Aventuras
por Witold Gombrowicz
En el mes de septiembre de 1930, mientras navegaba hacia El Cairo, me caí en las aguas del Mediterráneo. Caí con un ruido estentóreo, ya que el mar estaba perfectamente en calma y ni una sola ola rompía su superficie. Sin embargo, nadie advirtió mi caída sino hasta unos cuantos minutos más tarde, cuando la nave se había alejado ya casi kilómetro y medio. Cuando al fin se dio la orden de volver atrás y de dirigir el barco hacia mí, el capitán, nerviosísimo, ordenó la marcha a tal velocidad que el gigante pasó a mi lado sin poder detenerse y me hizo tragar, contra toda mi voluntad, una buena cantidad de agua salada. El navío volvió a dar la vuelta, pero también en esa ocasión pasó a mi lado con la velocidad de un tren a toda marcha y se detuvo demasiado lejos. La maniobra se repitió por lo menos diez veces con desconcertante obstinación. Entre tanto, un gran yate privado se acercó y me recogió. Entonces mi barco, «L’Orient», pudo reemprender tranquilamente su ruta.
El capitán del yate, que era también su propietario, me hizo atar y me encerró en un camarote, porque, mientras se cambiaba los zapatos, yo había dejado escapar una mirada de estupor a la vista de sus pies blancos. Aunque tenía el rostro blanco yo habría jurado que sus pies debían ser negros como el carbón. ¡Nada de eso! ¡Tenía los pies completamente blancos! Aquello bastó para que alimentara hacia mí un odio ilimitado. Comprendió que era yo la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. (La verdad sea dicha, se trataba de un mero pretexto.) Durante los ocho siguientes meses navegó sin parar, atravesó innumerables mares, deteniéndose sólo para proveerse de combustible, y durante todo ese tiempo se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerme encerrado en un camarote oscuro donde podía disponer de mí a su antojo.
Por grande que fuera su odio, era natural que un día tuviera que desaparecer en los abismos de su poder sin límites y, si a pesar de todo decretó para mí una muerte cruel, no fue por hacerme sufrir sino para poder deleitarse él. Había calculado, durante largo tiempo, la manera que le permitiría disfrutar a mis expensas de placeres que, solo, no habría tenido el valor de experimentar. Algo así como el inglés que encerraba insectos en cajas de cerillas y las arrojaba a las cataratas del Niágara. Cuando fui conducido por fin al puente del yate, además de miedo, sentí nostalgia, pesar y gratitud… En efecto, he de admitir que aquel individuo había elegido para mí el tipo de muerte con el que yo había soñado desde niño. Con instrumentos especiales, de los que evitaré cualquier descripción, crearon un artefacto excepcional… Finalmente me encontré colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, lo suficientemente amplio como para poder mover brazos y piernas, pero demasiado pequeño como para poder cambiar de posición.
El cristal tenía un espesor de unos tres centímetros. No había una sola fisura ni un remiendo en toda la superficie. En un único extremo había un pequeño orificio por donde entraba el aire. Tomad un huevo enorme y perforadlo con una aguja, y ése será el huevo en que me encontraba metido, mientras el espacio del que disponía no era mayor que el reservado a un embrión de pollo.
El Negro me enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la posición de nuestro yate; nos encontrábamos cerca del centro del océano, entre España y la parte septentrional de México. El punto exacto en que la poderosa Corriente del Golfo, proveniente de América, se dirige hacia el Canal de la Mancha, la costa norte de Inglaterra y la Península Escandinava. En el mapa se veía sin embargo que, a una distancia de unas mil millas de Europa, la Corriente del Golfo se bifurca y que su componente meridional gira hacia el Sur, a la derecha, para continuar con el nombre de Corriente de las Canarias. A la altura del Senegal, la Corriente de las Canarias tuerce nuevamente hacia la derecha (es decir, hacia la izquierda en el mapa), llamándose entonces Corriente del Ecuador; la Corriente del Ecuador sigue hacia la derecha como Corriente de las Antillas, y al final la Corriente de las Antillas, tomando otra vez a la derecha, vuelve a reunirse con la Corriente del Golfo para recomenzar de nuevo toda la trayectoria. De esa manera las corrientes forman un círculo cerrado con un diámetro de mil quinientos a dos mil kilómetros. Si se os ocurre arrojar desde el puente de un navío un trozo de madera, tened la seguridad de que, al cabo de seis meses, tal vez de un año, tal vez de tres, las agitadas aguas del océano lo conducirán, siguiendo la ruta de Occidente, al mismo punto del que partió hacia Oriente.
