martes, 28 de noviembre de 2023

Javier Mije - Abstenerse (2022)

Abstenerse

por Javier Mije



Mujer de pecho natural. Capricornio. Optimista. Paso a dar algunas pinceladas de mi persona. Valgo la pena. Adoro el olor a tierra mojada y el sonido de las olas en el mar. Me gustaría aprovechar este espacio para volver a creer en el amor verdadero. Ojos avellana. Complexión delgada. No busco noches fáciles. Eso de describirse a uno mismo es complicado. Sin cargas familiares no resueltas. Más bien agradable de ver. Patinadora amateur. Pinto cuadros y muebles. Mujer en busca de la felicidad o similar. No me interesa el sexo virtual. Entregada a mi pareja. La belleza de la vida es dar. No veo hombres serios en mi entorno. No frecuento playas nudistas. Canto en una coral. Me gusta la montaña, el sol, la vida. ¿Qué busco aquí? Compartir un pijama. Paseos bajo un solo paraguas. Busco un hombre transparente y con valores. Con vivienda propia. No sé mentir. Una segunda oportunidad con un hombre fiel. El matrimonio no es imprescindible. Deja que surja. Desde la luz del respeto. Soy desconfiada. De origen caucásico. De risa fácil. Abstenerse picaflores. Abstenerse aves nocturnas. El caos me colapsa. El tiempo dirá. Taquicardia. Atardeceres y pícnics en el campo. Dormir de lado. Hay webs específicas si solo quieres sexo. No callo ni bajo el agua. Amante del arte en todas sus facetas. Sin estudios. Con novela publicada. No me cuentes cuentos. Hago trabajos manuales. Soy muy agradecida. Me desinflo rápido. Cada minuto cuenta. Días como bandadas de pájaros imaginarios. Un amor de verano. Descalzos por el parque. Abstenerse salidos. Es un milagro. Interesada en los extraterrestres. Mi religión es el humor. Mi lema: sé fiel a ti mismo. Es complicado definirse. Algunos kilos de más. Licenciada en Derecho. Teleoperadora. He cruzado desiertos. Me apunto a un bombardero. Me aburro un poco. Muy amiga de mis amigos. No respondo sin foto. Abstenerse hombres casados. Abstenerse bajitos. Un hombre de verdad, no un desecho. ¡Nada de problemas, por favor! ¿Quieres ver el mundo? Está bajo tus pies. Mil años de soledad. Hablo demasiado. Solo caballeros solventes. Personas que suman. Abstenerse los que necesitan una niñera para sus hijos. ¿Qué me hace única? Soy propietaria de un comercio. Sexualmente muy desinhibida. Honesta, intuitiva, puntual. Busco una pareja estable con fines matrimoniales. Sin máscaras. Abstenerse rompecorazones. Abstenerse limones que amargan. Digo lo que pienso, sin filtro. El mar una noche de luna llena. Saltar en la cama. Viajar sin dinero. Confío en Dios y su perfecta voluntad. Busco un hombre que se afeite y tenga buena dentadura. Nada de alcohol. ¡Ortografía, por favor! Crucemos los dedos. No sé qué poner. Rellenar cuestionarios me estresa. Soy camarera. La sal de la vida. Nada caprichosa. Una velada con amigos. Jazz, góspel y swing. Conversaciones que detienen el tiempo. En fin, algo sencillo. Abstenerse hombres que quieran hacerse un harén. Soy rubia pero no tonta. Ni alta ni baja, ni fea ni guapa. El drama no va conmigo. Ni tristes ni pasivos. Me gustan los sombreros. Cuando parece que no hay nada más que rascar, llega alguien