jueves, 17 de septiembre de 2020

Emil Cioran - De lágrimas y de santos (Selección)

De lágrimas y de santos

(1937)

por Emil Cioran



No es el conocimiento lo que nos acerca a los santos, sino el despertar de las lágrimas que duermen en lo más profundo de nosotros mismos. Entonces únicamente, a través de ellas, tenemos acceso al conocimiento y comprendemos cómo se puede llegar a ser santo después de haber sido hombre.


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Por el beso culpable de una santa, aceptaría yo la peste como una bendición.


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¿Quién podría escribir el diálogo de los santos? Un Shakespeare aquejado de inocencia o un Dostoievski exiliado en una Siberia celeste. Toda mi vida merodearé en las inmediaciones de los santos…


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En el Juicio Final sólo se pesarán las lágrimas.


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«No puedo diferenciar las lágrimas de la música» (Nietzsche). Quien no comprende esto instantáneamente, no ha vivido nunca en la intimidad de la música. Toda verdadera música procede del llanto, puesto que ha nacido de la nostalgia del paraíso.


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Después de todo, podríamos habernos dispensado de la obsesión de la santidad. Cada uno de nosotros se hubiera dedicado a sus ocupaciones, soportando alegremente sus imperfecciones. La frecuentación de los santos engendra un tormento estéril, su compañía es un veneno cuya virulencia crece a medida que aumenta nuestra soledad. ¿No nos han corrompido acaso mostrándonos mediante el ejemplo que los infortunios tenían una finalidad? Nosotros estábamos acostumbrados a sufrir sin objetivo, fascinados por la inutilidad de nuestros dolores, felices de contemplarnos en nuestras propias heridas.


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La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la vida. ¡Morir sin dejar aquí nada…! El desapego es una negación tanto de la vida como de la muerte. Quien ha superado el miedo de morir, ha triunfado también sobre la vida, la cual no es más que el otro nombre de ese miedo.

No expirando en la cama, los mendigos no mueren, por así decirlo. Sólo se muere horizontalmente, durante esa preparación en la que el vivo supura la muerte. Cuando nada nos une a un lugar, ¿qué nostalgias podríamos tener en los últimos instantes? ¿Habrán escogido los mendigos su destino para no tener nostalgias que les torturen en la agonía? Errantes en la vida, continúan siendo vagabundos en la muerte.


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Durante el tiempo en que trabajó en el Mesías, Haendel se sintió transportado al cielo. Según sus propias palabras, sólo descendió a tierra al terminar su obra. Sin embargo, comparado con Bach, Haendel es de aquí abajo. Lo que en el primero es divino es heroico en el segundo. La amplitud terrestre es la nota dominante haendeliana: una transfiguración desde fuera.

Bach une la visión de un Grünewald a la interioridad de un Holbein; Haendel, la solidez y los contornos de Durero a la audacia visionaria de Baldung-Grien.


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Imposible hacerse una idea precisa sobre los santos. Representan un absoluto al cual es preferible no apegarse, pero que tampoco conviene rechazar. Cualquier actitud nos condena. Tomando partido por los santos, estamos perdidos, sublevándonos contra ellos nos enemistamos con lo absoluto. Si no hubieran existido, ¡cuánto más libres habríamos sido! ¡Cuántas dudas menos hubiésemos tenido! ¿Qué ha podido ponerlos en medio de nuestro camino? Sería inútil querer olvidar el Sufrimiento.


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Toda forma de éxtasis suplanta a la sexualidad, la cual no tendría ningún sentido sin la mediocridad de las criaturas. Pero como éstas apenas poseen otro medio de evadirse de ellas mismas, la sexualidad las salva provisionalmente. Dicho acto excede a su significación elemental — es un triunfo sobre la animalidad, dado que la sexualidad, fisiológicamente hablando, es la única puerta que se abre sobre el cielo.


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¿Lograré un día no citar más que a Dios? Ni los hombres, ni siquiera los santos, tienen nombre. Sólo Dios lo posee. Pero, ¿qué sabemos nosotros de El, sino que es una desesperación que comienza donde acaban todas las demás?


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El límite de cada dolor es un dolor aún mayor.


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Cuando hemos aniquilado el mundo y nos quedamos solos, orgullosos de nuestra hazaña, Dios, rival de la Nada, aparece como una última tentación.


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El vino ha hecho más por acercar los hombres a Dios que la teología. Hace tiempo que los borrachos tristes —¿y los hay que no lo sean?— han superado a los eremitas.


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Hay quien se pregunta aún si la vida tiene o no un sentido. Lo cual equivale a preguntarse si es o no soportable. Ahí acaban los problemas y comienzan las resoluciones.


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La ventaja de pensar en Dios es poder decir sobre El cualquier cosa. Cuanto menos unimos unas ideas con otras, más posibilidades tenemos de acercarnos a la verdad. Dios se aprovecha, en suma, de las periferias de la lógica.


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El gran mérito de Nietzsche fue haber sabido defenderse a tiempo contra la santidad. ¿Qué habría sido de él si hubiera dado rienda suelta a sus inclinaciones naturales? — Un Pascal con todas las locuras de los santos.


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Nada más fácil que desembarazarse de la herencia filosófica, pues las raíces de la filosofía se detienen en nuestras incertidumbres, mientras que las de la santidad superan en profundidad al sufrimiento mismo. El coraje supremo de la filosofía es el escepticismo. Más allá de él, no reconoce más que el caos.

Un filósofo sólo puede evitar la mediocridad mediante el escepticismo o la mística, esas dos formas de la desesperación frente al conocimiento. La mística es una evasión fuera del conocimiento, el escepticismo un conocimiento sin esperanza. Dos maneras de decir que el mundo no es una solución.


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De los filósofos, sólo nos intrigan aquellos que, exasperados por los sistemas, se pusieron a buscar la felicidad. Así nacen las filosofías crepusculares, más consoladoras que las religiones, pues nos liberan de todas las prohibiciones. Una dulce lasitud emana de ellas; parecen un edén de incertidumbres, más que necesarias tras la frecuentación insalubre de los santos.

