Acerca de lo que ocurrió a bordo de la goleta «Banbury»
por Witold Gombrowicz
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En la primavera de 1930 —por motivos de salud y reposo— decidí emprender un largo viaje por mar. La razón principal que me decidió a hacerlo fue que mi situación en el continente europeo se volvía día a día más embarazosa y decididamente cada vez menos clara. Por eso le escribí a un amigo, un armador de Birmingham, Mr. Cecil Burnett, pidiéndole que me encontrara sitio en uno de sus innumerables barcos, y recibí de inmediato una breve respuesta telegráfica: «Berenice, Brighton, 17 abril 9 en punto». Pero en el puerto de Brighton había tantos veleros anclados y tantos vapores, y la carga del puerto imposibilitaba de tal manera la libertad de movimientos, que llegué con un retraso de quince minutos, lo cual no impidió que los marineros y estibadores comenzaran a gritar animadamente, como siempre ocurre: «¡Corra, corra más rápido, todavía está a tiempo… más aprisa, más aprisa… no se duerma! ¡Todavía está a tiempo de embarcarse!»; en efecto, logré alcanzar el barco en una lancha de vapor, aunque tuviera que dejar en el muelle mi equipaje. Lanzaron una escalera de cuerda y yo subí a cubierta, sin poder leer el nombre del navío, escrito con grandes letras en la parte izquierda de la popa.
Se trataba de una hermosa goleta de tres mástiles con capacidad para por lo menos cuatro mil toneladas y que, como pude deducir por la disposición de las velas, se dirigía rumbo a Valparaíso, con un cargamento de sardinas y arenques. El capitán Clarke, un verdadero lobo de mar, con las mejillas curtidas por el viento, me dijo sencillamente:
—Bienvenido a bordo de la goleta «Banbury», sir.
El primer oficial consintió en cederme su camarote, a cambio de una módica suma de dinero. Muy pronto el mar comenzó a irritarse y empecé a marearme con insospechada intensidad. Devolví a las olas todo lo que había dentro de mí, gemí, vacío como una botella vacía, impotente para satisfacer a los elementos que exigían cada vez más de mí… cada vez más… El vacío insoportable del estómago me martirizaba física y moralmente, y, aunque devoré las mantas y la almohada, no logré que ninguna de esas cosas permaneciera en mi interior más de un segundo. Devoré toda la ropa de cama y la ropa íntima que encontré en el baúl del primer oficial, marcada con las iniciales B. B. S., pero también esas cosas fueron huéspedes de muy breve permanencia en mis entrañas. Mis gemidos llegaron a oídos del capitán, quien, apiadándose de mí, ordenó que subieran al puente un barril de arenques y otro de sardinas. Sólo al anochecer del tercer día, después de haber consumido tres cuartas partes de los arenques y la mitad de las sardinas, logré recuperarme y cesó también el movimiento de las bombas que limpiaban el navío.
Navegamos a lo largo de la costa noroeste de Portugal. La «Banbury» se desplazaba con una velocidad media de once nudos, movida por una brisa favorable. Los marinos lavaban el puente. Observaba la tierra rocosa de Europa que huía a lo lejos. ¡Adiós, Europa! Me sentía vacío, ascético y ligero, sólo la garganta me quemaba. ¡Adiós Europa! Con un pañuelo hice algunas señales hacia el continente… Un hombrecito que estaba en lo alto de una roca me respondió agitando quién sabe qué cosa. La nave se movía con rapidez, el agua crepitaba bajo la proa y tras la popa, y aun a ambos costados se levantaban olas cubiertas de espuma.
Los marineros, que hasta entonces habían estado ocupados en limpiar el puente anterior, se dirigieron al posterior. Sus espaldas inclinadas hacia el suelo se acercaron a mí y debí cambiar de lugar. El capitán apareció un momento en el puente de mando y levantó un dedo mojado para verificar la intensidad del viento. La noche de ese mismo día ocurrió un hecho interesante y en cierto sentido premonitorio; estaba relacionado, de un modo que mejor es no tratar, con mi reciente enfermedad: uno de los marineros, un tal Dick Harties de la Caledonia Central, se llevó a la boca, por distracción, una cuerda que colgaba del mástil mayor. Me imagino que fue el movimiento vermicular del intestino lo que hizo que se la tragara con tanta violencia que, antes de que nadie pudiera actuar, el marinero había sido izado hasta lo más alto del mástil. La ascensión fue semejante a la de un vagón de funicular, y el marinero permanecía en lo alto con la boca monstruosamente abierta. La capacidad vermicular de su intestino demostró ser tal que no hubo modo de hacerlo bajar al puente; en vano dos mozos se colgaron de sus piernas. Después de largas discusiones, el primer oficial, llamado Smith, tuvo la buena idea de recurrir a los vomitivos, pero allí volvió a surgir otro problema: ¿cómo introducir un vomitivo en un esófago totalmente ocupado por una cuerda? Finalmente, después de largos conciliábulos, se decidió actuar directamente sobre la imaginación, por medio de los ojos y las fosas nasales. El capitán ordenó a uno de los marineros que subiera al mástil y le presentara al paciente un plato lleno de colas de rata. El infeliz observó aquel plato con ojos desorbitados pero, cuando a las colas de rata se añadió un tenedor, recordó de pronto un plato de macarrones comido en la infancia y bajó al puente con tal rapidez que poco faltó para que no se rompiera las piernas. Aquel acontecimiento debió hacerme reflexionar, ya que, repito, demostraba cierta analogía con mi reciente enfermedad. ¿No se trataba de la misma cosa (aunque fueran los síntomas de náusea diferentes) a pesar de que los suyos tuvieran un carácter absorbente, centrípeto, mientras que los míos, por el contrario, lo tenían centrífugo? Se presentaba allí una identidad refleja, como en el espejo, cuando la oreja derecha se encuentra de pronto del lado izquierdo, aunque el rostro sea el mismo. Por otra parte, también las colas de rata debieron darme en qué pensar. Pero yo, por lo menos de momento, no puse mucha atención, como no la puse en el hecho de que la nave y las espaldas de los marineros no me fueran del todo extrañas como habrían debido serlo, dada mi breve permanencia en aquella goleta.
Al día siguiente, durante el almuerzo, pedí al capitán Clarke y al teniente Smith, que me proporcionaran alguna información sobre el barco y sobre nuestro viaje.
—El barco es bueno —respondió confiadamente el capitán, mientras fumaba su pipa.
—¡Es excelente! —confirmó con cierto sarcasmo el teniente Smith.
—¡Y aunque no fuera excelente! —dijo el capitán Clarke observando el mar con mirada dominadora—. ¡Aunque no fuera excelente! ¡Supongamos que aparezca una grieta en alguna parte!
—Precisamente —dijo el primer oficial, mirándome con aire desafiante—. ¡Aunque no fuera excelente! El que tenga miedo de mojarse, puede en el momento que lo desee abandonar el barco. ¡Por favor! —y señaló las olas—. Me parece realmente un pollo mojado.
—Señor Smith —dijo el capitán, rascándose la oreja con el dedo meñique—, ordene que toda la tripulación grite tres veces: «¡Viva el capitán Clarke, hip, hip, hurra!».
Continuamos navegando con buen tiempo. La «Banbury» proseguía su camino con viento favorable y ritmo regular. En el horizonte apareció un gran cetáceo. Los marineros sacaron sus arpones relucientes. Eran vigilados por el segundo oficial, mientras el capitán, con un palillo en la boca, observaba el mar desde el ojo de buey de su camarote.
Transcurrieron así unos días, durante los cuales tuve ocasión de conocer mejor la goleta. Era un viejo casco, invadido por las ratas, que en cantidades incalculables vivían bajo cubierta; en algunas partes el maderamen estaba completamente roído, mientras que bajo la popa se acumulaban grandes cantidades de excremento de rata. En general la nave se parecía a las antiguas carabelas españolas. Aquella cantidad de ratas no pudo sino disgustarme… Se trata de roedores de costumbres poco agradables; sus gruesas colas son tan largas y la punta queda tan distante del cuerpo que a menudo son víctimas de la insoportable ilusión de arrojarse tras un pedazo de sabrosa carne, del todo ajena a ellas, lista para ser devorada. Eso las pone muy nerviosas. A menudo se muerden la cola con sus dientes agudos, contorsionándose en medio de chillidos atroces, enloquecidas por el deseo y el espantoso dolor. El sistema de velas, la disposición de las cuerdas y la misma construcción de la nave no obtenían toda mi aprobación, pero, cuando vi la forma, la medida y el color de las escotillas, me volví a mi camarote manifestado mi extrema reprobación y permanecí encerrado hasta la llegada de la noche.
La tripulación me producía curiosidad. Paso por alto el estoicismo de los marineros al limpiar y pintar la parte de la nave que les estaba encomendada, sin preocuparse en lo más mínimo si arrojaban el agua sucia a las partes del barco que apenas acababan de limpiar. Sin embargo, cada vez que mi mirada se separaba del mar para volver a vagar sobre la goleta, me impresionaba un espectáculo inesperado. Así, por ejemplo, vi a cuatro marineros sentados en el puente con las manos cruzadas y la mirada fija en sus propios pies. Otra vez vi a unos marineros que se miraban las manos. Por las noches llegaban a mis oídos frases que la tripulación repetía durante horas enteras:
—Los peces y las aves marinas se devoran unas a otras mientras siguen al barco.
Un exagerado afán de limpieza reinaba en la goleta; se hacía uso ininterrumpidamente del agua y del jabón. Cuando pasaba al lado de los marineros, éstos no levantaban la mirada, sino que por el contrario se inclinaban sobre su trabajo redoblando el celo, de manera que no veía otra cosa que sus espaldas. Tenía, sin embargo, la extraña sensación de que cada vez que me dedicaba a la contemplación del horizonte, los marineros iniciaban sus conversaciones, siempre que no hubiera oficiales cerca de ellos. Me acordaba de que en tierra firme había visto a los barrenderos dejar escobas y cubos cuando creían que nadie les observaba. El capitán y el primer oficial pasaban el tiempo jugando al dominó o bien sentados uno frente al otro cantando viejas canciones de 1897. La navegación, en efecto, cuando el viento era favorable, no presentaba dificultades. Sin embargo, no todo andaba como era debido en la goleta. Las espaldas de los marineros se inclinaban excesivamente cuando pasábamos a su lado, las espinas vertebrales parecían amedrentadas y las grandes manazas con las que trabajaban se hinchaban y enrojecían con demasiada facilidad. Encontré a Smith que vagaba sin meta por el puente y le expresé mi profunda y más sincera convicción de que la tripulación de la «Banbury» estaba compuesta exclusivamente de mozos honestos y valientes.
—Los tengo sujetos con esto, sir —respondió el teniente, mostrándome un taladro que sostenía en la mano venosa y mascullando horribles invectivas que se multiplicaban en la punta de su lengua—. Los trato con puño de hierro. Lo más difícil es no darles patadas en el culo… Usted mismo ve cómo lo ofrecen… ¡Joder!… Porque, si le diera una patada a uno, tendría que patear a todos los demás, por espíritu de igualdad, a todos sin excepción, y eso sería una tontería, una estúpida tontería, ¡joder! —abrió los brazos con un gesto de impotencia.
El extraño sentimiento de la propia impotencia frente a la estupidez de aquella alternativa le superaba. El barco continuaba su andar monótono, una ola se sobreponía a la otra. Sobre el puente de mando vi el fuego pálido de una pipa. El capitán Clarke paseaba de un lado para otro con su impermeable de goma.
—¿Sabe usted —dijo— qué significa ser amo de la vida y de la muerte? ¡Hola, Smith, venga aquí, venga a ver…, ja, ja!
—¡Ja, ja! —rió Smith, observándome con los ojos inyectados de sangre—. Papá y mamá… ¡Joder!
—Papá y mamá —repitió el capitán sacudiendo los hombros con una carcajada a duras penas contenida—. En cambio aquí no hay papá ni mamá. Esto, amigo mío, es una goleta… una goleta en alta mar. Lejos de cualquier consulado.
—Por la abuela de mi bisabuela —imprecó Smith con suma satisfacción—. Aquí no va a encontrar dulces ni bizcochos, ni… Lo que quiero decir es que aquí sólo hay disciplina, y basta. Obediencia, y todos callados. ¡No quisiera empezar a patearlos en el cu…!
—Basta, basta, teniente Smith. Para bien o para mal, el señor Zantman es nuestro pasajero… aunque no estaría mal hacerle ver quién es el capitán de un barco en altamar y qué quiere decir ese nombre inmenso. Ah, ah, el señor Zantman probablemente piensa que el capitán es un señor con una gorra galonada, con hermosos pantalones blancos, bien planchados, tal como se suele representar a los capitanes en las postales. Teniente Smith, piense usted en algo para divertirnos.
Permaneció pensativo unos minutos; aspiró varias veces el humo de la pipa.
—¿Queréis que dé una orden? Si les ordeno que salten, saltarán —dijo—. Mañana y también pasado mañana.
—Eso ya lo hemos hecho —masculló Smith.
—¿Doy una orden, señor Smith? ¿Pedimos que se corten algo…? ¿Una oreja?
—¿Por qué no? —dijo Smith—; pero se trata de una operación endemoniadamente delicada… es decir… ejem… que las complicaciones aparecen después.
—Digamos entonces qué orden debo dar… ¡Puedo ordenar cualquier cosa! Por cien mil diablos, yo soy aquí el capitán. Esos seres infernales deben convencerse de ello… Llame usted a uno de los marineros.
—Todos los marineros están convencidos —dijo Smith, después de un instante, sin moverse.
Escupió el chicle en la mano, lo observó por un instante y volvió a metérselo en la boca.
—Elija al menos convencido —gruñó el capitán Clarke con impaciencia—. Ande, muévase… quiero demostrarle al señor Zantman… Piense algo, teniente Smith, no sea tan limitado. No se olvide de la tierra de Baffin y de la foca.
—Ya no sé qué inventar —dijo Smith, mirándole con las pupilas neblinosas de los amantes de la ginebra—. Hemos agotado todas las posibilidades. Todos han conocido el rigor… es decir…, quiero decir…
—Usted es un idiota —dijo el capitán, furioso—. ¡Animo, ánimo! Tengo necesidad de que alguien sienta mi mano. De vez en cuando me asalta el desaliento. De vez en cuando me reblandezco.
En aquel instante por desdicha me moví… precisamente entonces sentí la comezón en el talón, una vieja debilidad, que me asalta siempre en los momentos más inoportunos.
—¿Y si utilizáramos al señor Zantman? —murmuró Smith, dirigiéndome una mirada que no ocultaba su malevolencia.
—No es mala idea —exclamó el capitán—. Utilizaremos al señor Zantman. Está aún fresco. Todavía no ha sentido mi mano…, lo mejor será hacérsela sentir en su propia piel… Excelente… Nada más sencillo.
—A sus órdenes, señor capitán —dijo Smith y se apoderó de mi mano con un apretón cálido pero como de hierro (de la misma manera que en una ocasión, en tierra firme, me apretó la mano un teniente: primero cálidamente, luego con violencia)—, construiremos un gran anzuelo, colocaremos al señor Zantman en el extremo y con ese hermoso instrumento atraparemos un pez gigantesco. El pez se tragará al señor Zantman, pero luego lo descuartizaremos y extraeremos al señor Zantman aún vivo, como sucedió con Jonás. Será divertido, ¿no? ¡Ah, ah! ¿Recuerda, capitán, las cosas que hicimos en aquella bahía de las Antillas? Entonces sí que lo pasamos bien, ¿no es cierto?
—Es usted un idiota —respondió el capitán—, y no concibe sino idioteces. ¿Qué podrá él sentir de esa manera? Nada. Y además se trata de un pasajero nuestro… ejem… Y sobre todo le recomiendo, Smith, nada de brutalidad. ¿Me oye? Nada de brutalidad. Es usted un idiota —gritó—. ¡Cállese! Ya no puedo más con sus manifestaciones de ingenio y sus bromas que, para decir la verdad, me hacen vomitar. Carecen completamente de sentido. Yo deseo que el señor Zantman sienta al capitán Clarke, que lo conozca sin la hoja de parra, en toda su desnudez y crudeza, como Dios lo trajo al mundo. ¡Me río de los pantalones blancos bien planchados y de los galones de oro sobre la gorra de capitán! Quiero desnudarme, ¿me entiende usted? Mostrarme desnudo, con todos mis pelos. ¿Y cree usted, Smith, que el señor Zantman me reconocería en toda mi desnudez después de ese jueguito al estilo de Jonás?
—Aquí no hay necesidad de avergonzarse —murmuró Smith con la boca repleta de chicle—. Aquí no hay colegiales ni cónsules.
—No me reconocería —repitió el capitán después de reflexionar—. Pero… ¿si en cambio, mi querido teniente Smith, le prohibiera a usted atarse la jarretera y le obligara a caminar sin polainas? ¿Qué ocurriría? ¡Por todos los demonios! ¡Entonces sí que me reconocería, entonces sabría quién soy, y cuan velludo es mi cuerpo! ¡Al diablo! Esos ratones de tierra con sus pantalones blancos y sus tarjetas ilustradas de color blanco y azul se olvidan de que la piel de un capitán está cubierta de pelo. Animo, señor Zantman, ¿me ha oído? ¡Dése prisa!
—Dése prisa, señor Zantman —repitió Smith, y me soltó la mano.
—Eso es lo que me gusta —dijo el capitán, ya más tranquilo—. Veo que es posible razonar con usted, señor Zantman, aunque no tenga usted aspecto de marinero. Hace dos años tuvimos con nosotros a otro ratón de tierra, malditamente imbécil. Nos vimos obligados a tirarlo sencillamente al mar, porque, cuando le ordené una tontería, fíjese usted, que se subiera el cuello de la chaqueta, comenzó a chillar como un cerdo degollado, y a nosotros, los navegantes, es bueno que lo vaya sabiendo, no nos gustan las gentes que chillan.
—Me imagino que esto basta —dije cuando Clarke se marchó, dejándome solo con el teniente—. Me imagino que no habrá necesidad de caminar con polainas —añadí con confianza, deseando resolver el asunto amigablemente.
Hablé en tono de adulación y de discreta y comprensiva tolerancia para las poco edificantes manías del capitán.
—¿Qué dice? —preguntó Smith alejándose de mí a un brazo de distancia—. ¿Qué dice? ¿Qué idea se le ha metido en la cabeza? No se lo aconsejo. No se lo aconsejo ni siquiera cuando esté usted solo en su cabina. ¡No faltaba más que esto! —dijo con un tono tan amenazador que se me puso la piel de gallina—. Le aconsejo que deje de hacerse el gracioso. ¡Joder!
Me sentí confundido, enrojecí hasta las orejas y murmuré:
—Claro que no, claro que no… yo sólo quería decir… ¡A quién se le podría ocurrir! —balbuceaba como en una ocasión lo había hecho en un tren, y otra más en un paseo campestre.
Seguimos navegando; el tiempo era espléndido, el cielo transparente, de vez en cuando entre las olas plateadas y azules aparecía una raya o un pez espada, algunos delfines jugueteaban bajo la proa de la goleta, pequeños peces voladores emergían de las olas; la nave, sin embargo, proseguía cada vez más lentamente, parecía reflexionar si le convenía o no detenerse completamente; mientras tanto la tripulación, bajo la mirada vigilante del infatigable segundo oficial, después de haber limpiado la parte de estribor de la goleta había comenzado a pintar la parte opuesta. El segundo oficial era un joven de poco más de veinte años, rubio, diligente, carente de expresión y no admitido en la confianza de sus superiores. En realidad, existía sólo de una manera formal, existía sólo para que pudiera existir el primer oficial. El capitán y Smith pasaban el día entero encerrados en su camarote, ya que el mar estaba calmo. Cuando paseaba por el puente, los veía por el ojo de buey, sentados a la mesa jugando con bolitas que parecían hechas de miga de pan. El tedio se dejaba sentir… A veces peleaban violentamente y se lanzaban los peores insultos, ignorando probablemente la razón de la riña. Se dedicaban también a preparar cocktails con licores Bols a los que añadían ginebra y whisky. De cuando en cuando, la tripulación comenzaba a repetir: «Los peces y las aves marinas se devoran unos a otros mientras siguen al barco». Observé después que los marineros realizaban extraños movimientos con el cuerpo: inclinados hacia el suelo, se apoyaban de repente en los brazos, estiraban las piernas, movían los hombros, al igual que en tierra lo hacen los gusanos. Pero no me permití hacer preguntas a nadie. Consideré sencillamente aquel descubrimiento mío como «una manera original de matar el tiempo». La verdad es que por lo general evitaba las conversaciones, ya que había observado que en aquel barco existían signos y rasgos poco agradables; el casco parecía resquebrajarse debido al excesivo calor. No fui yo quien inició la conversación con Smith, sino Smith quien me salió al encuentro cuando, apoyado en el barandal, contemplaba el mar; me preguntó sin demasiados preámbulos si conocía juegos de cartas o de dados o de cualquier otro tipo, o si sabía adivinanzas que él pudiera resolver.
—A veces, jugamos al dominó, a las cartas, a las damas chinas y cantamos viejas tonadas de operetas. A veces, hojeamos el almanaque de la cría de caballos. Durante los últimos días —dijo con sinceridad, tragándose una invectiva—, lanzamos bolitas de pan contra un insecto colocado debajo del armario. Pero esto también ha empezado a aburrirnos. Ahora (ya que estamos sentados siempre a la mesa uno enfrente del otro) hemos empezado a mirarnos a los ojos, ¿sabe usted hacerlo? Se trata de fijar la mirada en los ojos del otro, y vence el que resiste más tiempo. Después de pasar algún tiempo de esta manera, hemos comenzado a picarnos con agujas, aquí también vence el que resiste más tiempo. Ahora no sabemos ya qué hacer, pero nos tratamos cada vez con mayor violencia. Al parecer, ya no podemos detenernos y cada vez nos pinchamos más ferozmente. Busque algo, señor Zantman, tal vez conozca usted algunos pasatiempos. Yo estoy tan picoteado como un colador.
En un momento de debilidad, dije incautamente:
—La culpa de todo reside en que habéis creado una especie de círculo vicioso sin ninguna salida lateral. Cuando se habla de agujas, se debe tener siempre un alfiletero. Buscad un alfiletero. Buscad un alfiletero, y colocadlo entre vosotros dos.
Smith abrió desorbitadamente la boca, y me miró con respeto:
—¡Joder! ¡Señor Zantman!, nosotros le habíamos considerado un inocente y ahora me doy cuenta de que es usted un magnífico navegante. ¡Usted es un experto!
—¡Dios me guarde de serlo! Se lo aseguro… Ha sido pura casualidad… Pero ¿qué dice usted, teniente Smith? ¿Quiere ofenderme? Le doy mi palabra de honor de que ésta es la primera vez que viajo por mar —balbuceé, terriblemente nervioso.
—Usted es un navegante malditamente experimentado —repitió el teniente, haciéndome una reverencia—. ¡Ni una palabra más! ¡Mejor será que no finja inocencia! Usted debe haber navegado de un lado a otro de estos malditos pantanos, del Rojo al Amarillo, del mar de Okhotsk al de los Sargazos, del Chino al Arábigo. ¿No es cierto? Ah, señor mío, usted tiene el colmillo de un viejo lobo de mar y va directamente, como suele decirse, al meollo del asunto. Un alfiletero… ¡no faltaba más! El mejor consejo que podía yo recibir. Cuando coloquemos el alfiletero entre nosotros, dejaremos inmediatamente de pincharnos.
—Perdóneme, pero acabo de recordar que dejé en mi camarote el hornillo encendido. Tengo miedo que el café haya hervido. Dispense, por favor, teniente Smith.
A eso de las cuatro de la tarde observaba los juegos de los pelícanos con los peces voladores. Dos de ellos llegaron del Sudeste y comenzaron a volar en círculo sobre nuestra goleta. Los pelícanos son pájaros enormes, blanquísimos, con una gran papada y un pico de un metro de longitud, extremadamente cortante. Por supuesto, ni siquiera intentan soñar que con ese pico podrían devorar un tiburón o una ballena, pero son conscientes de su absoluta superioridad sobre los gigantes del mar: en efecto, ni las ballenas ni los tiburones son capaces de volar. Esta superioridad les fascina y no les deja en paz. Por eso vuelan silenciosos, se detienen y luego, de golpe, dejan caer su pico afilado como un puñal sobre el lomo del pez; éste huye bajo el agua, o bien trata de salir fuera y seguir al pelícano en el inaccesible espacio aéreo. Los marineros interrumpieron su trabajo para contemplar el espectáculo, lo que les ganó algunas irrepetibles invectivas por parte del teniente Smith.
—¡Ah, canallas! —gritaba aquél, ante la masa compacta y silenciosa—. ¡Así que os sentís grandes señores! ¡Grandes señores! ¡Thompson, tú eres el peor, te he estado observando, Thompson! ¡Pero esta noche vamos a hablar! ¡Esta noche, Thompson, vas a tener que aguantar mis palabras!
Y comenzó a hacerme confidencias sobre la tripulación. Eran viejos lobos, la peor gentuza, carne de horca recogida en los peores puertos. Había que tratarles con mano dura.
—No piensan en otra cosa que no sea sacarle el cuerpo al trabajo. Su ideal es pasar el día entero con la panza al aire. Hay entre ellos un tal Thompson que es el peor.
—¿El peor?
—¿Thompson? Es una sanguijuela. Observe usted su boca, siempre en forma de culo de gallina, como si quisiera sorber sólo el diablo sabe qué. Finge trabajar como todos los demás. Ya me había dicho yo que a la primera oportunidad le daría una buena lección, y esta noche se la voy a dar. ¡Ah, va a tener que andar a gatas cuando le haya dado esta lección!
—La boca —dije yo en tono conciliador—… probablemente porque Thompson es un mamífero. Todos somos mamíferos. Formamos parte de la familia de los mamíferos.
Decidí expresarle con todo tacto mi perplejidad ante los movimientos de sus cuerpos y la manera en que contemplaban sus propios pies y recitaban las palabras: «Los peces y las aves marinas se devoran unos a otros mientras siguen al barco». Con cierta prudencia adelanté la tesis de que tal vez fuera mejor tener un poco de moderación e insinué, como de paso, que lo que era demasiado era demasiado. Smith replicó que, como viejo lobo de mar que era yo, me burlaba de él. Muy distinta era la situación con los chinos en el Sudeste asiático, o bien en la ruta de Aden a Pernambuco, donde muy a menudo, se recurría a la cera fundida. Los movimientos del cuerpo tendían a aumentar la flexibilidad de la columna vertebral, el hecho de tener que contemplar los propios pies constituía un castigo por la falta de limpieza indispensable… Quien tenía los pies sucios debía contemplárselos por lo menos durante una hora. En fin, las palabras: «Los peces y las aves marinas se devoran unos a otros mientras siguen al barco», no eran sino un modelo de caligrafía que era necesario grabar en la mente de los marineros.
—Una goleta como la nuestra marcha por sí misma, sin necesidad de ayuda alguna, a menos que haya una tormenta. Los marineros no pueden pasarse todo el tiempo limpiando este jodido puente, serían capaces de terminar con él de tanto frotarlo. En cambio, la disciplina debe observarse y es necesario que esos bribones permanezcan ocupados ininterrumpidamente. Por eso el capitán eligió ese método para mantenerles entretenidos.
—Ah, bueno, si se trata de un método…
—Sí, señor, también el capitán es un navegante experto, un lobo de mar como es debido. Sería bueno que usted le conociera mejor, señor Zantman, creo que oiría usted cosas interesantes. El viejo me ha dicho muchas veces —continuó confidencialmente el teniente Smith—: «Teniente Smith, usted conoce las obligaciones de un capitán de navío. Debe mantenerse ocupado si no quiere que todos enloquezcan de tedio. Usted, teniente Smith, no deje de mascullar invectivas, yo, en cambio, no dejaré de usar la cabeza, ésa es toda la diferencia entre nosotros. Dígame, teniente Smith, ¿qué cosa debería yo inventar? No me va a decir juegos de pelota, ¿no es cierto, teniente Smith? ¡Maldición! Ya no somos niños, teniente Smith, ya no llevamos pantalones cortos».
—Ah, sí… el juego de pelota resulta un poco infantil, en cambio, esta observación de… de los pies… no —dije, carraspeando.
—Claro que no —respondió con presunción—, los pies no. ¿Quién de entre nosotros no sufre de callos?… Por otra parte eso mantiene la disciplina entre la tripulación. Deben obedecer cada orden sin respirar siquiera. Lo mismo sucede con las agujas. ¡Dios mío… fue una historia de locos, de imbéciles! ¿No lo cree así, señor Zantman? Ah, sí, usted con su experiencia tendrá que darme la razón. Y así con todas las cosas, y siempre. Sin eso ya habríamos reventado de aburrimiento.
Se mojó el índice con saliva y lo levantó contra el viento.
—Tanto más que casi no hay viento. ¡Joder! Siempre lo mismo. Usted ya conoce el refrán: «De agua y tedio está hecha la vida del marinero».
Esa noche pude ver una nutrida mancha de lenguados y distinguí la cabeza de un pez martillo a tres o cuatro pulgadas debajo de la superficie.
El capitán Clarke apareció en el puente de mando y me hizo señales de acercarme. Smith debía de haberle relatado la historia del alfiletero y de mi presunta larga experiencia de navegante. En efecto, la actitud de Clarke hacia mí era distinta, parecía querer sondearme. Evidentemente pensaba que yo sabía cosas que él ignoraba, o que sabía organizarme el modo de aburrirme menos que los demás. Tan pronto como llegué al puente de mando, Clarke me dijo:
—¡Qué aburrimiento, esta tarde amigo mío! ¡El tedio marino!
—¡Ejem! —fue mi respuesta.
—Fea como el tedio, ¿no es cierto? Fea, tediosa. No sabe uno qué hacer.
—No me parece tan mala, se resiste —dije—. Se puede ver el agua… los peces…
—Pero, amigo mío, me ha dicho Smith —dijo el capitán con benevolencia, y dándome un codazo significativo— que usted con toda seguridad tendrá sus métodos para combatir el tedio y por eso no se aburre. Quiero decir… ese alfiletero, por ejemplo, ja, ja. Sólo que usted no quiere revelar esos métodos. ¿Somos avaros, eh?… Todo lo escondemos para disfrutarlo en secreto, ¿no?
—Nada de eso. Juro que me ofende, señor capitán. Me parece que Smith le ha contado una sarta de tonterías.
—Vamos, vamos, no se ofenda. Sólo quería decir que con usted, señor Zantman, es posible conversar. Usted no es uno de esos estúpidos ratones de tierra… y es inútil que trate de ocultarnos su verdadera identidad… No comprendo cuáles sean sus razones… Pero haga usted lo que mejor le parezca.
Me encontraba en una situación muy desagradable y difícil, así que concentré toda mi atención en un botón de mi chaqueta, ya que en la frente de Clarke, ampliada por la calvicie, apareció, de manera muy visible, una vena. Repentinamente adoptó una actitud sombría y comenzó a rascarse detrás de una oreja.
—El tedio —volvió a su cantilena, moviendo maquinalmente los pies—, el tedio. He firmado un contrato con la compañía y ahora debo ir de arriba a abajo, entre Birmingham y Valparaíso. Diablos, ¿qué quiere que haga? En tierra firme no hace uno sino aburrirse… los tranvías, los bares… y es el tedio el que le arroja a uno al mar. ¿Y qué hay en el mar? Una vez que se ha partido… una vez que se han desplegado las velas… que han desaparecido las costas del continente… que ha empezado el movimiento… el ruido de la hélice tras la popa… pues nada, llega el aburrimiento. ¡El tedio marino!
—Es un fallo de la Naturaleza —murmuré, carraspeando—. La Naturaleza está hecha de esa manera.
—¿Cómo es eso? —preguntó Clarke.
—A la Naturaleza no le gusta —murmuré—, no le gusta.
—El remedio mejor contra el tedio es la pipa, como una amiga —dijo sentimentalmente—. También es bueno el whisky… el comerse las uñas… el tabaco de mascar… Cuando se tiene un diente cariado, puede uno pasarse las horas haciéndose daño con la lengua. Cuando se tiene comezón, puede uno rascarse. Imagínese usted que, en Mukden, entré en un restaurante y vi a cuatro capitanes arañados hasta la sangre, arañados como si hubiesen tenido un eczema. Usted, en cambio, señor Zantman, ¿qué hace?
—¿Yo? Pues bien… a veces…
—Tiene usted muy buen color —dijo el capitán con interés en los ojos—. Le doy mi palabra de honor que parece no haber abandonado las faldas de mamá. ¿Cómo logra hacerlo?
—Ve usted, capitán, yo verdaderamente… le aseguro…
—¡Ja, ja, ja, ja! —rió de todo corazón—. No pretendo forzarle, si usted no quiere; que sea como usted dice, su primer viaje de mar… ¡ja, ja, ja! No nos vendría mal una pequeña tormenta, ¿verdad? —añadió, dándome un nuevo codazo—. Entonces, por Dios, sí que se arreglarían las cosas. En cambio, así, todo es intolerable, y para colmo está ese viento que parece a punto de acabarse… Es para reventar… qué aburrimiento… al diablo… no puedo más…
—Eso hace daño —le dije—. Hace daño a la salud. Pueden presentarse a la mente extrañas ideas.
—¡Qué peste! —murmuró el capitán—. Mire, por ejemplo, esos mástiles. Erguidos todo el tiempo, imbécilmente. ¡Qué estupidez! Y también yo… erguido, de pie, como un imbécil. Ambos de pie, yo y el vaso. Dígame usted, ¿qué se puede hacer con un vaso? Romperlo, no hay otra posibilidad. Y precisamente eso fue lo que hice ayer. En esta maldita goleta no sucede nada. Cuando observo esta barandilla —la golpeó con la mano— y veo que reluce siempre del mismo modo, entonces, mientras la miro, siento que estoy a punto de enloquecer —y comenzó a lamentarse, con voz quejumbrosa, de que todo era estúpido, realmente estúpido—. Todo debe relucir, todo debe estar en su sitio, los marineros no hacen otra cosa que lavar y pulir de la mañana a la noche. Como usted sabe, en los barcos es obligatoria una limpieza excesiva, diría que exagerada. ¡No sirve para un carajo! O bien, esos peces voladores. Dígame, ¿qué sentido tiene que salten tan imbécilmente fuera del agua? Mire, mírelos usted mismo —me señaló un pez que, describiendo una cerrada curva, voló sobre la cubierta—. Todo esto es estúpido, es estúpido hasta un grado intolerable. ¿Puede decirme por qué lo hacen? ¡Y pensar que no tienen alas!