que te sube al cielo. Hola, ¿qué tal? Pues nada, aquí estoy. Mujer con la hoja en blanco. Sigilosa al andar. Lenta en perdonar. Exijo fidelidad. Un hombre al que pueda admirar. Amo lo bello. La naranja entera. Todo un carácter. Natural como los desastres. Este lugar es extraño. La ternura. El sonido del viento entre los árboles. Noches sin dormir. Despertar del letargo. Saltar livianos. Mirarse a los ojos. Mejor cada uno en su casa. Soy del montón. Recepcionista de hotel con mala suerte en el amor. No tengo muchos talentos. Tengo pecas. Tengo mi público. De apariencia nórdica. Busco un hombre que me pase la sal. En este mundo todo es posible. En nuestro planeta azul. Palabras que se lleva el viento. Un paseo cogidos de la mano. Karaoke. Manzanas ácidas. Chocolate negro. Bailar en los semáforos. Abstenerse cuarentones. Mejor señores jubilados. ¿Por dónde empiezo? Soy ceramista. Secretaria de dirección. Trabajo festivos. Siempre llevo mi mejor vestido. Busco un hombre que me compre helados. Esos detalles que hacen que cada día sea especial. Planes low cost. Compartir gastos. Voy con la verdad por delante. Necesito retos. Vivo con mi gato. Sólo actividades normales. No estoy interesada en mantener conversaciones eróticas por teléfono. Soy de Barcelona pero resido en Vigo. Me gusta caminar descalza por la orilla del mar. Enamorada del atardecer. De los hombres me atrae su bondad. Que sea limpio, respetuoso, aseado. Una persona formal. Voy a buscar perfiles a otro planeta. Discreta, tímida, sincera. Llana, abierta. Difícil de enamorar. Gordita. Con ganas de dar y recibir. Alguien que me llene en todos los sentidos. Abstenerse payasos. Abstenerse vendedores de humo. No me corresponde a mí definirme. Locuaz, madrugadora. Gran catálogo de besos. Un toque pícaro. Me gusta el regaliz. No soy una mujer de revista. No quiero varios hombres a mis pies. Cada cual tiene sus virtudes y sus defectos. La vida es lo mejor que tenemos. Abstenerse los que ponen fotos de personajes televisivos. No sé muy bien qué hago aquí. No soy una Barbie. En persona mejor que en las fotos. Busco un hombre que disfrute dentro y fuera de casa. Novelas y no capítulos. Un buen vino con un piano de fondo. Compartir confidencias a la luz de las velas. Un árbol al otro lado del cristal. Abstenerse depresivos. Abstenerse hombres con sandalias. Piscis muy activa. Ojos azules. Más borde que un gato recién bañado. Quisiera contactar con hombre capaz de realizar varias tareas a la vez. Equilibrado y sin ansiedades. Ya lo sé, pido mucho. Vaqueros muy gastados. Mariposas en el estómago. Es importante que surja la chispa. Las etiquetas no importan. Un toque de locura y contemplar la luna llena. No envío fotos de mis tetas. Ya es mucho en estos tiempos. ¿Qué puedo decir de mí? Mujer bipolar y sarcástica. Voy donde el viento me lleva. Ser feliz es mi prioridad. La aventura de estar vivos. Con la cabeza en su sitio. Sin engaños, por favor. No ranas peludas. Abstenerse iluminados que solo quieran meterla. Así de claro, así de complicado. Busco un cambio de aires. Un profesor de baile. Una habitación con nuevas vistas. Para eso estamos aquí, ¿no? El amor hace al mundo girar.

