Variación de Moguer
por Javier Sánchez Menéndez
Uno se cansa de mirar anuncios en la acera,
de leer las palabras que dicen los letreros,
de recorrer las calles diariamente;
uno se va cansando del trabajo,
la ocupación que decide saber si hoy es lunes o domingo,
observar el último refresco o el tabaco de América
que el ministro de Sanidad intenta prohibir con luminosos en el metro,
en los estancos, en las paradas de autobuses.
Uno, mientras surge lo alegre,
se cansa de amar,
de volver a la infancia y su difícil tránsito,
se cansa de ser adolescente o niño
o jugador de fútbol en portones oscuros
donde todos cometimos algún atropello
con un balón, con un cigarro o con unos labios de mujer.
Uno se va cansando,
y se llega a una edad donde el riesgo es el hábito,
donde soñar con tu cuerpo se va haciendo cada día más puro
aunque te marches después de cada clase
y no digas “adiós, mejor será que vengas esta tarde a casa”.
Uno ya ha decidido lo que será su vida,
haber quemado tanto, casi la mitad,
y no tener alegrías,
un sufrimiento, una mujer de la que estar enamorado,
y recuerdo que era bella y buena y trabajadora,
pero uno se cansa y acaba por decir
“Nunca me casaré contigo”
y lo va repitiendo en la cabeza
y se va iluminando como el corazón de un santo milagroso que habitaba en mi pueblo.
Se cansa, y el cansancio es un estado civil como la soltería,
el matrimonio o la viudez,
como todas las vidas,
como los viajes que son imprevisiones.
El viaje es una imprevisión que nos delata al mar,
que nos va delatando mientras dura un instante
y nos hace pequeños y abultados,
nos encoge las manos,
nos cambia la razón y la existencia,
y todo siempre al mar,
a las olas que vienen y se marchan con su música de aquí te quiero ver,
y no puedes mirarlo fijamente,
porque uno observa el mar que es siempre el mismo
y es también diferente y tan originario.
El viaje a la infancia suele hacerse en los momentos de dolor,
en esos segundos en los que pedimos perdón por cualquier cosa:
por lo que hemos sido y hemos amado,
y hemos amado mucho.
Ahora viajo a Moguer, ahora viajo a la infancia y no puedo olvidar las calles de Moguer,
el ruido del bar enfrente de la casa que ocupaba,
la habitación de José Antonio cargada de estatuillas
que los expertos solían denominar imaginería,
y estaban todas tan desordenadas
que el orden de ese cuarto era impropio del orden de la vida,
pues en toda humillación ha de existir el orden y el desorden,
y lo segundo es cuerdo.
Y he dicho ya que algunos hablaban de la imaginería
cuando entraban en la habitación de José Antonio:
un santo que ha perdido un brazo por recuerdo
y tiene que ser imaginado,
una madonna roja como el sauce que desconoce la paciencia,
en fin, una imaginería de ser la imagen más profunda,
el recuerdo más claro de la vida
y el amor a tu cuerpo,
que algunos expertos solían denominar imaginar y recordar.
José Antonio era bueno, tenía la voz pequeña pero firme,
si le hablabas los lunes debías esperar que contestara el martes,
aunque siempre lo hacía,
como también gustaba recordar los escudos heráldicos
que conocía al dedillo.
La infancia era en Moguer un acontecimiento repentino,
podías oler los años por las calles,
podías amar su color blanco
como se ama especialmente en los momentos de admisión,
cuando el corazón te dice ahora puedo
y la verdad sí puede, pero acaba cerrándose
más bien anticipándose a todo ofrecimiento.
Y mi infancia en Moguer, mejor adolescencia,
fue tibia como el muslo de la mujer que amaba,
de esa mujer que compartía las horas y gustaba llamarse actitud,
porque así podía verla y desearla
y también recordar e imaginar
hasta que un momento se superpone en otro,
hasta que la distancia nos acuse
y tenga que decir
perdona lo que soy por lo que amo.
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