El escepticismo es la estupefacción ante el vacío de los problemas y de las cosas. Sólo los antiguos han sido verdaderos escépticos. Sus dudas, impregnadas de una indulgencia otoñal y de una felicidad desengañada, tenían estilo, como todas las cosas delicadas en su ocaso.


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El único mérito de los filósofos es haberse ruborizado, de vez en cuando, de ser hombres. Platón y Nietzsche son una excepción: su vergüenza no cesó jamás. El primero intentó arrancarnos del mundo, el segundo hacernos salir de nosotros mismos. Ambos podrían dar una lección a los santos. El honor de la filosofía queda así salvado.


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Comenzamos a saber lo que es la soledad cuando oímos el silencio de las cosas. Comprendemos entonces el secreto sepultado en la piedra y despertado en la planta, el ritmo oculto o visible de la naturaleza entera. El misterio de la soledad reside en el hecho de que para ella no existen criaturas inanimadas. Cada objeto posee su lenguaje propio que desciframos gracias a silencios inigualables.


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Quien no ha frecuentado nunca a los poetas ignora lo que es la irresponsabilidad y el desorden del espíritu. Cuando se les trata, se experimenta el sentimiento de que todo está permitido. No teniendo que dar cuentas de nada a nadie (salvo a sí mismos), no van —ni desean ir— a ninguna parte. Comprenderlos es una gran maldición, pues nos enseñan a no tener ya nada que perder.

Los santos, dirigiéndose a alguien, en su caso a Dios, limitan fatalmente su genio poético. Lo indefinido de la poesía son precisamente los estremecimientos sagrados sin Dios. Si los santos hubieran sabido lo que su lirismo perdía con la intrusión de la Divinidad, habrían renunciado a la santidad y se habrían convertido en poetas. La santidad no conoce más que la libertad en Dios. Pero los mortales sólo se dejan poseer por el desenfreno poético.


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Si la verdad no fuera tan aburrida, la ciencia habría eliminado rápidamente a Dios. Pero al igual que los santos, Dios es una ocasión de escapar a la abrumadora trivialidad de lo verdadero.


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¿No habría aún suficiente sufrimiento en este mundo? Se diría que no, a juzgar por la complacencia de los santos, expertos en el arte de la auto-flagelación. No existe santidad sin voluptuosidad del sufrimiento y sin un refinamiento sospechoso. La santidad es una perversión inigualable, un vicio del cielo.


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Sin Dios todo es noche y con El hasta la luz se vuelve inútil.


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Hay en la obsesión de lo absoluto un gusto por la autodestrucción. De ahí la fascinación que ejercen el convento y el burdel. «Celdas» y «mujeres» por todas partes. El asco de vivir crece tanto a la sombra de las santas como de las putas.


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Todos los nihilistas tuvieron problemas con Dios. Una prueba más de la vecindad con la nada de la divinidad. Habiéndolo profanado todo, no nos queda ya más que destruir esa última reserva de la nada.


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Cuando escuchamos a Bach, vemos germinar a Dios. Su obra es generadora de divinidad.

Tras un oratorio, una cantata o una «Pasión», El tiene que existir. De lo contrario toda la obra del Cantor sería una ilusión desgarradora.

…Pensar que tantos teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única…


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La teología es la negación de Dios. ¡Qué idea descabellada ponerse a buscar argumentos para probar su existencia! Todos sus tratados valen menos que una exclamación de Santa Teresa. Desde que la teología existe, ninguna conciencia ha conseguido ganar con ella una sola certeza, pues la teología no es más que la versión atea de la fe. El mínimo balbuceo místico está más cerca de Dios que la Summa teológica. Todo lo que es institución y teoría deja de estar vivo. La Iglesia y la teología han asegurado a Dios una agonía duradera. Sólo la mística le ha reanimado de vez en cuando.


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Un día el mundo, esta vieja chabola, acabará por derrumbarse de una vez. Nadie puede saber de qué manera, pero ello no tiene la menor importancia, pues desde el momento en que todo carece de substancia y la vida no es más que una pirueta en el vacío, ni el comienzo ni el final prueban nada.


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En el Greco, las figuras y los colores flamean verticalmente. En Van Gogh también los objetos son llamas y los colores queman. Pero horizontalmente, esparcidos en el espacio. Van Gogh es un Greco sin cielo, un Greco sin más allá.

En arte, el centro de gravedad explica, si no la estructura formal y los diferentes estilos, al menos la atmósfera interior. Para el Greco el mundo se precipita hacia Dios, mientras que para Van Gogh prospera en el incendio…


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El ocaso de un pueblo coincide con su máxima lucidez colectiva. Al debilitarse los instintos que crean los «hechos históricos», el aburrimiento se expande sobre su ruina. Los ingleses son un pueblo de piratas que, tras haber saqueado el mundo, comenzaron a aburrirse. Los romanos no desaparecieron de la superficie de la tierra a causa de las invasiones bárbaras, ni del virus cristiano; un virus mucho más sutil les resultó fatal. Una vez ociosos, tuvieron que afrontar el tiempo vacío, maldición soportable para un pensador, pero tortura sin igual para una colectividad. El tiempo libre, el tiempo desnudo y vacuo, ¿qué es si no una duración sin contenido ni sustancia? La temporalidad huera caracteriza el aburrimiento.

La aurora conoce ideales; el crepúsculo solamente ideas, y en lugar de pasiones, la necesidad de diversión. La Antigüedad que tocaba a su fin intentó curar ese hastío característico de todas las decadencias históricas mediante el epicureísmo o el estoicismo. Simples paliativos, como la multiplicación de las religiones del sincretismo alejandrino, que ocultaron, falsearon o desviaron el mal, sin anular su virulencia. Un pueblo colmado sucumbe víctima del tedio, como un individuo que ha «vivido» y que «sabe» demasiado.


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El único argumento contra la inmortalidad es el aburrimiento. De ahí proceden, de hecho, todas nuestras negaciones.


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Haber amado siempre las lágrimas, la inocencia y el nihilismo. Los seres que lo saben todo y los que no saben nada. Los fracasados y los niños.