Si te sientes identificado, escríbeme. La forma tradicional de conocer gente tampoco era para pagar saltos. 

domingo, 26 de noviembre de 2023

Emily Dickinson - No es necesario ser una habitación para estar embrujada (Poema #670)

No es necesario ser una habitación para estar embrujada (Poema #670)
por Emily Dickinson



No es necesario ser una habitación
para estar embrujada,
no es necesario ser una casa.
El cerebro tiene pasillos más grandes
que los pasillos reales.
Es mucho más seguro encontrarse a medianoche
con un fantasma exterior
que toparse con ese gélido huésped,
el fantasma interior.
Más seguro correr por una abadía
perseguida por las sepulturas
que, sin luna, encontrarse a una misma
en un lugar solitario.
Nosotros tras nosotros mismos escondidos,
lo que nos produce más horror.
Sería menos terrible
un asesino en nuestra habitación.
El prudente coge un revólver
y empuja la puerta,
sin percatarse de un espectro superior
que está más cerca. 

jueves, 23 de noviembre de 2023

William Ospina - Emily Dickinson: El exilio interior

Emily Dickinson: El exilio interior

por William Ospina


Entre 1830 y 1886 muchas cosas trascendentales ocurrieron en los Estados Unidos. Fue terminado el primer ferrocarril, y con él se abrió una nueva etapa en la ardua conquista del continente. Fue inventada la máquina cosechadora, que moldearía el rostro de esos territorios conquistados. Walt Whitman convirtió en ritmo y en júbilo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que la Revolución francesa había procurado realizar con sangre. Ralph Waldo Emerson llevó a sus extremos más generosos la reflexión sobre las posibilidades de la democracia. Fue tendida la primera línea telegráfica que permitió a los hombres esa cosa increíble, dialogar a distancia. Irlandeses y alemanes entraron en la composición de los pueblos del Norte. El oro de California, como una montaña magnética, arrastró caravanas a través de las interminables praderas. Un insomne solitario le regaló a su patria, ebria de optimismo, un bálsamo de pesadillas. La tierra se llenó de factorías, el cielo se llenó de humaredas, las paralelas de acero unieron los estados. La tripulación del capitán Ahab vio aparecer entre las olas a la descomunal y satánica ballena blanca. Henry David Thoreau inventó la desobediencia civil. Abraham Lincoln asumió el comando de la república. Durante cinco años intercambiaron fuego y prodigaron sangre los cañones del norte y del sur. Las cadenas que doblaban a los negros sobre los algodonales inmensos se rompieron. Las llamas de Chicago hicieron pensar a los hombres que ardía el lago Michigan. Sobre el estruendo de las máquinas que se multiplicaban cruzó las praderas con bisontes una voz humana llevada por un hilo. Huckleberry Finn miró las estrellas sobre las embravecidas aguas del Mississippi. Los obreros rugieron, los anarquistas dispararon, y el fonógrafo con sus voces y sus flautas mágicas ocupó los salones. Tal vez más asombroso que estos hechos fue que en medio de ellos hubiera discurrido la existencia y la poesía de Emily Dickinson.

El 15 de abril de 1862, el editor Thomas Higginson recibió una carta acompañada de cuatro poemas. Los firmaba Emily Dickinson, de Amherst, quien quería saber si había vida en sus versos y presurosamente se disculpaba por la molestia. No podía saber entonces Higginson que ese tímido ser que lo requería era ya la más grande poetisa de América y una de las voces femeninas más puras y personales de la historia. Se dice que le respondió severamente a su pregunta sobre la vida de los versos, pero con afecto le preguntó por su edad, por su aspecto y por sus amistades.

Había nacido en 1830 y era la segunda hija de una familia notable de Amherst, en Nueva Inglaterra. Pero nada que digamos sobre sus orígenes y su ambiente puede explicar lo que hizo que fuera quien fue. Hija de puritanos ortodoxos, renegó de la fe de sus padres, y durante toda su vida no hizo más que apartarse de la sociedad y de la historia de su tiempo hasta llegar a ser, paradójicamente, uno de sus más altos símbolos. Nunca se casó, rechazó las iglesias, los preceptos literarios, las ideas heredadas, esquivó la compañía de los otros, se fue encerrando en su condado, en su pueblo, en su calle, en su casa, en el silencio, en el color blanco de los trajes, en la vastedad de su espíritu. A su muerte, cuando los hermanos por el dolor recorrieron su cuarto, encontraron centenares de hojas de papel rayadas de composiciones breves que cuidadosamente había encuadernado y cosido sin pensar jamás seriamente en publicarlas.

