viernes, 30 de abril de 2021

Gösta Ågren - Discurso final (1972)

Discurso final
por Gösta Ågren



Estimado público.
Nos hemos reunido aquí.
Hay reuniones multitudinarias en la tierra.
El estado de salud mejora.
Ahora los muertos tienen tiempo de morir
mientras están vivos todavía.
Ahora los niños vienen
de la impetuosa puerta de la madre.

No voy a tratar
del sentido de la vida.
Lo importante parece claro.
La muerte es su propio cadáver. Las palabras
sólo pueden referirse a las circunstancias.

La cuestión de si hay vida en el cosmos
la tratará el orador siguiente.
Durante mucho tiempo hemos mirado fijamente a las estrellas
pero sólo en la luna
va dando tumbos un solitario astronauta.

Alguna otra cosa espera a las palabras.
Lo dicho oscuramente es una superficie.
Lo claro es inexplicable
como la realidad.

Por eso son las palabras comunes
en su sencillez lo más próximo a mi mensaje.

Nosotros consumimos la tierra. Reina desordenadamente la opresión.
Día tras día desaparece nuestra vida.

jueves, 29 de abril de 2021

Samuel Beckett - El calmante (1945)

El calmante
por Samuel Beckett





Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años, y qué años, y que mi cuerpo daba fe de ello, de la cabeza a los pies. Pero esta noche, solo en mi cama helada, siento que voy a ser más viejo que el día, la noche, en que el cielo con todas sus luces cayó sobre mí, el mismo cielo que tanto había mirado, desde que erraba sobre la tierra lejana. Porque tengo demasiado miedo esta noche para observar cómo me pudro, para esperar los grandes descensos rojos del corazón, las torsiones del intestino sin salida y para que se cumplan en mi cabeza los largos asesinatos, el asalto a pilares inquebrantables, el amor con los cadáveres. Voy, pues, a contarme una historia, voy, pues, a intentar contarme una vez más una historia, para intentar calmarme, y es ahí dentro donde siento que seré viejo, viejo, más viejo aún que el día en que me derrumbé, pidiendo socorro, y el socorro vino. O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mí muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte.

¿Por qué haberme movido, estando en casa de nadie? ¿Me echaban fuera? No, no había nadie. Veo una especie de antro, con el suelo cubierto de latas de conservas. No es el campo sin embargo. Se trata quizá de unas simples ruinas, quizá las ruinas de una quinta, en las inmediaciones de la ciudad, en un campo, porque los campos llegaban hasta el pie de los muros, sus muros, y por la noche las vacas se acostaban al abrigo de las fortificaciones. He cambiado tanto de refugio, a lo largo de mi desconcierto, que me sorprendo confundiendo antros y escombros. Pero fue siempre la misma ciudad. Es verdad que uno va muchas veces en un sueño, el aire se ennegrece de casas y fábricas, se ven pasar tranvías y bajo los pies que moja la hierba aparecen de pronto adoquines. Yo no conozco más que la ciudad de la infancia, he debido ver la otra, pero sin lograr jamás creer en ella. Todo lo que digo se anula, nada habré dicho. ¿Tenía hambre al menos? ¿Me tentaba el tiempo? Estaba nublado y fresco, así lo prefiero, pero no hasta el punto de atraerme afuera. No pude levantarme a la primera tentativa, ni pongamos a la segunda, y una vez por fin de pie, y apoyado en la pared, me preguntaba si podría seguir, de pie me refiero, apoyado contra el muro. Salir y caminar, imposible. Hablo como si fuera ayer. Ayer, en efecto, está reciente, pero no lo bastante. Porque lo que cuento esta noche ocurre esta noche, a esta hora que se desvanece. Ya no estoy con esos asesinos, en aquel lecho de terror, sino en mi lejano refugio, las manos cruzadas, la cabeza inclinada, débil, jadeante, tranquilo, libre y más viejo de lo que nunca he sido, si mis cálculos son exactos. Conduciré sin embargo mi historia al pasado, como si se tratara de un mito o de una fábula antigua, porque necesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad aquélla en la que yo me convertí en lo que he sido. Oh, os voy a dar yo tiempos, cerdos de vuestro tiempo.

Pero poco a poco salí y me eché a andar, a pasitos, en medio de los árboles, vaya, árboles. Una vegetación enloquecida invadía los senderos de antaño. Me apoyaba en los troncos, para recobrar el aliento, o, agarrándome a una rama, me lanzaba hacia delante. De mi último recorrido ya no quedaba el menor rastro. Eran los perecederos robles de d’Aubigné. Apenas un bosquecillo. El lindero estaba cerca, una luz menos verde y como desastrada lo decía, calmosamente. Sí, donde uno estuviera, en ese pequeño bosque, aunque fuese en lo más profundo de sus pobres secretos, por todas partes veías resplandecer aquella luz más pálida, testimonio de no sé qué estúpida eternidad. Morir sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena, cerrar uno mismo ante el cielo ciego los ojos por socavar, después rápido convertirse en carroña, para que los cuervos no se confundan. Esa es la ventaja de morir ahogado, una de las ventajas, los cangrejos, ellos, no llegan nunca demasiado pronto.

