viernes, 21 de mayo de 2021

Paul Lafargue - Las consecuencias de la sobreproducción (1880)

Las consecuencias de la sobreproducción
por Paul Lafargue





Un poeta griego de la época de Cicerón, Antipatros, celebraba así la invención del molino de agua (para la molienda del grano), que iba a emancipar a las mujeres esclavas y a recuperar la edad de oro:

«¡Ahorren la fuerza del brazo que hace girar la piedra del molino, oh molineras, y duerman apaciblemente! ¡Qué el gallo les advierta en vano que ya es de día! Dao impuso a las ninfas el trabajo de las esclavas y miren cómo saltan alegremente en el camino y cómo el eje del carro rueda con sus rayos, haciendo girar la pesada piedra rodante. ¡Vivamos la vida de nuestros padres y, ociosos, regocijémonos de los dones que la diosa otorga!»

Lamentablemente el ocio que el poeta pagano anunciaba no llegó; la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece.

Una buena obrera hace con el huso sólo cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en el mismo tiempo. Cada minuto a máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera; o bien cada minuto de trabajo de la máquina da a la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la mecánica moderna. ¿Pero qué vemos nosotros? A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!

Para que la competencia del hombre y de la máquina se acelerara, los proletarios abolieron las sabias leyes que limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones; suprimieron los días feriados. Puesto que los productores de entonces trabajaban sólo cinco días sobre siete, ¿creen pues, tal como dicen los economistas mentirosos, que no vivían más que del aire y del agua fresca? ¡Vamos! Tenían tiempo libre para disfrutar de las alegrías de la tierra, para hacer el amor y divertirse; para hacer banquetes jubilosamente en honor del alegre dios de la Holgazanería. La melancólica Inglaterra, hoy sumida en el protestantismo, se llamaba entonces la «alegre Inglaterra» (Merry England). Rabelais, Quevedo, Cervantes y los autores desconocidos de novelas picarescas, hacen que se nos haga agua la boca con sus pinturas de esas monumentales francachelas, con las que se regalaban entonces entre dos batallas y entre dos devastaciones, y en las cuales «se tiraba la casa por la ventana». Jordaens y la escuela flamenca las han plasmado en sus divertidas pinturas. Sublimes estómagos gargantuescos, ¿en qué se han convertido? Sublimes cerebros que abarcaban todo el pensamiento humano, ¿en qué se han convertido? Ahora estamos muy disminuidos y muy degenerados. La carne en mal estado, la papa, el vino adulterado y el aguardiente prusiano sabiamente combinados con el trabajo forzado debilitaron nuestros cuerpos y redujeron nuestros espíritus. ¿Y es precisamente cuando el hombre ha achicado su estómago y la máquina ha agrandado su productividad, que los economistas nos predican la teoría malthusiana, la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo? Habría que arrancarles la lengua y arrojársela a los perros.

Puesto que la clase obrera, con su buena fe simplista, se dejó adoctrinar; puesto que, con su impetuosidad natural, se precipitó ciegamente en el trabajo y la abstinencia, la clase capitalista se vio condenada a la pereza y al disfrute forzados, a la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el sobretrabajo del obrero martiriza su carne y atormenta sus nervios, también es fecundo en dolores para la burguesía.

La abstinencia a la que se condena la clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de los productos que ella produce en forma desordenada. Al comienzo de la producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre ordenado, de costumbres razonables y apacibles; se contentaba casi exclusivamente con su mujer; sólo bebía cuando tenía sed y comía cuando tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y a las cortesanas las nobles virtudes de la vida libertina. Hoy en día, no hay hijo de cualquier advenedizo que no se crea obligado a desarrollar la prostitución y mercurializar su cuerpo para darle un objetivo al trabajo que se imponen los obreros de las minas de mercurio; no es un burgués que se precie el que no se atraque con capones trufados y con vinos exquisitos para alentar a los ganaderos de La Flèche y a los vinicultores de Bordelais. En este trabajo, el organismo se arruina rápidamente: se cae el pelo, los dientes se descarnan, el tronco se deforma, el vientre se hincha, la respiración se altera, los movimientos se hacen más pesados, las articulaciones se anquilosan, las falanges se traban. Otros, demasiado débiles para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de la joroba del proudhonismo, consumen sus sesos como los Garnier de la economía política y los Acollas de la filosofía jurídica, elucubrando gruesos libros soporíferos para ocupar el tiempo libre de los tipógrafos e impresores.

