jueves, 27 de octubre de 2022

Shane Leslie - Celos (1924)

Celos
(1924)

por Shane Leslie




Dentro de la categoría del pecado, los Celos son el peor y más terrible. Tal vez no sean el más imperdonable, pero son, sin lugar a dudas, el que menos perdona. Los Celos escapan a toda definición o análisis. En la Locura hay un método, en el Amor un refinamiento, pero los Celos no saben ni lo que es trazar un plan, ni cómo ceder a tiempo. Son un torrente embravecido de recelos y de erróneas interpretaciones que nunca espera el momento propicio ni respeta cauce alguno. Son la pasión más arrolladora que conoce el ser humano, pues carece de gradaciones, preludio y convalecencia. Surgen armados de pies a cabeza, hechos y derechos, del cerebro del celoso, y no dan tregua ni a quien los incuba, ni tampoco, a ser posible, a su víctima. Tanto en el hombre como en la mujer conspiran para perpetrar actos tan locos como criminales, que sólo pueden serles perdonados, y no siempre, a aquellos que actúan cegados por la pasión amorosa.

Los Celos suponen la perversión del Amor. Son al Amor lo que las Manzanas de Sodoma a la olorosa flor de azahar. Más aún diría, lo que el Ateísmo a la Fe, o la Depravación a la Santidad. Y, sin embargo, está demostrado que todos los grandes amantes han de bordear antes o después la sima de los Celos, como todos los grandes místicos, para alcanzar el divino éxtasis, han de asomarse a ese escalofriante abismo que puede ser descrito como el Tiempo sin Dios —es decir, el Infierno— pues el Cielo es Dios sin Tiempo.

Los Celos son aún más crueles que el Amor, por más que el Amor ya lo sea, a todas luces, bastante. El Amor destruye con más frecuencia al amante que al amado, pero los Celos no buscan más que la destrucción de sus víctimas. Los Celos son la elefantiasis del sentimiento, ¡el Amor transmutado en lepra! ¡Imaginad al divino y sonrosado Eros convertido de pronto en un leproso de piel blanca como la nieve! ¡Imaginad sus irisadas alas, antes tan flexibles, costrosas y resquebrajadas como los discos de un hongo podrido! ¡Figuraos sus menudos y delicados miembros tumefactos y llenos de pústulas, y su divino rostro sembrado de ampollas y de arrugas, y sus orejas de madreperla cuarteadas y desportilladas, y su boca abriéndose como una vieja herida en vez de como un fresco capullo de rosa! ¡Imaginad sus ojos descomponiéndose con mirada torva en sus cavidades, y, aun así, no tendréis una idea cabal de lo que son los Celos, ese azote de la humanidad y, por lo visto, también de los dioses, pues está escrito que en sus filas se cuenta más de un celoso!

John Goldenough era celoso, pero de una respetabilidad a toda prueba. Era el enérgico y responsable director de la firma Goldenough Hermanos, los famosos fabricantes de sanitarios, cuyos ingenios habían acompañado a la bandera y saneado los más remotos y tropicales países para sus conquistadores.

Los sanitarios Goldenough habían ganado medallas en todas las exposiciones, desde la Gran Exposición de 1851, en la que un diploma firmado por el Príncipe Consorte le había sido concedido al director de la empresa. Productos en miniatura de la firma ornaban la famosísima Casa de Muñecas, minuciosamente construida por artesanos y artistas de todo el imperio británico, y hacían las delicias de los miembros de la realeza, tanto chicos como grandes, por el realismo de su funcionamiento. John Goldenough padre se jactaba de que el sol no se ponía nunca en los dominios de los sanitarios Goldenough. Pero, al margen de todo esto, John Goldenough era un hombre celosísimo.

Para empezar, era celoso en los negocios. No era sólo en el ámbito doméstico donde cultivaba este cáncer. En los demás aspectos de la vida carecía por completo de imaginación. Con una sólida posición económica, se había consagrado en alma y cuerpo al bienestar de su familia y al suyo propio. No había cumplido aún cuarenta años y ya era director de Goldenough Hermanos. Pitt fue Primer Ministro a los veinticinco. John Goldenough era la flor de la burguesía británica, y hubiérase dicho que la perfecta encarnación de la Conciencia No Conformista. Ni la Banca ni la Iglesia tenían cargo alguno contra él, pero en los arcanos de su corazón sí es posible que intuyese algo acusatorio contra sí mismo. Era un hombre celoso, eso era todo. Pero la sociedad humana entendía y agradecía sus celos, pues si bien constreñían notablemente su horizonte mental, le hacían sin embargo conducirse en los negocios con una honestidad sin tacha. Era celoso hasta el último cuarto de penique, tanto en la contabilidad de su firma como en la suya propia.