—Serás arrojado al mar en el interior de este recipiente de cristal —fue lo que en sustancia me dijo el Negro—, y ninguna tormenta será capaz de hacerte naufragar. Llevarás contigo un paquete con tres mil comprimidos de caldo, lo que quiere decir que, si tomaras uno al día, la ración te bastará para vivir diez años; tienes también a tu disposición un pequeño, pero infalible instrumento para destilar agua. La verdad es que el agua no va a faltarte nunca; tendrás más de la que vas a necesitar en el curso de tu errante pasividad, tanto sobre las aguas como debajo de ellas; cuando finalmente exhales el último suspiro porque te lleguen a faltar las pastillas de caldo concentrado, tu cadáver continuará circulando por el camino trazado, flotando, flotando, flotando…
Me lanzaron, pues, a las aguas del océano. El huevo se hundió en un principio, pero más tarde emergió a la superficie… Aquel día soplaba un fuerte viento, no había sol, el mar estaba muy agitado, y la primera ola que me recibió me colocó sobre su espalda verduzca y espumante y durante unos instantes me condujo hacia las alturas, pesadamente… pero, después de haberme levantado, me hizo precipitar con estruendo hacia un abismo. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa. Sin embargo, tan pronto como volví a ver la confusa y opaca cúpula del cielo, el dedo amenazador de Dios sobre mi cabeza, una montaña vertical me lanzó al abismo acuático, esa vez sólo por un minuto. La tercera ola arrastró el huevo de cristal dulcemente por un período bastante prolongado, luego pasó sobre mí y, mientras me cubría, encontré un poco de calma en el fondo del valle. Pero llegó una cuarta ola, luego una quinta… ¡Y al fin estalló la tormenta! Gigantes deformes, monstruos jorobados me condujeron hasta cimas enloquecedoras para luego arrojarme al fondo del abismo. Y, naturalmente, no había probabilidad alguna de hundirme para siempre. El Negro debió de haberme seguido en su barco durante unas dos semanas… luego, evidentemente cansado y aburrido, tomó otro rumbo.
Según las recomendaciones que había recibido, cada día chupaba una pastilla de caldo concentrado, y bebía el agua destilada por medio de una sonda de hule. De esa manera me fue dado absorber la nostalgia de todos aquellos que, sin poder lanzarse, contemplan el mar desde los altos puentes de los barcos sin poder participar en su juego. Y jamás pude establecer la menor ley que regularizara mi eterno movimiento, jamás fui capaz de adivinar si el agua me levantaría o me hundiría, si me azotaría por un costado o por el otro, así como tampoco lograba comprender cómo avanzaba a pesar de que sabía que me dirigía hacia Oriente. No había nada que no fueran montañas o valles marítimos, ruidos y espuma, muros de agua verticales, desencadenados, apresurados, abismos aterradores, masas que desaparecían debajo de mí, sin que supiera yo adonde, altísimas colinas, precipicios imprevistos, crestas que aparecían rápidamente para desaparecer de inmediato en una fuga precipitada, la vista de la cima y la del fondo, toda la actividad del océano. Finalmente abandoné la actitud de observador. En cierta ocasión, vi cómo un trozo de madera solitario, que durante varios días me había hecho compañía a cierta distancia, se alejaba lentamente y desaparecía en el espacio saturado de sal y niebla. Tuve entonces deseos de aullar dentro de mi huevo, porque comprendí que aquel leño se dirigía hacia las costas de Europa, en tanto que yo seguía la ruta meridional de la corriente rumbo a las islas Canarias, para permanecer por toda la eternidad flotando, flotando, flotando… en un círculo vicioso. El Negro había hecho sus cálculos a la perfección. Sin embargo, en vez de gritar, me puse a cantar, ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos me predisponía siempre al canto.
Un barco francés, que llevaba la bandera de la Sociedad Chargeurs Réunis, me atropello, rompió el cristal del huevo y me rescató. Así terminó mi peregrinación. Pero eso ocurrió sólo unos años más tarde. Al desembarcar en Valparaíso, me dio inmediatamente por esconderme del Negro, pues estaba convencido de que me había seguido.
Que el Negro lograría darme caza era para mí evidente, y sólo por una razón: quien una vez ha disfrutado con otro como lo había hecho conmigo o, para expresarme mejor, quien una vez ha conocido el tipo de placer que él había obtenido de mí, nunca podrá ya renunciar, como el tigre que ha probado una vez carne humana. En efecto, al parecer, la carne humana contiene algo que no se encuentra en ninguna otra. Atravesé en la huida todo el continente americano y me dirigí hacia Occidente, y, finalmente, de todos los sitios de este mundo el que más seguro me pareció fue Islandia. Pero la mala suerte hizo que no pudiera resistir la mirada del aduanero de Reykjavik, y confesé mi culpa. Nunca había tratado de pasar nada de contrabando en ninguna frontera, siempre había mirado a los ojos a los funcionarios de aduana y siempre abría las maletas antes de que me lo pidieran. Siempre también recibía una frase de elogio del aduanero al cruzar una frontera. Pero, en aquella ocasión, mi conciencia turbia no logró resistir a una especie de reproche mudo que se ocultaba en la mirada del funcionario y admití que, a pesar de que mi equipaje no contenía ningún objeto prohibido por los reglamentos aduaneros, yo no estaba del todo libre de culpa, ya que trataba de pasarme a mí mismo de contrabando. Él funcionario no me puso ninguna dificultad, pero es evidente que informó a quien debía hacerlo; dos días más tarde apareció el Negro y volvió a conducirme a su yate.
Y volví a encontrarme en un camarote, dando satisfacción a los desenfrenados caprichos del Negro. El yate no seguía ningún destino fijo, y no ahorraba carbón ni vapor. Él, entretanto, hacía conjeturas, entre un número infinito de posibilidades, sobre mi suerte y sobre qué punto del mapa debía reservarme. Yo aceptaba todo con la más absoluta calma, como si precisamente aquél fuera mi destino. Por otra parte, sabía cómo terminaría aquella aventura: no de una manera que me resultara del todo nueva y desconocida, sino por el contrario de una que yo conocía y que tal vez desde hacía muchos años había anhelado experimentar. Cuando, después de largos meses de prisión sofocante, pude respirar finalmente el fresco aire marítimo, vi que el puente de popa se plegaba bajo el peso de una enorme bola de acero (o más bien de un cono de acero) cuya forma recordaba un poco la de un obús.
Ese juguete debió de haberle costado por lo menos varios millones. Comprendí de pronto que aquel obús debía estar vacío, ya que de otra manera no podrían meterme en él. Y, en efecto, cuando abrieron una portezuela lateral y me arrojaron al interior, vi un pequeño saloncito. Precisamente reconocí aquel pequeño salón carente de adornos y de detalles superfluos como mi salón. A pesar de que las paredes del obús eran de un grosor inaudito, yo no había comprendido aún del todo las intenciones del Negro, y sólo cuando me dijo que nos encontrábamos en el océano Pacífico, en el punto exacto del abismo oceánico más profundo del mundo —17.000 metros—, comprendí… Sentí que el terror me helaba la nuca y la punta de los dedos, pero sonreí con las comisuras de la boca, saludando aquello que desde hacía tiempo me era conocido, aquello que de tiempo atrás me estaba destinado.
Así pues iba yo a ser el único ser humano que viviría el instante en que es posible percibir el ligero contacto de la materia con el fondo del mar, el único ser viviente que viviría su agonía en aquella región que ni siquiera los crustáceos resisten. El único que conocería de manera absoluta la oscuridad, la muerte, la desesperación. En fin, mi destino superaría al de todos los mortales en cuanto a unicidad. El Negro, por su parte, ardía en curiosidad (claro que no era el único) por saber qué podría existir allá, en el fondo del mar… y estaba obsesionado por la conciencia de que se trataba de una zona del mundo que siempre le estaría vedada, que aquella zona de piedra y de frío escapaba a su imperio y permanecía inmutable, ajena a su voluntad, en las profundidades, mientras él flotaba en las superficies. Nada de extraño, pues, que quisiera saber, y al día siguiente a la misma hora… al día siguiente, con toda seguridad, sabría que allá en el fondo, diecisiete kilómetros hacia abajo, yo estaría agonizando y que, sin dar señales exteriores de su propia emoción, poseería el secreto de los abismos.
Cuando me preparaba ya para entrar en mi tumba, resultó que, por culpa de un error de cálculo, el peso específico de la bola de acero estuvo mal calibrado y que, a pesar del espesor de las paredes, aquel instrumento no permanecía bajo la superficie del agua. El Negro ordenó entonces que soldaran un asa gigantesca, que engancharan en ella una cadena y que ataran un ancla a la cadena para que pudiera permanecer en el fondo. El peso del ancla fue calculado de modo que no redujera el tiempo del descenso al fondo del océano.
Por última vez el Negro me mostró el mapa: le importaba muy especialmente que, al morir, yo tuviera en los ojos el punto del planeta al que estaría atado para toda la eternidad. La portezuela se cerró a mis espaldas. La oscuridad se hizo definitiva. Después, una violenta sacudida… Fui arrojado al mar y comencé a descender. Debo confesar que todo lo que entonces viví fue muy diferente a cualquier cosa que hubiera podido suponer. En efecto, yo esperaba que se establecería cierto nexo con la realidad en aquel preciso instante, pero la oscuridad y el grosor de las paredes de acero hicieron que perdiera completamente la percepción psíquica de todo lo que estaba ocurriendo y que sólo supiera que caía, que me desplomaba, que me movía hacia abajo. Acurrucado en el suelo de acero, respiraba con dificultad. Al final del viaje de dos horas, sentí una ligera sacudida. ¡Qué emoción! Aquella sacudida significaba que había tocado fondo. Veía con los ojos de la imaginación oscilar aquella bola hasta encontrar la posición correcta. ¡Así que finalmente había llegado, tocaba fondo, el punto más secreto del Pacífico!… Estaba yo, allí, y vivía… ¡y con una pierna lograba tocar mi otra pierna! Arriba, precisamente sobre mi cabeza, a una distancia de diecisiete kilómetros, el Negro. El Negro que se deleitaba con la idea de conocer finalmente aquel inaccesible fondo marítimo, de imponer su propio poder, de haber arrojado una sonda, de poder hollar aquel fondo helado y de poseerlo mediante mi tortura.
Mi tortura adquirió pronto proporciones tan alucinantes que temí que todo se convirtiera en un demente delirio. En fin, tuve miedo de que se convirtiera en algo tan poco humano que el Negro no pudiera obtener de ella ningún provecho. No quiero entrar en detalles. Sólo añadiré que tan pronto como el obús se estabilizó en el fondo, la oscuridad, que desde el principio había sido total, aumentó aún más, tanto que sentí la necesidad de esconder el rostro entre las manos; una vez realizado ese gesto, ya no me fue posible separar las manos de la cara; era como si se me hubieran quedado pegadas a ella. Además, mi estado de ánimo no resistía más aquella presión espantosa, aquella opresión, aquella tensión, y comencé a sofocarme (el aire era aún relativamente respirable en aquellos momentos, pero sentía que me ahogaba cada vez que respiraba, lo cual constituye la peor forma de asfixia). En aquella soledad mis movimientos de gusano parecían tan enormes en su inutilidad que tuve miedo de mí mismo, y el solo hecho de moverme me resultaba odioso. Mi personalidad deformada en aquella horrible fosa submarina se volvió diferente a lo que era a la luz del día o, si la expresión me es permitida, a la luz de la noche de allá arriba. ¡En qué cosa tan monstruosa se convirtió! La oscuridad total había despojado mi palidez de todo tono y expresión. Mi palidez se había refugiado en el interior de mí mismo, y se hizo ciega, muda, maniatada, diferente a cualquier otra palidez existente; se volvió igual a la de un espectro. También mis cabellos erizados, allí, en medio del acero, en el agua, eran tan espantosos como un grito… un grito que yo retenía con todas mis fuerzas, porque, si lo hubiera exhalado, habría enloquecido inmediatamente… y eso era precisamente lo que deseaba evitar.
¡Ah, cómo explicar en qué cosa terrible se convierte nuestro yo cuando se le transfiere a un ambiente que no es el suyo, o cuan inhumano se vuelve un hombre cuando se le utiliza como sonda, y cómo esa inhumanidad es peor que todo lo que el hombre puede imaginar! Pero no era de esto de lo que quería hablar…, más bien hubiera querido describir cómo, a pesar de todo, logré liberarme de aquel peligro. Cuando ya no pude resistir más, comencé a dar golpes en todas las direcciones, a saltar todo lo que me era posible, a patear con todas mis fuerzas las paredes (lo que, debo decir, formaba parte del programa del Negro, quien pacientemente esperaba allá en la superficie); comencé a empujar, a golpear el acero, a arañar, a contraerme, a crisparme, a volver a golpear en un intento de obtener algún resultado. Y aquella estéril locura debió de provocar algún movimiento, algún roce en el exterior. No sé si la cadena, arruinada por la herrumbre, se rompió, o si el gancho se escapó de una argolla de la cadena, o si el ancla mal colocada se zafó; el hecho es que en cierto momento se produjo la liberación, la salud, la respiración… la bola comenzó a ascender hacia la superficie, acelerando cada vez más su marcha y, unos minutos después, impulsado por una enorme presión, me vi lanzado al espacio, disparado como un proyectil, a más de un kilómetro de altura.
Poco después aquel obús era abierto por la tripulación del «Halifax», un barco mercante. No sabía qué había pasado con el Negro. Es posible que, al caer al mar, la bola hubiera hecho pedazos su yate o, también, que, plenamente satisfecho de lo obtenido, se hubiese marchado tranquilamente… ¡a recordar! De cualquier modo durante mucho tiempo le perdí de vista. El «Halifax» hizo escala en el puerto de Pernambuco, de donde partí a Polonia a descansar.
En ese mismo período un gigantesco bólido cayó en el mar Caspio e hizo evaporar en un instante sus aguas. Un cielo de hinchadas nubes cubrió de pronto la tierra en todas las direcciones, amenazando con producirse un segundo diluvio universal; de cuando en cuando, el sol lograba filtrarse a través de ellas e iluminar un trozo de tierra. Se produjo una gran consternación. Nadie sabía cómo hacer volver aquellas somnolientas nubes a su lecho natural sin que provocaran grandes daños. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una de ellas (precisamente la que se encontraba encima del lecho vacío del mar Caspio) en la parte más ventruda, más pesada de su cuerpo, allí donde el violeta se volvía más oscuro, y la nube comenzó a desaguar. Cuando se vació por completo, en el espacio azul que había quedado abierto, penetraron otras nubes y una tras otra, mecánicamente, automáticamente entregaron el agua y reconstituyeron el mar.
Volví a mi casa de campo, cerca de Sandomierz; descansaba, salía de caza, jugaba al bridge, visitaba a los vecinos… En una de las casas de los alrededores vivía una jovencita a quien con placer habría colocado el velo blanco y ceñido su cabeza con la corona de azahares. Todo era tranquilidad. El Negro, como ya he dicho, había desaparecido, tal vez hasta había dejado de existir, y el otoño se acercaba, las hojas caían, el aire cada vez más frío incitaba a las aventuras, a la nostalgia y a los placeres. Así, por mera diversión, comencé a construir un globo, tipo Montgolfier. Muy pronto mi globo quedó listo. La envoltura era de una tela especial impermeable, particularmente ligera y resistente, y flotaba gracias al aire caliente; la tela estaba cerrada en la parte inferior por un anillo de hierro, que permitía la existencia de una amplia plataforma. En la plataforma se introducía una sencilla lámpara de petróleo, que reposaba sobre sostenes de hierro unidos al anillo. Bastaba con encender la lámpara y subir un poco la mecha para que el globo se inflara y tendiese las cuerdas que lo unían a la cesta. La envoltura plegadiza del globo podía esconderse fácilmente en el granero, pero, cuando lo inflaba, lo cual requería cerca de una hora, su diámetro alcanzaba los treinta o cuarenta metros.
El modo más sencillo de resolver la mayor dificultad, o sea el empleo de una pequeña lámpara de petróleo para un globo de esas proporciones, se debía no tanto a mi capacidad técnica, sino a la alegre somnolencia que en ese tiempo se había apoderado de la Naturaleza. No negaré que, al subirme por primera vez a la cesta, tuve miedo del gigante que estaba tomando forma encima de mi cabeza… Sin embargo, se trataba de un gigante ligero, vacío en el interior y dócil como un niño.
Muchas satisfacciones me proporcionó tanto el hecho de calentar el balón como el de ver inflarse aquella enorme bola, tenderse las cuerdas, aumentar la elasticidad de la cobertura y alimentar la llama. De cualquier modo, debí esperar bastante tiempo antes de que la expansión del aire llenara el punto deseado. Pero, una vez que lo hubo logrado, el globo se movió con inesperada rapidez y comenzó a subir. La ascensión sólo terminó cuando el globo estuvo por encima de los árboles más altos de mi jardín. Un viento suave le hizo volar por encima de las casas de mis vecinos, lo cual constituía la meta de mis aspiraciones. Volé sobre el bosque y sobre el río, desde donde la población entusiasta me lanzaba jubilosos gritos y saludos, y, finalmente, me encontré a una altura de cincuenta metros, sobre el conocido patio, la terraza con columnas que tanto amaba. Apagué la mecha y el globo descendió suavemente hasta aterrizar en la hierba; a su lado, la casa parecía de juguete. ¡Qué estupor produjo mi aparición! ¡Qué de risas, bravos y cumplidos dirigidos a mi persona y a mi globo! ¡Nunca se había visto nada semejante! Interrumpieron la merienda para admirar mis hazañas, luego me invitaron a tomar café, queso y pastelillos, y, finalmente, admití en la cesta a un solo pasajero y volví a encender la mecha.
