Pensamientos
por Blaise Pascal
Todo lo que sé es que pronto debo morir; pero lo que más ignoro es esta muerte, que no puedo evitar.
Jesucristo es un Dios a quien uno se acerca sin orgullo, y bajo el cual se humilla sin desesperación.
La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan.
No veo sino infinitos en todo, que me encierran como un átomo, y como una sombra, que no dura sino un instante y ya no vuelve.
Jesucristo ha dicho las cosas grandes tan sencillamente, que parece que no las ha pensado; y con tanta certeza, sin embargo, que bien se vio cómo pensaba.
Si todo se somete a la razón, nuestra religión no tendría nada de misterioso ni de sobrenatural. Si se choca con los principios de la razón, nuestra religión es absurda y ridícula.
Es preciso, para que una religión sea verdadera, que haya conocido nuestra naturaleza. Debe haber conocido la grandeza y la pequeñez, y la razón de la una y de la otra. ¿Cuál la ha conocido sino la cristiana?
No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee; sino que vea tan sólo lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza.
Después de su muerte vino San Pablo a declarar a los hombres que todas estas cosas había acontecido en figuras; que el reino de Dios no consistía en la carne, sino en el espíritu; que los enemigos de los hombres no eran los babilonios, sino sus pasiones propias.
Si hay Dios es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni parte ni límites, no tiene ninguna relación con nosotros; somos, pues, incapaces de conocer cómo es, ni es siendo así ¿Quién osará proponerse resolver esta cuestión? No nosotros, que carecemos de relación con él.
Dios existe o no existe. ¿A qué respuesta nos inclinaremos? La razón nada puede decidir en esto. Hay un caos infinito que nos separa. Un juego se está jugando a tal infinita distancia; saldrá cara o cruz. ¿Por cuál apostaréis? La razón nada os dice; por la razón ninguna de las dos soluciones puede ser defendida.
Nada acusa más claramente una extrema debilidad de espíritu que el desconocer cuál es la desgracia de un hombre sin dios; nada señala hasta tal punto la mala disposición de un corazón, que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada es más cobarde que fingirse valiente en contra de Dios.
¿No está más claro que el día que sentimos en nosotros mismos los caracteres imborrables de la excelencia? ¿Y no es verdad también que experimentamos constantemente los efectos de nuestra deplorable condición? ¿Qué nos clama pues, este caos y esta confusión monstruosa sino la verdad de estos dos estados, con una voz que es imposible resistir?
Es tan dañino para el hombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria, que conocer su miseria sin conocer al Redentor que puede curarle de ella. Tener uno solo de estos conocimientos sin el otro, he aquí la causa del orgullo de los filósofos, que han conocido a Dios, y no a su propia miseria, o la desesperación de los ateos, que conocen su miseria sin conocer al Redentor.
Los filósofos no saben prescribir sentimientos proporcionados a los dos estados. Inspiran movimientos de grandeza pura, y éste no es el estado del hombre. Inspiran movimientos de bajeza pura, y éste no es el estado del hombre. Necesarios son los movimientos de bajeza, no de naturaleza, sino de penitencia. No para permanecer en ellos, sino para ir a la grandeza, no de mérito, sino de gracia, y después de haber pasado por la bajeza.
No es necesario ser un espíritu muy cultivado para comprender que no hay aquí abajo satisfacción verdadera y sólida; que todos nuestros placeres no son otra cosa que vanidad; que nuestros males son infinitos; y que, en fin, la muerte que nos amenaza en todos los instantes debe infaliblemente colocarnos dentro de pocos años en la infalible realidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados.
Yo no sé quién me ha traído al mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo. Permanezco en una ignorancia terrible de todas las cosas. No sé lo que es mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi alma, ni esta parte de mí mismo que piensa lo que estoy diciendo y que reflexiona sobre todo, y sobre sí misma, y que, por otra parte, no se conoce tampoco. Veo estos espantosos espacios del Universo que encierran, y me encuentro ligado a un rincón de esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy colocado en este lugar y no en otro, ni por qué este poco tiempo que me es dado vivir me ha sido asignado a este punto, y no a otro, de toda la eternidad que me precede y de toda la que me sigue.
Nada es tan importante al hombre como su estado; nada le es tan temible como la eternidad; a sí, el hecho de que se encuentren hombres tan indiferentes a la pérdida de su estado y al peligro de una eternidad de miserias, no es cosa natural. Bien diferentes son respecto a las demás cosas; temen las más ligeras, las prevén, las sienten; y ese mismo hombre que pasa los días y las noches en la desesperación por la pérdida de su empleo, o por alguna ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo todo a su muerte. Es una cosa monstruosa ver a un mismo corazón, y a un mismo tiempo, esta susceptibilidad ante las menores cosas y esta extraña impasibilidad ante las más grandes.
Los hombres no aman naturalmente sino aquello que puede serles útil. ¿Qué ventaja hay para nosotros en oír decir a un hombre que él ha sacudido el yugo, que no cree que haya un Dios que vele por nuestras acciones, y que se considera como el único señor de su conducta y que no piensa rendir cuentas sino a sí mismo? ¿Juzga él, por ventura, que esto nos llevará a nosotros a tener, en adelante, confianza en él y a esperar sus consuelos, sus socorros o sus consejos, en las necesidades de la vida? ¿Pretenden los que dicen tal, darnos mucho gusto cuando nos cuentan que nuestra alma no es más que un poco de viento y humo, y así nos lo cuentan con un tono de voz satisfecho y alegre? ¿No es al contrario, una cosa que debiera decirse tristemente, como la cosa más triste que existe en el mundo?
No viendo la verdad entera, no han podido llegar a la perfecta virtud. Considerando los unos la naturaleza como incorrupta, los otros como irreparable, no han podido huir del orgullo o de la pereza, que son la fuente de todos los vicios, puesto que no pueden hacer otra cosa sino abandonarse en la cobardía o crecerse en el orgullo. Porque, si conocen la excelencia del hombre, ignoran su corrupción; de suerte que si evitan la pereza se pierden en la soberbia. Y si reconocen la flaqueza de la naturaleza, ignoran su dignidad; de suerte que pueden evitar la vanidad, pero se precipitan en la desesperación.
¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios le están invenciblemente escondidos en un impenetrable secreto, igualmente incapaz de ver la nada de la que es sacado y el infinito por el que es engullido.
Somos algo y no somos todo; aquel poco que poseemos de ser nos impide el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y el poco ser que tenemos nos esconde la vista del infinito.
El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza: pero es una caña que piensa. Para destruirla no es necesario que se una el Universo entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es todavía más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento.
El corazón tiene sus razones que la razón desconoce. No sólo con la razón sino también con el corazón, nosotros conocemos la verdad. De este segundo modo conocemos los primeros principios, y el razonamiento, que no tiene nada en común con ellos, intenta combatirlos inútilmente. Su impotencia no debiera servir para otra cosa sino para humillar a la razón, que querría juzgarlo todo, pero que no puede combatir nuestra certeza, como si sólo la razón fuera capaz de proporcionarnos conocimientos.
El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan. Ella sería sólo debilidad si no lograra ni siquiera reconocer esta verdad. No hay ningún acto tan conforme a la razón como esta desconfianza de la razón.
Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias, y esta misma trampa que ellos le juegan a la razón, la reciben de ella como revancha. Las pasiones del alma turban los sentidos y crean en ellos falsas impresiones. Estas dos facultades se mienten y se engañan en una especie de competencia.
Nunca se hace el mal tan plena y alegremente como cuando se hace por un falso principio de conciencia.
La imaginación engrandece los objetos pequeños hasta el extremo de llenar el espíritu con valoraciones fantásticas. Y con temeraria insolencia disminuye aquellos que son demasiado grandes para su medida, como cuando habla de Dios.
La imaginación es maestra de error, de falsedades y tanto más engañosa porque no siempre tendría que ser así. Ella sería, en efecto, un criterio infalible para la verdad, si no lo fuese infaliblemente para la mentira. Pero, no obstante, el que sea las más de las veces falsa, no da ningún signo que nos permita reconocer su calidad, sellando con el mismo carácter lo verdadero y lo falso.
El modo más seguro para perder una causa del todo justa es el de hacerla recomendar por sus parientes próximos.
El hombre está hecho de tal manera que no tiene ningún principio de lo verdadero, pero si muchos, excelentes, de lo falso. Pero la más fuerte causa de estos errores es la guerra que hay entre los sentidos y la razón.
Los hombres creen sinceramente buscar el reposo y, en realidad, no buscan más que la agitación. El reposo llega a ser insoportable porque, o se piensa en las miserias que se tienen o en aquellas que nos amenazan. Y aunque nos viéramos suficientemente seguros de todo, el aburrimiento no dejaría de subir desde el fondo del corazón donde tiene sus raíces naturales y de llenar todo el espíritu con su veneno, haciendo sentir al hombre su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío.
Mi humor no depende demasiado del tiempo, Tengo mis nieblas y mis serenidades dentro de mí. Ni siquiera lo bueno o lo malo de mis negocios influye mucho. A menudo me veo en el caso de esforzarme contra la fortuna. La gloria de domarla hace que me esfuerce alegremente, mientras que al conseguirla me invade a veces el fastidio.
Mire el hombre los astros y los planetas que pueblan el firmamento. Vea cómo su número es infinito, cómo su vastedad es infinita y vea también cómo su Tierra no es más que un punto que gira en medio de esa inmensidad. Nuestra mirada no es capaz de abarcar sino una parte de todo eso. Nuestra imaginación avanza más allá; pero se cansará antes que pueda imaginar todos los objetos de admiración que le puede proporcionar la naturaleza. Todo este mundo visible no es más que un trozo imperceptible en su amplio seno.
La miseria se deduce de la grandeza y la grandeza de la miseria. Algunos han demostrado tanto más la miseria cuanto más han tomado por prueba la grandeza: y los otros han deducido la grandeza con tanta mayor fuerza por haberla sacado de la miseria misma. Esta doble condición del hombre es tan evidente que algunos han pensado que nosotros tenemos dos almas. Un sujeto simple les parece a ellos incapaz de similares y tan súbitas variaciones desde una desmesurada presunción a un espantoso descorazonamiento.
El hombre no sabe en qué puesto colocarse; está visiblemente descaminado y caído de su verdadero lugar sin poder volverlo a encontrar. El lo busca por todas partes, lleno de inquietud, pero sin éxito, en medio de tinieblas impenetrables.
Hay muchos que se equivocan tanto más peligrosamente cuanto que toman una verdad como comienzo de su error. Su culpa no consiste en seguir una falsedad, sino en seguir una verdad con exclusión de otras.
Si el hombre no hubiese sido jamás corrompido, gozaría de su inocencia, de la verdad y de la felicidad con toda seguridad. Y si el hombre hubiera estado siempre corrompido, él no tendría idea alguna ni de la verdad ni de la beatitud. Somos incapaces de dejar de desear la verdad y la felicidad y no somos capaces de conseguirlas. Este deseo se nos ha dejado tanto para castigarnos como para hacernos sentir desde qué condición hemos caído.
Sin la transmisión del pecado original, sin este misterio que es el más incomprensible de todos, nosotros somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se desarrolla y se entrelaza en este abismo. De suerte que el hombre es más incomprensible sin este misterio que lo que es este misterio para el hombre.
Jesucristo es un Dios a quien uno se acerca sin orgullo, y bajo el cual se humilla sin desesperación.
La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan.