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Si yo fuera poeta, no pararía hasta que Nerón fuese vengado. Sabría lo que hay que escribir sobre la melancolía de los emperadores locos. Sin un Nerón, los imperios agonizantes carecen de estilo, las decadencias pierden todo su interés.


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El desapego a la vida engendra un gusto por la rigidez. Comenzamos a ver un mundo de formas rígidas, líneas precisas, contornos muertos. Cuando no se experimenta ya esa alegría que alimenta al Devenir, todo se acaba en simetrías. Lo que se ha llamado el «geometrismo» en numerosos tipos de locura, no sería más que la exageración de esa predisposición a la inmovilidad que acompaña a toda depresión. El gusto por las formas revela una inclinación secreta por la muerte. Cuanto más deprimido se está, más se petrifican las cosas, a la espera de que se hielen.


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«El sufrimiento es la única causa de la conciencia» (Dostoievski). Los hombres se dividen en dos categorías: los que han comprendido eso y los demás.


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Cuando paseamos por las calles, el mundo, mal que bien, parece existir. Pero miremos por la ventana: todo se vuelve irreal. ¿Cómo es posible que la transparencia de un cristal nos separe hasta ese punto de la vida? En realidad, una ventana nos aleja más del mundo que el muro de una cárcel. A fuerza de contemplar la vida acabamos por olvidarla.


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Ni suficientemente desgraciado para ser poeta… ni suficientemente indiferente para ser filósofo, sólo soy lúcido, pero lo bastante para estar condenado.


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El horror de todo, objetos o criaturas, trae a la mente visiones desoladas. Se deplora que la tierra tenga tan pocos desiertos, se quisiera nivelar las montañas, se sueña con una Mongolia de atardeceres implacables.

Los ascetas cristianos consideraban que sólo el desierto era ajeno al pecado y lo comparaban a los ángeles. Dicho de otra manera, sólo hay pureza donde nada crece.


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Vivimos a la sombra de nuestros fracasos y de nuestras heridas de amor propio. Nuestro apetito de poder exacerbado hasta la locura no puede satisfacerse en este mundo. No existe aquí abajo espacio para el instinto demiúrgico y su furia devastadora.

Buscamos en la religión un consuelo a las derrotas de nuestra voluntad de conquista. Añadiendo otros mundos a éste, podemos esperar triunfos miríficos. Nos volvemos religiosos por temor de asfixiarnos en los límites malditos de este mundo. En realidad, un alma indomable sólo reconoce un enemigo: el Ser Supremo. El es quien debe ser liquidado, el último baluarte que hay que conquistar.


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Cuanto más atrevidas son las paradojas sobre Dios, mejor expresan su esencia. Las propias injurias le resultan más familiares que la teología o la meditación filosófica. Dirigidas contra los hombres, serían irremediablemente vulgares o no tendrían consecuencias; el hombre no es en absoluto responsable, dado que su creador es la causa del error y del pecado. La caída de Adán es ante todo un desastre divino. El Creador ha proyectado en el hombre todas sus imperfecciones, su podredumbre y su decrepitud. Nuestra aparición sobre la tierra debería salvar la perfección divina. Lo que en el Todopoderoso era «existencia», infección temporal, caída, se canalizó en el hombre, y así Dios ha salvado su nada. Gracias a nosotros, que le servimos de vertedero, El se halla vacío de todo.

… De ahí que cuando injuriamos al cielo, lo hagamos en virtud del derecho de quien lleva una carga ajena. Dios sospecha lo que nos sucede —y si envió a su Hijo para que nos quitara de encima una parte de nuestras penas, lo hizo no por compasión, sino por remordimiento.


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No podemos decidirnos entre la libertad y la felicidad. Por un lado el sufrimiento y lo infinito, por el otro la mediocridad y la seguridad. El hombre es un animal demasiado orgulloso para aceptar la felicidad y demasiado corrompido para despreciarla.

¿No es significativo que la «felicidad» engendra un malestar? ¿Quién se jacta de no sufrir? El desasosiego que sentimos ante los desgraciados no es más que la expresión de nuestra convicción de que el sufrimiento constituye el signo distintivo, la originalidad propia de un ser. Pues se convierte uno en un hombre no por medio de la ciencia, el arte o la religión, sino a través del rechazo lúcido de la felicidad, de nuestra incapacidad innata para ser felices.


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Dependiendo como depende de nuestra desesperación, Dios debería continuar existiendo incluso en presencia de pruebas irrefutables de su inexistencia. A decir verdad, todo habla en favor y en contra de El, pues todo lo que existe lo desmiente y lo confirma. La blasfemia y la plegaria se justifican igualmente en el mismo instante. Cuando las proferimos juntas, nos aproximamos al representante supremo del Equívoco.


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El Paraíso gime en el fondo de la conciencia, mientras la memoria llora. Y es así cómo se piensa en el sentido metafísico de las lágrimas y en la vida como el desarrollo de una añoranza.

martes, 15 de septiembre de 2020

Charlotte Perkins Gilman - El tapiz amarillo

 El tapiz amarillo

(1892)

por Charlotte Perkins Gilman



No es nada habitual que gente corriente como John y yo alquile casas solariegas para el verano.

Una mansión colonial, una heredad… Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!

De todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella.

Si no, ¿por qué iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?

John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio.

John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras.

John es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa.

¡Es que no se cree que esté enferma!

¿Y qué se le va a hacer?

Si un médico de prestigio, que además es tu marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?

Mi hermano, que también es un médico de prestigio, dice lo mismo.

O sea, que tomo no sé si fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejercicio, y tengo terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.

Personalmente disiento de sus ideas.

Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien.

Pero ¿qué se le va a hacer?

Durante una temporada sí que escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…

A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos… Pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me produce siempre malestar.

Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.

¡Qué maravilla de finca! Es bastante solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros y la gente.

¡Además tiene un jardín que es una preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra, cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas largas, con parras y asientos debajo.

También había invernaderos, pero están todos rotos.

Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.

Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.

Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!

A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios.

Pero John dice que si pienso eso me olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.

No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se negó en redondo.

Dijo que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él.

Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.

Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.

Dijo que si habíamos venido a esta casa era exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño —dijo—, y lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en todo momento». En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el más alto de la casa.

Es una habitación grande y aireada, que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.

Es como si la pintura y el papel de pared estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto un papel más feo.

Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.

Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles.

El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente.

En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.

¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría.

Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.


* * *


Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.

Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.

John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.

¡Me alegro de que no lo sea el mío!

Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.

John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta.

Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!

¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!

Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.

Suerte que Mary tiene tanta maña con el bebé. ¡Qué monada de criatura!

Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa…!

Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!

Al principio quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.

Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.

—Tú sabes que este sitio te sienta bien —dijo—, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.

—Pues vamos abajo —dije yo—. Abajo hay dormitorios muy bonitos.

Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.

De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.

Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho.

La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.

Por una ventana se ve el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable, las flores de otra época, creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos…

Por otra tengo una vista encantadora de la bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.

A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.

Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me canso mucho.

¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan estimulante.

Ojalá me curara más deprisa.

Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!

Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.

Es tan impertinente, tan pertinaz, que me pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro.

Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.

Aún me acuerdo de la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.

Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.

Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos destrozos como los que hicieron aquí los chavales.

Ya he dicho que el papel de pared está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia.

El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra.

Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el papel.

Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.

Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!

Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.

Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vistas al campo. También es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.

Este papel de pared tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.

Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así… Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo.

¡Ya sube la hermana!


* * *


¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.

Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo.

Pero igualmente me he cansado.

John dice que si no mejoro más deprisa me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.

Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor.

Además, un viaje tan largo son palabras mayores.

Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.

Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando.

Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.

Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido.

Entonces paseo un poco por el jardín o por aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.

Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel de pared. O puede que a causa de él…

¡Lo tengo tan metido en la cabeza!

Me quedo estirada en esta cama enorme e imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión.

Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo.

Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más.

Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.

En cambio, visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.

También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.

Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a complicarlo todavía más.

Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento.

Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a echar una cabezadita.


* * *


No sé por qué escribo esto.

No quiero escribirlo.

No me siento capaz.

Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande…!

Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio.

Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.

John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.

¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.

Pero dijo que no estaba en condiciones de hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.

Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios.

Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.

Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien.

Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.

Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel de pared.

¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.

Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.

Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.

En ese papel hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más.

Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal.

Siempre es la misma forma, sólo que muy repetida.

Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si… Empiezo a pensar… ¡Ojalá que John se me llevase de aquí!


* * *


Es muy difícil hablar con John de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto…

De todos modos anoche lo intenté.

Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol.

Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.

John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante, hasta que me entró miedo.

Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.

Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.

—¿Qué te pasa, criatura? —dijo—. No te pasees así, que te resfriarás.

Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra parte.

—¡Pero cariño! —contestó—. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.

»En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.

—No peso ni un gramo más —dije—; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!

—¡Pobre cielito mío! —dijo John, abrazándome con fuerza—. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.

—¿O sea, que no quieres marcharte? —pregunté con voz triste.

—¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.

—Físicamente puede que sí… —empecé a decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.

—Cariño —dijo—, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi palabra de médico?

Yo, como es lógico, no dije nada más al respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.


* * *


En un dibujo de esta clase, a la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal.

El color de por sí ya es bastante repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una tortura.

Te parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla.

El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así.

¡Pero sólo a veces!

Este papel tiene una peculiaridad muy marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.

Cuando entra el sol de lleno por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérmelo.

Por eso siempre lo observo.

A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel.

¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad.

Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.

A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.

Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.

Lo cierto es que empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.

Estoy convencida de que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo.

Y eso fomenta el engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!

El caso es que le estoy tomando un poco de miedo a John.

Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable.

De vez en cuando, como mera hipótesis científica, pienso… ¡que quizá sea el papel!

En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.

Ella no sabía que yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel… ¡Dio media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba!

Luego dijo que el papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado.

Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!


* * *


Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que vigilar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.

¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared.

Yo, para no hablar del tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.

Ahora no quiero irme hasta que haya descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.


* * *


¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.

De día cansa y desconcierta.

Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.

¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.

Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.

Se infiltra por toda la casa.

Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, acechándome en la escalera.

Se me mete en el pelo.

Hasta cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!

¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué olía.

Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.

Con esta humedad resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.

Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.

Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.

Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.

Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!


* * *


Por fin he hecho un verdadero hallazgo.

A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.

El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!

A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo.

En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con fuerza.

Siempre quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.

Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.

Si estuvieran tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.


* * *


¡Me parece que la mujer sale de día!

Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie: ¡la he visto!

¡La veo por todas mis ventanas!

Estoy segura de que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del día.

La veo por el camino largo que pasa debajo de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo de las zarzamoras.

La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!

Yo, cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía algo.

Y últimamente está tan raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!

Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea yo.

A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la vez.

Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una.

¡Y aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas!

Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.


* * *


¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.

¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.

Sólo quedan dos días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.

Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.

Dice que de día duermo mucho.

¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso que casi no me muevo!

También me hizo toda clase de preguntas a mí fingiéndose muy tierno y atento.

¡Como si no se le notara!

De todos modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.

Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.


* * *


¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde.

Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.

¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.

Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de papel.

Una franja como yo de alta, y de ancha como la mitad de la habitación.

¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!

Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.

Jennie ha mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el papel.

Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.

¡Qué manera de quedar en evidencia!

Pero estoy aquí, y este papel no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!

Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta.

Vaya, que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima.

Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.

Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía.

¡Qué destrozos hicieron los niños!

¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo que poner manos a la obra.

He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino de delante.

No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.

Quiero darle una buena sorpresa.

Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!

¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!

He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.

Después he arrancado todo el papel hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadísimo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!

Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.

Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal.

Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto…!

Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo.

Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!

Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!

¡Es tan agradable estar en esta habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera…!

No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie.

Porque fuera hay que arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde.

Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.

¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!

¡Qué berridos, y qué golpes!

Ahora pide un hacha a gritos.

¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!

—¡John, querido! —he dicho con la máxima amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!

Con eso se ha callado un rato.

Luego ha dicho (con mucha serenidad):

—¡Abre la puerta, cariño!

—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!

Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.

—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces, por Dios?

Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.

—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!

¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!

martes, 8 de septiembre de 2020

Eduardo Galeano - El libro de los abrazos (Selección)

 El libro de los abrazos

(Selección)

por Eduardo Galeano




La función del arte /1


Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur.

Ella, la mar, estaba mas allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas dunas de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor que el niño quedo mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

—¡Ayúdame a mirar!


* * *


La casa de las palabras


A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.

En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino.


* * *


Celebración de la voz humana /1


Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.


* * *


Neruda /1


Estuve en la Isla Negra, en la casa que es, que fue, de Pablo Neruda.

Estaba prohibida la entrada. Una empalizada de madera rodeaba la casa. Allí la gente había grabado sus mensajes al poeta. No habían dejado ni un pedacito de madera sin cubrir. Todos le hablaban como si estuviera vivo. Con lápices o puntas de clavos, cada cual había encontrado su manera de decirle: gracias.

Yo también encontré, sin palabras, mi manera. Y entré sin entrar. Y en silencio estuvimos, conversando vinos el poeta y yo, calladamente hablando de mares y amares y de alguna pócima infalible contra la calvicie. Compartimos unos camarones al pil-pil y un prodigioso pastel de jaibas y otras maravillas de esas que alegran el alma y la barriga, que son como él sabe, dos nombres de la misma cosa.

Varias veces alzamos nuestros vasos de buen vino, y un viento salado nos golpeaba la cara, y todo fue una ceremonia de maldición de la dictadura, aquella lanza negra clavada en su costado, aquel dolor de la gran puta, y todo fue también una ceremonia de celebración de la vida, bella y efímera como los altares de flores y los amores de paso.


* * *


Celebración de la fantasía


Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado. Había quien quería un cóndor, y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.

Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en la muñeca:

—Me lo mandó un tío mío que vive en Lima —dijo.

—¿Y anda bien? —le pregunté.

—Atrasa un poco —reconoció.


* * *


El arte y la realidad /2


Eraclio Zepeda hizo el papel de Pancho Villa en México insurgente, la película de Paul Leduc, y lo hizo tan bien que desde entonces hay quien cree que Eraclio Zepeda es el nombre de Pancho Villa para trabajar en cine.

Estaban en plena filmación de esa película, en un pueblito cualquiera, y la gente participaba en todo lo que ocurría, de muy natural manera, sin que el director tuviera arte ni parte. Hacía medio siglo que Pancho Villa había muerto, pero a nadie le sorprendió que se apareciera por allí. Una noche, después de una intensa jornada de trabajo, unas cuantas mujeres se reunieron ante la casa donde Eraclio dormía, y le pidieron que intercediera por los presos. A la mañana siguiente, bien tempranito, él fue a hablar con el alcalde.

—Tenía que venir el general Villa, para que se hiciera justicia —comentó la gente.


* * *


Crónica de la ciudad de La Habana


Los padres habían huido al norte. En aquel tiempo, la revolución y él estaban recién nacidos. Un cuarto de siglo después, Nelson Valdés viajó de Los Angeles a La Habana, para conocer su país.

Cada mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la guagua 68, en la puerta del hotel, y se iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las tardes en la biblioteca José Martí, hasta que caía la noche.

Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un frenazo en una bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón, hasta que los pasajeros vieron el motivo del frenazo: una mujer muy rumbosa, que había cruzado la calle.

—Me disculpan, caballeros —dijo el conductor de la guagua 68, y se bajó. Entonces todos los pasajeros aplaudieron y le desearon buena suerte.

El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que estaba en la esquina, recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los pasajeros seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado mientras el conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto ella se rió, y le regaló una mirada. El conductor alzó el pulgar y todos los pasajeros le dedicaron una cerrada ovación.

Pero cuando el conductor entró en la heladería, produjo cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada mano, cundió el pánico en las masas.

Le tocaron la bocina. Alguien se afirmó en la bocina con alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos o sirena de incendios; pero el conductor, sordo, como si nada, seguía pegado a la muy sabrosa.

Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua 68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar. Sin decir palabra, se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas habituales, hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro pasajero ocupó su lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y después otro, y otro, y así siguió la guagua 68 hasta el final.

Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvidado de la biblioteca.


* * *


La burocracia /1


En tiempos de la dictadura militar, a mediados de 1973, un preso político uruguayo, Juan José Noueched, sufrió una sanción de cinco días: cinco días sin visita ni recreo, cinco días sin nada, por violación del reglamento. Desde el punto de vista del capitán que le aplicó la sanción, el reglamento no dejaba lugar a dudas. El reglamento establecía claramente que los presos debían caminar en fila y con ambas manos en la espalda. Noueched había sido castigado por poner una sola mano en la espalda.

Noueched era manco.

Había caído preso en dos etapas. Primero había caído su brazo. Después él. El brazo cayó en Montevideo. Noueched venía escapando a todo correr cuando el policía que lo perseguía alcanzó a pegarle un manotón, le gritó: ¡Dese preso! y se quedó con el brazo en la mano. El resto de Noueched cayó un año y medio después, en Paysandú.

En la cárcel, Noueched quiso recuperar su brazo perdido:

—Haga una solicitud —le dijeron.

Él explicó que no tenía lápiz:

—Haga una solicitud de lápiz —le dijeron.

Entonces tuvo lápiz, pero no tenía papel:

—Haga una solicitud de papel —le dijeron.

Cuando por fin tuvo lápiz y papel, formuló su solicitud de brazo.

Al tiempo le contestaron. Que no. No se podía: el brazo estaba en otro expediente. A él lo había procesado la justicia militar. Al brazo, la justicia civil.


* * *


La burocracia /3


Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.

En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía porqué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se había hecho, por algo sería.

Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre pintura fresca.


* * *


Sucedidos /2


Antaño, don Verídico sembró casas y gentes en torno al boliche El Resorte para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido sucedió, dicen que dicen, en el pueblo por él nacido.

Y dicen que dicen que había allí un tesoro, escondido en la casa de un viejito calandraca.

Una vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas, se levantaba de la cama y se iba a cobrar la jubilación.

Aprovechando la ausencia, unos ladrones, venidos de Montevideo, le invadieron la casa.

Los ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada recoveco. Lo único que encontraron fue un baúl de madera, tapado de cobijas, en un rincón del sótano. El tremendo candado que lo defendía resistió, invicto el ataque de las ganzúas.

Así que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consiguieron abrirlo, ya lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas. Eran las cartas de amor que el viejito había recibido todo a lo largo de su larga vida.

Los ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió. Finalmente decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana.

Desde entonces, al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en la loma. Allá esperaba que apareciera el cartero en el camino. No bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre los árboles, el viejito se echaba a correr. El cartero, que ya sabía, le traía su carta en la mano.

Y hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese corazón loco de la alegría de recibir palabras de mujer.


* * *


Nochebuena


Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua.

En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.

Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.

Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:

—Decile a… —susurró el niño—. Decile a alguien, que yo estoy aquí.


* * *


Los nadies


Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.

Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones, sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino folklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.


* * *


Crónica de la ciudad de Caracas


—¡Necesito que alguien me oiga! —gritaba.

—¡Siempre me dicen que venga mañana! —gritaba.

Arrojó la camisa. Después las medias y los zapatos.

José Manuel Pereira estaba parado en la cornisa del piso 18 de un edificio de Caracas.

Los policías quisieron atraparlo y no pudieron.

Una psicóloga le habló desde la ventana más próxima.

Después, un sacerdote le llevó la palabra de Dios.

—¡No quiero más promesas! —gritaba José Manuel.

Desde los ventanales del restorán de la Torre Sur, se lo veía parado en la cornisa, con las manos pegadas a la pared. Era la hora del almuerzo, y éste fue el tema de conversación en todas las mesas.

Abajo, en la calle, se había juntado una multitud.

Pasaron seis horas.

Al final, la gente estaba harta.

—¡Que se decida! —decía la gente—. ¡Que se tire de una vez! —pensaba la gente.

Los bomberos le arrimaron una cuerda. Al principio, él no hizo caso. Pero finalmente estiró una mano, y luego la otra, y agarrado a la cuerda se deslizó hasta el piso 16. Entonces intentó meterse por una ventana abierta y resbaló y cayó al vacío. Al pegar contra el piso, el cuerpo hizo un ruido de bomba que estalla.

Entonces la gente se fue, y se fueron los vendedores de helados y los vendedores de salchichas y los vendedores de cerveza y de refrescos en lata.


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Teología /1


El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo.

Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo: y yo prometía y creía.

Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado a la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de clase media; y al fin y al cabo se hará justicia.

Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno… Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.


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La pequeña muerte


No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele. Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña muerte, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace.


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Mapamundi /1


El sistema:

Con una mano roba lo que con la otra presta.

Sus víctimas:

Cuanto más pagan, más deben.

Cuanto más reciben, menos tienen.

Cuanto más venden, menos cobran.


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La desmemoria /1


Estoy leyendo una novela de Louise Erdrich.

A cierta altura, un bisabuelo encuentra a su bisnieto.

El bisabuelo está completamente chocho (sus pensamientos tienen el color del agua) y sonríe con la misma beatífica sonrisa de su bisnieto recién nacido. El bisabuelo es feliz porque ha perdido la memoria que tenía. El bisnieto es feliz porque no tiene, todavía, ninguna memoria.

He aquí, pienso, la felicidad perfecta. Yo no la quiero.


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La desmemoria /2


El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que no pueda ocultar la basura de la memoria.


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El miedo


Una mañana, nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.

Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.


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Celebración de la subjetividad


Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mi alrededor, y escribir era mi manera de golpear y de abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.

Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y a trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores.

Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:

—No te preocupés —me dijo—. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano.


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Celebración de las bodas de la razón y el corazón


¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.

Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.


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Divorcios


Un sistema de desvínculos: para que los callados no se hagan preguntones, para que los opinados no se vuelvan opinadores. Para que no se junten los solos ni junte el alma sus pedazos.

El sistema divorcia la emoción y el pensamiento, como divorcia el sexo y el amor, la vida íntima y la vida pública, el pasado y el presente. Si el pasado no tiene nada que decir al presente, la historia puede quedarse dormida, sin molestar, en el ropero donde el sistema guarda sus viejos disfraces.

El sistema nos vacía la memoria, o nos llena la memoria de basura, y así nos enseña a repetir la historia en lugar de hacerla. Las tragedias se repiten como farsas, anunciaba la célebre profecía. Pero entre nosotros, es peor; las tragedias se repiten como tragedias.


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Celebración de las contradicciones /2


Desatar las voces, desensoñar los sueños: escribo queriendo revelar lo maravilloso, y descubro lo real maravilloso en el exacto centro de lo real horroroso de América.

En estas tierras, la cabeza del Dios Eleggúa lleva la muerte en la nuca y la vida en la cara. Cada promesa es una amenaza; cada pérdida un encuentro. De los miedos nacen los corajes; y de las dudas las certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios otra razón.

Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día.

En esa fe, fugitiva, creo. Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho humano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.


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Las tradiciones futuras


Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan, y ese lugar es mañana.

Suenan muy futuras ciertas voces del pasado americano muy pasado. Las antiguas voces, pongamos por caso, que todavía nos dicen que somos hijos de la tierra, y que la madre no se vende ni se alquila. Mientras llueven pájaros muertos sobre la ciudad de México, y se convierten los ríos en cloacas, los mares en basureros y las selvas en desiertos, esas voces porfiadamente vivas nos anuncian otro mundo que no es este mundo envenenador del agua del suelo, el aire y el alma.

También nos anuncian otro mundo posible las voces antiguas que nos hablan de comunidad. La comunidad, el modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las Américas, la más americana de todas; pertenece a los primeros tiempos y a las primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un nuevo Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo; como la viruela, como la gripe, vino de afuera.


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Los indios /4



En la isla de Vancouver, cuenta Ruth Benedict, los indios celebraban torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón; y desde un alto promontorio echaban a la mar sus mantas y sus vasijas.

Vencía el que se despojaba de todo.


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La cultura del terror /4


Fue en un colegio de curas, en Sevilla. Un niño de nueve años, o diez, estaba confesando sus pecados por vez primera. El niño confesó que había robado caramelos, o que había mentido a la mamá, o que había copiado al vecino de pupitre, o quizá confesó que se había masturbado pensando en la prima. Entonces, desde la oscuridad del confesionario emergió la mano del cura, que blandía una cruz de bronce. El cura obligó al niño a besar a Jesús crucificado, y mientras le golpeaba la boca con la cruz, le decía:

—Tú lo mataste, tú lo mataste…

Julio Vélez era aquel niño andaluz arrodillado. Han pasado muchos años. El nunca pudo arrancarse eso de la memoria.


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La cultura del terror /5


A Ramona Caraballo la regalaron no bien supo caminar.

Allá por 1950, siendo una niña todavía, ella estaba de esclavita en una casa de Montevideo. Hacía todo, a cambio de nada.

Un día llegó la abuela, a visitarla. Ramona no la conocía, o no la recordaba. La abuela llegó desde el campo, muy apurada porque tenía que volverse enseguida al pueblo. Entró, pegó tremenda paliza a su nieta y se fue.

Ramona quedó llorando y sangrando.

La abuela le había dicho, mientras alzaba el rebenque:

—No te pego por lo que hiciste. Te pego por lo que vas a hacer.


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La televisión /2


La televisión, ¿muestra lo que ocurre?

En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra.

La televisión, esa última luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vida es un espectáculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo asiento.


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La televisión /5


En los veranos, la televisión uruguaya dedica largos programas a Punta del Este.

Más interesadas en las cosas que en la gente, las cámaras llegan al éxtasis cuando exhiben las casas de los ricos en vacaciones. Estas mansiones ostentosas se parecen a los mausoleos de mármol y bronce en el cementerio de La Recoleta, que es la Punta del Este de después.

Por la pantalla desfilan los elegidos y sus símbolos de poder. El sistema, que edifica la pirámide social eligiendo al revés, recompensa a poca gente. He aquí a los premiados; son los usureros de buenas uñas y los mercaderes de buenos dientes, los políticos de creciente nariz y los doctores de espaldas de goma.

La televisión se propone adular a los que mandan en el Río de La Plata, pero sin quererlo, cumple una ejemplar función educativa: nos muestra las altas cumbres y en ella delata la tilinguería y el mal gusto de los triunfantes cazadores de dinero.

Debajo de la aparente estupidez, hay verdadera estupidez.


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Celebración de la desconfianza


El primer día de clase, el profesor trajo un frasco enorme:

—Esto está lleno de perfume —dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos—. Quiero medir la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.

Y destapó el frasco. Al ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las manos levantadas.

—¿Me permite abrir la ventana, profesor? —suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces le hicieron eco. El fuerte aroma que pesaba en el aire, ya se había hecho insoportable para todos.

Entonces el profesor mostró el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.


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La pálida


Mis certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a ninguna parte, y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener, nombre ninguno entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.


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Celebración de las bodas de la palabra y el acto


Leo un artículo de un escritor de teatro, Arkadi Rajkin, publicado en una revista de Moscú. El poder burocrático, dice el autor, hace que jamás se encuentren los actos, las palabras y los pensamientos: los actos quedan en el lugar de trabajo, las palabras en las reuniones y los pensamientos en la almohada.

Buena parte de la fuerza del Che Guevara, pienso, esa misteriosa energía que va mucho más allá de su muerte y de sus errores, viene de un hecho muy simple: él fue un raro tipo que decía lo que pensaba y hacía lo que decía.


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Crónica de la ciudad de Buenos Aires


A mediados de 1984 viajé al Río de La Plata.

Hacía once años que faltaba de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires. De Montevideo me había marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no me gusta estar muerto. Pero ya en 1984 la dictadura militar argentina se había ido, dejando a su paso un imborrable rastro de sangre y mugre, y la dictadura militar uruguaya se estaba yendo.

Yo acababa de llegar a Buenos Aires. No había avisado a los amigos. Quería que los encuentros ocurrieran sin hacerlos.

Un periodista de la televisión holandesa, que me había acompañado en el viaje, me estaba entrevistando frente a la puerta de la que había sido mi casa. El periodista me preguntó qué se había hecho de un cuadro que yo tenía en mi casa, la pintura de un puerto para llegar y no para marcharse, un puerto para decir hola y no adiós, y yo empecé a contestarle con la mirada clavada en el ojo rojo de la cámara.

Le dije que no sabía adónde había ido a parar ese cuadro, ni adónde había ido a parar su autor, el negro Emilio, Emilio Casablanca; el cuadro y Emilio se me habían perdido en la niebla, como tantas gentes y cosas tragadas por aquellos años de terror y lejanía.

Mientras yo hablaba, advertí que una sombra venía caminando por detrás de la cámara y se quedaba a un costado esperando. Cuando terminé, y el ojo rojo de la cámara se apagó, moví la cabeza y lo vi. En aquella ciudad de trece millones de habitantes, el negro Emilio había llegado hasta esa esquina, por pura casualidad o como se llame eso, y estaba en aquel preciso lugar en el instante preciso. Nos abrazamos bailando, y después de mucho abrazo Emilio me contó que hacía dos semanas que venía soñando que volvía, noche tras noche, y que no lo podía creer.

Y no lo creyó. Esa noche me llamó por teléfono al hotel y me preguntó si yo no era sueño o borrachera.


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Resurrecciones /1


Infarto agudo al miocardio, zarpazo de la muerte al centro del pecho. Pasé dos semanas hundido en una cama de hospital, en Barcelona. Entonces sacrifiqué mi destartalada agenda Porky 2, que ya la pobre no daba más, y como quien no quiere la cosa, el cambio de libreta se convirtió en un repaso de los años transcurridos desde el sacrificio de la Porky 1. Mientras pasaba en limpio nombres y direcciones y teléfonos a la agenda nueva, yo iba pasando en limpio también el entrevero de los tiempos y las gentes que venía de vivir, un torbellino de alegrías y lastimaduras, todas muy, siempre muy, y eso fue un largo duelo de los muertos que muertos habían quedado en la zona muerta de mi corazón, y una larga, más larga celebración de los vivos que me encendían la sangre y me crecían el corazón sobrevivido. Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el corazón de tanto usarlo.