En esos tiempos, como en todos, la poesía parecía haber degenerado en oficio. Las modas se llamaban trascendentalismo, pietismo, como después se llamarían simbolismo, parnasianismo, imagismo. Emily Dickinson crecía en su casa de Amherst, cerca de unas colinas y un río; veía a los hombres del valle segando el heno, cambiando los colores del campo, miraba con asombro infantil los trabajos de la abeja, del atardecer, de la muerte, y lejos de toda simulación se sentía de pronto poseída por un estado doloroso. Era como si el mundo estuviera a punto de perecer, como si el cielo se volcara sobre las cosas, como si ese secreto que siempre se demora en la hierba y la luz ardiera de pronto en revelaciones. Alguna vez dijo que sabía muy bien cuando llegaba la poesía: “si siento que está a punto de saltar mi cabeza, que mi cerebro estalla, es poesía”. Esto, que a tantos poetas les ocurre a veces, le ocurría a esta muchacha con una frecuencia inaudita.

Creyó renunciar al universo pero se quedó con el lenguaje y es sabido que en él están todas las cosas. Las palabras fueron su refugio y su consuelo. “Por eso canto —dijo— como canta un niño frente a un cementerio… porque tengo miedo”. Era tan sutil, tan liviana, se daba tan exclusivamente a matices delicados y tal vez irrepetibles, que todo nuestro lenguaje parece demasiado tosco y contrahecho para atraparla. Supo captar lo central de las cosas, lo sustancial de los libros que había leído, y trasladarlo a su poesía. En la Biblia halló la intemporalidad de los sentimientos y las situaciones humanas. En Keats, la exaltación romántica; en Emerson, el rigor; en Sir Thomas Browne, la intensidad. En un tiempo sólo frecuentó el diccionario y se propuso decirlo todo con la mayor sobriedad, con la mayor precisión posible. Leyéndola, nos resulta asombrosa su familiaridad con el mundo: habla como una niña o como una santa con el atardecer, con el agua, con la abeja, con la desventura, y mira todo aquello con una idéntica disposición. Aceptó todas las cosas como parte de sus existencia, como realidades de su alma: los ángeles y las ardillas, la arena y la incertidumbre, la siempre indefinible divinidad y los harto nítidos objetos.

Tal vez no hay poema de Emily Dickinson donde no nos aguarde esa sorpresa que el espíritu reconoce, ineluctablemente, como poesía. Para hablar de que aun en la muerte querrá agradecer por los dones del mundo pero no podrá, dice que estará intentándolo con labios de granito. La muerte, para ella, será el momento en que esta breve tragedia de la carne/ se cribe como arena. Describe un atardecer de este modo:

Brillando en oro y apagado en púrpura
como los leopardos hacia el cielo saltando
y después a los pies del anciano horizonte,
abatiendo al morir su rostro moteado.

Dice que los hombres sólo quisiéramos tener alas para huir de nuestro propio pensamiento. Afirma que su hogar es el sitio donde está el ser al que ama: Cachemira o calvario/ rango o vergüenza. Invoca la felicidad de un extraño modo: ¡Oh Paraíso, llega lentamente! Ante la muerte de un ser querido reacciona menos con dolor que con sorpresa y dice que ese ser que se sume en una quietud mineral actúa como si sólo orgullo le quedara. Habla del olvido que borra a los muertos con estas palabras: hasta que el musgo nos llegó a los labios/ y cubrió nuestros nombres. Su modo de enumerar es rico en matices: así, dice que es triste estar muerto

mientras hombres y niños y junio y las alondras
van en busca del heno por los campos

En toda cosa, Emily Dickinson ve un universo de sentidos posibles. Si mira una lámina de las ciudades alpinas, piensa que nuestras vidas son como Suizas, quietas y frías, hasta que en un día terrible los Alpes descorren sus cortinas de niebla y una Italia soleada se extiende allá en la distancia, pero que entre nosotros y esas cordiales llanuras, los Alpes persistirán como un infranqueable oleaje, los sirénicos Alpes. Ve a la abeja descender hasta una flor silvestre y piensa que a la abeja no le importa el linaje de aquello de lo que extrae su miel, que la flor más humilde siempre para ella es aristocracia.

