sábado, 15 de mayo de 2021

Lawrence Durrell - Las cerezas (1936)

Las cerezas
por  Lawrence Durrell




YO vivía en la habitación más pequeña, arriba del todo, justo al final de las escaleras. En la puerta había una manzana blanca que yo tenía que coger y hacer girar con la mano antes de poder meterme dentro. En las paredes había racimos de cerezas: del techo al suelo. En verano me daban sed. Una vez intenté coger algunas del dibujo para comérmelas, pero aquello no salió muy bien. El yeso y la cal tenían un sabor muy ácido. Después, claro, me reí al pensar en mi tontería; pero me escocía mucho la lengua. Aquello duró mucho tiempo: pero, claro, estuve allí mucho tiempo.

Me acuerdo de las calles: muy largas y llenas de piedras que encajaban unas con otras en una superficie lisa. Parecían agua negra. Las farolas me mojaban al pasar con su agua amarilla. Aquello era de verdad. Tenía que cambiarme de ropa a menudo, y pasaba mucho frío. Mi pijama estaba seco, tenía una raya roja y otra azul. Me encantaba. A veces permanecía despierto frotándome el pecho contra él y haciendo presión con los brazos para intentar que me hiciera cosquillas. Me gustaba la raya roja mucho más que la azul, pero nunca lo saqué a la calle, por miedo a las farolas. ¡Oh! Era demasiado listo para salir y que se mojara.

Por la noche solía caminar muy lentamente, y notaba mi abrigo arrastrándose sobre mis hombros. A veces aquello me parecía también gracioso, y reía con fuerza; pero nunca fui capaz de reírme del ruido que hacían mis pies en las calles. Eran sobrios y mortecinos, y, según avanzaban y avanzaban, asestaban a las piedras golpes sonoros como bofetadas. El ruido me traía a la memoria cosas solemnes. No se puede reír con fuerza en una iglesia, ¿verdad? Así que solía mirarlos, viéndolos avanzar y avanzar por debajo de mí, como si en realidad no me pertenecieran. Era tan silencioso como un ratoncillo.

Había muchísima gente en la casa en la que vivía, y todos tenían llave. Ella me dio una llave también a mí, y yo disfrutaba metiéndola en la cerradura. La puerta era preciosa. Tenía un letrero con cifras: así: 33. A veces sabía que era simplemente treinta y tres, pero otras me parecía que era un signo, no un número. Una vez, por la noche, lo miré fijamente hasta que me pareció un rostro. Lo escribí en la pared de mi habitación, pero ella vino por la mañana y se enfadó mucho. Tenía una voz herrumbrosa. Me dejó preocupado. Dijo que no debía lamer el papel pintado, aunque tuviera sed. Me dio miedo. Parecía furiosa. Yo intentaba no encontrarme con ella en el rellano, donde la ventana de cristal hacía que la cara se le viera verde.

Salía, la mayoría de las veces para ir a una casita con luces y mesas; siempre de noche. Allí era feliz. Tenía muchísimas cosas ricas de comer. Mis manos se sosegaban tocando cosas, o agitándose entre sí.

Fue aquí donde la vi por primera vez.

Estaba sentada con el hombre llamado Boris, cuya voz era un mecanismo de relojería, como su rostro. No reía, jamás. Al verla empecé a temblar, y sentí frío en la parte interior de los muslos. Ella sonrió y desvió la mirada. Estaba sentada con el hombre llamado Boris. Desvió la mirada.

Entonces fui a su mesa, llevándole a ella unas flores de un jarrón, y ella se puso muy contenta, mirándome con los ojos muy abiertos. Pero el hombre llamado Boris me puso la mano en el brazo y habló con sus dedos. Yo dije:

—Si la música fuera el sustento del amor —muy alto, una y otra vez—: si la música fuera el sustento del amor.

Pero cuando ella volvió la cabeza mis manos se quedaron inquietas.

