Emily Dickinson: El exilio interior
por William Ospina
Entre 1830 y 1886 muchas cosas trascendentales ocurrieron en los Estados Unidos. Fue terminado el primer ferrocarril, y con él se abrió una nueva etapa en la ardua conquista del continente. Fue inventada la máquina cosechadora, que moldearía el rostro de esos territorios conquistados. Walt Whitman convirtió en ritmo y en júbilo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que la Revolución francesa había procurado realizar con sangre. Ralph Waldo Emerson llevó a sus extremos más generosos la reflexión sobre las posibilidades de la democracia. Fue tendida la primera línea telegráfica que permitió a los hombres esa cosa increíble, dialogar a distancia. Irlandeses y alemanes entraron en la composición de los pueblos del Norte. El oro de California, como una montaña magnética, arrastró caravanas a través de las interminables praderas. Un insomne solitario le regaló a su patria, ebria de optimismo, un bálsamo de pesadillas. La tierra se llenó de factorías, el cielo se llenó de humaredas, las paralelas de acero unieron los estados. La tripulación del capitán Ahab vio aparecer entre las olas a la descomunal y satánica ballena blanca. Henry David Thoreau inventó la desobediencia civil. Abraham Lincoln asumió el comando de la república. Durante cinco años intercambiaron fuego y prodigaron sangre los cañones del norte y del sur. Las cadenas que doblaban a los negros sobre los algodonales inmensos se rompieron. Las llamas de Chicago hicieron pensar a los hombres que ardía el lago Michigan. Sobre el estruendo de las máquinas que se multiplicaban cruzó las praderas con bisontes una voz humana llevada por un hilo. Huckleberry Finn miró las estrellas sobre las embravecidas aguas del Mississippi. Los obreros rugieron, los anarquistas dispararon, y el fonógrafo con sus voces y sus flautas mágicas ocupó los salones. Tal vez más asombroso que estos hechos fue que en medio de ellos hubiera discurrido la existencia y la poesía de Emily Dickinson.
El 15 de abril de 1862, el editor Thomas Higginson recibió una carta acompañada de cuatro poemas. Los firmaba Emily Dickinson, de Amherst, quien quería saber si había vida en sus versos y presurosamente se disculpaba por la molestia. No podía saber entonces Higginson que ese tímido ser que lo requería era ya la más grande poetisa de América y una de las voces femeninas más puras y personales de la historia. Se dice que le respondió severamente a su pregunta sobre la vida de los versos, pero con afecto le preguntó por su edad, por su aspecto y por sus amistades.
Había nacido en 1830 y era la segunda hija de una familia notable de Amherst, en Nueva Inglaterra. Pero nada que digamos sobre sus orígenes y su ambiente puede explicar lo que hizo que fuera quien fue. Hija de puritanos ortodoxos, renegó de la fe de sus padres, y durante toda su vida no hizo más que apartarse de la sociedad y de la historia de su tiempo hasta llegar a ser, paradójicamente, uno de sus más altos símbolos. Nunca se casó, rechazó las iglesias, los preceptos literarios, las ideas heredadas, esquivó la compañía de los otros, se fue encerrando en su condado, en su pueblo, en su calle, en su casa, en el silencio, en el color blanco de los trajes, en la vastedad de su espíritu. A su muerte, cuando los hermanos por el dolor recorrieron su cuarto, encontraron centenares de hojas de papel rayadas de composiciones breves que cuidadosamente había encuadernado y cosido sin pensar jamás seriamente en publicarlas.
En esos tiempos, como en todos, la poesía parecía haber degenerado en oficio. Las modas se llamaban trascendentalismo, pietismo, como después se llamarían simbolismo, parnasianismo, imagismo. Emily Dickinson crecía en su casa de Amherst, cerca de unas colinas y un río; veía a los hombres del valle segando el heno, cambiando los colores del campo, miraba con asombro infantil los trabajos de la abeja, del atardecer, de la muerte, y lejos de toda simulación se sentía de pronto poseída por un estado doloroso. Era como si el mundo estuviera a punto de perecer, como si el cielo se volcara sobre las cosas, como si ese secreto que siempre se demora en la hierba y la luz ardiera de pronto en revelaciones. Alguna vez dijo que sabía muy bien cuando llegaba la poesía: “si siento que está a punto de saltar mi cabeza, que mi cerebro estalla, es poesía”. Esto, que a tantos poetas les ocurre a veces, le ocurría a esta muchacha con una frecuencia inaudita.
