Bendiciones del trabajo
(fragmento de El derecho a la pereza)
por Paul Lafargue
En 1770 apareció en Londres un escrito anónimo titulado «An Essay on Trade and Commerce», que provocó en la época un cierto alboroto. Su autor, gran filántropo, se indignaba por el hecho de que «a la plebe manufacturera de Inglaterra se le había metido en la cabeza la idea fija de que por ser ingleses, todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento, el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier otro país de Europa. Esta idea puede tener su utilidad para los soldados, dado que estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos de ella los obreros de las manufacturas, mejor será para ellos mismos y para el estado. Los obreros no deberían jamás considerarse independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso estimular semejantes caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde, quizás, siete octavos de la población tienen poca o ninguna propiedad. La cura no será completa en tanto que nuestros pobres de la industria no se resignen a trabajar seis días por la misma suma que ganan ahora en cuatro».
De esta manera, cerca de un siglo antes de Guizot, se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como un freno a las nobles pasiones del hombre.
«Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá», escribía Napoleón desde Osterode el 5 de mayo de 1807. «Yo soy la autoridad […] y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, luego de la hora de la misa, las tiendas se abrieran y los obreros volvieran a su trabajo».
Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de arrogancia e independencia que ella engendra, el autor del Essay on Trade proponía encarcelar a los pobres en las casas de trabajo ideales (ideal workhouses) que se convertirían en «casas de terror donde se haría trabajar catorce horas por día, de tal manera que, restando el tiempo de la comida, quedarían doce horas de trabajo plenas y completas».
Doce horas de trabajo por día: he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra! ¡Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de corrección donde se encarcela a las masas obreras, donde se condena a trabajos forzados durante doce y catorce horas, no solamente a los hombres, sino también a las mujeres y a los niños! ¡Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se dejaron degradar por la religión del trabajo al punto de aceptar después de 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce horas el trabajo en las fábricas! Proclamaban, como un principio revolucionario, el derecho al trabajo. ¡Vergüenza al proletariado francés! Sólo los esclavos hubiesen sido capaces de tal bajeza. Hubieran sido necesarios veinte años de civilización capitalista para que un griego de los tiempos heroicos concibiera tal envilecimiento.
Y si las penas del trabajo forzado, si las torturas del hambre se abatieron sobre el proletariado, en mayor cantidad que las langostas de la biblia, es porque ha sido él quien las ha llamado.
Este trabajo, que en junio de 1848 los obreros reclamaban con las armas en la mano, lo impusieron a sus familias; entregaron a sus mujeres y a sus hijos a los barones de la industria. Con sus propias manos, demolieron su hogar; con sus propias manos, secaron la leche de sus mujeres; las infelices, embarazadas y amamantando a sus bebés, debieron ir a las minas y a las manufacturas a estirar su espinazo y fatigar sus músculos; con sus propias manos, quebrantaron la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza a los proletarios! ¿Dónde están esas comadres de las que hablan nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos, osadas en la conversación, francas al hablar, amantes de la divina botella? ¿Dónde están esas mujeres decididas, siempre correteando, siempre cocinando, siempre cantando, siempre sembrando la vida y engendrando la alegría, pariendo sin dolor niños sanos y vigorosos? ¡Hoy tenemos niñas y mujeres de fábrica, enfermizas flores de pálidos colores, de sangre sin brillo, con el estómago destruido, con los miembros debilitados! ¡Ellas no conocieron jamás el placer robusto y no sabrían contar gallardamente cómo perdieron su virginidad! ¿Y los niños? Doce horas de trabajo para los niños. ¡Oh, miseria! Pero todos los Jules Simon de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germinys de la jesuitería, no habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos, más destructor de su organismo, que el trabajo en la atmósfera viciada del taller capitalista.
Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.
Y sin embargo, los filósofos, los economistas burgueses —desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy-Beaulieu—; los hombres de letras burguesas —desde el charlatanescamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock—, todos han entonado sus cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo. Al escucharlos, puede pensarse que la felicidad reinará sobre la tierra: ya se siente su llegada. Ellos fueron a indagar en el polvo y la miseria feudales de los siglos pasados para recuperar de la oscuridad las delicias de los tiempos presentes. ¿Nos cansaron los bien alimentados, los satisfechos, hasta hace poco todavía miembros de la servidumbre de grandes señores, y hoy sirvientes literarios de la burguesía, muy bien pagos? ¿Nos cansaron con la rusticidad del retórico La Bruyère? Y bien, he aquí el brillante cuadro de los gozos proletarios en el año del progreso capitalista de 1840, pintado por uno de ellos, el Dr. Villermé, miembro del Instituto, el mismo que, en 1848, formó parte de esa sociedad de sabios (Thiers, Cousin, Passy, Blanqui, el académico, etc.) que propagaba en las masas las tonterías de la economía y de la moral burguesas.
El Dr. Villermé habla de la Alsacia manufacturera, de la Alsacia de Kestner, de Dollfus, la flor y nata de la filantropía y del republicanismo industrial. Pero antes de que el doctor muestre ante nosotros el cuadro de las miserias proletarias, escuchemos a un manufacturero alsaciano, el señor Th. Mieg, de la casa Dollfus, Mieg y Compañía, describiendo la situación del artesano de la antigua industria:
«En Mulhouse, hace cincuenta años (en 1813, cuando nacía la moderna industria mecánica), los obreros eran todos naturales del territorio, que habitaban la ciudad y los pueblos circundantes y que poseían casi todos una casa y a menudo un pequeño campo».
Era la edad de oro del trabajador. Pero, entonces, la industria alsaciana no inundaba el mundo con sus telas de algodón y no enriquecía a sus Dollfus y sus Koechlin. Pero veinticinco años después, cuando Villermé visitó a Alsacia, el minotauro moderno —el taller capitalista—, había conquistado la región; en su hambre de trabajo humano, había arrancado a los obreros de sus hogares para retorcerlos mejor y para exprimir mejor el trabajo que ellos contenían. Los obreros acudían por millares al silbido de la máquina.
«Un gran número», dice Villermé, «cinco mil sobre diecisiete mil, fueron obligados, por la carestía de los alquileres, a alojarse en los pueblos vecinos. Algunos habitaban a dos leguas y cuarto de la manufactura donde trabajaban.
En Mulhouse, en Dornach, el trabajo comenzaba a las cinco de la mañana y terminaba a las cinco de la tarde, tanto en verano como en invierno. […] Hay que verlos llegar cada mañana a la ciudad y partir cada tarde. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, flacas, caminando descalzas en medio del barro y que, a falta de paraguas, se protegen la cara y el cuello con sus delantales y sus enaguas, volcados sobre la cabeza, tanto si llueve como si nieva; y un número más considerable aún de pequeños niños no menos sucios, no menos pálidos, cubiertos de harapos, todos engrasados de aceite de los telares que cae sobre ellos mientras trabajan. Estos últimos, mejor protegidos de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestimentas, no tienen en el brazo, como las mujeres de las que se acaba de hablar, una cesta con las provisiones de la jornada; pero llevan en la mano, o cubren bajo su chaleco o como pueden, el pedazo de pan que debe alimentarlos hasta la hora de su vuelta a casa.
De esta manera, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga —ya que es de por lo menos quince horas—, se suma para estos infelices la fatiga de las idas y venidas tan frecuentes, tan penosas. El resultado es que a la noche llegan a sus casas abrumados por la necesidad de dormir, y que a la mañana salen antes de estar completamente descansados, para encontrarse en el taller a la hora de su apertura».
Veamos ahora los cuartuchos donde se amontonaban aquéllos que habitaban en la ciudad:
«Vi en Mulhouse, en Dornach y en las casas vecinas, esos miserables alojamientos donde dos familias se acostaban cada una en un rincón, sobre la paja arrojada sobre el piso y sostenida por dos tablas. Esta miseria en la que viven los obreros de la industria del algodón en el departamento del Alto Rin es tan profunda que produce este triste resultado: mientras que en las familias de los fabricantes negociantes, fabricantes de paños, directores de fábricas, etc., la mitad de los niños alcanzan los 21 años, esa misma mitad deja de existir antes de cumplir los dos años en las familias de tejedores y de obreros de las hilanderías de algodón».
