viernes, 23 de abril de 2021

Emil Cioran - Ese maldito yo (Selección) (1987)

Ese maldito yo
(Selección)

por Emil Cioran




La filosofía hindú persigue la liberación; la griega, a excepción de Pirrón, Epicuro y algunos inclasificables, es decepcionante: no busca más que la… verdad.

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Se ha comparado el nirvana con un espejo que no reflejaría ya ningún objeto. Es decir, con un espejo puro para siempre, para siempre deshabitado.

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El hombre es libre, salvo en lo que posee de más profundo. En la superficie, hace lo que quiere; en sus capas más oscuras, «voluntad» es un vocablo carente de sentido.

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Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos.

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«Soy un cobarde, no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz.»

Para calar a alguien, para conocerlo realmente, me basta ver cómo reacciona a estas palabras de Keats. Si no comprende inmediatamente, inútil continuar.

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«Me sorprende que un hombre tan extraordinario haya podido morir», escribí a la viuda de un filósofo. Sólo me di cuenta de la estupidez de mi carta tras haberla enviado. Mandarle otra hubiera sido arriesgarme a una segunda sandez. Tratándose de pésames, todo lo que no es cliché raya en la inconveniencia o la aberración.

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Siendo el hombre un animal enfermizo, cualquiera de sus palabras o de sus gestos equivale a un síntoma.

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No guardamos rencor a quienes hemos insultado; estamos, por el contrario, dispuestos a reconocerles todos los méritos imaginables. Desgraciadamente, esta generosidad no se halla nunca en el insultado.

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Cuando se debe tomar una decisión capital, nada hay más peligroso que consultar con los demás, dado que, salvo algunos extraviados, nadie desea sinceramente nuestro bien.

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Esta mañana, tras haber oído a un astrónomo hablar de miles de millones de soles, he renunciado a asearme: ¿para qué seguir lavándose?

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Pobre del escritor que no cultive su megalomanía, que la vea menguar sin reaccionar. Pronto se dará cuenta de que uno no se vuelve normal impunemente.

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La tiranía destruye o fortalece al individuo; la libertad lo debilita y lo convierte en un fantoche. El hombre tiene más posibilidades de salvarse a través del infierno que del paraíso.

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No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más.

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Hay algo de charlatán en todo aquel que triunfa, sea en la materia que sea.

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Las religiones, al igual que las ideologías, que han heredado sus vicios, no son en el fondo más que cruzadas contra el humor.

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Tras tantos años, tras toda una vida, volví a verla. «¿Por qué lloras?», le pregunté de entrada. «No lloro», me respondió. Y en efecto no lloraba, me sonreía, pero habiendo la edad deformado sus rasgos la alegría no podía ya acceder a su rostro, en el que se hubiera podido leer: «Quien no muera joven, se arrepentirá tarde o temprano».

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Quien vive demasiado malogra su… biografía. En resumidas cuentas, sólo pueden considerarse plenamente realizados los destinos rotos.

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Innegable ventaja de los agonizantes: poder proferir trivialidades sin comprometerse.

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El patrimonio que más nos pertenece: las horas en que no hemos hecho nada… Son ellas las que nos forman, las que nos individualizan, las que nos vuelven desemejantes.

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«La vejez es la cosa más inesperada de todas las que le suceden al hombre», escribe Trotsky unos años antes de morir. Si de joven hubiera tenido la intuición exacta, visceral, de esa verdad, ¡qué lamentable revolucionario hubiera sido!

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Sigo aún extrañándome de ver hasta qué punto los sentimientos viles son sentimientos vivos, normales, inatacables. Cuando los experimentamos nos sentimos revigorizados, reintegrados en la comunidad, al mismo nivel que nuestros semejantes.

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Un silencio abrupto en medio de una conversación nos hace volver de repente a lo esencial: nos revela el precio que debemos pagar por la invención de la palabra.

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«Si se me pidiera que clasificara las miserias humanas», escribe el joven Tocqueville, «lo haría por este orden: la enfermedad, la muerte, la duda.»

La duda como calamidad: semejante opinión yo nunca hubiera podido sostenerla, pero la comprendo como si la hubiera concebido —en otra vida.

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En cuanto salgo a la calle, pienso: «¡Qué perfección en la parodia del Infierno!».

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Existe un placer innegable en saber que lo que se hace no posee ninguna base real, que da lo mismo realizar un acto que no realizarlo. Sin embargo, en nuestros gestos cotidianos contemporizamos con la Vacuidad, es decir, alternativamente y a veces al mismo tiempo, consideramos este mundo como real e irreal. Mezclamos verdades puras con verdades sórdidas, y esa amalgama, vergüenza del pensador, es la revancha del ser normal.

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No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo.

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Imposible asistir más de un cuarto de hora sin impaciencia a la desesperación de alguien.

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Fuera de la música, todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados.

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Podemos estar orgullosos de lo que hemos hecho, pero deberíamos estarlo mucho más de lo que no hemos hecho. Ese orgullo está por inventar.

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A medida que perdemos la memoria los elogios que se nos han prodigado se borran, contrariamente a los reproches. Y ello es justo: los primeros raramente se merecen, mientras que los segundos nos revelan aspectos de nosotros mismos que ignorábamos.

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Lo esencial surge con frecuencia al final de las conversaciones. Las grandes verdades se dicen en los vestíbulos.

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Nuestra misión es realizar la mentira que encarnamos, lograr no ser más que una ilusión agotada.

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El orgasmo es un paroxismo; la desesperación, otro. El primero dura un instante; el segundo una vida.

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Tener solamente el gusto por el pensamiento indefinido que no llega a la palabra y por el pensamiento instantáneo que vive sólo gracias a ella. La divagación y la boutade.

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«El hecho de que hayas llegado a la edad que tienes, prueba que la vida posee un sentido», me dijo un amigo tras más de treinta años de separación. Con frecuencia recuerdo esta frase y me impresiona todavía, a pesar de haber sido pronunciada por alguien que siempre le ha encontrado un sentido a todo.

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Pienso en C., para quien beber café era la única razón de existir. Un día que le hablaba de los méritos del budismo, me respondió: «El Nirvana, de acuerdo, pero con café».

Todos tenemos alguna manía que nos impide aceptar incondicionalmente la dicha suprema.

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Si la amistad es interesante es porque resulta, casi tanto como el amor, una fuente inagotable de desengaños y de rabias, y por ello de sorpresas fecundas de las que no sería razonable desear abstenerse.

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El método más eficaz de hacerse amigos fieles es felicitarles por sus fracasos.

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Si la Hora de la Decepción sonara al mismo tiempo para todos, asistiríamos a una versión totalmente nueva o del paraíso o del infierno.

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Cuando creemos haber alcanzado cierto grado de renuncia, consideramos farsantes a todos los atareados, incluidos los fundadores de religiones. Pero la renuncia, ¿no participa también de la farsa? Si los actos son mascaradas, su rechazo lo es igualmente: noble mascarada, sin embargo.

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Puesto que nuestros defectos no son meros accidentes de superficie, sino el fondo mismo de nuestra naturaleza, no podemos corregirlos sin deformarla a ella, sin pervertirla aún más.

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Nada queda más rápidamente anticuado que la revuelta, es decir, nuestra reacción más viva.

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El desaliento, siempre al servicio del conocimiento, nos revela el otro lado, la sombra interior, de los seres y de las cosas. De ahí la sensación de infalibilidad que proporciona.

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Lo serio no es precisamente un atributo de la existencia; lo trágico sí, por implicar una idea de aventura, de desastre gratuito, mientras que lo serio, por el contrario, postula un objetivo. Ahora bien, la gran originalidad de la existencia reside en no poseer ninguno.

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Si obedeciera a mis primeros impulsos, me pasaría los días escribiendo cartas de injurias y de despedida.

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Me resulta imposible saber si me tomo en serio o no. El drama del desapego es que no se pueden medir los progresos que se hacen. Se avanza en un desierto y no se sabe nunca dónde se está.

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Muy injustamente, se otorga al tedio un estatuto menor que a la angustia. En realidad es más virulento que ella, pero le repelen las demostraciones que tanto le gustan a aquélla. Más modesto y sin embargo más devastador, puede surgir en cualquier momento, mientras que la angustia, distante, se reserva para las grandes ocasiones.

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Si un gobierno decretara en pleno verano que las vacaciones son prolongadas indefinidamente y que, so pena de muerte, nadie debe abandonar el paraíso en que se encuentra, se producirían suicidios en masa y masacres sin precedentes.

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La música sólo existe mientras dura la audición, como Dios mientras dura el éxtasis.

El arte supremo y el ser supremo poseen en común el hecho de depender totalmente de nosotros.

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Los desastres demasiado recientes poseen el inconveniente de impedirnos discernir sus lados positivos.

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Sólo soy feliz cuando pienso en la renuncia y me preparo a ella. El resto es desabrimiento y agitación. Renunciar no es fácil. Sin embargo, tender a ello simplemente aporta una especie de sosiego. ¿Tender? Pensar únicamente en ello basta para darnos la ilusión de ser otra persona, y esa ilusión es ya una victoria, la más halagadora, aunque también la más falaz.

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Es el sufrimiento y no el genio, únicamente el sufrimiento, lo que nos permite dejar de ser marionetas.

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Vamos de desconcierto en desconcierto. Esta consideración no implica ninguna consecuencia ni impide a nadie realizar su destino, acceder en suma al desconcierto integral.

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Bajo un cielo extremadamente desolado, dos pájaros se persiguen, indiferentes a ese fondo lúgubre… Su tan evidente alborozo es más propio para rehabilitar un viejo instinto que la literatura erótica en su conjunto.

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Llorar de admiración, —única excusa de este universo, puesto que necesita una.

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Cuanto más se ha sufrido, menos se reivindica. Protestar es una prueba de que no se ha atravesado ningún infierno.

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La música es una ilusión que compensa de todas las demás.

(Si ilusión fuese una palabra destinada a desaparecer, me pregunto qué sería de mí.)

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En lugar de observar el rostro de los transeúntes, me fijé en sus pies, y todos aquellos agitados se redujeron a pasos que se precipitaban —¿hacia qué? Y me pareció evidente que nuestra misión era rozar el polvo en busca de un misterio carente de seriedad.

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La primera cosa que me contó un amigo al que había perdido de vista desde hacía lustros: habiendo coleccionado venenos desde hacía muchos años no había logrado matarse por no saber cuál de ellos preferir…

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¿Cómo explicar que el hecho de no haber sido, que la ausencia colosal que precede al nacimiento no parezca incomodar a nadie, y que aquel a quien le perturba no le perturbe demasiado?

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Quisiera olvidarlo todo y despertarme frente a la luz anterior a los instantes.

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El hombre se halla en algún lugar entre el ser y el no-ser, entre dos ficciones.

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El otro, debemos reconocerlo, es para nosotros una especie de alucinado. Sólo le comprendemos hasta cierto punto. Luego, divaga forzosamente, puesto que incluso sus preocupaciones más legítimas nos parecen injustificadas e inexplicables.

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Ningún pensamiento más corrosivo ni más tranquilizador que el pensamiento de la muerte. Si lo rumiamos hasta el punto de no poder prescindir de él es sin duda a causa de esa doble cualidad. Qué suerte encontrar dentro de un mismo instante un veneno y un remedio, una revelación que nos mata y que nos hace vivir, un tóxico fortificante.

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Parecerse a un corredor que se detiene en plena carrera para intentar comprender qué sentido tiene correr. Meditar es un signo de sofoco.

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Todo lo que nos incomoda nos permite definirnos. Sin indisposiciones, no hay identidad. Ventura y desventura de un organismo consciente.

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Todo es saludable, salvo interrogarse constantemente sobre el sentido de nuestros actos, todo es preferible a la única cuestión que importa.

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Habiéndome ocupado hace años de Joseph de Maistre, en lugar de explicar el personaje acumulando detalles, debería haber recordado que sólo podía dormir tres horas al día como máximo. Ello basta para hacer comprender las exageraciones de un pensador, o de cualquiera. Sin embargo, olvidé señalar este hecho. Omisión tanto más imperdonable cuanto que los seres humanos se dividen en dos categorías, los que duermen y los que velan, dos especímenes de seres, diferentes para siempre, que sólo tienen en común el aspecto físico.

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Ningún instante en el que no me asombre de encontrarme precisamente en él.

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Sólo nos importa lo que no hemos realizado, lo que no podíamos realizar, de manera que de una vida no retenemos más que lo que ella no ha sido.

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Devorar biografía tras biografía para persuadirse mejor de la inutilidad de cualquier tentativa, de cualquier destino.

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A la pregunta de por qué los monjes que le seguían estaban tan radiantes, Buda respondió que ello era debido a que no pensaban ni en el pasado ni en el futuro. En efecto, nos apesadumbramos en cuanto pensamos en uno o en otro, y nos apesadumbramos totalmente en cuanto pensamos en los dos.

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Mis libros, mi obra… El carácter grotesco de esos posesivos.

Todo se pervirtió el día que la literatura dejó de ser anónima. La decadencia se remonta al primer autor.

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Leer es dejar a otros padecer por nosotros. La forma más delicada de explotación.

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En la calle, una señora de cierta edad, en el momento de adelantarme, dice sin mirarme: «Hoy no veo más que cadáveres ambulantes por todas partes». Luego, sin volverse, añade: «Estoy loca, ¿eh?». —«Menos de lo que usted cree», le repliqué con un aire cómplice.

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En la primavera de 1937, paseando por el parque del hospital psiquiátrico de Sibiu, en Transilvania, fui abordado por un «huésped». Intercambiamos algunas palabras y luego le dije: «Se está bien aquí». —«Es cierto. Merece la pena estar loco», me respondió. «Pero está usted, a pesar de todo, en una especie de prisión.» —«Si usted quiere, pero aquí se vive sin la menor preocupación. Además, la guerra se acerca, usted lo sabe tan bien como yo, y este lugar es seguro. No se nos moviliza y no se bombardea un manicomio. Si yo fuera usted, me haría internar inmediatamente.»

Turbado y maravillado, le dejé e intenté informarme sobre él. Se me aseguró que estaba realmente loco. Loco o no, nunca nadie me ha dado un consejo más razonable.

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La duda se insinúa por todas partes, con una gran excepción sin embargo: no existe música escéptica.

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El último poeta importante de Roma, Juvenal, y el último escritor notable de Grecia, Luciano, se dedicaron a la ironía. Dos literaturas que acabaron en ella. Como todo, literatura o no, debería acabar.

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Comprende uno incomparablemente muchas más cosas aburriéndose que trabajando, siendo como es el esfuerzo el enemigo mortal de la meditación.

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Encontrar en nosotros mismos todos los bajos instintos que hacen sonrojarse. Si son tan enérgicos en alguien que para quitárselos de encima se ensaña contra ellos, cuánto más virulentos deben ser en quienes, careciendo de un mínimo de lucidez, no lograrán nunca vigilarse y menos aún detestarse.

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La ironía, esa impertinencia matizada, ligeramente amarga, es el arte de saber detenerse a tiempo. La mínima profundización la aniquila. Si tenéis tendencia a insistir, corréis el riesgo de hundiros con ella.

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Puesto que no se recuerdan más que las humillaciones y las derrotas, ¿para qué habrá servido el resto?

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La virtud eminente de la calumnia es que hace el vacío a nuestro alrededor sin que nosotros tengamos que abrir la boca.

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Toda vida es la historia de un hundimiento. Si las biografías son tan cautivadoras, es porque los héroes, al igual que los cobardes, se fatigan innovando en el arte de besar el suelo.

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Cuando hemos perdido las ganas de manifestarnos, nos refugiamos en la música, ese edén de los abúlicos.

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Por nuestras venas circula la sangre de los macacos. Si pensáramos en ello con frecuencia acabaríamos dimitiendo. No más teología, ni metafísica —lo cual equivale a decir no más divagaciones, ni arrogancia, ni desmesura, ni nada…

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Todos esos recuerdos que surgen sin necesidad aparente, ¿para qué nos sirven si no para revelarnos que con la edad nos volvemos exteriores a nuestra vida, que esos «acontecimientos» lejanos no tienen ya nada que ver con nosotros y que un día sucederá lo mismo con la propia vida?

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Toda victoria es más o menos una falacia. Sólo nos afecta en la superficie, mientras que las derrotas, por muy pequeñas que sean, nos hieren en lo más profundo de nuestro ser, donde procurarán no hacerse olvidar, de manera que, suceda lo que suceda, podemos contar con su compañía.

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«¿Por qué fragmentos?», me reprochaba un joven filósofo. —«Por pereza, por frivolidad, por asco, pero también por otras razones…» —Y como no encontraba ninguna, me puse a darle explicaciones prolijas que le parecieron serias y acabaron convenciéndole.

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El francés: idioma ideal para traducir delicadamente sentimientos equívocos.

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