jueves, 11 de julio de 2019

Jorge Abel Muñoz - Los envases

Los envases
por Jorge Abel Muñoz


Arrinconados entre azulejos
shampú, crema enjuague
baños de crema
todas esas torres de plástico
de varias formas y alturas
son una catedral
de promesas y nostalgia:
reparación total
tratamiento reconstructor
recuperación extrema
reactivador de brillo
¿De qué catástrofe me perdí?
Por lo que haya que reparar
recuperar, reconstruir
me hago creyente bajo la lluvia
junto las palmas
entro en la catedral
rezando en un idioma que ni yo mismo
comprendo
pero creo cuando digo
Aqua, Sodium Laureth Sulfatem
Poliquartenium, Acrylates, Parfum
y así
el agua bautista
llueve sobre los restos
limpia lo que no sé
pero recuerdo

viernes, 5 de julio de 2019

Julio Ramón Ribeyro - Dichos de Luder (Selección)

DICHOS DE LUDER
(SELECCIÓN)


por JULIO RAMÓN RIBEYRO



PRESENTACIÓN

A Luder lo frecuenté mucho durante los largos años que vivió en París. Ocupaba un viejo departamento en el Barrio Latino sin más compañía que su criada y, por épocas, de una que otra amiga que podía quedarse allí sólo unos días o una larga temporada. En su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música —tan pronto óperas de Verdi como boleros de Agustín Lara— recibía al atardecer muy irregularmente a dos o tres amigos y a los pocos jóvenes autores o estudiantes que habían leído sus raras publicaciones. Estas veladas eran sencillas. Se bebía sólo vino (tinto y burdeos, sobre esto Luder era inflexible) y se hablaba de todo, sin protocolo ni concierto. Era visible que Luder encontraba un vivo placer en estas visitas, pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuera por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable.

Con el tiempo estas veladas se fueron espaciando y llegó un momento en que Luder dejó de recibir y de salir. En parte por razones de salud y en parte porque su tendencia a la soledad se había ido exacerbando y lo conducía necesariamente a someterla a pruebas más rigurosas y, diría yo, irrevocables. Fue así que un día convocó a sus amigos más cercanos para anunciarnos que abandonaba París para instalarse en algún lugar del Perú. Poco después liquidó todos sus bienes —que aparte de su biblioteca no tenían mayor valor— y se fue sin despedirse de nadie.

Desde entonces, hace casi dos años, no hemos tenido noticias de él. Que se encuentre —como dicen algunos— en el valle del Urubamba, cerca del Cusco, amancebado con una campesina jovencísima y analfabeta o que haya elegido como refugio —según otros— una caleta pesquera abandonada, es secundario y no viene al caso, pues no es mi propósito fomentar una pesquisa que atentaría contra su voluntad de apartamiento. Sólo quiero recalcar que la partida de Lude nos dejó una inquietud y, para ser sincero, una decepción. A pesar de la forma irónica como siempre se refirió a sus escritos y a la tarea literaria en general, sus amigos confiábamos que, llegado a la madurez, nos dejaría antes de partir algo más importante y sólido que los pocos libros que publicó en editoras marginales o a cuenta de autor. Quizás esa obra la esté escribiendo en su retiro ignorado, pero también es posible que su retiro sea una dimisión —una abdicación, como él diría— de toda responsabilidad literaria.

Este pequeño libro es una recopilación de algunos de sus dichos que anoté cuando conversamos en París o durante sus esporádicas visitas al Perú. Al publicarlos —por amistad, por simpatía u con la esperanza de despertar interés por un autor casi ignorado— he tenido que vencer un escrúpulo: ¿Qué pensaría Luder de esta publicación? ¿La hubiera aprobado? Su viaje intempestivo no me permitió tratar en forma explícita el asunto, pero me acuerdo que en una ocasión le dije que había tomado nota de sus conceptos y que alguna vez los publicaría. «Los conceptos pertenecen al dominio público —me dijo secamente—. Sólo las formas son privadas». Frase poco clara y discutible, que interpreto a mi favor, si bien comprendo que en sus dichos los conceptos y las formas son inseparables.

París, 1984

JULIO RAMÓN RIBEYRO





3

Envidian a Luder porque una o dos veces al mes se amanece conversando con un amigo muy inteligente.

—¡Debe ser una conversación apasionante!

