Cómo se hace un hombre
por Richard Middleton
ERA un empleaducho de oficina enclenque y se había extraviado camino de la estación de Vauxhall en plena noche, y ahora caminaba temerosamente por calles sórdidas pero excepcionalmente poco frecuentadas. Temía estar perdiendo su último tren, pero, cuando se le aproximó una figura callejera, perdió los nervios y no le preguntó el camino. Pensó que podía ser un ladrón. Al mismo tiempo, sabía que la lluvia le estaba empapando y estropeando su único abrigo, y el pensamiento le hizo desgraciado. ¿Por qué no había ido a Waterloo como le había aconsejado Murray? ¿Por qué había olvidado pedir prestado un paraguas? ¿Por qué no había policías? Observó con alivio, sin embargo, que a medida que avanzaba las casas iban mejorando. Se iban haciendo más grandes y más respetables, y confió en la posibilidad de estarse aproximando a una calle principal.
Al poco vio brillar una ventana encendida en el primer piso de una de estas casas, y al acercarse a ella la puerta principal se abrió de par en par y dejó ver a una mujer, que se asomó a mirarlo con curiosidad.
Simmonds se sintió aliviado al ver su sexo, pues no temía a las mujeres. Era muy joven.
—Por favor, señorita, ¿podría usted indicarme el camino hacia la estación de Vauxhall? —preguntó, y se levantó el sombrero con satisfecha conciencia de sus buenos modales.
La mujer lo miró fijamente, de un modo curiosamente intenso.
—¿Es usted estudiante de medicina? —dijo con seriedad.
Simmonds estaba ocupado descubriendo que se trataba de una dama, y guapa, y la pregunta lo dejó estupefacto.
—¿Estudiante de medicina? —repitió estúpidamente.
—No, ya veo que no —dijo ella para sí, y Simmonds vio cómo se le fruncía el ceño en su esfuerzo por pensar rápidamente.
—Si pudiera ser de alguna utilidad… —dijo él ampulosamente, como la gente de las novelas.
La dama tomó una decisión en un abrir y cerrar de ojos.
—Oh, si estuviera usted dispuesto —gritó—. Necesito tanta ayuda —y se hizo a un lado en el portal.
Simmonds vaciló y estuvo a punto de salir huyendo, pero algún instinto, no sabía qué, le hizo obedecer y pasó junto a ella al vestíbulo y esperó bajo el mechero de gas mientras ella cerraba la puerta con llave detrás de él. Simmonds estaba seguro de que debía tratarse de una dama porque llevaba muchos anillos y su vestido era brillante, aunque por su parte delantera bajaba una fea mancha. Ella se había apartado ahora de la puerta y estaba escudriñándolo como si dudara, y el silencio se hizo casi demasiado prolongado para los nervios de Simmonds.
—Es arriba —dijo ella, y pasó majestuosamente junto a él, escaleras arriba, dejándole que la siguiera si lo deseaba.
Simmonds vaciló de nuevo, pero estaba muy mal echarse atrás después de todo y decir que tenía miedo. Así que subió dócilmente y la encontró esperándolo en el rellano con la mano en el picaporte de una puerta. Al acercarse él, ella la abrió, y medio lo empujó, medio lo condujo dentro de la habitación.
—¡Ahí! —dijo—. ¡Ahí!
Simmonds miró y se puso mortalmente enfermo.
La habitación estaba bastante bien amueblada al modo de una sala e iluminada por un mechero de gas que crepitaba de manera abominable. Justo debajo, en el suelo, había un baúl metálico, y, como si estuviera sentado en el borde, allí estaba posado el cuerpo de un hombre con la garganta rajada de oreja a oreja. Aquella cosa no llevaba chaqueta ni chaleco, y le chorreaba sangre fresca por la camisa blanca.
Simmonds pensó en ello y dio una arcada, mientras la mujer lo miraba con curiosidad.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó ella cuando él pareció estar mejor.
Él apenas la oyó; no podía oír nada más que el zumbido del gas encima del cadáver, y el ruido lo molestaba.
—¿Está muerto? —susurró.