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Envidias del alto cielo


Creen los Mayas que al principio de la historia, cuando los dioses nos dieron nacimiento, nosotros lo humanos éramos capaces de ver más allá del horizonte. Entonces estábamos recién fundados, y los dioses nos arrojaron polvo a los ojos para que no fuéramos tan poderosos.

Yo pensé en esa envidia de los dioses, cuando supe que había muerto mi amigo René Zavaleta. René, que tenía una inteligencia deslumbrante, fue fulminado por un cáncer al cerebro.

De cáncer de garganta, había muerto, medio siglo antes, Enrico Caruso.


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Llorar


Fue en la selva, en la amazonia ecuatoriana. Los indios shuar estaban llorando a una abuela moribunda.

Lloraban sentados, a la orilla de su agonía. Un testigo, venido de otros mundos, preguntó:

—¿Por qué lloran delante de ella, si todavía está viva?

Y contestaron los que lloraban:

—Para que sepa que la queremos mucho.


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El vendedor de risas


Estoy en la playa de Malibú, en el espigón donde hace medio siglo el detective Philip Marlowe encontró algunos de sus cadáveres.

Jack Miles me señala una linda casa, a lo lejos, a lo alto: allí vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood. Hace diez años, Jack pasó un tiempo en esa casa, cuando el abastecedor de risas decidió marcharse para siempre.

La casa estaba toda tapizada de risas. Aquel hombre se había pasado la vida recogiendo risas. Grabador en mano, había recorrido los Estados Unidos de cabo a rabo, al revés y al derecho, en busca de risas, y había logrado reunir la mayor colección del mundo. Había registrado la alegría de los niños jugando y el alborozo gastadito de la gente ya vivida.

Tenía risas del norte y del sur, del este y del oeste.

Según se le pidiera, podía proporcionar risas de celebración o risas de dolor o de pánico, risas enamoradas, aterradoras carcajadas de espectros y risotadas de locos y borrachos y criminales.

Entre sus miles y miles de grabaciones, tenía risas para creer y risas para desconfiar, risas de negros, de mulatos y de blancos, risas de pobres y de ricos y de mediopelos.

Vendiendo risas, risas para cine, radio y televisión, se había hecho rico. Pero él era un hombre más bien melancólico y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír.

Ella y él se fueron de su casa de la playa Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos, porque en California hay cada vez más mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas. Ahora ellos viven en la isla de Tasmania, que es por allá por Australia, pero más lejos.


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Yo, mutilado capilar


Los peluqueros me humillan cobrándome la mitad.

Hace unos veinte años, el espejo delató los primeros claros bajo la melena encubridora. Hoy me provoca estremecimientos de horror el luminoso reflejo de mi calva en vidrieras y ventanas y ventanillas.

Cada pelo que pierdo, cada uno de los últimos cabellos, es un compañero que cae, y que antes de caer ha tenido nombre, o por lo menos número.

Me consuelo recordando la frase de un amigo piadoso:

—Si el pelo fuera importante, estaría dentro de la cabeza, y no afuera.

También me consuelo comprobando que en todos estos años se me ha caído pelo pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí.


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Las flores


El escritor brasileño Nelson Rodrigues estaba condenado a la Soledad. Tenía cara de sapo y lengua de serpiente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso sumaba la notoriedad de su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor moría por bala, miseria o desdicha fatal.

Un día, Nelson conoció a Eleonora. Ese día, el día del descubrimiento, cuando por primera vez vio a esa mujer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo. Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.

La bombardeó con flores. Le enviaba flores a su apartamento, en lo más alto de un alto edificio de Río de Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores, flores siempre diferentes, sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo esperaba: desde abajo veía el balcón de Eleonora y desde el balcón ella arrojaba las flores a la calle, cada día, y los automóviles las aplastaban.

Y así fue durante cincuenta días. Hasta que un día, un mediodía, las flores que Nelson envió no cayeron a la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.

Ese mediodía él subió hasta el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.


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Gelman


El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.

Los militares argentinos cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron.

En lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he preguntado: Si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?


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Profesión de fe


Sí, sí, por lastimado y jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier lugar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito.


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Celebración del coraje /2


Le pregunté si había visto un fusilamiento. Sí, había visto.

El chino Heras había visto fusilar un coronel, a fines de 1960, en el cuartel de la cabaña. Muchos verdugos habían actuado en la dictadura de Batista, malas bestias al servicio del dolor y de la muerte; ese coronel era uno de los muy, uno de los más.

Estábamos en mi habitación, en rueda de amigos, en un hotel de La Habana. El chino contó que el coronel no había querido que le vendaran los ojos, y su última voluntad no había sido un cigarrillo; el coronel pidió que lo dejaran dirigir su propio fusilamiento.

El coronel gritó: ¡Preparen! y gritó: ¡Apunten! Cuando iba a gritar: ¡Fuego!, a uno de los soldados se le trabó el cerrojo del arma. Entonces el coronel interrumpió la ceremonia.

—Calma —dijo, ante la doble fila de hombres que debían matarlo. Ellos estaban tan cerca que casi los podía tocar.

—Calma —dijo—. No se pongan nerviosos.

Y mandó nuevamente preparar armas, y mandó apuntar, y cuando todo estuvo bien en orden, mandó disparar. Y cayó.

El Chino contó esta muerte del coronel, y nos quedamos callados. Éramos unos cuantos en la habitación, y todos nos quedamos callados.

Echada como una gata sobre la cama, había una muchacha vestida de rojo. No le recuerdo el nombre. Le recuerdo las piernas. Ella tampoco dijo nada.

Transcurrieron dos o tres botellas de ron y al final todo el mundo se fue a dormir. Ella también se fue. Antes de irse, desde la puerta entreabierta, miró al chino, le sonrió y le agradeció:

—Gracias —le dijo—. Yo no conocía los detalles. Gracias por contármelo.

Después supimos que aquel coronel era su padre.

Una muerte digna es siempre una buena historia para contar, aunque sea la muerte digna de un hijo de puta.

Pero yo quise escribirla, y no pude. Pasó el tiempo y la olvidé.

De la muchacha, nunca más supe.