Creyó renunciar al universo pero se quedó con el lenguaje y es sabido que en él están todas las cosas. Las palabras fueron su refugio y su consuelo. “Por eso canto —dijo— como canta un niño frente a un cementerio… porque tengo miedo”. Era tan sutil, tan liviana, se daba tan exclusivamente a matices delicados y tal vez irrepetibles, que todo nuestro lenguaje parece demasiado tosco y contrahecho para atraparla. Supo captar lo central de las cosas, lo sustancial de los libros que había leído, y trasladarlo a su poesía. En la Biblia halló la intemporalidad de los sentimientos y las situaciones humanas. En Keats, la exaltación romántica; en Emerson, el rigor; en Sir Thomas Browne, la intensidad. En un tiempo sólo frecuentó el diccionario y se propuso decirlo todo con la mayor sobriedad, con la mayor precisión posible. Leyéndola, nos resulta asombrosa su familiaridad con el mundo: habla como una niña o como una santa con el atardecer, con el agua, con la abeja, con la desventura, y mira todo aquello con una idéntica disposición. Aceptó todas las cosas como parte de sus existencia, como realidades de su alma: los ángeles y las ardillas, la arena y la incertidumbre, la siempre indefinible divinidad y los harto nítidos objetos.
Tal vez no hay poema de Emily Dickinson donde no nos aguarde esa sorpresa que el espíritu reconoce, ineluctablemente, como poesía. Para hablar de que aun en la muerte querrá agradecer por los dones del mundo pero no podrá, dice que estará intentándolo con labios de granito. La muerte, para ella, será el momento en que esta breve tragedia de la carne/ se cribe como arena. Describe un atardecer de este modo:
Brillando en oro y apagado en púrpuracomo los leopardos hacia el cielo saltandoy después a los pies del anciano horizonte,abatiendo al morir su rostro moteado.
Dice que los hombres sólo quisiéramos tener alas para huir de nuestro propio pensamiento. Afirma que su hogar es el sitio donde está el ser al que ama: Cachemira o calvario/ rango o vergüenza. Invoca la felicidad de un extraño modo: ¡Oh Paraíso, llega lentamente! Ante la muerte de un ser querido reacciona menos con dolor que con sorpresa y dice que ese ser que se sume en una quietud mineral actúa como si sólo orgullo le quedara. Habla del olvido que borra a los muertos con estas palabras: hasta que el musgo nos llegó a los labios/ y cubrió nuestros nombres. Su modo de enumerar es rico en matices: así, dice que es triste estar muerto
mientras hombres y niños y junio y las alondrasvan en busca del heno por los campos
En toda cosa, Emily Dickinson ve un universo de sentidos posibles. Si mira una lámina de las ciudades alpinas, piensa que nuestras vidas son como Suizas, quietas y frías, hasta que en un día terrible los Alpes descorren sus cortinas de niebla y una Italia soleada se extiende allá en la distancia, pero que entre nosotros y esas cordiales llanuras, los Alpes persistirán como un infranqueable oleaje, los sirénicos Alpes. Ve a la abeja descender hasta una flor silvestre y piensa que a la abeja no le importa el linaje de aquello de lo que extrae su miel, que la flor más humilde siempre para ella es aristocracia.
La mejor poesía no prodiga de una vez todo su sentido. Nos mueve a reflexionar y a encontrar armonías y revelaciones ocultas. La poesía de Emily Dickinson es gradual en ese sentido. Ella no pensó jamás en ser poeta de un modo vistoso y exterior. Era un ser poseído por el espíritu y tuvo el valor y el privilegio de renunciar a esos espectáculos. Publicar no le parecía necesario, afectar pensamiento o estilo no le importaba, la gramática o la sintaxis no eran su angustia. Se sabía poseedora de un lenguaje rico y oportuno, y si tenía que quebrantar ligeramente las normas para lograr la expresión más vigorosa de un pensamiento o de una sensación, no vacilaba en hacerlo. La poesía pasa indemne a través de todas esas supuestas imperfecciones que tanto preocupan a los críticos y que tan poco existen para el tiempo. La lengua de Shakespeare ya es incorrecta para nosotros: adolece de anacronismo. La de Paul Valéry ya será incorrecta dentro de doscientos años, aquejada del mismo mal. Todo idioma presente es provisional. Toda lengua crece y cambia y a la larga muere o se atomiza en otras. Pero todo lo que el espíritu encuentra sobrevive aun a su lengua, y Homero no está menos vivo hoy que hace 25 siglos, ni Virgilio ha dejado de ser leído aunque su lengua haya muerto.