Las mujeres de mundo viven una vida de martirio. Para probar y hacer valer las telas maravillosas que las costureras se matan para fabricar, ellas se pasan el día y la noche cambiándose constantemente de vestido; durante horas, entregan su cabeza hueca a los artistas peluqueros que, a toda costa, quieren satisfacer su pasión por edificar postizos. Apretadas dentro de sus corsés, incómodas en sus zapatos, con escotes que hacen enrojecer hasta a un granadero, giran durante noches enteras en sus bailes de caridad a fin de recolectar algunas monedas de cobre para los pobres. ¡Santas almas!

Para cumplir su doble función social de no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos siglos y entregarse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y a libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes.

He aquí algunas cifras que prueban cuán colosal es este desperdicio de fuerzas productivas:

«Según el censo de 1861, la población de Inglaterra y del país de Gales comprendía 20.066.224 personas, de las cuales 9.776.259 eran del sexo masculino y 10.289.965, del sexo femenino. Si se restan aquéllos que son demasiado viejos o demasiado jóvenes para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los niños improductivos, más las profesiones ideológicas como el gobierno, la policía, el clero, la magistratura, el ejército, los eruditos, artistas, etc., luego las personas exclusivamente dedicadas a comer del trabajo de otros, bajo la forma de renta de la tierra, de intereses, de dividendos, etc., y finalmente, los pobres, los vagabundos, los criminales, etc., quedan aproximadamente ocho millones de individuos de los dos sexos y de todas las edades, incluyendo a los capitalistas ocupados en la producción, el comercio, las finanzas, etc. Entre estos ocho millones, se cuentan:

Trabajadores agrícolas (incluyendo pastores, criados y criadas que habitan en el establecimiento agrícola) 1.098.261;

Obreros de las fábricas de algodón, de lana, de lino, de cáñamo, de seda, de encajes y otros 642.607;

Obreros de las minas de carbón y de metal 565.835;

Obreros empleados en las fábricas metalúrgicas (altos hornos, laminados, etc.) y en las manufacturas de metal de todo tipo 396.998;

Clase doméstica 1.208.648

Si sumamos los trabajadores de las fábricas textiles y los de las minas de carbón y de metales, obtenemos la cifra de 1.208.442; si sumamos los primeros y el personal de todas las fábricas y de todas las manufacturas metalúrgicas, tenemos un total de 1.039.605; es decir, en ambos casos un número más pequeño que el de los esclavos domésticos modernos. He aquí el magnífico resultado de la explotación capitalista de las máquinas».

A toda esta clase doméstica, cuya extensión indica el grado alcanzado por la civilización capitalista, debe agregarse la numerosa clase de los infelices dedicados exclusivamente a la satisfacción de los gustos dispendiosos y fútiles de las clases ricas: talladores de diamantes, encajeras, bordadoras, encuadernadores de lujo, costureras de lujo, decoradores de mansiones de placer, etc.

Una vez acurrucada en la pereza absoluta y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar del mal que le acarreó, se adaptó a su nuevo estilo de vida. Considera con horror todo cambio. La visión de las miserables condiciones de existencia aceptadas con resignación por la clase obrera y de la degradación orgánica engendrada por la pasión depravada por el trabajo aumentaban también su repulsión por toda imposición de trabajo y por toda restricción del goce.

Es precisamente entonces que, sin tener en cuenta la desmoralización que la burguesía se había impuesto como un deber social, a los proletarios se les puso en la cabeza infligir el trabajo a los capitalistas. Los ingenuos tomaron en serio las teorías de los economistas y de los moralistas sobre el trabajo y se empeñaron en imponer la práctica a los capitalistas. El proletariado enarboló la consigna «el que no trabaja, no come»; Lyon, en 1831, se rebeló por 'trabajo o plomo'; las guardias nacionales de marzo de 1871 declararon a su levantamiento la Revolución del Trabajo.

A este arrebato de furor bárbaro, destructor de todo goce y de toda pereza burgueses, los capitalistas no podían responder más que con la represión feroz; pero sabían que, si habían podido reprimir esas explosiones revolucionarias, no habían ahogado en la sangre de sus masacres gigantescas la absurda idea del proletariado de querer imponer el trabajo a las clases ociosas y mantenidas, y es para evitar esta desgracia que se rodean de pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una improductividad laboriosa. Ya no se puede conservar la ilusión sobre el carácter de los ejércitos modernos. Ellos son mantenidos en forma permanente sólo para reprimir al «enemigo interno»; es así que los fuertes de París y de Lyon no fueron construidos para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastar una revuelta. Y si fuera necesario un ejemplo irrefutable, podemos mencionar al ejército de Bélgica, ese paraíso del capitalismo; su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más fuertes en proporción a la población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las planicies de Borinage y de Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados que los oficiales belgas templan sus espadas y aumentan sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios, que protegen a los capitalistas contra la furia popular que quisiera condenarlos a diez horas de trabajo en las minas o en el hilado.

Entonces, al ajustarse el cinturón, la clase obrera desarrolló con exceso el vientre de la burguesía condenada al sobreconsumo.

Para ser aliviada de su penoso trabajo, la burguesía retiró de la clase obrera una masa de hombres muy superior a la que permanece dedicada a la producción útil, y la condenó a su vez a la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño de bocas inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del trabajo, producen como maníacos, sin quererlas consumir y sin siquiera pensar si se encontrará gente para consumirlas.

Ante esta doble locura de los trabajadores —matarse de sobretrabajo y vegetar en la abstinencia—, el gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades artificiales. Puesto que los obreros europeos, tiritando de frío y de hambre, se niegan a vestir los tejidos que producen y a beber los vinos que elaboran, los pobres fabricantes, rápidos como galgos, deben correr a las antípodas para buscar a quien los vestirá y beberá: son las centenas y miles de millones que Europa exporta todos los años, a los cuatro rincones del mundo, a pueblos que no las necesitan. Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se necesitan regiones vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y día con el África, con el lago sahariano, con el ferrocarril de Sudán; siguen con ansiedad los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de los Du Chaillu, de los de Brazza; escuchan las historias maravillosas de esos valientes viajeros con la boca abierta. ¡Cuántas maravillas desconocidas encierra el «continente negro»! Los campos están sembrados de dientes de elefante; ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro; millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de Girardin, esperan las telas de algodón para aprender la decencia, las botellas de aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la civilización.

Pero todo es inútil: burgueses que comen en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro. Los fabricantes, enloquecidos, no saben ya qué hacer, ya no pueden encontrar la materia prima para satisfacer la pasión desordenada, depravada, de sus obreros por el trabajo. En nuestros departamentos laneros, se destejen los harapos sucios y a medio podrir para hacer paños llamados «de renacimiento», que duran lo que duran las promesas electorales; en Lyon, en vez de dejar a la fibra suave su sencillez y su flexibilidad natural, se la sobrecarga de sales minerales que, al agregarle peso, la vuelven desmenuzable y poco durable. Todos nuestros productos son adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias. Nuestra época será llamada la «edad de la falsificación», como las primeras épocas de la humanidad recibieron los nombres de edad de piedra, edad de bronce, etc., a partir del carácter de su producción. Los ignorantes acusan de fraude a nuestros piadosos industriales, mientras que en realidad el pensamiento que los anima es el de proporcionar trabajo a los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados. Si bien esas falsificaciones —cuyo único móvil es un sentimiento humanitario, aunque brindan enormes beneficios a los fabricantes que las practican—, son desastrosas para la calidad de las mercancías y constituyen una fuente inagotable de despilfarro de trabajo humano, prueban el filantrópico ingenio de los burgueses y la horrible perversión de los obreros que, para saciar su vicio de trabajo, obligan a los industriales a ahogar los gritos de su conciencia e incluso violar las leyes de la honestidad comercial.

Y sin embargo, a pesar de la sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable, implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Su superabundancia debería obligarlos a refrenar su pasión; por el contrario, la lleva al paroxismo. En cuanto una oportunidad de trabajo se presenta, se arrojan sobre ella; entonces reclaman doce, catorce horas para lograr su saciedad, y la mañana los encontrará nuevamente arrojados a la calle, sin nada para alimentar su vicio. Todos los años, en todas las industrias, la desocupación vuelve con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo mortal para el organismo le sucede el reposo absoluto, durante dos a cuatro meses; y sin trabajo, no hay comida. Puesto que el vicio del trabajo está diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros; puesto que sus exigencias ahogan todos los otros instintos de la naturaleza; puesto que la cantidad de trabajo requerida por la sociedad está forzosamente limitada por el consumo y la abundancia de la materia prima, ¿por qué devorar en seis meses el trabajo de todo el año? ¿Por qué no distribuirlo uniformemente en los doce meses y obligar a todos los obreros a contentarse con seis o cinco horas por día durante todo el año, en vez de indigestarse con doce horas durante seis meses? Seguros de su parte cotidiana de trabajo, los obreros no se celarán más, no se golpearán más para arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la boca; entonces, no agotados su cuerpo y su espíritu, comenzarán a practicar las virtudes de la pereza.

Atontados por su vicio, los obreros no han podido elevarse a la comprensión del hecho de que, para tener trabajo para todos, era necesario racionarlo como el agua en un barco a la deriva. Sin embargo, los industriales, en nombre de la explotación capitalista, desde hace tiempo demandaron una limitación legal de la jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 para la enseñanza profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el señor Bourcart, de Guebwiller, declaraba:

«Que la jornada de doce horas era excesiva y debía ser reducida a once horas, que se debía suspender el trabajo a las dos del sábado. Aconsejo la adopción de esta medida aunque parezca onerosa a primera vista; la hemos experimentado en nuestros establecimientos industriales desde hace cuatro años y nos encontramos bien, y la producción media, lejos de haber disminuido, aumentó».

En su estudio sobre las máquinas, F. Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, M. Ottavaere:

«Nuestras máquinas, aunque iguales a las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y lo que producirían estas mismas máquinas en Inglaterra, aunque las hilanderías trabajan dos horas menos por día. […] Nosotros trabajamos dos largas horas de más; tengo la convicción de que si no se trabajara más que once horas en vez de trece, tendríamos la misma producción y produciríamos en consecuencia más económicamente».

Por otro lado, el señor Leroy-Beaulieu afirma que «un gran manufacturero belga observa que las semanas en las que cae un día feriado no aportan una producción inferior a la de semanas comunes».

A lo que el pueblo, engañado en su simpleza por los moralistas, no se atrevió jamás, un gobierno aristocrático se atreve. Despreciando las altas consideraciones morales e industriales de los economistas, que, como los pájaros de mal agüero, creían que disminuir en una hora el trabajo en las fábricas era decretar la ruina de la industria inglesa, el gobierno de Inglaterra prohibió por medio de una ley, estrictamente observada, el trabajar más de diez horas por día; y como antes, Inglaterra siguió siendo la primera nación industrial del mundo.

Ahí está la gran experiencia inglesa, ahí está la experiencia de algunos capitalistas inteligentes, que demuestran irrefutablemente que, para potenciar la productividad humana, es necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de pago y los feriados; pero el pueblo francés no está convencido. Pero si una miserable reducción de dos horas aumentó en diez años cerca de un tercio la producción inglesa, ¿qué marcha vertiginosa imprimirá a la producción francesa una reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? Los obreros no pueden comprender que al fatigarse trabajando, agotan sus fuerzas y las de sus hijos; que, consumidos, llegan antes de tiempo a ser incapaces de todo trabajo; que absorbidos, embrutecidos por un solo vicio, no son más hombres, sino pedazos de hombres; que matan en ellos todas las facultades bellas para no dejar en pie, lujuriosa, más que la locura furibunda del trabajo.

Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: «Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional». ¡Idiotas! Es porque ustedes trabajan demasiado que la maquinaria industrial se desarrolla lentamente. Dejen de rebuznar y escuchen a un economista; no es un águila, no es más que el señor L. Reybaud, que hemos tenido la alegría de perder hace algunos meses:

«La revolución en los métodos de trabajo se determina, en general, a partir de las condiciones de la mano de obra. En tanto que la mano de obra brinde sus servicios a bajo precio, se la prodiga; cuando sus servicios se vuelven más costosos, se busca ahorrarla».

Para obligar a los capitalistas a perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y hueso. ¿Las pruebas que apoyan esto? Se las puede proporcionar por centenares. En la hilandería, el telar intermitente (self acting mule) fue inventado y aplicado en Manchester porque los hilanderos se rehusaron a seguir trabajando tanto tiempo como hasta entonces.

En Estados Unidos, la máquina se extiende a todas las ramas de la producción agrícola, desde la fabricación de manteca hasta la trilla del trigo: ¿por qué? Porque el estadounidense, libre y perezoso, preferiría morir mil veces antes que vivir la vida bovina del campesino francés. La actividad agrícola, tan penosa en nuestra gloriosa Francia, tan rica en cansancio, en el oeste americano es un agradable pasatiempo al aire libre que se hace sentado, fumando negligentemente la pipa.

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