Me tomé la comida, pero estuve listo. Los vigilé. Cuando se levantaron yo también me levanté y los seguí. Caminé muy despacio detrás de ellos durante un rato. No tenía nada que darle a ella, así que me arranqué la uña y corrí hacia el hombre llamado Boris.

—Dásela —dije—. Hazle un regalo.

Sus ojos jugaron al escondite en su barba, lo cual me hizo gracia. Así que me reí, sólo un poco, mientras me chupaba la mano. Ella abrió la boca para dejarme ver los dientecillos que tenía dentro. Después de eso me alejé muy rápidamente.

Aquella noche vi el rostro de ella. Lo dibujé en la pared encima de la cama. Así: 33. Era muy bonito, y sentí un dolor en el costado. Me impidió seguir durmiendo, así que leí un libro que decía, en lo alto de la página:


Y haré de mi amor un cuchillo afilado,
para volverlo contra mí, para buscar en mi cuerpo
la vena que duele,
que me duele siempre con la sensación de ella.


Al día siguiente volví allí, entre las luces. Corrí velozmente, con el abrigo bailando a mi alrededor. Me sentía feliz. Mis zapatos eran amarillos y ruidosos.

Pero ella no estaba allí. Esperé y esperé, pero no apareció. El hombre llamado Boris no apareció. Temblaba cada vez que me acordaba de su boca abierta con los dientecillos dentro, y me dolía el costado izquierdo. Me dolía. Pero ella no apareció. Y de nuevo aquella noche no pude dormir. La vi en la pared.

Después de eso pasé muchos días esperando, pero ella no apareció. Seguía teniendo el dolor, abajo en el costado izquierdo, y seguía sin poder dormir mucho. A veces cantaba canciones durante la noche, como ido, pero el hombre del otro lado del rellano dijo que yo sonaba como un perro o algo así. No le hablé del dolor.

Dije, fingiendo:

—Debe de ser la ventana, que chirría —claro que sólo estaba fingiendo—. Es una bisagra —dije.

Creo que me creyó, porque se dio media vuelta y se fue.

¡Cuánto tiempo esperé! ¡Cuánto tiempo fue! Aquello siguió y siguió y siguió, no sé durante cuánto tiempo; pero yo la esperaba siempre. Ni ella ni el hombre llamado Boris aparecieron. La noche se convirtió en un tiempo muy largo. Una noche volví a leer el libro:


Y haré de mi amor un cuchillo afilado,
para volverlo contra mí, para buscar en mi cuerpo
la vena que duele,
que me duele siempre con la sensación de ella.


Claro que parecía muy solemne. Bebí mi llanto según salía de mis ojos. Luego me quité la ropa y me quedé de pie ante el espejo. Se me veía flaco, pero había parado de llorar. Puse la mano en el costado izquierdo, sobre el dolor, para así no errar el punto exacto. Podía ver las cerezas tras mi reflejo en el espejo. La navaja emitió un susurro, como si estuviera cortando seda. Luego me senté en la cama porque me sentía un poquito cansado. También me sentía un poco abierto en cierto modo. Pero aún podía verme en el espejo, con las cerezas tras mi reflejo. Tenía sed, pero sabía que no debía lamerlas.

Tuve mucho cuidado. Noté las manos un poco resbaladizas, pero no me importó. Todo parecía alejarse un poco de mí. Levanté la vista, pero no había venas; sólo tubos rojos rizados. Miré cuidadosamente.

Entonces entraron todos desde fuera, haciendo ruido, y se quedaron de pie en la puerta. Noté lo grandes que tenían los ojos. Daban gritos y agitaban las manos muy rápidamente. Empecé a tener mucho hipo.

Dije:

—No he lamido las cerezas otra vez. Por favor, no he lamido las cerezas…

No parecían entenderme, y tuve miedo, así que me tapé la cara con las manos. Hubo un ruido en el rellano, y todo pareció alejarse. Miré una vez por entre los dedos. Las cerezas seguían allí.

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