El hombre que fue jueves
(fragmento)
- Historia de un detective -
por Gilbert Keith Chesterton
Gabriel Syme no era un detective que pretendiera pasar por poeta: era realmente un poeta que se había hecho detective. Su odio a la anarquía no era fingido. Era Syme uno de esos hombres a quienes la aterradora locura de las revoluciones empuja, desde edad temprana, a un «conservatismo» excesivo. Este sentimiento no provenía de ninguna tradición: su amor a la respetabilidad era espontáneo, y se había manifestado de pronto, como una rebelión contra la rebelión.
Procedía de una familia de extravagantes, cuyos más antiguos miembros habían participado siempre de las opiniones más nuevas. Uno de sus tíos acostumbraba salir a la calle sin sombrero, y el otro había fracasado en el intento de no llevar más que un sombrero por único vestido. Su padre cultivaba las artes, y la realización de su propio Yo. Su madre estaba por la higiene y la vida simple. De modo que el niño, durante sus tiernos años, no conoció otras bebidas más que los extremos del ajenjo y el cacao, por los cuales experimentaba la más saludable repugnancia.
Cuanto se obstinaba su madre en predicar la abstinencia puritana, tanto se empeñaba su padre en entregarse a las licencias paganas; y cuando aquélla dio en el vegetarianismo, éste estaba ya a punto de defender el canibalismo.
Rodeado, desde la infancia, por todas las formas de la revolución, Gabriel no podía menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo único que quedaba: la cordura. Pero no podía negar su sangre de fanático, en el exceso de convicción, bastante ostensible, con que defendía el sentido común. Un accidente vino a exasperar su odio de la anarquía moderna. Sucedióle, pues, pasar por cierta calle en el momento de un atentado dinamitero. Por unos segundos se quedó ciego y sordo, y al recobrarse pudo ver —disipado el humo—, vidrios rotos y caras ensangrentadas. Después continuó, como de costumbre, tranquilo en apariencia, cortés, amable; pero ya había una lesión oculta… en su mente. No veía en los anarquistas, como ve la mayoría, un puñado de locos que combinan el intelectual- ismo con la ignorancia, sino que los consideraba como un inmenso peligro, como una especie de invasión china.
Continuamente vertía en los periódicos y en los cestos de las redacciones verdaderos torrentes de cuentos, versos, violentos artículos, poniendo a los hombres en guardia contra este torrente de barbarie y de negación. Pero no por eso lograba herir seriamente al enemigo, ni, lo que es peor, lograba un seguro medio de vida. Paseaba por las orillas del Támesis, mordiendo con amargura su mal tabaco y meditando en los progresos del anarquismo, y no había anarquista dinamitero de aire más salvaje ni más solitario que él. «El Gobierno, se decía, lucha solo, y en situación desesperada». De otro modo, como él era muy quijote, nunca se hubiera puesto del lado del Gobierno.
Una tarde —el crepúsculo parecía de sangre—, Syme paseaba, como de costumbre, por la orilla del río. Rojo estaba el río donde el cielo rojo se reflejaba, y ambos remedaban su cólera. El cielo estaba tan cargado y el río tan luminoso, que la llamarada del agua parecía más encendida que la del crepúsculo: verdadera fuente de fuego que se precipitara en las cavernas de una ciudad subterránea.
Syme andaba por aquellos días hecho un desarrapado. Llevaba una chistera anticuada y un gabán negro todavía más anticuado y raído, todo lo cual le daba el aspecto de los personajes sospechosos de Dickens y de Bulwer Lytton. Su barba y sus cabellos amarillentos estaban más descuidados y leoninos que en los días de aseo y de cosmético del Saffron Park. Entre sus contraídos dientes, llevaba un cigarro negro, largo, delgado, comprado en el Soho por dos peniques. Cualquiera lo hubiera tomado por un ejemplar de aquel anarquismo al que había declarado una guerra santa. Probablemente por eso se le acercó un policía del muelle y le dio, como al descuido, las buenas noches.
Syme, en plena crisis de temor por la suerte de la humanidad, se enardeció ante aquel saludo automático del guardia que, en el crepúsculo, se destacaba como un bulto de sombra azul.
—Conque buenas noches, ¿eh? —dijo con un tono insolente—. Hay quien le llame buena a la noche en que ha de sobrevenir el fin del mundo. Mire usted ese sol sangriento, mire usted ese río sangriento. Si todo eso fuera sangre humana derramada y humeante, ahí seguiría usted tan fresco, sólo preocupado de hacer circular a tal o cual vagabundo inofensivo. Ustedes, los policías, son crueles con el pobre, pero hasta eso les perdonaría yo si no fuera por su cachaza.
—Si somos calmosos —contestó el otro— es porque tenemos la calma de la resistencia organizada.
—¿Dice usted? —preguntó Syme, interesado.
—El soldado debe permanecer tranquilo entre el tumulto de la batalla. La serenidad de los ejércitos está hecha con la furia de las naciones.
—¡Por Dios! —exclamó Syme—. ¡Teorías de la escuela! ¿Y eso es lo que llaman educación laica?
—No —dijo el policía con tristeza—, yo no he disfrutado nunca de esas ventajas. Las «Board Schools» son posteriores a mi época. La educación que a mí me dieron fue muy tosca, y aun temo que muy anticuada.
—¿Pues dónde recibió usted su educación? —preguntó Syme intrigado.
—Yo, en Harrow —dijo el guardia.
Las simpatías de clase que, por falsas que sean, son, para algunos, lo más sincero, estallaron en el corazón de Syme, sin que éste pudiera contenerlas.
—¡Pero hombre de Dios! ¡Usted no debería estar en la policía!
Y el guardia, suspirando y moviendo la cabeza.
—Lo sé —exclamó solemnemente—. Demasiado sé que soy indigno.
—Pero ¿por qué entró usted en la policía? —preguntó Syme indiscretamente.
—Más o menos por la misma razón que usted tiene para calumniar a la policía —replicó el otro—. Porque comprendí que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo interés por la humanidad afecta más bien a las aberraciones del intelecto
científico, que no al estado anormal —y, aunque excesivo, excusable—, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.
—Si quiere usted decir que habla para sí mismo —dijo Syme—, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no señor. ¿Qué filosofías son éstas en un hombre que lleva el casco azul, aquí, en los muelles del Támesis?
—Ya se ve que no ha oído usted hablar de los últimos desarrollos de nuestro sistema policíaco —le contestó el otro—. Y no me extraña: como que procuramos ocultarlos a las clases cultas, que es donde tenemos más enemigos. Pero me parece que a usted no le faltan disposiciones. Yo creo que usted podría ser de los nuestros.
—¿En qué sentido? —interrogó Syme.
—Se lo diré a usted —comenzó el policía con lentitud—. He aquí la cuestión: el jefe de una de nuestras secciones, uno de los más celebrados detectives de Europa, sostiene, de tiempo atrás, la tesis de que nuestra civilización está amenazada por una conspiración de orden puramente intelectual. Está convencido de que el mundo científico y el mundo artístico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado. En consecuencia, ha organizado un cuerpo especial de policías, que son, al mismo tiempo, filósofos. La misión de éstos es observar el fermento naciente de la conspiración, para combatirla, no sólo en el sentido penal, sino en el terreno de la controversia. Yo, que soy demócrata, sé bien lo que vale el hombre ordinario en materia de valor o virtud ordinarios; pero reconozco que sería inconveniente emplear policías ordinarios para una investigación que es como una caza a la herejía.
Los ojos de Syme brillaban de entusiasmo y curiosidad.
—Y entonces —dijo—, ¿usted qué es?
—¿Qué? Desempeño el oficio de policía filósofo —dijo el del uniforme azul—. El oficio es a la vez más atrevido y más sutil que el de un detective vulgar. Éste tiene que ir a las tabernas sospechosas para arrestar ladrones. Nosotros vamos a los tés artísticos para descubrir pesimistas. El detective vulgar, hojeando un libro mayor o un diario, adivina un crimen pasado. Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro. A nosotros nos toca remontar hasta el origen de esos temerosos pensamientos que conducen a los hombres al fanatismo intelectual y al crimen intelectual. Si llegamos a tiempo para evitar el asesinato de Hartlepool, se debe a que uno de los nuestros —un tal Wilks, un muchacho muy listo— logró comprender plenamente el sentido de un tresillo musical.