La mejor poesía no prodiga de una vez todo su sentido. Nos mueve a reflexionar y a encontrar armonías y revelaciones ocultas. La poesía de Emily Dickinson es gradual en ese sentido. Ella no pensó jamás en ser poeta de un modo vistoso y exterior. Era un ser poseído por el espíritu y tuvo el valor y el privilegio de renunciar a esos espectáculos. Publicar no le parecía necesario, afectar pensamiento o estilo no le importaba, la gramática o la sintaxis no eran su angustia. Se sabía poseedora de un lenguaje rico y oportuno, y si tenía que quebrantar ligeramente las normas para lograr la expresión más vigorosa de un pensamiento o de una sensación, no vacilaba en hacerlo. La poesía pasa indemne a través de todas esas supuestas imperfecciones que tanto preocupan a los críticos y que tan poco existen para el tiempo. La lengua de Shakespeare ya es incorrecta para nosotros: adolece de anacronismo. La de Paul Valéry ya será incorrecta dentro de doscientos años, aquejada del mismo mal. Todo idioma presente es provisional. Toda lengua crece y cambia y a la larga muere o se atomiza en otras. Pero todo lo que el espíritu encuentra sobrevive aun a su lengua, y Homero no está menos vivo hoy que hace 25 siglos, ni Virgilio ha dejado de ser leído aunque su lengua haya muerto.

El espíritu se abre camino: sobrevive en las pobrezas llenas de intensidad de los romances españoles de frontera, en los episodios —que ya es preciso traducir al francés— de La Chanson de Roland, en la falta de equilibrio clásico de Hamlet, en los traspiés narrativos de Cervantes, en la irregularidad de los versos de Barba-Jacob o de Almafuerte, en los desenfrenos de Rimbaud, en la ignorante clarividencia de las coplas callejeras, en la desmesura de las visiones de Hölderlin, en el lenguaje a medias infantil, a medias filosófico, entrecortado y elocuente, hijo de las minucias de cada día y huésped de la eternidad, de Emily Dickinson.

Su poesía logra ofrecernos un orbe complejo de conmociones y detalles, y en ellos los muchos matices del espíritu de un ser incomparable. Ella dijo de sí misma que era pequeña como el reyezuelo, de cabello rebelde como el caparazón de las castañas, “mis ojos —añadió— son del color del jerez que el invitado deja en la copa”. En esas palabras está su sensación de ser algo exquisito y luminoso que el mundo desdeñó. De algún modo que ignoramos, fue víctima de un gran rechazo.

Reaccionó protegiéndose, encerrándose, y buscando en la naturaleza lo que no le dieron los humanos. Estaba demasiado mal dispuesta para las rudezas del mundo, pero fue mayor su valor que su espanto. Algo había en su pasado que ella no se atrevía a afrontar. Confiesa que fue capaz de mirar al miedo y a los muertos cara a cara pero que tiembla del temor de regresar. Su sensibilidad, su inteligencia, la avidez de su mente y de su corazón, se saciaron con los enigmas del mundo y entrevieron muchas cosas que sólo nos dirán sus poemas. Leerla es comprobar en qué asombroso universo puede discurrir un ser humano sin necesidad de ir a parte alguna, por el solo inexplicable hecho de existir. Cuánto puede imaginar, asociar y comprender de nuestro raro destino.

En 1886 la intensidad de su mundo la excedió. La belleza, el ángel que la acosaba, se fue haciendo más poderosa que sus palabras, que su capacidad de asirla y de conjurarla. Con el valor y el asombro de siempre sintió por fin que la muerte, esa otra libertad, venía a su encuentro. Algo le habían enseñado sus agonías: en la breve nota última que escribió a sus primas sólo estaban estas palabras: “Primitas, me piden que regrese”.