Pero también se mostraba celoso de los afectos familiares, aunque al mundo tal cosa le pareciese un rasgo muy digno de encomio, por no decir que casi conmovedor. No toleraba verse suplantado ni por un momento en su círculo doméstico por cualquier otro miembro de su propia familia. De hecho, en su historial había una página algo turbia que sólo su memoria subconsciente alcanzaba a ver reflejada en el oscuro espejo del pasado. Como primogénito, su madre le había mostrado tal adoración que sus nervios, si en algún momento llegaba a faltarles el calor de aquel sol de su hiperposesión materna, se resentían terriblemente. En cuanto que no se ocupaba de él o no lo estaba jaleando, se sentía enfermo. No sólo esperaba y exigía su atención, sino también la inmediata satisfacción de sus continuos y más necios caprichos. Cuando nació el segundo hijo fue presa de un furibundo ataque de celos.

Durante los largos meses prenatales, su madre se había mostrado cada vez menos entregada a él, hasta que, finalmente, él fue consciente de la inminente llegada de un rival. Lleno de zozobra, sentía que toda la adoración materna se desviaba lentamente hacia otra parte, y cuando por fin llegó el hermanito se dio cuenta de que iba a quedar relegado a un segundo plano. Los celos corrieron entonces como un veneno secreto por todas sus venas y tejidos, aunque era todavía demasiado joven para saber o comprender lo que sentía y el porqué. Posiblemente no era mucho más responsable de sus celos que de tener el sarampión. Pero, fuera como fuese, esperó su oportunidad, tal vez un tanto inconscientemente, pero callado y sin desmayar. Veía cómo tranquilizaban, fajaban, mimaban y bautizaban a su hermanito. Y sentía que era más de lo que podía soportar. Fue pasando el tiempo y el hermanito empezó a ocupar cada vez más terreno, tanto en el cuarto de los niños como en el afecto materno. Cuando cumplió seis meses el benjamín pasó también por las noches al cuarto de los niños. Una niñera dormía entre los dos hermanos mientras una mariposa de luz flotaba en una palangana de agua en medio de la habitación. Una noche, John se levantó y se encontró dando vueltas por la habitación presa del pánico. Una pesadilla se cebaba en él. Creía que el pequeño lo atenazaba hasta asfixiarlo. Una mezcla de celos, miedo y espíritu de autoconservación encendió aún más los colores del variopinto espectro de su odio. En un violento esfuerzo por liberarse de aquella obsesiva amenaza sacó a la mariposa de luz de su acuática jaula y la lanzó sobre el pequeño edredón de plumas que apenas se movía. Una ligera llama parpadeó en el aire, pero John ya se había metido de nuevo en su cama sin hacer ruido antes de que el pequeño empezase a llorar, y cuando la niñera se despertó ya era demasiado tarde para sofocar las llamas. En vano se dio la alarma. Cuando los sirvientes sofocaron el fuego el pequeño había muerto chamuscado y asfixiado, en parte por el humo y en parte por la energía desplegada en apagar los últimos rescoldos. Un grito desgarrador se dejó oír en toda la casa, el grito de duelo de Raquel, ese grito que, desde el comienzo del mundo, nada ni nadie podrá nunca hacer callar, el inconsolable grito de una madre llorando la muerte de su hijo.