No veo sino infinitos en todo, que me encierran como un átomo, y como una sombra, que no dura sino un instante y ya no vuelve.
Jesucristo ha dicho las cosas grandes tan sencillamente, que parece que no las ha pensado; y con tanta certeza, sin embargo, que bien se vio cómo pensaba.
Si todo se somete a la razón, nuestra religión no tendría nada de misterioso ni de sobrenatural. Si se choca con los principios de la razón, nuestra religión es absurda y ridícula.
Es preciso, para que una religión sea verdadera, que haya conocido nuestra naturaleza. Debe haber conocido la grandeza y la pequeñez, y la razón de la una y de la otra. ¿Cuál la ha conocido sino la cristiana?
No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante para creer que posee; sino que vea tan sólo lo suficiente para conocer que ha perdido. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza.
Después de su muerte vino San Pablo a declarar a los hombres que todas estas cosas había acontecido en figuras; que el reino de Dios no consistía en la carne, sino en el espíritu; que los enemigos de los hombres no eran los babilonios, sino sus pasiones propias.
Si hay Dios es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni parte ni límites, no tiene ninguna relación con nosotros; somos, pues, incapaces de conocer cómo es, ni es siendo así ¿Quién osará proponerse resolver esta cuestión? No nosotros, que carecemos de relación con él.
Dios existe o no existe. ¿A qué respuesta nos inclinaremos? La razón nada puede decidir en esto. Hay un caos infinito que nos separa. Un juego se está jugando a tal infinita distancia; saldrá cara o cruz. ¿Por cuál apostaréis? La razón nada os dice; por la razón ninguna de las dos soluciones puede ser defendida.
Nada acusa más claramente una extrema debilidad de espíritu que el desconocer cuál es la desgracia de un hombre sin dios; nada señala hasta tal punto la mala disposición de un corazón, que el no desear la verdad de las promesas eternas; nada es más cobarde que fingirse valiente en contra de Dios.
¿No está más claro que el día que sentimos en nosotros mismos los caracteres imborrables de la excelencia? ¿Y no es verdad también que experimentamos constantemente los efectos de nuestra deplorable condición? ¿Qué nos clama pues, este caos y esta confusión monstruosa sino la verdad de estos dos estados, con una voz que es imposible resistir?
Es tan dañino para el hombre conocer a Dios sin conocer su propia miseria, que conocer su miseria sin conocer al Redentor que puede curarle de ella. Tener uno solo de estos conocimientos sin el otro, he aquí la causa del orgullo de los filósofos, que han conocido a Dios, y no a su propia miseria, o la desesperación de los ateos, que conocen su miseria sin conocer al Redentor.
Los filósofos no saben prescribir sentimientos proporcionados a los dos estados. Inspiran movimientos de grandeza pura, y éste no es el estado del hombre. Inspiran movimientos de bajeza pura, y éste no es el estado del hombre. Necesarios son los movimientos de bajeza, no de naturaleza, sino de penitencia. No para permanecer en ellos, sino para ir a la grandeza, no de mérito, sino de gracia, y después de haber pasado por la bajeza.
No es necesario ser un espíritu muy cultivado para comprender que no hay aquí abajo satisfacción verdadera y sólida; que todos nuestros placeres no son otra cosa que vanidad; que nuestros males son infinitos; y que, en fin, la muerte que nos amenaza en todos los instantes debe infaliblemente colocarnos dentro de pocos años en la infalible realidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados.
Yo no sé quién me ha traído al mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo. Permanezco en una ignorancia terrible de todas las cosas. No sé lo que es mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi alma, ni esta parte de mí mismo que piensa lo que estoy diciendo y que reflexiona sobre todo, y sobre sí misma, y que, por otra parte, no se conoce tampoco. Veo estos espantosos espacios del Universo que encierran, y me encuentro ligado a un rincón de esta vasta extensión, sin que sepa por qué estoy colocado en este lugar y no en otro, ni por qué este poco tiempo que me es dado vivir me ha sido asignado a este punto, y no a otro, de toda la eternidad que me precede y de toda la que me sigue.
Nada es tan importante al hombre como su estado; nada le es tan temible como la eternidad; a sí, el hecho de que se encuentren hombres tan indiferentes a la pérdida de su estado y al peligro de una eternidad de miserias, no es cosa natural. Bien diferentes son respecto a las demás cosas; temen las más ligeras, las prevén, las sienten; y ese mismo hombre que pasa los días y las noches en la desesperación por la pérdida de su empleo, o por alguna ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sin inquietud y sin emoción sabe que va a perderlo todo a su muerte. Es una cosa monstruosa ver a un mismo corazón, y a un mismo tiempo, esta susceptibilidad ante las menores cosas y esta extraña impasibilidad ante las más grandes.
Los hombres no aman naturalmente sino aquello que puede serles útil. ¿Qué ventaja hay para nosotros en oír decir a un hombre que él ha sacudido el yugo, que no cree que haya un Dios que vele por nuestras acciones, y que se considera como el único señor de su conducta y que no piensa rendir cuentas sino a sí mismo? ¿Juzga él, por ventura, que esto nos llevará a nosotros a tener, en adelante, confianza en él y a esperar sus consuelos, sus socorros o sus consejos, en las necesidades de la vida? ¿Pretenden los que dicen tal, darnos mucho gusto cuando nos cuentan que nuestra alma no es más que un poco de viento y humo, y así nos lo cuentan con un tono de voz satisfecho y alegre? ¿No es al contrario, una cosa que debiera decirse tristemente, como la cosa más triste que existe en el mundo?
No viendo la verdad entera, no han podido llegar a la perfecta virtud. Considerando los unos la naturaleza como incorrupta, los otros como irreparable, no han podido huir del orgullo o de la pereza, que son la fuente de todos los vicios, puesto que no pueden hacer otra cosa sino abandonarse en la cobardía o crecerse en el orgullo. Porque, si conocen la excelencia del hombre, ignoran su corrupción; de suerte que si evitan la pereza se pierden en la soberbia. Y si reconocen la flaqueza de la naturaleza, ignoran su dignidad; de suerte que pueden evitar la vanidad, pero se precipitan en la desesperación.
¿Qué es el hombre? No es más que una nada respecto al infinito, un todo respecto a la nada, un punto medio entre la nada y el todo, infinitamente alejado de poder comprender los extremos. El fin de las cosas y sus principios le están invenciblemente escondidos en un impenetrable secreto, igualmente incapaz de ver la nada de la que es sacado y el infinito por el que es engullido.
Somos algo y no somos todo; aquel poco que poseemos de ser nos impide el conocimiento de los primeros principios que nacen de la nada; y el poco ser que tenemos nos esconde la vista del infinito.
El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza: pero es una caña que piensa. Para destruirla no es necesario que se una el Universo entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es todavía más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento.
El corazón tiene sus razones que la razón desconoce. No sólo con la razón sino también con el corazón, nosotros conocemos la verdad. De este segundo modo conocemos los primeros principios, y el razonamiento, que no tiene nada en común con ellos, intenta combatirlos inútilmente. Su impotencia no debiera servir para otra cosa sino para humillar a la razón, que querría juzgarlo todo, pero que no puede combatir nuestra certeza, como si sólo la razón fuera capaz de proporcionarnos conocimientos.
El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan. Ella sería sólo debilidad si no lograra ni siquiera reconocer esta verdad. No hay ningún acto tan conforme a la razón como esta desconfianza de la razón.
Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias, y esta misma trampa que ellos le juegan a la razón, la reciben de ella como revancha. Las pasiones del alma turban los sentidos y crean en ellos falsas impresiones. Estas dos facultades se mienten y se engañan en una especie de competencia.
Nunca se hace el mal tan plena y alegremente como cuando se hace por un falso principio de conciencia.
