martes, 7 de enero de 2014

Villiers de L'Isle-Adam - El convidado de las últimas fiestas

El convidado de las últimas fiestas
por Villiers de L'Isle-Adam




La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.

Una noche de carnaval del año 186..., C..., uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera.

Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss.

De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:

-¡Buenas noches!

Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.

-¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? -preguntó C... rogándoles que se sentasen.

-¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación -dijo Clío la Cendrée.

-¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! -dijo Antonie Chantilly.

-Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer -concluyó Annah Jackson.

-¡Luz y alegría!, ¡viva! -respondió tranquilamente C...- ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?

-¡En absoluto! -dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.

-Entonces, amigo -continuó C... volviéndose hacia mí-, toma tu tarjeta, reserva el salón rojo y envía al criado de miss Jackson para que lleve el recado. Es, creo yo, lo más indicado, a menos que tengas algo organizado de antemano en tu casa.

-Señor -me dijo miss Jackson-, si se sacrifican por nosotras llegando incluso hasta moverse, encontrarán a esa persona disfrazada de ave fénix -o mosca- descansando cómodamente en el vestíbulo. Responde al transparente seudónimo de Baptiste o de Lapierre. ¿Tendrían esa amabilidad?; y vuelvan rápidamente para amarnos sin cesar.

Hacía unos momentos que yo no escuchaba a nadie. Observaba a un extranjero situado en un palco, frente al nuestro: un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de una palidez oriental; tenía unos binóculos y me dirigía un saludo.

-¡Eh! ¡Ese es mi desconocido de Wiesbaden! -me dije en voz baja, tras recordar un poco.

Como ese señor me había hecho, en Alemania, uno de esos pequeños favores que la costumbre permite intercambiar entre viajeros (creo que fue a propósito de unos cigarros que me recomendó en el salón), yo le devolví el saludo.

Instantes después, en el vestíbulo, mientras buscaba al fénix en cuestión, vi venir hacia mí al extranjero. Al ser su saludo de lo más amable, me pareció de buena educación proponerle nuestra compañía en el caso de que estuviera muy solo en tal tumulto.

-¿Y a quién debo tener el honor de presentar a nuestra graciosa compañía? -le pregunté, sonriendo, cuando hubo aceptado.

-Al barón Von H... -me dijo-. Sin embargo, visto el aspecto despreocupado de esas señoritas, las dificultades de pronunciación y esta bella noche de carnaval, déjeme tomar, por una hora, otro nombre, el primero que se me ocurra -añadió-: ya está... -se echó a reír-: el barón Saturno, si le parece.

Esta rareza me sorprendió un poco, pero como se trataba de una locura general, así lo anuncié, fríamente, a nuestras elegantes, según la denominación mitológica a la que aceptaba reducirse.

Tal fantasía las predispuso a su favor: quisieron creer que era un rey de Las mil y una noches que viajaba de incógnito. Clío la Cendrée, juntando las manos, mencionó incluso el nombre de un tal Jud, célebre entonces, una especie de criminal a quien diferentes asesinatos parece que habían hecho famoso y enriquecido excepcionalmente, y al que aún no habían capturado.

Una vez intercambiados los cumplidos:

-¿Querría el barón cenar con nosotros, por una deseable simetría? -pidió la siempre previsora Annah Jackson, entre dos irresistibles bostezos.

Él quiso resistirse.

-Susannah nos ha dicho esto como don Juan a la estatua del Comendador -repliqué bromeando-: ¡estos Escoceses son de una solemnidad!

-¡Habría que proponer al señor Saturno que viniera a matar el Tiempo con nosotros! -dijo C..., que, frío, deseaba invitarlo «de una manera formal».

-¡Lamento mucho rehusar! -respondió el interlocutor-. Compadézcanme porque una circunstancia de un interés verdaderamente capital me ocupa, mañana, muy temprano.

-¿Un falso duelo?, ¿una variedad de vermouth? -preguntó Clío la Cendrée poniendo mala cara.

-No, señora, un... encuentro, puesto que se ha dignado preguntar al respecto -dijo el barón.

-¡Bueno! ¡Apuesto que es por alguna disputa de pasillo en la Ópera! -exclamó la bella Annah Jackson-. Su sastre, envanecido por el corte de un traje militar, lo habrá tratado de artista o de demagogo. Querido señor, esas observaciones carecen de importancia: es extranjero, eso se nota.

-Lo soy un poco en todas partes, señora -respondió el barón Saturno inclinándose.

-¡Vamos!, ¿se hace usted de rogar?

-¡Raramente, se lo aseguro!... -murmuró el singular personaje, con un aire a la vez galante y equívoco.

C... y yo intercambiamos una mirada: no entendíamos nada: ¿qué quería decir este hombre? Sin embargo, esta distracción nos parecía bastante divertida.

Pero como los niños que se encaprichan con aquello que se les niega:

-¡Nos pertenece hasta el amanecer! -exclamó Antonie, y lo tomó del brazo.

Se rindió y abandonamos la sala.

Había hecho falta todo ese ramillete de inconsecuencias para llegar a este final; íbamos a encontrarnos en una intimidad bastante relativa con un hombre del que desconocíamos todo, salvo que había jugado en el casino de Wiesbaden y que había estudiado los diferentes sabores de los cigarros de La Habana.

¡Qué importaba! ¿Lo más normal, hoy en día, no es dar la mano a todo el mundo?

Ya en el bulevar, Clío la Cendrée se recostó, riendo, al fondo de la calesa y a su tigre mestizo, que la esperaba como un esclavo:

-¡A la Maison Dorée! -le dijo.

Luego, inclinándose hacia mí:

-No conozco a su amigo: ¿quién es? Me intriga muchísimo. ¡Tiene una extraña mirada!

-¿Mi amigo? -respondí-: apenas lo he visto dos veces, durante la temporada última en Alemania.

Me miró con aire sorprendido:

-¡Qué! -añadí-, ¡viene a saludarnos a nuestro palco y ustedes lo invitan a cenar con la credencial de un baile de disfraces como única referencia! Aun admitiendo que hayan cometido una imprudencia digna de mil muertes, es ya un poco tarde para que se alarmen en lo tocante a nuestro convidado. Si los invitados están poco dispuestos mañana a continuar su amistad, se saludarán como la víspera: eso es todo. Una cena no significa nada.

Nada hay más divertido que simular comprender ciertas artificiales susceptibilidades.

-¡Cómo! ¿Pretende no conocer perfectamente a las personas? Y si fuera un...

-¿No le he dado su nombre?, ¿el barón Saturno? ¿Teme comprometerlo, señorita? -añadí con un tono severo.

-¡Sabes, eres un hombre intolerable!

-No tiene el tipo de un griego: por lo tanto nuestra aventura es bien simple. ¡Un millonario divertido! ¿No es lo ideal?

-Me parece bien, este señor Saturno -dijo C...

-Y, al menos en época de carnaval, un hombre muy rico tiene siempre derecho a la estimación -concluyó, con voz calmada, la bella Susannah.

Los caballos se pusieron en marcha: la pesada carroza del extranjero nos siguió. Antonie Chantilly (más conocida por su nombre de guerra, un poco empalagoso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía.

Una vez instalados en el salón rojo, rogamos a Joseph que no dejase entrar allí a ningún ser viviente, exceptuando a las ostras, a él, Joseph, y a nuestro ilustre amigo, el fantástico pequeño doctor Florian Les Eglisottes, si, por casualidad, venía a tomar su proverbial ración de cangrejos.

Un ardiente leño se consumía en la chimenea. A nuestro alrededor se extendían insulsos olores de telas, de pieles abandonadas, de flores de invierno. Las luces de los candelabros abrazaban, en una consola, las plateadas cubetas en las que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, cuyos troncos se hinchaban en el extremo de sus tallos de latón, sobresalían de los jarrones colocados en la mesa.

Fuera, caía una lluvia tenue y fina, mezclada con nieve; una noche glacial; ruido de coches, gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavarni, de Deveria, de Gustave Doré.

Para apagar esos ruidos, los cortinones estaban cuidadosamente echados ante las cerradas ventanas.

Así pues, los convidados eran el barón sajón Von H..., el rubio y ensortijado C... y yo; además de Annah Jackson, la Cendrée y Antonie.

Durante la cena, animada con brillantes locuras, me abandoné, muy lentamente, a mi inocente manía de observación y, debo decirlo, no fue sin que muy pronto me diese cuenta de que mi conocido merecía toda mi atención.

¡No, no era un frívolo, nuestro circunstancial invitado!... Sus rasgos y su apostura no carecían de esa conveniente distinción que nos hace tolerar a las personas: su acento no era molesto como el de algunos extranjeros -únicamente, su palidez cobraba, por momentos, unos tonos particularmente descoloridos, e incluso macilentos-; sus labios eran más delgados que una pincelada; siempre tenía el ceño un poco fruncido, incluso cuando sonreía.

Advirtiendo estos detalles y algunos otros, con esa inconsciente atención de la que algunos escritores están dotados, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía y me prometí borrarlo, al amanecer, de nuestra lista de amigos. Hablo de C... y de mí, naturalmente; porque el buen azar que nos había traído, esa noche, a nuestras huéspedes femeninas, se las volvería a llevar, como a fantasmas, al finalizar la noche.

Y además el extranjero no tardó en cautivar nuestra atención por una especial rareza. Su charla, sin estar fuera de lugar por el valor intrínseco de sus ideas, nos mantenía alerta por un sobreentendido muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente.

Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible, al examinar lo que él decía, descubrir otro sentido que no fuera el de una frase banal. Y dos o tres veces nos hizo estremecer, a C... y a mí, por la forma en que subrayaba las palabras y por la impresión de ocultas intenciones, totalmente imprecisas, que ellas nos producían.

De repente, en medio de una carcajada, debida a alguna broma de Clío la Cendrée -¡que era, realmente, divertida!- tuve la oscura impresión de haber visto a este caballero en una circunstancia muy diferente que la de Wiesbaden.

En efecto, esa cara tenía unos rasgos inolvidables, y sus ojos, al parpadear, mostraban en su rostro la idea de una luz interior.

¿Cuál era esa circunstancia? En vano me esforzaba por concretarla en mi mente. ¿Cedería a la tentación de enunciar las confusas nociones que despertaba en mí?

Eran las de un acontecimiento semejante a los que se ven en los sueños.

¿Dónde podía haber ocurrido? ¿Cómo armonizar mis habituales recuerdos con esas intensas y lejanas ideas de crimen, de silencio profundo, de bruma, de rostros espantados, de antorchas y de sangre, que surgían en mi conciencia, con una insoportable sensación de realismo, a la vista de este personaje?

-¡Ah! -balbucí por lo bajo-. ¿Estaré alucinando esta noche?

Bebí un vaso de champagne.

Las ondas sonoras del sistema nervioso tienen esas misteriosas vibraciones. Ensordecen, por así decirlo, con la diversidad de sus ecos, el análisis del golpe inicial que las ha producido. La memoria distingue el medio ambiente del hecho en sí, y el hecho mismo se sumerge en esa sensación general, hasta permanecer tercamente indiscernible.

Ocurre con esto como con esos rostros antaño familiares que, vistos de nuevo de improviso, turban, con una tumultuosa evocación de impresiones todavía dormidas, y que entonces es imposible nombrar.

Pero los altivos modales, la amena reserva, la extraña dignidad del desconocido -especie de velo que cubre seguramente la sombría realidad de su naturaleza-, me indujeron a considerar (por el momento, al menos) esa comparación como imaginaria, como una especie de perversión visual nacida de la fiebre y de la noche.

Decidí poner buena cara al festín, según mi deber y mi placer.

Nos levantamos de la mesa jovialmente, y las carcajadas se mezclaron con las melodías tocadas al azar, en el piano, por unos dedos ligeros.

Olvidé, pues, todas mis preocupaciones. Muy pronto hubo destellos de ingenio, ligeras declaraciones, besos vagos (parecidos al ruido de esos pétalos de flor que las bellas distraídas hacen chasquear entre las palmas de sus manos), hubo fuegos de sonrisas y de diamantes: la magia de los profundos espejos reflejaba silenciosamente, hasta el infinito, en largas filas azuláceas, las luces y los gestos.

C... y yo nos abandonamos al ensueño a través de la conversación

Los objetos se transfiguran según el magnetismo de las personas que se les acercan, sin tener otro significado, para cada uno, que el que cada cual pueda prestarle.

Así, lo moderno de esos dorados violentos, de esos muebles pesados y de esos cristales lisos era rechazado por la mirada de mi lírico amigo C... y por la mía.

Para nosotros, esos candelabros eran necesariamente de oro puro, y sus cincelados estaban firmados por un auténtico Quinze-Vingt, orfebre de nacimiento. Realmente, esos muebles sólo podían provenir de un tapicero luterano que se había vuelto loco a causa de sus terrores religiosos, reinando Luis XIII. ¿De quién vendrían estos cristales sino de un vidriero de Praga, depravado por algún amor pentesileo? Los cortinones de Damasco eran aquellas antiguas púrpuras, encontradas finalmente en Herculano, en el cofre de las velaria sagradas de los templos de Esculapio o de Palas. La crudeza, verdaderamente singular, del tejido se explicaba, si acaso, por la acción corrosiva de la tierra y de la lava, y -¡preciosa imperfección!-, lo hacía único en el mundo.

En cuanto a la mantelería, nuestra alma conservaba una duda sobre su origen. Existían motivos para pensar que eran muestras de sayales lacustres. Al menos no desesperábamos en encontrar, en los signos bordados en el hilo, los indicios de su origen acadio o troglodita. Quizás estábamos en presencia de los innumerables paños del sudario de Xisouthros lavados y vendidos, por piezas, como manteles. Sin embargo, tras examinarlos debimos contentarnos con sospechar que tenían inscripciones cuneiformes de un menú redactado en el reinado de Nemrod; disfrutábamos ya de la sorpresa y de la alegría del señor Oppert, cuando se enterara de este reciente descubrimiento.

Luego, la Noche esparcía sus sombras, sus extraños efectos y sus medios tonos sobre los objetos, reforzando la buena voluntad de nuestras convicciones y ensueños.

El café humeaba en las transparentes tazas; C... consumía con deleite un habano y se envolvía en copos de humo blanco, como un semidiós en una nube.