Todo esto es cuestión de organización. Pero cosa rara, salido por fin del bosque, habiendo cruzado distraídamente la zanja que lo ceñía, me puse a pensar en la crueldad, la risueña. Ante mí se extendía un herbaje espeso, tréboles, quizá, qué importa, chorreando del rocío nocturno o de la lluvia reciente. Más allá del prado, lo sabía, un camino, luego un campo, luego por último las murallas, cerrando la perspectiva. Las murallas, ciclópeas y dentadas, recortándose débilmente sobre un cielo apenas más claro, no ofrecían aspecto de ruinas, comparadas con las mías, pero lo eran, lo sabía. Esta era la escena que se abría ante mí, inútilmente, porque la conocía y me horrorizaba. Lo que yo veía era un hombre calvo trajeado de marrón, un charlatán. Contaba una historia divertida, a propósito de un fiasco. Yo no entendía nada. Pronunció la palabra caracol, babosa quizá, para la alegría general. Las mujeres parecían divertirse todavía más que sus acompañantes, si eso fuera posible. Sus risas agudas penetraban los aplausos y, calmados éstos, se desparramaban aún, aquí y allá, hasta turbar el exordio de la historia siguiente. Pensaban quizás en el pene titular, sentado quién sabe a su lado, y desde esta suave proximidad lanzaban sus gritos de alegría, hacia la tempestad cómica, qué talento. Pero soy yo esta noche a quien debe suceder algo, a mi cuerpo, como en los mitos y metamorfosis, a este viejo cuerpo al que nada nunca ha sucedido, o tan poco, que nada nunca ha encontrado, nada amado, nada querido, en su universo galvanizado, mal galvanizado, nada deseado sino que los espejos se derrumben, los planos, los curvos, los de aumento, los de disminución, y desaparecer, en el estruendo de sus imágenes. Sí, esta noche es necesario que suceda como en el cuento que mi padre me leía, noche tras noche, cuando yo era pequeño y él saludable, durante años me parece esta noche, y del que no he retenido gran cosa, salvo que se trataba de las aventuras de un tal Joe Breem, o Breen, hijo de un farero, mozo de quince años, fuerte y musculoso, ésa es la frase exacta, que nadó durante millas, de noche, con un cuchillo entre los dientes, persiguiendo a un tiburón, ya no sé por qué, por puro heroísmo. Este cuento, hubiera podido simplemente contármelo, se lo sabía de memoria, yo también, pero así no me hubiera calmado, tenía que leérmelo, o simular leérmelo, noche tras noche, pasando las páginas y explicándome las imágenes, que ya eran yo, noche tras noche las mismas imágenes, hasta que me amodorraba sobre su hombro. Con una sola palabra de texto que se hubiese saltado, yo le habría golpeado, con mi puñito, en su gordo vientre que saltaba fuera del chaleco de punto y del pantalón desabrochado que le descansaban de su indumentaria de oficina. Me toca a mí ahora la marcha, la lucha y el regreso quizá, le toca a este viejo que soy yo esta noche, más viejo de lo que fuera nunca mi padre, más viejo de lo que yo jamás seré. Y aquí me tenéis abocado a los futuros. Atravesé el prado, a pasitos crispados y blandos a un tiempo, los únicos de que disponía. Ni el menor rastro de mi último recorrido, hacía mucho tiempo de mi último recorrido. Y los tallitos magullados crecen rápido de nuevo, en la necesidad de aire y luz, y los rotos son reemplazados rápidamente. Penetré en la ciudad por la puerta llamada de los Pastores, sin haber visto a nadie, tan sólo los primeros murciélagos que son como crucificados voladores, ni oído nada salvo mis pasos, mi corazón en el pecho y luego por último, cuando pasaba bajo la bóveda, el ulular de un búho, ese grito a la vez tan suave y tan feroz y que de noche, llamando, respondiendo, en mi bosquecillo y en los colindantes, llegaba a mi choza como un toque a rebato. La ciudad, a medida que me internaba en ella, me sorprendía por su aspecto desértico. Estaba iluminada como de costumbre, más que de costumbre, aunque las tiendas estuvieran cerradas. Pero sus escaparates permanecían iluminados, con la finalidad sin duda de atraer al cliente y obligarle a decir, Vaya, qué bonito es eso, y no es caro, volveré mañana, si vivo aún. Estuve a punto de decirme, Vaya, es domingo. Los tranvías circulaban, también los autobuses, pero poco numerosos, al ralentí, vacíos, sin ruido y como bajo el agua. ¡No vi ni un caballo! Llevaba mi enorme abrigo verde con cuello de terciopelo, estilo abrigo de automovilista 1900, el de mi padre, pero no tenía ya mangas ese día, no era más que una amplia capa. Pero era siempre sobre mí el mismo enorme peso muerto, sin calor, y los faldones barrían el suelo, lo rastrillaban más bien, tanto se habían deshilachado, tanto me había empequeñecido. ¿Qué iba, qué podía sucederme en esta ciudad vacía? Pero yo sentía las casas abarrotadas de gente, ocultos tras las cortinas miraban la calle o, sentados al fondo de la habitación, la cabeza entre las manos, se abandonaban al ensueño. Allá arriba, en la cúspide, mi sombrero, siempre el mismo, yo no llegaba más lejos. Atravesé la ciudad de punta a punta y llegué ante el mar, habiendo seguido el río hasta su desembocadura. Decía, Voy a volver, sin creérmelo demasiado. Los barcos en el puerto, anclados, sujetos por cabos al malecón, no me parecían menos numerosos que en tiempo normal, como si yo supiera algo del tiempo normal. Pero los muelles estaban desiertos y nada anunciaba un movimiento de navíos próximo, ni una partida ni una llegada. Aunque todo podía cambiar de un instante a otro, transformarse bajo mis ojos en un santiamén. Y en esto consistiría el bullicio de la gente y de las cosas del mar, el imperceptible balanceo de la arboladura de los grandes navíos y el más danzante de los pequeños, me apetece, y oiría el terrible grito de las gaviotas y quizá también el de los marineros, ese grito como sin timbre y que no se sabe con exactitud si es triste o alegre y que contiene algo de espanto y de cólera, porque no sólo pertenecen al mar, los marineros, sino también a la tierra. Y yo podría quizá deslizarme a bordo de un carguero a punto de partir, furtivamente, y marcharme lejos, y pasar lejos unos cuantos meses, quizás incluso un año o dos, al sol, en paz, antes de morir. Y sin llegar hasta ahí me extrañaría mucho que, en esta muchedumbre hormigueante y desengañada, no consiguiera establecer un pequeño encuentro que me calmara un poco o cambiar algunas palabras con un navegante por ejemplo, palabras que me llevaría conmigo, a mi choza, para añadirlas a mi colección. Esperaba, pues, sentado sobre una especie de cabrestante sin protector, diciéndome, Por lo menos esta noche los cabrestantes no se han retirado de la circulación. Y escrutaba hacia alta mar, más allá de los rompeolas sin descubrir embarcación alguna. Ya era de noche, o casi, veía luces, a ras del agua. Los bonitos fanales a la entrada del puerto, también los veía, y otros a lo lejos, parpadeando en la costa, las islas, los promontorios. Pero al comprobar que no se producía la menor animación, me dispuse a marcharme, a apartar la vista, tristemente, de esta ensenada muerta, porque hay escenas que abocan a extrañas despedidas. No tenía más que bajar la cabeza y mirar al suelo bajo mis pies, delante de mis pies, porque en esa posición siempre he sacado fuerzas para, cómo explicarlo, no lo sé, y ha sido de la tierra más que del cielo, sin embargo mejor cotizado, de donde me ha venido el socorro, en los momentos difíciles. Y allí, sobre la losa, a la que no miraba fijamente, porque para qué mirarla fijamente, vi a lo lejos la bahía, en lo más encrespado de esta negra marejada, y rodeándome por completo la tempestad y la perdición. Nunca volveré aquí, dije. Pero habiéndome levantado, buscando apoyo con las dos manos en el borde del cabrestante, me encontré ante un chico que sujetaba una cabra por un cuerno. Me volví a sentar. Él no decía nada, mirándome sin temor aparentemente ni asco. Es cierto que estaba oscuro. Que no dijera nada me parecía natural, a mí el de más edad correspondía hablar primero. Iba descalzo y harapiento. Habitual de aquellos parajes, se había apartado de su camino para ver qué era aquella masa sombría abandonada al borde de la dársena. Así razonaba yo. Muy cerca de mí ahora, y con su mirada de golfillo, era imposible que no hubiera comprendido. Sin embargo se quedaba. ¿Es realmente mía, esa bajeza? Emocionado, porque después de todo yo debía haber salido para eso, en cierto sentido, y aunque no esperaba sino un escaso provecho de lo que podía suceder, me decidí a dirigirle la palabra. Preparé así mi frase y abrí la boca, creyendo que iba a oírla, pero no oí más que una especie de estertor, ininteligible incluso para mí que conocía mis intenciones. Pero no era nada, nada sino la afonía debida al prolongado silencio, como en el bosquecillo donde se abren los infiernos, os acordáis, yo apenas. Él, sin soltar la cabra, vino justo a mi lado y me ofreció un bombón, en un cucurucho de papel, de los que se encontraban por un penique. Hacía por lo menos ochenta años que nadie me había ofrecido un bombón, pero yo, lo cogí ávidamente y me lo metí en la boca, recuperé el viejo gesto, cada vez más emocionado, puesto que me apetecía. Los bombones se habían pegado y me costó trabajo, con mis manos temblorosas, separar de los demás el que apareció primero, uno verde, pero él me ayudó y su mano rozó la mía. Gracias, dije. Y como unos instantes más tarde se alejaba, tirando de su cabra, le hice un gesto, con un gran movimiento de todo el cuerpo, para que se quedara, y dije, en un murmullo impetuoso, ¿Dónde vas tú así, hijo mío, con tu cabrita? Esta frase apenas pronunciada, de vergüenza me tapé la cara. Era sin embargo la misma que había querido decir hacía un momento. ¡Dónde vas, hijo mío, con tu cabrita! Si hubiera sabido sonrojarme lo hubiera hecho, pero mi sangre ya no llegaba a las extremidades. Si hubiera tenido un penique en el bolsillo se lo hubiera dado, pero no tenía un penique en el bolsillo, ni nada que se le pareciera, nada que pudiera gustar a un pequeño desgraciado, en el linde de la vida. Creo que ese día, que había salido por decirlo así sin premeditación, sólo llevaba conmigo mi piedra. De su personilla estaba escrito que yo no vería sino los cabellos rizados y negros y el hermoso perfil de las largas piernas desnudas, sucias y musculosas. La mano también, fresca y viva, no estaba dispuesto a olvidarla. Busqué otra frase para decirle. La encontré demasiado tarde, estaba ya, oh lejos no, pero lejos. Fuera de mi vida también, tranquilamente se iba, ya nunca uno solo de sus pensamientos sería para mí, tan sólo quizá cuando fuera viejo y, hurgando en su primera juventud, encontrara esta alegre noche y sujetara aún la cabra por el cuerno y se detuviera un instante ante mí, con quién sabe esta vez un asomo de ternura, de celos incluso, pero no cuento con ello. Pobres bestias queridas, me habréis ayudado, ¿Qué hace tu papá, en la vida? Eso es lo que le hubiera dicho, de darme tiempo. Seguí con la mirada las patas traseras de la cabra, descarnadas, patizambas, espatarradas, sacudidas por bruscos temblores. Pronto no fueron sino una minúscula masa sin detalles y que de no saberlo hubiera podido tomar por un joven centauro. Iba a hacer cagar la cabra, después recoger un puñado de bolitas tan rápidamente frías y duras, olerlas e incluso probarlas, pero no, eso no me ayudaría esta noche. Digo esta noche, como si se tratara siempre de la misma noche, pero ¿hay dos noches? Me puse en camino, la intención de regresar cuanto antes, porque no volvía del todo con las manos vacías, repitiendo, Jamás volveré aquí. Las piernas me hacían daño, gustosamente cada paso hubiera sido el último. Pero las ojeadas rápidas y como solapadas que lanzaba hacia los escaparates me mostraban un enorme cilindro lanzado a toda marcha y que parecía deslizarse sobre el asfalto. Yo debía en efecto avanzar de prisa, porque alcancé a más de un peatón, he ahí los primeros hombres, sin forzarme, a mí a quien normalmente los parkinsonianos dejaban atrás, y entonces me parecía que tras de mí los pasos se detenían. Y sin embargo cada uno de mis pasitos hubiera sido gustosamente el último. Hasta tal punto que, desembocando en una plaza en la que no había reparado al venir, y al fondo de la cual se alzaba una catedral, decidí entrar, si estaba abierta, y esconderme allí, como en la Edad Media, durante un momento. Digo catedral, pero yo de eso no entiendo nada. Pero me dolería, en esta historia que se pretende la última, haber ido a refugiarme en una simple iglesia. Noté el Stützenwechsel de Sajonia, de un efecto encantador, pero que no me encantó. Iluminada con esplendor la nave parecía desierta. Di varias vueltas, sin ver alma viviente. Se escondían quizá bajo los sitiales del coro o dando vueltas alrededor de las columnas, como los pájaros carpinteros. De repente muy cerca de mí, y sin que yo hubiera oído los largos chirridos preliminares, el órgano se puso a mugir. Me levanté de un salto de la alfombra sobre la que me había tumbado, ante el altar, y corrí al otro extremo de la nave, como si quisiera salir, pero no era la nave, era un crucero, y la puerta que me engulló no era la buena. Porque en lugar de ser devuelto a la noche me encontré al pie de una escalera de caracol que me puse a subir a grandes zancadas, descuidando mi corazón, como el que persigue de cerca a un maníaco homicida. La escalera, débilmente iluminada, no sé con qué, con tragaluces quizá, la subí jadeando hasta la plataforma en saliente adonde moría y que, flanqueada por el lado del vacío de un pretil cínico, corría alrededor de un muro liso y redondo coronado por una pequeña cúpula recubierta de plomo, o de cobre reverdecido, uf, con tal de que esté claro. Se debía venir aquí para gozar de la vista. Los que caen de esta altura mueren antes de llegar abajo, como es sabido. Pegándome al muro me dispuse a dar la vuelta completa, en el sentido de las agujas del reloj. Pero apenas hube dado algunos pasos encontré a un hombre que daba la vuelta en sentido contrario, con extrema precaución. Cómo me gustaría precipitarlo, o que él me precipitara, abajo. Me miró fijamente un momento con ojos despavoridos y después, sin atreverse a pasar ante mí por el lado del parapeto y previendo con razón que yo no me apartaría amablemente del muro, me volvió bruscamente la espalda, la cabeza más bien, porque la espalda continuaba aglutinada contra el muro, y se puso de nuevo en marcha en dirección opuesta, lo que le redujo en poco tiempo a una mano izquierda. Ésta dudó un momento, después desapareció, en un resbalón. Ya no me quedaba más que la imagen de dos ojos desorbitados y crispados, bajo una gorra a cuadros. ¿Qué es este horror objetal en el que me he metido? Mi sombrero voló, pero no fue lejos, gracias al cordón. Volví la cabeza del lado de la escalera y agucé la vista. Nada. Después apareció una niñita, seguida de un hombre que la llevaba de la mano, los dos pegados al muro. La empujó hacia la escalera, y allí se precipitó él a su vez. Se volvió y levantó hacia mí una cara que me hizo retroceder. Sólo veía su cabeza, desnuda, por encima del último escalón. Más tarde, cuando se fueron, llamé. Di rápidamente la vuelta a la plataforma. Nadie. Vi en el horizonte, allí donde se unen al cielo montaña, mar y planicie, algunas estrellas bajas, no confundir con los fuegos que encienden los hombres, por la noche, o que se encienden solos. Basta. De nuevo en la calle busqué mi camino, en el cielo donde conocía bien los carros. Si hubiera visto a alguien le hubiera abordado, ni el más cruel semblante me hubiera detenido. Le hubiera dicho, llevándome la mano al sombrero, Perdón, señor, perdón, señor, la puerta de los Pastores, por piedad. Creía que no podía ya avanzar, pero apenas llegó el impulso a las piernas me precipité hacia delante, Dios mío con cierta rapidez. No volvía con las manos vacías, traía a casa la casi certeza de pertenecer todavía a este mundo, también a este mundo, en cierto sentido, pero lo pagaba