La araña
(1908)
por Hanns Heinz Ewers
Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió venir a ocupar la habitación n.º 7 del pequeño hotel Stevens, en el número 6 de la calle Alfred Stevens, en aquella misma estancia, en tres viernes consecutivos, tres personas se habían colgado del crucero de la ventana. La primera fue un viajante de comercio suizo. No se descubrió su cadáver hasta el sábado por la tarde. El médico comprobó que su muerte había ocurrido el viernes, entre las cinco y las seis de la tarde. El cuerpo estaba suspendido de un grueso gancho clavado en la parte superior del crucero. La ventana estaba cerrada. El inquilino había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana no era muy alta, las piernas se arrastraban por el parquet. El suicida debía de haber poseído unas energías notables para poner en ejecución su proyecto. Se supo, por otra parte, que estaba casado y era padre de cuatro hijos, que se ganaba con holgura el sustento, y que su carácter había sido siempre afable. No se encontró ninguna nota manuscrita que hablara de suicidio, ni testamento alguno.
El segundo caso fue más o menos idéntico. El artista Karl Krausse, contratado como equilibrista en el circo Medrano, que se hallaba muy cerca del lugar, llegó para ocupar la habitación nº 7 dos días después del primer suicidio. Al viernes siguiente, no apareció por el circo a la hora de la representación. El director envió al chico de los recados al hotel. Éste encontró al artista en su habitación, que no estaba cerrada con llave, colgado del crucero, de la misma manera que el inquilino anterior. Este nuevo suicidio quedó envuelto en el mismo misterio que el anterior: unánimemente apreciado, Krausse gozaba de buenos ingresos y, en la euforia de sus veinticinco años, se dedicaba a todos los placeres de la vida. Tampoco aquí se hallaron escritos ni declaraciones comprometedoras. Su vieja madre era la única superviviente; su hijo le enviaba escrupulosamente trescientos marcos el día uno de cada más, para subvenir a sus necesidades.
Para la señora Dubonnet, la propietaria del pequeño hotel, cuya clientela estaba compuesta principalmente por los artistas de los music-halls de Montmartre, esta segunda muerte misteriosa en la misma habitación tuvo enojosas consecuencia Una parte de sus huéspedes se marchó, y los clientes que tenían por costumbre acudir a su casa evitaron el establecimiento. Pidió ayuda al comisario de policía del IXº Arrodissement, al que conocía personalmente. Éste le prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para aclarar las causas de los dos misteriosos suicidios. No sólo inició una detallada investigación, sino que, además, puso a su disposición a un agente, que acudió a vivir a la habitación misteriosa.
El agente se llamaba Charles-Marie Chaumié. Él mismo había solicitado aquella misión de confianza. Parecía particularmente idóneo para la caza de los «espectros» de los que cotilleaba toda la calle Stevens. Antes de sus once años en el servicio, de los que se enorgullecía, había sido marino. En el transcurso de sus largas guardias nocturnas en Annam y Tonkin, aquel sargento había recibido a golpes de fusil más de una indeseable visita de piratas fluviales que se acercaban tan invisibles como fantasmas y tan silenciosamente como felinos. Así que ocupó tranquilamente la habitación el domingo por la noche, y se metió satisfecho en la cama, no sin haber hecho honor a los platos y las bebidas de la digna señora Dubonnet.
Cada mañana y cada tarde, Chaumié pasaba por el puesto de policía para redactar su informe. Los primeros días se limitó a declarar que no había notado nada de particular. El miércoles por la tarde, sin embargo, dijo que creía estar tras una pista interesante. Rogado de que aclarara sus palabras, se refugió tras la necesidad de conservar provisionalmente el silencio, porque aún no sabía con certeza si lo que creía haber descubierto tenía alguna relación con la muerte de los dos individuos. Temía, y lo demostraba en su precipitación, hacer el ridículo. El jueves demostró menos seguridad que el día anterior, pero su expresión era grave. No comunicó nada. El viernes por la mañana parecía nervioso, y pretendió que aquella ventana ejercía, en cualquier caso, una influencia extraña. Añadió que aquello no tenía relación alguna con los suicidios, y que se reirían de él si hablaba más. Aquella tarde no acudió al puesto de policía. Lo encontraron colgado del crucero, como los demás.
Esta vez también, los indicios se correspondían, en sus detalles generales, a las observaciones registradas en los precedentes: las piernas se arrastraban casi por el suelo, el cordón de la cortina había sido el instrumento de la estrangulación. La ventana estaba cerrada y la puerta no cerrada con llave; la muerte se había producido a las seis de la tarde. La boca abierta, la lengua colgante…
Este tercer suicidio en la habitación n.º 7 tuvo como consecuencia que aquel mismo día partiesen todos los huéspedes que aún quedaban, a excepción de un profesor alemán de gimnasia que ocupaba la n.º 16, y que aprovechó la circunstancia para obtener una reducción de un tercio en su alquiler. A la mañana siguiente, Mary Garden, la célebre cantante de la Ópera Cómica, se detuvo delante del hotel y negoció la compra del siniestro cordón por doscientos francos, con la idea de que aquel fetiche le traería suerte y los periódicos hablarían de él. La señora Dubonnet, sin embargo, sólo se sintió medio consolada por ello… Si aquella historia hubiera ocurrido en verano, en julio por ejemplo, o en agosto, sin duda hubiera obtenido el triple por el cordón, y los periódicos hubieran dispuesto de material durante semanas. En esta estación, sin embargo, en medio del período más movido del año, cabía preguntarse dónde podía hallar la prensa lugar para hablar del suceso de la calle Stevens, con las elecciones, Marruecos, Persia, el crack de un banco de Nueva York, y la visita de la pareja real británica acaparando toda la atención. El asunto de la calle Alfred-Stevens no tuvo el eco que merecía. Algunas líneas concisas consignaron, sin comentarios, los informes de la policía: eso fue todo.
Estos comunicados representaban todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont conocía del asunto. Hasta ignoraba un pequeño detalle, de apariencia tan anodina que ni el comisario ni ninguno de los testigos había pensado en comentárselo a los periodistas. El recuerdo no fue evocado sino más tarde, después de la aventura ocurrida al estudiante. Cuando los agentes descolgaron del crucero el cadáver de su colega Charles-Marie Chaumié, una gruesa araña negra surgió de la boca del muerto. El criado del hotel trató de aplastarla de un papirotazo, gritando con aire disgustado:
—¡Ah! ¡Otra vez uno de estos asquerosos bichos!
Cuando fue interrogado, durante la investigación posterior al asunto Bracquemont, declaró que, en el momento en que había descolgado el cuerpo del viajante suizo, había visto cómo una araña exactamente igual corría por el hombro del suicida Richard Bracquemont no llegó a saber nunca nada de esto.
Se instaló en la habitación dos semanas después del último suicidio. Era domingo. Y todo lo que le sucedió en la habitación nº 7 fue registrado cuidadosamente, día a día, en su diario.
* * *
Diario del estudiante de medicina Richard Bracquemont
Lunes, 28 de febrero.
Llegué aquí ayer por la tarde. Vacié mis dos maletas, me instalé, y me eché en la cama. He dormido muy bien. Sonaban las nueve cuando me despertaron unos golpes en la puerta. Era la propietaria, que me traía personalmente el desayuno; debe estar muy preocupada por mi persona, a juzgar por los huevos, el jamón y el oloroso café que depositó ante mí. Tras lavarme y vestirme, he observado, mientras fumaba mi pipa, cómo el criado limpiaba la habitación.
Así que aquí estoy. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que estoy capacitado para desentrañar el misterio. Y muy bien puedo poner en juego mi miserable vida si es cierto lo que dicen de que París bien vale una misa…, eso al menos es lo que decían antes; sin duda las cosas no son tan fáciles hoy en día. De modo que, si se me presenta una oportunidad, vale la pena explotarla.
Por otra parte, no he sido el único en tener esta idea. Veintisiete personas se han esforzado, ya sea por intermedio de la policía, ya sea dirigiéndose directamente a la propietaria, ni conseguir esta habitación. Entre ellas, tres damas. Así pues, ha habido bastante competencia, imagino que todos ellos pobres diablos como yo.
No obstante, es a mí a quien se le dado la preferencia. ¿Por qué? Porque sin duda fui el único que se molestó en exponer una idea o algo que se le pareciera. Naturalmente, no era más que un farol. Estos informes cotidianos que escribo están dirigidos a la policía. Y siento un cierto placer al confesar desde un principio a esos señores que les he gastado una buena broma. Si el comisario posee algo de lógica, se dirá: «¡Es exactamente por esta razón por la que Bracquemont me ha parecido el más indicado!». Además, no me preocupa en absoluto lo que pueda decir más tarde; ya estoy aquí. Y considero como un feliz presagio el hecho de que mi actividad haya empezado con un engaño coronado por el éxito.
Empecé por dirigirme a casa de la señora Dubonnet, la cual me envió al puesto de la policía. Merodeé por allí durante toda una semana, sin dejarme descorazonar por las negativas. Cada día me decían que «me tomaban en consideración», y me rogaban que volviera al día siguiente. La mayor parte de mis rivales habían rendido sus armas hacía ya tiempo; ¿no tenían nada más que hacer que patear durante horas aquella sala de espera que olía a moho? Mi terquedad pronto empezó a crispar al comisario. A fin de cuentas, me dijo francamente, no valía la pena insistir; comprendía mi buena voluntad, como la de los demás, pero las fuerzas del orden no tenían ninguna intención de recurrir a profanos que lo único que harían sería enredarlo todo; a menos, claro, que yo tuviera algún plan preconcebido… Le respondí que eso era exactamente lo que tenía. Esto, por supuesto, era completamente falso, y si me hubiera visto obligado a contárselo hubiera pasado por un verdadero apuro. Pero lo único que hice fue insistir en que sólo le comunicaría ese plan, excelente aunque peligroso, ya que su puesta en práctica podía dar como resultado el mismo epílogo que con el sargento, si él se declaraba dispuesto, jurándomelo por su honor, a ponerlo en ejecución él mismo. Me dio las gracias y se apresuró a añadir que carecía del tiempo necesario para ocuparse de una empresa semejante. Constaté sin embargo que estaba ganando terreno cuando me preguntó si no podía darle al menos algún indicio.
Se lo di. Le conté una verdadera locura inventada de cabo a rabo, sin darme siquiera cuenta de dónde me venía la inspiración. Le dije que, de todas las horas de la semana, había una que ejercía una influencia misteriosa, aquélla en la que Cristo había desaparecido de su tumba para descender a los Infiernos, la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Debía recordar que había sido precisamente a esta hora cuando se habían producido los tres suicidios. No podía decirle más, pero me permitía llamar su atención al libro de las Revelaciones de San Juan.
El comisario puso inmediatamente cara de haberlo comprendido todo, y me rogó que volviera aquella misma tarde. Acudí a la hora exacta. Vi sobre su escritorio el Nuevo Testamento. Mientras tanto, yo había efectuado las mismas investigaciones que él. Había leído el Apocalipsis, y no había comprendido nada. Sin duda, el comisario era más inteligente que yo. Se mostró muy educado, hasta deferente, y me confesó que creía haber adivinado mis intenciones, pese a que mis informes habían sido muy vagos. Se declaró dispuesto a cumplir con mi deseo y a ayudarme en todo lo que pudiera.
Reconozco que, en efecto, su colaboración me fue verdaderamente útil. Fue él quien arregló el asunto con la propietaria y quien aceptó pagar todos los gastos de mi estancia en el hotel. Me proporcionó un revólver de reglamento y un silbato. Los agentes de servicio recibieron orden de pasar lo más a menudo posible por la calle de Alfred-Stevens, y de subir a mi habitación a la menor seña que yo les hiciera. Pero lo más importante fue que hizo instalar en mi cuarto un aparato telefónico en comunicación directa con el puesto de policía, situado a menos de cinco minutos de distancia. Así, puedo disponer en cualquier momento de una ayuda inmediata. En estas condiciones, no sé de qué puedo tener miedo.
Martes, 1 de marzo.
No ha ocurrido nada. Ni ayer ni hoy. La señora Dubonnet ha traído un nuevo cordón para la cortina, tomado de otra habitación. Ahora hay muchas vacías. Además, aprovecha cualquier ocasión para visitarme. En todo momento me trae algo. He hecho que me fueran contados una vez más todos los acontecimientos en sus menores detalles, sin averiguar nada nuevo Su opinión, de todos modos, es firme respecto a la causa de las muertes. Para ella, la muerte del artista debe imputarse a un amor contrariado; el año anterior, una dama joven acudía a verle a menudo; este año, no apareció ni una sola vez. Sin duda ignoraba lo que había empujado a su huésped suizo a su gesto fatal —una no podía saberlo todo—, pero estaba persuadida de que el sargento se había suicidado sólo para jugarle a ella una mala pasada.
Debo decir que esas explicaciones de la señora Dubonnet me parecieron un tanto inconsistentes. Pero la dejé hablar; al menos, rompe la monotonía de mis días.
Jueves, 3 de marzo.
Nada aún. El comisario me llama por teléfono dos o tres veces al día. Le digo que estoy muy bien. Esta información no parece satisfacerle del todo. He sacado mis libros de medicina y estudio. Así, al menos, mi encierro voluntario servirá para algo.
Viernes, 4 de marzo, a las dos de la tarde.
He comido muy bien. La propietaria me ha traído media botella de champán: un auténtico festín de condenado. Ya casi me considera fallecido. Antes de irse me ha suplicado, llorando, que saliese de la habitación. Sin duda teme que yo también me cuelgue «para jugarle una mala pasada».
He examinado durante largo rato el cordón de la cortina. ¿Es con eso con lo que me he de ahorcar? No tengo el menor deseo de hacerlo. Además, el cordón es rígido, áspero, y se presta muy poco para hacer un nudo corredizo. Sería precisa una auténtica dosis de energía para imitar el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado ante mi mesa. A la izquierda tengo el teléfono, a la derecha el revólver. No siento miedo. Sólo curiosidad.
A las seis de la tarde.
No ha pasado nada. He estado a punto de añadir: por desgracia. Ha llegado la hora fatal, y luego se ha ido, similar a todas las demás. Ciertamente, no ocultaré que a veces he sentido deseos de ir a la ventana, pero por una razón muy distinta a la que se pueda imaginar. La señora Dubonnet está muy contenta. Alguien ha podido pasar toda una semana en la nº 7 sin colgarse. ¡Es fabuloso!
Lunes, 7 de marzo.
Tengo ahora la convicción de que no descubriré nada. Comienzo a estar persuadido de que los suicidios de mis predecesores se deben tan sólo a una extraña coincidencia. He pedido al comisario que realice investigaciones adicionales en los tres casos. En cuanto a mí, espero permanecer aquí tanto tiempo como me sea posible. Si no conquisto París, al menos estaré bien alimentado, y además gratis. Por otra parte, estudio con ardor. Me doy cuenta de que avanzo sensiblemente. Y, además, aún hay otra razón que me retiene aquí.
Miércoles, 9 de marzo.
¡Bien!, hoy he dado un paso más. Clarimonde…
Oh, sí, aún no he dicho nada de Clarimonde. Ella es la tercera razón que me retiene aquí. Y es igualmente a causa de ella por lo que hubiera ido de buena gana, a la hora fatal, a la ventana, pero en ningún caso para ahorcarme. Clarimonde…, ¿por qué ese nombre? No sé en absoluto cómo se llama, y sin embargo me parece que no podría llamarla de otro modo. Hasta apostaría a que es el suyo auténtico. Me fijé en Clarimonde desde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle: su ventana da justamente frente a la mía. Siempre está sentada tras los visillos. Debo indicar, además, que ella se había fijado en mí mucho antes de que yo lo hiciese en ella, y que desde un principio me testimonió un visible interés. No hay nada extraño en ello. Toda la calle conoce la razón de mi presencia aquí; la señora Dubonnet se ha preocupado de darle toda la publicidad necesaria. Mi naturaleza no es en absoluto amorosa, y mis relaciones con el sexo opuesto han sido siempre más bien sumarias. Cuando uno llega de Verdún a París para doctorarse en medicina, con el dinero justo para matar el hambre una vez cada tres días, se piensa en cosas muy distintas al amor. Mis experiencias, pues, son modestas, y quizá me haya visto estúpidamente atraído a este asunto. Pero, sea como sea, ella me gusta.
Al principio no se me ocurrió la idea de establecer el más mínimo lazo, la más mínima relación con mi vecina. Tan sólo me dije: como estoy aquí para observar y, con la mejor voluntad del mundo, no puedo hallar nada que examinar, lo mejor que puedo hacer es dedicarme a contemplar a mi vecina. Uno no puede permanecer todo el día inclinado sobre sus libros, Comprobé entonces que Clarimonde habita todo un piso. Tiene tres ventanas, pero siempre está sentada junto a la misma, frente a la mía. Está sentada, y teje sirviéndose de un pequeño huso antiguo y pasado de moda. Recuerdo haber visto un huso de este tipo en casa de mi abuela, que no lo utilizaba nunca, y que lo había heredado de alguna tía abuela; ignoraba por completo que hoy en día aún se utilizara este objeto. El huso de Clarimonde, sin embargo, es un pequeño objeto precioso, blanco y probablemente de marfil; con él debe urdir una trama minúscula: los hilos que teje parecen ser de una extrema delgadez. Trabaja todo el día, sin descanso, tras sus visillos. Sólo termina al caer la noche. Y la noche llega pronto en esta época de neblinas y en esta calle tan estrecha. A las cinco, Clarimonde abandona su lugar. Nunca he visto luz en su habitación.
¿Cómo es ella? No lo sé con exactitud. Su cabello negro es ondulado, y su rostro bastante pálido. La nariz es pequeña, delgada; sus ventanillas palpitan dulcemente. Sus labios son casi blancos y, cuando sonríe, puedo ver sus dientes finos y puntiagudos. Tiene unas largas pestañas que sombrean sus mejillas, pero cuando alza los párpados sus grandes ojos sombríos brillan intensamente. Más que verlo, imagino todo esto. Es difícil distinguir exactamente algo tras esos visillos.
Un detalle más: siempre viste de negro, con bordados violetas. Y sus manos están siempre cubiertas por unos guantes negros, sin duda para protegerlas en su trabajo. Es extraño ver esos delgados dedos negros entrelazarse en un rápido movimiento perpetuo, asir los tenues hilos, estirarlos, soltarlos, volverlos a tomar. Se diría que son las patitas de un insecto, activas e infatigables.
¿Nuestras relaciones recíprocas? ¡Oh!, son muy superficiales. Pero a veces tengo la sensación de que son mucho más profundas. Todo comenzó con una rápida mirada que me echó a través de la ventana. Yo también la miré. A continuación me observó durante un rato más largo, y yo hice lo mismo. Debí gustarle, porque un día, mientras me miraba, aventuró una sonrisa, a la que yo naturalmente correspondí. Este juego duró durante algún tiempo. Intercambiamos sonrisas, y nada más. A cada instante tomaba la resolución de saludarla; pero, no sé por qué, algo me retenía.
Finalmente, esta tarde, me he arriesgado. Clarimonde me ha respondido. Su gesto fue casi imperceptible, pero sé muy bien que inclinó la cabeza.
Jueves, 10 de marzo.
Ayer pasé largo rato con la cabeza hundida en mis libros. Sin embargo, no puedo pretender que estudié demasiado. Me pasé todo el tiempo construyendo castillos en el aire y pensando en Clarimonde. Por la noche, mi sueño fue agitado.
Esta mañana, cuando me he acercado a la ventana, Clarimonde ya estaba allí. La he saludado, y ella me ha respondido con una ligera inclinación de cabeza. Me ha sonreído y me ha mirado largo rato.
He querido trabajar, pero no he encontrado la paz de espíritu necesaria. He ido a sentarme al lado de la ventana, y he fijado mi vista en Clarimonde. He tirado del cordón de la cortina para verla mejor. Casi al mismo tiempo, Clarimonde ha hecho lo mismo. Nos hemos sonreído. Creo que hemos pasado al menos una hora contemplándonos.
Luego, ella ha vuelto a ponerse a hilar.
Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren así. Como y bebo, me instalo en mi mesa de trabajo, prendo mi pipa y me sumerjo en un libro. Sin embargo, no leo ni una sola sílaba. Lo intento constantemente, pero sé por anticipado que no voy a conseguirlo. En seguida me dirijo a la ventana. Saludo a Clarimonde, y ella me responde. Sonreímos, y nos quedamos mirándonos durante horas.
Ayer por la tarde, hacia las seis, me puse nervioso. El crepúsculo había llegado pronto, y sentí como una sorda angustia. Una fuerza casi irresistible me empujaba hacia la ventana. Ciertamente no era para ahorcarme, sino para ver a Clarimonde. Me aposté tras la cortina. Me pareció que jamás la había visto de una forma tan nítida, aunque ya estuviera algo oscuro. Hilaba, pero sus ojos estaban vueltos hacia mí. Un extraño sentimiento de bienestar penetró en mi ser, al mismo tiempo que una ligera sensación de miedo.
Sonó el teléfono. Experimenté una viva irritación hacia aquel comisario estúpido, cuyas inútiles preguntas me sacaban de mi ensoñación.
Me ha visitado esta mañana, junto con la señora Dubonnet. Ella se muestra muy satisfecha de sus cuidados, ya que para ella es una especie de satisfacción el constatar que llevo ocupando ya dos semanas la habitación nº 7, y sigo con vida. Pero el comisario desea avanzar en su investigación. De una forma altamente extraña, he hecho una serie de alusiones según las cuales me hallaba tras una pista; el imbécil me ha creído a pies juntillas. De todos modos, puedo seguir aquí durante varias semanas más, y ése es mi único deseo. No en razón de la cocina y la cava de la señora Dubonnet —¡cuán pronto se vuelve uno indiferente a todo eso cuando su estómago está saciado!—, sino a causa de esa ventana que la señora Dubonnet odia y teme y que a mí tanto me atrae, esa ventana que me muestra a Clarimonde.
Desde que enciendo mi lámpara, ya no la veo. He espiado durante todo el tiempo para ver si salía, pero jamás la he sorprendido. No debe salir nunca de casa. Hay en mi habitación un butacón muy cómodo. Una tulipa verde recubre mi lámpara y me envuelve en un cálido reflejo. El comisario me ha traído un enorme paquete de tabaco, el mejor que jamás haya fumado. Sin embargo, no puedo trabajar. Recorro dos o tres páginas, y me doy cuenta de que no he asimilado ni una palabra. Mi vista capta las frases, pero mi cerebro rehúsa aceptarlas. ¡Es extraño! Se diría que mi espíritu ha colocado ante él un cartel: «Prohibida la entrada». Prohibida a todo pensamiento que no sea Clarimonde.
Finalmente, aparto los libros, me siento en mi butacón, y sueño…
Domingo, 13 de marzo.