Refiriéndose al trabajo en el taller, Villermé agrega:
«No es un trabajo, una tarea, sino una tortura, y se la inflige a los niños de seis a ocho años. […] Es este largo suplicio de todos los días el que mina principalmente a los obreros de las hilanderías de algodón».
Y a propósito de la duración del trabajo, Villermé observaba que los presidiarios de las mazmorras no trabajaban más que diez horas, los esclavos de las Antillas nueve horas promedio, mientras que en la Francia que había hecho la revolución del 89 y que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre, existían manufacturas donde la jornada era de dieciséis horas, sobre las que se otorgaba a los obreros una hora y media para comer.
¡Oh miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso! Los filántropos aclaman como benefactores de la humanidad a los que, para enriquecerse holgazaneando, dan su trabajo a los pobres; mejor valdría sembrar la peste o envenenar las fuentes que levantar una fábrica en medio de una población rural. Introduzcan el trabajo fabril, y adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida.
Y los economistas siguen repitiendo a los obreros: ¡trabajen para aumentar la riqueza social! Y sin embargo un economista, Destut de Tracy, les responde:
«Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; es en las naciones ricas donde es, comúnmente, pobre».
Y su discípulo Cherbuliez continúa:
«Los trabajadores mismos, cooperando en la acumulación de capitales productivos, contribuyen al hecho que, tarde o temprano, debe privarlos de una parte de su salario».
Pero aturdidos e idiotizados por sus propios alaridos, los economistas responden: ¡Trabajen, trabajen siempre para crear su propio bienestar! Y en nombre de la mansedumbre cristiana, un cura de la iglesia anglicana, el reverendo Townshend, salmodia: Trabajen, trabajen noche y día; trabajando, ustedes hacen crecer su miseria, y su miseria nos dispensa de imponerles el trabajo por la fuerza de la ley. La imposición legal del trabajo «es demasiado penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por el contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante, sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y de la industria, provoca también los esfuerzos más poderosos».
Trabajen, trabajen, proletarios, para aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen, trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción capitalista.
Prestando oído a las falsas palabras de los economistas, los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, precipitando así a toda la sociedad en las crisis industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social. Entonces, debido a que hay una plétora de mercancías y escasez de compradores, los talleres se cierran y el hambre azota las poblaciones obreras con su látigo de mil tiras. Los proletarios, embrutecidos por el dogma del trabajo, no comprenden que el sobretrabajo que se infligieron en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria presente; no corren al granero de trigo y gritan: «¡Tenemos hambre y queremos comer! Cierto, no tenemos ni un centavo pero por más pobres que seamos, sin embargo somos nosotros los que segamos el trigo y recolectamos la uva…».No asedian los almacenes del señor Bonnet, de Jujuriex, el inventor de los conventos industriales y exclaman: «Señor Bonnet, he aquí a sus obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas, tejedoras; tiritan bajo sus telas de algodón, que están tan remendadas que perturbarían hasta a un judío y sin embargo, son ellas las que hilaron y tejieron los vestidos de seda de las mujerzuelas de toda la cristiandad. Las pobres, trabajando trece horas por día, no tenían tiempo de pensar en acicalarse; hoy, holgazanean y pueden hacer crujir los vestidos que hicieron. Desde que perdieron sus dientes de leche, se han dedicado a vuestra riqueza y han vivido en la abstinencia; ahora, tienen tiempo libre y quieren gozar un poco de los frutos de su trabajo. Vamos, señor Bonnet, entregue sus vestidos; el señor Harmel proporcionará sus muselinas, el señor Pouyer-Quertier sus telas de algodón, el señor Pinet sus botines para sus queridos piecitos fríos y húmedos. Vestidas de pies a cabeza y vivaces, será un placer contemplarlas. Vamos, nada de tergiversaciones: ¿usted es amigo de la humanidad, verdad? ¿Y cristiano antes que mercader, no? Ponga entonces a disposición de sus obreras la riqueza que ellas le construyeron con la carne de su carne. ¿Usted es amigo del comercio? Facilite la circulación de las mercancías; he aquí a los consumidores todos juntos; ábrales créditos ilimitados. Usted está obligado a dárselo a negociantes que no conoce, que no le han dado nada, ni siquiera un vaso con agua. Sus obreras cumplirán como puedan: si el día del vencimiento, ellas dejan que protesten su firma, usted las declarará en quiebra, y si ellas no tienen nada que pueda ser embargado, usted les exigirá que le paguen con plegarias: ellas lo enviarán al paraíso, mejor que sus abates negros con las narices llenas de tabaco».