El barón H..., con los ojos medio cerrados, tendido sobre un sofá, con un aire banal, un vaso de champagne en su pálida mano que caía sobre la alfombra, parecía escuchar con atención las prestigiosas cadencias del dúo nocturno (del Tristán e Isolda de Wagner), que Susannah interpretaba con mucho sentimiento, acentuando las modulaciones incestuosas. Antonie y Clío la Cendrée, abrazadas y radiantes, permanecían en silencio mientras sonaban los acordes lentamente ejecutados por esta buena intérprete.

Yo, encantado hasta el insomnio, también la escuchaba, junto al piano.

Esa noche, cada una de nuestras blancas acompañantes había elegido el terciopelo.

La entrañable Antonie, de ojos violetas, vestía de negro, sin un encaje. Pero al no estar orlada la línea de terciopelo de su vestido, sus hombros y su cuello destacaban duramente sobre la tela, como verdadero mármol.

Lucía un fino anillo de oro en el dedo meñique y tres engastes de zafiros brillaban en sus cabellos castaños, que caían, muy por debajo de su cintura, en dos rizadas trenzas.

Al preguntarle una augusta persona, una noche, si ella era «honesta»:

-Sí, Monseñor -había respondido Antonie-, honesta, en Francia, sólo es sinónimo de educada.

Clío la Cendrée, una exquisita rubia de ojos negros, ¡la diosa de la Impertinencia! (una joven desencantada que el príncipe Solt... había bautizado, a la rusa, vertiendo espuma de Roederer en sus cabellos), estaba vestida con un traje de terciopelo verde, bien ceñido, y un collar de rubíes le cubría el pecho.

Se citaba a esta joven criolla de veinte años como modelo de todas las virtudes reprendibles. Ella hubiera embriagado a los más austeros filósofos de Grecia y a los más profundos metafísicos de Alemania. Muchos dandys se habían prendado de ella hasta llegar a los duelos, a la letra de cambio o al ramo de violetas.

Volvía de Baden, donde había dejado cuatro o cinco mil luises en la mesa de juego, mientras reía como un niño.

Una vieja dama germana, por lo demás escuálida, escandalizada ante ese espectáculo, le había dicho, en el Casino:

-Señorita, tenga cuidado: a veces es necesario comer un trozo de pan, y usted parece olvidarlo.

-Señora -había respondido enrojeciendo la bella Clío-, gracias por el consejo. En cambio, aprenda que, para algunos, el pan siempre fue un prejuicio.

Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa, de cabellos más negros que la noche, de una mirada aguda como una sarisa, de pequeñas y ácidas frases, resplandecía, indolente, en su terciopelo rojo.

¡A ésta no la encontrarás, joven extranjero! Se asegura que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería tu suerte. Cuenta con diversos duelos entre sus recuerdos. Su tipo de belleza, del que está segura, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí.

Su cuerpo, aunque virginal, es como un oscuro lirio. Justifica su nombre que en antiguo hebreo significa, creo, esa flor.

Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si tu mala estrella permite que te encuentres en el camino de Susannah Jackson, para tener tu retrato a la quincena siguiente, sólo tendremos que imaginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le estraga el gusto, lo rompe y lo enloquece.

La sabia encantadora se divertía, a veces, arrancando lágrimas de desesperación a viejos y hastiados lords, porque sólo el placer la seducía. Su proyecto, según algunos comentarios, es el de recluirse en una finca de un millón, a orillas del Clyde, con un hermoso joven al que irá matando, lánguidamente, para distraerse a su gusto.

El escultor C.-B..., un día, bromeaba sobre un lunar que tiene junto a uno de sus ojos.

-El desconocido artista que ha tallado tu mármol -le decía- ha olvidado esa piedrecita.

-No hables mal de tal piedrecita -respondió Susannah-: es la que hace caer en desgracia.

Era semejante a una pantera.

Cada una de estas mujeres llevaba, en la cintura, un antifaz de terciopelo, verde, rojo o negro, con dobles cintas de acero.

En cuanto a mí (si hay que hablar de este convidado), yo llevaba también una máscara; menos visible, eso es todo.

Como en el teatro, cuando desde un palco central se asiste, para no molestar a los vecinos -por cortesía, en una palabra-, a un drama de estilo fatigoso y cuyo tema nos desagrada, así me comportaba yo por educación.

Lo cual no me impedía lucir alegremente una flor en la solapa, como buen caballero de la orden de la Primavera.

En aquel momento, Susannah abandonó el piano. Yo cogí un ramo de flores de la mesa y fui a ofrecérselo con ojos burlones.

¡Eres una diva! -dije-. Lleva una de estas flores como homenaje a los amantes desconocidos.

Ella cogió un capullo de hortensia que colocó, con amabilidad, en su corsé.

-¡No leo cartas anónimas! -respondió poniendo el resto de mi sélam en el piano.

La profana y brillante criatura juntó sus manos en el hombro de uno de nosotros para retornar a su lugar, seguramente.

-¡Ah!, fría Susannah -le dijo C... riendo-, has venido, parece, al mundo con el único fin de recordarnos que la nieve quema.

Era, creo yo, uno de esos alambicados cumplidos que el final de una cena inspira y que, si tienen un significado real, es tan fino como un cabello. Nada está más cerca de la estupidez y, a veces, la diferencia es absolutamente invisible. Ante tan elegiaco propósito, comprendí que la llama de los cerebros comenzaba a apagarse y que era necesario reaccionar.

Como una chispa basta a veces para reavivar el fuego, resolví hacerla brotar, a toda costa, de nuestro taciturno convidado.

En ese momento, Joseph entró trayéndonos (¡rareza!) ponche helado, porque habíamos decidido emborracharnos como cubas.

Desde hacía un minuto, observaba al barón Saturno. Parecía impaciente, inquieto. Le vi mirar su reloj, dar un brillante a Antonie y levantarse.

-Por ejemplo, señor de lejanas regiones -exclamé, sentado a horcajadas en una silla y entre dos bocanadas de humo del cigarro-, ¿no pensará dejarnos antes de una hora? ¡Parecería misterioso, y como usted sabe, eso es de mal gusto!

-Mil disculpas -me respondió-, pero se trata de un deber que no puede posponerse y que, por lo demás, no admite demora. Reciban ustedes mi agradecimiento por estos instantes tan agradables que acabo de pasar.

-¿Es entonces, realmente, un duelo? -preguntó, inquieta, Antonie.

-¡Bah! -exclamé yo, creyendo, efectivamente, en alguna querella de carnaval-, estoy seguro que exageras la importancia de ese asunto. Tu hombre está bajo alguna mesa, dormido. Antes de realizar un cuadro semejante al de Géróme, en el que tendrás el papel del vencedor, el de Arlequín, envía a la cita a un criado en lugar tuyo para que sepa si se te espera y, si es así, tus caballos sabrán recuperar el tiempo perdido.

-¡Cierto! -manifestó C... tranquilamente-. Corteja a la hermosa Susannah que se muere por ti, te ahorrarás un resfriado, y te consolarás dilapidando uno o dos millones. Observa, escucha y decide.

-Señores, les confesaré que soy ciego y sordo tan a menudo como Dios me lo permite -dijo el barón Saturno.

Y acentuó esta ininteligible enormidad de manera que nos sumió en las más absurdas conjeturas. ¡A punto estuve de olvidar la chispa en cuestión! Estábamos mirándonos con una molesta sonrisa, sin saber qué pensar de esta «broma» cuando, de repente, no pude reprimir una exclamación: ¡acababa de recordar dónde había visto a este hombre por primera vez!

Y de pronto me pareció que los cristales, las caras, los cortinajes, y el festín nocturno se iluminaban con una luz maligna, una rojiza luz que surgía de nuestro invitado, semejante a algunos efectos teatrales.

-Señor -susurré a su oído-, perdóname si me equivoco... pero, me parece haber tenido el placer de encontrarte, hace cinco o seis años, en una gran ciudad del Mediodía -en Lyon, creo-, hacia las cuatro de la mañana, en una plaza pública.

Saturno levantó lentamente la cabeza y, observándome con atención:

-¡Ah! -dijo-, es posible.

-¡Sí! -continué mirándolo fijamente-. ¡Espera!, también había, en esa plaza, un objeto muy melancólico, a cuyo espectáculo me había dejado llevar por dos amigos estudiantes y que prometí no volver a contemplar nunca más.

-¡Cierto! -dijo el señor Saturno-. ¿Y cuál era ese objeto, si no es indiscreción?

-A fe mía, si no recuerdo mal, señor, era como un cadalso, ¡una guillotina! ¡Ahora estoy seguro!

Estas palabras fueron intercambiadas en voz baja, muy baja, entre ese señor y yo. C... y las señoras charlaban en la sombra muy cerca del piano.

-¡Eso es!, ya me acuerdo -añadí levantando la voz-. ¿Eh?, ¿qué piensa usted?, ¿lo recuerda? Aunque pasaste muy rápidamente ante mí, tu carruaje, rebasado durante un instante por el mío, me permitió verte a la luz de las antorchas. La circunstancia grabó tu rostro en mi mente. Tenía, entonces, exactamente la misma expresión que observo ahora en tu semblante.

-¡Ah! ¡Ah! -respondió Saturno-, ¡es cierto! ¡Es, a fe mía, de una exactitud sorprendente, te lo confieso!

La estridente risa de este señor me sugirió la sensación de un par de tijeras cortando el cabello.

-Entre otros -continué-, un detalle me llamó la atención. Te vi desde lejos, descender hacia el lugar en el que estaba situado el cadalso... y, a no ser que me haya equivocado en el parecido...

-No te has equivocado, querido señor, efectivamente, era yo -respondió.

Al decir esto, sentí que la conversación se había tornado glacial y que, por consiguiente, tal vez yo faltaba a la estricta cortesía que un verdugo de tan extraña índole tenía derecho a exigirnos. Buscaba, pues, una banalidad para cambiar los pensamientos que nos envolvían a ambos, cuando la bella Antonie se apartó del piano diciendo con indolencia:

-A propósito, señoras y señores, ¿saben que hay, esta mañana, una ejecución?

-¡Ah!... -exclamé, extrañamente agitado por estas palabras.

-Se trata del pobre doctor de la P... -continuó tristemente Antonie-; hace tiempo me curó. Por mi parte, solamente lo censuro por haberse defendido ante los jueces, lo creí con más estómago. Cuando la suerte está echada de antemano, me parece que hay que reírse, en la nariz de esos golillas. El señor de la P... se olvidó de ello.

-¡Cómo! ¿Es hoy? ¿Definitivamente? -pregunté esforzándome en hablar con voz indiferente.

-A las seis, hora fatal, señoras y señores!... -respondió Antonie-. Ossian, el hermoso abogado, el preferido de Saint-Germain, vino ayer por la noche, a anunciármelo, para cortejarme a su manera. Lo había olvidado. Parece que han traído a un extranjero (!) para ayudar al Verdugo de París, habida cuenta de la solemnidad del proceso y de la distinción del culpable.

Sin percibir lo absurdo de estas últimas palabras, me volví hacia el señor Saturno. Estaba de pie ante la puerta, envuelto en un gran abrigo negro, sombrero en mano, con aspecto oficial.

¡El ponche me había embotado el cerebro! Para decirlo todo, yo tenía ideas belicosas. Temiendo haber cometido, al invitarle, lo que creo se llama en estilo parisiense una «pifia», la persona del intruso (fuera quien fuera) se me hacía insoportable y a duras penas podía contener mi deseo de hacérselo saber.

-Señor barón -le dije sonriendo-, ante tus singulares sugerencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarte si no eres, en cierto modo, como la Ley, «ciego y sordo tan a menudo como Dios te lo permite»?

Se acercó a mi, se inclinó con un aire agradable y me respondió en voz baja:

-¡Pero cállese, hay señoras!

Saludó a todos y salió, dejándome mudo, un tanto tembloroso y sin poder dar crédito a mis oídos.

Permítame, lector, unas palabras. Cuando Stendhal quería escribir una historia de amor un tanto sentimental, tenía la costumbre, como ya es sabido, de releer antes una media docena de páginas del Código penal para -decía él- coger el tono. Por mi parte, al metérseme en la cabeza escribir algunas historias, yo encontré más práctico, tras una madura reflexión, frecuentar lisa y llanamente, por la noche, uno de los cafés del paseo de Choiseul, donde el difunto señor X..., antiguo verdugo de París, iba a jugar de incógnito, casi todos los días, su partida de imperial. Me parecía un hombre tan bien educado como cualquier otro; hablaba en voz muy baja, pero muy clara, con una benigna sonrisa. Yo me sentaba en una mesa cercana y me divertía un poco con él cuando, llevado por la pasión del juego, exclamaba bruscamente: «¡Corto!» sin malicia alguna. Recuerdo que allí escribí mis más poéticas inspiraciones, utilizando una expresión burguesa. Por tanto, yo estaba inmune a la intensa sensación de horror que suelen provocar en los transeúntes esos señores vestidos con traje corto.

Era extraño que me sintiera, en ese momento, bajo la impresión de un sobrecogimiento tan intenso, puesto que nuestro convidado casual acababa de declararse uno de ellos.

C..., que se había aproximado a nosotros mientras nos dirigíamos las últimas palabras, me golpeó levemente en el hombro.

-¿Has perdido la cabeza? -me preguntó.

-¡Habrá recibido una gran herencia y solamente ejerce mientras espera un sustituto...! -murmuraba yo, muy excitado por los vapores del ponche.

-¡Vamos! -dijo C...-. ¿Acaso supones que él tenga, realmente, algo que ver con la ceremonia?

-Entonces, ¿has captado el significado de nuestra charla? -le dije en voz muy baja-: ¡corta pero instructiva! ¡Este señor es un simple verdugo!, belga probablemente. Es el extranjero que Antonie mencionaba hace un momento. Sin su presencia de ánimo, yo hubiera sufrido tal contrariedad que habría aterrado a estas jóvenes.

-¡Venga ya! -exclamó C... -¿un verdugo con una indumentaria de treinta mil francos?, ¿que regala diamantes a su acompañante?, ¿qué cena en la Maison Dorée la víspera de prodigar sus cuidados a un cliente? Desde tus visitas al café de Choiseul ves verdugos por todas partes. ¡Bebe una copa de ponche! Tu señor Saturno es un pésimo bromista, ¿sabes?

Ante estas palabras, me pareció que la lógica, sí, que la fría razón estaba del lado de este querido poeta. Muy contrariado, tomé a toda prisa mis guantes y mi sombrero y me dirigí rápidamente al umbral, murmurando:

-Bien.

-Tienes razón -dijo C...

-Esta pesada broma ha durado demasiado tiempo -añadí mientras abría la puerta del salón. Si alcanzo a ese fúnebre mistificador, juro que...

-Un momento: juguemos a ver quién pasará primero -dijo C...

Yo iba a responder adecuadamente y a desaparecer cuando, a mis espaldas, una voz alegre y muy conocida exclamó bajo la levantada cortina:

-¡Inútil! Quédate, mi buen amigo.

En efecto, nuestro ilustre amigo, el pequeño doctor Florian Les Eglisottes, había entrado mientras pronunciábamos nuestras últimas palabras: estaba delante de mí, dando saltitos, con su abrigo cubierto de nieve.

-Querido doctor -le dije-, en un momento estoy con usted, pero...

Él me retuvo.

-Cuando le haya contado la historia del hombre que salía de este salón al llegar yo -continuó-, le apuesto que no se preocupará ya en pedirle cuentas de sus ocurrencias. Por otra parte, es demasiado tarde, su coche lo ha llevado ya muy lejos de aquí.

Pronunció estas palabras en un tono tan extraño que me detuvo definitivamente.

-Veamos esa historia, doctor -dije sentándome tras un momento de duda-. Pero, piénsalo, Les Eglisottes: respondes de mi inactividad y asumes la responsabilidad.

El príncipe de la Ciencia posó en un rincón su bastón con empuñadura de oro, besó galantemente, con la punta de sus labios, los dedos de nuestras tres bellas desconcertadas, se sirvió un poco de madeira y, en medio de un silencio fantástico provocado por el incidente -y por su propia entrada-, comenzó a hablar en estos términos:

-Comprendo toda la aventura de esta noche. ¡Estoy tan al corriente de todo lo que acaba de suceder como si hubiera estado con ustedes...! Lo que les ha ocurrido, sin ser precisamente alarmante, es, a pesar de todo, algo que hubiera podido serlo.

-¿Cómo? -dijo C...

-Este señor es, efectivamente, el barón de H...; él pertenece a una importante familia alemana; es millonario, pero... El doctor nos miró:

-¡Pero el prodigioso caso de alienación mental que le aqueja, constatado por las Facultades de Medicina de Munich y de Berlín, representa la más extraordinaria y más incurable de todas las monomanías registradas hasta hoy! -terminó el doctor con el mismo tono que hubiese empleado en su curso de fisiología comparada.

-¡Un loco! ¿Qué significa eso, Florián, qué quieres decir? -murmuró C... yendo a echar el cerrojo de la puerta.

Las damas, ante esta revelación, dejaron de sonreír.

En cuanto a mí, creía en realidad estar soñando, desde hacía unos minutos.

-¡Un loco! -exclamó Antonie-; pero me parece que a esas personas se las encierra. ¿No?

-Creía haber explicado que nuestro caballero es varias veces millonario -replicó muy serio Les Eglisottes-. Es él, pues, mal que les pese, quien hace encerrar a los demás.

-Y ¿cuál es su manía? -preguntó Susannah-. Les prevengo que a mí me parece muy simpático.

-¡Quizá dentro de unos momentos, señora, su opinión no sea la misma! -continuó el doctor después de encender un cigarrillo.

El lívido amanecer teñía los cristales, las velas amarilleaban, el fuego se extinguía; lo que escuchábamos nos producía la sensación de una pesadilla. El doctor no era dado a la mistificación: lo que él decía debía ser tan fríamente real como la máquina levantada lejos, en la plaza.

-Parece -continuó entre dos sorbos de madeira- que en cuanto llegó a la mayoría de edad, este joven se embarcó hacia las Indias orientales; viajó mucho por los países asiáticos. Allí comienza el profundo misterio que esconde el origen de su accidente. Él asistió, durante algunas revueltas en Extremo Oriente, a los rigurosos suplicios que las leyes que rigen esos países, aplican a los rebeldes y a los culpables. Al principio, sin duda, debió de asistir por simple curiosidad de viajero. Pero, ante aquellos suplicios, se podría decir que surgieron en él los instintos de una crueldad que supera las capacidades de comprensión conocidas, y turbaron su cerebro, envenenaron su sangre y finalmente lo transformaron en el ser singular en que se ha convertido. Figúrense que gracias al dinero, el barón H... penetró en las viejas prisiones de las principales ciudades de Persia, de Indochina y del Tibet y que obtuvo varias veces de los gobernadores el derecho a sustituir a los ejecutores orientales para ejercer por sí mismo las funciones de verdugo. ¿Conocen el episodio de las cuarenta libras de ojos arrancados que llevaron, en dos bandejas de oro, al shah Nasser-Eddin, el día que entró solemnemente en una ciudad que se había sublevado? El barón, vestido como los hombres de la región, fue uno de los más ardientes ejecutores de tamaña atrocidad. El ajusticiamiento de los dos jefes de la rebelión fue de un horror aún mayor. Primero fueron condenados a que se les arrancaran los dientes con tenazas, y luego que les incrustasen esos mismos dientes en sus cabezas rasuradas para tal fin, y todo esto de manera que formasen las iniciales persas del glorioso nombre del sucesor de Feth-Alishah. Fue también nuestro aficionado quien, por un saco de rupias, consiguió ejecutarlos él mismo con la acompasada torpeza que le caracteriza. [Una simple pregunta: ¿quién es mas insensato, el que ordena tales suplicios o aquél que los lleva a cabo? ¿Se escandalizan? ¡Bah! Si el primero de estos dos hombres se dignase venir a París, nos honraríamos en preparar fuegos artificiales y ordenaríamos que las banderas de nuestros ejércitos se inclinasen a su paso, todo en nombre de los «Inmortales principios del 89». Así pues, sigamos.] Si hay que creer en los informes de los capitanes Hobbs y Egginson, los refinamientos que su creciente monomanía le inspiró en esas ocasiones sobrepasaron, con toda la altura del absurdo, las de Tiberio y de Heliogábalo, y todas aquéllas que se mencionan en los fastos humanos. Porque -añadió el doctor- no se puede igualar en perfección a un loco en aquello en que desvaría.

El doctor Les Eglisottes se detuvo y nos contempló, uno a uno, con un aire burlón.

Prestábamos tanta atención a este discurso que habíamos dejado apagar nuestros cigarros.

-Una vez de regreso a Europa -continuó el doctor-, el barón H..., cansado ya hasta el punto de pensar en su curación, cayó de nuevo en su calenturienta fiebre. Sólo tenía un sueño, uno solo, más mórbido, más glacial que todas las abyectas imaginaciones del marqués de Sade: era, sencillamente, el de recibir el nombramiento de Verdugo GENERAL de todas las capitales de Europa. Pensaba que las buenas tradiciones y la habilidad periclitaban en esta rama artística de la civilización; que, como se dice, había peligro en la espera, y, valiéndose de los servicios que había prestado en Oriente (escribía en las peticiones que a menudo ha enviado), esperaba (si los soberanos se dignaban honrarle con su confianza) arrancar a los prevaricadores los chillidos más modulados que jamás hayan escuchado los oídos de un magistrado bajo las bóvedas de un calabozo. (¡Mire!, cuando se habla de Luis XVI delante de él, su ojo se ilumina y refleja un extraordinario odio de ultratumba: Luis XVI fue, ciertamente, el soberano que creyó en la abolición de la tortura previa, y probablemente sea este monarca la única persona que el señor H... haya odiado.)

»Como se figuran, siempre fracasó en sus peticiones, y sólo gracias a las gestiones de sus herederos no se le ha encerrado como merece. En efecto, unas cláusulas del testamento de su padre, el difunto barón de H..., obligan a la familia a evitar su muerte civil a causa de los enormes perjuicios económicos que tal muerte produciría a sus parientes. Viaja, pues, libremente. Mantiene excelentes relaciones con todos esos señores de la Justicia capital. Por todas las ciudades por donde pasa, su primera visita es para ellos. Con frecuencia les ha ofrecido enormes sumas de dinero para que lo dejen operar, en su lugar, y yo creo, entre nosotros -añadió el doctor guiñando un ojo-, que en Europa, ha decapitado a algunos.

»Aparte de estas actividades, se puede decir que su locura es inofensiva, puesto que sólo la ejerce sobre personas designadas por la Ley. Exceptuando su alienación mental, el barón de H... tiene fama de ser un hombre de costumbres apacibles e, incluso, agradables. De vez en cuando, su ambigua mansedumbre produce, quizás, escalofríos en la espalda, como suele decirse, a los íntimos que están al corriente de su terrible manía, pero eso es todo.

»Sin embargo, habla a menudo de Oriente con pena y debe de volver constantemente. La privación del diploma de Torturador en jefe del globo lo ha sumido en una negra melancolía. Imagínense los ensueños de Torquemada o de Arbuez, de los duques de Alba o de York. Su monomanía empeora de día en día. Igualmente, cuando se presenta una ejecución, emisarios secretos le advierten de ello; ¡antes incluso que a los mismos verdugos! Corre, vuela, devora la distancia, su lugar está reservado al pie de la máquina. Allí debe de estar en este momento en que les hablo: no dormiría tranquilo si no hubiera obtenido la última mirada del condenado.

»Este es, señoras y señores, el caballero con el que han tenido la suerte de compartir esta noche. Añadiré que, alejado de su demencia y en sus relaciones con la sociedad, es un hombre de mundo verdaderamente irreprochable y el más agradable conversador, el más divertido, el más...

-¡Basta, doctor!, ¡por favor! -exclamaron Antonie y Clío la Cendrée, a quienes la estridente y sardónica jovialidad de Florián había impresionado extraordinariamente.

-¡Pero es el chichisbeo de la Guillotina -murmuró Susannah-: es el dilettante de la Tortura!

-Realmente, si no te conociera, doctor... -balbuceó C...

-¿No lo creerías? -interrumpió Les Eglisottes-. Tampoco yo lo creí durante largo tiempo; pero, si quieres, podemos ir allí. Justamente tengo mi tarjeta; podremos llegar hasta él a pesar de la barrera de la caballería. Sólo les pediría que observasen su rostro durante el cumplimiento de la sentencia, tras lo cual no dudarán más.

-¡Muchas gracias por la invitación! -exclamó C...- prefiero creerte, a pesar del absurdo verdaderamente misterioso del hecho.

-¡Ah! ¡es que tu barón es un tipo!... -continuó el doctor mientras atacaba una pirámide de cangrejos que milagrosamente había permanecido intacta.

Luego, al vernos a todos taciturnos:

-¡No hay que extrañarse ni afectarse en modo alguno por mis confidencias sobre este tema! -dijo-. Lo que constituye el horror del asunto es la particularidad de la monomanía. En cuanto al resto, un loco es un loco, nada más. Lean a los alienistas: encontrarán allí casos de una rareza casi sorprendente; y les juro que nos codeamos durante el día, a cada momento, sin sospechar nada, con enfermos semejantes.

-Mis queridos amigos -concluyó C... tras un momento de general estupor-, confieso que yo no sentiría ninguna repugnancia en chocar mi copa con la que me tendiera un brazo secular, como se decía en aquel tiempo en que los ejecutores podían ser religiosos. No buscaría la ocasión, pero si se me presentara, les diría sin exagerar (y Les Eglisottes me comprenderá) que el aspecto o la compañía de quienes ejercen las funciones capitales no me impresionaría en absoluto. Nunca he comprendido muy bien los efectos de los melodramas a este respecto.

»Pero contemplar a un hombre que cae en la demencia, porque no puede realizar legalmente este oficio, ¡ah!, esto, por ejemplo, sí me impresiona. Y no dudo en declararlo: si hay, en la Humanidad, almas escapadas del Infierno, la de nuestro convidado de esta noche es una de las peores que se pudiera encontrar. Aunque le llamen loco, esto no explica su original naturaleza. Un verdugo real me resultaría indiferente; ¡nuestro horrible maniaco me hace temblar con un indefinible terror!»

El silencio que acogió las palabras de C... fue tan solemne como si la Muerte hubiera dejado entrever, repentinamente, su calva cabeza entre los candelabros.

Me siento algo indispuesta -dijo Clío la Cendrée con una voz entrecortada por el frío de la aurora y por la sobreexcitación nerviosa-. No me dejen sola. Vengan a mi casa. Intentemos olvidar esta aventura, señores y amigos; vengan: hay baños, caballos y habitaciones para dormir. (Apenas sabía lo que decía.) Está situada en medio del Bois, llegaremos en veinte minutos. ¡Compréndanme, se lo ruego! La imagen de ese hombre me pone enferma, y, si estuviera sola, temería verlo entrar repentinamente, con una lámpara en la mano, iluminando su insulsa y terrorífica sonrisa.

-¡Ésta ha sido, en verdad, una noche enigmática! -dijo Susannah Jackson.

Les Eglisottes se limpiaba los labios, satisfecho, tras haber terminado el plato de cangrejos.

Llamamos: Joseph apareció. Mientras arreglábamos cuentas con él, la Escocesa, acariciándose las mejillas con una pequeña pluma de cisne, murmuró, tranquilamente, cerca de Antonie:

-¿No tienes nada que decir a Joseph, pequeña Isolda?

-Sí, cierto -respondió la bonita y pálida criatura-, ¡lo has adivinado, loca!

Luego, volviéndose al encargado:

-Joseph -continuó ella-, toma este anillo: el rubí es demasiado intenso para mí. ¿No es así, Suzanne? Todos esos brillantes dan la impresión de que lloran alrededor de esta gota de sangre. Harás que la vendan y entregarás lo que te den por ella a los mendigos que pasen por delante de esta casa.

Joseph cogió el anillo, se inclinó con ese saludo sonámbulo del que sólo él posee el secreto y salió para llamar a los coches mientras las damas terminaban de arreglarse, se envolvían en sus largos dominós de raso negro y se ponían nuevamente sus máscaras.

Dieron las seis.

-Un momento -dije señalando el péndulo-: esta hora nos hace a todos un poco cómplices de la locura de ese hombre. Seamos más indulgentes con ella. ¿No somos, en este mismo momento, de una barbarie casi tan tétrica como la suya?

Ante tales palabras, permanecimos todos de pie, en un gran silencio.

Susannah me miró tras su máscara: tuve la sensación de una luz acerada. Volvió la cabeza y abrió rápidamente una ventana.