Después de reflexionar un poco, respondí que se trataba de una manifestación específica de aquellos ovíparos que son capaces de hincharse hasta el punto de que el agua, en cierto momento, no resistiendo más, los expulsa por temor a que exploten. Por la misma razón, los sapos terrestres se hinchan a menudo con el humo de un cigarrillo hasta alcanzar dimensiones espantosas, pero la tierra, en ese aspecto es peor que el agua, no los expulsa, y los sapos estallan.
—¡Santo cielo! —exclamó el capitán con una excitación incomprensible—. Ah, ah, ah. ¡Precisamente! ¡Muy cierto! ¡Hay que ver qué tipo! Claro que sí. Esos bribones, todos iguales. Hincharse, infundir miedo y luego esa puta de agua que se deja espantar y los expulsa. ¡Ay, ay! ¡Se deja espantar, por mil demonios! ¡Qué desastre, qué desastre! ¡A patadas! ¡Romper! ¡Explotar! —gritaba con entusiasmo. Mis palabras evidentemente habían tocado una recóndita vena terrorista…—: ¡Bravo, formidable! ¡Cómo no se me había ocurrido! Usted sí que comprende. Un verdadero naturalista —añadió hinchándose ligeramente y mirándome con admiración—. ¡Y quería hacerme creer que nunca había viajado antes!
—Sé algo sobre la naturaleza —dije—, pero en teoría.
Volví a toser, dije que estaba haciendo frío y volví a mi camarote, del que no salí durante todo el día siguiente.
Aquel día (el siguiente) ocurrió de nuevo un hecho interesante, al que, sin embargo, no asistí (por hallarme confinado en mi camarote). Como es de todos sabido, los escualos son animales extremadamente voraces, y esa característica es la que los hace tan temibles. Sucedió aquel día que el pinche de cocina dejó caer al mar un gran cubo de cobre y el cubo —¡crac!— desapareció inmediatamente en el vientre de uno de esos glotones. El hecho le produjo al pinche tanta alegría y tan extraño placer que, sin poder contenerse, arrojó algunos cubiertos, devorados al vuelo, y después lanzó al mar todo lo que cayó en sus manos, o sea los platos, los cuchillos de cocina y de mesa, las tazas, su reloj de bolsillo, la brújula, el barómetro, su sueldo de tres meses, todos los volúmenes de la Enciclopedia del navegante. Smith le detuvo cuando de una pared estaba desclavando el último objeto existente, una repisa. Ya podrá imaginarse lo que ocurrió. El muchacho enfermó de paludismo esa misma noche y, como es de presumir, no reapareció hasta el fin del viaje. Nos vimos de esa manera privados de los objetos de primera necesidad y debíamos comer la tortilla de huevos directamente de la sartén. Cuando me contaron lo ocurrido, fruncí la mente y me dije, en voz alta pero con actitud de saberlo todo, como si quisiera que alguien me escuchara:
—Ah, sí, sí… muy bien pensado. Se trata de una enfermedad bastante conocida: consiste en una especie de fijación, por emplear un lenguaje científico; es una imbecilidad específica, nacida de una carencia de autodominio, en un determinado placer que surge de la imperfección de los sentidos y de los errores del instinto cegado por una voracidad excesiva… Se podría hablar hasta de una euforia nacida del automatismo. En fin, se trata de una enfermedad automática que resulta del empleo, en el juego del escondite, de las grandes fuerzas de la gravitación, expulsión y hambre. Además, es fácil imaginarse el fastidio que todos estos objetos deben producir en el vientre —pero pronto los músculos de mi rostro se relajaron, dejando paso a una temerosa ola de tontería desconsolada, y entonces dije en voz baja—: ¡Dios mío! Lo entiendo, ¿pero por qué tanta estupidez? ¿Por qué es todo tan estúpido, árido, continuo, ininterrumpido, por qué todo es tan estúpidamente sabio y tan sabiamente estúpido? Hay aquí alguien que se pasa de listo y otro que se pasa de idiota. ¡Oh, Dios mío, concédenos por lo menos cinco minutos de reposo! —me permití también añadir—: Me parece encontrarme en un bosque oscuro, donde las formas alucinantes de los árboles, el plumaje y los gritos de los pájaros entretienen con su brillante mascarada, mientras que abajo se escucha el rugido del león, el galope del bisonte y el paso felino del jaguar.
- 2 -
La «Banbury» proseguía su ruta cada vez más lentamente. El sol calentaba cada vez con mayor violencia, el alquitrán derretido se escurría por las paredes, el mar era azul, y el agua utilizada para lavar el puente se evaporaba directamente hacia el cielo también azul. El capitán Clarke apareció en el puente de mando, se mojó un dedo y dijo:
—Lo sabía. La brisa está amainando. Es más, existe la posibilidad de que tengamos viento contrario. Teniente Smith, dé usted la orden de que icen las velas laterales. En este tramo ocurre siempre la misma historia… siempre, vaya uno a Valparaíso o venga de vuelta. ¿Y a esto le llaman navegación? ¿Es esto navegación? ¡Vaya navegación! —gritaba en plena furia.
Un tropel de delfines no abandonaba la popa. No buscaban carne… su único deseo era poder rascarse un poco contra el timón del navío, ya que sufrían horriblemente a causa de los piojos marinos. Es raro que se les presente semejante ocasión… un objeto sólido en medio del océano contra el que pueden frotarse. Sucede que durante semanas enteras nadan en medio del océano en busca de semejante objeto. Pero no comprenden que, aunque lentamente, la nave prosigue su ruta hacia adelante y siempre se equivocan por algunos centímetros al saltar hacia la proa. Los pobres peces, sin lograr comprender este hecho, repiten la maniobra continuamente, y siempre sin resultado.
Tomé un trozo de papel y anoté lo siguiente: «Todo me parece una exageración. Los delfines que nunca logran atinar, las ratas que se muerden la propia cola, los marineros que observan sus propios pies, los pelícanos que golpean los lomos de las ballenas, el capitán que pincha al teniente con una aguja, las ballenas que no son capaces de elevarse sobre el agua, los peces voladores que se hinchan a tal punto que el agua, espantada, no resistiendo la presión, los expulsa… todo esto es decididamente demasiado monótono. Supongo que de vez en cuando podría verse otra cosa. Si hubiera sabido que esto iba a resultar así nunca habría emprendido el viaje. Sería conveniente un poco más de tacto. Repetir siempre las mismas cosas no es sino una manera superflua de poner los puntos sobre las íes. No hay nadie que no pueda adivinar de qué se trata. Por otra parte, ¿qué importancia tiene el paisaje mientras el capitán Clarke o el teniente Smith demuestren tan evidente falta de tacto? Estoy harto de esos pies, esas contorsiones, y no hablemos de las conversaciones. ¿Qué significan —pido excusas— sus confidencias? ‘Nosotros los navegantes’, ¿qué quieren decir con eso? ¿Qué quieren dar a entender con su inacabable conversación sobre el tedio enloquecedor? Yo no siento ninguna curiosidad por todo esto. Pero sin duda alguna es a mí a quien aluden. Han ‘bebido a mi salud’… son todos unos borrachos. Borrachos y gente perversa. Podría casi jurar que son heroinómanos, o tal vez morfinómanos, gente entregada a sabe Dios qué vicios allá en Pernambuco. He decidido no volver a dirigirles la palabra. No soy un navegante y no quiero tener nada que ver con la ‘fantasía’ náutica ni con la ‘experiencia’ marina. Trataré de alejarme de una manera discreta. Debo también poner en su sitio a Smith, con todas sus invenciones y su taladro. Nada significa el hecho de que haya yo hablado del alfiletero o del pez volador (es evidente que algo pudo habérseme escapado, ya que ambos han sido tan insistentes) y no basta que ellos me consideren ‘un viejo navegante’ y que me hagan partícipe de sus confidencias, para que me entregue a ellos.
»Tengo que decir que yo había imaginado la vida en un barco de una manera absolutamente distinta. Esta, en cambio, no es sino una especie de fétido pantano. Falta completamente el aire. Esperaba aspirar el perfume salado del mar, el espacio, etc., mucho más saludable que el aire fatigante del continente, y en cambio encuentro aquí un ambiente opresor, estrecho y prepotente y por todas partes actitudes simiescas. Pero, fundamentalmente, lo que más lamento es la absoluta falta de tacto. Anteayer, al negarme a continuar la conversación con Clarke, regresé a mi camarote, pero un gran insecto (es posible que fuera un escorpión) salió de una grieta del suelo, me observó durante un instante moviendo sus tentáculos, después de lo cual se enroscó y se inyectó todo el veneno de que estaba cargada su cola, cometiendo de esta manera un suicidio. Sabía que entre los arácnidos ésta es una práctica habitual, pero, ¿por qué tenía que hacerlo ante mí? ¿Por qué no se suicidó en la grieta de la que surgió? Fingí no haber visto nada. También en tierra firme ve uno perros o caballos, pero, Dios mío, qué discreción. A ninguno se le ocurriría salir de su perrera o su establo sólo para que los demás lo vean.
»Está previsto que pronto llegaremos a Valparaíso. Pero, ¿llegaremos alguna vez a Valparaíso? No lo sé; es posible que todo suceda normalmente y de acuerdo con los horarios… Yo nada sé de constelaciones, no sé manejar ni la brújula ni el sextante, pero si la constelación es poco favorable (como parece ser el caso) o hasta simiescamente maligna, y hemos entrado en el mal signo de Capricornio o de Sagitario, entonces, según me parece, el capitán y Smith se darán demasiada importancia y se permitirán demasiadas cosas. Siempre he temido la imaginación de los oficiales o de los marineros, o sea ese modo despreocupado, esa prepotencia, ese deseo de imponer siempre su voluntad, actitud también típica de los oficiales de caballería. De vez en cuando es necesario permanecer en silencio… saber esperar. Es necesario saber cuándo y cómo. Aquí, en cambio, todo está establecido, todo parece estar metido en una caja y por consiguiente podría ocurrir un escándalo. Las caras de los marineros no me gustan, aunque de ellos lo único que veo son sus espaldas».
Tan pronto como acabé de escribir estas frases, quemé la hoja de papel. Pero inmediatamente tomé otra y volví a escribir: «Así es, las caras de los marineros no me gustan, aunque de ellos lo único que veo son las espaldas. Las espaldas, como es fácil imaginar, son dóciles y temerosas, lo que siempre ocurre con las espaldas, pero todas las noches llega a mi camarote, proveniente de la parte inferior de cubierta, un zumbido monótono e insistente, semejante al de un enjambre de insectos. Son los marineros. Por consiguiente, Smith logra mantenerlos bajo control durante el día pero no por la noche. ¿Estarán roncando? ¿Hablando? Y si hablan, ¿de qué temas tratan? ¿No estarán murmurando? Es lo habitual durante los largos viajes por mar. Puede ser que, dado su gran aburrimiento, se estén contando historias absurdas e interminables, en las que no exista una sola palabra de verdad. Smith me ha dicho, en efecto, que se trata de la peor ralea, carne de horca recogida en los puertos que, con toda seguridad, habrá oído en su vida toda clase de relatos. Uno se ponía feliz al contar que en Tokio había oído a un individuo elegantemente vestido, un inconfundible miembro de la alta sociedad que en la peluquería le decía a la manicura que no le cortara demasiado las uñas, pues eso le impediría hurgarse a gusto la nariz. Eso es lo que esta gente piensa de los intelectuales. Son las únicas cosas en que reparan… el resto no existe. Son capaces de pasarse horas rumiando esas pequeñeces. En fin, algo repugnante».
Quemé también aquella hoja de papel, lo que no me impidió poner en práctica mis decisiones en lo que se refiere a Clarke y a Smith. Me mantenía alejado de ellos y, cuando les veía en un extremo del barco, me dirigía al otro. Las cosas se volvían cada vez más complicadas, no lo niego, cuando uno de ellos se encontraba en un extremo y el otro en el otro. Mientras tanto comenzó a llegar una suave brisa que, en vez de soplar de costado o de popa, soplaban ligeramente a proa. La «Banbury» no retrocedía, pero de cualquier manera era bastante inquietante ver aquellas pequeñas olas estrellarse en el morro.
Resultó que Thompson tenía realmente boca de culo de gallina; cuando lo advertí, no logré contenerme (me reprocho aún esta imprudencia) y le pregunté:
—Dígame, Thompson, ¿por qué hace eso? No es necesario que lo haga, Thompson.
Thompson era un hombrazo grande y robusto, de rostro curtido, pecho velludo, aros en las orejas y una pequeña cicatriz en la frente (pequeña en relación con su gran tamaño). Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le veía, luego se me acercó y me dijo haciendo aquel gesto repugnante con los labios.
—Me gusta mucho hacerlo, sir —fue la respuesta.
—Ah, ah, Thompson —le dije deprisa—. Tenga usted cinco chelines, compre usted tabaco, Thompson.
Thompson cerró su enorme zarpa sobre las monedas y dijo:
—No va a servirme de nada.
—Me imagino que se aburre usted a bordo, Thompson —continué con benevolencia.
—¡Ay, qué aburrimiento, qué aburrimiento! —gimió Thompson—. Debo irme a dormir a las nueve, sir, como los buenos niños, sir, y durante el día cantar canciones. El capitán y el teniente son demasiado severos, sir. No puedo gozar de la vida, no puedo estar a gusto… estoy que reviento, sir. En otra época era yo puro temperamento, pura sangre, roja como el fuego, me sentía bien; ahora estoy pálido y exangüe… ando triscando el freno, sir, me estoy arruinando.
Le llevé al puente una escudilla de leche que bebió con avidez.
—Le hará bien, Thompson. La leche es blanca, pero es el mejor remedio para adquirir un color sonrosado. Todos los días dejaré frente a la puerta de mi camarote una escudilla de leche. Lo que usted necesita es leche y mucha fruta. Pero, por el amor de Dios, no haga escándalos, Thompson. Trate de resistir hasta Valparaíso. La nave está casi inmóvil, es cierto, pero el capitán me ha dicho que pronto tendremos viento favorable. Se lo ruego, Thompson, nada de tonterías; aquí tiene usted otros cinco chelines.
Nos hallábamos detenidos en los 76 grados de longitud y a unas 450 millas al sudoeste de las Islas Canarias… pero de canarios no veíamos ni siquiera la sombra. Esos pequeños pájaros de un amarillo dorado temen evidentemente las distancias excesivas, prefieren saltar de una rama a otra en las espesas copas de los árboles meridionales, donde su canto es mucho más sonoro que en el mar. Los canarios no son pájaros marinos, sino terrestres. El viento soplaba ligera pero constantemente; siempre contra la proa de la nave, las pequeñas olas, una tras otra, golpeaban ligeramente el casco; bajo el cielo violáceo pasaban en fila india blancas y alegres nubecillas.
Thompson debía de haber contado algo sobre los chelines que le había entregado, pues al anochecer me detuvo el timonel, un individuo alto, gordo y asmático de mejillas colgantes y fláccidas, la mirada pálida y perdida, de lunático. Se quejaba del aburrimiento y dijo que tenía los pies sucios… Aquello, dijo, le fatigaba enormemente, y sin más me pidió unos cuantos chelines. Cuando se lo reproché severamente, añadió en voz baja:
—Está bien, está bien. Así es la vida. Lo sé. Tengo cuarenta y siete años y jamás he podido tener los pies limpios… nunca lo he logrado. Los otros pueden tener los pies limpios, pero yo no… nunca… ¡Qué perra vida! Siempre ocurre algo en el momento preciso y, cuando no ocurre, no se tienen ganas. Es más, las ganas las tengo, pero al mismo tiempo —añadió perezosamente— he encontrado otros sistemas aquí —se señaló la cabeza con un dedo con mirada de espera, observándome atentamente.
Le di inmediatamente los cinco chelines y le aconsejé que por lo menos se pusiera talco en los pies… era un sistema más práctico y exigía menos tiempo. Le rogué que no comentara con nadie que había recibido dinero mío. Pero evidentemente no supo resistir la tentación. Uno de los marineros, de quien ignoraba el nombre, al pasar a mi lado y ver que nadie nos observaba, exclamó como si hablara consigo mismo:
—¡El mastuerzo!
También él recibió unos chelines. Comencé a preocuparme seriamente porque me parecía que aquella chusma se volvía cada vez más insolente. Apenas transcurridos dos días de mi conversación con Thompson, la libreta en la que anotaba mis gastos cotidianos se había llenado de una serie de nuevas anotaciones. La tripulación hubiera podido creer que se trataba de unos poemas, aunque la verdad es que yo no llevaba conmigo ningún poema, ya que había subido a la «Banbury» directamente de una lancha de motor, carente de todo equipaje:
A Thompson por «Me gusta mucho hacerlo» y por su boca en forma de culo de gallina…………… 10 chelines
Al timonel, por sus pies…………… 5 chelines
A X por el mastuerzo…………… 2 chelines
A Stevens, por los tomates y los capullos…………… 5 chelines
A Buster, por su timidez…………… 5 chelines
A Dick, por las encinas cultivadas con pata de niño entre las altas cañas de azúcar…………… 1 chelín 6 peniques
A O’Brien, por las gigantescas vacas lecheras que pastan en una llanura cubierta de pequeños guijarros redondos…………… 3 chelines
A O’Brien, nuevamente, por el cucharón con la recomendación de que se mantuviera quieto hasta llegar a Valparaíso (N. B.: Él se niega, dice que todavía ayer tuvo pérdidas de sangre)…………… 1 chelín
Total…………… 36 chelines 6 peniques
Añadí a esta cuenta el siguiente comentario:
«Pago porque es culpa mía. Si no lo fuera, no pagaría. He hecho mal en trabar conocimiento con ese individuo (Thompson), ahora todos se aprovechan de mí y no dejan de importunarme. No hay nada peor que verse mezclado con una banda de desalmados que murmuran a tus espaldas mientras ante ti te adulan servilmente con el único fin de obtener dinero. Estoy seguro de que entre ellos no hacen sino reírse, satisfechos de haber sabido explotar al pasajero, y repiten en tono vulgar las mismas palabras que me habían dicho, sacudidos por las carcajadas y agarrándose la panza. ¡Sabe Dios cómo se les han ocurrido estos trucos! En la nave reina, éste es un hecho, una flagrante indiscreción; habría podido regañar a los marineros, pero no son los únicos en cometer indiscreciones. Los marineros son capaces de malinterpretar todo; de cualquier cosa hacen burla procaz, tanto que uno siente que la sangre le sube a la cabeza.
»La situación exige mucho tacto. La fantasía del capitán es exuberante, mientras que Smith es capaz de apretar cálidamente la mano de la manera más placentera. Pero a cada momento pueden salirse de sus casillas. Al embarcar, yo me había olvidado del poder absoluto que el capitán ejerce sobre la tripulación y sobre los pasajeros; no obstante, se trata de un elemento fundamental que no conviene olvidar. Había olvidado también que en la mar únicamente hay hombres (naturalmente, no hablo de los grandes buques de pasajeros). Todos son hombres, y por eso un buen golpe disciplinario inicial es siempre un golpe bien asestado. En lo que respecta a la tripulación, ésta se compone de viejos lobos de mar, mucho más viejos de lo que habría podido imaginar, y con esa gente la diplomacia se vuelve necesaria, porque, para ellos nada es sagrado, sino que son iguales a los Burschen alemanes, o a los soldados acuartelados. Basta mirarles para que no quepa la menor duda. Por consiguiente, apruebo que Smith los mantenga siempre ocupados. Esta mañana, cuando me hallaba en la proa, vi un animal semejante al oso hormiguero; el animal sacó una lengua larga y estrecha como una espada con la que trataba de alcanzar un pedazo de madera que flotaba sobre las olas a varios metros de distancia… Me dirigí a la popa, pero estaba llena de ostras, esa especie de crustáceos que se devoran vivos aún y que, desprovistos de sus conchas, van a dar a las sombrías cavernas de nuestro estómago. Nadie, fuera de ellos, puede ser devorado vivo y nada temen, aparte del limón (¡tenerle miedo al limón!). Di, pues, la espalda al mar y miré hacia el puente; pero allí, en ese preciso momento, uno de los marineros que acababa de instalarse levantó una pierna y se rascó el talón, igual que los perros cuando hacen sus necesidades junto a un macizo de flores. Terminé por encerrarme de nuevo en mi camarote durante varias horas, echándole la culpa a la presunta humedad. Es necesario actuar con mucho tacto, es preciso no sorprenderse de nada, no debe uno alarmarse, eso no sería bien recibido, ya que todo es precisamente como es… todo es así, y yo no tengo razón alguna para manifestar mi estupor, tanto que, si me arrojan por la borda, deberé tomarlo como si se tratara de algo enteramente natural… En estas condiciones, la estupefacción constituiría una manifestación muy poco apropiada, una grave falta de tacto. De cualquier modo es necesario ser prudente, evitar las controversias, moverse con cautela, porque el tedio oprime y el sol azota. Todo terminará cuando lleguemos a Valparaíso. Pero el viento, ¡ay!, sigue soplando en sentido contrario.
»E1 orden, la disciplina y la limpieza que reinan en esta goleta no son sino una tenue membrana susceptible de romperse a cada momento, y parece precisamente que todo sigue ese camino».
Después de escribir estas palabras, volví a quemar el papel. Muy pronto se demostró que mis temores eran fundados y que había hecho mal en distribuir dinero entre los marineros, ya que aquello sólo había logrado excitarlos y volverlos aún más insolentes. Una vez dada la mano, tomaban el brazo. (En otra época, hacía de ello mucho tiempo, había repartido caramelos con los mismos resultados.) Un buen día me paseaba por la popa cuando descubrí ante mí, en el puente, un ojo humano. El puente estaba desierto; el único presente, el timonel, masticaba chicle; el sol tropical inundaba el navío, creando en el puente una red oblicua de sombras del cordelaje y del mástil mayor. Le pregunté al timonel.
—¿De quién es este ojo?
Se alzó de hombros.
—No sabría decirle, sir.
—¿Cree usted que alguien lo ha perdido o que se lo han sacado a alguien?
—No he visto nada, sir. Está ahí desde la mañana. Me hubiera gustado recogerlo y guardarlo en una caja, pero no puedo abandonar el timón.
—Bajo cubierta —le dije— hay otro ojo. Pero distinto. De otro hombre. Le recomiendo, Barnes, que cuando le releven recoja ambos.
—A sus órdenes, sir.
Reanudé el paseo interrumpido, preguntándome si debía informar del incidente al capitán y a Smith, que apareció en ese momento por la escalera posterior.
—En el puente hay un ojo humano.
Demostró de inmediato un vivo interés.
—¡Joder! ¿Dónde? ¿Y dónde está el otro?
—¿Cree usted, teniente, que se le ha caído a alguien o que se lo han extraído?
Desde el puente superior oímos la voz del capitán.
—¿Ha sucedido algo, señor Smith? ¿A qué se deben esas imprecaciones?
—¡Estos jodidos…! —respondió Smith, colérico—. ¡Estos hijos de… han comenzado a jugar al ojito!
—¿Quiere usted decir —le pregunté— que los marineros, por puro aburrimiento, han inventado un juego que consiste en sacarse de pronto un ojo con el meñique, más o menos como los niños en la escuela juegan a las zancadillas?
Desde lo alto nos llegó la voz del capitán:
—Teniente Smith, no olvide usted que, además del castigo, el autor del desaguisado debe comerse el ojo extraído, tal como lo exigen los usos marítimos.
—¡Al diablo! —imprecó el teniente—. Si han comenzado, ya no tendremos paz. Durante una temporada en el Pacífico meridional perdimos una vez las tres cuartas partes de los ojos de toda la tripulación. Tienen miedo de esto como de la peste, pero, una vez que comienzan el juego, ya no pueden contenerse. Tendré que darles una lección. ¡Van a acordarse de mí esos hijos de…!
—Debe de ser algo parecido al cosquilleo —dije—. Un niño en la escuela tiene terror pánico a que le hagan cosquillas, y por eso no puede reprimir el deseo de hacérselas a su compañero de banco, éste responde haciendo lo mismo, y así comienza el cosquilleo general.
—Yo soy quien va a cosquillearles —gruñó Smith, hurgándose nerviosamente los bolsillos.
—Debe excusarme —dije con tristeza y con algo de dolor—, pero el ojo, a fin de cuentas, no es sino un órgano mal fijado, una bolita colocada en una de las cavidades del hombre, sólo eso.
Al volver a mi camarote, me tendí en la cama, y escribí con un dedo en la pared:
«¡Lo único que faltaba! Ahora Smith comenzará a hacerles cosquillas y luego serán ellos quienes se las hagan a Smith. Es mucho peor de lo que había pensado. En apariencia todo es monótono y tonto; sin embargo, la cosa se vuelve cada vez más inminente. Hemos entrado en el campo de los ataques personales, lo cual ya es peligroso. Me siento como un cordero rodeado de lobos, como un asno en el cubil de los leones. Debo a toda costa hablar con Clarke».
La ocasión se me presentó esa misma noche en el puente de mando. Clarke estaba acodado en la barandilla y discutía con el teniente; ambos tenían los rostros preocupados e irritados. Era evidente que examinaban la situación, ya que le oí decir a Clarke:
—Muy bien, pero a este paso tendremos carencia de ojos. Necesariamente algo debe haberles excitado… algo debe haber envalentonado a esta chusma. Ellos, por su cuenta, no habrían comenzado. A partir de hoy no nos dejarán en paz. ¿Qué pudo haberles excitado? —gritó esta última frase en el colmo de la ira.
El mar era transparente, el sol no habíase ocultado aún tras el horizonte, pero la oscuridad cubría con rapidez indecible la inmensidad de las aguas. En el cielo aparecieron las cigüeñas en su peregrinación anual desde las tierras del norte de Escocia hasta las costas orientales del Brasil. En el momento de partir, esas aves familiares se encuentran en la más penosa de las situaciones, ya que sus polluelos no son lo suficientemente grandes como para iniciar el vuelo: por una parte, el poderoso instinto migratorio las impulsa a lanzarse hacia el mar; por otra, un instinto igualmente poderoso, el maternal, las retiene junto a sus infelices retoños y no hacen sino emitir gritos desgarradores.
—El ojo es tal vez el órgano más sensible del cuerpo —dije poco después—. Es muy fácil extraer un ojo —añadí además que, en lo relativo a los ojos, yo era particularmente sensible—. Personalmente detesto que alguien me mire a los ojos a través de una paja. La tripulación me parece bastante inquieta. Tengo la impresión de que los hombres se encuentran molestos, como si les faltara algo. ¿No se les podría tranquilizar de alguna manera?
—¡Lo único que faltaba era que él se entrometiera! —exclamó Clarke con aspereza, en un tono de voz como si tuviera algo más importante de que ocuparse—. Qué carajo, ¿es que le ha entrado miedo? A veces se diría que es usted un navegante valeroso, otras parece una mujercita plañidera —parecía estar muy nervioso—. La tripulación está enloqueciendo y usted viene a contarnos historias sin importancia. ¿Se ha transformado usted acaso en una hembra?
—De ninguna manera —dije, picado en lo vivo—. Pero si hace usted intervenir el tema de las mujeres, será mucho peor. Yo simplemente quería indicar que tengo conocimiento de que en este barco se prepara un motín.
—¿Un motín? —exclamó estupefacto Clarke.
—Se prepara un motín general —dije de mala gana—. Es evidente que está madurando, aunque en apariencia esa conspiración no exista, todo comienza a prepararse y todos se están poniendo de acuerdo a nuestras espaldas. Sé cómo va a terminar esto. Terminará muy mal.
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —exclamó Clarke muy intrigado—. ¿Un motín en la «Banbury»? ¿Sabe usted algo? ¿Qué es lo que sabe, señor Zantman? ¿Un motín?
Le miré a los ojos.
—Usted lo sabe tan bien como yo. Lo que les irrita es la pureza y la decencia… mi pureza y mi decencia.
—¿Qué dice usted? —volvió a preguntar.
—Lo sé muy bien. Se debe a que soy puro y decente. Si no lo fuera, tenga la seguridad de que no se produciría tanta indecencia. Yo os conozco —añadí—, tenéis todos la misma cabeza. Os vienen ganas de no sé qué, pero yo os perturbo, soy un estorbo, ¿no es cierto? Mi pureza os perturba. Es por ello que aquí todo el mundo adula o amenaza, por eso espían y se mofan, ésta es la razón de esa cadena continua de provocaciones, y siempre, siempre un solo pensamiento… siempre, siempre.
—¿Cómo? —preguntó el capitán con la boca abierta—. ¿Habla usted de indecencia? ¿De impudicia? ¡Vaya, qué tipo! Pero venga acá a beber conmigo. Tengo un coñac magnífico —exclamó excitado.
Yo estaba lleno de amargura por la actitud del capitán. Enrojeció, y sus ojillos de navegante brillaron como dos luciérnagas. En ese momento me di cuenta de que yo había hablado demasiado. Lleno de vergüenza me retiré de prisa.
- 3 -
El viento soplaba con violencia; en el cielo corrían apresuradas las nubes… Los mástiles y los alambres gemían, las gaviotas combatían contra la corriente que las arrastraba y en el puente se oían lamentos nostálgicos y cantos… Yo había dicho que sabía cómo iba a terminar aquella aventura, y por eso no me sorprendía cuando advertía los síntomas de algo que consideraba como el principio del fin. También había dicho que, si intervenía el tema de las mujeres, las cosas se pondrían peor. Y, en efecto, los marineros, mientras limpiaban las mamparas, cantaban:
Oh, bella mía, ¿por qué no me amas?
Y de la popa respondía un canto salvaje e intenso de los que estaban con los cubos y las escobas:
¡Bésame, bésame!
Era necesario evitar hablar de mujeres; era necesario no tocar aquel punto. Es bien sabido que las paredes oyen.
La proa de la goleta cortaba las grandes crestas aborregadas, se hundía, volvía a levantarse, pero no retrocedía ni un paso a pesar de que el viento soplara en sentido contrario. La tripulación seguía cantando. Smith les había amenazado con que, si no dejaban de cantar, les haría tragar las palabras… pero aquellos viejos lobos, aquel racimo de horca sabía burlarlo todo. En vez de cantar abiertamente canciones de amor, comenzaron a lanzar con toda el alma sus habituales gritos marineros, obteniendo el mismo resultado. ¡Qué vergüenza! Al tirar las cuerdas, exclamaban:
—¡Aprieta, aprieta!
Inclinados sobre sus cubos:
—¡Lava, seca, moja, riega! —cantaban con delirio, con todo el sentimiento de nostalgia de que eran capaces.
Y Smith no tenía derecho a prohibirles aquello, ya que, en efecto, las leyes de la navegación permiten a los marinos el derecho a lanzar gritos marineros. Para colmo, una gigantesca ballena macho había comenzado a girar furiosamente en torno a la goleta, lanzando al aire trombas de agua que sobrepasaban la altura del mástil mayor; los tiburones huyeron despavoridos y un perro de aguas hizo salir a toda su familia a la superficie para contemplar con estupefacción nuestro navío.
¡Ah, qué triste espectáculo ofrecíamos! ¡Cuántas humillaciones, cuánto ridículo! La única satisfacción consistía en no encontrar en aquellos parajes a ningún amigo. Pero, la verdad sea dicha, en el origen de nuestra situación se hallaba la ligereza de Smith; el día anterior, y para contrarrestar el tedio, Smith había dado órdenes de que engancharan en el ancla un trozo de carne salada y ese anzuelo había atraído a una ballena hembra. Toda la tripulación había acudido para izar a bordo el gigantesco cetáceo y asistir a las contorsiones de su agonía. También se presentó Smith, quien inmediatamente estalló en una sarta de juramentos obscenos.
—¡Fuera de aquí inmediatamente esa carroña, esa inmundicia, esa montaña de grasa inútil… no quiero ver más este cuerpo hinchado!
Pero era demasiado tarde. Los marineros observaban la ballena con mirada acariciadora. Thompson dijo en una especie de suspiro:
—¡Ay, ay, ay!
La ballena, como es bien sabido, es un mamífero, y era previsible que la hembra de un mamífero les excitara hasta ese grado. Si hubiese sido un pez de sangre fría no hubieran tenido reacción alguna. Sobre todo Thompson, también él un mamífero, reaccionó violentamente. Smith explotó en otra ola de sarcasmos y de insultos:
—¡Oh, cómo apesta! ¡Detesto ese olor rancio! Debe ser muy vieja, yo entiendo de estas cosas; por lo menos tendrá diecisiete años.
¡El imprudente! ¡Diecisiete años! Para una ballena se trataba, efectivamente, de una edad muy avanzada, pero diecisiete años… ¡Caramba! ¡Qué error evocar esos diecisiete años! Sin decir una palabra, los marineros lanzaron a aquella gigante al agua y, media hora más tarde, iniciaron sus lamentos nostálgicos y apasionados, y cierta inquietud actuaba extrañamente sobre los nervios de todos.
Al mediodía el capitán se dejó ver en el puente de mando, observó el mar agitado, hizo un gesto con la mano y dijo:
—La nave resiste el viento con la obstinación de una mula. Perfectamente. Teniente Smith, distribuya a los marineros una cucharada de aceite de hígado de bacalao.
Los tripulantes trataron de evadir como les fue posible aquella ración para no arruinar sus ensueños. Pero Smith logró que cada uno sorbiera su cucharada. Después, por cierto, volvió a reinar la calma. Sin embargo, se trataba de viejos lobos de mar, la resaca de todos los puertos del mundo, bastaba con verlos… Se hartaron de pan negro rociado con sal para sofocar el sabor del aceite de hígado de bacalao y volvieron a cantar con renovada violencia. Todo aquello se podía explicar por el hecho de que, desde el momento de nuestra partida, no habíamos visto a mujer alguna. «Desde el momento de nuestra partida», ésta era su actitud, «no hemos visto a ninguna mujer, por eso se ha despertado en nosotros una nostalgia tan violenta». Ellos sufrían de nostalgia, lo que no les impedía estimularla de todos los modos posibles; uno estimulaba y avivaba la nostalgia del otro, y éste se lo agradecía redoblándola en el otro, y así sucesivamente. Los sufrimientos de la ballena macho, que continuaba girando en torno a la nave lanzando en su locura inmensos chorros de agua, no hacía sino estimular y excitar su ardor.
«Si él puede sentir nostalgia», pensaba, «por qué no la íbamos a sentir nosotros».
¡Aquellos bribones! Era tal su astucia que producía verdadera náusea y por eso yo trataba de pasar todo el tiempo posible encerrado en mi camarote. Sabía que se trataba de una banda de desalmados, pero nunca me hubiera imaginado que pudieran llegar tan lejos. Smith no les dejaba tranquilos y en su bolsillo aparecía la punta del taladro, de manera que ellos no podían cantar tranquilos ni llamar a las cosas por su verdadero nombre. Si alguien se lo hubiera permitido, Smith le hubiese invitado inmediatamente a mantener una breve conversación en la bodega. Pero había que ver cómo sabían estimular su propia nostalgia, sirviéndose para ello de cualquier objeto. Abrazando tiernamente una escoba, se lanzaban miradas de fidelidad. O bien, al tirar las cuerdas se cimbreaban como ramas de nogal, igual que si fueran una parvada de adolescentes. Yo ya no podía tolerar aquello. Habría querido ofrecer leche a toda la tripulación, pero sabía que no la habrían bebido. La escudilla de Thompson permanecía intacta ante mi puerta, a pesar de que había colocado debajo de ella no uno, sino dos chelines. Terminé por correr hasta la popa del navío y escribí con el dedo en las paredes de babor:
«Pero… pero… ¡Madre de Dios! ¡Qué banda de malhechores! ¿Qué irá a ser de mí?»
El capitán ordenó con severidad:
—Teniente Smith, esta noche haga usted cerrar herméticamente todas las puertas. Repita la dosis de aceite de hígado de bacalao y prohíba los murmullos.
El capitán y Smith parecían seriamente preocupados. Sabía también que el capitán había regañado ásperamente a Smith por su ligereza. Sin embargo, a pesar de las prohibiciones, a pesar de los ruidos del mar y los chirridos de la goleta, el habitual murmullo reapareció a través de mi cabina con una intensidad mucho mayor y mucho más violenta que en las noches precedentes. Yo no podía más. No podía resistir a la curiosidad, inoportuna y nociva, de saber qué decían, a pesar de que estaba seguro de que el ochenta por ciento de las conversaciones debía ocuparlas mi persona, por lo que hice un agujero en el suelo y acerqué el oído. Los rumores llegaron de inmediato unidos al tufo de tabaco y de aceite de hígado de bacalao, pero al principio no logré entender nada. Les oía retorcerse, gemir, lamentarse, maldecir a Smith y al aceite de hígado de bacalao que les torturaba e irritaba… Algunos cantaban en voz baja, otros mantenían conversaciones confusas y exasperadas. Sólo después de un rato pude entender:
—Las mujeres de Singapur.
Y luego:
—Las mujeres de Madrás.
—Las mujeres de Mindoro…
—Las de Sao Paulo, las de Loamin…
Otros gemidos, y el ruido de personas que dolorosamente se restregan en los brazos el aceite de hígado de bacalao. Luego se distinguió una voz más clara:
—Con tal de que no tengan roña…
—¡Por supuesto, sin roña!
Una vez más, siempre con el mismo tono:
—Sus manitas…
—Sus piececitos…
(¡Qué extraño juego de imaginación!)
El rumor subía de tono; pero luego volvió a oírse una sola voz:
—Yo he sido amado. Sin dejarle siquiera un chelín. ¡Sí, me amó a primera vista! Y no quiso aceptar un solo centavo.
Estalló el vocerío:
—¡Desde luego! ¡Le daría con gusto un par de pendientes o hasta un collar de corales!
—Todos pueden ser amados —refunfuñó el timonel con voz profunda—. Pero no a todos les apetece. Para amar es necesario lavarse los pies. Ahora, cuando me veo obligado a lavarme los pies, no tengo a una mujer y, cuando tengo a una mujer, no debo lavarme los pies. Siempre me ocurre lo mismo. Por eso el pasajero me ha regalado cinco chelines.
—No se trata de eso —dijo otro—. Ya se sabe que todos podemos ser amados. Lo que falta es tiempo. Nos falta tiempo, hermanos, os lo digo… Cuando tienes tiempo, también tienes dinero, pero, cuando tienes dinero, te vas al burdel donde lo resuelves todo sin tener que recurrir al amor. En cambio, cuando te falta el dinero, debes embarcarte y ganarte la vida. ¡Esto sí es una porquería!
(¡Cuánta verdad encerraban sus palabras!)
Y otra vez… con mayor pasión:
—Los dientecitos…
—Los ojitos…
(¡Qué voluptuosidad! ¡Qué frenesí!)
—No se trata de eso, hermanos —dijo Thompson tétricamente—, no se trata de eso, sino de esta maldita fiebre de viajar… Os lo juro, tan cierto como que estoy aquí entre vosotros, muchas me han amado; en San Francisco y hasta en Aden me paseaba por la calles, en las ventanas estaba tendida la ropa, y ellas, ellas me lanzaban miradas…
—¿Y quién no te habría lanzado miradas? —dijo en tono adulador el grumete. (¿Qué decía? ¡Cuánta desvergüenza! A decir verdad, aquel grumete me había disgustado desde el primer momento… por su «coquetería»; fue capaz de extraerme por lo menos veinte chelines, como había anotado en mi cuaderno.)
—La nuestra es una maldita suerte, os lo juro —murmuró el timonel—, maldita. ¡Limpiar y barrer de la mañana a la noche! Yo ya tengo más de cincuenta años y os lo puedo decir: ¡Maldita sea nuestra suerte!
—Hermanos —repitió Thompson lúgubremente—, yo os digo, la culpa de todo está en esa manía de viajar. Esa maldita picazón que no te deja en paz y que te lanza al mundo… ¿Sabéis cómo es?… Es algo que se apodera de todo el cuerpo, que impide dormir. ¡Ah, hermanos míos! ¡Cuántas veces me he encontrado encima de una mujer! Cada vez pensaba que me transportaría como una nave… Haré un viaje, pensaba, pero ella no se movía ni un palmo. Y entonces algo explotaba en mí y me enloquecía, os lo juro. ¡Caramba! Corría al puente para embarcarme en la primera nave que veía para poder volver a la mar… ¡no importaba hacia dónde!… y mecerme a gusto. Esa es la verdadera razón. Amigos, son precisamente las mujeres las que le dan a uno esta fiebre de los viajes.
—Y has llegado muy lejos, no cabe duda —rió uno con sarcasmo—. Desde hace dos semanas no hemos hecho ni treinta nudos.
—No hay manera de que nos movamos —imprecó alguien en la oscuridad—. Han cambiado los vientos.
—Pero aunque nos moviéramos —dijo otro con impaciencia—, ¿de qué serviría? En Valparaíso encontrarás la misma puta que en Bombay. Lo único que habrá cambiado será la calle.
—Yo no sé nada —dijo el timonel con voz nasal, insegura y plañidera—, durante todo el día no hace uno más que barrer, pulir y lavarse los pies. ¿Por qué nos obligan a lavarnos los pies y en cambio no nos permiten siquiera una mujer? ¿Lo hacen a propósito? Siempre es lo mismo.
Y comenzó a proferir lentamente, con alevosía, eligiendo las palabras, juramentos obscenos.
—Así revienta el hombre —dijo el grumete con voz destemplada—, ¿no es cierto, Thommy? ¿En qué piensas, Thommy?
—Y, mientras tanto, el pasajero nos da de beber leche como a los gatitos —dijo Thompson, y soltó una sarta de vulgaridades—. ¿Y si cambiásemos la ruta noventa grados… si pusiéramos la nave perpendicularmente al viento?… Entonces, sí, muchachos, que de veras navegaríamos. Todo se movería. En el Sur existen, según he oído decir, mares completamente desconocidos y dicen que hay también vacas marinas grandes como montañas, islas cubiertas de jardines y en esos jardines… ¡ay, ay!…
(¡Aja! ¿En qué estaban pensando? ¿Conque tenían ganas de pasear? Era necesario impedirlo.)
—Aquello está lleno de maravillas —dijo el grumete.
—Y hace calor —dijo el timonel—. El sol calienta mejor.
—«¡Bajo el hermoso cielo de Argentina, los sentidos gozan gracias a una niña!» ¡Vamos, muchachos, cantemos! El canto es la mejor medicina para curar la nostalgia, y de nostalgia sufrimos todos —e inició un canto en voz baja, sofocado, semejante a un lamento—. Bajo el hermoso cielo de la Argentina… —tapé el agujero del suelo, me acosté y traté de dormir, pero después de un rato me levanté y dormí en el puente, porque mi camarote estaba saturado, del olor del aceite de hígado de bacalao y no se podía respirar.
Los marineros, evidentemente, se dedicaban con toda el alma a estas interminables fábulas, a fantasear sobre mares desconocidos, los milagros y las maravillas de los trópicos, sobre las aventuras de Simbad el marino. Sin duda alguna se regodearían con historias mil veces oídas sobre montañas, jardines y rocas, relatos narrados en el estilo bíblico de Salomón… Los senos como alondras; los cabellos, una estruendosa cascada; los ojos, dos gacelas. La imaginación, semejante a un perro encadenado, gruñía y mostraba los dientes. El puente estaba completamente desierto. El mar se había hinchado aterradoramente; el viento soplaba con redoblada fuerza; entre las aguas oscuras se vislumbraba el chorro de la ballena furiosa, en su infatigable ronda. Ejem… a mi derecha el África, a mi izquierda el continente americano; en medio pululaban extraños pececitos de la familia de los gobios. Estos tienen un temor pánico a la soledad, por lo que sólo se mueven cuando se encuentran en bancos de diez mil o más y, si se os ocurriera pescar uno y tenerlo por un instante fuera del agua, sus compañeros sacarían tristemente sus bocas a la superficie y reventarían como las ovejas en el fuego.
—Menos mal que no hay mujeres —murmuré—, porque, si llega a haber por lo menos una a bordo, nadie habría podido salvarme. Pero por fortuna estamos lejos y no hay mujeres ni posibilidad de que las haya. ¡Bendito sea el Señor!
En aquel instante oí a mis espaldas y hacia la izquierda el chasquido inconfundible de un beso. Volví la cabeza pensando que podía tratarse del chirrido del velamen, pero poco después oí el mismo sonido, aún más nítido. ¿Un beso? ¿Un beso en el barco? ¿Cómo era posible si no había mujeres? Me aclaré la garganta y caminé hacia la proa. Allí volví a oír el mismo ruido inconveniente, claramente, como si sonara en mi oído. Decidí volver inmediatamente a mi camarote. Como no había mujeres, tampoco debía haber besos y por consiguiente no debería haber oído ruidos inexistentes. Si, en cambio, se preparaba realmente un motín, era preciso retirarse. No quería inmiscuirme. ¡Que se las arreglaran como pudieran!
Deteniéndome precisamente ante la puerta de mi camarote, oí detrás del mástil, apenas a tres pasos de mí, la voz meliflua y aterciopelada del grumete:
—Thommy, Thommy, dame tu bufanda e iré contigo al circo.
—¡Thompson! —exclamé yo—. ¡Thompson! ¿Qué hace usted? ¡Por el amor de Dios, Thompson, vuelva usted a su sano juicio!
—¿Qué le pasa? —gruñó Thompson, sin soltar al grumete, que le abrazaba estrechamente.