caro. Hubiera sido preferible pasar la noche en la catedral, sobre la alfombra ante el altar, hubiera seguido mi camino al amanecer o me hubieran encontrado tumbado, rígido, muerto, con la estricta muerte carnal, bajo los ojos azules, pozos de tanta esperanza, y se hubiera hablado de mí en los periódicos de la tarde. Pero heme aquí descendiendo una larga travesía vagamente familiar, donde no era fácil sin embargo que hubiera puesto nunca los pies, vivo. Aunque percatándome pronto de la pendiente di media vuelta y continué en sentido opuesto, porque temía, al descender, regresar al mar, adonde había dicho que no regresaría más. Di media vuelta, pero en realidad fue una larga curva trazada sin pérdida de velocidad, porque temía al pararme no poder moverme de nuevo, sí, también temía esto. Y esta noche tampoco me atrevo ya a pararme. Cada vez me sorprendía más el contraste entre la iluminación de las calles y su aspecto desértico. Decir que aquello me angustiaba, no, pero lo digo de todas formas, con la esperanza de calmarme. Decir que no había nadie en la calle, no, no me atrevería a tanto, porque noté varias siluetas, tanto de mujer como de hombre, extrañas, pero no más que de costumbre. En cuanto a la hora que podía ser, no tenía la menor idea, salvo que debía ser una hora cualquiera de la noche. Pero podían ser las tres o las cuatro de la madrugada como podían ser las diez o las once de la noche, dependía probablemente de que uno se extrañara de la penuria de los transeúntes o del extraordinario resplandor que arrojaban los reverberos y luces de circulación. Porque de uno de estos dos fenómenos había que extrañarse, a no ser que se hubiera perdido la razón. Ni un solo coche particular, y muy de rato en rato un vehículo público, lenta tromba de luz silenciosa y vacía. Me avergonzaría insistir en estas antinomias, porque estamos, claro está, en una cabeza, pero me veo obligado a añadir las siguientes observaciones. Todos los mortales que veía estaban solos y como ahogados en sí mismos. Se debe ver eso todos los días, pero mezclado con otra cosa imagino. La única pareja estaba formada por dos hombres luchando cuerpo a cuerpo las piernas enmarañadas. ¡Sólo vi a un ciclista! Iba en el mismo sentido que yo, todos iban en el mismo sentido que yo, los vehículos también, en este momento me doy cuenta de ello. Circulaba lentamente en medio de la calzada, leyendo un periódico que con las dos manos mantenía abierto ante los ojos. De vez en cuando tocaba el timbre, sin dejar su lectura. Le seguí con la vista hasta que no fue más que un punto en el horizonte. De pronto una mujer joven, de mala vida quizá, desgreñada y con la ropa en desorden, cruzó la calzada de un lado a otro, como un conejo. Eso es todo lo que quería añadir. Pero cosa rara, una más, no me dolía nada, ni siquiera las piernas. La debilidad. Una buena noche de pesadilla y una lata de sardinas me devolverían la sensibilidad. Mi sombra, una de mis sombras se lanzaba ante mí, se encogía, se deslizaba bajo mis pies, me seguía, como hacen las sombras. Que yo fuera opaco hasta ese punto me parecía concluyente. Pero he ahí ante mí un hombre, en la misma acera y andando en el mismo sentido que yo, puesto que siempre hay que machacar lo mismo, únicamente para no olvidarlo. La distancia entre nosotros era grande, setenta pasos por lo menos, y temiendo que se me escapara apresuré el paso, lo que me hizo volar hacia adelante, como sobre patines. No soy yo, dije, pero aprovechemos, aprovechemos. Al llegar en un abrir y cerrar de ojos a unos diez pasos de él aminoré la marcha, para no exacerbar, apareciendo con estrépito, la aversión que inspiraba mi persona, incluso en sus actitudes más borrosas y anodinas. Y poco después, Perdón, señor, dije, manteniéndome humildemente a su altura, la puerta de los Pastores por el amor de Dios. Visto de cerca me parecía más bien normal, bueno, salvo ese aspecto de retroceso hacia su centro que ya he señalado. Me adelanté un poco, algunos pasos, me volví, me incliné, me llevé la mano al sombrero y dije, ¡La hora exacta, por lo que más quiera! Como si no existiera. Pero ¿y el bombón? ¡Fuego!, grité. Dada mi necesidad de ayuda me pregunto por qué no le intercepté el camino. No hubiera podido, eso es, no hubiera podido tocarle. Viendo un banco al borde de la acera me senté y crucé las piernas, como Walther. Debí de adormecerme, porque de repente había un hombre sentado a mi lado. Mientras le examinaba con detalle abrió los ojos y los posó sobre mí, se hubiera dicho que por primera vez, porque retrocedió sin poder remediarlo. ¿De dónde sale usted?, dijo. Oírme dirigir de nuevo la palabra en tan poco tiempo me produjo un gran efecto. ¿Qué le pasa a usted?, dijo. Intenté adoptar la actitud del que no dispone más que de sus atributos estrictamente naturales. Perdón, señor, dije, levantando ligeramente el sombrero e incorporándome con un movimiento inmediatamente reprimido, la hora exacta, ¡por piedad! Me dijo una hora, ya no me acuerdo cuál, una hora que nada explicaba, eso es todo lo que sé, y que no me calmó. Pero qué hora lo hubiera conseguido. Ya sé, ya sé, vendrá una que lo hará ¿pero hasta entonces? ¿Decía usted?, dijo. Desgraciadamente yo no había dicho nada. Pero me desquité preguntándole si podría ayudarme a encontrar el camino que había perdido. No, dijo, no soy de aquí, y si estoy sentado en esta piedra es porque los hoteles están llenos o porque no han querido admitirme, no opino. Pero cuénteme usted su vida, después pensaremos lo que debe hacerse. ¡Mi vida!, exclamé. Claro, hombre, dijo, ya sabe, esa especie de —¿cómo diría yo? Reflexionó largamente, buscando sin duda aquello por lo que la vida podía ser una especie de. Por fin siguió, con voz irritada, Vamos a ver, todo el mundo lo sabe. Me empujó con el codo. Sin detalles, dijo, los hechos principales, los hechos principales. Pero como yo seguía callado dijo, Quiere usted que le cuente la mía, así entenderá. El relato que me ofreció fue breve y denso, hechos, sin explicación. Eso es lo que yo llamo una vida, dijo, ¿lo ve usted, ahora? No estaba mal, su historia, de hadas incluso, en algunas partes. Le toca a usted, dijo. Pero esa Paulina, dije, ¿sigue usted con ella? Sí, dijo, pero voy a abandonarla y liarme con otra, más joven y más gruesa. Viaja usted mucho, dije. Oh, muchísimo, muchísimo, dijo. Las palabras me llegaban poco a poco, y la manera de subrayarlas. Todo eso se acabó para usted, sin duda, dijo. ¿Piensa permanecer mucho entre nosotros?, dije. Esta frase me pareció especialmente bien construida. Sin indiscreción, dijo, ¿qué edad tiene usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él. No exactamente, dije. ¿Piensa usted a menudo en muslos, dijo, culos, coños y alrededores? Yo no comprendía. A usted ya no se le empina, naturalmente, dijo. ¿Empinárseme?, dije. El nabo, dijo, ¿sabe usted lo que es, el nabo? No lo sabía. Aquí, dijo, entre las piernas. Ah, eso, dije. Se hincha, se alarga, se endurece y se levanta, dijo, ¿o no? No eran éstos los términos que yo hubiera empleado, sin embargo asentí. A eso le llamamos empinarse, dijo. Se abstrajo un momento, luego exclamó, ¡Fenomenal! ¿No le parece? Es curioso, dije, en efecto. Por otra parte todo está aquí, dijo. Pero ¿qué va a ser de ella? ¿Quién? dijo. Paulina, dije. Envejecerá, dijo, con tranquila seguridad, primero lentamente, luego cada vez más aprisa, en el dolor y el rencor, padeciendo. El rostro no era abundante, pero por más que lo mirara, permanecía revestido de sus carnes, en lugar de volverse de yeso y como trabajado con gubia. Incluso el vómer conservaba su abultamiento. Por otra parte las discusiones nunca me han servido para nada. Yo añoraba los tréboles, los hubiera hollado suavemente mis zapatos en la mano, y la sombra de mi bosque, lejos de esta luz terrible. ¿Qué son esas muecas? dijo. Mantenía sobre las rodillas un gran bolso negro, parecía un estuche de comadrón imagino. Lo abrió y me dijo que mirara. Estaba lleno de frasquitos. Brillaban. Le pregunté si eran todos parecidos. Oh, no, dijo, según. Cogió uno y me lo tendió. Un chelín, dijo, seis peniques. ¿Qué quería de mí? ¿Que lo comprara? Partiendo de esta hipótesis le dije que no tenía dinero. ¡No tiene dinero!, exclamó. Bruscamente su mano se abatió sobre mi nuca, sus dedos poderosos se cerraron y de una sacudida me obligó a precipitarme contra él. Pero en lugar de rematarme se puso a murmurar cosas tan dulces que yo me abandoné y mi cabeza rodó sobre su regazo. Entre la voz acariciadora y los dedos que me trabajaban el cuello el contraste era insólito. Pero poco a poco las dos cosas se fundieron, en una esperanza abrumadora, si me atrevo a decirlo, y me atrevo. Porque esta noche nada tengo que perder, que pueda diferenciar. Y si he llegado al punto en el que estoy (de mi historia) sin que haya cambiado nada, porque si hubiera cambiado algo creo que lo sabría, sin embargo he llegado hasta aquí, y ya es algo, y nada ha cambiado, siempre eso he ganado. No es una razón para forzar las cosas. No, hay que cesar suavemente, sin arrastrarse pero suavemente, como cesan en la escalera los pasos del amado que no ha podido amar y que no volverá nunca, y cuyos pasos lo dicen, que no ha podido amar y que no volverá nunca. Me rechazó de repente y me enseñó de nuevo el frasquito. Todo está aquí, dijo. No debía ser el mismo todo de hace un momento. ¿Lo quiere? dijo. No, pero dije sí, para no molestarle. Me propuso un cambio. Déme su sombrero, dijo. Me negué. ¡Qué vehemencia! dijo. No tengo nada, dije. Busque en sus bolsillos, dijo. No tengo nada, dije, he salido sin nada. Déme un cordón, dijo. Me negué. Largo silencio. Y si usted me diera un beso, dijo por fin. Yo sabía que había besos en el aire. ¿Puede quitarse el sombrero?, dijo. Me lo quité. Póngaselo, dijo, está mejor con el sombrero puesto. Reflexionó, era muy ponderado. Vamos, dijo, deme un beso y no hablemos más. ¿No temía ser rechazado? No, un beso no es un cordón, y él debió leer en mi rostro que me quedaba un fondo de temperamento. Venga, dijo. Me enjugué la boca, al fondo de los pelos, y la acerqué a la suya. Un momento, dijo. Suspendí mi vuelo. ¿Usted sabe qué es un beso? dijo. Sí, sí, dije. Sin indiscreción, dijo, cuándo ha sido el último beso que ha dado usted. Hace un momento, dije, pero aún sé darlos. Se quitó el sombrero, hongo, y se palmeó en mitad de la frente. Aquí, dijo, no en otro sitio. Tenía una bonita frente alta y blanca. Se inclinó, entornando los párpados. De prisa, dijo. Puse la boca en forma de culo de gallina, como mamá me había enseñado, y la coloqué en el sitio indicado. Basta, dijo. Levantó la mano hacia el sitio, pero este gesto, no lo terminó. Volvió a ponerse el sombrero. Me volví y miré la acera de enfrente. Fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos sentados frente a una carnicería de caballo. Tenga, dijo, tome. Ya se me había olvidado. Se levantó. De pie era muy pequeño. Esto para ti esto para mí, dijo, con una sonrisa radiante. Sus dientes brillaban. Escuché cómo se alejaban sus pasos. Cuando levanté la cabeza ya no había nadie. ¿Cómo contar el resto? Pero es el final. ¿O lo he soñado, sueño? No, no, nada de eso, he ahí mi respuesta, porque el sueño no es nada, una broma boba. ¡Y a pesar de todo significativo! Dije, Quédate aquí, hasta que amanezca. Espera, durmiendo, que los faroles se apaguen y las calles se animen. Preguntarás tu camino, a un guardia municipal si es preciso, estará obligado a informarte, bajo pena de faltar a su juramento. Pero me levanté y me alejé. Habían vuelto mis dolores, pero con un no sé qué de inhabitual que me impedía hacerme un ovillo. Pero decía, Poco a poco vuelves a ti. Con sólo observar mi caminar, lento, tenso, y que a cada paso parecía resolver un problema estatodinámico sin precedentes, me hubieran reconocido, si alguien me hubiera conocido. Crucé y me detuve ante la carnicería. Tras los cierres las cortinas estaban echadas, toscas cortinas de tela a rayas azules y blancas, colores de la Virgen, y manchadas con grandes manchas rosas. Pero se acoplaban mal en el centro y a través de la rendija pude distinguir los esqueletos tenebrosos de los caballos vaciados, suspendidos con garfios cabeza abajo. Me pegué a las paredes, hambriento de sombra. Pensar que en un momento todo será dicho, todo se dispondrá a comenzar de nuevo. Y los relojes públicos, ¿qué tenían en definitiva, los relojes públicos, cuyo sonido me asestaba, a través del aire, hasta en mi bosquecillo, grandes bofetadas frías? ¿Qué más? Ah sí, mi botín. Traté de pensar en Paulina, pero se me escapó, apenas iluminada el tiempo de un relámpago, como la joven de hace un momento. Sobre la cabra también mi pensamiento se deslizó desolado, incapaz de detenerse. Así iba en la claridad atroz, enfundado en mis viejas carnes, tenso hacia una vía de salida y pasándolas todas, a derecha y a izquierda, y el espíritu jadeante hacia esto y lo otro y siempre devuelto, allí donde nada había. Conseguí no obstante agarrarme brevemente a la niñita, el tiempo de distinguirla un poco mejor que hace un rato, de forma que llevaba una especie de cofia y apretaba en su mano libre un libro, de oraciones quizás, y tratar de hacerla sonreír, pero no sonrió, sino que desapareció engullida por la escalera, sin haberme enseñado su carita. Tuve que detenerme. Primero nada, después poco a poco, quiero decir creciendo desde el silencio y enseguida estabilizado, una especie de cuchicheo espeso, proveniente quizá de la casa que me sostenía. Eso me recordó que las casas estaban llenas de gente, de sitiados, no, no sé. Habiendo reculado para mirar por las ventanas pude darme cuenta, a pesar de los postigos, persianas y misterios, que muchas habitaciones estaban iluminadas. Era una luz tan débil, comparada con la que inundaba el bulevar, que a menos de estar advertido de lo contrario, o de sospecharlo, se hubiera podido suponer que todo el mundo dormía. El rumor no era continuo, sino entrecortado por silencios sin duda consternados. Me planteé llamar a la puerta y pedir asilo y protección hasta la mañana. Me puse de nuevo en marcha. Pero poco a poco, con una caída a la vez brusca y suave, se hizo la oscuridad a mi alrededor. Vi apagarse, en una prodigiosa cascada de tonos lavados, una enorme masa de flores resplandecientes. Me sorprendí admirando, a lo largo de las fachadas, el lento esparcirse de cuadrados y rectángulos, rayados y unidos, amarillos, verdes, rosas, según las cortinas y los toldos, encontrándolo bonito. Después, por fin, antes de caer, primero de rodillas, a la manera de los bueyes, después cuan largo era, me encontré en medio de una muchedumbre. No perdí el conocimiento, cuando pierda yo el conocimiento será para no recuperarlo jamás. Nadie me hacía caso, aunque evitaban pisarme, consideración que debió impresionarme, yo había salido para eso. Me encontraba bien, penetrado de oscuridad y de calma, al pie de los mortales, al fondo del día profundo, si de día era. Pero la realidad, demasiado fatigado para encontrar la palabra exacta, no tardó en restablecerse, la muchedumbre se retiró, volvió la luz, y yo no tenía necesidad de levantar la cabeza del asfalto para saber que me encontraba en el mismo vacío cegador de hace un momento. Dije, Quédate aquí, tumbado sobre estas losas amigas o neutras al menos, no abras los ojos, espera que venga el samaritano, o que llegue el día y con él los guardias municipales o quién sabe un miembro del Ejército de Salvación. Pero heme aquí de nuevo en pie, recuperado por el camino que no era el mío, a lo largo del bulevar que continuaba subiendo. Menos mal que no me esperaba, el pobre padre Breem, o Breen. Dije, El mar está al este, hay que ir hacia el oeste, a la izquierda del norte. Pero en vano levanté sin esperanza los ojos al cielo, para buscar los carros. Porque la luz donde me maceraba cegaba las estrellas, suponiendo que estuvieran allí, de lo que dudaba, acordándome de las nubes.