A lo lejos, todos los campanarios de París daban la hora. A la sexta campanada, todo el mundo se estremeció profundamente, y yo miré, pensativo, la cabeza de un demonio de cobre, de rasgos crispados, que sostenía, en un alzapaño, las sangrientas ondulaciones de los cortinones rojos.

jueves, 2 de enero de 2014

Gayo Suetonio Tranquilo - Vida de Calígula

Vida de Calígula
por Gayo Suetonio Tranquilo




I

Germánico, padre de C. César e hijo de Druso y de Antonia la menor, fue adoptado por Tiberio, su tío paterno; ejerció la cuestura cinco años antes de lo que exigían las leyes, e inmediatamente después el consulado; enviado a Germania para tomar allí el mando del ejército, contuvo dentro de su deber a las legiones, que a la noticia de la muerte de Augusto, se negaban obstinadamente, como habían hecho otros, a reconocer a Tiberio por emperador y le ofrecían a él mismo el mando supremo del Estado; dió pruebas entonces de una piedad filial sólo comparable a la energía que mostró, y venciendo poco después al enemigo, regresÓ para recibir los honores triunfales en Roma. Se lo hizo cónsul por segunda vez, pero antes de enttrar en funciones fue, por decirlo así, expulsado de la ciudad por Tiberio, que lo mandó a pacificar el Oriente. Después de haber vencido al rey de Armenia, redujo la Capadocia a provincia romana y murió en Antioquía, a la edad de treinta y cuatro años, de una enfermedad que dió lugar a sospechas de envenenamiento. En efecto, además de las manchas lívidas que tenía en todo el cuerpo y la espuma que le salía de la boca, notóse, cuando lo quemaron, que el corazón permaneció intacto; ahora bien, créese comúnmente que el corazón impregnado de veneno resiste al fuego.


II

Se creyó que murió víctima del odio de Tiberio y merced a la activa complicidad de Cn. Pisón. Estaba éste investido por aquella época del gobierno de la Siria y se creía obligado, según decía, por imperiosa necesidad, a ser enemigo del padre o del hijo, y no cesó de inferir a Germánico, hasta durante su enfermedad, todo género de ultrajes con sus palabras y sus hechos; así fue que, al regresar a Roma, estuvo a punto de que le despedazase el pueblo, y el Senado le condenó a muerte.


III

Sabido es que Germánico poseía todas las cualidades mejores de cuerpo y alma, y en grado que nadie alcanzó jamás: valor y belleza singulares; gran superioridad de elocuencia y saber en las dos lenguas; admirable bondad de alma; el más vivo deseo de agradar y de que le amasen, y maravilloso talento para conseguirlo. El único defecto que contrastaba con su belleza, era tener algo débiles las piernas; pero lo corrigió con la costumbre de montar a caballo después de las comidas. Atacó cuerpo a cuerpo y mató por su mano a muchos enemigos. Defendió ante los jueces muchas causas hasta después de conseguidos los honores del triunfo, y entre otros monumentos de sus estudios, nos ha dejado comedias griegas. Era igualmente simple en la vida pública y en la privada; entraba sin líctores en las ciudades libres y aliadas de Roma, y dondequiera que veía la tUmba de un grande hombre, ofrecía sacrificios a sus manes. Queriendo reunir en un solo sepulcro las osamentas, desde mucho tiempo dispersas, de los soldados degollados en la derrota de Varo, las recogió por su mano y las llevó él mismo. Solamente oponía a sus detractores, cualquiera que fuese la causa de su enemistad, dulzura y moderación. Pisón había roto sus decretos y maltratado a sus clientes, y no le mostró resentimiento hasta que le vió emplear contra él sortilegios y maleficios; entonses se limitó a renunciar públicamente a su amistad, según la costumbre antigua, y a confiar a los suyos su venganza si le ocurría alguna desgracia.


IV

Recogió hermoso fruto de tantas virtudes, e inspiró tal aprecio y tal amor a sus parientes, que Augusto -para no hablar de los demás- dudó por largo tiempo si lo elegiría sucesor, e hizo que le adoptase Tiberio. Hasta tal punto gozaba también del favor popular, que, según el testimonio de la mayor parte de los autores, la inmensa multitud que, a su llegada o salida, se precipitaba a recibirle o despedirle, le hizo correr más de una vez peligro de muerte. Cuando regresó de Germania, después de haber apaciguado allí las sediciones, salieron a recibirle todas las cohortes pretorianas, a pesar de que solamente se había dado orden de hacerlo a dos de ellas; y los habitantes de todo sexo, edad y condición, llenaron el camino hasta veinte millas de Roma.


V

Pero más grandes y enérgicos testimonios de cariño brotaron a la noticia de su muerte y después de ella. El día en que murió, apedrearon los templos y derribaron las estatuas de los dioses; algunos ciudadanos arrojaron a la calle sus dioses lares o expusieron sus hijos recién nacidos. Hasta se dice que los bárbaros, en guerra entonces entre ellos o contra nosotros, consintieron en una tregua como si hubieran perdido uno de los suyos y compartieron nuestra aflicción; que algunos prlncipes, en señal de profundo dolor, se cortaron la barba e hicieron afeitar la cabeza a sus mujeres; en fin, que el rey de los reyes se abstuvo de la caza y no admitió a su mesa a los grandes, lo que equivalía entre los partos a suspender la" actividad pública.


VI

Consternada y afligida la población de Roma a la primera noticia de su enfermedad, esperaba ansiosamente otros correos. De pronto, al obscurecer, se difundió sin saber cómo la nueva de que Germánico se encontraba restablecido, y en seguida corrieron al Capitolio con antorchas y víctimas, casi derribaron las puertas del templo impulsados por la impaciencia de ofrecer a los dioses acciones de gracias y Tiberio fue despertado por los alegres gritos que cantaban: ¡Roma está salvada, salvada está la patria; Germánico se ha salvado. Mas cuando se supo con certeza su muerte, ningún consuelo, ningún edicto pudo poner límites al dolor público, que duró hasta las fiestas del mes de diciembre. Las abominaciones de los tiempos que siguieron aumentaron más aun su gloria y el sentimiento de su pérdida, estando persuadido todo el mundo, y con razón, de que el respeto y temor que inspiraba a Tiberio servían de freno a la crueldad de éste, crueldad que, en efecto, no tardó en estallar después.


VII

Germánico había casado con Agripina, hija de M. Agripa y de Julia, y tuvo nueve hijos, de los que dos murieron de corta edad, y otro al salir de la infancia y cuando se hacia notar por sus atractivos; Livia consagró su estatua representando el Amor en el templo de Venus, en el Capitolio; Augusto tenía su retrato en su cámara, y lo besaba siempre que entraba. Los demás sobrevivieron a su padre; a saber: tres hijas, Agripina, Drusila y Livila, nacidas en el espacio de tres años consecutivos, y tres varones, Nerón, Druso y C. César. El Senado declaró enemigos públicos a Nerón y Druso por acusación de Tiberio.


VIII

C. César nació la víspera de las calendas de setiembre, bajo el consulado de su padre y de C. Fonteyo Capito. Existe mucha diversidad de opiniones en cuanto al lugar donde nació, Léntulo Getúlico pretende que en Tibur; Plinio, en Tréveris, en una aldea del cantón Ambiancino, más allá de Coblenza, y aun añade como prueba, que se enseña allí un altar con esta inscripción: En honor del parto de Agripina.. Unos versos publicados al principio de su principado le hacen nacer entre las legiones durante los cuarteles de invierno:

Nacido en los campamentos, alimentado entre las tropas de su padre,
designado estaba ya para el supremo mando.

Por mi parte encuentro en las actas oficiales que vió la luz en Anzio. Plinio afea a Gentílico que por adulación dijese una mentira que debía lisonjear la vanidad de un príncipe joven y apasionado por la gloria, dándole por cuna una ciudad consagrada a Hércules. Pretende que le alentó para esta impudente falsedad el hecho de que un año antes del nacimiento de Caligula habia venido al mundo en Tibur otro hijo de Germánico llamado C. César, aquel de quien hemos recordado la graciosa infancia y prematura muerte. Pero las fechas combaten a su vez a Plinio, porque los que ban escrito la historia de Augusto, concuerdan al decir que no fue enviado Germánico a la Galia hasta después de su consulado, habiendo nacido ya Cayo. La inscripción de que habla Plinio tampoco prueba nada en favor de su sentir, puesto que Agripina dió a luz dos hijas en el país donde se ven estos altares, y que la palabra puerperium se aplica a todos los partos sin distinción del sexo del nacido, habiendo llamado frecuentemente nuestros mayores a las hijas puerae y a los hijos puelli. Consérvase también una carta de Augusto, escrita pocos meses antes de su muerte a su nieta Agripina, relativa a Cayo, el futuro emperador, porque no existía entonces otro niño de este nombre: Ayer convine con Talario y Aselio, que partirán, si place a los dioses, el 15 de las calendas de junio, para llevarte al niño Cayo. Envío también con él un médico de mi casa, y escribo a Germánico para que le conserve ahí si le agrada. Que sigas bien, mi querida Agripina, y procura llegar con buena salud al lado de tu Germánico. Esta carta indica suficientemente, a lo que creo, que Cayo no nació en el ejército, puesto que tenía cerca de dos años cuando le mandaron desde Roma. Razón es ésta también para no dar fe a los versos que he citado, tanto más cuanto que se desconoce al autor. Necesario es, pues, atenerse a la autoridad de los anales públicos, que es lo único que queda en medio de estas incertidumbres. Además, sábese que Cayo prefirió Anzio a todos sus demás retiros, y que siempre lo quiso como se quiere el lugar del nacimiento; y hasta se dice que, disgustado de Roma, tuvo el proyecto de trasladar allí la sede del Imperio.


IX

El sobrenombre de Calígula era mote militar, y se lo habían dado por haberse educado entre los soldados y por haber usado en su infancia la ropa de aquéllos. Los soldados, que le habían visto crecer y educarse entre ellos, le profesaban increíble cariño, y fue elocuente prueba de ello el que, a la muerte de Augusto, su presencia bastó -esto es indudable- para calmar el furor de las tropas insurreccionadas. Y en efecto, no se amansaron hasta que se convencieron de que querían alejarle del peligroso teatro de la sedición y llevarle ál territorio de otro pueblo. Cediendo al arrepentimiento, se precipitaron delante de su carruaje, lo detuvieron, y le suplicaron encarecidamente que no les hiciese aquella afrenta.


X

Acompañó también a su padre en la expedición de Siria. A su regreso, permaneció primeramente en la casa de su madre, y cuando desterraron a ésta, en la de su bisabuela Livia Augusta, cuyo elogio fúnebre pronunció en la tribuna de las arengas, llevando todavia la toga pretexta. En seguida pasó con su abuela Antonia. A los veintiún años lo llamó Tiberio a Capri, y en un solo dia le hizo tomar la toga y cortar la barba, sin otorgarle ninguna de las distinciones con que señaló la entrada de sus hermanos en la vida pública. Objeto de mil asechanzas y de pérfidas instigaciones por parte de aquellos que querian arrancarIe quejas, no dió pretexto alguno a la malignidad, pareciendo que ignoraba la desgraciada suerte de todos los suyos. Con increible disimulo devoraba sus propias ofensas, y mostraba a Tiberio y a cuantos le rodeaban tanta cortesia, que con razón hizo decir de él que nunca existió mejor esclavo ni peor amo.


XI

Sin embargo, en aquel mismo tiempo no podia ocultar sus bajas y crueles inclinaciones, siendo uno de sus placeres más gratos presenciar torturas y el último suplicio de los condenados. Por la noche corria hacia lugares depravados y hacia el adulterio, envuelto en amplio manto y oculta la cabeza bajo cabellos postizos. Tenia especial pasión por el baile teatral y por el canto. Tiberio no contrariaba estos gustos, que, según creia, podian dulcificar su indole feroz, habiendo comprendido tan bien el penetrante anciano aquel carácter, que decía con frecuencia: Dejo vivir a Cayo para su desgracia y para la de todos; o bien: Crio una hidra para el pueblo romano y otro Faetón para el universo.


XII

Poco tiempo después casó Cayo con Junia Claudia, hija de M. Silano, varón nobilisimo. En seguida fue designado augur en el puesto de su hermano Druso, y antes de entrar en funciones pasó, por extraordinario favor, al pontificado. Tiberio, que no veía en la casa imperial, desierta y devastada, otro apoyo que Cayo, y en Sejano un ministro sospechoso, un enemigo del que no tardó en deshacerse, ponía a prueba de esta manera el carácter y la adhesión de su nieto, a quien acercaba poco a poco a la sucesión. Para estar más seguro de conseguirla, Cayo, que acababa de perder a Junia, muerta de parto, solicitó los favores de Enia Nevia, esposa de Macrón, jefe de las cohortes pretorianas, prometiéndole casarse con ella cuando poseyese el mando supremo y obligándose a ello por juramento y por escrito. Cuando, por medio de ella, ganó a Macrón, no vaciló, según pretenden algunos autores, en envenenar a Tiberio. Aun respiraba éste cuando Cayo le quitó el anillo, y como el moribundo mostraba querer conservarlo hasta el fin, hizo arrojarle encima un colchón, o tal vez le estranguló con sus manos; un liberto, a quien esta crueldad arrancó un grito, fue crucificado en seguida. Este relato parece tanto más verosímil, cuanto que, según algunos historiadores, el mismo Caligula se alabó más adelante, si no de haber cometido este parricidio, al menos de haberlo meditado. En efecto, con frecuencia se le oía vanagloriarse cuando exageraba su cariño a su familia de haber entrado con un puñal en la mano en la cámara de Tiberio dormido, para vengar la muerte de su madre y de sus hermanos; pero la piedad, añadía, le había contenido, había arrojado el arma y se había retirado, sin que Tiberio, que lo había visto, se atreviese a acusarlo o a castigarlo.


XIII

Así llegó al imperio, al que le llamaban los votos del pueblo romano, y hasta diré del mundo entero; querido de las provincias y de los ejércitos, que le habían visto niño; querido de los habitantes de Roma, que amaban en él la memoria de su padre Germánico y el último vástago de una familia desgraciada. Así es que, desde que partió de Misena, aunque seguía en traje de duelo el cortejo fúnebre de Tiberio, continuó su marcha entre altares adornados con flores, con víctimas preparadas ya, antorchas encendidas y acompañándole alegres aclamaciones de una inmensa multitud, que había salido a su encuentro y le prodigaba los nombres más tiernos, llamándole su estrella, su hijo, su niño, su discípulo.


XIV

Apenas entrado en Roma, por consentimiento unánime del Senado y del pueblo, que había invadido la curia, se le reconoció como único árbitro y dueño del Estado, anulando una cláusula del testamento de Tiberio que le daba por coheredero a su otro nieto, niño a la sazón. Tal fue el regocijo público, que en menos de tres meses se degollaron, según dicen, más de ciento sesenta mil víctimas. Habiendo ido Cayo pocos días después a visitar las islas de la Campania, se hicieron votos públicos por su regreso: con tanto apresuramiento se aprovechaba cualquier coyuntura para mostrarle el tierno interés que tenían por su conservación. Por el mismo tiempo cayó enfermo, y todo el pueblo pasó la noche en derredor del palacio, y hubo romanos que, a precio de su restablecimiento, hicieron voto de combatir en la arena y de inmolarse a los dioses como víctimas expiatorias. A este inmenso cariño de los ciudadanos uníase el notable amor de los mismos extranjeros. Artabán, rey de los partos, que nunca había ocultado su odio y su desprecio por Tiberio, solicitó la amistad de Cayo, celebrando a este efecto una entrevista con un legado consular, y, atravesando el Eufrates, rindió culto a las águilas romanas y a las imágenes de los Césares.


XV

Excitaba el cariño público por toda clase de gestos agradables al pueblo. Después de pronunciar en la tribuna, vertiendo abundantes lágrimas, el elogio fúnebre de Tiberio y de haberle hecho magníficos funerales, marchó en seguida a las islas Pandataria y Poncia, para recoger las cenizas de su madre y de su hermano, y en medio de tremenda tempestad, para que resaltara mejor su piadoso apresuramiento. Acercóse a aquellas cenizas con grandes muestras de veneración, colocólas por sí mismo en dos urnas, y las acompañó hasta Ostia, con la misma ostentación de dolor, en un birreme que llevaba un estandarte muy grande en la popa. Desde allí las llevó por el Tíber hasta Roma, donde las recibieron los miembros más distinguidos del orden ecuestre, y colocándolas sobre unas angarillas, las depositaron en pleno día en el Mausoleo. Estableció en honor suyo ceremonias fúnebres anuales, y además, por su madre, juegos en el circo, en los que habían de pasear solemnemente su imagen en un carro, como las de los dioses. En memoria de su padre llamó Germánico al mes de setiembre. Hizo en seguida conceder a su abuela Antonia, por un solo senadoconsulto, todos los honores otorgados en diferentes ocasiones a Livia, esposa de Augusto. Tomó por colega en el consulado a Claudio, su tío paterno, que era todavía simple caballero romano. Adoptó a su primo Tiberio el día en que éste tomó la toga viril, y le dió el título de príncipe de la juventud. En cuanto a sus hermanas, quiso que se añadiese esta fórmula a todos los juramentos: Ni a mí mismo ni a mis hijos amaré tanto como a Cayo y sus hermanas; y en las comunicaciones de los cónsules: Por la felicidad y prosperidad de C. César y de sus hermanas. Avido siempre de popularidad, rehabilitó a los condenados y desterrados y suspendió todas las persecuciones anteriores a su advenimiento. Hizo llevar al Foro todos los documentos relativos al proceso formado a su madre y hermanos, y después de asegurar públicamente por los dioses que no había leído y ni siquiera tocado ninguno de ellos, los quemó todos para que no quedase causa de temor a ningún delator o testigo. Un día se negó a recibir un escrito que le presentaban como interesante para su vida, y contestó que nada había hecho que pudiese atraerle el odio de nadie, y aseguró que no tenía oídos para los delatores.


XVI

Desterró de Roma a los inventores de orgías monstruosas, y hasta costó mucho trabajo impedir que los ahogase en el mar. Hizo buscar las obras de Tito Labieno, de Cordo Cremucio y de Casio Severo, que el Senado había suprimido, y permitió su copia y lectura, diciendo que tenía el mayor interés en que la posteridad fuese enterada de todo. Publicó las cuentas del Imperio, uso que introdujo Augusto y que desdeñó Tiberio. Dió a los magistrados jurisdicción libre, independiente de toda apelación a su persona. Revistió a los caballeros romanos con un cuidado riguroso -que no excluía la moderación- y quitó públicamente su caballo a aquellos a quienes se probó alguna bajeza o ignominia, contentándose, sin embargo, con omitir de la lista a los que habían cometido algunas faltas. Con objeto de aliviar a los jueces de sus trabajos, añadió una quinta decuria a las cuatro existentes. Trató también de restablecer el uso de los comicios y de devolver al pueblo el derecho de sufragio. Pagó fielmente, y sin detención los legados que hizo Tiberio en su testamento, pese a que había sido anulado, y aun los de Julia Augusta, cuyo testamento había sido suprimido por Tiberio. Restituyó a Italia el dos por ciento de las ventas en remate público. Indemnizó muchos daños causados por incendios; al restituir los reinos a sus poseedores, añadió el producto íntegro de las rentas e impuestos cobrados durante el tiempo de la ocupación, de la misma manera que devolvió a Antioco Comageno una confiscación de diez millones de sestercios. Con objeto de alentar a todas las virtudes, regaló ochenta mil sestercios a un liberto a quien las torturas más crueles no habían podido arrancar una sola palabra acerca de un crimen que se imputaba a su patrón. Esta conducta hizo que se le concediera, entre otras distinciones, un escudo de oro, que todos los años, en determinado día, los colegios de sacerdotes debían llevar al Capitolio, siguiéndoles el Senado y los jóvenes nobles de ambos sexos, cantando versos en su alabanza. Decretóse también que el día de su advenimiento al Imperio se llamaría Palilia, como si fuese fecha de nueva fundación de Roma.


XVII

Cuatro veces ejerció Calígula el consulado: la primera, desde las calendas de julio y durante dos meses; la segunda, desde las calendas de enero, durante treinta días; la tercera, hasta los idos de enero; la cuarta, hasta el séptimo día antes de los idus del mismo mes. Los dos últimos consulados fueron consecutivos. El tercero lo comenzó en Lyón y sin colega, no por orgullo o indiferencia, como se ha dicho, sino porque, ausente de Roma, ignoraba que su colega había muerto hacia el día de las calendas. Dió dos veces al pueblo congiarios de trescientos sestercios por cabeza, y a los senadores, lo mismo que a los caballeros, una comida suntuosa, invitando también a ella a sus esposas e hijos. En el último de estos festines, hizo distribuir a los hombres trajes urbanos y cintas de púrpura a los niños y a las mujeres. Para aumentar perpetuamente el regocijo público en las fiestas saturnales, les añadió un día, llamándole día de la juventud.


XVIII

Dió muchas veces combates de gladiadores, unos en el anfiteatro auro, otros en el Campo de Marte, y presentó en ellos grupos de luchadores de Africa y de Campania, elegidos entre los más famosos de estos paises. Cuando no presidía personalmente estos espectáculos, encargaba hacerlo a los magistrados o a sus amigos. También dió juegos escénicos, muchos y muy variados, algunas veces durante la noche y a la luz de inmensa cantidad de antorchas. Mandaba a los espectadores regalos de toda clase y hasta cestos llenos de pan y de carne. Viendo un día enfrente de él, en una de estas distribuciones, a un caballero romano que comía su parte con mucho apetito y alegría, hizo llevarle la suya; y observando más lejos a un senador, digno émulo del caballero, le envió el nombramiento de pretor extraordinario. Los juegos que dió en el circo duraron algunas veces desde la mañana a la noche, con intermedios que fueron a veces una cacería de animales africanos, a veces una carrera troyana. Algunos espectáculos de éstos fueron notables, especialmente por estar sembrada la arena de bermellón y polvo de oro, y porque solamente senadores dirigían los carros. Otros, en fin, se dieron de improviso, como el día en que, examinando desde el palacio de Gelio las instalaciones del circo, accedió a la petición que le dirigieron algunas personas desde lo alto de las casas vecinas.


XIX

Inventó además un nuevo género de espectáculo, distinto a cuanto se ha visto. Hizo construir en el mar, entre Baias y Puzol, en un espacio de cerca de tres mil seiscientos pasos, un puente formado por doble fila de naves de transporte traídas de todos los mares, sujetas con anclas y semicubiertas con pavimento cuya forma recordaba la vía Apia. Durante dos días no hizo más que pasar y repasar por aquel puente; el primero en caballo magníficamente enjaezado, llevando corona de encina en la cabeza, escudo en una mano y espada en la otra, y sobre los hombros clámide bordada de oro; a la mañana siguiente, con traje de auriga, en un carro arrastrado por dos famosos caballos. En esta ocasión precedíale el joven Darío, uno de los rehenes de los partos, y seguíanle su guardia pretoriana y sus amigos en carros. Han creído algunos que imaginó aquel puente con objeto de igualar a Jerjes, tan admirado por haber echado uno en el Helesponto, mucho más corto que el de Baias: otros, que quiso asustar con la fama de aquella gigantesca empresa a los germanos y bretones, a los que amenazaba con la guerra. Sé todo esto; pero siendo niño aún, oía decir a mi abuelo que la única razón de aquella obra, revelada por los servidores íntimos del palacio, fue que el astrólogo Trasilo, viendo vacilar a Tiberio en la elección de sucesor e inclinarse a su nieto natural, había afirmado que Cayo no tenía más probabilidades de ser emperador que de atravesar a caballo el golfo de Baias.


XX

También dió espectáculos fuera de Italia, especialmente juegos. urbanos en Sicilia y Siracusa, y juegos variados en Lyón, en la Galia. Estableció también allí concursos de elocuencia griega y latina, en los que los vencidos estaban obligados, según dicen, a coronar ellos mismos a los vencedores y a componer su panegírico; y en cuanto a aquellos cuyas composiciones se juzgaban malas, debían borrarlas con una esponja y hasta con la lengua, si no preferían que se les azotase o se les arrojara en el río más inmediato.


XXI

Terminó los monumentos que Tiberio había dejado incompletos, el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo. Comenzó un acueducto cerca de Tíbur, y un anfiteatro cerca del campo de Marte; obras de las que su sucesor Claudio terminó la primera, abandonando la segunda. Por orden suya se reconstruyeron en Siracusa las murallas de la ciudad y los templos de los dioses que estaban arruinados. También proyectó reconstruir el palacio de Polícrates en Samos, terminar en Mileto el templo de Apolo Didímeo, fundar una ciudad en la cumbre de los Alpes; pero, ante todo, abrir el istmo en Acaia, y ya había enviado un centurión primipilario para medirlo con exactitud.


XXII

Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo. Habíase hecho llamar Piadoso, hijo de los campamentos, padre de los ejércitos, César óptimo y máximo. Oyendo un día a varios reyes, que habían venido a Roma a saludarle, disputar entre sí en su mesa acerca de la nobleza de su origen, exclamó en griego: Uno solo sea príncipe, uno solo rey; y poco faltó para que en el acto tomase la diadema, y sustituyese la ficción del principado por la realeza. Mas le dijeron que era superior a todos los príncipes y reyes de la tierra, y desde entonces comenzó a atribuirse la majestad divina. Mandó traer de Grecia las estatuas de dioses más famosas por la excelencia del trabajo y el respeto de los pueblos, entre ellas la de Júpiter Olímpico, y quitándole la cabeza la sustituyó con la suya. Hizo prolongar hasta el Foro un ala de su palacio, y transformar el templo de Cástor y Pólux en un vestíbulo, en el que frecuentemente se sentaba entre los dos hermanos, ofreciéndose a las adoraciones de la multitud. Algunos le saludaron con el título de Júpiter Lacial. También tuvo para su divinidad templo especial, sacerdotes y las víctima más raras. En este templo veíase su estatua de oro, que se le parecía mucho, y que todos los días vestían como él. Los ciudadanos más ricos se disputaban tenazmente las funciones de este sacerdocio, objeto de toda su ambición. Las víctimas que se inmolaban a este dios eran flamencos, pavos reales, codornices, gallinas de Numidia pintadas, faisanes, y en cada día una especie diferente. Por la noche invitaba a la luna, cuando estaba en lleno y en todo su esplendor, a venir a recibir sus abrazos y compartir su lecho. De día celebraba conversaciones secretas con Júpiter Capitolino, hablándole algunas veces al oído y presentándole en seguida el suyo, y otras en alta voz y hasta con tono arrogante. Oyósele en cierta ocasión decirle con amenaza: Pruébame tu poder o teme el mío.

Pero habiéndose dejado ablandar, según decía, y habiéndole instado Júpiter a que viviese cerca de él, hizo construir un puente por encima del templo de Augusto, entre el monte Palatino y el Capitolio. Más adelante, con objeto de estar más cerca, hizo echar en la plaza misma del Capitolio los cimientos de un nuevo palacio.


XXIII

No quería que se le creyese ni se le llamase nieto de Agripa, cuyo nacimiento le parecía muy bajo, y le ponía furioso, que en discursos o versos le pusiesen en el linaje de los Césares. Proclamaba que su madre había nacido de un incesto de Augusto con su hija Julia; y no contento con difamar así a Augusto, prohibió celebrar las fiestas solemnes de las victorias de Accio y de Sicilia, como funestas y desastrosas para el pueblo romano. Llamaba a su bisabuela Livia Ulises con faldas, y en una carta al Senado osó rebajar su nacimiento, diciendo que su abuelo materno no era más que un decurión de Fondi, cuando está probado por los anales públicos que Aufidio Lurco desempeñó en Roma altos cargos. Un día negó una conversación particular a su abuela Antonia, y quiso que estuviese presente el prefecto Macrón. Con estos disgustos y otras indignidades, la hizo morir, si es que no la envenenó, según se dice. Después de su muerte. no le tributó ningún honor, y contempló tranquilamente desde su mesa las llamas de la pira. Mandó un ttibuno militar para que matase de improviso a su primo Tiberio. y obligó a su suegro Silano a degollarse. Pretendía que el primero se había negado a seguirlo por mar tempestuoso, esperando apoderarse de Roma si él perecía en la tempestad. y que el otro había respirado un antídoto para precaverse contra sus tentativas de envenenamiento; en realidad, Silano había querido evitarse las molestias de la navegación y las náuseas del mareo, de que sufría mucho, y Tiberio no había hecho otra cosa que usar un remedio conocido contra una tos rebelde. En cuanto a su tío Claudio, solamente lo perdonó para hacerlo juguete suyo.


XXIV

Tuvo comercio criminal y continuo con todas sus hermanas, y a la mesa las hacia sentar consigo en el mismo lecho. mientras que su esposa ocupaba otro. Créese que llevaba aún la pretexta cuando arrebató la virginidad a Drusila, y un día le sorprendió en sus brazos su abuela Antonia, en cuya casa se educaban los dos. Casáronla en seguida con el consular Lucio Casio Longino, pero Cayo se la arrebató y la trató públicamente como a su esposa legítima. En una enfermedad que padeció la instituyó heredera de sus bienes y del imperio. Cuando murió, hizo suspender todos los negocios; y durante ese período fue crimen capital haber reído, haberse bañado, o haber comido con los parientes, la esposa o los hijos. Como enloquecido por el dolor, se fugó una noche de Roma, atravesó sin detenerse la Campania y llegó a Siracusa, de donde volvió tan bruscamente como fue, con la barba y los cabellos desmesuradamente largos. En lo sucesivo no juró más que por la divinidad de Drusila, hasta en las circunstancias más solemnes, y hablando al pueblo y a los soldados. No profesó a sus otras hermanas igual pasión ni les tuvo las mismas consideraciones, y frecuentemente las entregó a sus compañeros de disolución. Así fue que no vaciló, en el proceso de Emilio Lépido, en hacerlas condenar como adúlteras y cómplices de aquel conspirador. No solamente mostró cartas de su mano, que por fraude y medios infames le habían entregado, sino que también consagró a Marte vengador, con una inscripción, tres espadas preparadas para matarle.


XXV

En cuanto a sus matrimonios es difícil decidir si fue más infame cuando los contrajo, cuando los deshizo o los mantuvo. Habiendo asistido a las bodas de C. Pisón y de Livia Orestila, mandó que la llevasen en el acto a su casa, la repudió poco después, y dos años más adelante la desterró, so pretexto de que en este tiempo había vuelto a hacer vida común con su primer marido. Otros dicen que estando sentado en la comida de bodas enfrente de Pisón, le dijo: No estreches tanto a mi esposa; que terminada la comida, se la llevó, y a la mañana siguiente publicó por un edictó, diciendo que se habia casado como Rómulo y como Augusto. Habiendo oído decir un día que la abuela de Lolia Paulina, esposa del consular C. Memio, que mandaba los ejércitos, había sido la mujer más hermosa de su época, la hizo traer inmediatamente de la provincia donde mandaba su marido, obligó a éste a que se la cediera, la tomó por esposa y la repudió poco después, prohibiéndole que jamás tuviese comercio con ningún hombre. Con más constancia y ardor amó a Cesonia, que no era bella ni joven, que había tenido ya tres hijas con otro, pero que era un monstruo de lujuria y lascivia. Frecuentemente la mostró a los soldados cabalgando a su lado, revestida con la clámide y armada con casco y escudo, y a sus amigos la enseñó desnuda. Cuando fue madre, quiso honrarla con el nombre de esposa, y el mismo día se declaró marido suyo y padre de la hija que había dado á luz. Dió a ésta el nombre de Julia Drusila, la llevó a los templos de todas las diosas, y la colocó en el seno de Minerva, a quien rogó que la criase y educase. La mejor prueba para él de que pertenecía a su sangre, era su crueldad, tan grande ya, que rasgaba con las uñas el rostro a los niños que jugaban con ella.


XXVI

Después de estos detalles no extrañará la manera como trató a sus parientes y amigos; en primer lugar, a Ptolomeo, hijo del rey Juba y primo suyo -porque era nieto de Antonia por su madre Selena-, y sobre todo a Macrón y Enia, que lo habían elevado al Imperio; a pesar del parentesco y del recuerdo de los beneficios recibidos, todos perecieron con muerte sangrienta. No mostró más respeto ni bondad con los miembros del Senado. Consintió que muchos de ellos, honrados con las primeras dignidades, corriesen a pie y con la toga junto a su carro por espacio de varias millas, y que durante sus comidas permaneciesen en pie detrás de su lecho o a sus pies con un delantal en la cintura. Hizo matar a algunos secretamente, y no dejaba de llamarles a palacio, como si viviesen aún, hasta que, pasado algún tiempo, decía con odiosa mentira que se habían dado voluntariamente la muerte. Destituyó a los cónsules porque habían olvidado dar un edicto acerca del aniversario de su nacimiento, y la República permaneció, durante tres días sin sus primeros magistrados. Habiendo sido nombrado su cuestor en una conjuración, le hizo azotar, quitándole él mismo sus vestiduras, que extendió a los pies de los soldados para que, al descargar los golpes, estuviesen más firmes. Trató a todos los órdenes con igual desprecio y crueldad. Importunándole el ruido de la multitud que iba a medianoche a ocupar los puestos gratuitos del circo, la hizo arrojar a latigazos. Más de veinte caballeros romanos quedaron aplastados en el tumulto, y otras tantas matronas, sin contar muchos individuos del pueblo. Los días de espectáculo se complacía en sembrar la discordia entre los plebeyos y caballeros, haciendo comenzar las distribuciones antes de la hora acostumbrada, con objeto de que éstos encontrasen ocupados sus puestos por las gentes de más baja estofa. Durante los juegos mandaba descorrer de pronto, cuando el sol era más ardiente, el toldo que preservaba a los espectadores, y prohibía que saliese nadie del anfiteatro. En vez de los combatientes ordinarios, llevaba a veces a la arena fieras extenuadas, combatientes desechados y envejecidos, y como gladiadores de farsa, respetables padres de familia, conocidos por alguna deformidad corporal. Más de una vez llegó hasta cerrar los graneros públicos y amenazó al pueblo con el hambre.


XXVII

He aquí los principales rasgos de su barbarie. Como costaban muy caros los animales para el mantenimiento de las fieras destinadas a los espectáculos, designó algunos condenados para que les sirvieran de alimento; y visitando las prisiones mandó, permaneciendo en el rastrillo y sin consultar siquiera el registro en que constaba cada pena, que delante de él llevasen indistintamente todos los prisioneros a las fieras. Obligó a un ciudadano que había hecho voto de combatir en la arena por la salud del emperador a que cumpliese su promesa: asistió al combate y no le dejó ir sino cuando resultó vencedor, y esto después de reiteradas súplicas. Otro había jurado morir por él si era necesario; aceptó el voto, y viéndole vacilar le hizo coronar como víctima, con verbena y cintas, y lo entregó en seguida a un grupo de niños que habían recibido orden de perseguirle por las calles recordándole su voto, hasta que lo precipitaron por la roca Tarpeya. Condenó a las minas, a los trabajos de los caminos y a las fieras a multitud de ciudadanos distinguidos, después de haberlos marcado con el estigma del fuego. Encerrábales también en jaulas, en las que tenían que mantenerse en postura de cuadrúpedos, o bien los hacía aserrar por la mitad del cuerpo. Y no mandaba esto siempre por causas graves; a unos, porque no habían quedado contentos con un espectáculo; a otros, porque nunca habían jurado por su genio. Obligaba a los padres a que presenciasen el suplicio de sus hijos. Habiéndose excusado uno por enfermo, mandóle en litera; a otro le llevaron, después de tan espantoso espectáculo, a la mesa del emperador, que le excitó por toda clase de medios a reír y regocijarse. Hizo azotar, en su presencia, con cadenas y durante muchos días seguidos, a un intendente de los juegos y cacerías del circo; y no mandó matarle hasta que le molestó el olor de su cerebro en putrefacción. El autor de una poesía fue quemado por orden suya en el anfiteatro por un verso equívoco. Un caballero romano, expuesto a las fieras, gritó que era inocente; hízole sacar, le cortó la lengua y volvió a mandarle al suplicio.


XXVIII

Un día preguntó a un ciudadano, llamado después de largo destierro, qué acostumbraba hacer en él, y le contestó para adularle: Diariamente pedía a los dioses, que me han escuchado, que pereciese Tiberio y reinaras tú. Persuadido entonces de que aquellos desterrados pedían a los dioses su muerte, mandó a las islas en que estaban detenidos, soldados que les matasen a todos. Queriendo que el pueblo despedazase a un senador, apostó hombres que le llamasen enemigo público, en el momento en que entrase en el Senado; éstos debían herirle al mismo tiempo con los punzones y entregarlo en seguida al populacho para que le hiciese pedazos; y no quedó satisfecho hasta que vió sus miembros y sus entrañas arrastrados por las calles y depositados a sus pies.


XXIX

La atrocidad de sus palabras hacía más odiosa aun la crueldad de sus acciones. Nada encontraba tan laudable y hermoso en su carácter, según decía, como lo que llamaba su insensibilidad. Habiéndole reconvenido su abuela Antonia, no se limitó a no atenderla, sino que le dijo: Recuerda que todo me está permitido, y contra todos. Cuando dió la orden para matar a su primo, de quien suponía se había precavido contra el veneno, exclamó: ¡Un antídoto contra César! Cuando desterró a sus hermanas, les dijo con tono amenazador que no tenía solamente islas, sino también espadas. A un anciano pretor que se había retirado a Anticira por motivos de salud y que le pidió prórroga de licencia, mandó matarle, diciendo que necesitaba una sangría, puesto que no le bastaba el eléboro, por tanto tiempo usado. Cada diez días formaba la lista de los prisioneros que quería hacer ejecutar y a esto llamaba ajustar sus cuentas. Habiendo puesto un día en la misma lista galos y griegos, dijo con regocijo que acababa de subyugar la Galogrecia.


XXX

Hacia siempre herir a las víctimas a golpes leves repetidos, y jamás dejaba de recomendar a los verdugos, que le conocían bien, que hiriesen de manera que se sintieran morir. Habiendo mandado al suplicio un hombre por otro, a causa de una equivocación de nombre, dijo: Éste lo ha mérecido también. Incesantemente tenía en la boca estas palabras de una tragedia: Que me odien con tal de que me teman. Con frecuencia injurió a todos los senadores a la vez, llamándoles a veces hechuras de Sejano, a veces delatores de su madre y de sus hermanos; y mostrando los documentos que había fingido arrojar al fuego, justificaba la crueldad de Tiberio, porque aquellas acusaciones, según decía, la hicieron necesaria. No cesaba de hablar mal del orden ecuestre, a causa de su pasión por los juegos y espectáculos. Furioso por ver a la multitud favorecer en el circo a un partido al que él era contratio, exclamó: ¡Ojalá tuviese una sola cabeza el pueblo romano! En ocasión en que reclamaba para la arena a un criminal llamado Tetrinio, dijo: que los que lo pedían eran también tetrinios. Cinco reciarios de los que visten túnicas y combaten en grupo habían sido derribados, sin oponer resistencia, por otros tantos gladiadores completamente armados; cuando se pronunciaba ya la sentencia de su muerte, uno de los vencidos, recobrando el tridente, mató a los vencedores. Calígula deploró en un edicto aquella inesperada y espantosa matanza, y execró a los que habían consentido en presenciarla.


XXXI

Oyósele lamentar más de una vez que no hubiese ocurrido en su reinado ninguna calamidad pública, mientras que el de Augusto se distinguía por la derrota de Varo, y el de Tiberio por la caída del anfiteatro de Fidena. Al suyo, decía, le amenazaba el olvido por demasiado feliz y frecuentemente deseaba sangrientas derrotas, hambres, pestes, vastos incendios y terremotos.


XXXII

No prescindía de su ferocidad ni en medio de sus placeres, juegos y festines. Muchas veces daban tormento en su presencia mientras comía o se entregaba al desorden con sus amigos. Un soldado experto en cortar cabezas ejercía delante de él su habilidad en todos los prisioneros que le presentaban. Cuando dedicó el puente de Puzol, de que ya hemos hablado, invitó a los que estaban en la orilla a reunirse con él, y de pronto mandó arrojarlos abajo. Algunos se agarraron a los barcos y les hizo arrojar al mar a golpes descargados con garfios y remos. Durante una comida pública en Roma, habiendo arrancado de un lecho un esclavo una hoja de plata, mandó en el acto al verdugo que le cortase las manos, se las colgase al cuello y lo pasease así por todas las mesas con un cartel que dijese la causa del castigo. En ocasión en que esgrimía con un gladiador mirmilón, armado como él con una varilla, éste cayó involuntariamente; Calígula le atravesó de una puñalada, y corrió por todas partes con una palma en la mano, como los vencedores del anfiteatro. Durante un sacrificio, en el momento en que iba a ser inmolada la víctima, se ciñó como los sacrificadores, y cogiendo el mazo mató al que presentaba el cuchillo sagrado. En medio de espléndida comida comenzó de pronto a reír a carcajadas; los cónsules sentados a su lado le preguntaron con acento adulador de qué reía: Es que pienso, contestó, que puedo con una señal haceros degollar a los dos.


XXXIII

He aquí algunas de sus bromas. Un día se colocó por burla al lado de la estatua de Júpiter, y preguntó al trágico Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y como vacilase en contestar le hizo en seguida azotar, y advirtió que tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos. Cuantas veces besaba el cuello de su esposa o de su amante, decía: Esta hermosa cabeza caerá en cuanto yo lo ordene; y muchas veces repetía que mandaría dar tormento a su querida Cesonia para que dijese ella misma por qué la amaba tanto.


XXXIV

Su envidiosa malignidad; su crueldad y su orgullo se extendían a todo el género humano y a todos los siglos. Derribó las estatuas de los grandes hombres, que Augusto había trasladado del Capitolio, donde había poco espacio, al vasto recinto del Campo de Marte; y de tal manera dispersó los restos, que cuando quisieron restaurarlas no pudieron encontrarse completas las inscripciones con que estaban adornadas. Prohibió que en adelante se pudiese hacer sin orden o permiso suyo la estatua de ningún hombre vivo. También quiso destruir los poemas de Homero, y preguntaba: ¿por qué no habría de poder hacer yo lo que hizo Platón, que lo desterró de la República que organizó? Poco faltó para que hiciese desaparecer de todas las bibliotecas las obras y retratos de Virgilio y Tito Livio, diciendo: que el uno carecía de ingenio y de saber, y el otro era historiador locuaz e inexacto. En fin, más de una vez se vanaglorió de hacer muy pronto inútil y despreciable toda la ciencia de los jurisconsultos, y proclamó frecuentemente: ¡Por Hércules!, yo haré que no puedan dar ninguna respuesta con prescindencia de mí.


XXXV

Prohibió a los romanos más nobles las antiguas distinciones de sus familias, a Torcuato, el collar; a Cincinato, el pelo rizado; a Cn. Pompeyo, que pertenecía a esta antigua familia, el nombre de Grande. Había llamado a Roma al rey Ptolomeo, de quien antes hablé, y lo recibió muy bien; pero un día que daba un espectáculo le hizo matar de improviso, por el solo delito de haber llamado la atención general al entrar en el teatro, por el brillante color púrpura de su manto. Si encontraba un hombre cuya hermosa cabellera realzaba su gallardía, en el acto hacía afeitarle la parte posterior del cráneo. Un tal Esio Próculo, hijo de un centurión primipilario, por su belleza y estatura había recibido el nombre de Colosseros; habiéndole visto Calígula en un banco del anfiteatro, le hizo bajar en el acto a la arena, oponiéndole en primer lugar un tracio y después un gladiador completamente armado. Próculo venció a los dos, pero el emperador mandó inmediatamente agarrotarle, cubrirle de harapos, pasearlo así por las calles, mostrándolo a las mujeres, y degollarlo en seguida. No había condición tan baja, ni fortuna tan modesta que pudiera ponerse a cubierto de su envidioso odio. Hacia muchos años que estaba el mismo sacerdote en posesión del sacerdocio de Diana de Aricia, y le suscitó un concurrente mucho más robusto que él. A un gladiador llamado Porio, que después de brillante victoria manumitió en el circo a un esclavo suyo, el pueblo le aplaudió con entusiasmo; disgustado Calígula, salió tan apresuradamente del espectáculo que, pisándose la toga, cayó desde lo alto de las gradas, y exclamó con indignación que el pueblo-rey honraba más a un gladiador por fútil motivo que la sagrada memoria de los Césares, en la misma presencia del emperador.


XXXVI

Jamás cuidó de su pudor ni del ajeno; y créese que amó con amor infame a M. Lépido, al payaso Mnester y a algunos rehenes. Valerio Cátulo, hijo de un consular, llegaba a gritar que lo habla prostituido y que estaba extenuado por ello. Sin hablar de sus incestos con sus hermanas, ni de su conocida pasión por la cortesana Piralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, hacialas pasar y repasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un mercader de esclavas, y si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba con la mano. En seguida llevaba a la que le agradaba más a una habitación inmediata, y volviendo después a la sala del festín, con las recientes señales del deleite, elogiaba o criticaba en alta voz lo que habla encontrado agradable o defectuoso en la persona de cada una y en sus relaciones con él. Algunas fueron notificadas de su divorcio por él mismo en nombre de sus maridos ausentes, e hizo insertar estos divorcios en los anales públicos.


XXXVII

Sus prodigalidades superaron la extravagancia de los más pródigos. Inventor de una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos, lavábase con esencias unas veces calientes y otras frías; tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que era necesario ser económico o vivir como César. Durante muchos días arrojó al pueblo desde lo alto de la basílica Julia enorme cantidad de moneda pequeña. Hizo construir naves libúrnicas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y guarnecidas en la popa con piedras preciosas. Encerraban estas naves baños, galerías y comedores, gran variedad de vides y árboles frutales. En ellas costeaba la Campania y ofrecía festines muellemente acostado, en pleno día, en medio de danzas y músicas. No tenía en cuenta las reglas en la construccion dé sus palacios y casa de campo, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que se consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y arrasaba los montes al nivel de los llanos: todo esto con increíble rapidez, castigando la lentitud con pena de muerte. Y para decirlo todo de una vez, en menos de un año disipó los famosos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios.


XXXVIII

Agotados los tesoros y reducido a la pobreza, recurrió a la rapiña y se mostró fecundo y sutil en los medios que empleó: el fraude, las ventas públicas y los impuestos. Pretendía que aquellos cuyos antepasados habían obtenido para ellos y sus descendientes el derecho de ciudadanía romana, lo gozaban ilegalmente si no lo habían recibido de sus padres, porque la palabra descendientes no podía entenderse, según él, más allá de la primera generación; y cuando le presentaban diplomas acordados por Julio César o Augusto, los anulaba como títulos viejos y sin valor. Persiguió por falsa declaración a aquellos cuyo caudal había auméntado de cualquier manera, y por poco que fuese, después de la época del último censo. Rescindió, por causa de ingratitud, los testamentos de todos los primipilarios que desde el principio del reinado de Tiberio no habían dejado su herencia ni al emperador ni a él. También anulaba los de los demás ciudadanos, cuando declaraba cualquiera que el testador había manifestado al morir, deseos de que fuese el César su heredero. Dada así la alarma, muchas personas desconocidas le llamaron abiertamente a la sucesión con sus amigos, muchos padres con sus hijos. Entonces decía que era irrisión vivir después de haberle nombrado heredero, y a la mayor parte de éstos mandaba pasteles envenenados. No subía como juez a su tribunal sino después de haber fijado la cantidad que quería recoger, y en cuanto la recogía, levantaba la sesión. Impaciente siempre por marcharse, condenó una vez en una sola sentencia a más de cuarenta ciudadanos acusados de diferentes crímenes, y despertando a Cesonia, se alabó de haber ganado su jornal mientras ella dormía la siesta.


XXXIX

Habiendo anunciado una venta en subasta, hizo exponer y vender lo sobrante del material de todos los espectáculos, fijó él mismo los precios, y tanto los hizo subir, que algunos ciudadanos obligados a comprar viéndose arruinados, se abrieron las venas. Cosa sabida es que viendo a Aponio Saturnino dormitando en un banco, dijo al pregonero que aquel antiguo pretor le hacía señas con la cabeza de que continuaba pujando, y no cesó de subir el precio hasta que le hizo adjudicar, sin saberlo él, trece gladiadores en nueve millones de sesterdos. Vendió en la Galia las alhajas, muebles, esclavos y hasta los libertos de sus hermanas sobre quienes había recaído sentencia condenatoria, y obtuvo cantidades inmensas. Seducido por el cebo de la ganancia, mandó llevar de Roma todo el mobiliario de la antigua Corte, y embargó para el transporte de aquellos objetos todos los carruajes de alquiler y todos los caballos de los molineros, de manera que con frecuencia faltó el pan en Roma; y la mayor parte de los litigantes, no pudiendo asistir a la asignación, incurrieron, como ausentes, en la pérdida de la acción. No hubo fraude ni artificio que no emplease en la venta de aquellos muebles, censurando a unos compradores su avaricia, preguntando a otros si no se avergonzaban de ser más ricos que él, y fingiendo a veces prodigar de aquella manera a particulares lo que había pertenecido a príncipes. Supo que un rico habitante de provincia había dado doscientos mil sestercios a sus mayordomos para ser admitido a la mesa sin estar oficialmente convidado. No sintió que se pagase tan caro el honor de comer con él, y a la mañana siguiente, viendo al mismo individuo sentado en la sala de ventas, le adjudicó por doscientos mil sestercios una bagatela cualquiera, haciendo decirle que cenaría con el César por invitación personal.


XL

Hizo pagar impuestos nuevos y desconocidos hasta entonces, cobrándolos primeramente los receptores públicos, y en seguida, como era inmensa la ganancia, los centuriones de las tribus de la guardia pretoriana. No hubo persona ni cosa a la que no se impusiese gravamen. Estableció un derecho fijo sobre todos los comestibles que se vendían en Roma; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y estableció pena contra aquellos a quienes se probase que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los mozos de carga se les impuso el octavo de su ganancia diaria; a las cortesanas el precio de una de sus visitas, y añadió a este artículo de la ley, que igual cantidad se exigiría a todos aquellos hombres y mujeres que habían vivido de la prostitución: hasta al matrimonio se le impuso contribución.


XLI

Habíanse anunciado estos impuestos, pero no se habían publicado, y como por ignorancia se cometían muchas contravenciones, decidióse al fin, por instancias del pueblo, a fijar en público su ley; pero la hizo escribir en letra tan menuda, y la expuso en sitio tan estrecho, que fue imposible sacar copias. Para hacer dinero de todo, estableció un lupanar en su propio palacio: construyéronse gabinetes y los amueblaron según la dignidad del sitio; constantemente los ocupaban matronas y jóvenes de nacimiento libre y los nomenclatores iban a las plazas públicas y a los alrededores de los templos a invitar al placer a los jóvenes y a los ancianos. A su entrada les prestaban a enorme interés una cantidad y se tomaban ostensiblemente sus nombres como para honrarles por contribuir al aumento de las rentas del César. Tampoco desdeñaba los provechos del juego; pero sus beneficios más cuantiosos procedían del fraude y del perjurio. Un día encargó al que tenia a su lado que jugase por él, y yendo a colocarse en la puerta de su palacio, hizo apoderarse inmediatamente de dos ricos caballeros romanos que pasaban, les confiscó los bienes y entró alegremente, gloriándose de no haber sido nunca tan afortunado a los dados.


XLII

Cuando nació su hija, quejóse de ser pobre y de sucumbir a la vez bajo el peso del Imperio y de la paternidad y recogió ofrendas para la crianza y la dote al comenzar el año; y el dia de las calendas de enero se colocó en la entrada de su palacio, y allí recibió por si mismo el dinero que multitud de personas de toda condición arrojaron a manos llenas delante de él. En los últimos tiempos, su pasión por la riqueza se había trocado en frenesí, y con frecuencia paseaba descalzo sobre inmensos montones de oro, colocados en vasto salón, y algunas veces se revolcaba sobre ellos.


XLIII

Las fatigas militares no las soportó más que una vez, y no fue a causa de una decisión madurada. Habiendo ido a ver el río Clitumno y el bosque inmediato, avanzó hasta Mevania. Allí le aconsejaron completar la guardia bátava que entonces le rodeaba, y en seguida se le ocurrió comenzar una expedición contra los germanos. No perdió un momento, y mandó venir de todos lados legiones y tropas auxiliares; hizo levas rigurosamente; ordenó reunir todo género de bastimentos en cantidades nunca vistas, y se puso en marcha, caminando unas veces con tal rapidez que, para seguirle, tenían las cohortes pretorianas que cargar las enseñas en los bagajes, en contra de la costumbre; en otras, con tanta flojedad y molicie, que se hacia llevar por ocho esclavos en una litera, y los habitantes de los pueblos vecinos recibían orden de barrer los caminos y rociarlos para quitar el polvo.


XLIV

Cuando llegó al campamento quiso mostrarse general rígido y severo, despidiendo ignominiosamente y degradando a los legados que habían llegado tarde con las tropas que debían llevar. Cuando revistó el ejército, licenció, so pretexto de que estaban viejos y extenuados, a la mayor parte de los centuriones primipilarios que se encontraban en edad madura, quedándoles a algunos muy pocos días para cumplir su tiempo. A otros les acusó de avaricia, y redujo a seis mil sestercios el premio de los veteranos. Todas sus hazañas se redujeron en último término a recibir la sumisión de Adminio, hijo de Cinobelino, rey de los bretones, que expulsado por su padre había venido a refugiarse a su lado con corto acompañamiento. Entonces, cual si hubiese subyugado toda la Bretaña, escribió a Roma pomposas cartas, y mandó a los correos que fuesen en carro al Foro y al Senado, y no las entregasen más que a los cónsules y en el templo de Marte, en presencia de todos los senadores reunidos.


XLV

Poco después, no sabiendo a quién combatir, hizo pasar al otro lado del Rin a algunos germanos de su guardia con orden de ocultarse. Hecho esto, debían venir a anunciarle atropelladamente, después de comer, que se acercaba el enemigo. Así lo hicieron: y lanzándose en seguida al bosque inmediato con sus amigos y una parte de los jinetes pretorianos, hizo cortar árboles, los adornó como trofeos, y volvió a su campamento a la luz de las antorchas, reconviniendo a los que no le habían seguido como tímidos y cobardes. Por el contrario, aquellos que habían contribuído a su victoria recibieron de su mano una nueva especie de corona, a la que dió el nombre de exploratoria, y en la que estaban representados el sol, la luna y los astros. En otra ocasión hizo sacar de una escuela a algunos jóvenes rehenes, les mandó marchar secretamente, y abandonando de pronto numerosa reunión de convidados, les persiguió con la caballería como fugitivos, los alcanzó y los trajo cargados de cadenas; porque en tan repugnante comedia había de violar también las leyes de la humanidad. En seguida volvió a ocupar su puesto en el festín, y habiendo llegado soldados a anunciarle que la tropa estaba reunida, les hizo sentar, armados como estaban, a la mesa, y les excitó, citando un verso célebre de Virgilio a vivir y conservarse para tiempos más felices. Desde el campamento reconvino a los senadores en severo edicto, porque solamente pensaban en la mesa, el circo, el teatro y en agradables partidas de campo, cuando el César estaba peleando.


XLVI

Últimamente, adelantóse hacia las orillas del océano a la cabeza del ejército, con gran acopio de balistas y máquinas de guerra, cual si meditase alguna gran empresa, sin que nadie conociese ni sospechase su designio, hasta que de pronto mandó a los soldados recoger conchas y llenarse de ellas los cascos y ropas, llamándolas despojos del océano debidos al Capitolio y al palacio de los Césares. Como testimonio de su victoria construyó altísima torre en la que encendieron por las noches, a manera de faros, luces para dirigir la marcha de las naves. Prometió a los soldados una gratificación de cien dineros por cabeza, y como si aquello fuese el colmo de la generosidad, les dijo: Marchad contentos y ricos.


XLVII

Ocupándose en seguida de los preparativos de su triunfo, eligió y reservó para esta ceremonia, además de los prisioneros y tránsfugas bárbaros, todos aquellos galos que encontraba más altos y robustos, y como él mismo decía más dignos de un triunfo y con ellos, algunos de la nobleza del país. Obligóles a dejarse crecer la cabellera, a teñirla como la de los germanos, a vestir su traje y hasta a aprender sú lengua. Mandó también que llevasen a Roma, por tierra, las galeras trirremes con que entró en el océano, y escribió a sus mayordomos que le preparasen el triunfo más esplendente que jamás se hubiese visto, y el menos costoso para él, atendiendo a que tenía derecho a disponer de los bienes de todos.


