Blumfeld, un soltero de cierta edad
(1915)
por Franz Kafka
Blumfeld, un soltero de cierta edad, subía una noche a su vivienda, lo que era un trabajo fatigoso, ya que vivía en el sexto piso. Mientras subía, pensaba, como había hecho con frecuencia en los últimos tiempos, que esa vida completamente solitaria era bastante penosa; ahora, por ejemplo, tenía que subir esos seis pisos, casi se podría decir que en completo secreto, y arriba, ya en su habitación, se pondría el pijama, como podríamos decir de nuevo, en secreto, y así encendería la pipa, leería un poco la revista francesa a la que se había abonado hacía años, bebería de un licor de cerezas preparado por él mismo y, finalmente, después de una media hora se iría a la cama sin tener que arreglar antes el edredón, arrojado siempre a la buena de Dios por la sirvienta, mujer inaccesible a todo tipo de enseñanza. Blumfeld habría dado la bienvenida de todo corazón a cualquier acompañante, a cualquier espectador de esas actividades. Había pensado si no debería adquirir un perro. Es un animal alegre y, ante todo, agradecido y fiel; un colega de Blumfeld tenía un perro así, no seguía a nadie sino a su dueño, cuando no ha visto al dueño un instante, al regresar lo recibe con sonoros ladridos, con lo que, se supone, quiere mostrar su alegría por haber vuelto a encontrar a su amo, ese excepcional bienhechor. Aunque un perro, es cierto, también tiene sus desventajas. Por muy limpio que esté, ensucia la habitación. Eso no se puede evitar, no se le puede bañar en agua caliente cada vez que se le va a dejar entrar en la habitación, tampoco lo resistiría su salud. Pero Blumfeld no soportaba la suciedad en su habitación, la limpieza en su habitación era algo indispensable para él, varias veces a la semana tenía disputas sobre este punto con la criada, por desgracia no muy escrupulosa al respecto. Como era dura de oído, él la llevaba habitualmente del brazo a aquellos lugares de la habitación donde tenía algo que oponer en el tema de la limpieza. Gracias a esta severidad había logrado que el orden en la habitación correspondiera de un modo aproximado a sus deseos. Con la adquisición de un perro, sin embargo, introduciría voluntariamente la suciedad, de la que se había defendido hasta ese momento con gran cuidado. Las pulgas, acompañantes permanentes del perro, harían acto de presencia. Con las pulgas ya en casa, no tardaría mucho en tener que ceder al perro su acogedora habitación y se vería obligado a buscar otra para él. La suciedad, no obstante, sólo era una desventaja del perro. Los perros también se ponen enfermos, y las enfermedades de perros realmente no las entiende nadie. El animal yace en una esquina o cojea alrededor, gime, tose ligeramente, se atraganta por algún dolor; entonces se le cubre con una manta, se le silba algo, se le pone un poco de leche, en definitiva se le cuida con la esperanza de que padezca una enfermedad pasajera; pero también puede tratarse de una enfermedad seria, repugnante y contagiosa. Y aunque el perro permanezca sano, se hará viejo si uno no ha podido tomar la decisión de desprenderse del fiel animal a tiempo, y llegará el momento en el que se podrá leer nuestra edad en sus ojos llorosos. Entonces nos tendremos que martirizar con un perro semiciego, de pulmones débiles y prácticamente inmóvil por la grasa. Así pagaremos caras las alegrías que el perro nos ha brindado. Por mucho que Blumfeld hubiera deseado tener un perro en ese instante, siempre preferiría subir solo las escaleras otros treinta años antes que ser molestado por un perro viejo que resoplara a su lado aún más fuerte que él, arrastrándose de escalón en escalón.
Así pues, Blumfeld permanecerá solo, él no tiene los placeres de una vieja solterona, que necesita algún ser vivo sumiso en su cercanía que pueda proteger, con el que pueda ser cariñosa y del que pueda servirse siempre que quiera, es decir un gato, un canario o peces dorados; ese tipo de mujeres se conforman con eso. Y si no puede ser, se mostrarán satisfechas incluso con sus flores en la ventana. Blumfeld, por el contrario, sólo quería un acompañante, un animal del que no tenga que preocuparse mucho, al que no dañe un puntapié ocasional, que en caso de necesidad pueda dormir en la calle, pero que, cuando Blumfeld lo requiera, esté a su disposición con ladridos, saltos y lametones en las manos. Algo semejante es lo que quería Blumfeld, pero como ve que no podría tenerlo sin sus grandes desventajas, ha renunciado; no obstante, de acuerdo a su naturaleza, vuelve a este pensamiento de vez en cuando, por ejemplo aquella noche.
Cuando, ya arriba, sacó la llave ante la puerta de su habitación, le llamó la atención un ruido procedente del interior. Un ruido peculiar, como un tableteo, sin embargo muy vivaz, muy regular. Como Blumfeld acababa de pensar en perros, le recordó al ruido ocasionado por patas cuando golpean alternativamente el suelo. Pero las patas no tabletean, así que no eran patas. Abrió rápidamente la puerta y encendió la luz. No estaba preparado para esa visión. Dos pequeñas pelotas de celuloide, de color blanco y con rayas azules, botaban en el parqué una al lado de la otra; mientras una tocaba el suelo, la otra estaba en el aire e, incansables, continuaban el juego. Una vez, en el Instituto, Blumfeld había visto, en un conocido experimento eléctrico, cómo dos bolitas saltaban de manera similar; pero las pelotas que veía ahora eran relativamente grandes, saltaban en medio de la habitación y no había ningún experimento eléctrico. Blumfeld se agachó para observarlas con detenimiento. Eran, sin duda, pelotas normales, probablemente contenían otras pelotas más pequeñas, que eran las que causaban ese tableteo. Blumfeld hizo ademanes en el aire para comprobar que no pendían de ningún hilo, pero no, se movían por sí solas. Una pena que Blumfeld no fuera un niño, dos pelotas así habrían sido una alegre sorpresa, mientras que ahora le causaban una impresión desagradable. No es del todo fútil vivir como un soltero inadvertido, ahora alguien, es indiferente quién, ha descubierto ese secreto y le ha introducido en la casa esas pelotas tan extrañas.