miércoles, 28 de abril de 2021

Janet Frame - Soy invisible

Soy invisible
por Janet Frame





Soy invisible.
Siempre he sido invisible
como la pobreza en un país rico,
como los ricos en sus cuartos velados de sus casas con muchos cuartos,
como las pulgas, los piojos, como lo que crece bajo la tierra,
los mundos más allá del cielo, el viento, el tiempo, las ideas –
el catálogo de invisibilidad es inagotable,
y, eso dicen, no es buena poesía.

Como las decisiones.
Como cualquier otra parte.
Como las instituciones alejadas del camino llamado Scenic Drive.

No más símiles. Soy invisible.
En un mundo poblado por gente de visión binocular después de todo soy parte de la mayoría
mientras que tú y yo caminamos con nuestra lunita creciente de visión en nuestra oscuridad personal
a través de un mundo en el que las decisiones de ser y no ser
se encuentran controladas por la luz
asistidas por las lágrimas y el sueño de la desatención o la muerte.

Soy invisible.
Los amantes atraviesan mi vida para tocarse entre sí,
la lluvia que cae en mí me traspasa como sangre sobre la tierra.
Ninguna cabeza me incluye como conocimiento.
Otorgo libertad a quienes bailan,
a decir la verdad.
Así es. No hay nadie aquí para observar ni escuchar disimuladamente,
y entonces aprendo más de lo que tengo derecho a saber.

lunes, 26 de abril de 2021

Thomas Burke - El hombre hueco

El hombre hueco
por Thomas Burke




SUBIÓ por una de las angostas callejas que arrancan del puerto y salió a una calle más ancha, al extremo de la cual brillaban alegres las luces de Londres. Al final de aquella calle se sumergió en las luces de Londres y, en ocasiones, también en sus sombras. En su marcha fue dejando el río cada vez más atrás y no se detuvo hasta llegar a un barrio pobre próximo al centro.

Era la suya una figura alta y enjuta, embutida en un impermeable negro. Por debajo se veían los pantalones de un traje de faena color marrón. Un gorro acabado en pico ocultaba casi por completo su rostro; lo poco que quedaba a la vista era lívido y anguloso. En la bruma otoñal que llenaba tanto las calles iluminadas como las que no lo estaban parecía un espectro, y algunos de los transeúntes que se cruzaban con él volvían la cabeza para cerciorarse de que realmente habían visto un ser vivo. Incluso uno o dos se encogieron de hombros y se echaron a un lado como espantados de algo.

Tenía largas las piernas, pero caminaba con ese paso corto y medroso de los ciegos, aunque no era ciego. Sus ojos, bien abiertos, miraban fijamente al frente, pero no parecía ver ni oír cosa alguna. Ni el lúgubre ulular de las sirenas en la margen opuesta del río, ni los atrayentes escaparates de los comercios en las anchas calles que llevaban al centro le hacían volver la cabeza a derecha o a izquierda. Caminaba como si no fuera a ningún sitio concreto, y, sin embargo, al llegar a esta o aquella esquina torcía sin dudarlo. Era como si una mano invisible lo guiara hacia un punto determinado, cuya situación exacta él mismo ignorara.

Iba en busca de alguien que había sido amigo suyo quince años atrás, y la mano invisible o un instinto perruno lo habían llevado de África a Londres, y lo guiaban ahora, en aquella milla final de su periplo, hacia cierta modesta casa de comidas. Él no sabía que se dirigía a la casa de comidas propiedad de su amigo Sinnombre, pero lo que sí sabía desde que había salido de África era que viajaba al encuentro de Sinnombre y que ya estaba muy cerca de él.

Sinnombre ignoraba que su viejo amigo estuviera tan cerca, pero si se hubiese parado a pensar en las especiales circunstancias de aquella noche, se habría preguntado por qué seguía aún levantado una hora más tarde de lo habitual. Estaba sentado en uno de los bancos de su próspera «Casa de Comidas para Obreros» —una pequeña mina de oro, en palabras de los parientes de su mujer—, fumando y mirando a las musarañas. Había hecho la caja y escrito las hojas con la lista de platos para el día siguiente, y no había nada que le impidiese irse a la cama tras quince horas seguidas de atender su negocio. Si le hubieran preguntado qué hacía aún levantado más tarde que de costumbre, lo primero que habría contestado es que no había reparado en ello y, a continuación, a falta de cualquier otra explicación, habría añadido que era con el propósito de fumarse una última pipa. Era totalmente inconsciente de que seguía aún levantado y había dejado sin echar el pestillo de la puerta porque un amigo suyo de África, al que hacía mucho tiempo que no veía, andaba en su busca y necesitaba sus servicios. No tenía ni la más remota idea de que había dejado el pestillo sin echar a aquella hora tan avanzada —eran las once y media— para franquear la entrada al dolor y al infortunio.

Pero cuando las campanas de muchas iglesias hacían sonar tristemente en la noche su desacuerdo en la cuestión de dar las once y media, el dolor y el infortunio se hallaban ya a sólo dos calles de él. El impermeable, los pantalones de faena y aquel rostro lívido y anguloso iban acercándose inexorablemente.

Reinaba el silencio en la casa y en las calles; un silencio pesado, roto, o a veces acentuado por ocasionales ruidos nocturnos: la bocina de un automóvil, el tubo de escape de un camión, el cambio de agujas en alguna lejana terminal ferroviaria. Era un silencio que parecía envolver la casa, pero él no lo percibía. Como tampoco oía las campanas, ni aquellos pasos renqueantes que se acercaban a su local, y pasaban por delante, daban media vuelta, y volvían a pasar para detenerse finalmente. No era consciente de nada, excepto de que estaba sentado y soñoliento fumándose una última pipa, sordo y ciego a todo lo que no estuviese en su más inmediato alrededor.

Pero cuando una mano levantó el picaporte, eso sí que lo oyó y alzó entonces la vista. Vio que la puerta se abría, se puso en pie y fue hacia ella. Y allí mismo, en el umbral, se encontró frente a frente con aquella escuálida imagen del dolor y del infortunio.

