viernes, 28 de octubre de 2022

James Denham - La canción de Lord Rendall (1943)

La canción de Lord Rendall
(1943)

por James Denham


Quería darle la sorpresa a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes, por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de concentración alemán. Ella sabía que yo estaba vivo, se le había notificado, sabía que había sido hecho prisionero y que por tanto estaba vivo, que regresaría. Debía de esperar a diario el aviso de mi llegada. Le daría una sorpresa, no un susto, y valía la pena. Llamaría a la puerta, ella abriría secándose las manos en el delantal y allí estaría yo, vestido por fin de paisano, con no muy buen aspecto y más flaco, pero sonriente y deseando abrazarla, besarla. La cogería en brazos, le arrancaría el delantal, ella lloraría con la cara hundida en mi hombro. Yo notaría cómo sus lágrimas me humedecían la tela de la chaqueta, una humedad tan distinta de la de la celda de castigo con sus goteras, de la de la lluvia monótona cayendo sobre los cascos durante las marchas y en las trincheras.

Desde que tomé la decisión de no avisarla disfruté tanto anticipando la escena de mi llegada que cuando me encontré ante la casa me dio pena poner término a aquella dulce espera. Fue por eso por lo que me acerqué sigilosamente por la parte de atrás, para tratar de escuchar algún ruido o ver algo desde fuera. Quería acostumbrarme de nuevo a los sonidos habituales, a los más familiares, a los que había echado dolorosamente de menos cuando era imposible oírlos: el ruido de los cacharros en la cocina, el chirrido de la puerta del baño, los pasos de Janet. Y la voz del niño. El niño acababa de cumplir un mes cuando yo me había ido, y entonces sólo tenía voz para llorar y gritar. Ahora, con cuatro años, tendría una voz verdadera, una forma de hablar propia, tal vez parecida a la de su madre, con quien habría estado tanto tiempo. Se llamaba Martin.

No sabía si estaban en casa. Me llegué hasta la puerta de atrás y contuve el aliento, ávido de sonidos. Fue el llanto del niño lo primero que oí, y me extrañó. Era el llanto de un niño pequeño, tan pequeño como era Martin cuando yo partí para el frente. ¿Cómo era posible? Me pregunté si me habría equivocado de casa, también si Janet y el niño se podrían haber mudado sin que yo lo supiera y ahora vivía allí otra familia. El llanto del niño se oía lejano, como si viniera de nuestro dormitorio. Me atreví a mirar. Allí estaba la cocina, vacía, sin personas y sin comida. Estaba anocheciendo, era hora de que Janet se preparara algo de cena, quizá iba a hacerlo en cuanto el niño se apaciguara. Pero no pude esperar, y bordeé la casa para intentar ver algo por la parte delantera. La ventana de mi derecha era la del salón; la de mi izquierda, al otro lado de la puerta principal, la de nuestra alcoba. Rodeé la casa por la derecha, pegado a los muros y semiagachado para no ser visto. Luego me fui incorporando lentamente hasta que con mi ojo izquierdo vi el interior del salón. Estaba también vacío, la ventana estaba cerrada, y seguía oyendo el llanto del niño, del niño que ya no podía ser Martin. Janet debía de estar en el dormitorio, calmando a aquel niño, quienquiera que fuese y si ella era ella. Iba ya a desplazarme hacia la ventana de la izquierda cuando se abrió la puerta del salón y vi aparecer a Janet. Sí, era ella, no me había equivocado de casa ni se habían mudado sin mi conocimiento. Llevaba puesto un delantal, como había previsto. Llevaba siempre puesto el delantal, decía que quitárselo era una pérdida de tiempo porque siempre, decía, había que volver a ponérselo por algo. Estaba muy guapa, no había cambiado. Pero todo esto lo vi y lo pensé en un par de segundos, porque detrás de ella, inmediatamente, entró también un hombre. Era muy alto, y desde mi perspectiva la cabeza le quedaba cortada por la parte superior del marco de la ventana. Estaba en mangas de camisa, aunque con corbata, como si hubiera vuelto del trabajo hacía poco y sólo le hubiera dado tiempo a despojarse de la chaqueta. Parecía estar en su casa. Al entrar había caminado detrás de Janet como caminan los maridos por sus casas detrás de sus mujeres. Si yo me agachaba más no podría ver nada, así que decidí esperar a que se sentara para verle la cara. Él me dio la espalda durante unos segundos y vi muy cerca la espalda de su camisa blanca, las manos en los bolsillos. Cuando se retiró de la ventana, dejó entrar en mi campo visual a Janet de nuevo. No se hablaban. Parecían enfadados, con uno de esos momentáneos silencios tensos que siguen a una discusión entre marido y mujer. Entonces Janet se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Era raro que llevara medias transparentes y zapatos de tacón alto con el delantal puesto. Se echó las manos a la cara y se puso a llorar. Él, entonces, se agachó a su lado, pero no para consolarla, sino que se limitó a observarla en su llanto. Y fue entonces, al agacharse, cuando le vi la cara. Su cara era mi cara. El hombre que estaba allí, en mangas de camisa, era exactamente igual que yo. No es que hubiera un gran parecido, es que las facciones eran idénticas, eran las mías, como si me viera en un espejo, o, mejor dicho, como si me estuviera viendo en una de aquellas películas familiares que habíamos rodado al poco de nacer Martin. El padre de Janet nos había regalado una cámara, para que tuviéramos imágenes de nuestro niño cuando ya no fuera niño. El padre de Janet tenía dinero antes de la guerra, y yo confiaba en que Janet, pese a las estrecheces, hubiera podido filmar algo de aquellos años de Martin que yo me había perdido. Pensé si quizá no estaba viendo eso, una película. Si quizá no había llegado justo en el momento en que Janet, nostálgica, estaba proyectando en el salón una vieja escena de antes de mi partida. Pero no era así, porque lo que yo veía estaba en color, no en blanco y negro, y además, nunca había habido nadie que nos filmara a ella y a mí desde aquella ventana, pues lo que veía lo veía desde el ángulo que yo ocupaba en aquel momento. El hombre que estaba allí era real, de haber roto el cristal podría haberlo tocado. Y allí estaba, agachado, con mis mismos ojos, y mi misma nariz, y mis mismos labios, y el pelo rubio y rizado, y hasta tenía la pequeña cicatriz al final de la ceja izquierda, una pedrada de mi primo Derek en la infancia. Me toqué la pequeña cicatriz. Ya era de noche.

Ahora estaba hablando, pero el cristal cerrado no permitía oír las palabras, y el llanto de Martin había cesado desde que habían entrado en la habitación. Era Janet quien sollozaba ahora, y el hombre que era igual que yo le decía cosas, agachado, a su altura, pero por su expresión se veía que tampoco las palabras eran de consuelo, sino quizá de burla, o de recriminación. La cabeza me daba vueltas, pero aun así pensé, dos, tres ideas, a cual más absurda. Pensé que ella había encontrado a un hombre idéntico a mí para suplantarme durante mi larga ausencia. También pensé que se había producido una incomprensible alteración o cancelación del tiempo, que aquellos cuatro años habían sido en verdad olvidados, borrados, como yo deseaba ahora para la reanudación de mi vida con Janet y el niño. Los años de guerra y prisión no habían existido, y yo, Tom Booth, no había ido a la guerra ni había sido hecho prisionero, y por eso estaba allí, como cualquier día, discutiendo con Janet a la vuelta del trabajo. Había pasado con ella aquellos cuatro años. Yo, Tom Booth, no había sido llamado a filas y había permanecido en casa. Pero entonces, ¿quién era yo, el que miraba por la ventana, el que había caminado hasta aquella casa, el que acababa de regresar de un campo de concentración alemán? ¿A quién pertenecían tantos recuerdos? ¿Quién había combatido? Y pensé también otra cosa: que la emoción de la llegada me estaba haciendo ver una escena del pasado, alguna escena anterior a mi marcha, quizá la última, algo que había olvidado y que ahora venía a mí con la fuerza de la recuperación. Quizá Janet había llorado el último día, porque me marchaba y podían matarme, y yo me lo había tomado a broma. Eso podía explicar el llanto del niño, Martin, aún bebé. Pero lo cierto es que todo aquello no era una alucinación, no lo imaginaba ni lo rememoraba, sino que lo veía. Y además, Janet no había llorado antes de mi partida. Era una mujer con mucha entereza, no dejó de sonreír hasta el último instante, no dejó de comportarse con naturalidad, como si yo no fuera a marcharme, sabía que lo contrario me lo habría hecho todo más difícil. Iba a llorar hoy, pero sobre mi hombro, al abrirme la puerta, mojándome la chaqueta.

No, no estaba viendo nada del pasado, nada que hubiera olvidado. Y de ello tuve absoluta certeza cuando vi que el hombre, el marido, el hombre que era yo, Tom, se ponía de pronto en pie y agarraba del cuello a Janet, a su mujer, mi mujer, sentada en el sofá. La agarró del cuello con ambas manos y supe que empezó a apretar, aunque lo que yo veía era la espalda de Tom de nuevo, mi espalda, la enorme camisa blanca que tapaba a Janet, sentada en el sofá. De ella sólo veía los brazos extendidos, los brazos que daban manotazos al aire y luego se ocultaban tras la camisa, quizá en un desesperado intento por abrir mis manos que no eran mías; y luego, al cabo de unos segundos, los brazos de Janet volvieron a aparecer, a ambos lados de la camisa que yo veía de espaldas, pero ahora para caer inertes. Oí de nuevo el llanto del niño, que atravesaba los cristales de las ventanas cerradas. El hombre salió entonces del salón, por la izquierda, seguramente iba a nuestro dormitorio, donde estaba el niño. Y al apartarse vi a Janet muerta, estrangulada. Se le habían subido las faldas en el forcejeo, había perdido uno de los zapatos de tacón alto. Le vi las ligas en las que no había querido pensar durante aquellos cuatro años.

Estaba paralizado, pero aun así pensé: el hombre que es yo, el hombre que no se ha movido de Chesham durante todo este tiempo va a matar también a Martin, o al niño nuevo, si es que Janet y yo hemos tenido otro niño durante mi ausencia. Tengo que romper el cristal y entrar y matar al hombre antes de que él mate a Martin o a su propio hijo recién nacido. Tengo que impedirlo. Tengo que matarme ahora mismo. Sin embargo, yo estoy de este lado del cristal, y el peligro seguiría dentro.

Mientras pensaba todo esto el llanto del niño se interrumpió, y se interrumpió de golpe. No hubo los lloriqueos propios de la paulatina calma, del progresivo sosiego que va llegando a los niños cuando se los coge en brazos, o se los mece, o se les canta. Antes de mi partida yo le cantaba a Martin la canción de Lord Rendall, y a veces conseguía que se apaciguara y dejara de llorar, pero lo conseguía muy lentamente, cantándosela una y otra vez. Sollozaba, cada vez más débilmente, hasta quedarse dormido. Ahora aquel niño, en cambio, se había callado de repente, sin transición alguna. Y sin darme cuenta, en medio del silencio, empecé a cantar la canción de Lord Rendall junto a la ventana, la que solía cantarle a Martin y comienza diciendo: «¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío?», sólo que yo le decía: «¿Dónde has estado todo el día, Martin, hijo mío?». Y entonces, al empezar a cantarla junto a la ventana, oí la voz del hombre que, desde nuestra alcoba, se unía a la mía para cantar el segundo verso: «¿Dónde has estado todo el día, mi precioso Tom?». Pero el niño, mi niño Martin o su niño que también se llamaba Tom, ya no lloraba. Y cuando el hombre y yo acabamos de cantar la canción de Lord Rendall, no pude evitar preguntarme cuál de los dos tendría que ir a la horca.

jueves, 27 de octubre de 2022

Shane Leslie - Celos (1924)

Celos
(1924)

por Shane Leslie




Dentro de la categoría del pecado, los Celos son el peor y más terrible. Tal vez no sean el más imperdonable, pero son, sin lugar a dudas, el que menos perdona. Los Celos escapan a toda definición o análisis. En la Locura hay un método, en el Amor un refinamiento, pero los Celos no saben ni lo que es trazar un plan, ni cómo ceder a tiempo. Son un torrente embravecido de recelos y de erróneas interpretaciones que nunca espera el momento propicio ni respeta cauce alguno. Son la pasión más arrolladora que conoce el ser humano, pues carece de gradaciones, preludio y convalecencia. Surgen armados de pies a cabeza, hechos y derechos, del cerebro del celoso, y no dan tregua ni a quien los incuba, ni tampoco, a ser posible, a su víctima. Tanto en el hombre como en la mujer conspiran para perpetrar actos tan locos como criminales, que sólo pueden serles perdonados, y no siempre, a aquellos que actúan cegados por la pasión amorosa.

Los Celos suponen la perversión del Amor. Son al Amor lo que las Manzanas de Sodoma a la olorosa flor de azahar. Más aún diría, lo que el Ateísmo a la Fe, o la Depravación a la Santidad. Y, sin embargo, está demostrado que todos los grandes amantes han de bordear antes o después la sima de los Celos, como todos los grandes místicos, para alcanzar el divino éxtasis, han de asomarse a ese escalofriante abismo que puede ser descrito como el Tiempo sin Dios —es decir, el Infierno— pues el Cielo es Dios sin Tiempo.

Los Celos son aún más crueles que el Amor, por más que el Amor ya lo sea, a todas luces, bastante. El Amor destruye con más frecuencia al amante que al amado, pero los Celos no buscan más que la destrucción de sus víctimas. Los Celos son la elefantiasis del sentimiento, ¡el Amor transmutado en lepra! ¡Imaginad al divino y sonrosado Eros convertido de pronto en un leproso de piel blanca como la nieve! ¡Imaginad sus irisadas alas, antes tan flexibles, costrosas y resquebrajadas como los discos de un hongo podrido! ¡Figuraos sus menudos y delicados miembros tumefactos y llenos de pústulas, y su divino rostro sembrado de ampollas y de arrugas, y sus orejas de madreperla cuarteadas y desportilladas, y su boca abriéndose como una vieja herida en vez de como un fresco capullo de rosa! ¡Imaginad sus ojos descomponiéndose con mirada torva en sus cavidades, y, aun así, no tendréis una idea cabal de lo que son los Celos, ese azote de la humanidad y, por lo visto, también de los dioses, pues está escrito que en sus filas se cuenta más de un celoso!

John Goldenough era celoso, pero de una respetabilidad a toda prueba. Era el enérgico y responsable director de la firma Goldenough Hermanos, los famosos fabricantes de sanitarios, cuyos ingenios habían acompañado a la bandera y saneado los más remotos y tropicales países para sus conquistadores.

Los sanitarios Goldenough habían ganado medallas en todas las exposiciones, desde la Gran Exposición de 1851, en la que un diploma firmado por el Príncipe Consorte le había sido concedido al director de la empresa. Productos en miniatura de la firma ornaban la famosísima Casa de Muñecas, minuciosamente construida por artesanos y artistas de todo el imperio británico, y hacían las delicias de los miembros de la realeza, tanto chicos como grandes, por el realismo de su funcionamiento. John Goldenough padre se jactaba de que el sol no se ponía nunca en los dominios de los sanitarios Goldenough. Pero, al margen de todo esto, John Goldenough era un hombre celosísimo.

Para empezar, era celoso en los negocios. No era sólo en el ámbito doméstico donde cultivaba este cáncer. En los demás aspectos de la vida carecía por completo de imaginación. Con una sólida posición económica, se había consagrado en alma y cuerpo al bienestar de su familia y al suyo propio. No había cumplido aún cuarenta años y ya era director de Goldenough Hermanos. Pitt fue Primer Ministro a los veinticinco. John Goldenough era la flor de la burguesía británica, y hubiérase dicho que la perfecta encarnación de la Conciencia No Conformista. Ni la Banca ni la Iglesia tenían cargo alguno contra él, pero en los arcanos de su corazón sí es posible que intuyese algo acusatorio contra sí mismo. Era un hombre celoso, eso era todo. Pero la sociedad humana entendía y agradecía sus celos, pues si bien constreñían notablemente su horizonte mental, le hacían sin embargo conducirse en los negocios con una honestidad sin tacha. Era celoso hasta el último cuarto de penique, tanto en la contabilidad de su firma como en la suya propia.

Pero también se mostraba celoso de los afectos familiares, aunque al mundo tal cosa le pareciese un rasgo muy digno de encomio, por no decir que casi conmovedor. No toleraba verse suplantado ni por un momento en su círculo doméstico por cualquier otro miembro de su propia familia. De hecho, en su historial había una página algo turbia que sólo su memoria subconsciente alcanzaba a ver reflejada en el oscuro espejo del pasado. Como primogénito, su madre le había mostrado tal adoración que sus nervios, si en algún momento llegaba a faltarles el calor de aquel sol de su hiperposesión materna, se resentían terriblemente. En cuanto que no se ocupaba de él o no lo estaba jaleando, se sentía enfermo. No sólo esperaba y exigía su atención, sino también la inmediata satisfacción de sus continuos y más necios caprichos. Cuando nació el segundo hijo fue presa de un furibundo ataque de celos.

Durante los largos meses prenatales, su madre se había mostrado cada vez menos entregada a él, hasta que, finalmente, él fue consciente de la inminente llegada de un rival. Lleno de zozobra, sentía que toda la adoración materna se desviaba lentamente hacia otra parte, y cuando por fin llegó el hermanito se dio cuenta de que iba a quedar relegado a un segundo plano. Los celos corrieron entonces como un veneno secreto por todas sus venas y tejidos, aunque era todavía demasiado joven para saber o comprender lo que sentía y el porqué. Posiblemente no era mucho más responsable de sus celos que de tener el sarampión. Pero, fuera como fuese, esperó su oportunidad, tal vez un tanto inconscientemente, pero callado y sin desmayar. Veía cómo tranquilizaban, fajaban, mimaban y bautizaban a su hermanito. Y sentía que era más de lo que podía soportar. Fue pasando el tiempo y el hermanito empezó a ocupar cada vez más terreno, tanto en el cuarto de los niños como en el afecto materno. Cuando cumplió seis meses el benjamín pasó también por las noches al cuarto de los niños. Una niñera dormía entre los dos hermanos mientras una mariposa de luz flotaba en una palangana de agua en medio de la habitación. Una noche, John se levantó y se encontró dando vueltas por la habitación presa del pánico. Una pesadilla se cebaba en él. Creía que el pequeño lo atenazaba hasta asfixiarlo. Una mezcla de celos, miedo y espíritu de autoconservación encendió aún más los colores del variopinto espectro de su odio. En un violento esfuerzo por liberarse de aquella obsesiva amenaza sacó a la mariposa de luz de su acuática jaula y la lanzó sobre el pequeño edredón de plumas que apenas se movía. Una ligera llama parpadeó en el aire, pero John ya se había metido de nuevo en su cama sin hacer ruido antes de que el pequeño empezase a llorar, y cuando la niñera se despertó ya era demasiado tarde para sofocar las llamas. En vano se dio la alarma. Cuando los sirvientes sofocaron el fuego el pequeño había muerto chamuscado y asfixiado, en parte por el humo y en parte por la energía desplegada en apagar los últimos rescoldos. Un grito desgarrador se dejó oír en toda la casa, el grito de duelo de Raquel, ese grito que, desde el comienzo del mundo, nada ni nadie podrá nunca hacer callar, el inconsolable grito de una madre llorando la muerte de su hijo.

John no tenía más que seis años en el momento de la tragedia, pero a partir de entonces toda su inquietud se desvaneció. Las pesadillas dejaron de turbar su sueño y reanudó el curso de su vida anterior como un niño normal y bien educado. Llevada de la necesidad, su madre renovó y redobló el cariño de antaño por su único hijo. Los años empezaron a pasar sin que ya nada perturbara o ensombreciese sus vidas. La hermosa y patética madre idealizó a su hijo e hizo de él un ídolo. Él la correspondía con una adoración que, en parte, no era más que el reflejo de la adoración que sentía por sí mismo. Ya no había rival. Ni él tenía ningún hermano, ni ella ningún amante, y a los dos el otro les parecía perfecto. Ella nunca se atrevió a casarse con ninguno de los muchos y nada desdeñables pretendientes que aparecieron en escena tras la muerte de su marido. Los celos de John fueron siempre motivo más que suficiente para disuadirla de tal cosa. Él dormía siempre a su lado y ella no quería ni pensar por un momento en los días y noches en que finalmente habría de relegarle al piso de arriba. Le gustaba estar junto a él por si se daba vueltas o gritaba en la oscuridad. Y no contenta con ser su niñera nocturna, se convirtió en su institutriz y nunca quiso que nadie le enseñara nada más que ella. Sus vidas llegaron a estar más íntimamente compenetradas de lo que lo habían estado antes del nacimiento de John. Habían sido un mismo cuerpo. Ahora eran la misma alma y la misma mente y él era el elemento dominante. Parecía como si el hecho de haber tenido un hermano pequeño hubiera sido completamente olvidado.

El aserto de que una madre nunca puede olvidar al hijo al que ha dado la vida se vio confirmado también en este caso, pero ella siempre vio a sus dos hijos en el superviviente. Sin la más remota sospecha del lejano crimen, amaba a la vez a la víctima y al verdugo con un único y perdurable amor. La plasticidad propia de la adolescencia borró toda huella de su memoria. Nunca fue consciente de aquel horrible acto de piromanía infantil. Pero en los estratos más profundos de su naturaleza yacía aún, petrificada, la memoria de aquel hecho, como uno de esos fósiles enterrados mediante los cuales la madre tierra recuerda a los monstruos de su pasado. Y junto a aquel recuerdo silencioso, bajo la cambiante superficie del fluir de la vida diaria, yacía también el funesto dragón de los celos, pero este último nada fósil. Aunque ningún estímulo o provocación lo hicieron despertar de su sueño, allí estaba siempre acechando. Y allí había estado durante todo el tiempo que el señorito John había sido colegial, y brillante por cierto. Ganó demasiados premios y saboreó demasiados éxitos como para sentir la más mínima envidia o aversión por ninguno de sus compañeros de colegio. Luego estudió un curso en la Universidad, también con notable aprovechamiento, y al llegar a la mayoría de edad se puso al frente del negocio paterno. Era un fabricante nato de sanitarios, un verdadero maestro del gremio, y de hecho se reveló como el Superfabricante de sanitarios del imperio. Las bañeras, cañerías, lavabos, grifos, pilas y baños de ducha eran su mundo. Aplicó no sólo su inteligencia, sino lo que es más, su genio, a la solución de los problemas del Saneamiento Imperial. Recibió una condecoración de la India y el testimonio de gratitud de un Primer Ministro australiano. Y prolongó las vidas de los miembros de la Familia Real más que todas las plegarias del libro de rezos dichas en su nombre.

La respetabilidad ya no exigía más que una cosa más. Tenía que casarse. Su madre siempre había temido el día en que otra pasara a ocupar su puesto. Se había mantenido libre para él. Pero que él se mantuviera eternamente libre para ella era más de lo que podía esperar. Había sido su niñera, institutriz, compañera de juegos, hermana y madre, y, sin duda, de haber vivido en el Egipto de los Ptolomeo habría estado dispuesta a sacrificarse aún un poco más. Pero, afortunadamente, la Conciencia No Conformista se pronuncia en estos casos de un modo bastante más sano. Así que cuando John Goldenough se casó con la hija del contable jefe de su propia empresa, ella pudo darse por satisfecha con que la dejaran quedarse como ama de llaves de la pareja.

La mujer de John Goldenough era más que bonita. Hija de un empleado al servicio de los Goldenough que había ido escalando puestos con los años, carente de pretensiones por su linaje y su educación, agradeció el honor social que le hacían y se dispuso en cuerpo y alma a unir su personalidad y su futuro a los del Señor de los Sanitarios, el cual se había enamorado tanto o más del amor que ella le manifestaba como de su bella carita. Inconscientemente, transfirió a su esposa todos los poderes, largo tiempo acumulados, de sus dormidos celos con los que de niño había investido a su madre. Ella, mujer de pocas luces, confundió los síntomas de los celos con los de un exceso de amor. La madre fue quedando poco a poco relegada a un segundo plano, más bajo si cabe que el de la servidumbre. Nunca emitió una queja cuando su hijo le quitaba sus sortijas para dárselas a la amada. No era robo en sentido estricto, pues se las sacaba de los dedos mientras ella estaba sentada con mirada triste, absorta en hondas cavilaciones. Se daba perfecta cuenta de que él estaba cambiando la piel de su antiguo amor por la del nuevo, y sentía en su carne las punzadas del sacrificio cuando, a la noche siguiente, veía refulgir sus gemas en los dedos de la esposa. Comprendió que había sido reemplazada de un modo absoluto y para siempre. Y entonces empezó a lamentar no haberse atrevido a tener más hijos por el terror que siempre le habían inspirado los extraños celos de su hijo. Pero eso sí, se había dado el gusto de malcriarlo. En cierto sentido, y si eso podía servirle de consuelo, lo que estaba traspasándole a otra era una mercancía en mal estado.

El amor de John Goldenough por su mujer abandonó pronto el sendero de la pasión para entrar en el de los celos, su inclinación más fundamental y obsesiva. Los celos son la salsa más deliciosa que pueda degustar el paladar de la mujer enamorada de aquel que ejerce los celos en su nombre. Pero cuando su amor ha degenerado en tedio y sólo un resto de convención marca ya el lugar donde antaño creció el árbol encantado de la pasión, los celos florecen como yedra ponzoñosa que va recubriendo el tronco seco. Durante los diez primeros años de su matrimonio, John Goldenough había prohibido a su esposa que le diera hijos, en parte por un instinto de economía, en parte —aunque esto último nunca lo admitió— porque deseaba que el amor de su esposa siguiera concentrándose exclusivamente en él.

Hijo único él mismo, sus planes eran tener también un único hijo hacia el final de su vida conyugal, y le parecía perfectamente adecuado y correcto establecer en lo referente a su prole tan estricta limitación. Le gustaba que tanto sentimental como materialmente ella dependiera de él. Y pensaba que tal dependencia podría sólo prolongarse mientras ella no tuviera ningún hijo. Que su esposa pudiera coquetear con algún admirador era algo que apenas se le había pasado por la cabeza. Pero, en cualquier caso, no toleraba que otros hombres se sentaran junto a ella a la mesa, e incluso aquellos que mostraban la más exquisita cortesía y la más extrema parquedad en los cumplidos que dedicaban a su mujer, se veían arrojados a la calle con cajas destempladas. Al final, ni sus propios amigos ni los de ella se tomaban la molestia de visitarlos, considerándose ya bastante afortunados si él se mostraba tan sólo un poco nervioso y no excesivamente impertinente con cualquier pretexto. En distintos momentos se sintió celoso tanto de la madre como de la doncella de su esposa, y ésta se vio obligada a deshacerse de ambas. Si su amor se había convertido en puros y simples celos, el de ella se había trocado en miedo.

Desesperando de encontrar algún ancla para aquella ansia que aún sentía de amar algo o a alguien, dejó que una criatura cobrara vida y fuera tomando forma en sus entrañas. Pasó algún tiempo antes de que informara a su marido de lo que se avecinaba. Cuando él tomó conciencia del hecho, toda su rareza afloró a la superficie. Aunque seguía rondando a su alrededor sigiloso como un halcón en un corral de gallinas, no dio mayores muestras de afecto o cariño hacia ella. Su mirada parecía traspasarla y perderse en el inquietante futuro. Por interesante que pudiese ser su estado, había dejado de sentir todo interés por su persona. Su mente y su alma estaban concentradas en el hijo que iba a llegar, de quien rápidamente sintió unos celos tales que excluían incluso a la pobre madre que aún lo llevaba en su seno. El instinto de posesión paterna se reveló más fuerte que cualquier sentimiento de orgullo marital. Como padre del niño que estaba en camino, demandaba comprensión y alabanzas, y finalmente se metió en la cama esperando recibir visitas, obsequios y, llegado el momento, felicitaciones.

A John Goldenough sus pensamientos le llevaban muy lejos. La ocasión era, sin duda, de una solemnidad poco frecuente. Era posible que un futuro director de Goldenough Hermanos descendiese en breve a la tierra. Si el hijo era un varón, ¡qué panorama se abría ante el que había de ser su heredero y sucesor! En los círculos políticos ya se había considerado seriamente la posibilidad de dar carta de nobleza a los Sanitarios, y si los Sanitarios, como la Cerveza, los Astilleros y las Tachuelas habían de tener su título nobiliario, ¿acaso había alguien más idóneo que John Goldenough? Para el hombre de la calle, la era de los sanitarios guardaba una perfecta sincronía con el ascenso y prestigio de la gran firma. Y cada vez que el nombre de John Goldenough era mencionado, el pulso de todo fabricante de sanitarios del imperio latía con más fuerza. Era un heredero de su futuro título nobiliario lo que veía en su imaginación. Por más que se lo ponderaba, no conseguía hacer ver a su mujer el cuidado, la reflexión y el aislamiento que debían rodearla ante un acontecimiento de semejante importancia. Aburrida y apática, ella esperaba esos días, esas semanas de lasitud y melancolía que son el preludio de la maternidad. La obligó a instalarse en una habitación al final de un pasillo donde él sentó sus reales, dedicándose a interceptar los regalos que le enviaban o a los amigos que iban a verla y a robarle al médico más tiempo de sus visitas que la paciente misma. Se sentía investido de una nueva importancia y exigía en casa la misma reverencia que recibía en el mundo de los sanitarios. Cualquier atención que ella recibiese se la tomaba como una ofensa a su persona, pues, en un retorcido proceso mental, deseaba ser el destinatario de todas ellas. El hijo era suyo y sentía cómo un incontenible instinto de posesión bullía bajo aquel sentimiento de pomposo orgullo. Ansiaba la rápida disolución de la pareja, que llegara finalmente el momento en que pudiera coger al hijo en sus brazos y mostrarle al mundo que era suyo y sólo suyo.

La ocasión se presentó inesperadamente, pues ni el médico ni la enfermera se hallaban en casa cuando los prematuros gemidos de su esposa sacaron a John Goldenough de su sueño. Se levantó y corrió a la habitación en la que estaba confinada. Tropezó dos veces y tardó unos momentos en encender la luz. Y se quedó horrorizado al ver que era ya tarde. ¡El niño había nacido! Se lanzó al timbre para dar la voz de alarma y pedir asistencia médica. Pero dudó, corrió de nuevo junto a la cama y cogió al recién nacido para pasarlo a la cuna tapada con las mantitas que lo estaban esperando. Era un varón, y un feroz estallido de orgullo y satisfacción eclipsó cualquier preocupación que hubiera podido sentir por la madre, que yacía callada y jadeante, exhausta por los dolores del consumado parto. ¡Era un varón! Eso era lo importante. ¡Goldenough Hermanos se vería perpetuada por los siglos de los siglos!

Visiones de un alcance cósmico relampaguearon en su cerebro durante aquellos breves segundos. Miró al pasado, remontándose a la fundación de Goldenough Hermanos, por no decir que al comienzo del mundo, y luego miró al futuro y vio la firma majestuosamente instalada a todo lo largo y lo ancho del planeta. Allí donde no se conociera el nombre de Goldenough es que la civilización, lisa y llanamente, brillaba por su ausencia; así de sencillo. Si la imaginación hubiese sido uno de sus atributos, su mente habría visualizado la firma, con atuendo bíblico, firmando el contrato de las cañerías de Babel. Pero su orgullo social y personal era más que suficiente para que al alzar al infante en sus brazos y pasarlo a la cuna dijese entre dientes: «John, segundo Lord Goldenough». Lo tapó con las mantitas y se volvió al timbre. Con el dedo puesto ya en el interruptor dudó otro instante. Su mujer profirió entonces un gemido desgarrador. Hasta ese momento ni siquiera había reparado en que también se encontraba allí. Una vez más su cerebro se proyectó hacia el futuro iluminándolo con tintes sombríos. Vio su restablecimiento, el triunfo materno, su afán posesivo por el niño, tan íntimo y absorbente, tal vez, como la devoción que su madre había sentido por él mismo. Y los celos lo hicieron estremecer. Era su hijo y no quería que los tiernos cuidados maternos debilitaran el fuerte y perdurable vínculo que ha de existir entre padre e hijo. Miró la cuna del recién nacido. En un pasado remoto, de hechos ya enterrados y pensamientos fenecidos, recordó una cuna idéntica a aquélla. Tuvo, como en un sueño, la sensación de una existencia anterior, de sucesos clandestinos, pero muy lejanos en el tiempo. No recordaba las circunstancias, pero la visión del niño en la cuna lo llenó de un vívido y feroz deseo de desembarazarse de algo. Los celos que lo abrasaban pedían sangre. Clavó la mirada en su esposa y un destello de envidia asesina coloreó hasta la mismísima retina de sus ojos. No podía soportar que el éxito, la alegría y la satisfacción del nacimiento del niño redundasen en pro de ella. Habría querido matarla, arrojar la mariposa de luz sobre las sábanas si hubiese tenido la certeza de que éstas se habrían alzado en una llama envolvente y devoradora que la destruyera. Su dedo se cernía aún sobre el timbre sin apretarlo. No se había dado la alarma, y por su mente artera y frenética cruzó la idea de que si esperaba un rato tal vez ella muriera por propia consunción. Seguía sin recobrar el conocimiento. Tal vez no lo recobraría nunca.

Estaba de pie, inmóvil, con el interruptor del timbre entre los dedos. Ella exhaló otro profundo gemido y se revolvió impotente en el lecho, como pidiendo ayuda. Él comprendió que estaba expirando lentamente, víctima de la hemorragia. El recién nacido no lloraba y lo único que tenía que hacer era quedarse allí en vigilante espera hasta que llegara el momento oportuno y tocar entonces el timbre. Lo encontrarían junto al lecho de su esposa, luchando por salvarla, ejemplo perfecto de marido desconsolado —y torpe— que llora tan sensible pérdida. No tenía más que calcular lo que tardaría en llegar el médico, para que pareciese que se había hecho todo lo humanamente posible, pero que, pese a todo, la Mano del Señor se había alzado contra el buen hermano Goldenough, tan dichoso y tan próspero en todos los demás aspectos de la vida. En su fuero interno, iba ya dictando las notas que habrían de salir en la prensa local, en edificante panegírico de su difunta esposa y sentido pésame para sí mismo. Su dedo tembló un instante sobre el timbre. Esperó aún un poco más. Un primer estertor se había ya escapado de la desnuda garganta de la agonizante. Su maltrecho cuerpo empezó a arquearse hacia arriba y hacia abajo como un barco sin timón. Luego quedó inmóvil y pareció hundirse como un cadáver bajo las revueltas ropas de la cama. Con dedo firme, John Goldenough pulsó resueltamente el timbre eléctrico. Toda la casa se puso en pie, pero aún transcurrió media hora antes de que el médico, terriblemente nervioso, hiciera acto de presencia. Confiadamente había profetizado el parto para la semana siguiente. Pero en el interín doncellas histéricas le habían dado friegas en las manos a la embarazada para que entrase en calor y vertido coñac en su boca helada. El doctor le tomó el pulso, se volvió al recién nacido, lo cogió en brazos y empezó a examinarlo con una expresión de creciente ansiedad. John Goldenough se había retirado para dejar que la profesión médica diera la absolución a su obra.

Regresó a sus aposentos y allí esperó el primer parte. Llegaron unas enfermeras y el médico convocó a varios de sus colegas. Por lo visto, la madre se debatía entre la vida y la muerte. Transcurrió una hora.

El médico, con rostro demudado, se presentó a la puerta de John Goldenough.

—Siento tener que darle malas noticias.

John Goldenough alzó los ojos poniendo cara de resignada desesperación.

—¡Pobre esposa mía! ¡Pobre esposa mía! —exclamó, y se cubrió la cara con las manos entre fingidos sollozos.

El médico le puso la mano en el hombro y añadió:

—Me alegra poder decirle que su esposa vivirá, aunque se ha salvado por un verdadero milagro.

John Goldenough se irguió en su asiento.

—Pero ¿cuál es entonces la mala noticia? —preguntó con un hilo de voz.

—El niño ha muerto. Ha debido de nacer una hora antes de que yo llegara. Pero nadie le anudó el cordón umbilical y ha muerto desangrado. ¡Si yo hubiese podido llegar media hora antes! —y dicho esto se marchó.

lunes, 24 de octubre de 2022

Hanns Heinz Ewers - La araña (1908)

La araña
(1908)

por Hanns Heinz Ewers



Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió venir a ocupar la habitación n.º 7 del pequeño hotel Stevens, en el número 6 de la calle Alfred Stevens, en aquella misma estancia, en tres viernes consecutivos, tres personas se habían colgado del crucero de la ventana. La primera fue un viajante de comercio suizo. No se descubrió su cadáver hasta el sábado por la tarde. El médico comprobó que su muerte había ocurrido el viernes, entre las cinco y las seis de la tarde. El cuerpo estaba suspendido de un grueso gancho clavado en la parte superior del crucero. La ventana estaba cerrada. El inquilino había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana no era muy alta, las piernas se arrastraban por el parquet. El suicida debía de haber poseído unas energías notables para poner en ejecución su proyecto. Se supo, por otra parte, que estaba casado y era padre de cuatro hijos, que se ganaba con holgura el sustento, y que su carácter había sido siempre afable. No se encontró ninguna nota manuscrita que hablara de suicidio, ni testamento alguno.

El segundo caso fue más o menos idéntico. El artista Karl Krausse, contratado como equilibrista en el circo Medrano, que se hallaba muy cerca del lugar, llegó para ocupar la habitación nº 7 dos días después del primer suicidio. Al viernes siguiente, no apareció por el circo a la hora de la representación. El director envió al chico de los recados al hotel. Éste encontró al artista en su habitación, que no estaba cerrada con llave, colgado del crucero, de la misma manera que el inquilino anterior. Este nuevo suicidio quedó envuelto en el mismo misterio que el anterior: unánimemente apreciado, Krausse gozaba de buenos ingresos y, en la euforia de sus veinticinco años, se dedicaba a todos los placeres de la vida. Tampoco aquí se hallaron escritos ni declaraciones comprometedoras. Su vieja madre era la única superviviente; su hijo le enviaba escrupulosamente trescientos marcos el día uno de cada más, para subvenir a sus necesidades.

Para la señora Dubonnet, la propietaria del pequeño hotel, cuya clientela estaba compuesta principalmente por los artistas de los music-halls de Montmartre, esta segunda muerte misteriosa en la misma habitación tuvo enojosas consecuencia Una parte de sus huéspedes se marchó, y los clientes que tenían por costumbre acudir a su casa evitaron el establecimiento. Pidió ayuda al comisario de policía del IXº Arrodissement, al que conocía personalmente. Éste le prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para aclarar las causas de los dos misteriosos suicidios. No sólo inició una detallada investigación, sino que, además, puso a su disposición a un agente, que acudió a vivir a la habitación misteriosa.

El agente se llamaba Charles-Marie Chaumié. Él mismo había solicitado aquella misión de confianza. Parecía particularmente idóneo para la caza de los «espectros» de los que cotilleaba toda la calle Stevens. Antes de sus once años en el servicio, de los que se enorgullecía, había sido marino. En el transcurso de sus largas guardias nocturnas en Annam y Tonkin, aquel sargento había recibido a golpes de fusil más de una indeseable visita de piratas fluviales que se acercaban tan invisibles como fantasmas y tan silenciosamente como felinos. Así que ocupó tranquilamente la habitación el domingo por la noche, y se metió satisfecho en la cama, no sin haber hecho honor a los platos y las bebidas de la digna señora Dubonnet.

Cada mañana y cada tarde, Chaumié pasaba por el puesto de policía para redactar su informe. Los primeros días se limitó a declarar que no había notado nada de particular. El miércoles por la tarde, sin embargo, dijo que creía estar tras una pista interesante. Rogado de que aclarara sus palabras, se refugió tras la necesidad de conservar provisionalmente el silencio, porque aún no sabía con certeza si lo que creía haber descubierto tenía alguna relación con la muerte de los dos individuos. Temía, y lo demostraba en su precipitación, hacer el ridículo. El jueves demostró menos seguridad que el día anterior, pero su expresión era grave. No comunicó nada. El viernes por la mañana parecía nervioso, y pretendió que aquella ventana ejercía, en cualquier caso, una influencia extraña. Añadió que aquello no tenía relación alguna con los suicidios, y que se reirían de él si hablaba más. Aquella tarde no acudió al puesto de policía. Lo encontraron colgado del crucero, como los demás.

Esta vez también, los indicios se correspondían, en sus detalles generales, a las observaciones registradas en los precedentes: las piernas se arrastraban casi por el suelo, el cordón de la cortina había sido el instrumento de la estrangulación. La ventana estaba cerrada y la puerta no cerrada con llave; la muerte se había producido a las seis de la tarde. La boca abierta, la lengua colgante…

Este tercer suicidio en la habitación n.º 7 tuvo como consecuencia que aquel mismo día partiesen todos los huéspedes que aún quedaban, a excepción de un profesor alemán de gimnasia que ocupaba la n.º 16, y que aprovechó la circunstancia para obtener una reducción de un tercio en su alquiler. A la mañana siguiente, Mary Garden, la célebre cantante de la Ópera Cómica, se detuvo delante del hotel y negoció la compra del siniestro cordón por doscientos francos, con la idea de que aquel fetiche le traería suerte y los periódicos hablarían de él. La señora Dubonnet, sin embargo, sólo se sintió medio consolada por ello… Si aquella historia hubiera ocurrido en verano, en julio por ejemplo, o en agosto, sin duda hubiera obtenido el triple por el cordón, y los periódicos hubieran dispuesto de material durante semanas. En esta estación, sin embargo, en medio del período más movido del año, cabía preguntarse dónde podía hallar la prensa lugar para hablar del suceso de la calle Stevens, con las elecciones, Marruecos, Persia, el crack de un banco de Nueva York, y la visita de la pareja real británica acaparando toda la atención. El asunto de la calle Alfred-Stevens no tuvo el eco que merecía. Algunas líneas concisas consignaron, sin comentarios, los informes de la policía: eso fue todo.

Estos comunicados representaban todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont conocía del asunto. Hasta ignoraba un pequeño detalle, de apariencia tan anodina que ni el comisario ni ninguno de los testigos había pensado en comentárselo a los periodistas. El recuerdo no fue evocado sino más tarde, después de la aventura ocurrida al estudiante. Cuando los agentes descolgaron del crucero el cadáver de su colega Charles-Marie Chaumié, una gruesa araña negra surgió de la boca del muerto. El criado del hotel trató de aplastarla de un papirotazo, gritando con aire disgustado:

—¡Ah! ¡Otra vez uno de estos asquerosos bichos!

Cuando fue interrogado, durante la investigación posterior al asunto Bracquemont, declaró que, en el momento en que había descolgado el cuerpo del viajante suizo, había visto cómo una araña exactamente igual corría por el hombro del suicida Richard Bracquemont no llegó a saber nunca nada de esto.

Se instaló en la habitación dos semanas después del último suicidio. Era domingo. Y todo lo que le sucedió en la habitación nº 7 fue registrado cuidadosamente, día a día, en su diario.

* * *

Diario del estudiante de medicina Richard Bracquemont

Lunes, 28 de febrero.

Llegué aquí ayer por la tarde. Vacié mis dos maletas, me instalé, y me eché en la cama. He dormido muy bien. Sonaban las nueve cuando me despertaron unos golpes en la puerta. Era la propietaria, que me traía personalmente el desayuno; debe estar muy preocupada por mi persona, a juzgar por los huevos, el jamón y el oloroso café que depositó ante mí. Tras lavarme y vestirme, he observado, mientras fumaba mi pipa, cómo el criado limpiaba la habitación.

Así que aquí estoy. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que estoy capacitado para desentrañar el misterio. Y muy bien puedo poner en juego mi miserable vida si es cierto lo que dicen de que París bien vale una misa…, eso al menos es lo que decían antes; sin duda las cosas no son tan fáciles hoy en día. De modo que, si se me presenta una oportunidad, vale la pena explotarla.

Por otra parte, no he sido el único en tener esta idea. Veintisiete personas se han esforzado, ya sea por intermedio de la policía, ya sea dirigiéndose directamente a la propietaria, ni conseguir esta habitación. Entre ellas, tres damas. Así pues, ha habido bastante competencia, imagino que todos ellos pobres diablos como yo.

No obstante, es a mí a quien se le dado la preferencia. ¿Por qué? Porque sin duda fui el único que se molestó en exponer una idea o algo que se le pareciera. Naturalmente, no era más que un farol. Estos informes cotidianos que escribo están dirigidos a la policía. Y siento un cierto placer al confesar desde un principio a esos señores que les he gastado una buena broma. Si el comisario posee algo de lógica, se dirá: «¡Es exactamente por esta razón por la que Bracquemont me ha parecido el más indicado!». Además, no me preocupa en absoluto lo que pueda decir más tarde; ya estoy aquí. Y considero como un feliz presagio el hecho de que mi actividad haya empezado con un engaño coronado por el éxito.

Empecé por dirigirme a casa de la señora Dubonnet, la cual me envió al puesto de la policía. Merodeé por allí durante toda una semana, sin dejarme descorazonar por las negativas. Cada día me decían que «me tomaban en consideración», y me rogaban que volviera al día siguiente. La mayor parte de mis rivales habían rendido sus armas hacía ya tiempo; ¿no tenían nada más que hacer que patear durante horas aquella sala de espera que olía a moho? Mi terquedad pronto empezó a crispar al comisario. A fin de cuentas, me dijo francamente, no valía la pena insistir; comprendía mi buena voluntad, como la de los demás, pero las fuerzas del orden no tenían ninguna intención de recurrir a profanos que lo único que harían sería enredarlo todo; a menos, claro, que yo tuviera algún plan preconcebido… Le respondí que eso era exactamente lo que tenía. Esto, por supuesto, era completamente falso, y si me hubiera visto obligado a contárselo hubiera pasado por un verdadero apuro. Pero lo único que hice fue insistir en que sólo le comunicaría ese plan, excelente aunque peligroso, ya que su puesta en práctica podía dar como resultado el mismo epílogo que con el sargento, si él se declaraba dispuesto, jurándomelo por su honor, a ponerlo en ejecución él mismo. Me dio las gracias y se apresuró a añadir que carecía del tiempo necesario para ocuparse de una empresa semejante. Constaté sin embargo que estaba ganando terreno cuando me preguntó si no podía darle al menos algún indicio.

Se lo di. Le conté una verdadera locura inventada de cabo a rabo, sin darme siquiera cuenta de dónde me venía la inspiración. Le dije que, de todas las horas de la semana, había una que ejercía una influencia misteriosa, aquélla en la que Cristo había desaparecido de su tumba para descender a los Infiernos, la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Debía recordar que había sido precisamente a esta hora cuando se habían producido los tres suicidios. No podía decirle más, pero me permitía llamar su atención al libro de las Revelaciones de San Juan.

El comisario puso inmediatamente cara de haberlo comprendido todo, y me rogó que volviera aquella misma tarde. Acudí a la hora exacta. Vi sobre su escritorio el Nuevo Testamento. Mientras tanto, yo había efectuado las mismas investigaciones que él. Había leído el Apocalipsis, y no había comprendido nada. Sin duda, el comisario era más inteligente que yo. Se mostró muy educado, hasta deferente, y me confesó que creía haber adivinado mis intenciones, pese a que mis informes habían sido muy vagos. Se declaró dispuesto a cumplir con mi deseo y a ayudarme en todo lo que pudiera.

Reconozco que, en efecto, su colaboración me fue verdaderamente útil. Fue él quien arregló el asunto con la propietaria y quien aceptó pagar todos los gastos de mi estancia en el hotel. Me proporcionó un revólver de reglamento y un silbato. Los agentes de servicio recibieron orden de pasar lo más a menudo posible por la calle de Alfred-Stevens, y de subir a mi habitación a la menor seña que yo les hiciera. Pero lo más importante fue que hizo instalar en mi cuarto un aparato telefónico en comunicación directa con el puesto de policía, situado a menos de cinco minutos de distancia. Así, puedo disponer en cualquier momento de una ayuda inmediata. En estas condiciones, no sé de qué puedo tener miedo.


Martes, 1 de marzo.

No ha ocurrido nada. Ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído un nuevo cordón para la cortina, tomado de otra habitación. Ahora hay muchas vacías. Además, aprovecha cualquier ocasión para visitarme. En todo momento me trae algo. He hecho que me fueran contados una vez más todos los acontecimientos en sus menores detalles, sin averiguar nada nuevo Su opinión, de todos modos, es firme respecto a la causa de las muertes. Para ella, la muerte del artista debe imputarse a un amor contrariado; el año anterior, una dama joven acudía a verle a menudo; este año, no apareció ni una sola vez. Sin duda ignoraba lo que había empujado a su huésped suizo a su gesto fatal —una no podía saberlo todo—, pero estaba persuadida de que el sargento se había suicidado sólo para jugarle a ella una mala pasada.

Debo decir que esas explicaciones de la señora Dubonnet me parecieron un tanto inconsistentes. Pero la dejé hablar; al menos, rompe la monotonía de mis días.


Jueves, 3 de marzo.

Nada aún. El comisario me llama por teléfono dos o tres veces al día. Le digo que estoy muy bien. Esta información no parece satisfacerle del todo. He sacado mis libros de medicina y estudio. Así, al menos, mi encierro voluntario servirá para algo.


Viernes, 4 de marzo, a las dos de la tarde.

He comido muy bien. La propietaria me ha traído media botella de champán: un auténtico festín de condenado. Ya casi me considera fallecido. Antes de irse me ha suplicado, llorando, que saliese de la habitación. Sin duda teme que yo también me cuelgue «para jugarle una mala pasada».

He examinado durante largo rato el cordón de la cortina. ¿Es con eso con lo que me he de ahorcar? No tengo el menor deseo de hacerlo. Además, el cordón es rígido, áspero, y se presta muy poco para hacer un nudo corredizo. Sería precisa una auténtica dosis de energía para imitar el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado ante mi mesa. A la izquierda tengo el teléfono, a la derecha el revólver. No siento miedo. Sólo curiosidad.


A las seis de la tarde.

No ha pasado nada. He estado a punto de añadir: por desgracia. Ha llegado la hora fatal, y luego se ha ido, similar a todas las demás. Ciertamente, no ocultaré que a veces he sentido deseos de ir a la ventana, pero por una razón muy distinta a la que se pueda imaginar. La señora Dubonnet está muy contenta. Alguien ha podido pasar toda una semana en la nº 7 sin colgarse. ¡Es fabuloso!


Lunes, 7 de marzo.

Tengo ahora la convicción de que no descubriré nada. Comienzo a estar persuadido de que los suicidios de mis predecesores se deben tan sólo a una extraña coincidencia. He pedido al comisario que realice investigaciones adicionales en los tres casos. En cuanto a mí, espero permanecer aquí tanto tiempo como me sea posible. Si no conquisto París, al menos estaré bien alimentado, y además gratis. Por otra parte, estudio con ardor. Me doy cuenta de que avanzo sensiblemente. Y, además, aún hay otra razón que me retiene aquí.


Miércoles, 9 de marzo.

¡Bien!, hoy he dado un paso más. Clarimonde…

Oh, sí, aún no he dicho nada de Clarimonde. Ella es la tercera razón que me retiene aquí. Y es igualmente a causa de ella por lo que hubiera ido de buena gana, a la hora fatal, a la ventana, pero en ningún caso para ahorcarme. Clarimonde…, ¿por qué ese nombre? No sé en absoluto cómo se llama, y sin embargo me parece que no podría llamarla de otro modo. Hasta apostaría a que es el suyo auténtico. Me fijé en Clarimonde desde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle: su ventana da justamente frente a la mía. Siempre está sentada tras los visillos. Debo indicar, además, que ella se había fijado en mí mucho antes de que yo lo hiciese en ella, y que desde un principio me testimonió un visible interés. No hay nada extraño en ello. Toda la calle conoce la razón de mi presencia aquí; la señora Dubonnet se ha preocupado de darle toda la publicidad necesaria. Mi naturaleza no es en absoluto amorosa, y mis relaciones con el sexo opuesto han sido siempre más bien sumarias. Cuando uno llega de Verdún a París para doctorarse en medicina, con el dinero justo para matar el hambre una vez cada tres días, se piensa en cosas muy distintas al amor. Mis experiencias, pues, son modestas, y quizá me haya visto estúpidamente atraído a este asunto. Pero, sea como sea, ella me gusta.

Al principio no se me ocurrió la idea de establecer el más mínimo lazo, la más mínima relación con mi vecina. Tan sólo me dije: como estoy aquí para observar y, con la mejor voluntad del mundo, no puedo hallar nada que examinar, lo mejor que puedo hacer es dedicarme a contemplar a mi vecina. Uno no puede permanecer todo el día inclinado sobre sus libros, Comprobé entonces que Clarimonde habita todo un piso. Tiene tres ventanas, pero siempre está sentada junto a la misma, frente a la mía. Está sentada, y teje sirviéndose de un pequeño huso antiguo y pasado de moda. Recuerdo haber visto un huso de este tipo en casa de mi abuela, que no lo utilizaba nunca, y que lo había heredado de alguna tía abuela; ignoraba por completo que hoy en día aún se utilizara este objeto. El huso de Clarimonde, sin embargo, es un pequeño objeto precioso, blanco y probablemente de marfil; con él debe urdir una trama minúscula: los hilos que teje parecen ser de una extrema delgadez. Trabaja todo el día, sin descanso, tras sus visillos. Sólo termina al caer la noche. Y la noche llega pronto en esta época de neblinas y en esta calle tan estrecha. A las cinco, Clarimonde abandona su lugar. Nunca he visto luz en su habitación.

¿Cómo es ella? No lo sé con exactitud. Su cabello negro es ondulado, y su rostro bastante pálido. La nariz es pequeña, delgada; sus ventanillas palpitan dulcemente. Sus labios son casi blancos y, cuando sonríe, puedo ver sus dientes finos y puntiagudos. Tiene unas largas pestañas que sombrean sus mejillas, pero cuando alza los párpados sus grandes ojos sombríos brillan intensamente. Más que verlo, imagino todo esto. Es difícil distinguir exactamente algo tras esos visillos.

Un detalle más: siempre viste de negro, con bordados violetas. Y sus manos están siempre cubiertas por unos guantes negros, sin duda para protegerlas en su trabajo. Es extraño ver esos delgados dedos negros entrelazarse en un rápido movimiento perpetuo, asir los tenues hilos, estirarlos, soltarlos, volverlos a tomar. Se diría que son las patitas de un insecto, activas e infatigables.

¿Nuestras relaciones recíprocas? ¡Oh!, son muy superficiales. Pero a veces tengo la sensación de que son mucho más profundas. Todo comenzó con una rápida mirada que me echó a través de la ventana. Yo también la miré. A continuación me observó durante un rato más largo, y yo hice lo mismo. Debí gustarle, porque un día, mientras me miraba, aventuró una sonrisa, a la que yo naturalmente correspondí. Este juego duró durante algún tiempo. Intercambiamos sonrisas, y nada más. A cada instante tomaba la resolución de saludarla; pero, no sé por qué, algo me retenía.

Finalmente, esta tarde, me he arriesgado. Clarimonde me ha respondido. Su gesto fue casi imperceptible, pero sé muy bien que inclinó la cabeza.


Jueves, 10 de marzo.

Ayer pasé largo rato con la cabeza hundida en mis libros. Sin embargo, no puedo pretender que estudié demasiado. Me pasé todo el tiempo construyendo castillos en el aire y pensando en Clarimonde. Por la noche, mi sueño fue agitado.

Esta mañana, cuando me he acercado a la ventana, Clarimonde ya estaba allí. La he saludado, y ella me ha respondido con una ligera inclinación de cabeza. Me ha sonreído y me ha mirado largo rato.

He querido trabajar, pero no he encontrado la paz de espíritu necesaria. He ido a sentarme al lado de la ventana, y he fijado mi vista en Clarimonde. He tirado del cordón de la cortina para verla mejor. Casi al mismo tiempo, Clarimonde ha hecho lo mismo. Nos hemos sonreído. Creo que hemos pasado al menos una hora contemplándonos.

Luego, ella ha vuelto a ponerse a hilar.


Sábado, 12 de marzo.

Los días transcurren así. Como y bebo, me instalo en mi mesa de trabajo, prendo mi pipa y me sumerjo en un libro. Sin embargo, no leo ni una sola sílaba. Lo intento constantemente, pero sé por anticipado que no voy a conseguirlo. En seguida me dirijo a la ventana. Saludo a Clarimonde, y ella me responde. Sonreímos, y nos quedamos mirándonos durante horas.

Ayer por la tarde, hacia las seis, me puse nervioso. El crepúsculo había llegado pronto, y sentí como una sorda angustia. Una fuerza casi irresistible me empujaba hacia la ventana. Ciertamente no era para ahorcarme, sino para ver a Clarimonde. Me aposté tras la cortina. Me pareció que jamás la había visto de una forma tan nítida, aunque ya estuviera algo oscuro. Hilaba, pero sus ojos estaban vueltos hacia mí. Un extraño sentimiento de bienestar penetró en mi ser, al mismo tiempo que una ligera sensación de miedo.

Sonó el teléfono. Experimenté una viva irritación hacia aquel comisario estúpido, cuyas inútiles preguntas me sacaban de mi ensoñación.

Me ha visitado esta mañana, junto con la señora Dubonnet. Ella se muestra muy satisfecha de sus cuidados, ya que para ella es una especie de satisfacción el constatar que llevo ocupando ya dos semanas la habitación nº 7, y sigo con vida. Pero el comisario desea avanzar en su investigación. De una forma altamente extraña, he hecho una serie de alusiones según las cuales me hallaba tras una pista; el imbécil me ha creído a pies juntillas. De todos modos, puedo seguir aquí durante varias semanas más, y ése es mi único deseo. No en razón de la cocina y la cava de la señora Dubonnet —¡cuán pronto se vuelve uno indiferente a todo eso cuando su estómago está saciado!—, sino a causa de esa ventana que la señora Dubonnet odia y teme y que a mí tanto me atrae, esa ventana que me muestra a Clarimonde.

Desde que enciendo mi lámpara, ya no la veo. He espiado durante todo el tiempo para ver si salía, pero jamás la he sorprendido. No debe salir nunca de casa. Hay en mi habitación un butacón muy cómodo. Una tulipa verde recubre mi lámpara y me envuelve en un cálido reflejo. El comisario me ha traído un enorme paquete de tabaco, el mejor que jamás haya fumado. Sin embargo, no puedo trabajar. Recorro dos o tres páginas, y me doy cuenta de que no he asimilado ni una palabra. Mi vista capta las frases, pero mi cerebro rehúsa aceptarlas. ¡Es extraño! Se diría que mi espíritu ha colocado ante él un cartel: «Prohibida la entrada». Prohibida a todo pensamiento que no sea Clarimonde.

Finalmente, aparto los libros, me siento en mi butacón, y sueño…


Domingo, 13 de marzo.

Esta mañana he asistido a un pequeño drama. Paseaba por el pasillo mientras el criado limpiaba mi habitación. Ante la estrecha mirilla que da al patio había una tela de araña y, en su centro, una gruesa araña. La señora Dubonnet no quiere que las aplasten. Dice que las arañas traen suerte, y que ya ha tenido bastantes desgracias. Vi cómo una araña más pequeña corría inquieta alrededor de la tela. Era un macho. Con mil precauciones, se introdujo en ella y se dirigió prudentemente hacia el centro. Al mínimo gesto de la hembra, se batía precipitadamente en retirada, esperaba, y luego reiniciaba sus maniobras de aproximación. Al fin, la gruesa araña hembra, acurrucada en el centro de la tela, pareció animarlo. Permaneció totalmente inmóvil. El macho sacudió, débilmente al principio, más fuerte después, uno de los hilos de la tela, que se puso a temblar. Su bienamada no se movió. Se aproximó rápidamente a ella, aunque no sin demostrar una gran prudencia. La hembra se abandonó a la unión. Después, el macho retiró poco a poco su abrazo, una pata tras otra. Se habría dicho que quería marcharse sin un ruido intempestivo para no turbar el dulce sueño de su compañera. De pronto, se soltó del todo, y huyó tan aprisa como pudo de la tela. Pero la hembra despertó en aquel momento. Persiguió al fugitivo con una carrera salvaje. El macho se dejó deslizar a lo largo de un hilo, su amante hizo lo mismo. Los dos cayeron sobre el reborde de la diminuta ventana. Reuniendo todas sus energías, el macho trató de escapar. Demasiado tarde. La araña hembra lo había aferrado, y lo llevó de vuelta a la tela, al mismo centro. Aquel lugar que había servido de cámara nupcial se convirtió ahora en el escenario de otro espectáculo, totalmente distinto. En vano el amante agitó sus frágiles patas, buscando un punto de apoyo para huir. La bienamada no aflojó su presa. En un abrir y cerrar de ojos lo ató tan fuertemente que no pudo mover ni un solo miembro. Entonces le clavó en el cuerpo sus fuertes pinzas, y sorbió ávidamente la sangre de su compañero. Pude ver cómo, una vez ahíta, desataba el miserable paquetito, ahora irreconocible: patas, piel y sudario, para echarlo con desprecio fuera de la tela. Éste es el amor entre las bestias. Me alegra no ser una araña macho.


Lunes, 14 de marzo.

Ya ni siquiera abro mis libros. Me paso el día junto a la ventana. Permanezco allí incluso después de haber oscurecido, Ella ya no está allí entonces, pero cierro los ojos y sigo viéndola…

Este diario se ha convertido en algo muy distinto de lo que yo imaginaba. Hablo en él de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde, pero ni una palabra de los descubrimientos que quería hacer. ¿Es culpa mía?


Martes, 15 de marzo.

Clarimonde y yo hemos inventado un juego extraño. Hemos estado jugando a él todo el día: yo la saludo, y ella me responde. Entonces, tamborileo con los dedos sobre el cristal. Ella repite inmediatamente mi gesto. Agito los labios como si quisiera hablarle; ella agita los suyos. Me llevo la mano a la frente para echarme los cabellos hacia atrás. Su mano realiza el mismo movimiento. Es un verdadero juego de niños, los dos nos reímos con él. A decir verdad, ella no se ríe, su sonrisa es más bien silenciosa, contenida. Supongo que yo debo sonreír de la misma manera.

Todo esto no es tan insubstancial y simple como uno se podría sentir tentado a creer. No se trata de una vulgar imitación que acabaría por cansarnos, sino de una transmisión del pensamiento. En efecto, Clarimonde repite mis gestos con menos de un segundo de intervalo. Apenas ha tenido tiempo de verlos y ya los está repitiendo. A veces, hasta me parece que actúa simultáneamente a mí. Además, me he puesto en ocasiones a intentar movimientos imprevistos, combinaciones nuevas, que ella ejecuta con una rapidez desconcertante. En ocasiones trato de sorprenderla. Ejecuto tan rápido como puedo una serie complicada de gestos. Los repito varias veces seguidas, cambio la sucesión, omito uno o intercalo otro. Como niños jugando a las prendas. Cosa curiosa, Clarimonde jamás se ha equivocado ni una sola vez, pese a que mezclo los míos a un ritmo tal que apenas dispone de tiempo material para reconocerlos.

Así paso los días. Nunca tengo la impresión de perder el tiempo; por el contrario, me parece que jamás he realizado nada tan fundamental.


Miércoles, 16 de marzo.

¡Qué raro es esto! Nunca se me ocurre la idea de dar a mis relaciones con Clarimonde una base más seria que estos juegos perpetuos. Lo pensé la pasada noche. Puedo coger mi sombrero, mi abrigo, bajar dos pisos, cruzar la calle, y subir otros dos pisos. En la puerta encontraré una pequeña placa: «Clarimonde». Pero…, ¿estoy seguro de ello? Sí, en la puerta está escrito: «Clarimonde». Llamo, y entonces… Hasta ese momento imagino cada uno de mis gestos y acciones. Hasta me veo muy bien a mí mismo. Se abre la puerta, y eso es todo. No voy más lejos. Permanezco en pie, y trato en vano de perforar las tinieblas. Ella no viene, nada viene. No hay cosa alguna más allá de la puerta, aparte ese impenetrable velo negro. A veces tengo la impresión de que no existe otra Clarimonde más que aquella que veo en la ventana y que juega conmigo. No puedo representarme a esta mujer con un sombrero, o con otro vestido que no sea el vestido negro salpicado de violeta, o sin sus guantes negros. La idea de encontrármela por la calle, en un restaurante comiendo, bebiendo, charlando, me parece absurda.

A veces me pregunto si la amo. Me es imposible responder, porque jamás he amado. Si lo que siento por Clarimonde es verdaderamente amor, no se parece en nada a lo que he observado en mis amigos o leído en las novelas. Por otra parte, me resulta difícil precisar mis impresiones. En general, me resulta muy difícil pensar en cualquier cosa que no se refiera directamente a Clarimonde, o más bien a nuestro juego. Porque, no hay duda, en el fondo de todo es este juego lo que me absorbe totalmente, y nada más. Y es precisamente esto lo que no acabo de comprender.

Sin duda me siento atraído hacia Clarimonde, pero a esta atracción se mezcla otro sentimiento. Se diría que incluso es miedo. ¿Miedo? No, eso sería decir demasiado: es una aprensión vaga, indefinida, ante lo desconocido. Y esta angustia sorda tiene algo de extraño, de impresionante, de voluptuoso, que me aleja y me atrae a la vez hacia ella. Tengo la impresión de estar describiendo círculos concéntricos a su alrededor, acercándome un poco, retirándome en seguida, avanzando por otro lugar, y huyendo de nuevo hasta el momento —llegará, estoy seguro— en que acudiré a reunirme con ella. Clarimonde está sentada en su ventana e hila. Hila hebras tenues, impalpables, sin fin. Crea un tejido extraño, no sé con qué intención, y me sorprende que no se rompa, que no se le enrede entre sus delicados dedos. Es un verdadero trabajo de hada. Sobre la ligera trama se inscriben animales extraños.

¿Qué es lo que acabo de escribir? En realidad no puedo ver nada. Ignoro lo que teje, no lo diviso a esa distancia. No obstante, tengo la profunda convicción de que su trabajo es verdaderamente tal cual lo describo: una tela ligera, aérea, sobre la cual se dibujan bestias fabulosas y máscaras extrañas.


Jueves, 17 de marzo.

Me hallo en un curioso estado de excitación. Ya no hablo con nadie. Ni siquiera le doy los buenos días a la señora Dubonnet y al criado del hotel. Apenas si me tomo el tiempo necesario para comer. Mi único deseo es sentarme a la ventana y jugar con ella. Este juego es apasionante, verdaderamente apasionante. Tengo la idea de que algo sucederá mañana.

Viernes, 18 de marzo.

Sí, sí, algo va a pasar hoy. Me lo repito a mí mismo —hablo en voz alta para oírme—, me digo que estoy aquí precisamente para eso. Pero lo malo es que tengo miedo. Miedo de que me ocurra en esta habitación lo mismo que a mis predecesores, y a este miedo se añade otro, hacia Clarimonde. Apenas puedo definirlos, separarlos el uno del otro.

Tengo miedo, y debo contenerme para no gritar.


A las seis de la tarde

Rápido, algunas palabras: estoy con el abrigo y el sombrero puestos, a punto de salir. Cuando sonaron las cinco estaba al límite de mis fuerzas. Ahora sé muy bien que existe una indudable correlación entre todo este asunto y la sexta hora del antepenúltimo día de la semana. Y, sin embargo, no tengo ganas de reírme de mi farol ante el comisario. Estaba sentado en mi butacón, utilizando toda mi fuerza de voluntad, pero la ventana me atraía irresistiblemente. Me era preciso ir a jugar con Clarimonde, y no obstante sentía un terrible miedo hacia aquella ventana. Los veía colgados allí: el enorme viajero suizo con el cuello hinchado, las mejillas invadidas por una recia barba gris; cerca de él, el esbelto artista; y, un poco más abajo, el vigoroso sargento. Veía a los tres ahorcados. Los veía uno tras otro, después los tres juntos, colgados del mismo gancho, con la boca abierta y la lengua colgante. Y yo me veía entre ellos, en medio de ellos. ¡Oh, esta angustia indecible! Notaba que era provocada tanto por el crucero y el horrible gancho allá arriba como por Clarimonde. Que ella me perdone, pero así era: en mi vergonzoso temor, su imagen se perfilaba constantemente en filigrana entre los tres, que se balanceaban, arrastrando casi las piernas por el suelo.

Sin embargo, es cierto que en ningún momento sentí deseos de ahorcarme. Ni tampoco tenía miedo de sentir deseos de hacerlo. No, tan sólo era miedo de la ventana, y también de Clarimonde, miedo de algo horripilante, incierto. Y, a pesar de todo, sentía una irreprimible necesidad de levantarme. Tuve que ceder a esa tentación. En aquel preciso momento sonó el teléfono. Tomé el receptor y, sin esperar, grité por el aparato:

—¡Vengan en seguida!

El agudo sonido de mi voz disipó las tinieblas de mi espíritu. Recuperé toda mi sangre fría. Me sequé la sudorosa frente y bebí un vaso de agua. A continuación reflexioné sobre lo que iba a decirle al comisario, luego me aproximé a la ventana, saludé y sonreí.

Clarimonde me saludó y sonrió a su vez.

Cinco minutos más tarde llegaba el comisario a mi habitación. Le dije que comenzaba a desentrañar el misterio, y le rogué que aún no me hiciera preguntas. Dentro de poco estaría en disposición de revelarle cosas extrañas. Lo más curioso era que, mientras le mentía de aquella manera, tenía la convicción de que le estaba diciendo la verdad. Y aún estoy tentado de creerlo ahora, casi en contra de mi voluntad.

El comisario debió darse cuenta de mi turbación, sobre todo cuando quise excusar mi petición telefónica sin conseguir hallar una explicación plausible. Me dijo muy cortésmente que no tenía que preocuparme por aquello, y que él se hallaba constantemente a mi disposición, como era su deber. Juzgaba preferible venir una docena de veces por nada, antes de hacerse esperar en un momento en que su presencia pudiera ser necesaria. Me invitó a salir aquella noche con él, para distraerme. Aquella permanente soledad no me hacía ningún bien, señaló. Acepté, pero en el fondo no deseo salir de esta habitación.


Sábado, 19 de marzo.

Fuimos a la Gaieté-Rochechouart, a la Cigale y a la Lune Rousse. El comisario tenía razón: esta salida me ha hecho bien. Tenía necesidad de cambiar de aires. Al principio experimenté una sensación más bien penosa, como si estuviera cometiendo una injusticia, como un desertor que volviera la espalda al estandarte. Pero esta impresión fue disminuyendo gradualmente; bebimos copiosamente, reímos y bromeamos.

Esta mañana, en la ventana, he creído leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Tal vez haya sido mi imaginación. ¿Cómo podría saber que he pasado la noche fuera? Además, sólo ha sido cosa de un fugitivo instante; su sonrisa ha reaparecido en seguida.

Hemos jugado todo el día.


Domingo, 20 de marzo.

No puedo anotar más que, de nuevo: hemos jugado todo el día.


Lunes, 21 de marzo.

Hemos jugado todo el día.


Martes, 22 de marzo.

Sí, hoy también hemos jugado. No hemos hecho nada más. A veces me pregunto: ¿por qué todo esto? ¿Adónde nos llevará? No sé qué responder. Tan sólo hay una cosa cierta: no deseo nada más que este juego. Los últimos días nos hemos estado hablando en una conversación sin palabras. Hemos agitado los labios, mirándonos. Nos hemos comprendido muy bien.

Tenía razón. Clarimonde me ha reprochado el haber salido el viernes pasado. Le he pedido perdón, le he dicho que había hecho mal y que había sido una estupidez por mi parte. Me ha perdonado, y le he prometido no abandonar jamás esta ventana. A continuación nos hemos besado, apoyando largamente nuestros labios sobre los cristales.


Miércoles, 23 de marzo.

Ahora sé que la amo. Me ha calado hasta la médula de los huesos. Tal vez el amor de los demás hombres sea diferente pero ¿existe una cabeza, una oreja, una mano, exactamente iguales a cualquiera de los centenares de millones de otras?

¿Porqué si siempre hay una diferencia, no iba a haberla también en el amor? El mío es singular, lo sé, pero no por ello es menos hermoso; y, además, gracias a este amor soy casi dichoso.

¡Si tan sólo no sintiese esta angustia! A veces se adormece y la olvido durante algunos minutos, pero luego despierta de nuevo y ya no me abandona. La compararía a un pequeño y miserable ratoncito defendiéndose contra una magnífica y gran serpiente, buscando desprenderse de su poderoso abrazo. Paciencia pues, oh pequeña angustia estúpida, pronto este gran amor te devorará.


Jueves, 24 de marzo.

Acabo de hacer un descubrimiento. No juego con Clarimonde. Es ella quien juega conmigo.

He aquí cómo me he dado cuenta: Ayer por la tarde pensaba —como siempre—, en nuestro juego. Había anotado cinco nuevas series de gestos muy complicados con las que quería sorprenderla al día siguiente. Le había dado un número a cada uno de los gestos, y me había ejercitado para ejecutarlos lo más aprisa posible, primero en el orden normal, luego al revés, a continuación no tomando más que los pares y luego los impares, y por fin solamente los primeros y últimos movimientos de las cinco series. Resultó muy difícil, pero experimenté un gran placer. Me parecía estar más cerca aún de Clarimonde, aunque no la viese. Repetí todos los gestos durante horas, hasta ser un experto en su ejecución.

Esta mañana fui a la ventana. Nos saludamos, y comenzó el juego. Pude constatar en seguida con qué desconcertante rapidez me comprendía, y cómo reproducía todo lo que yo hacía casi al mismo tiempo.

Llamaron a mi puerta. Era el criado, que me traía los zapatos. Abandoné la ventana para recogerlos. Cuando quise volver a mi sitio, mi mirada cayó por azar sobre la hoja de papel donde había anotado mis series de gestos. Entonces me di cuenta de que no había ejecutado ninguno de los movimientos previstos.

La sorpresa me hizo tambalear; me apoyé en la mesa, y me dejé caer en el butacón. No podía creer en mis ojos. Leí y releí el papel…, y era verdad: había ejecutado en la ventana varias series de gestos, pero ninguna de las mías.

Me vi de nuevo ante su puerta que se abre de par en par. Atisbo con la mirada las tinieblas: no hay nada, nada más que aquel agujero oscuro. Tuve la sensación de que si me iba entonces estaría a salvo, y también de que ahora podía irme. Sin embargo, me quedé. Y ello porque tenía la muy clara impresión de que tenía que retener —firmemente, como sujetándolo con ambas manos— mi secreto, ¡aquel secreto que me permitiría conquistar París!

Por un instante, pero sólo por un instante, París fue más fuerte que Clarimonde.

Oh, ahora apenas pienso en ello. No siento más que mi amor, y un dulce regusto de extraña angustia.

Sin embargo, en aquel momento en que pensé en París, tuve la energía suficiente como para volver a leer una vez más mi primera serie de movimientos y grabarla a fuego en mi mente antes de volver a la ventana. Entonces me fijé mucho en los gestos que ejecutaba: ni uno solo de ellos emanaba de mi voluntad.

Me propuse frotarme la nariz con el índice, pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre la ventana, pero me pasé la mano por mis cabellos. No era pues Clarimonde quien repetía mis movimientos, sino yo quien reproducía los suyos, y en una forma tan instantánea que imaginaba tener la iniciativa.

Yo, que me sentía orgulloso de transmitirle mis pensamientos, soy por el contrario quien está bajo su influencia. Sí, pero esa influencia, ¡es tan ligera, tan voluptuosa! Intenté otra experiencia: oculté mis dos manos en los bolsillos, con la firme intención de no moverlas de allí. La vi alzar la mano, sonreírme, y amenazarme con el dedo. Permanecí inmóvil. Noté cómo mi mano derecha quería salir del bolsillo. Aferré el forro con los dedos. Pero mis dedos se fueron soltando lentamente, en contra de mi voluntad; mi mano salió del bolsillo, y mi brazo se alzó. Yo también la amenacé con el dedo y sonreí. Tuve la impresión de que no era yo quien actuaba así, sino un extraño al que yo estaba observando.

Pero no, no era éste el caso. Era yo quien actuaba, y un extraño el que me contemplaba actuar. Precisamente el extraño que estaba tan seguro de sí mismo y que deseaba hacer el gran e inédito descubrimiento. Pero ese extraño no era yo. ¿Qué me importa, a mí, ese descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que ella —Clarimonde— quiere que haga, ya que la amo, invadido por una angustia deliciosa.


Viernes, 25 de marzo.

He cortado el hilo del teléfono. No siento deseos de ser molestado por el comisario en el momento exacto en que llegue la hora extraña.

Dios mío, ¿por qué he escrito esto? No hay ni una sola palabra de verdad. Se diría que alguien dirige mi pluma. Quiero… quiero… quiero escribir lo que ha pasado. Tengo necesidad de todas mis energías. Sufro. Pero quiero, una vez más, una sola vez, hacer… lo que quiero. He cortado el teléfono —¡oh, Dios mío!— porque no podía hacer otra cosa. Al fin he escrito lo que quería.

Esta mañana estábamos en la ventana, y jugábamos. Nuestro juego ha cambiado desde ayer. Ella ejecuta un gesto cualquiera. Yo me defiendo tanto tiempo como puedo, hasta que debo ceder y repetir ese gesto. Este sentimiento de ser vencido, este abandono último a su voluntad, constituye un placer maravilloso.

Así pues, jugábamos. De repente retrocedió al interior de la habitación, dejé de verla, las sombras la habían absorbido. Pero pronto reapareció. Llevaba entre sus manos un teléfono exactamente igual al mío. Lo depositó sobre la ventana, tomó un cuchillo, cortó los hilos, y se lo llevó de nuevo al fondo de la habitación.

Luché durante casi un cuarto de hora. Mi terror era mayor que antes, y la sensación de la lenta derrota aún más voluptuosa. Al final de la resistencia traje mi aparato, corté sus hilos, y lo volví a poner en su lugar.

He aquí lo que ha pasado.

Ahora estoy sentado sobre mi mesa, he bebido un poco de té. El criado acaba de traerme ropa limpia. Le he preguntado la hora, pues mi reloj se ha parado. Son las cinco y cuarto.

Sé que, si miro al otro lado de la calle, Clarimonde hará cualquier cosa, y yo deberé hacerla también.

Y, pese a todo, me levanto. Ella está ahí, sonríe. ¡Ah!, si tan sólo pudiera apartar la mirada. Corre la cortina, toma el cordón. Es rojo como el de mi ventana. Hace con él un nudo corredizo. Lo suspende del gancho del crucero. Se vuelve a sentar, y sonríe.

No, ahora ya no es angustia lo que siento. Es un temor enloquecedor, un terror que me paraliza y que, sin embargo, no querría cambiar por nada del mundo. Es una posesión irresistible, tan extraña, tan atrayente a pesar de su profunda crueldad.

Podría correr a la ventana, hacer inmediatamente lo que quiere. Pero espero, lucho, me defiendo. Siento como la atracción crece en lo más profundo de mi interior, más fuerte a cada minuto…

Estoy sentado de nuevo. He corrido hacia la ventana, he obedecido. He tomado el cordón, he preparado el nudo corredizo, lo he colgado del gancho…, ahora ya no quiero mirar más. Voy a fijar mi vista en el papel donde escribo esto, sin alzar los ojos, por ningún precio. Porque sé lo que va a hacer si la miro otra vez, a la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si tan sólo dirijo la mirada hacia ella, deberé obedecer su voluntad. Debo…

No, no quiero mirarla…

Río en voz alta, o mejor dicho, no río yo mismo, alguna cosa ríe en mí. Sé por qué: es a causa de ese pobre «no quiero». No quiero y, sin embargo, sé que no puedo hacer otra cosa. Es preciso que la mire: es preciso que la mire y haga… el resto. Espero únicamente para prolongar el suplicio. Eso es todo. Esta tortura es, al mismo tiempo, la mayor de las voluptuosidades. Escribo rápido, muy rápido, para permanecer más tiempo sentado aquí, saboreando de manera infinita el dolor de mi amor…

¡Aún más tiempo…!

Aún esta angustia, ¡aún! Sé que la miraré, que me alzaré, y que iré a colgarme. No es de eso de lo que tengo miedo. ¡Oh, no! Eso es tan bueno, tan dulce.

De lo que tengo miedo es de lo que viene después. Lo ignoro. No obstante, el placer que siento al sufrir es demasiado grande, tiene que seguirle algo aterrador, lo sé muy bien.

No quiero pensar en ello…

Escribo cualquier cosa, escribo rápidamente, al azar, para no reflexionar…

Mi nombre, por ejemplo: Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, Richard —¡oh!, no puedo seguir más— Richard Bracquemont —ahora es preciso que la mire— Richard Bracquemont —es preciso, es preciso, es preciso…, no, no quiero detenerme— Richard… Richard Bracquemont, Bracque…

* * *

El comisario del IXº Arrondissement, que no había recibido respuesta a sus reiteradas llamadas telefónicas, penetró en el hotel Stevens a las seis y cinco. Encontró en la habitación nº 7 el cadáver del estudiante Richard Bracquemont colgado del crucero, exactamente en la misma postura que sus tres predecesores.

Sin embargo, su rostro tenía otra expresión: reflejaba un miedo horrible. Los ojos, muy abiertos, estaban casi salidos de sus órbitas. Sus labios estaban abiertos en un rictus espeluznante; sus mandíbulas apretadas una contra otra de manera convulsiva.

Entre sus dientes asomaba, aplastada, machacada, una gruesa araña negra, cuyo cuerpo estaba punteado de manchas violetas.

Sobre la mesa yacía, abierto, el diario del estudiante. El comisario lo leyó. De inmediato se dirigió a la casa de enfrente.

Constató que el segundo piso estaba vacío, deshabitado desde hacía varios meses.