A dónde regresó, es algo que un día todos sabremos. Quienes vieron su cuerpo sin vida pudieron comprobar una enorme serenidad y una casi espantosa restitución de la juventud. El cabello volvió a ser rojo y el rostro volvió a ser lozano como el de esa joven que se escurría entre los robles jugando con su perro y que una tarde se escondió en los pisos altos de su casa para no ser vista por ese viajero que había entrado a tomar el té con sus hermanos: Ralph Waldo Emerson.

Emily Dickinson regresó a algún sitio. Pero dejaba atrás un mundo al que quiso desesperadamente. Algún día le pareció incomprensible esa gente que iba a adorar a Dios en las iglesias: no sabían que Dios estaba afuera, en la luz, en el canto de los pájaros, en el milagroso reverdecer de las plantas. Las gentes se van a rezar para ganarse al fin el cielo —dijo—. Yo prefiero quedarme en él desde el comienzo.

El Dios en que creía no era el celoso y severo Dios de los puritanos, sino tal vez el Dios de Emerson, que está en todas partes, y pasa y vuelve, y es el himno que canta el Brahmán. La muchacha pelirroja confiaba en el Universo, en fuerzas persistentes que más allá de la voluntad del hombre lo conservan y lo consuelan. De esa confianza destiló sus poemas que aun en medio de las mayores penurias son pródigos en alivio y generosos en belleza. Un Dios que no tiene nombre nos dio a Emily Dickinson y la ha dejado con nosotros. Cuando el mundo se hundía en su época más sórdida, nos dio a esta mujer capaz de hallar poesía en todo lo que permanece. Cuando es demasiado tarde para el hombre —fue ella quien lo dijo— es temprano aún para Dios.

martes, 21 de noviembre de 2023

Roberto Arlt - Los hombres fiera

Los hombres fiera
por Roberto Arlt



El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:

—En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia, debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.

»El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted».

El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un, transparente aguardiente de palma, y prosiguió:

—El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo…

El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:

—Yo he sostenido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes.

El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:

—Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de su choza para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas, que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos —habían devorado vivas a muchas personas—, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia…

—Sugestión colectiva —murmuró el negro doctor.

El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción, repuso:

—La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?…

—Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque, a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, por su corta edad: doce años.

»Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros de modo que condenó al niño a prisión perpetua.

»Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de mister Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering.

»Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su piel, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:

»—Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.

»Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de mister Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.

»Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de mister Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo:

»—¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados? Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:

»—¿Qué pasa? ¿Han resucitado? Traitering sonrióse débilmente:

»—¡Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño?—. Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.

»—Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano?

»—Lo he asesinado ayer, padre.

»Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!

»—¿Por qué ha hecho eso? —terminé por preguntarle—. ¿Por qué lo asesinó?

»—¡Ah, padre… padre!… —Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura—. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.

»A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente.

»(Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis).

»—¿Qué ha pasado? —le dije.

»Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.

»¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:

»—Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba, recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo, resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho.

»—¿Estarás contento de haber salvado la piel? —le dije al chico en dialecto krus.

»El pequeño caníbal no contestó palabra.

»—¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? —le pregunté.

»Gan continuó en silencio. Yo insistí:

»—Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena, te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente.

»Gan no abrió la boca. Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba, más simpatía experimentaba yo hacía él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces, poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ¡Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino, riéndome, también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies, rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir.

»—¿Es posible? —interrumpí asombrado.

»—¡Ah, padre! ¡Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan, corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:

»—Esta noche iremos al bosque.

»Gan movió la cabeza asintiendo.

»Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmaría, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krustown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:

»—Haz la hiena.

»Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. Sabíamos que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre: al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan, con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.

»Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel; yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque.

»Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas…».

El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:

—¿Qué hizo usted, padre?

—Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse. Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.

Los dos hombres callaron. Los niños de mister Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:

—Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia.