La biblioteca universal
(1901)
por Kurd Lasswitz
—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.
Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.
—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.
—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…
—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.
Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.
—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.
—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.
—Querrá decir en sus repeticiones.
—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.
—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresad» en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.
—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?
—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?
—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burke, bromeando.
—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…
—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.
—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?
—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.
—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.
—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.
—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?
—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.
—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.
Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.
—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!
—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?
—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…
—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?
—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.
—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.
—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…
—¡Excelente!
—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.
—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.
—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.
—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.
—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede con tener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.
—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.
—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno he encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Bibloteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.
—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.
—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.
—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.
—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 x 100 x 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.
—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?
—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.
—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.
—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.
—¿Y silo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.
—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.
El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.
—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.
—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?
—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?
—Adelante.
—El doble de centímetros que el número de volúmenes.
—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.
—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.
—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.
—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.
—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.
—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.
—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.
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