John no tenía más que seis años en el momento de la tragedia, pero a partir de entonces toda su inquietud se desvaneció. Las pesadillas dejaron de turbar su sueño y reanudó el curso de su vida anterior como un niño normal y bien educado. Llevada de la necesidad, su madre renovó y redobló el cariño de antaño por su único hijo. Los años empezaron a pasar sin que ya nada perturbara o ensombreciese sus vidas. La hermosa y patética madre idealizó a su hijo e hizo de él un ídolo. Él la correspondía con una adoración que, en parte, no era más que el reflejo de la adoración que sentía por sí mismo. Ya no había rival. Ni él tenía ningún hermano, ni ella ningún amante, y a los dos el otro les parecía perfecto. Ella nunca se atrevió a casarse con ninguno de los muchos y nada desdeñables pretendientes que aparecieron en escena tras la muerte de su marido. Los celos de John fueron siempre motivo más que suficiente para disuadirla de tal cosa. Él dormía siempre a su lado y ella no quería ni pensar por un momento en los días y noches en que finalmente habría de relegarle al piso de arriba. Le gustaba estar junto a él por si se daba vueltas o gritaba en la oscuridad. Y no contenta con ser su niñera nocturna, se convirtió en su institutriz y nunca quiso que nadie le enseñara nada más que ella. Sus vidas llegaron a estar más íntimamente compenetradas de lo que lo habían estado antes del nacimiento de John. Habían sido un mismo cuerpo. Ahora eran la misma alma y la misma mente y él era el elemento dominante. Parecía como si el hecho de haber tenido un hermano pequeño hubiera sido completamente olvidado.

El aserto de que una madre nunca puede olvidar al hijo al que ha dado la vida se vio confirmado también en este caso, pero ella siempre vio a sus dos hijos en el superviviente. Sin la más remota sospecha del lejano crimen, amaba a la vez a la víctima y al verdugo con un único y perdurable amor. La plasticidad propia de la adolescencia borró toda huella de su memoria. Nunca fue consciente de aquel horrible acto de piromanía infantil. Pero en los estratos más profundos de su naturaleza yacía aún, petrificada, la memoria de aquel hecho, como uno de esos fósiles enterrados mediante los cuales la madre tierra recuerda a los monstruos de su pasado. Y junto a aquel recuerdo silencioso, bajo la cambiante superficie del fluir de la vida diaria, yacía también el funesto dragón de los celos, pero este último nada fósil. Aunque ningún estímulo o provocación lo hicieron despertar de su sueño, allí estaba siempre acechando. Y allí había estado durante todo el tiempo que el señorito John había sido colegial, y brillante por cierto. Ganó demasiados premios y saboreó demasiados éxitos como para sentir la más mínima envidia o aversión por ninguno de sus compañeros de colegio. Luego estudió un curso en la Universidad, también con notable aprovechamiento, y al llegar a la mayoría de edad se puso al frente del negocio paterno. Era un fabricante nato de sanitarios, un verdadero maestro del gremio, y de hecho se reveló como el Superfabricante de sanitarios del imperio. Las bañeras, cañerías, lavabos, grifos, pilas y baños de ducha eran su mundo. Aplicó no sólo su inteligencia, sino lo que es más, su genio, a la solución de los problemas del Saneamiento Imperial. Recibió una condecoración de la India y el testimonio de gratitud de un Primer Ministro australiano. Y prolongó las vidas de los miembros de la Familia Real más que todas las plegarias del libro de rezos dichas en su nombre.

La respetabilidad ya no exigía más que una cosa más. Tenía que casarse. Su madre siempre había temido el día en que otra pasara a ocupar su puesto. Se había mantenido libre para él. Pero que él se mantuviera eternamente libre para ella era más de lo que podía esperar. Había sido su niñera, institutriz, compañera de juegos, hermana y madre, y, sin duda, de haber vivido en el Egipto de los Ptolomeo habría estado dispuesta a sacrificarse aún un poco más. Pero, afortunadamente, la Conciencia No Conformista se pronuncia en estos casos de un modo bastante más sano. Así que cuando John Goldenough se casó con la hija del contable jefe de su propia empresa, ella pudo darse por satisfecha con que la dejaran quedarse como ama de llaves de la pareja.

La mujer de John Goldenough era más que bonita. Hija de un empleado al servicio de los Goldenough que había ido escalando puestos con los años, carente de pretensiones por su linaje y su educación, agradeció el honor social que le hacían y se dispuso en cuerpo y alma a unir su personalidad y su futuro a los del Señor de los Sanitarios, el cual se había enamorado tanto o más del amor que ella le manifestaba como de su bella carita. Inconscientemente, transfirió a su esposa todos los poderes, largo tiempo acumulados, de sus dormidos celos con los que de niño había investido a su madre. Ella, mujer de pocas luces, confundió los síntomas de los celos con los de un exceso de amor. La madre fue quedando poco a poco relegada a un segundo plano, más bajo si cabe que el de la servidumbre. Nunca emitió una queja cuando su hijo le quitaba sus sortijas para dárselas a la amada. No era robo en sentido estricto, pues se las sacaba de los dedos mientras ella estaba sentada con mirada triste, absorta en hondas cavilaciones. Se daba perfecta cuenta de que él estaba cambiando la piel de su antiguo amor por la del nuevo, y sentía en su carne las punzadas del sacrificio cuando, a la noche siguiente, veía refulgir sus gemas en los dedos de la esposa. Comprendió que había sido reemplazada de un modo absoluto y para siempre. Y entonces empezó a lamentar no haberse atrevido a tener más hijos por el terror que siempre le habían inspirado los extraños celos de su hijo. Pero eso sí, se había dado el gusto de malcriarlo. En cierto sentido, y si eso podía servirle de consuelo, lo que estaba traspasándole a otra era una mercancía en mal estado.

El amor de John Goldenough por su mujer abandonó pronto el sendero de la pasión para entrar en el de los celos, su inclinación más fundamental y obsesiva. Los celos son la salsa más deliciosa que pueda degustar el paladar de la mujer enamorada de aquel que ejerce los celos en su nombre. Pero cuando su amor ha degenerado en tedio y sólo un resto de convención marca ya el lugar donde antaño creció el árbol encantado de la pasión, los celos florecen como yedra ponzoñosa que va recubriendo el tronco seco. Durante los diez primeros años de su matrimonio, John Goldenough había prohibido a su esposa que le diera hijos, en parte por un instinto de economía, en parte —aunque esto último nunca lo admitió— porque deseaba que el amor de su esposa siguiera concentrándose exclusivamente en él.

Hijo único él mismo, sus planes eran tener también un único hijo hacia el final de su vida conyugal, y le parecía perfectamente adecuado y correcto establecer en lo referente a su prole tan estricta limitación. Le gustaba que tanto sentimental como materialmente ella dependiera de él. Y pensaba que tal dependencia podría sólo prolongarse mientras ella no tuviera ningún hijo. Que su esposa pudiera coquetear con algún admirador era algo que apenas se le había pasado por la cabeza. Pero, en cualquier caso, no toleraba que otros hombres se sentaran junto a ella a la mesa, e incluso aquellos que mostraban la más exquisita cortesía y la más extrema parquedad en los cumplidos que dedicaban a su mujer, se veían arrojados a la calle con cajas destempladas. Al final, ni sus propios amigos ni los de ella se tomaban la molestia de visitarlos, considerándose ya bastante afortunados si él se mostraba tan sólo un poco nervioso y no excesivamente impertinente con cualquier pretexto. En distintos momentos se sintió celoso tanto de la madre como de la doncella de su esposa, y ésta se vio obligada a deshacerse de ambas. Si su amor se había convertido en puros y simples celos, el de ella se había trocado en miedo.

Desesperando de encontrar algún ancla para aquella ansia que aún sentía de amar algo o a alguien, dejó que una criatura cobrara vida y fuera tomando forma en sus entrañas. Pasó algún tiempo antes de que informara a su marido de lo que se avecinaba. Cuando él tomó conciencia del hecho, toda su rareza afloró a la superficie. Aunque seguía rondando a su alrededor sigiloso como un halcón en un corral de gallinas, no dio mayores muestras de afecto o cariño hacia ella. Su mirada parecía traspasarla y perderse en el inquietante futuro. Por interesante que pudiese ser su estado, había dejado de sentir todo interés por su persona. Su mente y su alma estaban concentradas en el hijo que iba a llegar, de quien rápidamente sintió unos celos tales que excluían incluso a la pobre madre que aún lo llevaba en su seno. El instinto de posesión paterna se reveló más fuerte que cualquier sentimiento de orgullo marital. Como padre del niño que estaba en camino, demandaba comprensión y alabanzas, y finalmente se metió en la cama esperando recibir visitas, obsequios y, llegado el momento, felicitaciones.