El placer físico de ese viaje provenía sobre todo del hecho de que el globo era algo enorme e hinchado, pero también de:
1) la posibilidad de viajar por encima de la cabeza de los demás, más allá del radio de acción de sus brazos extendidos;
2) la posibilidad de elevarme cuando encontraba un árbol o una casa y volver a descender después hacia tierra;
3) que el globo, aunque fuese en verdad gigantesco, era extrañamente sensible, silencioso y dócil a todos los caprichos del aire, y que el hombre en la cesta era exactamente como él y su alma se volvía tan infantil como la suya;
4) que la brisa, que a los demás les acaricia tan sólo las mejillas, nos empujaba a nosotros en el aire y nadie podía saber qué suerte nos deparaba la navegación en el espacio;
5) la ausencia de todo mecanismo, con excepción de una pequeña lámpara de petróleo… nada de gas, sólo tela, cuerdas, la cesta y nosotros en el aire, y
6) la maravillosa sombra que proyectábamos sobre la hierba.
La pasajera que tenía a mi lado me proporcionaba además una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Sobre los prados, los campos y los bosques, por primera vez en la vida, perdía el juicio, y lo perdía cada vez más, mientras ella me escuchaba con tal atención que habría podido besar mil veces su pequeña, perspicaz y comprensiva oreja. A pesar de que es bien sabido que las mujeres dicen amar lo novelesco, no le conté nada sobre el Negro ni sobre mis otras aventuras… Me lo impidió una incomprensible vergüenza que me advertía que no debía hablar demasiado.
Llegó el día del cambio de anillos… Luego, empezó también a acercarse el de la boda. Durante todo aquel tiempo no pensé en cosas inconvenientes, alejé todos mis recuerdos, viví con el pensamiento puesto en ella y en el globo; comencé a vivir como si cada día fuera el primero, es decir que corría hacia el futuro, hacia el camino de la felicidad, despejado y tranquilo… ni siquiera padecía ya de pesadillas. Nunca… ninguna perversión… ni una mirada furtiva hacia aquello… que, para bien o para mal, en una época había sido mi realidad… y que luego desapareció… El abedul era un abedul; el pino, un pino; el sauce, un sauce. Y he aquí lo que entonces ocurrió: una semana antes de que la boda tuviera lugar en la iglesia de la localidad, cuando me sentía ya penetrado de ese secreto y jubiloso escalofrío prenupcial y todos me expresaban sus buenos deseos y sus felicitaciones, se me ocurrió hacer un paseo en globo durante una tormenta… Juro que no me animaba ninguna otra intención, ningún deseo inconveniente. Quería solamente disfrutar del vaivén provocado por la borrasca. Pero la tormenta me raptó con fuerza diabólica (posiblemente no se trataba del viento, sino del Negro en persona) y cuando, después de varias horas, con un gesto tan imprevisible como ominoso se levantó el telón del alba, no quise creer a mis ojos… Debajo de mí se agitaban las olas del Mar Amarillo.
Comprendí de inmediato que, en ese momento, algo se cerraba y que comenzaba… de nuevo… y… y… que debía enfrentarme a saber con qué chinerías… Me despedí para siempre de los abedules, los pinos, los sauces, así como de las mejillas y los ojos de mi amada, y dócilmente me abrí por entero a las pagodas contrahechas, a los bonzos, a las divinidades extrañas, a los mandarines y a los dragones. Cuando estaba por consumirse la última gota de petróleo en la lámpara, la cesta descendió en las riberas de un pequeño islote. De un bosque cercano salió un chino; al verme, lanzó un grito, comenzó a correr hacia mí, pero yo gesticulé y le di a entender que se detuviera. Era (naturalmente) un leproso. Se detuvo indeciso, me observó atentamente, emitió un sonido indefinible, semejante tal vez al del estupor; tocó con sus manos su piel pustulenta y me condujo hacia unas miserables cabañas que se veían a lo lejos. Continuaba observándome con atención, mientras yo no sabía explicarme el significado de esas miradas. Algo querrían decir… lo presentía… Al fin le seguí.