—¿Cree usted realmente —preguntó Syme— que haya una relación tan estrecha entre el crimen y el intelecto moderno?
—Usted no es un demócrata muy convencido —contestó el policía—, pero tenía usted razón hace un rato al decir que solíamos tratar a los criminales pobres con la mayor brutalidad. Le confieso a usted que algunas veces me canso de este oficio, considerando que, las más de las veces, se reduce a hacer la guerra a los ignorantes o a los desesperados. Por fortuna el nuevo rumbo que ha tomado la policía es cosa muy distinta. Nosotros negamos esa afirmación de los snobs ingleses, según la cual los iletrados son los criminales más peligrosos. Recordamos el caso de los emperadores romanos. Recordamos a los grandes príncipes envenenadores del Renacimiento. Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy, el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los, bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi corazón está con ellos. Por lo menos, aceptan el ideal humano fundamental, si bien lo procuran por caminos equivocados. Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal. Los bígamos creen en el matrimonio: de otro modo, no se someterían a la formalidad solemne y ritual de la bigamia. Pero el filósofo desprecia el matrimonio. Los asesinos respetan la vida humana, sino que desean alcanzar una plenitud de vida propia, a expensas de las vidas que consideran inferiores a la suya. Pero el filósofo odia la vida, ya en sí mismo o en sus semejantes.
Syme dio una palmada de entusiasmo.
—¡Cuán cierto es eso! —exclamó—. Desde mi infancia he sentido así, pero nunca había logrado formularlo en una antítesis verbal. El criminal común es un mal hombre, pero, en todo caso, puede asegurarse que es un hombre bueno condicional. Con sólo destruir un obstáculo, por ejemplo un tío rico, está dispuesto a aceptar el universo y a dar gracias a Dios. Es un reformador: no un anarquista. Pretende limpiar el edificio: no derrumbarlo. Pero el filósofo perverso no trata de alterar las cosas, sino de aniquilarlos. Sí, es verdad: la sociedad moderna sólo ha conservado las partes más opresivas e ignominiosas de la función policíaca: saquea al pobre, y vigila cautelosamente al infortunado. En cambio, ha abandonado lo más noble de la función: el castigo de los traidores poderosos, en el Estado; y, en la Iglesia, el de los herejes poderosos. Los modernos dicen que no se debe castigar al hereje. Y yo me pregunto si tendremos derecho para castigar, fuera de los casos de herejía.
—¡Pero esto es absurdo! —exclamó el policía, dando a su vez una palmada, con una excitación poco común en personas de su oficio y su corpulencia—. ¡Pero esto es intolerable! Yo no sé a qué se dedicará usted, pero sí sé decirle que está usted desperdiciando su vida. Usted debe unirse, usted va a unirse a nuestro ejército contra la anarquía. Los ejércitos de la anarquía están a las puertas. No tardarán en intentar un golpe. Un instante más, y habrá usted perdido la gloria de trabajar con nosotros, y tal vez la gloria de morir al lado de los últimos héroes.
—En efecto —asintió Syme—, no es cosa de desperdiciar semejante ocasión. Pero creo que aun no he entendido bien. Yo me doy cuenta, como cualquiera, de que el mundo moderno está lleno de pequeños engendros de la anarquía y de multitud de pequeñas tendencias extraviadas. Pero, por repugnantes que sean, tienen generalmente el mérito de estar en desacuerdo entre sí. ¿Qué quiere usted decir al hablar de sus ejércitos y del golpe que preparan? ¿Qué anarquía puede ser ésa?