—Muerto —repitió la mujer—. ¡Muerto! —se acercó a él con estas palabras, pero él la rehuyó. Había sangre en su vestido.
—Tiene que ayudarme —dijo ella con ferocidad—. ¡Tiene que hacerlo! ¡Tiene que hacerlo! No puedo meterlo en el arcón. Lo he intentado una y otra vez y no he podido. Tiene que ayudarme a cortarlo en pedazos. Puede besarme. Lo que quiera, después.
Él la miró mortecinamente. Nunca había besado a nadie excepto a su madre, y eso había sido hacía mucho tiempo. No le había dado ningún placer especial, pensó. De hecho, más bien le había desagradado. Y ahora esta mujer… Por supuesto, había oído cosas en la oficina, cosas groseras. Él mismo las había dicho. Pero nunca había deseado besar a ninguna mujer. Y sin embargo… había algo… sus labios serían cálidos. A otra gente parecía gustarle… ¿quizá?
—Lo que quieras, después —dijo ella automáticamente, mirándolo.
Simmonds sintió una débil agitación en sus venas, como si le apeteciera besar aquellos labios cálidos, intentarlo al menos. Se descubrió mirando el cuerpo sin horror. Pensó que casi podía ser agradable acuchillar aquellos miembros muertos. Le entraron ganas de cortar algo.
—¡Vamos! —dijo la mujer, y le mostró media docena de cuchillos—. Lo harás, ¿verdad?…, por mí.
De pronto se echó hacia adelante y lo besó en los labios.
Vaya, no fue nada, después de todo… nada de nada. Y sin embargo, él supo en un instante que daría el mundo por tener aquella nada otra vez. Los labios sólo habían rozado los suyos durante un segundo: levemente, como una flor. ¿Qué habría pasado si él los hubiera apretado con fuerza contra los suyos? ¿Hasta que hubiera salido la sangre, rodeándola con los brazos? La miró con una luz nueva en sus ojos, y ella leyó bien en ellos.
—Después —dijo—. Después.
Él cogió uno de los cuchillos y se acercó al cuerpo.
—Me manchará las ropas —balbuceó.
—Pues quítatelas —dijo ella—. Dios, qué crío —porque él retrocedió sonrojándose.
Ella atravesó corriendo una puerta con cortinas que daba a la habitación de al lado y volvió con algunas ropas que arrojó a los pies de él.
—No importa que éstas se estropeen —dijo—; ya no hacen ninguna falta —luego, al ver que él aún dudaba—: está bien, yo no miraré.
Y le dio la espalda mientras él se cambiaba y se ponía las ropas del hombre muerto. Y de los dos, el de ella era el mayor asombro.
Cuando hubo acabado cogió el cuchillo y empezó, al principio mansamente y luego con ferocidad. De vez en cuando alzaba la mirada y la visión de los labios entreabiertos de ella le hacía temblar. Pero al cabo de un rato el horror de aquellos fríos pedazos de carne muerta se impuso a su pasión y trabajó mecánica pero obstinadamente sin saber por qué. Tenía que terminarlo rápidamente, rápidamente… eso era todo.
Los cuchillos estaban romos y él no sabía nada de anatomía, así que para cuando hubo terminado y la tapa estuvo cerrada, grises rayos de luz entraban por las rendijas de la persiana. Había hecho su tarea y se puso en pie. Casi se había olvidado de la mujer, y sus ropas y sus manos y su cara estaban todos moteados de sangre seca.
Con felicidad se preguntaba por qué… algo de algo… no sabía qué. Era muy viejo.
A través de una bruma vio a la mujer al otro lado de la habitación, de pie y mirándolo de forma extraña. Había algo… ¿qué era?
De pronto, ella abrió los brazos y le gritó a través del infinito espacio:
—¡Ven!
Y con aquella palabra algo pareció romperse y un feroz torrente de apasionada sangre recorrió su cuerpo.
Eso era. ¡La mujer! ¡La mujer!
Cruzó la habitación de un salto con un sollozo en los labios, la tomó en sus brazos, y con un beso sobre su rostro ardiente se despidió de su juventud.
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