viernes, 22 de diciembre de 2023

Leopoldo María Panero - La cuádruple forma de la nada (1994)

La cuádruple forma de la nada

por Leopoldo María Panero




Yo he sabido ver el misterio del verso
que es el misterio de lo que a sí mismo nombra
el anzuelo hecho de la nada
prometido al pez del tiempo
cuya boca sin dientes muestra el origen del poema
en la nada que flota antes de la palabra
y que es distinta a esa nada que el poema canta
y también a esa nada en que expira el poema:
tres pues son las formas de la nada
parecidas a cerdos bailando en torno del poema
junto a la casa que el viento ha derrumbado
y ay del que dijo una es la nada
frente a la casa que el viento ha derrumbado:
porque los lobos persiguen el amanecer de las formas
ese amanecer que recuerda a la nada;
triple es la nada y triple es el poema
imaginación escritura y lectura
y páginas que caen alabando a la nada
la nada que no es vacío sino amplitud de palabras
peces shakespearianos que boquean en la playa
esperando allí entre las ruinas del mundo
al señor con yelmo y con espada
al señor sin fruto de la nada.
Testigo es su cadáver aquí donde boquea el poema
de que nada se ha escrito ni se escribió nunca
y ésta es la cuádruple forma de la nada.

lunes, 18 de diciembre de 2023

William F. Harvey - Calor de Agosto

Calor de Agosto

por William F. Harvey




PENISTONE ROAD, CLAPHAM

20 de agosto de 190…

Acabo de experimentar el que, creo, ha sido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los hechos siguen frescos en mi memoria, deseo pasarlos al papel con tanta claridad como me sea posible.

Déjenme decir antes que nada que mi nombre es James Clarence Withencroft.

Tengo cuarenta años y una salud de hierro, pues nunca he pasado un solo día de mi vida enfermo.

Soy artista por profesión, aunque no de mucho éxito, si bien gano suficiente dinero con mi trabajo en blanco y negro para satisfacer mis necesidades.

Mi único pariente cercano, una hermana, falleció hace cinco años, de modo que soy independiente.

Esta mañana tomé el desayuno a las nueve, y tras echarle un vistazo al periódico matutino encendí mi pipa y dejé vagar la mente con la esperanza de dar con algún tema para mi lápiz.

A pesar de tener la puerta y las ventanas abiertas, la atmósfera de la habitación era opresivamente calurosa, y acababa de decidir que el lugar más fresco y cómodo de todo el vecindario sería la zona más honda de la piscina pública cuando llegó la idea.

Empecé a dibujar. Me concentre en el trabajo con tanta intensidad que dejé intacto el almuerzo, y sólo me detuve cuando el reloj de San Judas marcó las cuatro.

El resultado final, para tratarse de un boceto apresurado, era, estaba convencido, lo mejor que había hecho nunca.

Mostraba a un criminal en el banquillo de los acusados inmediatamente después de que el juez hubiera dictado sentencia. Era un hombre gordo, inmensamente gordo. La carne colgaba exageradamente sobre su barbilla; se plegaba sobre su enorme y rechoncho cuello. Exhibía un afeitado apurado (más bien debería decir que un par de días antes había disfrutado de un afeitado apurado) y era casi completamente calvo. Se encontraba de pie en el banquillo, agarrando la barandilla con sus torpes dedos, mirando al frente. El sentimiento que sugería su expresión no era tanto de horror como de un completo y absoluto derrumbamiento.

No parecía haber en aquel hombre nada lo suficientemente fuerte como para soportar aquella montaña de carne.

Enrollé el dibujo y, en realidad ignorando por qué, lo guardé en mi bolsillo. Después, con esa sensación poco común de felicidad, con la seguridad que da el haber hecho algo bien, salí de casa.

Creo que salí con la idea de visitar a Trenton, pues recuerdo haber recorrido Lytton Street y girar a la derecha por Gilchrist Road al pie de la colina, en la que un grupo de obreros trabajaba en la nueva línea del tranvía.

A partir de entonces sólo tengo un vago recuerdo de a donde fui. Lo único de lo que era completamente consciente era del terrible calor, que ascendía de la capa de asfalto de la calle casi como una ola palpable. Deseé oír el trueno que parecían prometer los grandes bancos de nubes de color cobrizo que colgaban a baja altitud sobre el cielo occidental.

Debía de haber caminado cinco o seis millas cuando un chiquillo me sacó de mi trance al preguntarme la hora.

Faltaban veinte minutos para las siete.

En cuanto el chiquillo se marchó, busqué referencias que me ayudaran a orientarme. Descubrí que me hallaba frente a una puerta que conducía a un patio rodeado por una franja de tierra sedienta, en la que había varias flores, morados alhelíes y geranios escarlata. Sobre la entrada había una madera con la inscripción:

CHS. ATKINSON TALLADOR
TRABAJOS EN MÁRMOL INGLÉS E ITALIANO

Desde el interior del patio llegaba un silbido alegre, el ruido producido por los golpes de un martillo, y el frío sonido del metal al chocar con la piedra.

Un impulso repentino me hizo entrar.

Había un hombre sentado, de espaldas a mí, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteada. Se giró en cuanto oyó mis pasos y yo noté cómo los pies se me quedaban clavados al suelo.

Era el mismo hombre que había estado dibujando, aquel cuyo retrato llevaba en el bolsillo.

Allí estaba, sentado, enorme y elefantíaco, con el sudor chorreándole por la calva, que se secó con un pañuelo rojo de seda. Pero aunque el rostro era el mismo, la expresión era completamente diferente.

Me recibió con una sonrisa, como si fuéramos viejos amigos, y me estrechó la mano.

Me disculpé por la intrusión.

—Hace tanto calor y el sol brilla tanto ahí fuera —dije— que esto parece un oasis en mitad del desierto.

—No sé yo qué decir sobre eso del oasis —respondió—, pero desde luego hace calor, tanto calor como en el infierno. ¡Siéntese, caballero!

Señaló hacia uno de los extremos de la losa funeraria en la que estaba trabajando, y me senté.

—Ha conseguido hacerse usted con una hermosa pieza de mármol —dije.

Él negó con la cabeza.

—En cierto modo sí lo es —respondió—, pues la superficie de esta cara está perfectamente pulida, pero, aunque imagino que usted nunca se daría cuenta, tiene una enorme tara en la parte trasera. Nunca podría hacer un trabajo realmente bueno con este mármol. Aguantaría bien durante un verano como éste, ya que no se vería afectado por el maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una buena helada para revelar los puntos débiles de una piedra.

—¿Entonces, para qué es? —pregunté.

El hombre se echó a reír.

—No sé si me creerá si le digo que es para una exposición, pero así es. Los artistas hacen exposiciones: al igual que los verduleros y los carniceros; también nosotros tenemos las nuestras. Lo último en lápidas, ¿sabe?

Empezó entonces a hablar de las diferentes clases de mármol, cuál soportaba mejor el viento y la lluvia, y con cuál era más fácil trabajar; de ahí pasó a su jardín y a una nueva clase de clavel que acababa de comprar. Más o menos cada dos minutos dejaba sus herramientas, se secaba la brillante calva y maldecía el calor.

Yo hablé poco, pues me sentía incómodo. Había algo antinatural, misterioso, en mi encuentro con aquel hombre.

Al principio intenté convencerme de que ya le había visto con anterioridad; que su rostro, desconocido para mí, había encontrado cobijo en algún rincón remoto de mi memoria, pero supe que estaba practicando poco más que un plausible intento de autoengaño.

El señor Atkinson finalizó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó profiriendo un suspiro de alivio.

—¡Ya está! ¿Qué le parece? —dijo con un aire de orgullo evidente.

La inscripción, que leí entonces por primera vez, era la siguiente:

EN SAGRADA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT.
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860.
FALLECIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190–

«En la plenitud de la vida estamos en la muerte»

Durante un rato permanecí sentado en silencio. Después, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Le pregunté de dónde había sacado aquel nombre.

—Oh, no lo he sacado de ningún sitio —respondió el señor Atkinson—. Necesitaba un nombre y utilicé el primero que se me ocurrió. ¿Por qué desea saberlo?

—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es el mío.

Dejó escapar un largo y grave silbido.

—¿Y las fechas?

—Sólo puedo responder por una de ellas, y es correcta.

—¡Canastos! —dijo.

Pero sabía menos que yo. Le conté lo de mi trabajo de aquella mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré. A medida que lo miraba, la expresión de su rostro se fue alterando más y más hasta convertirse en la del hombre que había dibujado.

—¡Y pensar que justo anteayer —dijo— le dije a María que los fantasmas no existen!

Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero supe a lo que se refería.

—Probablemente haya oído usted mi nombre en algún sitio.

—¡Y usted seguro que me ha visto en alguna parte y luego lo ha olvidado! ¿Estuvo usted el pasado julio en Clacton-on-Sea?

Nunca había estado en Clacton en mi vida. Permanecimos en silencio durante un rato. Ambos estábamos contemplando lo mismo, las dos fechas grabadas en la losa, y una era auténtica.

—Entre a cenar algo —dijo el señor Atkinson.

Su esposa era una mujercita alegre, con las mejillas redondas y sonrosadas de los que se han criado en el campo. Su esposo me presentó como un amigo suyo artista. No resultó ser una idea muy afortunada, pues una vez retiradas de la mesa las sardinas y los berros, extrajo una Biblia ilustrada por Doré, y tuve que sentarme a expresar mi admiración durante casi media hora.

Salí afuera y encontré a Atkinson sentado sobre la losa, fumando.

Reiniciamos la conversación en el punto en que la habíamos dejado.

—Tendrá usted que perdonarme porque le pregunte esto —dije—, ¿pero conoce alguna razón por la que pudieran llevarle a juicio?

Él negó con la cabeza.

—No estoy en bancarrota, el negocio va lo suficientemente bien. Hace tres años les regalé unos pavos por Navidad a algunos de los guardas, pero eso es todo lo que se me ocurre. Y además eran pequeños —añadió como ocurrencia tardía.

Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las plantas.

—Con este tiempo tan caluroso hay que hacerlo al menos dos veces al día —dijo—, y aun así el calor a veces acaba con las más delicadas. ¡Y los helechos, Señor! No pueden ni aguantarlo. ¿Dónde vive usted?

Le dije mi dirección. Volver a casa me supondría una hora de caminar a buen ritmo.

—Así están las cosas —dijo—: abordemos el asunto claramente. Si vuelve a casa esta noche puede usted sufrir toda una serie de accidentes. Un coche podría atropellarle, y también están las típicas pieles de plátano o de naranja; eso por no hablar de las escaleras que se derrumban.

Hablaba de lo improbable con una seriedad intensa que seis horas antes habría resultado risible. Pero yo no me reí.

—Lo mejor que podemos hacer —continuó» es que se quede usted aquí hasta las doce. Subiremos arriba y fumaremos; puede que dentro se esté un poco más fresco.

Ante mi propia sorpresa, acepté.

* * * 

Ahora estamos sentados en una habitación larga aunque no muy alta, bajo los aleros. Atkinson ha enviado a su mujer a la cama. Se mantiene ocupado afilando algunas de sus herramientas con una pequeña piedra oleosa mientras se fuma uno de mis puros.

El aire está cargado con la amenaza de tormenta. Estoy escribiendo esto en una mesa inestable frente a la ventana abierta. Una de las patas está rota, y Atkinson, que parece un hombre hábil con las herramientas, va a arreglarla tan pronto como termine de darle filo a su cincel.

Ya pasan de las once. En menos de una hora me habré marchado.

Pero el calor es sofocante.

Un hombre podría volverse loco con tanto calor.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Kurd Lasswitz - La biblioteca universal (1901)

La biblioteca universal
(1901)

por Kurd Lasswitz




—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.

Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.

—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.

—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…

—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.

Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.

—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.

—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.

—Querrá decir en sus repeticiones.

—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.

—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresad» en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.

—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?

—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?

—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burke, bromeando.

—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…

—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.

—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?

—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.

—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.

—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.

—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?

—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.

—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.

Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.

—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!

—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?

—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…

—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?

—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.

—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.

—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…

—¡Excelente!

—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.

—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.

—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.

—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.

—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede con tener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.

—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.

—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno he encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Bibloteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.

—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.

—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.

—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.

—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 x 100 x 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.

—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?

—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.

—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.

—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.

—¿Y silo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.

—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.

El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.

—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.

—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?

—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?

—Adelante.

—El doble de centímetros que el número de volúmenes.

—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.

—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.

—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.

—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.

—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.

—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.

—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Jorge Luis Borges - La biblioteca de Babel (1941)

La biblioteca de Babel
(1941)

por Jorge Luis Borges




By this art you may contemplate
the variation of the 23 letters…

The Anatomy of Melancholy,
part. 2, sect. II, mem. IV

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios). Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras M C V perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz).

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables M C V no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de M C V en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres

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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

Mar del Plata, 1941