A John Goldenough sus pensamientos le llevaban muy lejos. La ocasión era, sin duda, de una solemnidad poco frecuente. Era posible que un futuro director de Goldenough Hermanos descendiese en breve a la tierra. Si el hijo era un varón, ¡qué panorama se abría ante el que había de ser su heredero y sucesor! En los círculos políticos ya se había considerado seriamente la posibilidad de dar carta de nobleza a los Sanitarios, y si los Sanitarios, como la Cerveza, los Astilleros y las Tachuelas habían de tener su título nobiliario, ¿acaso había alguien más idóneo que John Goldenough? Para el hombre de la calle, la era de los sanitarios guardaba una perfecta sincronía con el ascenso y prestigio de la gran firma. Y cada vez que el nombre de John Goldenough era mencionado, el pulso de todo fabricante de sanitarios del imperio latía con más fuerza. Era un heredero de su futuro título nobiliario lo que veía en su imaginación. Por más que se lo ponderaba, no conseguía hacer ver a su mujer el cuidado, la reflexión y el aislamiento que debían rodearla ante un acontecimiento de semejante importancia. Aburrida y apática, ella esperaba esos días, esas semanas de lasitud y melancolía que son el preludio de la maternidad. La obligó a instalarse en una habitación al final de un pasillo donde él sentó sus reales, dedicándose a interceptar los regalos que le enviaban o a los amigos que iban a verla y a robarle al médico más tiempo de sus visitas que la paciente misma. Se sentía investido de una nueva importancia y exigía en casa la misma reverencia que recibía en el mundo de los sanitarios. Cualquier atención que ella recibiese se la tomaba como una ofensa a su persona, pues, en un retorcido proceso mental, deseaba ser el destinatario de todas ellas. El hijo era suyo y sentía cómo un incontenible instinto de posesión bullía bajo aquel sentimiento de pomposo orgullo. Ansiaba la rápida disolución de la pareja, que llegara finalmente el momento en que pudiera coger al hijo en sus brazos y mostrarle al mundo que era suyo y sólo suyo.

La ocasión se presentó inesperadamente, pues ni el médico ni la enfermera se hallaban en casa cuando los prematuros gemidos de su esposa sacaron a John Goldenough de su sueño. Se levantó y corrió a la habitación en la que estaba confinada. Tropezó dos veces y tardó unos momentos en encender la luz. Y se quedó horrorizado al ver que era ya tarde. ¡El niño había nacido! Se lanzó al timbre para dar la voz de alarma y pedir asistencia médica. Pero dudó, corrió de nuevo junto a la cama y cogió al recién nacido para pasarlo a la cuna tapada con las mantitas que lo estaban esperando. Era un varón, y un feroz estallido de orgullo y satisfacción eclipsó cualquier preocupación que hubiera podido sentir por la madre, que yacía callada y jadeante, exhausta por los dolores del consumado parto. ¡Era un varón! Eso era lo importante. ¡Goldenough Hermanos se vería perpetuada por los siglos de los siglos!

Visiones de un alcance cósmico relampaguearon en su cerebro durante aquellos breves segundos. Miró al pasado, remontándose a la fundación de Goldenough Hermanos, por no decir que al comienzo del mundo, y luego miró al futuro y vio la firma majestuosamente instalada a todo lo largo y lo ancho del planeta. Allí donde no se conociera el nombre de Goldenough es que la civilización, lisa y llanamente, brillaba por su ausencia; así de sencillo. Si la imaginación hubiese sido uno de sus atributos, su mente habría visualizado la firma, con atuendo bíblico, firmando el contrato de las cañerías de Babel. Pero su orgullo social y personal era más que suficiente para que al alzar al infante en sus brazos y pasarlo a la cuna dijese entre dientes: «John, segundo Lord Goldenough». Lo tapó con las mantitas y se volvió al timbre. Con el dedo puesto ya en el interruptor dudó otro instante. Su mujer profirió entonces un gemido desgarrador. Hasta ese momento ni siquiera había reparado en que también se encontraba allí. Una vez más su cerebro se proyectó hacia el futuro iluminándolo con tintes sombríos. Vio su restablecimiento, el triunfo materno, su afán posesivo por el niño, tan íntimo y absorbente, tal vez, como la devoción que su madre había sentido por él mismo. Y los celos lo hicieron estremecer. Era su hijo y no quería que los tiernos cuidados maternos debilitaran el fuerte y perdurable vínculo que ha de existir entre padre e hijo. Miró la cuna del recién nacido. En un pasado remoto, de hechos ya enterrados y pensamientos fenecidos, recordó una cuna idéntica a aquélla. Tuvo, como en un sueño, la sensación de una existencia anterior, de sucesos clandestinos, pero muy lejanos en el tiempo. No recordaba las circunstancias, pero la visión del niño en la cuna lo llenó de un vívido y feroz deseo de desembarazarse de algo. Los celos que lo abrasaban pedían sangre. Clavó la mirada en su esposa y un destello de envidia asesina coloreó hasta la mismísima retina de sus ojos. No podía soportar que el éxito, la alegría y la satisfacción del nacimiento del niño redundasen en pro de ella. Habría querido matarla, arrojar la mariposa de luz sobre las sábanas si hubiese tenido la certeza de que éstas se habrían alzado en una llama envolvente y devoradora que la destruyera. Su dedo se cernía aún sobre el timbre sin apretarlo. No se había dado la alarma, y por su mente artera y frenética cruzó la idea de que si esperaba un rato tal vez ella muriera por propia consunción. Seguía sin recobrar el conocimiento. Tal vez no lo recobraría nunca.