Quiso tocar una pero le evitaron y le atrajeron detrás de ellas hacia el interior de la habitación. «Es demasiado tonto» —pensó— «correr así detrás de las pelotas». Se quedó quieto y miró cómo permanecían en el mismo sitio una vez que había interrumpido la persecución. «Pero intentaré cogerlas» —pensó mejor y se lanzó hacia ellas. Huyeron de inmediato, pero Blumfeld las acosó con las piernas abiertas, logrando arrinconarlas en una esquina de la habitación. Logró coger una de ellas. Era una pelota pequeña y fría, que giraba en su mano, aparentemente ansiosa de liberarse. Y la otra pelota, como si viera el peligro que corría su camarada, botó mucho más alto que antes y extendió los saltos hasta tocar la mano de Blumfeld. Golpeó la mano, la golpeó con botes cada vez más rápidos, cambió los puntos de ataque, luego saltó, ya que no podía lograr nada contra la mano que abarcaba por completo a la otra pelota, mucho más alto y parecía como si quisiera alcanzar el rostro de Blumfeld. Éste podría atrapar también esa pelota y encerrarlas en algún lugar, pero en ese instante le pareció demasiado indigno tomar semejantes medidas contra dos pelotas pequeñas. Y, además, era divertido poseer pelotas así, pronto se cansarían, rodarían bajo un armario y habría tranquilidad. No obstante este pensamiento, Blumfeld arrojó la pelota al suelo con furia, y fue un milagro que no se rompiera con el golpe la delgada capa, casi transparente, de celuloide. Sin transición, las dos pelotas emprendieron de nuevo sus saltos bajos y alternos de antes.
Blumfeld se desvistió tranquilamente, ordenó las prendas de vestir en los cajones; acostumbraba comprobar si la criada lo había dejado todo ordenado. Una o dos veces miró por encima del hombro las pelotas, que, dejadas a su aire, parecían incluso perseguirle; le seguían de cerca y saltaban a su lado. Blumfeld se puso la bata y quiso ir hacia la pared de enfrente a coger una de las pipas que colgaban de un estante. Involuntariamente, antes de darse la vuelta, golpeó con el pie hacia atrás, pero las pelotas lo esquivaron. Cuando fue a coger la pipa, las pelotas le acompañaron, él se puso las zapatillas y avanzó con pasos irregulares; no obstante cada uno de los pasos coincidió, sin pausa, con el bote de una de las pelotas, que no perdieron su paso. Blumfeld se dio la vuelta inesperadamente para ver cómo reaccionaban las pelotas. Pero apenas se había girado, éstas describieron un semicírculo y ya estaban a su espalda; y eso se repitió tantas veces como se dio la vuelta. Como acompañantes sumisos, evitaban detenerse ante Blumfeld. Hasta ese momento parecía que sólo habían osado hacerlo para presentarse ante él; sin embargo, ahora, habían entrado a su servicio.
Blumfeld había elegido siempre la misma actitud en aquellos casos excepcionales en los que su fuerza no bastaba para dominar la situación: hacer como si no notase nada. A menudo le ayudó y la situación, como mínimo, mejoró. Por consiguiente, se comportó de ese mismo modo, se paró ante el estante de las pipas, eligió con labios fruncidos una de ellas, la rellenó bien del tabaco de una petaca y dejó, despreocupado, que las pelotas siguieran saltando a sus espaldas. Pero dudó en regresar hasta la mesa; oír la sincronía de los botes con sus pisadas le resultaba casi doloroso, así que permaneció allí, rellenó la pipa invirtiendo un tiempo innecesario y examinó la distancia que le separaba de la mesa. Finalmente, logró superar su debilidad y recorrió el trecho con tales pisadas que no pudo oír el ruido de las pelotas. Cuando se sentó, saltaban de nuevo detrás de su sillón tan perceptibles como antes.
Sobre la mesa, al alcance de la mano, había una repisa adosada a la pared, en la que se encontraba la botella de licor de cerezas rodeada de pequeños vasos. Junto a ella había un montón de números de la revista francesa. Pero en vez de coger todo lo que necesitaba, Blumfeld permaneció sentado y silencioso, dirigiendo su mirada hacia la cazoleta de la pipa, aún apagada. Estaba al acecho; de repente, de un modo inesperado, salió de su rigidez e hizo girar el sillón con un movimiento brusco. Pero también las pelotas habían permanecido alerta o, tal vez, obedecieron sin pensar la ley que las dominaba, es decir cambiar su posición al mismo tiempo que lo hacía Blumfeld y ocultarse detrás de él. Ahora Blumfeld estaba sentado dando la espalda a la mesa, con la pipa fría en la mano. Las pelotas botaban bajo la mesa y, como allí había una alfombra, hacían menos ruido. Eso era una gran ventaja; se trataba de ruidos débiles y ahogados, había que prestar mucha atención para percibirlos con el oído. Blumfeld, sin embargo, estaba muy atento y los escuchaba muy bien. Pero eso era así ahora, pasado un rato probablemente ya no los oiría. Para Blumfeld el hecho de que las pelotas no pudieran hacerse oír sobre la alfombra suponía una gran debilidad de su parte. Si se les ponía debajo una o, mejor, dos alfombras, perdían prácticamente todo su poder. Aunque, si bien es cierto, sólo por un tiempo determinado y, además, su mera existencia significaba ya cierto poder.
Ahora Blumfeld podría necesitar un perro, un joven y salvaje animal daría buena cuenta de las pelotas; se imaginó cómo ese perro trataba de cogerlas con las patas, cómo las expulsaba de su sitio, cómo las perseguía por toda la habitación y, finalmente, como las lograba atrapar entre sus dientes. Era posible que Blumfeld se hiciera con un perro en poco tiempo.
Pero ahora, mientras tanto, las pelotas tenían que temer a Blumfeld y él no tenía ganas de destruirlas, tal vez también le faltaba la fuerza de decisión necesaria para ello. Llegaba por la noche cansado de trabajar y, cuando necesitaba tanto la tranquilidad, se le preparaba esa sorpresa. Precisamente ahora sentía lo cansado que estaba. Por supuesto que deseaba destruirlas y, además, lo más pronto posible, pero hoy no, quizás al día siguiente. Si se contemplaba todo con objetividad, las pelotas se comportaban con bastante modestia. Podrían, por ejemplo, de vez en cuando, saltar hacia adelante, mostrarse y regresar a su sitio, o podrían saltar más alto para golpear la tabla de la mesa y, así, resarcirse de la amortiguación del sonido provocado por la alfombra. Pero no lo hacían, no querían irritar innecesariamente a Blumfeld, se limitaban, aparentemente, a lo exclusivamente necesario.
Y ese «necesario» bastó para quitarle las ganas a Blumfeld de permanecer en la mesa. Se quedó sentado unos minutos y pensó en irse a dormir. Uno de los motivos era que no podía fumar, ya que se había dejado las cerillas en la mesita de noche. Por lo tanto, tendría que ir a recoger las cerillas, pero como estaban en la mesita de noche, lo mejor sería quedarse allí y echarse. Pero Blumfeld albergaba una segunda intención: creía que las pelotas, poseídas del ciego afán de mantenerse a sus espaldas, saltarían encima de la cama y que él allí, voluntaria o involuntariamente, las aplastaría. La objeción de que los restos de las pelotas podrían seguir saltando, fue rechazada. También lo extraordinario tiene sus límites. Pelotas enteras botan, aunque no ininterrumpidamente; fragmentos de pelotas, sin embargo, no botan jamás y, por consiguiente, tampoco lo harían allí.
—¡Arriba! —exclamó, haciendo acopio de valor gracias a ese pensamiento y salió dando zancadas hacia la cama con las pelotas a su espalda—. Su esperanza pareció confirmarse; tan pronto como se situó, intencionadamente, al lado de la cama, una de las pelotas saltó en seguida sobre ella. Pero también sucedió algo inesperado, la otra pelota se metió debajo de la cama. No había pensado en la posibilidad de que las pelotas pudieran botar debajo de la cama. Se mostró indignado por la actitud de la pelota, aunque pensó que era injusto, pues la pelota, botando debajo de la cama, cumplía su cometido mucho mejor que la otra sobre la cama. Ahora todo dependía del lugar por el que se iban a decidir, pues Blumfeld no creía que pudieran trabajar mucho tiempo por separado. Y, ciertamente, la pelota de abajo saltó a la cama. «Ahora las tengo» —pensó Blumfeld febril de alegría y se quitó la bata para arrojarse a la cama—. Pero en ese mismo instante saltó la misma pelota y se metió debajo de la cama. Completamente decepcionado, Blumfeld se hundió. La pelota probablemente lo único que había hecho era mirar la parte de arriba y no le había gustado. Y ahora también la sigue la otra, pues abajo están mejor. «Ahora tendré ese tamborileo toda la noche» —pensó Blumfeld, se mordió los labios y asintió con la cabeza.
Se puso triste, aunque sin saber realmente en qué le podrían dañar las pelotas por la noche. Su sueño era profundo, superaría fácilmente el ruido ligero. Para estar completamente seguro, y de acuerdo a la experiencia adquirida, introdujo dos alfombras debajo de la cama. Era como si tuviera un perro pequeño que necesitase un lecho blando. Y como si las pelotas se hubieran cansado y tuvieran sueño, sus saltos se hicieron más bajos y más lentos que antes. Cuando Blumfeld se arrodilló ante la cama e iluminó con la lámpara de noche el interior, creyó que las pelotas se podrían quedar quietas sobre la alfombra, tan débilmente caían y tan lentamente rodaban un pequeño trecho. Pero luego se alzaron de nuevo cumpliendo su deber. Sin embargo, era muy posible que cuando Blumfeld mirase debajo de la cama a la mañana siguiente encontrase dos silenciosas e inofensivas pelotas.
No parecía que pudieran mantener esos saltos hasta el día siguiente, pues cuando Blumfeld se metió en la cama ya no las oyó más. Se esforzó por oír algo, escuchó inclinándose hacia abajo, ni un sonido. Las alfombras no podían ser tan efectivas, la única explicación era que las pelotas ya no botaban, o que las alfombras impedían que pudiesen botar lo suficiente y, por consiguiente, habían renunciado provisionalmente, o, lo que es más probable, ya no botarían más. Blumfeld podría levantarse y mirar qué es lo que ocurría, pero su satisfacción por haber recobrado finalmente la tranquilidad le hizo permanecer en la cama, no quiso ni rozar con la mirada las pelotas, ya sosegadas. Prefirió desistir hasta de fumar, se dio la vuelta en la cama y se quedó dormido.
Pero no permaneció tranquilo; como siempre, también esta vez durmió sin soñar, aunque muy inquieto. Innumerables veces durante toda la noche se asustó con la impresión de que alguien llamaba a la puerta. Sabía de sobra que nadie llamaba; ¿quién podría llamar a la puerta a esas horas y, además, a la suya, la de un soltero solitario? Sin embargo, aunque lo sabía con toda certeza, se acercó una y otra vez y se quedó mirando tenso un lapso de tiempo a la puerta, como si alguien realmente estuviera llamando: con la boca abierta, los ojos extremadamente abiertos y los mechones de pelo agitándose sobre la frente sudada. Intentó contar las veces que le habían despertado, pero, insensible por el tremendo número que resultaba, volvió a quedarse dormido. Creyó saber de dónde procedía el golpeteo, no de la puerta, sino de otro sitio, pero, sumido en ese estado de somnolencia, no pudo recordar en qué se basaban sus suposiciones. Sólo sabía que se sucedían pequeños golpes desagradables antes de que resonara uno mucho más fuerte. Toleraría todos esos fastidiosos golpecitos si pudiera evitar el golpe fuerte, pero por algún motivo ya era demasiado tarde, ya no podía actuar, había perdido la oportunidad, ni siquiera tenía palabras, su boca sólo se abría en mudos bostezos y furioso por ello golpeaba la almohada con el rostro. Así transcurrió la noche.
Por la mañana le despertó la criada al llamar a la puerta; saludó ese suave golpeteo con un suspiro de liberación, sobre cuyo ruido, sin embargo, siempre se había quejado. Y ya quería gritar «entre» cuando oyó otro golpe, vivaz, pero débil, en todo caso hostil. Eran las pelotas bajo la cama. Se habían despertado, ¿habrían acumulado fuerzas, todo lo contrario que él, durante la noche?
—¡Voy! —gritó Blumfeld a la criada, y saltó de la cama, pero, preocupándose de mantener a las pelotas a su espalda, se arrojó al suelo, miró con la cabeza ladeada a las pelotas y quiso maldecirlas. Como niños que se quitan por la noche las molestas mantas, las pelotas, con su continuo movimiento nocturno, habían ido arrastrando las alfombras bajo la cama, y ya estaban otra vez sobre el parqué y podían hacer ruido.
—A las alfombras —dijo Blumfeld poniendo una cara agresiva. Sólo cuando las pelotas dejaron de hacer ruido gracias a las alfombras, permitió entrar a la criada. Mientras ésta, una mujer obtusa y gorda que siempre caminaba tiesa, servía el desayuno en la mesa y arreglaba algunas cosas, Blumfeld, en bata, permanecía estático al lado de la cama para mantener las pelotas debajo. Siguió a la criada con la mirada para comprobar si notaba algo. A causa de su dureza de oído era muy improbable, y Blumfeld atribuyó a su irritación causada por el mal sueño la impresión de que la criada se paraba aquí y allá o se detenía ante un mueble y escuchaba con la ceja levantada. Sería feliz si consiguiera que la criada pudiera darse algo más de prisa en su trabajo, pero parecía como si fuera más lenta que otras veces. Cargó con incomodidad los trajes y las botas de Blumfeld y salió con ellos al pasillo, permaneció fuera un buen rato; aislados y monótonos resonaron los golpes que hizo al colgar los trajes. Y durante todo ese tiempo Blumfeld tuvo que permanecer en la cama; no podía moverse si no quería llevarse las pelotas detrás, tenía que dejar que se enfriase el café, con lo que le gustaba tomarlo caliente, y no pudo hacer otra cosa que mirar fijamente la cortina, detrás de la cual el día amanecía nublado. Por fin había terminado la criada, deseó unos buenos días y ya se quería ir. Pero antes de salir definitivamente, permaneció en la puerta, movió un poco los labios y se quedó contemplando a Blumfeld. Éste le iba a dirigir la palabra, pero se fue. Blumfeld hubiera querido abrir la puerta y gritarle lo necia y obtusa que era. Pero al pensar mejor qué era realmente lo que podía objetar a su comportamiento, sólo encontró la paradoja de que no se diera cuenta de nada y, sin embargo, pareciera dar la impresión de que había notado algo. ¡Qué confusos eran sus pensamientos! ¡Y sólo por una noche en la que no había dormido bien! Para el mal sueño encontraba una pequeña explicación: que la noche anterior había roto la costumbre, no había fumado ni bebido licor. «Cada vez que no fumo ni bebo licor» —fue la conclusión de sus pensamientos— «duermo mal».
A partir de ese momento se preocuparía más de su bienestar, y comenzó por coger algodón del cajón de las medicinas en la mesita de noche, poniéndose dos tapones en los oídos. Luego se levantó y anduvo un poco como prueba. Las pelotas le siguieron, pero apenas las oía; un poco más de algodón y serían inaudibles. Blumfeld dio algunos pasos más, los tapones funcionaban sin ser especialmente desagradables. Cada uno por su lado, tanto Blumfeld como las pelotas estaban, ciertamente, unidos, pero no se estorbaban. No obstante, cuando Blumfeld se dio la vuelta un poco más rápido de lo normal y una de las pelotas no logró retirarse a tiempo, Blumfeld la golpeó con la rodilla. Fue el único incidente; por lo demás, Blumfeld bebió tranquilo su café; tenía un hambre como si no hubiera dormido en toda la noche y hubiera recorrido un largo camino; se lavó con agua fría, extremadamente refrescante, y se vistió. Hasta ese momento no había corrido las cortinas, sino que había preferido permanecer a oscuras por precaución, no necesitaba ojos ajenos para las pelotas. Pero cuando ya estaba preparado para salir, comprendió que tenía que encargarse de alguna manera de las pelotas, no fuera que osasen seguirle a la calle, aunque él no lo creía. Tuvo una buena idea, abrió el gran armario y se puso de espaldas a él, pero como si tuvieran un presentimiento de lo que tramaba, evitaron en lo posible el interior del mueble, aprovecharon el más mínimo espacio que quedaba entre Blumfeld y él; cuando no lo pudieron evitar, botaron un instante en el interior, pero huyeron de la oscuridad al instante; no se dejaron llevar más allá del borde, prefirieron incumplir su deber y permanecer casi al lado de Blumfeld. Pero sus pequeñas astucias no las iban a ayudar, pues Blumfeld se subió de espaldas al armario y entonces no les quedó otro remedio que seguirle. Ya estaba todo decidido. En el suelo del armario había distintos objetos de pequeño tamaño como botas, cajas, maletines, que, aunque bien ordenados —ahora lo lamentaba Blumfeld—, impedían el movimiento de las pelotas. Y cuando Blumfeld, que casi había cerrado del todo la puerta del armario, dio un gran salto como hacía años que no daba y abandonó el armario, cerró la puerta y giró la llave, las pelotas quedaron encerradas. «Funcionó» —pensó Blumfeld, y se limpió el sudor de la frente. ¡Qué ruido hacían en el armario! Daban la impresión de estar desesperadas. Blumfeld, por el contrario, estaba muy satisfecho. Abandonó la habitación, e incluso el pasillo desierto le causó una sensación benefactora. Se quitó el algodón de los oídos y los ruidos de la casa, que despertaba, le encantaron. Apenas se veían personas, aún era muy temprano.
Abajo, en el pasillo, ante la puerta baja que llevaba al piso del sótano donde vivía la criada, estaba su hijo, un pequeño de diez años. Era la viva imagen de su madre, en su rostro infantil no faltaba ninguna de las fealdades de la vieja. Con las piernas torcidas y las manos en los bolsillos, permanecía allí de pie y jadeaba, ya que tenía bocio y apenas podía respirar. Pero Blumfeld, aunque siempre que se encontraba al niño en su camino aceleraba el paso para ahorrarse en lo posible ese espectáculo, ese día, sin embargo, sintió la necesidad de quedarse a su lado. A pesar de que el niño había sido puesto en el mundo por esa mujer y llevaba todos los signos de su origen, seguía siendo un niño, en cuya cabeza amorfa había pensamientos infantiles; si se le hablaba de un modo comprensible y se le preguntaba algo, probablemente respondería con voz clara, inocente, respetuosa y, después de cierta superación, se podría incluso acariciar su mejilla. Así pensó Blumfeld, pero pasó de largo. En la calle comprobó que hacía mejor tiempo del que había pensado cuando estaba en la habitación. La niebla matutina se dispersaba y aparecían espacios azules en el cielo, surcado de fuertes vientos. Blumfeld agradeció a las pelotas el haber salido mucho más temprano que de costumbre, incluso había dejado el periódico sin leer sobre la mesa; en todo caso, había ganado mucho tiempo y ahora podía ir despacio. Era extraña la poca preocupación que le ocasionaban las pelotas desde que se había separado de ellas. Mientras las tenía detrás, se podían considerar como algo de su pertenencia, por algo que, para el enjuiciamiento de su persona, tendría que ser, de algún modo, tomado en consideración; ahora, por el contrario, eran un juguete en casa, en el armario. Y entonces se le ocurrió a Blumfeld que, tal vez, la mejor forma de hacerlas inofensivas sería lograr que cumplieran su cometido. El niño aún estaba en el pasillo, Blumfeld le regalaría las pelotas y, además, nada de prestar, sino lo que se dice regalar, lo que, ciertamente, significaba lo mismo que si le diera la orden de destruirlas. Y aun en el caso de que quedaran sanas y salvas, tendrían mucha menos importancia en las manos del niño que en el armario; toda la casa vería cómo el niño jugaba con ellas, otros niños se unirían a él; la opinión general de que se trataba de pelotas para jugar y no las acompañantes de por vida de Blumfeld sería inquebrantable e irrebatible. Blumfeld regresó a casa corriendo. El niño acababa de bajar las escaleras del sótano y quería abrir la puerta de abajo. Blumfeld tuvo que llamar, por tanto, al niño y pronunciar su nombre, que era ridículo, como todo lo que tenía que ver con él.
—¡Alfred! ¡Alfred! —gritó. El niño dudó un buen rato.
—Ven ya —gritó de nuevo Blumfeld—, te voy a dar algo.
Las dos niñas pequeñas del portero salieron de la puerta de enfrente y se colocaron, curiosas, a la izquierda y a la derecha de Blumfeld. Ellas lo captaron mucho más rápidamente que el niño y no comprendían por qué no venía. Le hacían señas, pero no dejaban de mirar a Blumfeld, no podían averiguar qué regalo podía caerle a Alfred. La curiosidad las atormentaba y brincaban alternando los pies. Blumfeld se rió tanto de las niñas como del niño. Éste parecía ya dispuesto y subió, rígido y cansino, la escalera. Ni siquiera en sus andares negaba a su madre, quien, por lo demás, apareció en la puerta del sótano. Blumfeld gritó todo lo que pudo para que la criada también le entendiese y vigilase el cumplimiento del encargo si fuera necesario.
—Arriba, en mi habitación —dijo Blumfeld—, tengo dos bonitas pelotas. ¿Las quieres?
El niño torció la boca, no sabía cómo tenía que comportarse, se dio la vuelta y miró interrogativamente a su madre. Las niñas, sin embargo, comenzaron a saltar alrededor de Blumfeld y le pidieron las pelotas.
—Vosotras también podréis jugar con ellas —les dijo Blumfeld, pero esperaba la respuesta del niño. Podría regalar las pelotas a las niñas, pero le parecían muy imprudentes, además ahora le tenía más confianza al chico. Éste había bajado y, sin que se produjera ningún intercambio de palabras, se había dejado aconsejar por la madre. Ahora asintió a una nueva pregunta de Blumfeld.
—Entonces presta atención —dijo Blumfeld, que prefería ignorar que no había recibido ningún agradecimiento por su regalo—. La llave de mi habitación la tiene tu madre, así que se la tienes que pedir, y aquí está la llave del armario donde están las pelotas. Cierra el armario y la puerta con cuidado. Con las pelotas puedes hacer lo que quieras y no debes devolvérmelas. ¿Me has entendido?
El niño, por desgracia, no había entendido nada. Blumfeld había querido ponerle todo especialmente claro a ese ser ilimitadamente obtuso, pero precisamente a causa de su intención lo había repetido todo demasiado, había cambiado con demasiada frecuencia de la llave de la habitación a la del armario y el niño ahora le miraba fijamente, y ya no como a un benefactor sino como a un tentador. Las niñas, sin embargo, lo habían entendido todo, se estrechaban contra Blumfeld y extendían las manos hacia la llave.
—Pero esperad —dijo Blumfeld, y se enfadó.
El tiempo pasaba, ya no podía quedarse más. Si la criada dijera que le había entendido y que cuidaría de que el niño lo hiciera todo bien. Pero en vez de eso, permaneció abajo, en el umbral de la puerta, sonriendo afectada como los duros de oído que se avergüenzan de su defecto y creyendo, quizá, que Blumfeld, arriba, había sentido una repentina simpatía por su hijo y le escuchaba la tabla de multiplicar. Blumfeld, sin embargo, no podía bajar otra vez la escalera y gritar al oído de la criada su solicitud. Ojalá su hijo, por el amor de Dios, le libere de las pelotas. Él ya se había sacrificado lo suficiente al confiar la llave de su armario todo el día a esa familia. Si ofrecía la llave al niño, en vez de guiarlo él mismo hasta arriba para darle las pelotas, no era para evitar exponerse a un riesgo. No podía regalarle arriba las pelotas y luego, como ocurriría previsiblemente, quitárselas otra vez al llevárselas detrás de él como acólitos.
—Entonces, ¿no me entiendes? —preguntó Blumfeld casi con tristeza, después de haber intentado una nueva explicación que, al comprobar la mirada vacía del niño, interrumpió en seguida. Una mirada vacía como ésa desarmaba a cualquiera. Podría seducir a alguien a decir más de lo que quiere sólo para que ese vacío se llenase de comprensión.
—Nosotras le traeremos las pelotas —exclamaron las niñas.
Ellas eran astutas, habían reconocido que sólo podrían obtener las pelotas con la mediación del niño, pero ahora tenían que lograr que se produjera esa mediación. En la habitación del portero un reloj dio la hora y le recordó que debía darse prisa.
—Tomad entonces la llave —dijo Blumfeld, y más que dar la llave se la quitaron de la mano. La seguridad con que le hubiera dado la llave al niño hubiera sido incomparablemente mayor.
—La llave de la habitación recogedla abajo de la mujer —añadió Blumfeld—, y cuando regreséis de haber cogido las pelotas devolvedle las dos llaves.
—Sí, sí —exclamaron las niñas, y bajaron corriendo las escaleras. Lo sabían todo, absolutamente todo, y como si Blumfeld se hubiera contagiado de la necedad del niño, realmente no comprendía cómo habían captado sus explicaciones con tal rapidez.
Las niñas se agarraban ya a las faldas de la criada, pero Blumfeld no podía mirar por más tiempo cómo cumplían su cometido, por muy tentador que fuese y, además, no sólo porque ya era tarde, sino porque no quería estar presente cuando liberasen a las pelotas. Aún más, preferiría estar a algunas calles de distancia cuando las niñas abrieran la puerta de su casa. ¡Quién sabe lo que podían hacer las pelotas! Y así esa mañana salió por segunda vez a la calle. Aún había podido ver cómo la criada se defendía de las niñas y cómo el niño movía sus piernas torcidas para ir en su ayuda. Blumfeld no comprendía por qué seres humanos como la criada crecían y se multiplicaban en este mundo.
Durante el camino a la fábrica de topa blanca de la que Blumfeld era empleado, los pensamientos en el trabajo recobraron paulatinamente su primacía. Aceleró sus pasos y, no obstante el retraso que le había causado el niño, fue el primero en llegar a la oficina. Esta oficina abarcaba un pequeño espacio rodeado de cristaleras, disponía de un escritorio y dos pupitres para los auxiliares subordinados a Blumfeld. Aunque los pupitres eran tan estrechos y pequeños que parecían destinados a niños de colegio, en el despacho apenas había espacio y los auxiliares no podían sentarse, pues entonces no habría espacio para el sillón de Blumfeld. Así, permanecían todo el día de pie, apretados contra sus pupitres. Eso era, naturalmente, muy incómodo para ellos, pero Blumfeld también se veía obstaculizado para observarlos. A menudo se apretaban diligentes contra el pupitre, pero no para trabajar, sino para susurrar entre ellos o, incluso, para dar una cabezada. Blumfeld se enfadaba mucho con ellos porque no le apoyaban lo suficiente en la enorme cantidad de trabajo que se le imponía. Este trabajo consistía en ocuparse de todo el tráfico de mercancías y de todo el movimiento de fondos con las empleadas a domicilio que trabajaban para la fábrica confeccionando determinados productos. Para poder enjuiciar la magnitud de ese trabajo había que mantener una buena visión de conjunto; pero esa visión, desde que murió el superior inmediato de Blumfeld hace unos años, ya no la tenía nadie, por lo tanto Blumfeld tampoco podía reconocer la autoridad de nadie para que juzgase su trabajo. El fabricante, el señor Ottomar, subestimaba visiblemente el trabajo de Blumfeld; por supuesto, reconocía los méritos que Blumfeld había adquirido en un periodo de veinte años y no sólo los reconocía porque debía, sino también porque respetaba a Blumfeld como hombre fiel y digno de confianza. No obstante, subestimaba su trabajo. Creía que se podría realizar de una manera más fácil y, por tanto, más ventajosa que la de Blumfeld. Se decía, y no era inverosímil, que el señor Ottomar visitaba con tan poca frecuencia el departamento de Blumfeld para evitarse el enojo que le causaba el ver los métodos de trabajo aplicados por éste. No ser reconocido como esperaba era para Blumfeld, ciertamente, bastante triste, pero no había remedio, pues no podía obligar al señor Ottomar a permanecer ininterrumpidamente un mes en su departamento, a estudiar los múltiples tipos de trabajo que allí se realizaban, a emplear, según él, sus mejores métodos y, finalmente, a dejarse convencer; eso causaría, para Blumfeld, el hundimiento del departamento. Por eso, Blumfeld continuaba su trabajo impertérrito, como antes; se asustaba un poco cuando, después de un largo tiempo, aparecía Ottomar, hacía el débil intento, cumpliendo el deber del subordinado, para aclarar a Ottomar una u otra medida, mientras éste pasaba de largo asintiendo en silencio y con los ojos bajos. Por lo demás, padecía menos por esta falta de reconocimiento que por la idea de que si él tuviera que renunciar al cargo alguna vez la consecuencia sería un gran caos, pues no conocía a nadie en la fábrica capaz de sustituirle y evitar así los graves retrasos causados por una paralización de la actividad, que, además, podría durar meses.
Si el jefe subestimaba a alguien, los empleados, naturalmente, intentaban superarle en lo posible. Todos, por consiguiente, subestimaban el trabajo de Blumfeld; nadie consideraba necesario trabajar para su aprendizaje en el departamento de Blumfeld, y cuando se admitía a nuevos empleados, no se asignaba ninguno a Blumfeld por iniciativa propia. Por esta razón, en el departamento de Blumfeld no se producía una renovación de los empleados. Costó semanas de dura lucha hasta que Blumfeld, que hasta entonces había estado solo en el departamento, ayudado por un único auxiliar, y realizando todo el trabajo, consiguió que le asignaran un aprendiz. Casi todos los días aparecía Blumfeld en el despacho de Ottomar y le explicaba con tranquilidad y de una manera detallada por qué era necesario un aprendiz en su departamento. No era necesario porque Blumfeld quisiera ahorrarse esfuerzos, Blumfeld no se ahorraba esfuerzos, él trabajaba su desproporcionada parte y no pensaba dejar de hacerlo, pero el señor Ottomar podría tomar en consideración cómo había evolucionado el negocio a lo largo del tiempo, todos los departamentos habían aumentado su personal de acuerdo a esta evolución, sólo el de Blumfeld se olvidaba siempre. ¡Y cómo había aumentado allí el trabajo! Cuando Blumfeld entró, de esos tiempos seguro que no se acordaba el señor Ottomar, se ocupaba de diez costureras, hoy su número oscilaba entre cincuenta y sesenta. Un trabajo semejante requería personal, Blumfeld podía garantizar que se iba a agotar realizando ese trabajo, pero lo que no podía garantizar es que pudiera realizarlo solo. El señor Ottomar nunca rechazaba directamente las solicitudes de Blumfeld, eso no se podía hacer con un empleado tan antiguo, pero la manera en que apenas escuchaba, de cómo hablaba con otras personas ignorando al solicitante, de cómo le hacía medias promesas y, a los pocos días, lo había olvidado todo; esa manera era insultante. No específicamente para Blumfeld, él no era ningún soñador; tan bellos como eran el honor y el reconocimiento, Blumfeld podía prescindir de ellos, él, a pesar de todo, permanecería en su puesto tanto tiempo como fuera posible, a fin de cuentas tenía razón y tener razón, al final, aunque algunas veces durase mucho, encontraba reconocimiento. Así, Blumfeld recibió dos aprendices, pero vaya aprendices. Se podría creer que Ottomar había comprobado que podía mostrar con más claridad su desprecio al departamento de Blumfeld concediendo los aprendices antes que negándoselos. Era incluso posible que Ottomar hubiera hecho esperar a Blumfeld porque había estado buscando esos aprendices y, lo que era comprensible, no había podido encontrarlos sino después de una larga búsqueda. Y Blumfeld ya no podía quejarse, la respuesta era previsible, había recibido dos aprendices y él sólo había solicitado uno; tan hábilmente lo había planeado Ottomar. Naturalmente, Blumfeld se quejó, pero sólo porque su difícil situación le obligó a ello y no porque tuviera esperanza de conseguir más ayuda. Además, no protestó con mucha insistencia, sino como de paso, cuando surgía la oportunidad. Sin embargo, se extendió el rumor entre los colegas malintencionados de que alguien había preguntado a Ottomar si era posible que Blumfeld, después de haber recibido una ayuda tan extraordinaria, aún se siguiera quejando. A ello había respondido Ottomar que era cierto, que Blumfeld se quejaba todavía, pero con razón. Él, Ottomar, por fin había comprendido y tenía la intención de proporcionar a Blumfeld, poco a poco, un aprendiz por cada costurera hasta llegar a sesenta. Si no fueran suficientes, le enviaría más y no pararía hasta que el manicomio, en que se estaba convirtiendo el departamento de Blumfeld, estuviera lleno. Al hacer estos comentarios imitaban muy bien la forma de hablar de Ottomar, pero él mismo, de eso no dudaba Blumfeld, era incapaz de haberse expresado alguna vez así, ni siquiera de una manera similar. Todo era un invento de los vagos del despacho sito en el primer piso. Blumfeld lo habría pasado por alto, si hubiera podido pasar por alto tranquilamente la presencia de los aprendices. Niños pálidos y débiles. Según sus documentos tendrían que haber superado ya la edad de escolarización obligatoria, pero eso era inverosímil. Ni siquiera se les podría haber confiado a un maestro, tan claramente pertenecían todavía a las madres. No se podían mover razonablemente, estar de pie largo tiempo los extenuaba al principio. Si no se les observaba, se quedaban dormidos de pura debilidad, permaneciendo en una esquina acurrucados. Blumfeld intentaba convencerles de que quedarían contrahechos para toda la vida si se dejaban vencer así por la comodidad. Hacerles un pequeño encargo era algo osado, una vez, uno de ellos, al salir corriendo solícito, había avanzado sólo unos pasos y se había golpeado la rodilla con el pupitre. La habitación estaba llena de costureras, el pupitre lleno de mercancía, pero Blumfeld tuvo que dejarlo todo, llevar al aprendiz, que no dejaba de llorar, al despacho y ponerle una venda. Pero también este celo de los aprendices era superficial, como niños que eran querían distinguirse, pero con mucha más frecuencia o, mejor, casi siempre, sólo pretendían engañar por medio de trucos al superior. En un momento de trabajo muy intenso, Blumfeld, bañado en sudor, los había espiado y había visto cómo se dedicaban a intercambiar cromos detrás de los paquetes de mercancías. Debería haberles golpeado la cabeza con el puño, para semejante comportamiento hubiera sido el único castigo posible, pero eran niños, Blumfeld no podía matar a golpes a un niño. Y así se seguía atormentando con ellos. En un principio se había imaginado que los aprendices le ayudarían en la atención directa que requería, en el momento de la repartición de la mercancía, tanto esfuerzo y vigilancia. Había pensado que él permanecería en el centro, detrás del pupitre, manteniendo una visión de conjunto y ocupándose de las anotaciones, mientras, los aprendices correrían de un lado a otro, siguiendo sus órdenes, y procederían al reparto. Se había imaginado que su supervisión, tan competente como era, no podía bastar para semejante aglomeración de gente, que necesitaba ser complementada por la atención de los aprendices. Imaginaba que éstos serían capaces de reunir experiencia, que no quedarían para cualquier menudencia siempre dependientes de sus órdenes y terminarían por aprender a distinguir a las costureras entre sí, en lo que se refiere a suministro de mercancía y confianza. Aplicados estos deseos a esos aprendices surgían sólo vanas esperanzas. Blumfeld comprobó que no podía dejar que hablaran con las costureras. Ni siquiera se habían acercado a muchas de ellas porque les tenían miedo o antipatía, a otras, en cambio, por las que sentían cariño, incluso habían salido a recibirlas a la puerta. A éstas les traían todo lo que pedían, se lo ponían en las manos con una suerte de disimulo, aunque tuvieran el derecho a recibirlo, además, reunían en un estante vacío para sus preferidas retales, restos sin valor, pero también pequeñeces todavía aprovechables; felices, les hacían gestos ya desde lejos con estas menudencias a espaldas de Blumfeld y recibían a cambio bombones en la boca. Blumfeld puso fin rápidamente a ese abuso y se los llevó a un cuarto cuando venían las costureras. Largo tiempo lo consideraron una gran injusticia, mostraron su enfado rompiendo a propósito las plumas y, algunas veces, golpearon los cristales, sin, eso sí, atreverse a levantar la cabeza, sólo para llamar la atención de las costureras sobre el mal trato que, según ellos, recibían de Blumfeld.
No podían entender, sin embargo, la injusticia que cometían. Por ejemplo, casi siempre llegaban tarde a la oficina. Blumfeld, su superior, que desde su más temprana juventud siempre había tenido por evidente que había que aparecer en la oficina media hora antes del inicio de la jornada laboral, sólo se sentía obligado a hacerlo por un sentimiento de decencia, y no por ambición o una exagerada conciencia del deber —Blumfeld, sin embargo, tenía que esperar a sus aprendices, por lo común, más de una hora—. Masticando su bocadillo de desayuno, permanecía habitualmente detrás del pupitre, en la sala, verificando en los libros el balance de cuentas con las costureras. Rápidamente se ensimismaba en el trabajo y no pensaba en otra cosa. Pero entonces se llevaba un susto tan tremendo que después de un rato todavía le temblaba la mano. Uno de los aprendices se derrumbaba, era como si se fuera a caer desplomado, con una mano se sujetaba donde podía, la otra se la llevaba al pecho, que respiraba con dificultad; pero todo eso no significaba nada, sólo que debido a su tardanza buscaba una disculpa, tan ridícula que Blumfeld la ignoraba intencionadamente, pues de lo contrario hubiera debido azotar merecidamente al niño. Pero en esa situación, se limitaba a mirar un rato y a señalar luego con la mano extendida el cuarto. Luego volvía a ensimismarse en su trabajo. Sería de esperar que el aprendiz reconociese la bondad de su superior y se apresurase a ir a su puesto. No, no se apresuraba, bailoteaba, andaba de puntillas, ponía un pie detrás del otro. ¿Quería burlarse de su superior? Tampoco. Era esa mezcla de miedo y vanidad, contra la que uno está indefenso. ¿Cómo se explicaba si no que Blumfeld, que había llegado inusualmente tarde a la oficina, después de esperar largo tiempo —no tenía ganas de verificar los libros—, viera, a través de las nubes de polvo que levantaba ante él el imprudente criado con la escoba, cómo venían los dos aprendices, satisfechos, por la calle? Se mantenían muy juntos y parecían contarse cosas muy importantes, pero que con toda seguridad, quizá sólo en algún contexto no permitido, no tenían nada que ver con el trabajo. Conforme se iban acercando a la puerta de cristal andaban más despacio. Finalmente, uno de ellos cogió el picaporte, pero no lo presionó hacia abajo, aún seguían contándose cosas, escuchaban y reían.