En vez de aprovechar los momentos de crisis para una distribución general de los productos y una holganza y regocijo universales, los obreros, muertos de hambre, van a golpearse la cabeza contra las puertas del taller. Con rostros pálidos, cuerpos enflaquecidos, con palabras lastimosas, acometen a los fabricantes: «¡Buen señor Chagot, dulce señor Schneider, dennos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta!». Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.
Si las crisis industriales siguen a períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día, arrastrando tras ellas el descanso forzado y la miseria sin salida, ellas traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante tiene crédito, da rienda suelta al delirio del trabajo, pidiendo más y más dinero para proporcionar la materia prima a los obreros. Hay que producir, sin reflexionar que el mercado se abarrota y que, si sus mercancías no se venden, sus pagarés se vencerán. Aguijoneado, va a implorar al judío, se arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. «Una pequeña pieza de oro haría mejor mi negocio», responde el Rothschild; «usted tiene 20.000 pares de medias en su tienda; valen veinte monedas de cobre, yo los tomo a cuatro». Obtenidas las medias, el judío las vende a seis u ocho monedas de cobre y se embolsa las inquietas cien monedas de cobre que no le deben nada a nadie: pero el fabricante retrocedió para saltar mejor. Finalmente llega la debacle y las tiendas estallan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana, que no se sabe cómo entraron por la puerta. El valor de las mercancías destruidas se calcula en centenas de millones; en el siglo XVIII, se las quemaba o se las tiraba al agua.
Pero antes de llegar a esta conclusión, los fabricantes recorren el mundo en busca de salida para las mercancías que se amontonan; obligan a su gobierno a anexar el Congo, a apoderarse de Tonkin, a demoler a cañonazos las murallas de la China, para esparcir allí sus telas de algodón. En los siglos pasados, hubo un duelo a muerte entre Francia e Inglaterra para definir quién tendría el privilegio exclusivo de vender en América y en las Indias. Miles de hombres jóvenes y fuertes enrojecieron los mares con su sangre durante las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Los capitales abundan tanto como las mercancías. Los rentistas ya no saben dónde ubicarlos; van entonces a las naciones felices que se tiran al sol a fumar cigarrillos, para construir líneas férreas, levantar fábricas e importar la maldición del trabajo. Hasta que esta exportación de capitales franceses se termina una mañana por complicaciones diplomáticas; en Egipto, Francia, Inglaterra y Alemania estuvieron a punto de tomarse de los cabellos para saber a qué usureros les pagarían primero; o por las guerras de México, donde se envía a soldados franceses para hacer el trabajo de alguaciles para cobrar las deudas impagas.
Estas miserias individuales y sociales, por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan, desaparecerán como las hienas y los chacales ante la proximidad del león, cuando el proletariado diga: «Yo quiero que terminen». Pero para que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora; debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a holgazanear y comer el resto del día y de la noche.
Hasta aquí, mi tarea fue fácil: no tenía más que describir los males reales bien conocidos —lamentablemente— por todos nosotros. Pero convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se entregó desde comienzos del siglo es la calamidad más terrible que haya jamás golpeado a la humanidad, de que el trabajo sólo se convertirá en un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el organismo humano, una pasión útil para el organismo social en el momento en que sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas por día, es una tarea ardua superior a mis fuerzas; sólo los médicos, los higienistas, los economistas comunistas podrían emprenderla. En las páginas que siguen, me limitaré a demostrar que estando dados los medios de producción modernos y su potencia reproductiva ilimitada, hay que debilitar la pasión extravagante de los obreros por el trabajo y obligarlos a consumir las mercancías que producen.
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