Estaba de pie, inmóvil, con el interruptor del timbre entre los dedos. Ella exhaló otro profundo gemido y se revolvió impotente en el lecho, como pidiendo ayuda. Él comprendió que estaba expirando lentamente, víctima de la hemorragia. El recién nacido no lloraba y lo único que tenía que hacer era quedarse allí en vigilante espera hasta que llegara el momento oportuno y tocar entonces el timbre. Lo encontrarían junto al lecho de su esposa, luchando por salvarla, ejemplo perfecto de marido desconsolado —y torpe— que llora tan sensible pérdida. No tenía más que calcular lo que tardaría en llegar el médico, para que pareciese que se había hecho todo lo humanamente posible, pero que, pese a todo, la Mano del Señor se había alzado contra el buen hermano Goldenough, tan dichoso y tan próspero en todos los demás aspectos de la vida. En su fuero interno, iba ya dictando las notas que habrían de salir en la prensa local, en edificante panegírico de su difunta esposa y sentido pésame para sí mismo. Su dedo tembló un instante sobre el timbre. Esperó aún un poco más. Un primer estertor se había ya escapado de la desnuda garganta de la agonizante. Su maltrecho cuerpo empezó a arquearse hacia arriba y hacia abajo como un barco sin timón. Luego quedó inmóvil y pareció hundirse como un cadáver bajo las revueltas ropas de la cama. Con dedo firme, John Goldenough pulsó resueltamente el timbre eléctrico. Toda la casa se puso en pie, pero aún transcurrió media hora antes de que el médico, terriblemente nervioso, hiciera acto de presencia. Confiadamente había profetizado el parto para la semana siguiente. Pero en el interín doncellas histéricas le habían dado friegas en las manos a la embarazada para que entrase en calor y vertido coñac en su boca helada. El doctor le tomó el pulso, se volvió al recién nacido, lo cogió en brazos y empezó a examinarlo con una expresión de creciente ansiedad. John Goldenough se había retirado para dejar que la profesión médica diera la absolución a su obra.

Regresó a sus aposentos y allí esperó el primer parte. Llegaron unas enfermeras y el médico convocó a varios de sus colegas. Por lo visto, la madre se debatía entre la vida y la muerte. Transcurrió una hora.

El médico, con rostro demudado, se presentó a la puerta de John Goldenough.

—Siento tener que darle malas noticias.

John Goldenough alzó los ojos poniendo cara de resignada desesperación.

—¡Pobre esposa mía! ¡Pobre esposa mía! —exclamó, y se cubrió la cara con las manos entre fingidos sollozos.

El médico le puso la mano en el hombro y añadió:

—Me alegra poder decirle que su esposa vivirá, aunque se ha salvado por un verdadero milagro.

John Goldenough se irguió en su asiento.

—Pero ¿cuál es entonces la mala noticia? —preguntó con un hilo de voz.

—El niño ha muerto. Ha debido de nacer una hora antes de que yo llegara. Pero nadie le anudó el cordón umbilical y ha muerto desangrado. ¡Si yo hubiese podido llegar media hora antes! —y dicho esto se marchó.

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