—¡Abra a los señores! —gritó Blumfeld con los brazos extendidos hacia el criado.
Pero cuando los aprendices entraron, Blumfeld no quería disputas, no respondió a su saludo y se fue a su escritorio. Comenzó a calcular, y miró de vez en cuando para comprobar qué hacían los aprendices. Uno de ellos parecía muy cansado, bostezaba y se frotaba los ojos; cuando colgó el abrigo en la percha, aprovechó la oportunidad y permaneció un rato apoyado en la pared. En la calle estaba bien despierto; ahora, sin embargo, la proximidad del trabajo lo cansaba. El otro aprendiz, sin embargo, mostraba ganas de trabajar, aunque sólo para un trabajo específico. Su deseo desde hace mucho era barrer. Pero ése era un trabajo que no le concernía, barrer le correspondía sólo al criado; Blumfeld no tendría nada en contra de que el aprendiz barriese, si ésa fuese su voluntad, peor que el criado no lo podía hacer, no obstante, si realmente quisiera barrer, debería venir más temprano, antes de que el criado comenzase su trabajo, y no emplear en esa actividad el tiempo que estaba obligado a dedicar a las labores propias de la oficina. Aunque al ver que el chico era inaccesible a toda argumentación razonable, el criado, ese anciano semiciego, que el jefe con toda seguridad no toleraría en ningún departamento excepto en el de Blumfeld y que sólo vivía por la gracia del jefe y de Dios, podría, al menos, ser un poco flexible y dejarle la escoba al chico por un rato. Como era bastante torpe, perdería las ganas de barrer y perseguiría al criado con la escoba para devolvérsela y no moverla más. El criado, sin embargo, parecía sentirse especialmente responsable por barrer, se podía ver cómo él, cada vez que el chico se acercaba, intentaba agarrar la escoba con más fuerza y con manos temblorosas; prefería permanecer quieto y dejar de barrer para, así, dedicar toda la atención a la posesión de la escoba. El aprendiz, por su parte, no rogaba con palabras, pues temía a Blumfeld, quien consideraba que las palabras serían inútiles, pues el criado sólo atendía cuando se le gritaba. Por consiguiente, el aprendiz comenzaba por tirar de la manga al criado. El criado, naturalmente, sabía de qué se trataba y miraba sombrío al aprendiz, negaba con la cabeza y se llevaba la escoba al pecho. Entonces el aprendiz doblaba las manos y suplicaba en silencio. No tenía la más mínima esperanza de conseguir algo a través de súplicas; simplemente, suplicar le causaba placer y, por eso mismo, suplicaba. El otro aprendiz seguía todo el procedimiento con risitas y creía, aparentemente, si bien de manera incomprensible, que Blumfeld no podía oírle. Al criado los ruegos no le impresionaban lo más mínimo, se daba la vuelta y creía así haber puesto a salvo la escoba. Pero el aprendiz le había seguido andando de puntillas y con las manos en actitud orante, y ahora le rogaba desde la nueva posición. Esas escapadas del criado y la carrerita de puntillas del aprendiz se repetían varias veces. Finalmente, el criado se sentía acorralado y notaba, algo que debería haber notado desde el principio si no se hubiera mostrado tan ingenuo, que se cansaba antes que el aprendiz. Por consiguiente, buscaba ayuda, amenazaba al aprendiz con el dedo y señalaba a Blumfeld, al que se quejaría, si el aprendiz no lo dejaba en paz. El aprendiz advertía que si quería conseguir la escoba tendría que darse prisa, así que echaba mano a la escoba con toda frescura. Un grito involuntario del otro aprendiz acompañaba la decisión. No obstante, el criado lograba salvar también esa vez la escoba, al dar un paso atrás y apartarla de su radio de acción. Pero el aprendiz no renunciaba, saltaba hacia adelante con la boca abierta y ojos refulgentes, el criado quería huir, pero sus viejas piernas en vez de correr zangoloteaban, y el aprendiz se lanzaba sobre la escoba. Si no la podía coger, al menos conseguía que se cayera y, en ese caso, era inalcanzable para el criado. Aparentemente también para el aprendiz, pues los tres se quedaban mirándola fijamente, el criado y los aprendices, pues ahora Blumfeld se tenía que manifestar. Y, efectivamente, miraba por la ventanilla, como si acabaran de sorprenderle, lanzaba una mirada inquisidora y severa a cada uno de ellos, y tampoco la escoba se libraba de ella. Ya sea porque el silencio duraba demasiado tiempo, ya porque el aprendiz culpable no pudiera reprimir las ganas de barrer, el caso es que éste se agachaba, con mucho cuidado, como si fuera a coger un animal y no una escoba, la tomaba en sus manos, frotaba un poco el suelo con ella y la arrojaba en seguida, aterrorizado, cuando Blumfeld se levantaba de un salto y salía de la habitación en la que estaba.
—Los dos, a trabajar, y dejad de rezongar —gritaba Blumfeld y señalaba con la mano extendida el camino hacia sus pupitres. Ellos lo hacían de inmediato, pero no avergonzados y con las cabezas inclinadas, más bien pasaban a su lado y se volvían hacia Blumfeld con rigidez, mirándole fijamente a los ojos, como si quisieran hacerle desistir de su intención de pegarles. Y, sin embargo, ya podrían saber por experiencia que Blumfeld, por principio, nunca pegaba. Pero ellos estaban demasiado asustados y siempre buscaban salvaguardar, sin ninguna delicadeza, sus derechos reales o aparentes.
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