Cuando llegamos a la aldea, mi piel comenzó a gritar pidiendo auxilio, se contrajo, se crispó, se frunció, enloquecida de terror. Todos los habitantes de la aldea, sin excepción, eran leprosos: viejos, hombres, mujeres, jóvenes de ambos sexos, salvo algunos niños pequeños cuya piel tersa contrastaba violentamente con la de los demás. Se trataba de esa variante de la enfermedad, que, si no me equivoco, llaman lepra anaesthetica y a veces lepra elephantiasi; toda la piel de aquellos individuos era rugosa, purulenta, cubierta de excrecencias, hinchada, con manchas grises, blancuzcas o de un rojo sucio, cubierta de pústulas, grietas, granos y abscesos crónicos. Y aquellas personas no eran ni humildes ni reservadas como sus semejantes que en las ciudades asiáticas anuncian desde lejos con gritos su repugnante presencia. ¡Oh no, nada de eso! Necesario es decir que aquellas personas no tenían nada que ver ni con la modestia ni con la humildad. Todo lo contrario, me rodearon llenos de curiosidad y desvergüenza, me tendieron las manos con las uñas deformadas, hasta que me lancé contra ellos gritando y amenazándoles con los puños. Inmediatamente desaparecieron en sus cabañas. Abandoné al instante aquel pueblo, pero, cuando volví la cabeza, me di cuenta de que aquella chusma había vuelto a salir de sus cabañas y que me seguía a cierta distancia. Les amenacé con los puños en alto. Desaparecieron, pero un momento después volvieron a seguirme.
La isla ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados y puede decirse que estaba completamente desierta, y que buena parte de ella la ocupaba un espeso bosque. Caminé no demasiado aprisa, pero sin darme descanso, no demasiado nervioso, pero muy rígido, no demasiado amedrentado, pero acelerando cada vez más el paso… porque continuamente sentía detrás de mí la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No quería volver a mirarles, más bien quería darles a entender que para mí no existían, que no les veía, y sólo mis espaldas me anunciaban su progresiva cercanía. Caminé, caminé, caminé en distintas direcciones, como un viajero, un turista, un explorador, por aquí, por allá, siempre de prisa, como un hombre cargado de ocupaciones, pero finalmente no supe ya hacia dónde dirigir mis pasos por haber recorrido todas las zonas no boscosas, y entonces, después de una pasajera duda, tomé un sendero y me interné en la espesura de la selva. Se acercaron demasiado…, caminaban a unos cuantos pasos de mí, oía sus susurros y el rumor de las ramas pisadas. Al ver una piel granulosa que se ocultaba detrás de un arbusto, di la vuelta violentamente hacia la izquierda; luego, cuando me pareció vislumbrar tras las lianas una mano en estado de elefantiasis avanzada, di un salto y fui a caer en un pequeño claro. Ellos, como siempre, seguían tras mis talones. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo y se escondieron en medio de la maleza. Reanudé la marcha, pero de nuevo surgieron cual tropel de ratas, y sus murmullos, sus bromas, sus codazos se hicieron cada vez más atrevidos. Cada uno de mis pelos se había erizado como alambre de hierro. ¿Qué diablos querían de mí aquellos roñosos? ¿Qué querían? Las mujeres conocen esa sensación… Cuando una banda de vagabundos desenfrenados las importuna en la calle, siguiéndolas primero y luego permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces… hasta que ellas se ven obligadas a huir con la cabeza baja. Eso era exactamente lo que me estaba ocurriendo.
¿Qué deseaban? Aún no había comprendido, aún no comprendía la nueva idea, pero ya una amenaza había saltado a la vista. Pues bien, si se analizan las circunstancias en que fui raptado de mi casa de campo y trasladado a aquella isla, si se considera aquel escalofrío prenupcial, la iglesia, el velo blanco, no podía tratarse de otra cosa… En fin, era claro que yo les excitaba, les excitaba de una manera peculiar… Y si bien ignoraba la causa de esa excitación y no percibía el significado de sus exclamaciones, de sus risas, de sus turbias bromas, la obscenidad, la impudicia y la lubricidad eran evidentes, de eso no cabía duda alguna. Advertía en la voz de los monstruos machos esa dura brutalidad, y en la de los monstruos hembras esa diversión maliciosa que, en los humanos de todas las razas y todas las latitudes, no puede significar sino dos cosas: o inocencia o inmadurez. ¡Ah!, ¡hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez eso sí que no, por Dios, la lepra erótica no! Enloquecido comencé a huir y ellos, a seguirme, lanzando gritos horribles. Sólo que mi pánico me daba una ligereza que no les era fácil de imitar a sus pies deformados por la elefantiasis. Me escondí en la espesa fronda de un árbol, me armé de un fuerte garrote y juré romperle la cabeza al primero que se me acercara. Poco a poco comencé a comprender aquella diabólica trama… el contenido diabólico de mi tortura… Descubría el complicado mecanismo de las posibilidades que habían contribuido a realizar aquella pesadilla. Desde hacía doscientos o trescientos años ningún barco había anclado en las aguas de aquella isla, la habían olvidado como a menudo sucede con los pequeños islotes desérticos. Nadie en la isla había visto jamás a un extranjero. Bueno, ¿pero cómo interpretar esa lubricidad, esos gestos obscenos, esa terrible persecución y ese deseo de atacarme? Bah, no es difícil. Basta sumergirse en la psicología del alma negra que había organizado todo aquello (y ya para entonces disponía yo de una notable experiencia en ese terreno). Desde tiempos inmemoriales, desde hacía tres o tal vez cuatro generaciones, aquellos individuos habían contraído la lepra y a través de los años se habían acostumbrado a ella; la lepra formaba parte de la naturaleza humana… la leprosidad era a sus ojos algo del todo natural al género humano, igual que los colores a las mariposas; las excrecencias, algo tan natural como la cresta de un gallo. Imaginar a un hombre sin grietas ni pústulas era para ellos algo tan difícil como para nosotros imaginar a uno completamente carente de pelo. Y como aún no habían renunciado al amor, como sus hijos nacían sanos, como no se contaminaban sino más tarde y, como el momento en que su piel comenzaba a espesarse y a descomponerse coincidía con el de la pubertad, con los primeros besos y los primeros juegos amorosos, al verme con la piel ridículamente tersa, privada por completo de protuberancias, ridículamente suave, les parecía yo una especie de acróbata de rostro rojo (sí, debo insistir, para ellos las protuberancias, las bubas, las manchas, las grietas, las pústulas eran lo que los colores para las mariposas y lo que la barba para nosotros), y a eso se debía que pensaran lo que pensaban. Por eso se daban codazos, se burlaban y se burlaban. Por eso me persiguieron cuando advirtieron que les tenía miedo, que huía atemorizado y avergonzado; con suma alegría me arrojaron al horror de su madurez para poseer mi inocencia, basados en la misma diabólica ley que regula los juegos de los niños en la escuela.
Durante dos meses llevé en la isla una existencia de mono, escondiéndome en la cima de los árboles, en la cima de las palmeras. Los monstruos organizaban verdaderas partidas de caza en las que yo era la presa. Nada les divertía más que la vergüenza que me hacía huir del contacto físico con sus cuerpos. Se emboscaban entre los arbustos, saltaban de improviso, me perseguían con jubilosos y lúbricos rugidos, y yo hubiese caído cien veces en sus celadas si no hubiera sido por el odor hircinus que sus cuerpos desprendían, por la torpeza de sus movimientos, y porque el valor desesperado que sentía multiplicaba mis fuerzas exiguas. Y, sobre todo, gracias a mi piel, a mi piel que sufría sin tregua, a mi piel sensibilizada, atemorizada, torturada, víctima permanente del pánico. No tenía otra cosa que no fuera la piel, con ella me acostaba y despertaba; ella era todo para mí.
Finalmente, por azar, descubrí unas cuantas botellas de petróleo, posiblemente provenientes de algún naufragio. Logré inflar nuevamente el globo y levantar el vuelo… Me preguntaba qué debía hacer yo cuando volviera a ver los abedules y los pinos y los ojos de la mujer amada. ¿Qué podía hacer con mi cuerpo terso, desprovisto de escamas y abscesos, sin ninguna protuberancia? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía yo, rosado e infantil, contemplar sus ojos?
Pero como no me era posible (¡no me era posible y basta!), abandoné todo aquello que me había abandonado a mí… Por otra parte nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud hasta de quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar esos canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de sus fosas, presa del pánico, a las primeras luces de un amanecer brumoso.
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