El espíritu se abre camino: sobrevive en las pobrezas llenas de intensidad de los romances españoles de frontera, en los episodios —que ya es preciso traducir al francés— de La Chanson de Roland, en la falta de equilibrio clásico de Hamlet, en los traspiés narrativos de Cervantes, en la irregularidad de los versos de Barba-Jacob o de Almafuerte, en los desenfrenos de Rimbaud, en la ignorante clarividencia de las coplas callejeras, en la desmesura de las visiones de Hölderlin, en el lenguaje a medias infantil, a medias filosófico, entrecortado y elocuente, hijo de las minucias de cada día y huésped de la eternidad, de Emily Dickinson.
Su poesía logra ofrecernos un orbe complejo de conmociones y detalles, y en ellos los muchos matices del espíritu de un ser incomparable. Ella dijo de sí misma que era pequeña como el reyezuelo, de cabello rebelde como el caparazón de las castañas, “mis ojos —añadió— son del color del jerez que el invitado deja en la copa”. En esas palabras está su sensación de ser algo exquisito y luminoso que el mundo desdeñó. De algún modo que ignoramos, fue víctima de un gran rechazo.
Reaccionó protegiéndose, encerrándose, y buscando en la naturaleza lo que no le dieron los humanos. Estaba demasiado mal dispuesta para las rudezas del mundo, pero fue mayor su valor que su espanto. Algo había en su pasado que ella no se atrevía a afrontar. Confiesa que fue capaz de mirar al miedo y a los muertos cara a cara pero que tiembla del temor de regresar. Su sensibilidad, su inteligencia, la avidez de su mente y de su corazón, se saciaron con los enigmas del mundo y entrevieron muchas cosas que sólo nos dirán sus poemas. Leerla es comprobar en qué asombroso universo puede discurrir un ser humano sin necesidad de ir a parte alguna, por el solo inexplicable hecho de existir. Cuánto puede imaginar, asociar y comprender de nuestro raro destino.
En 1886 la intensidad de su mundo la excedió. La belleza, el ángel que la acosaba, se fue haciendo más poderosa que sus palabras, que su capacidad de asirla y de conjurarla. Con el valor y el asombro de siempre sintió por fin que la muerte, esa otra libertad, venía a su encuentro. Algo le habían enseñado sus agonías: en la breve nota última que escribió a sus primas sólo estaban estas palabras: “Primitas, me piden que regrese”.
A dónde regresó, es algo que un día todos sabremos. Quienes vieron su cuerpo sin vida pudieron comprobar una enorme serenidad y una casi espantosa restitución de la juventud. El cabello volvió a ser rojo y el rostro volvió a ser lozano como el de esa joven que se escurría entre los robles jugando con su perro y que una tarde se escondió en los pisos altos de su casa para no ser vista por ese viajero que había entrado a tomar el té con sus hermanos: Ralph Waldo Emerson.
Emily Dickinson regresó a algún sitio. Pero dejaba atrás un mundo al que quiso desesperadamente. Algún día le pareció incomprensible esa gente que iba a adorar a Dios en las iglesias: no sabían que Dios estaba afuera, en la luz, en el canto de los pájaros, en el milagroso reverdecer de las plantas. Las gentes se van a rezar para ganarse al fin el cielo —dijo—. Yo prefiero quedarme en él desde el comienzo.
El Dios en que creía no era el celoso y severo Dios de los puritanos, sino tal vez el Dios de Emerson, que está en todas partes, y pasa y vuelve, y es el himno que canta el Brahmán. La muchacha pelirroja confiaba en el Universo, en fuerzas persistentes que más allá de la voluntad del hombre lo conservan y lo consuelan. De esa confianza destiló sus poemas que aun en medio de las mayores penurias son pródigos en alivio y generosos en belleza. Un Dios que no tiene nombre nos dio a Emily Dickinson y la ha dejado con nosotros. Cuando el mundo se hundía en su época más sórdida, nos dio a esta mujer capaz de hallar poesía en todo lo que permanece. Cuando es demasiado tarde para el hombre —fue ella quien lo dijo— es temprano aún para Dios.
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