—Pero, Thompson, no está usted con una mujer. Tenga usted una libra, Thompson, ¡una libra! Soy yo quien se lo pide…
—Pero yo parezco una mujer —intervino el chico—. Tengo la voz aguda como una mujer.
Thompson, bruscamente hizo con la mano un gesto obsceno ante mis ojos, después de lo cual me ignoraron por completo. Simulé haber olvidado mi pañuelo y me retiré inmediatamente. Pero cerca de la escotilla de babor vi a otros dos marineros que caminaban abrazados. Volví sobre mis pasos… y vi a otros dos marineros que cuchicheaban junto a la despensa.
«Nada de agradable tiene esto», me dije. «De ahora en adelante no podré volver a ver a dos marineros juntos, ni siquiera a un marinero. Deberé mirar siempre hacia otro lado. Lo mejor sería despertar al capitán. Estos murmuran y traman algo».
Sin embargo, Clarke no dormía. Me sorprendió ver el fuego de su pipa en el puente de mando. Evidentemente había decidido vigilar la goleta aun de noche. Estaba de pie y observaba con mucha atención la punta de un dedo doblado. «¡Un buen capitán!», pensé en mi desdicha, «¡un excelente capitán, en apariencia un poco excéntrico, pero concienzudo, valiente y experimentado!». Él no permitiría aquello. No lo consentiría. Me acerqué, y en pocas palabras, como si fuera algo natural, le hice comprender que en el barco habían aparecido los besos, que en el puente pululaban los marineros en parejas. Que paseaban del brazo, hablaban en voz baja, se inclinaban uno sobre el otro y se abrazaban.
—¿Qué? ¿Un motín a bordo? —gritó el capitán saliendo de su estado letárgico—. Teniente Smith, hágame el favor de sacar mi casco. Un motín se castiga de acuerdo con las leyes del mar y de la navegación. Los provocadores serán metidos en sacos, leeré el versículo indicado del Evangelio y luego, con una piedra atada al cuello, serán arrojados al mar. El único problema consiste en meterlos en los sacos. Será necesario colocar un cebo en el fondo de los sacos.
(¡Qué idiotez! ¡Y en un momento como aquél! ¿Cómo era posible que la imbecilidad me saliera siempre al paso? Una inmensa fatiga se apoderó de mí, como un baño de aceite.)
—Si la nave se dirige a Valparaíso, entonces yo, como capitán, debo asegurar que llegue al puerto de Valparaíso. Debo cuidar también de que haya limpieza y orden. ¿Sí o no? ¿No es acaso justo mi razonamiento, señor Zantman?
Me observó con indecible soberbia, se hinchó, se le desorbitaron los ojos, se puso rojo, después violáceo, al punto que di unos pasos atrás y me cubrí los oídos, maquinalmente, por miedo de que pudiera explotar… y de improviso se desplegó del suelo, voló por al aire algunos pasos para luego volver a caer. ¿Qué era aquello? Parecía un pez volador. No debía haberle hablado. No se debe hablar cuando el efecto de las palabras es imprevisible y el límite de la fantasía no está definido.
—Tiene miedo —exultó triunfante al volver al suelo—. ¡Esta puta naturaleza tiene miedo! ¡Te romperé los cuernos! ¡Te aniquilaré! ¡Adelante! ¡Anda! ¡Hurra! —parecía enloquecido—. Mire eso, señor Zantman —y me hizo ver el gran índice de su mano derecha—. ¿Qué ve usted? Una arañita. Una arañita macho. Acabo de encontrarla hace poco aquí, en el puente. He visto una enorme araña hembra hacia la cual se dirigía este minúsculo insecto. ¡Vaya! A dos pasos de mí. Había que verla cómo lo esperaba hipnotizándolo, negra, inmóvil, con las piernas abiertas. Como Mane, Tecel, Fares, y había que ver cómo le suplicaba él para que no lo devorase. Ladraba, se lo juro. ¿Qué piensa usted, dígame, qué piensa usted de este machito?
—Lo peor —respondí yo tembloroso y desviando la mirada—. Del mismo modo se comportan las serpientes para atraer a los pajaritos. Tengo una gran confusión mental. Y por consiguiente las diferencias entre las cosas parecen borrárseme, hasta las que hay entre el bien y el mal.
—¿Cómo? ¡Usted tiene razón, señor Zantman! ¡Desde luego! Los pajaritos… las serpientes… ¿cómo no se me había ocurrido? Siento hasta escalofríos. ¡Ah, esos canallas! Todo se pone de acuerdo, todo se acopla, las arañas, los pajaritos con las serpientes, los marineros, todos gozan… menos yo… Hasta aquí, debajo de mis narices, en el barco, mientras que yo… Claro que en el mar están los peces, pero los peces, Dios mío, los peces… ¡son ovíparos! —gritaba—. Nunca había pensado en eso. ¡Por un millón de centellas! ¿Había usted reflexionado sobre el hecho de que un pez ovíparo, disponiendo en sí mismo de todo lo que es necesario, puede gozar de todas las delicias? Mientras que yo, a solas, debo permanecer aquí, de pie, solo.
—Es como un matrimonio —dije prudentemente, pues sentía que todos los cabellos se me erizaban en la cabeza y temía herir a alguien—. Es seguramente como un matrimonio… En cada pez se encuentra al mismo tiempo al hombre, a la mujer y a un pequeño sacerdote. (¿Qué sentido tenía provocar de esa manera al gato que duerme? ¿Qué sentido tenía hablar en voz tan alta?) Ah, señor capitán —dije, reclinándome sobre el barandal—, quería decirle que allí, bajo el puente, no hay sólo unos cuantos marineros, sino muchos… es más, me parece que están todos juntos, que murmuran, se abrazan, se aproximan a este lugar. Dispense, creo que debo volver a mi camarote.
—Ah —dijo el capitán, frotándose las manos—. ¡Ah! ¿Así que vienen hacia acá? Muy bien. Teniente Smith, haga venir a toda prisa al segundo oficial. De modo que habrá baile —y antes de que yo tuviera tiempo de gritar, con un gesto que ofendía en el más alto grado la decencia pública, sacó de su bolsillo un pequeño revólver silencioso de color azul marino.
Volví rápidamente a mi camarote, me tendí en el lecho y me dormí inmediatamente. Mis sueños fueron inquietos; soñé, en efecto, que todos se habían reunido en el puente vecino a mi camarote, que se creaba una gran confusión, una maraña de abrazos, un manoseo vulgar, susurros sofocados, lamentos, imprecaciones e insultos horribles. Hubo un combate cerca del puente de mando que continuó después en la parte posterior de la goleta, pero no estaba seguro de que se tratara del motín porque no había oído ningún disparo. Me parecía en cambio haber oído varias veces mi nombre, pronunciado con acompañamiento de risas salvajes, de gritos, de bromas escarnecedoras y de manos frotadas… Zantman, Zantman… como si debiera yo ofrecerles bebida a todos. Como si todo tuviera algo que ver con mi dinero.
La nave proseguía, ascendía lentamente y oía que alguien explicaba de manera repugnante que aquello se debía al hecho de que había encontrado viento contrario, por lo que el impulso del navío y el viento chocaban y la «Banbury» se veía obligada a subir a las mayores alturas. Quería llamar, pero no lograba extraer la voz de la garganta; dormía. Mientras tanto alguien tocó con un dedo el timón, viramos repentinamente y la «Banbury» impulsada por el viento, comenzó a marchar con tal violencia que me caí de la cama.
- 4 -
Hacia medianoche el viento se transformó en huracán. La goleta comenzó a bailar como un columpió, chirriaba destempladamente y la velocidad aumentó a tal punto que no lograba separarme de la pared posterior del camarote. La «Banbury» resistía tenazmente la embestida del viento. Al cabo de veintiséis horas, amainó la tormenta, pero yo preferí no salir al puente. Era evidente que el amotinamiento había tenido lugar o, si no precisamente un motín, había ocurrido algo por el estilo, por lo que consideré prudente no aventurarme demasiado antes de saber con toda seguridad qué iba a encontrar en cubierta. Cerré la puerta con llave y la reforcé con el armario; en un rincón tenía una caja de galletas y once botellas de cerveza.
Por la mañana me atreví a mirar prudentemente por la ventanilla, pero inmediatamente me retiré y cerré las cortinas, es más, sobre las cortinas puse mi grueso abrigo. Lo que había visto acabó por convencerme de que no debía abandonar el camarote hasta que no se presentaran ante mi puerta y la forzaran. Mi posición era precaria, ya que podían comenzar a faltarme las galletas y ya que, además de haber puesto también las mantas encima del abrigo, por las fisuras se filtraba la luz… una luz del todo inoportuna, extrañamente cargada, luminosa, mientras que las paredes del camarote se habían agrietado y torcido debido al huracán, creando surcos y fisuras extrañamente irregulares. Aquellos surcos tenían un aspecto cerebral, falsamente inteligente, eran inútilmente deformes y terminaban en punta. En resumen, surcos muy cerebrales y puntiagudos. También aquello me inducía a la prudencia.
No sabía si me habían olvidado, si creían que una ola me había arrebatado durante el huracán, o si tenían otros asuntos de que ocuparse… Lo cierto es que durante tres días nadie se presentó. El calor se volvía insoportable. Traté nuevamente de atisbar por la ventana, pero me retiré rápidamente al extremo opuesto del camarote; vi en efecto tonos de un verde esmeralda tan deslumbrantes que sólo entonces pude comprender cómo el verde esmeralda puede ser peor que una noche tétrica y oscura. Para colmo, en la cubierta se había posado un minúsculo colibrí de ojos demasiado escudriñadores, mientras que a su derredor surgían en profusión todos los colores del arco iris, lo cual no me gustó nada. Por el contrario, el exceso de luz, la riqueza del decorado, la explosión del colorido terminaron por indisponerme… Personalmente prefiero un crepúsculo gris y otoñal o bien una mañana neblinosa… no me gusta la ostentación; y mis preferencias se inclinan por los rincones modestos y silenciosos donde siempre sé cómo terminarán las cosas.
Y así, durante el cuarto día, seguía sin abandonar mi camarote, aunque las galletas estuvieran por acabárseme. La goleta aumentaba cada vez más la velocidad, pero sin ningún sobresalto, parecía una barca surcando la tersa superficie de un pantano… Las luces que se filtraban por las hendiduras eran cada vez más potentes. Afuera, estaba seguro, volaban los grandes y lúgubres cóndores… y los vistosos y harapientos papagayos, y los peces de oro, como en un acuario… Y también, quizás a distancia, los boababs, las palmas, las cascadas… Sí, sí… Evidentemente, los amotinados, aprovechando la fuerza del viento, habían dirigido la «Banbury» hacia las aguas desconocidas del trópico. Prefería, sin embargo, no imaginar hacia qué deslumbrantes verdores y hacia qué fantásticos archipiélagos se dirigía la nave, llevada por una corriente submarina. Y habría preferido no oír los gritos salvajes y frenéticos con que la tripulación saludaba a los colibrís, los papagayos y los otros signos que en el cielo y la tierra anunciaban (para hablar sin reticencias) la próxima y grandiosa orgía.
No, no quería saberlo. No quería saberlo y no deseaba el calor, ni la exuberancia, ni el lujo. Prefería no salir al puente por temor a ver lo que… lo que hasta ese momento ofuscado, oculto y no dicho se desencadenaría con toda su falta de pudor, entre plumajes de pavorreales y fulgores espléndidos. Desde el comienzo todo había estado en mí, y yo, yo era exactamente igual a todo lo demás. El mundo exterior no es sino un espejo que refleja el interior.
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