XLVIII

Antes de partir de la provincia de las Galias, concibió el abominable proyecto de exterminar las legiones que se habían sublevado después de la muerte de Augusto y sitiaron a su padre Germánico y a él mismo, niño a la sazón. Mucho costó disuadirle de proyecto tan odioso, pero nada pudo impedirle que diezmase a aquellos soldados. Mandóles, pues, reunirse sin armas y hasta sin espadas, so pretexto de arengarles, y les hizo rodear por la caballería. Mas cUarndo vió que la mayor parte de ellos, sospechando su designio, escapaban por todos lados para recoger sus armas y prepararse a la resistencia, suspendió el discurso y tomó en el acto el camino de Roma, dirigiendo todo su furor contra el Senado, al que amenazó abiertamente, con objeto de separar la atención pública del vergonzoso espectáculo de su conducta. Entre otras cosas, se quejaba de que no le hubiesen decretado el triunfo de que era digno, cuando él mismo, poco tiempo antes, había prohibido, bajo pena de muerte, que jamás se tratase de tributarle honores.


XLIX

Cuando los emisarios del Senado fueron a suplicarIe que acelerase su regreso: Iré, sí, iré, y ésta conmigo, dijo golpeando el pomo de la espada que tenía ceñida. Añadió también que solamente volvía para los que lo deseaban, para los caballeros y para el pueblo, pero que los senadores no encontrarían en él ni un ciudadano ni un príncipe. Prohibió además que ninguno de ellos saliese a recibirlo, y, renunciando al triunfo o aplazándolo, entró en Roma, con los honores de la ovación solamente, el día aniversario de su nacimiento. Cuatro meses después pereció, meditando atrocidades más grandes que cuantas había cometido hasta entonces. Quiso primeramente retirarse a Ando y hasta a Alejandría, después de hacer matar a los ciudadanos más dignos de los dos primeros órdenes. Imposible sería dudarlo, puesto que se encontraron entre sus papeles secretos dos que tenían por título: La espada el uno y El puñal el otro, y que eran listas con notas de los que destinaba a la muerte. Encontróse también en su palacio un cofre grande lleno de venenos diferentes; Claudio mandó arrojarlos al mar, que, según dicen, quedó de tal manera emponzoñado, que el flujo arrojó a la playa gran cantidad de peces muertos.


L

Era alto, tenía la tez lívida y el cuerpo mal proporcionado, las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes, ancha y abultada la frente, escasos cabellos, enteramente calva la parte superior de la cabeza y el cuerpo muy velludo. Por esta razón era crimen capital mirarle desde lo alto cuando pasaba, o pronunciar, bajo cualquier pretexto que fuese, la palabra cabra. Su semblante era naturalmente horrible y repugnante, y procuraba hacerlo más espantoso aun, estudiando delante de un espejo todas las fisonomías que podían infundir terror. No era sano de cuerpo ni de espíritu. Atacado de epilepsia desde sus primeros años, no por eso dejó de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque experimentando síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar en pie y de los que se recobraba con dificultad. Conocía su enfermedad y había pensado más de una vez curarse en profundo retiro. Créese que Cesonia le dió un filtro para que la amase, que no produjo otro efecto qué el de trastornarlo. Excitábale especialmente el insomnio y nunca podía dormir más de tres horas, y éstas ni siquiera con tranquilidad, porque lo turbaban extraños ensueños, entre otros aquél en que le hablaba el mar. Así, pues, la mayor parte de las noches, cansado de velar, se sentaba en el lecho o paseaba por vastas galerías esperando e invocando la luz del día.


LI

A estos extravíos de espíritu debe atribuirse sin duda la reunión en este emperador de dos defectos muy opuestos: una extremada confianza y una excesiva cobardía. Este mismo hombre que tanto despreciaba a los dioses cerraba los ojos y se envolvía la cabeza al más ligero relámpago y al trueno más insignificante, y cuando aumentaba el estruendo se escondía debajo de su lecho. En un viaje a Sicilia, después de burlarse de muchos milagros que le celebraban, huyó de Mesina una noche, espantado por el humo y los rugidos que escapaban del cráter del Etna. No cesaba de proferir terribles amenazas contra los bárbaros; y un día que atravesaba en coche un desfiladero al otro lado del Rin, y en medio de sus tropas, habiendo dicho uno que no sería pequeña la alarma si se presentase de pronto el enemigo, montó en el acto a caballo y huyó hacia el río: allí encontró el puente obstruído por los bagajes y criados del ejército, y, en su impaciencia, decidió hacerse trasportar a brazo por encima de todas las cabezas. Poco tiempo después, como se hablaba de una sublevación de la Germania, solamente pensó en huir, e hizo equipar naves, no teniendo otro consuelo, decia, que la esperanza de conservar al menos las provincias ultramarinas, si los vencedores se apoderaban de los Alpes, como los cimbrios, o de Roma, como los senones. Creo que esto es sin duda lo que sugirió a sus asesinos la idea de decir a los soldados que comenzaban a amotinarse, que Calígula se había suicidado a la noticia de una derrota.


LII

Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de varón. Frecuentemente se le vió en público con brazaletes y manto corto guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras preciosas; otras veces. con vestidos de seda y túnica con mangas. Por calzado, llevaba sandalias, coturno, o botines de corredor, y algunas veces zueco de mujer. Con mucha frecuencia se presentaba con barba de oro, llevando en la mano un rayo, un tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus. Hasta antes de su expedición a Germania, llevaba con asiduidad los ornamentos triunfales, y no era cosa rara verle la coraza de Alejandro Magno, que había mandado sacar del sepulcro de este príncipe.


LIII

En cuanto a los estudios liberales, aplicóse muy poco a la literatura y mucho a la elocuencia. Tenía palabra abundante y fácil, sobre todo cuando peroraba contra alguno. La cólera le inspiraba ampliamente ideas y palabras, respondiendo a su apasionamiento su pronunciación y su voz; no podía permanecer quieto, y su palabra llegaba hasta los escuchas más lejanos. Cuando tenía que hablar en público deda con acento amenazador: que iba a lanzar los dardos de sus vigilias. De tal manera despreciaba la elegancia y adornos de estilo, que reprochaba a las obras de Séneca, el escritor en boga entonces, ser meras tiradas teatrales y como arena sin cimientos. Ordinariamente contestaba por escrito a los oradores cuyos discursos habían tenido más éxito. Cuando habían de ser juzgados en el Senado acusados ilustres, meditaba oraciones en pro y en contra, y según el efecto que esperaba del estilo de ellas, les abrumaba o les salvaba, pronunciando una u otra. Estos días invitaba por edicto a todo el orden ecuestre a acudir para escucharle.


LIV

Practicó otras artes muy diferentes con increíble ardor. Sucesivamente gladiador, auriga, cantor y bailarín, esgrimió en la arena con armas de combate, y guió carros en diversos circos. Tan apasionado era por el canto y el baile, que en el espectáculo no podía dominarse y cantaba delante de todo el mundo con el actor trágico que estaba en escena, e imitaba todos los gestos del histrión como para aprobarlo o corregirlo. Supónese que no tuvo otro motivo para ordenar una velada, el día en que lo mataron, que el deseo de presentarse en la escena con más serenidad a favor de la obscuridad. Esta era también la hora que elegía para bailar. Una vez hizo llamar a palacio a medianoche a tres consulares, que llegaron sobrecogidos de terror. Hízoles colocarse en su teatro, y de pronto se lanzó al escenario con gran estrépito, al ruido de flautas y de sandalias sonoras, con el manto flotante y la túnica de los actores; en seguida ejecutó una danza acompañada de canto y desapareció. Este hombre, que había aprendido tantas cosas, no sabía nadar.


LV

Su pasión por los que le agradaban llegaba a la locura. Besaba en pleno teatro al payaso Mnester, y si mientras bailaba este histrión alguien hacía el ruido más ligero, mandaba llevar a su presencia al perturbador y lo azotaba por su mano. Un día mandó un centurión para que dijese a un caballero romano que provocaba un desorden que partiese en el acto para Ostia y llevase de su parte una carta al rey Ptolomeo, en Mauritania. En la carta no decía más que: No hagas bien ni mal al que te envío. Favoreció a los gladiadores llamados tracios hasta poner a algunos al frente de su guardia germánica, y redujo la armadura de los mirmilones. Uno de éstos, llamado Columbo, salió vencedor en un combate, pero ligeramente herido; Calígula introdujo en la herida un veneno al que después llamó columbino en memoria de este hecho. Al menos, con este nombre escrito de su mano se le encontró entre los otros. Tan adicto era al partido de los aurigas verdes, que frecuentemente comía con ellos en su caballeriza y dormía allí. Un día dió al auriga Eutico, como regalo de mesa, después de una orgía, dos millones de sestercios. Quería de tal modo a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de Perlas: dióle casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado.


LVI

Estas extravagancias y horrores hicieron concebir a algunos ciudadanos el proyecto de matarlo. Descubriéronse dos conjuraciones, y mientras otros conspiradores vacilaban, por falta de ocasión, dos romanos se comunicaron su designio y lo ejecutaron, favorecidos ocultamente por sus libertos más poderosos y por los prefectos del pretorio, señalados ya, aunque injustamente, como cómplices de una conspiración, sabían que desde entonces eran sospechosos y se les odiaba. En efecto, Calígula les había reconvenido en particular con suma acritud, y desenvainando en seguida la espada, les había dicho que estaba pronto a darse la muerte si creían que la merecía; y desde entonces no había cesado de acusarles sucesivamente y de excitar contra ellos el odio y las sospechas. Convínose en atacarle al mediodía, a la salida del espectáculo de los juegos palatinos. Casio Querea, tribuno de una cohorte pretoriana, pidió descargar el primer golpe. Calígula insultaba sin cesar su vejez y nunca le dirigía más que palabras ultrajantes, tratándole de cobarde y afeminado. Si se presentaba a pedirle la consigna, le contestaba Priapo o Venus; si el tribuno tenía que darle gracias por algo, le presentaba la mano a besar con movimientos obscenos.


LVII

Muchos prodigios anunciaron su muerte. En Olimpia, la estatua de Júpiter, que había mandado quitar y trasladar a Roma, lanzó tal carcajada cuando la tocaron, que cayeron las máquinas, y los obreros huyeron a la carrera. En seguida se presentó un tal Casio, que dijo haber recibido en sueños orden de sacrificar un toro a Júpiter. El día de los idos de marzo cayó un rayo sobre el Capitolio de Capua y otro en Roma en el templo de Apolo Palatino, guardián del atrio; de lo que se dedujo, en primer lugar, que amenazaba al emperador un enorme peligro por parte de sus guardias, y además que iba a realizarse un asesinato ruidoso como el que se había cometido en otro tiempo en igual día. El astrólogo Sila, a quien consultó Calígula acerca de su horóscopo, le anunció como próxima e inevitable una muerte violenta. Los oráculos de Anzio le advirtieron que se guardase de Casio, y con este aviso mandó matar a Casio Longino, procónsul de Asia a la sazón, olvidando que Querea se llamaba también Casio. La víspera de su muerte soñó que había estado en el cielo al lado del trono de Júpiter, y que este dios, empujándole con el dedo gordo del pie derecho, lo lanzó a la tierra. Consideraron también como prodigios muchas cosas que la casualidad produjo aquel mismo día. Durante un sacrificio, fue rociado con la sangre de un flamenco; el histrión Mnester danzó en una tragedia que el actor Neoptolomeo representó en otro tiempo el día que mataron a Filipo de Macedonia; en la pantomima titulada Laureolo. en la que el actor principal vomita sangre cuando sale de debajo de las ruinas de un edificio, muchos de los que desempeñaban las segundas partes, queriendo demostrar su habilidad. la vomitaron también, quedando ensangrentado el escenario; en fin, habían preparado para la noche que siguió a su muerte un espectáculo en el que egipcios y etíopes representaban escenas de los infiernos.


LVIII

El 9 de las calendas de febrero, cerca de la hora séptima, encontrándose en duda acerca de si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aun con la comida de la víspera, sus amigos lo decidieron a hacerlo, y salió. Tenía que pasar por una bóveda donde ensayaban entonces niños pertenecientes a las primeras familias del Asia y que él había hecho venir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a verlos y exhortarlos a trabajar bien, y si su jefe no se hubiera quejado del frío, hubiera retrocedido para mandar que comenzase el espectáculo. No convienen todos acerca de lo que sucedió después: dicen unos que mientras hablaba con aquellos niños, Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: ¡Herid!, y que en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todo el mundo por medio de centuriones que pertenecían a la conjuración había preguntado a Calígula la consigna, según costumbre, y que habiéndole dicho éste Júpiter, exclamó Querea: Recibe una prueba de su cólera; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado al suelo y replegándose sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de éstos era ¡Repite!, y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales. Al primer ruido acudieron a socorrerlo sus porteros con los bastones, así como también los soldados de la guardia germánica, que mataron a muchos de los asesinos, y hasta a dos senadores ajenos al crimen.


LIX

Calígula vivió veintinueve años y fue emperador durante tres años, diez meses y ocho días. Llevaron secretamente su cadaver a los Jardines de Lamia, lo chamuscaron en una pira hecha de prisa, y después lo enterraron, cubriéndolo con un poco de césped. Más adelante sus hermanas, vueltas del destierro, lo hicieron exhumar, lo quemaron y sepultaron las cenizas. Asegúrase que hasta esta época inquietaron fantasmas a los guardias de aquellos jardines, y resonaron ruidos espantosos por la noche en la casa donde lo mataron hasta el día en que se incendió. Su esposa Cesonia pereció al mismo tiempo que él, asesinada por un centurión, y a su hija la estrellaron contra una pared.


LX

Da idea de aquellos tiempos el que al principio todos rehusaron prestar crédito a la noticia de su muerte, suponiendo que Cayo había hecho correr el rumor para sorprender mediante este artificio los sentimientos que inspiraba. Los conjurados no destinaron el Imperio a nadie, y el Senado quería tan unánimemente restablecer la libertad, que los cónsules no lo convocaron al principio en la sala ordinaria, debido a que se denominaba Julia, sino en el Capitolio. Algunos opinaron por la abolición de la memoria de los Césares y la destrucción de sus templos. Ha sido observado que todos los Césares que habían llevado el nombre de Cayo perecieron por el hierro, empezando por el que fue asesinado en tiempo de Cinna.