Esta mañana he asistido a un pequeño drama. Paseaba por el pasillo mientras el criado limpiaba mi habitación. Ante la estrecha mirilla que da al patio había una tela de araña y, en su centro, una gruesa araña. La señora Dubonnet no quiere que las aplasten. Dice que las arañas traen suerte, y que ya ha tenido bastantes desgracias. Vi cómo una araña más pequeña corría inquieta alrededor de la tela. Era un macho. Con mil precauciones, se introdujo en ella y se dirigió prudentemente hacia el centro. Al mínimo gesto de la hembra, se batía precipitadamente en retirada, esperaba, y luego reiniciaba sus maniobras de aproximación. Al fin, la gruesa araña hembra, acurrucada en el centro de la tela, pareció animarlo. Permaneció totalmente inmóvil. El macho sacudió, débilmente al principio, más fuerte después, uno de los hilos de la tela, que se puso a temblar. Su bienamada no se movió. Se aproximó rápidamente a ella, aunque no sin demostrar una gran prudencia. La hembra se abandonó a la unión. Después, el macho retiró poco a poco su abrazo, una pata tras otra. Se habría dicho que quería marcharse sin un ruido intempestivo para no turbar el dulce sueño de su compañera. De pronto, se soltó del todo, y huyó tan aprisa como pudo de la tela. Pero la hembra despertó en aquel momento. Persiguió al fugitivo con una carrera salvaje. El macho se dejó deslizar a lo largo de un hilo, su amante hizo lo mismo. Los dos cayeron sobre el reborde de la diminuta ventana. Reuniendo todas sus energías, el macho trató de escapar. Demasiado tarde. La araña hembra lo había aferrado, y lo llevó de vuelta a la tela, al mismo centro. Aquel lugar que había servido de cámara nupcial se convirtió ahora en el escenario de otro espectáculo, totalmente distinto. En vano el amante agitó sus frágiles patas, buscando un punto de apoyo para huir. La bienamada no aflojó su presa. En un abrir y cerrar de ojos lo ató tan fuertemente que no pudo mover ni un solo miembro. Entonces le clavó en el cuerpo sus fuertes pinzas, y sorbió ávidamente la sangre de su compañero. Pude ver cómo, una vez ahíta, desataba el miserable paquetito, ahora irreconocible: patas, piel y sudario, para echarlo con desprecio fuera de la tela. Éste es el amor entre las bestias. Me alegra no ser una araña macho.
Lunes, 14 de marzo.
Ya ni siquiera abro mis libros. Me paso el día junto a la ventana. Permanezco allí incluso después de haber oscurecido, Ella ya no está allí entonces, pero cierro los ojos y sigo viéndola…
Este diario se ha convertido en algo muy distinto de lo que yo imaginaba. Hablo en él de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde, pero ni una palabra de los descubrimientos que quería hacer. ¿Es culpa mía?
Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos inventado un juego extraño. Hemos estado jugando a él todo el día: yo la saludo, y ella me responde. Entonces, tamborileo con los dedos sobre el cristal. Ella repite inmediatamente mi gesto. Agito los labios como si quisiera hablarle; ella agita los suyos. Me llevo la mano a la frente para echarme los cabellos hacia atrás. Su mano realiza el mismo movimiento. Es un verdadero juego de niños, los dos nos reímos con él. A decir verdad, ella no se ríe, su sonrisa es más bien silenciosa, contenida. Supongo que yo debo sonreír de la misma manera.
Todo esto no es tan insubstancial y simple como uno se podría sentir tentado a creer. No se trata de una vulgar imitación que acabaría por cansarnos, sino de una transmisión del pensamiento. En efecto, Clarimonde repite mis gestos con menos de un segundo de intervalo. Apenas ha tenido tiempo de verlos y ya los está repitiendo. A veces, hasta me parece que actúa simultáneamente a mí. Además, me he puesto en ocasiones a intentar movimientos imprevistos, combinaciones nuevas, que ella ejecuta con una rapidez desconcertante. En ocasiones trato de sorprenderla. Ejecuto tan rápido como puedo una serie complicada de gestos. Los repito varias veces seguidas, cambio la sucesión, omito uno o intercalo otro. Como niños jugando a las prendas. Cosa curiosa, Clarimonde jamás se ha equivocado ni una sola vez, pese a que mezclo los míos a un ritmo tal que apenas dispone de tiempo material para reconocerlos.
Así paso los días. Nunca tengo la impresión de perder el tiempo; por el contrario, me parece que jamás he realizado nada tan fundamental.
Miércoles, 16 de marzo.
¡Qué raro es esto! Nunca se me ocurre la idea de dar a mis relaciones con Clarimonde una base más seria que estos juegos perpetuos. Lo pensé la pasada noche. Puedo coger mi sombrero, mi abrigo, bajar dos pisos, cruzar la calle, y subir otros dos pisos. En la puerta encontraré una pequeña placa: «Clarimonde». Pero…, ¿estoy seguro de ello? Sí, en la puerta está escrito: «Clarimonde». Llamo, y entonces… Hasta ese momento imagino cada uno de mis gestos y acciones. Hasta me veo muy bien a mí mismo. Se abre la puerta, y eso es todo. No voy más lejos. Permanezco en pie, y trato en vano de perforar las tinieblas. Ella no viene, nada viene. No hay cosa alguna más allá de la puerta, aparte ese impenetrable velo negro. A veces tengo la impresión de que no existe otra Clarimonde más que aquella que veo en la ventana y que juega conmigo. No puedo representarme a esta mujer con un sombrero, o con otro vestido que no sea el vestido negro salpicado de violeta, o sin sus guantes negros. La idea de encontrármela por la calle, en un restaurante comiendo, bebiendo, charlando, me parece absurda.
A veces me pregunto si la amo. Me es imposible responder, porque jamás he amado. Si lo que siento por Clarimonde es verdaderamente amor, no se parece en nada a lo que he observado en mis amigos o leído en las novelas. Por otra parte, me resulta difícil precisar mis impresiones. En general, me resulta muy difícil pensar en cualquier cosa que no se refiera directamente a Clarimonde, o más bien a nuestro juego. Porque, no hay duda, en el fondo de todo es este juego lo que me absorbe totalmente, y nada más. Y es precisamente esto lo que no acabo de comprender.
Sin duda me siento atraído hacia Clarimonde, pero a esta atracción se mezcla otro sentimiento. Se diría que incluso es miedo. ¿Miedo? No, eso sería decir demasiado: es una aprensión vaga, indefinida, ante lo desconocido. Y esta angustia sorda tiene algo de extraño, de impresionante, de voluptuoso, que me aleja y me atrae a la vez hacia ella. Tengo la impresión de estar describiendo círculos concéntricos a su alrededor, acercándome un poco, retirándome en seguida, avanzando por otro lugar, y huyendo de nuevo hasta el momento —llegará, estoy seguro— en que acudiré a reunirme con ella. Clarimonde está sentada en su ventana e hila. Hila hebras tenues, impalpables, sin fin. Crea un tejido extraño, no sé con qué intención, y me sorprende que no se rompa, que no se le enrede entre sus delicados dedos. Es un verdadero trabajo de hada. Sobre la ligera trama se inscriben animales extraños.
¿Qué es lo que acabo de escribir? En realidad no puedo ver nada. Ignoro lo que teje, no lo diviso a esa distancia. No obstante, tengo la profunda convicción de que su trabajo es verdaderamente tal cual lo describo: una tela ligera, aérea, sobre la cual se dibujan bestias fabulosas y máscaras extrañas.
Jueves, 17 de marzo.
Me hallo en un curioso estado de excitación. Ya no hablo con nadie. Ni siquiera le doy los buenos días a la señora Dubonnet y al criado del hotel. Apenas si me tomo el tiempo necesario para comer. Mi único deseo es sentarme a la ventana y jugar con ella. Este juego es apasionante, verdaderamente apasionante. Tengo la idea de que algo sucederá mañana.
Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, algo va a pasar hoy. Me lo repito a mí mismo —hablo en voz alta para oírme—, me digo que estoy aquí precisamente para eso. Pero lo malo es que tengo miedo. Miedo de que me ocurra en esta habitación lo mismo que a mis predecesores, y a este miedo se añade otro, hacia Clarimonde. Apenas puedo definirlos, separarlos el uno del otro.
Tengo miedo, y debo contenerme para no gritar.
A las seis de la tarde
Rápido, algunas palabras: estoy con el abrigo y el sombrero puestos, a punto de salir. Cuando sonaron las cinco estaba al límite de mis fuerzas. Ahora sé muy bien que existe una indudable correlación entre todo este asunto y la sexta hora del antepenúltimo día de la semana. Y, sin embargo, no tengo ganas de reírme de mi farol ante el comisario. Estaba sentado en mi butacón, utilizando toda mi fuerza de voluntad, pero la ventana me atraía irresistiblemente. Me era preciso ir a jugar con Clarimonde, y no obstante sentía un terrible miedo hacia aquella ventana. Los veía colgados allí: el enorme viajero suizo con el cuello hinchado, las mejillas invadidas por una recia barba gris; cerca de él, el esbelto artista; y, un poco más abajo, el vigoroso sargento. Veía a los tres ahorcados. Los veía uno tras otro, después los tres juntos, colgados del mismo gancho, con la boca abierta y la lengua colgante. Y yo me veía entre ellos, en medio de ellos. ¡Oh, esta angustia indecible! Notaba que era provocada tanto por el crucero y el horrible gancho allá arriba como por Clarimonde. Que ella me perdone, pero así era: en mi vergonzoso temor, su imagen se perfilaba constantemente en filigrana entre los tres, que se balanceaban, arrastrando casi las piernas por el suelo.
Sin embargo, es cierto que en ningún momento sentí deseos de ahorcarme. Ni tampoco tenía miedo de sentir deseos de hacerlo. No, tan sólo era miedo de la ventana, y también de Clarimonde, miedo de algo horripilante, incierto. Y, a pesar de todo, sentía una irreprimible necesidad de levantarme. Tuve que ceder a esa tentación. En aquel preciso momento sonó el teléfono. Tomé el receptor y, sin esperar, grité por el aparato:
—¡Vengan en seguida!
El agudo sonido de mi voz disipó las tinieblas de mi espíritu. Recuperé toda mi sangre fría. Me sequé la sudorosa frente y bebí un vaso de agua. A continuación reflexioné sobre lo que iba a decirle al comisario, luego me aproximé a la ventana, saludé y sonreí.
Clarimonde me saludó y sonrió a su vez.
Cinco minutos más tarde llegaba el comisario a mi habitación. Le dije que comenzaba a desentrañar el misterio, y le rogué que aún no me hiciera preguntas. Dentro de poco estaría en disposición de revelarle cosas extrañas. Lo más curioso era que, mientras le mentía de aquella manera, tenía la convicción de que le estaba diciendo la verdad. Y aún estoy tentado de creerlo ahora, casi en contra de mi voluntad.
El comisario debió darse cuenta de mi turbación, sobre todo cuando quise excusar mi petición telefónica sin conseguir hallar una explicación plausible. Me dijo muy cortésmente que no tenía que preocuparme por aquello, y que él se hallaba constantemente a mi disposición, como era su deber. Juzgaba preferible venir una docena de veces por nada, antes de hacerse esperar en un momento en que su presencia pudiera ser necesaria. Me invitó a salir aquella noche con él, para distraerme. Aquella permanente soledad no me hacía ningún bien, señaló. Acepté, pero en el fondo no deseo salir de esta habitación.
Sábado, 19 de marzo.
Fuimos a la Gaieté-Rochechouart, a la Cigale y a la Lune Rousse. El comisario tenía razón: esta salida me ha hecho bien. Tenía necesidad de cambiar de aires. Al principio experimenté una sensación más bien penosa, como si estuviera cometiendo una injusticia, como un desertor que volviera la espalda al estandarte. Pero esta impresión fue disminuyendo gradualmente; bebimos copiosamente, reímos y bromeamos.
Esta mañana, en la ventana, he creído leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Tal vez haya sido mi imaginación. ¿Cómo podría saber que he pasado la noche fuera? Además, sólo ha sido cosa de un fugitivo instante; su sonrisa ha reaparecido en seguida.
Hemos jugado todo el día.
Domingo, 20 de marzo.
No puedo anotar más que, de nuevo: hemos jugado todo el día.
Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.
Martes, 22 de marzo.
Sí, hoy también hemos jugado. No hemos hecho nada más. A veces me pregunto: ¿por qué todo esto? ¿Adónde nos llevará? No sé qué responder. Tan sólo hay una cosa cierta: no deseo nada más que este juego. Los últimos días nos hemos estado hablando en una conversación sin palabras. Hemos agitado los labios, mirándonos. Nos hemos comprendido muy bien.
Tenía razón. Clarimonde me ha reprochado el haber salido el viernes pasado. Le he pedido perdón, le he dicho que había hecho mal y que había sido una estupidez por mi parte. Me ha perdonado, y le he prometido no abandonar jamás esta ventana. A continuación nos hemos besado, apoyando largamente nuestros labios sobre los cristales.
Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Me ha calado hasta la médula de los huesos. Tal vez el amor de los demás hombres sea diferente pero ¿existe una cabeza, una oreja, una mano, exactamente iguales a cualquiera de los centenares de millones de otras?
¿Porqué si siempre hay una diferencia, no iba a haberla también en el amor? El mío es singular, lo sé, pero no por ello es menos hermoso; y, además, gracias a este amor soy casi dichoso.
¡Si tan sólo no sintiese esta angustia! A veces se adormece y la olvido durante algunos minutos, pero luego despierta de nuevo y ya no me abandona. La compararía a un pequeño y miserable ratoncito defendiéndose contra una magnífica y gran serpiente, buscando desprenderse de su poderoso abrazo. Paciencia pues, oh pequeña angustia estúpida, pronto este gran amor te devorará.
Jueves, 24 de marzo.
Acabo de hacer un descubrimiento. No juego con Clarimonde. Es ella quien juega conmigo.
He aquí cómo me he dado cuenta: Ayer por la tarde pensaba —como siempre—, en nuestro juego. Había anotado cinco nuevas series de gestos muy complicados con las que quería sorprenderla al día siguiente. Le había dado un número a cada uno de los gestos, y me había ejercitado para ejecutarlos lo más aprisa posible, primero en el orden normal, luego al revés, a continuación no tomando más que los pares y luego los impares, y por fin solamente los primeros y últimos movimientos de las cinco series. Resultó muy difícil, pero experimenté un gran placer. Me parecía estar más cerca aún de Clarimonde, aunque no la viese. Repetí todos los gestos durante horas, hasta ser un experto en su ejecución.
Esta mañana fui a la ventana. Nos saludamos, y comenzó el juego. Pude constatar en seguida con qué desconcertante rapidez me comprendía, y cómo reproducía todo lo que yo hacía casi al mismo tiempo.
Llamaron a mi puerta. Era el criado, que me traía los zapatos. Abandoné la ventana para recogerlos. Cuando quise volver a mi sitio, mi mirada cayó por azar sobre la hoja de papel donde había anotado mis series de gestos. Entonces me di cuenta de que no había ejecutado ninguno de los movimientos previstos.
La sorpresa me hizo tambalear; me apoyé en la mesa, y me dejé caer en el butacón. No podía creer en mis ojos. Leí y releí el papel…, y era verdad: había ejecutado en la ventana varias series de gestos, pero ninguna de las mías.
Me vi de nuevo ante su puerta que se abre de par en par. Atisbo con la mirada las tinieblas: no hay nada, nada más que aquel agujero oscuro. Tuve la sensación de que si me iba entonces estaría a salvo, y también de que ahora podía irme. Sin embargo, me quedé. Y ello porque tenía la muy clara impresión de que tenía que retener —firmemente, como sujetándolo con ambas manos— mi secreto, ¡aquel secreto que me permitiría conquistar París!
Por un instante, pero sólo por un instante, París fue más fuerte que Clarimonde.
Oh, ahora apenas pienso en ello. No siento más que mi amor, y un dulce regusto de extraña angustia.
Sin embargo, en aquel momento en que pensé en París, tuve la energía suficiente como para volver a leer una vez más mi primera serie de movimientos y grabarla a fuego en mi mente antes de volver a la ventana. Entonces me fijé mucho en los gestos que ejecutaba: ni uno solo de ellos emanaba de mi voluntad.
Me propuse frotarme la nariz con el índice, pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre la ventana, pero me pasé la mano por mis cabellos. No era pues Clarimonde quien repetía mis movimientos, sino yo quien reproducía los suyos, y en una forma tan instantánea que imaginaba tener la iniciativa.
Yo, que me sentía orgulloso de transmitirle mis pensamientos, soy por el contrario quien está bajo su influencia. Sí, pero esa influencia, ¡es tan ligera, tan voluptuosa! Intenté otra experiencia: oculté mis dos manos en los bolsillos, con la firme intención de no moverlas de allí. La vi alzar la mano, sonreírme, y amenazarme con el dedo. Permanecí inmóvil. Noté cómo mi mano derecha quería salir del bolsillo. Aferré el forro con los dedos. Pero mis dedos se fueron soltando lentamente, en contra de mi voluntad; mi mano salió del bolsillo, y mi brazo se alzó. Yo también la amenacé con el dedo y sonreí. Tuve la impresión de que no era yo quien actuaba así, sino un extraño al que yo estaba observando.
Pero no, no era éste el caso. Era yo quien actuaba, y un extraño el que me contemplaba actuar. Precisamente el extraño que estaba tan seguro de sí mismo y que deseaba hacer el gran e inédito descubrimiento. Pero ese extraño no era yo. ¿Qué me importa, a mí, ese descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que ella —Clarimonde— quiere que haga, ya que la amo, invadido por una angustia deliciosa.
Viernes, 25 de marzo.
He cortado el hilo del teléfono. No siento deseos de ser molestado por el comisario en el momento exacto en que llegue la hora extraña.
Dios mío, ¿por qué he escrito esto? No hay ni una sola palabra de verdad. Se diría que alguien dirige mi pluma. Quiero… quiero… quiero escribir lo que ha pasado. Tengo necesidad de todas mis energías. Sufro. Pero quiero, una vez más, una sola vez, hacer… lo que quiero. He cortado el teléfono —¡oh, Dios mío!— porque no podía hacer otra cosa. Al fin he escrito lo que quería.
Esta mañana estábamos en la ventana, y jugábamos. Nuestro juego ha cambiado desde ayer. Ella ejecuta un gesto cualquiera. Yo me defiendo tanto tiempo como puedo, hasta que debo ceder y repetir ese gesto. Este sentimiento de ser vencido, este abandono último a su voluntad, constituye un placer maravilloso.
Así pues, jugábamos. De repente retrocedió al interior de la habitación, dejé de verla, las sombras la habían absorbido. Pero pronto reapareció. Llevaba entre sus manos un teléfono exactamente igual al mío. Lo depositó sobre la ventana, tomó un cuchillo, cortó los hilos, y se lo llevó de nuevo al fondo de la habitación.
Luché durante casi un cuarto de hora. Mi terror era mayor que antes, y la sensación de la lenta derrota aún más voluptuosa. Al final de la resistencia traje mi aparato, corté sus hilos, y lo volví a poner en su lugar.
He aquí lo que ha pasado.
Ahora estoy sentado sobre mi mesa, he bebido un poco de té. El criado acaba de traerme ropa limpia. Le he preguntado la hora, pues mi reloj se ha parado. Son las cinco y cuarto.
Sé que, si miro al otro lado de la calle, Clarimonde hará cualquier cosa, y yo deberé hacerla también.
Y, pese a todo, me levanto. Ella está ahí, sonríe. ¡Ah!, si tan sólo pudiera apartar la mirada. Corre la cortina, toma el cordón. Es rojo como el de mi ventana. Hace con él un nudo corredizo. Lo suspende del gancho del crucero. Se vuelve a sentar, y sonríe.
No, ahora ya no es angustia lo que siento. Es un temor enloquecedor, un terror que me paraliza y que, sin embargo, no querría cambiar por nada del mundo. Es una posesión irresistible, tan extraña, tan atrayente a pesar de su profunda crueldad.
Podría correr a la ventana, hacer inmediatamente lo que quiere. Pero espero, lucho, me defiendo. Siento como la atracción crece en lo más profundo de mi interior, más fuerte a cada minuto…
Estoy sentado de nuevo. He corrido hacia la ventana, he obedecido. He tomado el cordón, he preparado el nudo corredizo, lo he colgado del gancho…, ahora ya no quiero mirar más. Voy a fijar mi vista en el papel donde escribo esto, sin alzar los ojos, por ningún precio. Porque sé lo que va a hacer si la miro otra vez, a la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si tan sólo dirijo la mirada hacia ella, deberé obedecer su voluntad. Debo…
No, no quiero mirarla…
Río en voz alta, o mejor dicho, no río yo mismo, alguna cosa ríe en mí. Sé por qué: es a causa de ese pobre «no quiero». No quiero y, sin embargo, sé que no puedo hacer otra cosa. Es preciso que la mire: es preciso que la mire y haga… el resto. Espero únicamente para prolongar el suplicio. Eso es todo. Esta tortura es, al mismo tiempo, la mayor de las voluptuosidades. Escribo rápido, muy rápido, para permanecer más tiempo sentado aquí, saboreando de manera infinita el dolor de mi amor…
¡Aún más tiempo…!
Aún esta angustia, ¡aún! Sé que la miraré, que me alzaré, y que iré a colgarme. No es de eso de lo que tengo miedo. ¡Oh, no! Eso es tan bueno, tan dulce.
De lo que tengo miedo es de lo que viene después. Lo ignoro. No obstante, el placer que siento al sufrir es demasiado grande, tiene que seguirle algo aterrador, lo sé muy bien.
No quiero pensar en ello…
Escribo cualquier cosa, escribo rápidamente, al azar, para no reflexionar…
Mi nombre, por ejemplo: Richard Bracquemont, Richard Bracquemont, Richard —¡oh!, no puedo seguir más— Richard Bracquemont —ahora es preciso que la mire— Richard Bracquemont —es preciso, es preciso, es preciso…, no, no quiero detenerme— Richard… Richard Bracquemont, Bracque…
* * *
El comisario del IXº Arrondissement, que no había recibido respuesta a sus reiteradas llamadas telefónicas, penetró en el hotel Stevens a las seis y cinco. Encontró en la habitación nº 7 el cadáver del estudiante Richard Bracquemont colgado del crucero, exactamente en la misma postura que sus tres predecesores.
Sin embargo, su rostro tenía otra expresión: reflejaba un miedo horrible. Los ojos, muy abiertos, estaban casi salidos de sus órbitas. Sus labios estaban abiertos en un rictus espeluznante; sus mandíbulas apretadas una contra otra de manera convulsiva.
Entre sus dientes asomaba, aplastada, machacada, una gruesa araña negra, cuyo cuerpo estaba punteado de manchas violetas.
Sobre la mesa yacía, abierto, el diario del estudiante. El comisario lo leyó. De inmediato se dirigió a la casa de enfrente.
Constató que el segundo piso estaba vacío, deshabitado desde hacía varios meses.
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