Matar a otro ser humano es algo espantoso. Tal vez, en el instante mismo de perpetrar su crimen asistan al asesino graves y convincentes razones. Es posible que con el paso del tiempo y la reflexión lamente lo ocurrido y llegue incluso a sentir remordimientos, que, tal vez, lo atormenten durante muchos años. Examinadas en las horas de vigilia nocturna o por la mañana temprano, las razones aducidas para una acción semejante pueden esgrimir su fría lógica, pero también es posible que dejen de ser razones para convertirse en meras disculpas. Y esas disculpas pueden desnudar al asesino y hacer que se vea a sí mismo tal como es en realidad. Y sus tentáculos pueden penetrar, tal vez, hasta lo más recóndito de su mente y de su sistema nervioso buscando su alma para torturarla.

Y si matar a otro ser humano y verse asaltado periódicamente por los remordimientos derivados de ese acto colérico ya es algo espantoso, ¿qué no será matar a un semejante, enterrarlo bien enterrado en una selva africana, y luego, quince años más tarde, hacia la medianoche, ver cómo el picaporte de la puerta es levantado por la mano que uno dejó inerte y al hombre que se asesinó entrar en tu casa e invocar tu hospitalidad?

Cuando el hombre del impermeable y los pantalones de faena entró en el comedor, Sinnombre se quedó rígido como una estatua, lo miró fijamente, se tambaleó contra una mesa, se sujetó a ella con una mano y exclamó:

—¡Oh!

El otro hombre dijo:

—Sinnombre.

Luego se miraron el uno al otro. Sinnombre con la cabeza echada hacia atrás, la boca entreabierta y ojos desorbitados; el visitante con expresión desvaída y vidriosa. Si Sinnombre no hubiese sido la clase de hombre que era —tardo, receloso y mostrenco—, habría alzado los brazos y chillado. En ese momento sintió la necesidad de algún tipo de desahogo parecido, pero no supo cómo reaccionar. El único realce dramático que dio a la situación fue hablar en un susurro en vez de hacerlo con voz normal.

Mil emociones distintas se agolparon en su cerebro y en su espina dorsal, pugnando entre sí. Pero externamente no se manifestaron más que en sus ojos desencajados y en el tono de voz. Su primer pensamiento, o mejor dicho, su primer espasmo, fue: Fantasmas, Indigestión, Crisis nerviosa. El segundo, cuando vio que la aparición era corpórea y real fue: Impostura. Pero cierto movimiento por parte del visitante le hizo descartar también esta última posibilidad.

Era un ligero movimiento propio de aquel hombre y de nadie más; una flexión inconsciente del dedo corazón de la mano izquierda. Entonces no le cupo ya duda de que era Gopak. Un Gopak algo cambiado, desde luego, pero aún milagrosamente con sus treinta y dos años. Un Gopak vivo, palpitante y real. No se trataba de ningún fantasma. No era ninguna jugarreta del estómago. Estaba tan seguro de ello como de que quince años antes lo había matado y dado sepultura.

La espesa negrura del momento fue aliviada en cierto modo por Gopak. Con voz tenue y desmayada le preguntó:

—¿Puedo sentarme? Estoy cansado —tomó asiento y añadió—: ¡tan cansado!

Sinnombre seguía sujetándose a la mesa. En un susurro dijo:

—Gopak… ¡Gopak…! Pero ¡si yo te maté! Te maté en la jungla. Estabas muerto. No tengo la menor duda de ello.

Gopak se pasó la mano por la cara. Parecía a punto de llorar.

—Ya sé que lo hiciste. Lo sé. Eso es lo único que recuerdo de este mundo. Que tú me mataste —la voz salía aún más tenue y desmayada—. Pero luego ellos vinieron a turbar mi sueño. Me despertaron. Y me volvieron a la vida —estaba sentado con los hombros caídos, brazos inertes y las manos colgando entre las rodillas. Tras la primera mirada de reconocimiento no volvió a fijar la vista en Sinnombre. La tenía fija en el suelo.

—¿Que fueron a turbar tu sueño? —Sinnombre se inclinó hacia delante y continuó en un hilo de voz—: ¿Que te despertaron? Pero ¿quiénes?

—Los Hombres Leopardo.

—¿Los qué?

—Los Hombres Leopardo —la voz acuosa repitió las palabras con tanta naturalidad como si dijera «el vigilante nocturno».

—¿Los Hombres Leopardo? —Sinnombre lo miró estupefacto, y su grueso rostro se cuarteó casi en un esfuerzo por hacerse con la situación: a medianoche recibía la visita de un hombre muerto, el cual no dejaba de decir majaderías. Sintió que la sangre se le salía de sus cauces. Se miró la mano para ver si era su mano. Miró la mesa para ver si era su mesa. La mano y la mesa eran reales, y si el muerto era también real, ¡y vaya si lo era!, la historia que contaba podía ser asimismo tan real como todo lo demás. En cualquier caso, respondía a la misma lógica que la propia presencia del muerto. Lanzó un profundo suspiro que le salió del estómago—. Ah…, ya… Los Hombres Leopardo… Sí, allí oí hablar de ellos. Todo cuentos.

Gopak sacudió débilmente la cabeza.

—No, no son cuentos. Son reales. Si no lo fuesen, yo no estaría ahora aquí. ¿No crees?

Esto, desde luego, Sinnombre tenía que admitirlo. «Allí» le habían contado muchas historias de los Hombres Leopardo, pero las había oído con desdén, tomándolas por leyendas de la selva. Pero ahora, por lo visto, las leyendas de la selva se convertían en algo común y corriente en un pequeño restaurante londinense. La voz acuosa prosiguió:

—Ellos hacen esas cosas. Yo los vi. Formaron un corro a mi alrededor y yo resucité en medio del corro. Dieron muerte a un negro y me infundieron su vida. Querían a un hombre blanco para que los ayudase en las faenas agrícolas. Así que me volvieron a este mundo. Que lo creas o no lo creas, es cosa tuya. Sé que no quieres creerlo. Que preferirías no ver ni saber que existen. Y a nadie podría reprocharle tal cosa. Pero ésta es la pura verdad. Por eso estoy aquí.

—Pero ¡si yo te dejé completamente muerto! Hice todas las comprobaciones posibles. Y pasaron tres días antes de que te enterrase. Y cuando lo hice, te enterré bien enterrado.

—Ya lo sé. Pero a ellos eso les es indiferente. Cuando me volvieron a la vida ya había pasado mucho tiempo. Y aún sigo muerto, ¿sabes? Lo único que resucitaron fue mi cuerpo —la voz sonó aún más débil—. ¡Y estoy tan cansado!

Sentado en su próspera casa de comidas, Sinnombre estaba en presencia de un portento consumado, pero el marco sólido y vulgar del local no le permitía hacerse una idea cabal de lo que tenía delante. De un modo un tanto necio, como comprendió en cuanto hubo cerrado la boca, pidió a Gopak que le explicase cuanto había ocurrido. Preguntó a un hombre que no podía estar vivo bajo ningún concepto que le explicara cómo había llegado a estarlo. Era como pedirle a la Nada que explicara el Todo.

Mientras hablaba sintió que su mente empezaba a escapar de su control. La sorpresa de un inesperado visitante a aquella hora tan tardía, la impresión de la llegada de un hombre muerto hacía ya tanto tiempo, y la confirmación de que el muerto no era un simple espectro, eran demasiado para él.

La media hora siguiente se la pasó hablando con Gopak, como si fuese aquel Gopak al que había tratado quince años atrás cuando ambos eran socios. Y luego se calló ante la heladora evidencia de que estaba hablándole a un muerto y que el muerto contestaba a sus preguntas con una débil voz. Se daba cuenta de que nada tenía ni pies ni cabeza, pero en el calor de la conversación procuró olvidar su lado improbable, y acabó por aceptarlo. Al ir repasando aquel rosario de sorpresas en su mente, ésta fue aclarándose hasta centrarse en un único pensamiento: «He de librarme de él. ¿Cómo podría librarme de él?».

—Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?

—Me escapé —las palabras brotaban lentas, casi inaudibles, y del cuerpo más que de los labios.

—Pero ¿cómo?

—No sé… No recuerdo nada… excepto nuestra pelea. Y que luego descansaba en paz.

—Pero ¿por qué has venido aquí? ¿Por qué no te quedaste en la costa?

—No sé… Tú eres la única persona que conozco. La única que puedo recordar.

—¿Y cómo has dado conmigo?

—Tampoco lo sé. Pero tenía que encontrarte. Eres el único que puede ayudarme.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

Movió débilmente la cabeza de un lado a otro.

—No sé. Pero nadie más puede.

Sinnombre miró por la ventana la calle iluminada por las farolas, pero no veía ni la calle ni las farolas. El ser común y corriente que hasta media hora antes fuera el suyo, había sido aniquilado. Las creencias y dudas de la vida cotidiana se mezclaban en su interior rotas en añicos. Pero algún resto de su instinto de antaño y de sus viejas pautas de comportamiento seguía aún vivo. Tenía que dominar la situación.

—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Dónde vas a ir? La verdad, no veo en qué puedo ayudarte. Y aquí, obviamente, no te puedes quedar —una idea grotesca, inspirada sin duda por algún demonio perverso, cruzó por su mente. Cuando su mujer viera a Gopak le diría: «Aquí te presento a un amigo mío, que está muerto».

Pero al oír la última frase, Gopak levantó la cabeza haciendo un esfuerzo y miró fijamente a Sinnombre con aquellos ojos vidriosos:

—Pero tengo que quedarme aquí. No hay ningún otro sitio al que pueda ir. He de quedarme aquí. Por eso he venido. Tú tienes que ayudarme.

—Pero aquí no te puedes quedar. No hay habitaciones. Todas están ocupadas. No puedes dormir en ningún sitio.

La tenue voz respondió:

—Eso no importa. Yo no duermo.

—¿Qué?

—Yo nunca duermo. No he dormido desde que me volvieron a la vida. Puedo quedarme aquí sentado hasta que se te ocurra algún modo de ayudarme.

—Pero ¿cómo se me va a ocurrir? —olvidó de nuevo el verdadero trasfondo de la situación, y la perspectiva de tener un muerto sentado allí en el local esperando que se le ocurriese algo empezaba a enfurecerlo—. Pero ¿cómo quieres que te ayude si no me dices qué puedo hacer?

—No sé… Pero tienes que hacer algo. Tú me mataste. Yo estaba muerto, y muy cómodo. Puesto que todo viene de que tú me diste muerte, eres responsable de que me halle en este estado. Así que tienes que ayudarme. Por eso es por lo que he venido hasta ti.

—Pero ¿qué quieres que yo haga?

—No sé… No puedo pensar. Pero nadie más que tú puede ayudarme. Tenía que encontrarte. Algo me trajo derecho a ti. Eso significa que eres el único que me puede ayudar. Ahora que estoy contigo ya habrá algo que venga en mi ayuda. Estoy seguro. Pronto se te ocurrirá algo.

De pronto Sinnombre sintió que le flaqueaban las piernas. Se sentó y se quedó mirando a aquel ser odioso e incomprensible. Tenía a un muerto en su casa, un hombre al que había asesinado en un arrebato de cólera, y en su fuero interno sabía que no podía echarle a la calle. En primer lugar, porque le daba miedo tocarlo. La sola idea de tocarlo le resultaba intolerable. En segundo, porque, ante el portento de la presencia de un hombre que había muerto hacía quince años, dudaba de la eficacia de cualquier fuerza física o de cualquier medio material para mover a aquel hombre.

Su alma se estremecía, como se estremecen las almas de todos los seres humanos cuando se encuentran ante fuerzas que desbordan su horizonte mental o espiritual. Él había asesinado a aquel hombre y a menudo, a lo largo de quince años, se había arrepentido de su acción. Si la escalofriante historia que contaba era verdad, algún derecho le asistía para dirigirse a Sinnombre. Esto era algo que Sinnombre reconocía, y sabía que, pasara lo que pasara, no podía echarlo a la calle. Aquel viejo pecado suyo de cólera se le había literalmente instalado en casa.

La desmayada voz lo sacó de su pesadilla:

—Tú vete a dormir, Sinnombre. Yo me quedaré aquí sentado. Pero tú vete a dormir.

Hundió el rostro entre las manos y exhaló un débil gemido.

—Ay, ¿por qué no podré yo también descansar?

Al día siguiente, Sinnombre bajó con la vaga esperanza de que Gopak ya no estuviera allí. Pero allí estaba, sentado en el mismo sitio en que Sinnombre lo había dejado por la noche. Sinnombre hizo un poco de té y le indicó dónde podía lavarse si quería. Se lavó con desgana, se arrastró de nuevo a su asiento y, desganadamente, se tomó el té que Sinnombre le sirvió.

A su mujer y a los pinches de cocina Sinnombre les dijo que era un viejo amigo que había sufrido una conmoción: «Naufragó y se dio un golpe en la cabeza. Pero es totalmente inofensivo, y no va a quedarse mucho tiempo. Está esperando que le admitan en una residencia. Fue muy buen amigo mío en el pasado y lo menos que puedo hacer es dejar que se quede aquí unos cuantos días. Padece insomnio y prefiere quedarse levantado por las noches. Pero, ya digo, es totalmente inofensivo».

Pero Gopak se quedó más que unos cuantos días. Se quedó, de hecho, más que nadie. Incluso cuando todos los clientes se habían ido, allí seguía Gopak.

La primera mañana tras su aparición, cuando los clientes habituales llegaron a mediodía y vieron aquella extraña, pálida e inexpresiva figura sentada en el primer banco, primero la miraron fijamente y luego se sentaron lo más lejos posible. Todos evitaban el banco en el que estaba sentada. Sinnombre les explicó quién era, pero no parecía que sus explicaciones aliviaran la imperceptible tensión que empezaba a respirarse en el local. El ambiente ya no era tan distendido ni la charla tan animada como de costumbre. Incluso a los que se sentaron dando la espalda al extraño parecía afectarles su presencia.

Al término de aquel primer día, Sinnombre le dijo que había acondicionado un rincón en una habitación del primer piso que daba a la calle en donde podía sentarse, y lo cogió del brazo para llevarlo arriba. Pero Gopak, con un débil gesto, se quitó la mano de encima y siguió sentado donde estaba.

—No. No quiero subir. Me quedo aquí. Aquí. No quiero moverme.

Y no se movió. Tras varios ruegos, Sinnombre se dio cuenta de que la negativa iba en serio; de que era inútil presionarlo o forzarlo; de que iba a quedarse sentado en el comedor para siempre. Era débil como un niño y firme como una roca. Siguió sentado en aquel primer banco y los clientes siguieron evitándolo y lanzándole aprensivas miradas. Era como si se dieran cuenta a medias de que era algo más que un individuo que ha sufrido una conmoción.

A la segunda semana de su aparición, tres de los clientes habituales brillaron por su ausencia, y varios de los que seguían acudiendo lanzaron a Sinnombre jocosas y malévolas indirectas para que aparcase a su chispeante amigo en algún otro sitio. Que las comidas con él eran tan excitantes que ya no podían más; que tanta juerga les hacía llegar tarde al trabajo e interfería en su digestión. Sinnombre les dijo que no iba a quedarse más que un día o dos, como mucho, pero pronto vieron que tal cosa no era cierta, y al término de la segunda semana, ocho de los habituales ya habían encontrado otro sitio para ir a comer.

Cada día, cuando llegaba la hora de la cena, Sinnombre intentaba sacarlo a dar un paseo, pero siempre se negaba. Si salía, lo hacía sólo de noche, y nunca se alejaba más de doscientas yardas del local. El resto del tiempo permanecía sentado en su banco, unas veces con expresión soñolienta después de comer, otras con la vista clavada en el suelo. Se comía lo que le daban con gesto abstraído, y nunca sabía si ya había comido o no. No hablaba más que cuando le hacían alguna pregunta y toda su conversación se reducía a decir: «¡Estoy tan cansado!».

Sólo una cosa parecía despertar en él un remoto interés; sólo una cosa le hacía levantar la vista del suelo. Y era la hija de su anfitrión, que tenía diecisiete años, respondía al apodo de «Burbujas» y ayudaba también a servir las mesas. Y Burbujas parecía ser la única de cuantos trabajaban en el local o lo frecuentaban que no lo rehuía.

No sabía nada de su historia, pero parecía entenderlo, y su pueril compasión fue el único estímulo que obtuvo algún tipo de respuesta por su parte. Se sentaba a hablar con él de cualquier tontería —«a sacarlo de sí mismo», como ella decía— y, a veces, su parloteo conseguía nada menos que sacarlo de su impasibilidad y arrancarle una acuosa sonrisa. Él llegó a reconocer el ruido de sus andares y levantaba la vista antes incluso de que apareciera por la puerta. En una o dos ocasiones por las tardes, cuando el local estaba vacío y Sinnombre, sintiéndose profundamente desgraciado, se sentaba a hacerle compañía, Gopak le preguntó sin alzar los ojos del suelo: «¿Dónde está Burbujas?», y cuando Sinnombre le decía que había ido al cine o que había salido a bailar, volvía a quedar absorto en su ensimismamiento, mayor si cabe que antes.

A Sinnombre no le gustaba nada todo esto. Sobre él se cebaba ya una maldición que, en cuatro semanas, había llevado su negocio al borde de la quiebra. Los clientes habituales habían ido desertando de dos en dos y ninguno nuevo había venido a ocupar su puesto. Los desconocidos que se dejaban caer por allí alguna vez jamás volvían; les era imposible apartar la mirada de aquella pálida y ominosa figura que estaba siempre sentada en el primer banco. A mediodía, cuando el local había estado siempre abarrotado y los que llegaban los últimos tenían que hacer cola para poder sentarse, estaba ahora vacío en sus dos terceras partes. Sólo unos cuantos de los más duros de pelar seguían siendo fieles.

Y para colmo de males estaba aquel interés que el muerto mostraba por su hija, un interés que parecía tener efectos bastante desagradables. Sinnombre no había reparado en ello, pero su mujer se lo hizo notar:

—¿Te has fijado estos últimos días? Burbujas ya no está tan alegre y dicharachera como antes. Cada vez está más callada y un tanto holgazana. Está todo el tiempo sentada. Y más pálida de lo que ha estado nunca.

—Tal vez sea la edad.

—No, ella no es una de esas morenitas delgaduchas que se ven por ahí. No, no es eso, le pasa algo. Fue hace una o dos semanas cuando empecé a notarlo. No prueba la comida. Está siempre sentada por ahí cruzada de brazos. No muestra el menor interés por nada… Tal vez no sea nada, sólo mal humor, o tal vez… ¿Cuánto tiempo más va a quedarse aquí ese horrible amigo tuyo?

El horrible amigo se quedó unas cuantas semanas más, diez en total, mientras Sinnombre veía cómo su negocio se iba a la ruina y cómo la palidez y la irritabilidad de su hija iban en aumento. Y él sabía cuál era la causa de todo. En toda Inglaterra no había otra casa como la suya: una casa en la que un hombre muerto llevara sentado diez semanas seguidas. Un muerto salido al cabo de largos años de la tumba y que había ido a sentársele allí a incordiar a su clientela y a robarle la vitalidad a su hija. Era algo que no podía contar a nadie. Nadie hubiera dado crédito a tal disparate. Pero él sabía que tenía en su casa a un muerto, y puesto que un hombre muerto hacía ya muchos años se paseaba tranquilamente por la faz de la tierra, cualquier consecuencia de tal hecho se le antojaba verosímil. Se le antojaba verosímil casi cualquier cosa que semanas atrás le habría provocado carcajadas. Sus clientes habían ido desertando del local no por la presencia de un hombre pálido y silencioso, sino por la presencia de un muerto vivo. Tal vez sus mentes no fueran conscientes de ello, pero la voz de la sangre se lo decía. Y así como su negocio había sido destruido, así también sería su hija aniquilada. A ella la voz de la sangre no la ponía en guardia. Todo lo que le decía es que aquel ser era un viejo amigo de su padre, y sentía una especie de atracción hacia él.

Fue entonces cuando Sinnombre, sin nada en que ocuparse, se empezó a dar a la bebida. Y eso fue lo mejor que pudo ocurrírsele. Pues el alcohol le dio una idea que, llevada a la práctica, habría de librarle de la maldición que pesaba sobre él y su casa.

El local ya no servía más que a media docena escasa de clientes a la hora de comer. Estaba cada vez más descuidado y polvoriento, y tanto el servicio como la comida eran lamentables. Sinnombre no ponía ningún cuidado en ser cortés con sus escasos clientes, e incluso a menudo, cuando estaba muy bebido, les increpaba del modo más grosero. Y empezaron las habladurías. Habladurías sobre el declive del negocio, la suciedad del local y la mala calidad de la comida. Y también sobre su afición a la bebida, que exageraban, por supuesto, tal afición.

Pero la comidilla de todos era aquel tipo extraño que llevaba allí sentado días y días y que ponía a todo el mundo los pelos de punta. Unos cuantos desconocidos, a los que les había llegado el cotilleo, se dejaron caer por el local a ver al extraño individuo y, de paso, al dueño, siempre achispado, por lo visto. Pero no volvieron a aparecer y los curiosos nunca fueron tantos como para mantener lleno el local. Al final llegó al punto de no servir más que a dos clientes al día. Y Sinnombre, a la par que su negocio, siguió hundiéndose en la bebida.

Y entonces, una tarde, en la bebida precisamente, encontró la inspiración.

Bajó a contárselo a Gopak, que estaba sentado en el banco de siempre, con las manos caídas y los ojos fijos en el suelo.

—Gopak, óyeme. Tú viniste aquí porque yo soy la única persona que podía ayudarte en tus tribulaciones. ¿Me escuchas?

Un desmayado «Sí» fue su respuesta.

—Bien, me dijiste que yo tenía que pensar algo. Pues ya lo he pensado… Oye. Tú dices que soy responsable de tu situación y que tengo que sacarte de ella, pues fui yo quien te mató. Sí, yo te maté. Nos peleamos. Me pusiste furioso. Me desafiaste. Y bajo aquel sol, en la jungla, y con todos aquellos insectos, perdí la cabeza y te maté. Cuando vi lo que había hecho me habría dejado cortar la mano derecha. Sí, porque tú y yo éramos amigos. Me habría dejado cortar la mano derecha, te lo juro.

—Lo sé. Me di perfecta cuenta cuando ya todo había terminado. Vi que estabas sufriendo.

—¡Ah…!, sí, he sufrido mucho, mucho. ¡Y lo que sigo sufriendo! Bien, pues voy a decirte lo que he pensado. Todos tus problemas presentes vienen del hecho de que yo te matara y luego te enterrase en aquella jungla. Se me ha ocurrido una idea. ¿No crees que te ayudaría si… si… si volviera a matarte?

Durante unos segundos Gopak siguió con la vista clavada en el suelo. Luego movió los hombros. Y después, mientras Sinnombre observaba atento la reacción que producía su idea, la voz acuosa contestó:

—Sí, sí. Eso es. Eso es lo que estaba esperando. Por eso es por lo que vine aquí. Ahora me doy cuenta. Por eso es por lo que tenía que venir hasta aquí. Nadie más podría matarme. Sólo tú. Alguien me tiene que dar muerte de nuevo. Sí, eso es. Pero nadie más podría hacerlo… Sí, has dado con la solución que tanto tú como yo estábamos esperando. Cualquier otro me podría disparar, apuñalar, ahorcar, pero nunca podría matarme. Tú eres el único que puede hacerlo. Por eso me las arreglé para llegar hasta aquí y encontrarte —y la voz acuosa sonó con algo más de fuerza—: eso es. Y tienes que hacerlo. Hazlo ahora mismo. Ya sé que no quieres. Pero tienes que hacerlo. ¡Has de hacerlo!

Inclinó la cabeza y se quedó mirando al suelo. Sinnombre también clavó la vista en el suelo. Veía cosas. Había asesinado a un hombre y escapado a todo castigo, salvo al de su propia conciencia, que ya había sido bastante terrible. Y ahora iba a asesinarlo de nuevo, pero esta vez no en la selva, sino en una gran ciudad. Y veía las posibles consecuencias funestas de su acción.

Vio la detención. La instrucción del proceso. El juicio. La celda. La soga. Y sintió escalofríos.

Pero también vio la otra alternativa: su vida deshecha, un negocio arruinado, la miseria, el asilo de pobres, la salud quebrantada e incluso, tal vez, la muerte de su hija, y la maldición omnipresente de aquel muerto vivo, que quién sabía si no le seguiría también hasta el mismísimo asilo. Lo mejor era acabar con todo aquello de una vez por todas. Verse libre de la maldición que Gopak había lanzado sobre él y sobre su familia. Y luego, con un revólver, que su familia se viera libre también de él. La única solución era poner en práctica su idea.

Se puso de pie, muy rígido. La noche estaba ya avanzada —eran las diez y media— y en las calles reinaba el silencio. Había bajado las persianas del local y cerrado la puerta con llave. Una única luz al fondo en un rincón iluminaba la sala. Dio unos pasos, dudoso, y miró a Gopak.

—Er… ¿cómo quieres… cómo he de hacerlo?

Gopak le contestó:

—La otra vez lo hiciste con un cuchillo. Aquí, justo debajo del corazón. Has de hacerlo exactamente igual que entonces.

Sinnombre permaneció unos segundos absorto, mirándolo. Luego salió de su ensimismamiento y con aire resuelto y paso rápido se dirigió a la cocina.

Tres minutos más tarde su mujer y su hija oyeron un golpe seco, como si se hubiera volcado una mesa. Lo llamaron, pero no obtuvieron respuesta. Cuando bajaron lo encontraron sentado en uno de los bancos, secándose el sudor de la frente. Estaba pálido y tembloroso, y parecía recobrarse de un desmayo.

—Pero ¿qué pasa? ¿Te encuentras bien?

Las apartó con un gesto de la mano.

—Sí, estoy perfectamente. Es sólo un ligero mareo. De tanto fumar, supongo.

—Mmm. O de tanto beber… ¿Dónde está tu amigo? ¿Ha salido a dar un paseo?

—No. Se ha ido para siempre. Me dijo que no quería seguir imponiéndonos su presencia y que se iba a un asilo —hablaba con voz débil y le costaba trabajo encontrar las palabras—. ¿No oísteis el golpe que dio al cerrar la puerta?

—Pensé que eras tú que te habías caído.

—No. Fue él al salir. No pude detenerlo.

—Mmm. Bueno, pues ¡qué se le va a hacer! —la mujer echó un vistazo a su alrededor—. La verdad es que desde que apareció por aquí todo ha ido de mal en peor.

El local presentaba todo él un aspecto polvoriento. Los manteles estaban sucios, más que por el uso por la falta de uso. Las ventanas, empañadas de mugre. En la mesa que estaba bajo una de ellas había un largo cuchillo cubierto por una espesa capa de polvo. Un impermeable y un traje de faena polvorientos estaban en el suelo en un rincón junto a la puerta que daba a la cocina, como si alguien los hubiese tirado allí. Su mujer no los había visto. Pero era delante de la puerta principal, cerca del primer banco, donde el polvo, un polvo de un color blanco grisáceo, se hacía más espeso, llegando a formar un largo reguero.

—La verdad es que esto está cada vez más sucio. Mira todo el polvo que hay junto a la puerta. Parece como si alguien hubiera estado tirando ceniza por todo el local.

Sinnombre miró hacia allí y las manos le temblaron ligeramente. Pero con voz más firme que antes contestó:

—Sí, ya lo sé. Mañana voy a hacer una limpieza a fondo.

Y por primera vez en diez semanas les sonrió; una sonrisa un tanto tímida y desvaída, ciertamente, pero sonrisa al fin y al cabo.

domingo, 25 de abril de 2021

Georgina Herrera - Sobre el poeta, el amor, la poesía (1996)

Sobre el poeta, el amor, la poesía
por Georgina Herrera




Los poetas
hacemos democracia con la intimidad.
Quitamos falsos techos,
abrimos las ventanas,
descorremos
cerrojos fabulosos…
Surge así el poema,
nuestro modo
de hacer saber hasta qué punto hicimos grandes
a momentos, a seres tan pequeños.

viernes, 23 de abril de 2021

Emil Cioran - Ese maldito yo (Selección) (1987)

Ese maldito yo
(Selección)

por Emil Cioran




La filosofía hindú persigue la liberación; la griega, a excepción de Pirrón, Epicuro y algunos inclasificables, es decepcionante: no busca más que la… verdad.

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Se ha comparado el nirvana con un espejo que no reflejaría ya ningún objeto. Es decir, con un espejo puro para siempre, para siempre deshabitado.

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El hombre es libre, salvo en lo que posee de más profundo. En la superficie, hace lo que quiere; en sus capas más oscuras, «voluntad» es un vocablo carente de sentido.

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Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos.

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«Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz.»

Para calar a alguien, para conocerlo realmente, me basta ver cómo reacciona a estas palabras de Keats. Si no comprende inmediatamente, inútil continuar.

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«Me sorprende que un hombre tan extraordinario haya podido morir», escribí a la viuda de un filósofo. Sólo me di cuenta de la estupidez de mi carta tras haberla enviado. Mandarle otra hubiera sido arriesgarme a una segunda sandez. Tratándose de pésames, todo lo que no es cliché raya en la inconveniencia o la aberración.

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Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma.

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No guardamos rencor a quienes hemos insultado; estamos, por el contrario, dispuestos a reconocerles todos los méritos imaginables. Desgraciadamente, esta generosidad no se halla nunca en el insultado.

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Cuando se debe tomar una decisión capital, nada hay más peligroso que consultar con los demás, dado que, salvo algunos extraviados, nadie desea sinceramente nuestro bien.

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Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?

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Pobre del escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar. Pronto se dará cuenta de que uno no se vuelve normal impunemente.

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La tiranía destruye o fortalece al individuo; la libertad lo debilita y lo convierte en un fantoche. El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso.

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No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más.

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Hay algo de charlatán en todo aquel que triunfa, sea en la materia que sea.

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Las religiones, al igual que las ideologías, que han heredado sus vicios, no son en el fondo más que cruzadas contra el humor.

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Tras tantos años, tras toda una vida, volví a verla. «¿Por qué lloras?», le pregunté de entrada. «No lloro», me respondió. Y en efecto no lloraba, me sonreía, pero habiendo la edad deformado sus rasgos la alegría no podía ya acceder a su rostro, en el que se hubiera podido leer: «Quien no muera joven, se arrepentirá tarde o temprano».

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Quien vive demasiado malogra su… biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos.

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Innegable ventaja de los agonizantes: poder proferir trivialidades sin comprometerse.

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El patrimonio que más nos pertenece: las horas en que no hemos hecho nada… Son ellas las que nos forman, las que nos individualizan, las que nos vuelven desemejantes.

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«La vejez es la cosa más inesperada de todas las que le suceden al hombre», escribe Trotsky unos años antes de morir. Si de joven hubiera tenido la intuición exacta, visceral, de esa verdad, ¡qué lamentable revolucionario hubiera sido!

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Sigo aún extrañándome de ver hasta qué punto los sentimientos viles son sentimientos vivos, normales, inatacables. Cuando los experimentamos nos sentimos revigorizados, reintegrados en la comunidad, al mismo nivel que nuestros semejantes.

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Un silencio abrupto en medio de una conversación nos hace volver de repente a lo esencial: nos revela el precio que debemos pagar por la invención de la palabra.

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«Si se me pidiera que clasificara las miserias humanas», escribe el joven Tocqueville, «lo haría por este orden: la enfermedad, la muerte, la duda.»

La duda como calamidad: semejante opinión yo nunca hubiera podido sostenerla, pero la comprendo como si la hubiera concebido —en otra vida.

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En cuanto salgo a la calle, pienso: «¡Qué perfección en la parodia del Infierno!».

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Existe un placer innegable en saber que lo que se hace no posee ninguna base real, que da lo mismo realizar un acto que no realizarlo. Sin embargo, en nuestros gestos cotidianos contemporizamos con la Vacuidad, es decir, alternativamente y a veces al mismo tiempo, consideramos este mundo como real e irreal. Mezclamos verdades puras con verdades sórdidas, y esa amalgama, vergüenza del pensador, es la revancha del ser normal.

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No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo.

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Imposible asistir más de un cuarto de hora sin impaciencia a la desesperación de alguien.

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Fuera de la música, todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados.

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Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho. Ese orgullo está por inventar.

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A medida que perdemos la memoria los elogios que se nos han prodigado se borran, contrariamente a los reproches. Y ello es justo: los primeros raramente se merecen, mientras que los segundos nos revelan aspectos de nosotros mismos que ignorábamos.

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Lo esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes verdades se dicen en los vestíbulos.

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Nuestra misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada.

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El orgasmo es un paroxismo; la desesperación, otro. El primero dura un instante; el segundo una vida.

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Tener solamente el gusto por el pensamiento indefinido que no llega a la palabra y por el pensamiento instantáneo que vive sólo gracias a ella. La divagación y la boutade.