La imaginación engrandece los objetos pequeños hasta el extremo de llenar el espíritu con valoraciones fantásticas. Y con temeraria insolencia disminuye aquellos que son demasiado grandes para su medida, como cuando habla de Dios.
La imaginación es maestra de error, de falsedades y tanto más engañosa porque no siempre tendría que ser así. Ella sería, en efecto, un criterio infalible para la verdad, si no lo fuese infaliblemente para la mentira. Pero, no obstante, el que sea las más de las veces falsa, no da ningún signo que nos permita reconocer su calidad, sellando con el mismo carácter lo verdadero y lo falso.
El modo más seguro para perder una causa del todo justa es el de hacerla recomendar por sus parientes próximos.
El hombre está hecho de tal manera que no tiene ningún principio de lo verdadero, pero si muchos, excelentes, de lo falso. Pero la más fuerte causa de estos errores es la guerra que hay entre los sentidos y la razón.
Los hombres creen sinceramente buscar el reposo y, en realidad, no buscan más que la agitación. El reposo llega a ser insoportable porque, o se piensa en las miserias que se tienen o en aquellas que nos amenazan. Y aunque nos viéramos suficientemente seguros de todo, el aburrimiento no dejaría de subir desde el fondo del corazón donde tiene sus raíces naturales y de llenar todo el espíritu con su veneno, haciendo sentir al hombre su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío.
Mi humor no depende demasiado del tiempo, Tengo mis nieblas y mis serenidades dentro de mí. Ni siquiera lo bueno o lo malo de mis negocios influye mucho. A menudo me veo en el caso de esforzarme contra la fortuna. La gloria de domarla hace que me esfuerce alegremente, mientras que al conseguirla me invade a veces el fastidio.
Mire el hombre los astros y los planetas que pueblan el firmamento. Vea cómo su número es infinito, cómo su vastedad es infinita y vea también cómo su Tierra no es más que un punto que gira en medio de esa inmensidad. Nuestra mirada no es capaz de abarcar sino una parte de todo eso. Nuestra imaginación avanza más allá; pero se cansará antes que pueda imaginar todos los objetos de admiración que le puede proporcionar la naturaleza. Todo este mundo visible no es más que un trozo imperceptible en su amplio seno.
La miseria se deduce de la grandeza y la grandeza de la miseria. Algunos han demostrado tanto más la miseria cuanto más han tomado por prueba la grandeza: y los otros han deducido la grandeza con tanta mayor fuerza por haberla sacado de la miseria misma. Esta doble condición del hombre es tan evidente que algunos han pensado que nosotros tenemos dos almas. Un sujeto simple les parece a ellos incapaz de similares y tan súbitas variaciones desde una desmesurada presunción a un espantoso descorazonamiento.
El hombre no sabe en qué puesto colocarse; está visiblemente descaminado y caído de su verdadero lugar sin poder volverlo a encontrar. El lo busca por todas partes, lleno de inquietud, pero sin éxito, en medio de tinieblas impenetrables.
Hay muchos que se equivocan tanto más peligrosamente cuanto que toman una verdad como comienzo de su error. Su culpa no consiste en seguir una falsedad, sino en seguir una verdad con exclusión de otras.
Si el hombre no hubiese sido jamás corrompido, gozaría de su inocencia, de la verdad y de la felicidad con toda seguridad. Y si el hombre hubiera estado siempre corrompido, él no tendría idea alguna ni de la verdad ni de la beatitud. Somos incapaces de dejar de desear la verdad y la felicidad y no somos capaces de conseguirlas. Este deseo se nos ha dejado tanto para castigarnos como para hacernos sentir desde qué condición hemos caído.
Sin la transmisión del pecado original, sin este misterio que es el más incomprensible de todos, nosotros somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición se desarrolla y se entrelaza en este abismo. De suerte que el hombre es más incomprensible sin este misterio que lo que es este misterio para el hombre.
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