardo buscaba la palabra «huelga», el de traje gris escrutó por encima del hombro y el de traje negro esperó un poco alejado de los otros.

—¿Qué dice?

Los dos permanecieron con la cabeza hundida entre las páginas sin responder nada, imposibilitados para mover un dedo siquiera.

El de traje negro habló con voz ronca:

—Miren, suena la campana. ¿Escuchan?

—Yo he sido absolutamente honesto —dijo el de traje pardo, casi ahogado—. Absolutamente honesto, estoy seguro. ¿No es cierto?

—A propósito, tengo que llamar a mi casa para que hagan la provisión de carne —dijo el de traje gris, levantando afanado la cara.

En medio de la resonancia de esta frase, los tres caballeros —el ciego, el manco y el mocho— se apresuraron a salir enmarañados de la sala y se fueron corriendo por el pasillo como vendavales.