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«El hecho de que hayas llegado a la edad que tienes, prueba que la vida posee un sentido», me dijo un amigo tras más de treinta años de separación. Con frecuencia recuerdo esta frase y me impresiona todavía, a pesar de haber sido pronunciada por alguien que siempre le ha encontrado un sentido a todo.

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Pienso en C., para quien beber café era la única razón de existir. Un día que le hablaba de los méritos del budismo, me respondió: «El Nirvana, de acuerdo, pero con café».

Todos tenemos alguna manía que nos impide aceptar incondicionalmente la dicha suprema.

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Si la amistad es interesante es porque resulta, casi tanto como el amor, una fuente inagotable de desengaños y de rabias, y por ello de sorpresas fecundas de las que no sería razonable desear abstenerse.

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El método más eficaz de hacerse amigos fieles es felicitarles por sus fracasos.

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Si la Hora de la Decepción sonara al mismo tiempo para todos, asistiríamos a una versión totalmente nueva o del paraíso o del infierno.

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Cuando creemos haber alcanzado cierto grado de renuncia, consideramos farsantes a todos los atareados, incluidos los fundadores de religiones. Pero la renuncia, ¿no participa también de la farsa? Si los actos son mascaradas, su rechazo lo es igualmente: noble mascarada, sin embargo.

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Puesto que nuestros defectos no son meros accidentes de superficie, sino el fondo mismo de nuestra naturaleza, no podemos corregirlos sin deformarla a ella, sin pervertirla aún más.

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Nada queda más rápidamente anticuado que la revuelta, es decir, nuestra reacción más viva.

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El desaliento, siempre al servicio del conocimiento, nos revela el otro lado, la sombra interior, de los seres y de las cosas. De ahí la sensación de infalibilidad que proporciona.

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Lo serio no es precisamente un atributo de la existencia; lo trágico sí, por implicar una idea de aventura, de desastre gratuito, mientras que lo serio, por el contrario, postula un objetivo. Ahora bien, la gran originalidad de la existencia reside en no poseer ninguno.

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Si obedeciera a mis primeros impulsos, me pasaría los días escribiendo cartas de injurias y de despedida.

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Me resulta imposible saber si me tomo en serio o no. El drama del desapego es que no se pueden medir los progresos que se hacen. Se avanza en un desierto y no se sabe nunca dónde se está.

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Muy injustamente, se otorga al tedio un estatuto menor que a la angustia. En realidad es más virulento que ella, pero le repelen las demostraciones que tanto le gustan a aquélla. Más modesto y sin embargo más devastador, puede surgir en cualquier momento, mientras que la angustia, distante, se reserva para las grandes ocasiones.

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Si un gobierno decretara en pleno verano que las vacaciones son prolongadas indefinidamente y que, so pena de muerte, nadie debe abandonar el paraíso en que se encuentra, se producirían suicidios en masa y masacres sin precedentes.

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La música sólo existe mientras dura la audición, como Dios mientras dura el éxtasis.

El arte supremo y el ser supremo poseen en común el hecho de depender totalmente de nosotros.

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Los desastres demasiado recientes poseen el inconveniente de impedirnos discernir sus lados positivos.

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Sólo soy feliz cuando pienso en la renuncia y me preparo a ella. El resto es desabrimiento y agitación. Renunciar no es fácil. Sin embargo, tender a ello simplemente aporta una especie de sosiego. ¿Tender? Pensar únicamente en ello basta para darnos la ilusión de ser otra persona, y esa ilusión es ya una victoria, la más halagadora, aunque también la más falaz.

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Es el sufrimiento y no el genio, únicamente el sufrimiento, lo que nos permite dejar de ser marionetas.

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Vamos de desconcierto en desconcierto. Esta consideración no implica ninguna consecuencia ni impide a nadie realizar su destino, acceder en suma al desconcierto integral.

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Bajo un cielo extremadamente desolado, dos pájaros se persiguen, indiferentes a ese fondo lúgubre… Su tan evidente alborozo es más propio para rehabilitar un viejo instinto que la literatura erótica en su conjunto.

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Llorar de admiración, —única excusa de este universo, puesto que necesita una.

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Cuanto más se ha sufrido, menos se reivindica. Protestar es una prueba de que no se ha atravesado ningún infierno.

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La música es una ilusión que compensa de todas las demás.

(Si ilusión fuese una palabra destinada a desaparecer, me pregunto qué sería de mí.)

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En lugar de observar el rostro de los transeúntes, me fijé en sus pies, y todos aquellos agitados se redujeron a pasos que se precipitaban —¿hacia qué? Y me pareció evidente que nuestra misión era rozar el polvo en busca de un misterio carente de seriedad.

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La primera cosa que me contó un amigo al que había perdido de vista desde hacía lustros: habiendo coleccionado venenos desde hacía muchos años no había logrado matarse por no saber cuál de ellos preferir…

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¿Cómo explicar que el hecho de no haber sido, que la ausencia colosal que precede al nacimiento no parezca incomodar a nadie, y que aquel a quien le perturba no le perturbe demasiado?

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Quisiera olvidarlo todo y despertarme frente a la luz anterior a los instantes.

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El hombre se halla en algún lugar entre el ser y el no-ser, entre dos ficciones.

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El otro, debemos reconocerlo, es para nosotros una especie de alucinado. Sólo le comprendemos hasta cierto punto. Luego, divaga forzosamente, puesto que incluso sus preocupaciones más legítimas nos parecen injustificadas e inexplicables.

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Ningún pensamiento más corrosivo ni más tranquilizador que el pensamiento de la muerte. Si lo rumiamos hasta el punto de no poder prescindir de él es sin duda a causa de esa doble cualidad. Qué suerte encontrar dentro de un mismo instante un veneno y un remedio, una revelación que nos mata y que nos hace vivir, un tóxico fortificante.

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Parecerse a un corredor que se detiene en plena carrera para intentar comprender qué sentido tiene correr. Meditar es un signo de sofoco.

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Todo lo que nos incomoda nos permite definirnos. Sin indisposiciones, no hay identidad. Ventura y desventura de un organismo consciente.

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Todo es saludable, salvo interrogarse constantemente sobre el sentido de nuestros actos, todo es preferible a la única cuestión que importa.

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Habiéndome ocupado hace años de Joseph de Maistre, en lugar de explicar el personaje acumulando detalles, debería haber recordado que sólo podía dormir tres horas al día como máximo. Ello basta para hacer comprender las exageraciones de un pensador, o de cualquiera. Sin embargo, olvidé señalar este hecho. Omisión tanto más imperdonable cuanto que los seres humanos se dividen en dos categorías, los que duermen y los que velan, dos especímenes de seres, diferentes para siempre, que sólo tienen en común el aspecto físico.

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Ningún instante en el que no me asombre de encontrarme precisamente en él.

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Sólo nos importa lo que no hemos realizado, lo que no podíamos realizar, de manera que de una vida no retenemos más que lo que ella no ha sido.

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Devorar biografía tras biografía para persuadirse mejor de la inutilidad de cualquier tentativa, de cualquier destino.

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A la pregunta de por qué los monjes que le seguían estaban tan radiantes, Buda respondió que ello era debido a que no pensaban ni en el pasado ni en el futuro. En efecto, nos apesadumbramos en cuanto pensamos en uno o en otro, y nos apesadumbramos totalmente en cuanto pensamos en los dos.

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Mis libros, mi obra… El carácter grotesco de esos posesivos.

Todo se pervirtió el día que la literatura dejó de ser anónima. La decadencia se remonta al primer autor.

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Leer es dejar a otros padecer por nosotros. La forma más delicada de explotación.

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En la calle, una señora de cierta edad, en el momento de adelantarme, dice sin mirarme: «Hoy no veo más que cadáveres ambulantes por todas partes». Luego, sin volverse, añade: «Estoy loca, ¿eh?». —«Menos de lo que usted cree», le repliqué con un aire cómplice.

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En la primavera de 1937, paseando por el parque del hospital psiquiátrico de Sibiu, en Transilvania, fui abordado por un «huésped». Intercambiamos algunas palabras y luego le dije: «Se está bien aquí». —«Es cierto. Merece la pena estar loco», me respondió. «Pero está usted, a pesar de todo, en una especie de prisión.» —«Si usted quiere, pero aquí se vive sin la menor preocupación. Además, la guerra se acerca, usted lo sabe tan bien como yo, y este lugar es seguro. No se nos moviliza y no se bombardea un manicomio. Si yo fuera usted, me haría internar inmediatamente.»

Turbado y maravillado, le dejé e intenté informarme sobre él. Se me aseguró que estaba realmente loco. Loco o no, nunca nadie me ha dado un consejo más razonable.

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La duda se insinúa por todas partes, con una gran excepción sin embargo: no existe música escéptica.

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El último poeta importante de Roma, Juvenal, y el último escritor notable de Grecia, Luciano, se dedicaron a la ironía. Dos literaturas que acabaron en ella. Como todo, literatura o no, debería acabar.

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Comprende uno incomparablemente muchas más cosas aburriéndose que trabajando, siendo como es el esfuerzo el enemigo mortal de la meditación.

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Encontrar en nosotros mismos todos los bajos instintos que hacen sonrojarse. Si son tan enérgicos en alguien que para quitárselos de encima se ensaña contra ellos, cuánto más virulentos deben ser en quienes, careciendo de un mínimo de lucidez, no lograrán nunca vigilarse y menos aún detestarse.

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La ironía, esa impertinencia matizada, ligeramente amarga, es el arte de saber detenerse a tiempo. La mínima profundización la aniquila. Si tenéis tendencia a insistir, corréis el riesgo de hundiros con ella.

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Puesto que no se recuerdan más que las humillaciones y las derrotas, ¿para qué habrá servido el resto?

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La virtud eminente de la calumnia es que hace el vacío a nuestro alrededor sin que nosotros tengamos que abrir la boca.

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Toda vida es la historia de un hundimiento. Si las biografías son tan cautivadoras, es porque los héroes, al igual que los cobardes, se fatigan innovando en el arte de besar el suelo.

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Cuando hemos perdido las ganas de manifestarnos, nos refugiamos en la música, ese edén de los abúlicos.

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Por nuestras venas circula la sangre de los macacos. Si pensáramos en ello con frecuencia acabaríamos dimitiendo. No más teología, ni metafísica —lo cual equivale a decir no más divagaciones, ni arrogancia, ni desmesura, ni nada…

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Todos esos recuerdos que surgen sin necesidad aparente, ¿para qué nos sirven si no para revelarnos que con la edad nos volvemos exteriores a nuestra vida, que esos «acontecimientos» lejanos no tienen ya nada que ver con nosotros y que un día sucederá lo mismo con la propia vida?

***

Toda victoria es más o menos una falacia. Sólo nos afecta en la superficie, mientras que las derrotas, por muy pequeñas que sean, nos hieren en lo más profundo de nuestro ser, donde procurarán no hacerse olvidar, de manera que, suceda lo que suceda, podemos contar con su compañía.

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«¿Por qué fragmentos?», me reprochaba un joven filósofo. —«Por pereza, por frivolidad, por asco, pero también por otras razones…» —Y como no encontraba ninguna, me puse a darle explicaciones prolijas que le parecieron serias y acabaron convenciéndole.

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El francés: idioma ideal para traducir delicadamente sentimientos equívocos.