—Ni crean. Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior.



4

—Ven con nosotros —le dicen sus amigos—. La noche está espléndida, las calles tranquilas. Tenemos entradas el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.

—¡Ah, no! —protesta Luder—. Yo sólo salgo cuando hay un grado, aunque sea mínimo, de incertidumbre.



10

—Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder.

—No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón.



11

—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable.



14

—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecilidad.



15

—Así como hay una palabra que ha dado origen a todas las palabras —dice Luder— debe haber una sentencia que contenga todas las enseñanzas y toda la sabiduría del mundo. Cuando la descubramos el tiempo cesará de existir, pues habremos entrado a la era inmóvil de la perfección.



23

—¡No, por favor! —protesta Luder, cuando vienen a buscarlo una vez más para que firme un manifiesto humanitarista o participe en un mitin a favor del pueblo oprimido—. Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo.



27

Un amigo viene a visitar a Luder que está muy enfermo y lo encuentra escribiendo febrilmente.

—¡Cómo! —le pregunta en broma—. ¿Estás escribiendo tu canto del cisne?

—¡Ojalá…! Mi gruñido del puerco.



31

—Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada.



35

—Esas casas en las cuales cada cosa está en su lugar me ponen la carne de gallina —dice Luder—. Se diría que están deshabitadas o que sus habitantes pasan, superficialmente sobre todo. Cierto desorden es necesario para sentir la cálida palpitación de la vida.



37

—Si me quejo a menudo de mis males no es para que me compadezcan —dice Luder— sino por el infinito amor que les tengo a mis semejantes. Me he dado cuenta que la gente duerme más tranquila arrullada por la música de una desgracia ajena.



40

—Déjenme tranquilo —dice Luder a sus amigos que lo sorprenden tendido de espaldas en la azotea mirando el cielo estrellado—. Éste es uno de los pocos recursos que me quedan para entrar en tratos con el infinito.



43

—¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Hugo, a Joyce! —exclama un amigo entusiasta.

—¡Ah, no! —protesta Luder—. No los hubieras aguantado más de cinco minutos. Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Sólo la muerte los vuelve frecuentables.



46

Le preguntan a Luder por qué rompió con una amiga a la que adoraba.

—Porque no tenía ningún contacto con su pasado. Vivía constantemente proyectada en el tiempo por venir. Las personas incapaces de recordar son incapaces de amar.



52

—No es que yo sea bondadoso —dice Luder—. Sucede simplemente que no soy malo. He escogido el cómodo camino de la virtud por omisión.



53

Luder regresa de su habitual paseo por el malecón.

—Estoy confundido —dice—. Cuando me aprestaba a gozar de una nueva puesta de sol, un vagabundo salta la baranda, camina hasta el borde del acantilado, se baja los pantalones y se caga mirando mi crepúsculo. Eso demuestra la relatividad de nuestras concepciones estéticas.



54

—Toda mi obra es un acto de acusación contra la vida —dice Luder—. No he hecho nada por mejorar la condición humana. Si mis libros perduran será debido a la perversidad de mis lectores.



57

—Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos —dice Luder— es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque.

—¿Y tú?

—Ah, yo sólo riego una maceta.



64

Un amigo irrumpe en su casa para anunciarle que ya se firmó el armisticio.

—¡Bah! —comenta Luder—. Ya te darás cuenta que la paz sólo consiste en cambiar la guerra de lugar.



69

—Cuando alguien empieza por decirme «Te voy a ser franco…» los pelos se me ponen de punta —dice Luder—. Adivino que me va a tirar a la cara alguna verdad brutal. Con lo agradable que es vivir en un delicado engaño.



71

—La libertad, por desgracia, no se puede compartir —dice Luder—. Toda compañía, por agradable que sea, implica una cesión. Sólo pueden ser libres los solitarios.



87

Luder lanza una mirada lenta, circular y fatigada a los miles de libros que contienen los estantes de su biblioteca.

—¡Cuánto ignoramos! —suspira.



91

Lo encuentran paseándose abstraído en torno a la mesa de su biblioteca.

—Me he dado cuenta —dice Luder— que nuestra vida sólo consiste en dar vueltas y vueltas alrededor de unos cuantos objetos.



92

—Es penoso irse del mundo si haber adquirido una sola certeza —dice Luder—. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas.