lunes, 10 de mayo de 2021

Franz Kafka - Un médico rural (1918)

Un médico rural
por Franz Kafka




Me encontraba en un gran apuro. Debía emprender un viaje con la mayor urgencia, un enfermo grave me esperaba en un pueblo, situado a diez millas de distancia; una fuerte ventisca de nieve azotaba el amplio espacio que nos separaba. Disponía de un coche ligero, de grandes ruedas, apropiado para nuestros caminos. Yo estaba en el patio, cubierto con la piel y con el maletín del instrumental en la mano, listo para partir; no obstante, faltaba el caballo, no había caballo. Mi caballo había muerto la noche anterior a causa de la extenuación provocada por el gélido invierno; mi criada recorría el pueblo para ver si alguien le prestaba un caballo, pero en vano, yo lo sabía muy bien, y allí permanecía yo sin objeto, cada vez más cubierto de nieve, cada vez más inmóvil. La muchacha apareció en la puerta, sola, balanceando la linterna; es natural, ¿quién iba a prestar su caballo para un viaje semejante? Recorrí de nuevo el patio; no encontraba ninguna solución; angustiado, atormentado, pegué una patada a la resquebrajada puerta de la pocilga, que no se utilizaba desde hacía años. Se abrió y osciló sobre el quicio. De la pocilga se escapó un olor y un calor como de caballos. Una turbia lámpara de establo se balanceaba en una cuerda. Un hombre, acurrucado bajo el cobertizo, mostró su rostro franco, de ojos azules.

—¿Debo enganchar? —preguntó, saliendo a gatas.

—Ayúdale —dije, y la solícita muchacha se apresuró para acercarle los arneses del coche al palafrenero. Pero apenas se le había acercado, cuando el mozo la abrazó y pegó su rostro al suyo. Ella gritó y huyó hacia mí; en su mejilla se podían ver las marcas rojas de dos hileras de dientes.

—¡Tú, bestia! —grité furioso—, ¿quieres probar el látigo?

No obstante, me acuerdo de que es un extraño, de que no sé de dónde viene y de que me ayuda voluntariamente en lo que los demás han fracasado. Como si pudiera leer mis pensamientos, no toma a mal mi amenaza, sino que se vuelve hacia mí, siempre ocupado con los caballos.

—Sube —dice entonces, y, en efecto, todo está preparado. Me doy cuenta de que nunca había viajado con un tiro tan hermoso, así que subo contento.

—Pero yo lo guiaré, tú no conoces el camino —digo yo.

—Por supuesto —dice él—, yo no voy contigo, me quedo aquí con Rosa.

—No —grita Rosa, y corre hacia la casa con el presentimiento de un destino inevitable.

Oigo cómo suena la cadena de la puerta cuando la echa, y luego cómo cierra con llave. A continuación se la puede ver recorriendo el pasillo y todas las habitaciones, apagando las luces para que no la pueda encontrar.

—Vienes conmigo —le digo al palafrenero—, o renuncio a salir, por muy urgente que sea. No te voy a dar a la muchacha como precio por el viaje.

—¡Adelante! —dice, y da una palmada; el coche se ve arrastrado, como madera en un torrente; aún oigo cómo la puerta de mi casa se hace añicos tras la embestida del palafrenero; tanto mis ojos como mis oídos quedan afectados por un silbido que invade simultáneamente todos los sentidos. Pero sólo dura un instante, pues aparezco en mi lugar de destino como si se abriera la puerta de mi enfermo directamente ante la puerta de mi patio; los caballos permanecen tranquilos; ha dejado de nevar; la luz de la luna ilumina el entorno. Los padres del enfermo salen presurosos de la casa, la hermana detrás de ellos; prácticamente me sacan del coche; de sus confusas palabras no puedo deducir nada. En la habitación del enfermo el aire es irrespirable, el descuidado fogón del horno humea; abriré la ventana, pero primero quiero ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, tampoco está frío, ni caliente, con ojos vacíos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón y se abraza a mi cuello, susurrándome al oído:

—Doctor, déjeme morir.

Miro a mi alrededor, nadie lo ha oído; los padres permanecen inclinados y en silencio, esperan mi diagnóstico; la hermana ha traído una silla para mi maletín de mano. Abro el maletín y busco en mi instrumental; el joven sigue tanteando fuera de la cama hacia mí para recordarme su súplica; cojo unas pinzas, las examino a la luz de la vela y las vuelvo a dejar en su sitio.

«Sí» —reniego en silencio—, «en casos así los dioses ayudan, mandan el caballo que falta, añaden por las prisas un segundo caballo, y para colmo envían un palafrenero». Ahora vuelvo a acordarme de Rosa; ¿qué puedo hacer?, ¿cómo podría salvarla?, ¿cómo podré sacarla de debajo de ese palafrenero, a diez millas de distancia, y con esos caballos indomables? Esos caballos que, por añadidura, han aflojado las riendas y, no sé cómo, empujan la ventana desde fuera. Cada uno abre una ventana e introduce la cabeza a través de ella y, sin preocuparse de los gritos de la familia, contemplan imperturbables al enfermo. «Regresaré de inmediato», pienso, como si los caballos me incitaran a emprender el viaje, pero permito que la hermana me quite el abrigo de piel, pues cree que el calor me aturde. Me sirven un vaso de ron; el viejo me da unas palmadas en el hombro, el que me haya dado a probar el ron, su tesoro, justifica esta confianza; rechazo el ofrecimiento con la cabeza; la estrechez mental del viejo me marea, sólo por eso me niego a beber. La madre permanece en la cama, me hace una seña para que vaya; me acerco y, mientras uno de los caballos relincha con fuerza hacia el techo, pongo la cabeza sobre el pecho del niño, que se estremece con el contacto de mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía, el niño está sano, pero la circulación no es buena, ya que la madre lo ha atiborrado de café, pero está sano y lo mejor sería sacarlo de la cama de un empujón. Pero no aspiro a reformar el mundo, así que lo dejo acostado. He sido empleado por el distrito y cumplo con mi deber hasta el límite de mis posibilidades. Aunque mal pagado, soy generoso y caritativo con los pobres. Sólo tengo que preocuparme por Rosa, luego puede que tenga razón el chico y yo también quiera morirme. ¿Qué hago aquí, en este invierno eterno? Mi caballo ha reventado, y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Tengo que sacar mi tiro de caballos de la pocilga; si no fueran casualmente caballos, hubiera tenido que viajar tirado por cerdos. Así es. Y me despido de la familia con un gesto. No saben nada de esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil extender recetas, pero, en lo demás, resulta difícil entenderse con la gente. Bien, mi visita ha terminado, han logrado que me vuelva a esforzar en vano, ya estoy acostumbrado, con la ayuda de mi timbre nocturno me atormenta todo el distrito, pero que, encima, ahora tenga que entregar a Rosa, a esa muchacha tan bonita que, sin apenas fijarme en ella, ha vivido en casa durante años. Este sacrificio es demasiado grande, tengo que emplear todas las argucias para apartarlo de mi mente y no abalanzarme sobre esta familia que, al fin y al cabo, tampoco podría devolverme a Rosa ni con su mejor voluntad. Pero cuando cierro el maletín de mano y hago una seña para que me traigan el abrigo, la familia permanece allí, junta, el padre olisqueando el vaso de ron que tenía en la mano, la madre, lacrimosa, probablemente decepcionada por mi actuación —pero ¿qué es lo que espera de mí esta gente?—, mordiéndose los labios, y la hermana agitando una pesada toalla empapada en sangre; ahora estaba dispuesto a admitir, bajo determinadas circunstancias, que el joven, tal vez, estaba enfermo. Voy hacia él, me sonríe conforme me acerco, como si le llevara la sopa más reconfortante. Ay, los caballos vuelven a relinchar; parece como si el ruido hubiera sido ordenado desde las alturas para ayudarme en el reconocimiento. Ahora lo veo, sí, el joven está enfermo. En el costado derecho, en la zona de la cadera, se ha abierto una llaga tan grande como la palma de la mano. Rosada, con múltiples matices, oscura en el centro, más clara en los bordes, la superficie suavemente granulada, con sangre acumulada e irregularmente distribuida, abierta como una mina subterránea. Ése es el aspecto que ofrece a cierta distancia. Al aproximarme noto una complicación. ¿Quién puede contemplar eso sin dejar escapar un silbido? Gusanos, tan largos y gruesos como mi dedo meñique, de color rosado y manchados de sangre, firmemente adheridos al interior de la herida, se abren camino hacia la luz con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, ya nada te puede ayudar. He encontrado tu gran herida; con esa flor en el costado sucumbes. La familia está feliz, me ven en acción; la hermana se lo dice a la madre, la madre al padre, el padre a algunos de los huéspedes que entran de puntillas por la puerta, balanceándose con los brazos extendidos y atravesando el resplandor de la luna.

—¿Me salvarás? —susurra el muchacho sollozando, completamente ofuscado por la vida que pulula en su herida. Así es la gente de mi comarca. Siempre le exigen al médico lo imposible. Han perdido la fe antigua; el cura se queda sentado en casa y deshilacha las casullas, una detrás de otra; pero el médico tiene que lograrlo todo con su hábil mano de cirujano. Bien, como quieran, no me he ofrecido voluntariamente, que me utilicen para fines sagrados si les da la gana, también lo aceptaré. ¿Qué más puedo pedir yo, un viejo médico rural, al que han robado la criada? Y ahora vienen todos, la familia y los ancianos del pueblo. Me desnudan. El coro del colegio, con el maestro a la cabeza, está ante la puerta y canta una canción con una melodía extremadamente simple:

«¡Quitadle la ropa, entonces curará,
y si no cura, se le matará!
Sólo es un médico, sólo es un médico».

Ya estoy desnudo y contemplo tranquilamente a la gente con el dedo en la barba y la cabeza inclinada. Estoy muy sereno y me muestro superior a todos, aunque no me ayuda, pues me cogen por la cabeza y por los pies y me llevan a la cama. Me dejan al lado de la pared, junto al costado de la herida. Luego salen todos de la habitación, cierran la puerta y el coro enmudece. Las nubes ocultan la luna, el cálido edredón me cubre, las cabezas de los caballos se agitan como sombras en las ventanas.

—¿Sabes? —me dicen al oído—, tengo poca confianza en ti. Te han lanzado hasta aquí, ni siquiera has venido por tus propios medios. Por añadidura, en vez de ayudar, me dejas menos espacio en mi cama de moribundo. Lo mejor es que te saque los ojos.

—De acuerdo —digo—, es una vergüenza. Y bien, soy el médico, ¿qué debo hacer? Créeme, tampoco es fácil para mí.

—¿Y tengo que conformarme con esa disculpa? Ay, ya lo creo, siempre tengo que conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida, eso fue todo lo que traje.

—Joven amigo —le digo—, tu error es que careces de una visión general de los hechos. Yo, que he estado en todas las habitaciones de enfermo que hay a lo largo y ancho de la región, te digo: tu herida no es tan mala. Dos golpes de azada en ángulo agudo, nada más. Muchos se limitan a ofrecer su costado y apenas oyen la azada en el monte, y mucho menos cuando se les acerca.

—¿Realmente es así, o tratas de engañarme aprovechándote de mi fiebre?

—Es así, acepta la palabra de honor de un médico rural y llévatela al otro mundo.

Y la aceptó, quedándose en silencio. Pero había llegado el momento de pensar en mi salvación. Aún estaban los fieles caballos en su sitio. Reuní rápidamente la ropa, el abrigo de piel y el maletín; no quería perder el tiempo vistiéndome; si los caballos se daban tanta prisa como al venir, sería como saltar desde esta cama a la mía. Uno de los caballos se retiró obediente de la ventana, arrojé las cosas al coche, el abrigo fue demasiado lejos, quedó colgado de milagro en un gancho por una de las mangas, eso bastaba. Me subí al caballo, las riendas sueltas, rozando el suelo; los caballos mal enganchados; el coche detrás, tambaleándose, al final el abrigo, arrastrándose por la nieve.

—¡Ánimo! —dije—, pero no avanzamos mucho; nos desplazábamos, lentos como ancianos, a través de aquel desierto nevado; largo tiempo resonó a nuestras espaldas el nuevo y erróneo canto de los niños:

«¡Alegraos, pacientes,
os hemos puesto al médico en la cama!».

A este paso no llegaré nunca a casa; mi floreciente consulta en la ruina; un sucesor me roba, pero en vano, pues no me puede sustituir; el repugnante palafrenero campa por sus respetos en mi casa, Rosa es su víctima; no quiero ni pensarlo. Desnudo, expuesto al frío de la más desgraciada de todas las épocas, en un coche terrenal y con caballos ultraterrenos, yo, un viejo, voy a la deriva. Mi abrigo cuelga de la parte trasera del coche, pero no lo puedo alcanzar, y nadie en la movediza chusma de pacientes es capaz de mover un dedo. ¡Estafado! ¡Estafado! Una vez que se ha seguido la falsa llamada del timbre nocturno, ya no hay remedio.

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