—No la confunda usted —dijo el guardia— con esas casuales explosiones de dinamita que acaecen en Rusia o en Irlanda, y que son siempre actos de gente oprimida, aunque equivocada. Yo me refiero a un vasto movimiento filosófico, en el que hay un círculo externo y un círculo interno. El círculo externo podemos decir que es el elemento laico; y el interno, el elemento sacerdotal. Pero prefiero llamar, al círculo externo, la sección inocente; y al interno, la sección criminal. El círculo externo —el más numeroso— está constituido por simples anarquistas; es decir, hombres que creen que las reglas y las fórmulas han acabado con la humana felicidad. Así, están convencidos de que los siniestros efectos del crimen son el resultado natural del sistema que le ha dado el nombre de crimen. No creen que el crimen engendra el castigo, sino que el castigo engendra el crimen. El hombre que ha seducido a siete mujeres les parece, en sí mismo, tan irreprochable como las flores de la primavera. El cortador de bolsas les resulta, en sí mismo, un hombre de exquisita bondad. A éstos, pues, llamo yo, la sección de los inocentes.
—¡Oh! —murmuró Syme.
—Esta gente, naturalmente, está siempre anunciando una futura era de bienaventuranza, un paraíso por venir, la liberación de las cadenas de la virtud y el vicio, y otras cosas por el estilo. Y también hablan así los del círculo interno, los del sacerdocio sagrado. También hablan, ante las arrebatadas multitudes, de la felicidad futura y la liberación de los hombres. Sólo que en boca de éstos, esas halagüeñas palabras tienen un sentido espantoso. Porque éstos no se hacen ilusiones; son demasiado intelectuales para creer que el hombre se verá alguna vez libre, en este mundo, del pecado original y de la necesidad de la lucha. Cuando hablan así, se refieren a la muerte. Cuando auguran la liberación final de la humanidad, quieren significar con eso el suicidio futuro de la humanidad. Cuando hablan de un paraíso sin bien ni mal, hablan de la tumba. Sólo dos fines se proponen: primero, destruir a la humanidad, y después, destruirse a sí mismos. Por eso lanzan bombas en vez de disparar pistolas. La sección o fila de los inocentes queda contrariada al ver que la bomba no mata al rey; pero el alto sacerdocio se regocija porque, en todo caso, la bomba ha matado a alguien...
—¿Qué debo hacer para unirme a ustedes? —preguntó de pronto Syme, como en un arrebato.
—Sé a punto fijo que hay actualmente una vacante —le contestó el policía—, pues tengo la honra de merecer hasta cierto punto la confianza del jefe de quien le he hablado a usted. Debería usted venir a verlo ahora mismo. Aunque digo mal, porque como verlo, nadie lo ve; pero si usted quiere, puede hablar con él.
—¿Por teléfono? —preguntó Syme con interés.
—No —dijo plácidamente el otro—. Sino que le gusta estar siempre en un cuarto oscuro. Dice que esto aclara sus pensamientos. Venga usted, venga usted conmigo.
Intrigado y deslumbrado a la vez, Syme se dejó conducir hasta una puerta lateral del edificio de Scotland Yard. Antes de darse cuenta, ya había pasado por las manos de cuatro oficiales intermediarios, y fue de pronto introducido en una cuarto cuya absoluta oscuridad le impresionó casi como un relámpago. No era oscuridad ordinaria, que siempre permite adivinar vagamente las formas, sino una oscuridad como la de una ceguera súbita.
—¿Es usted el nuevo recluta? —preguntó una voz penetrante.
Y, de cierto modo inexplicable, aunque en el cuarto no se distinguía nada, Syme comprendió dos cosas: la primera, que aquella voz salía de un cuerpo voluminoso; la segunda: que aquel hombre estaba de espaldas.
—¿Es usted el nuevo recluta? —dijo el invisible jefe, que parecía estar al tanto de la reciente conversación de Syme—. Está bien. Queda usted aceptado.
Syme sintió que se le doblaban las piernas, y, a duras penas, trató de defenderse de aquel compromiso irrevocable.
—Sólo que yo, realmente, no tengo experiencia... —comenzó a decir.
—Nadie tiene experiencia de la Batalla de Armagedón —dijo el otro.
—Es que no me creo capaz...
—Tiene usted voluntad, y eso basta —dijo el desconocido.
—Pero —observó Syme— yo no conozco oficio alguno para el cual baste la buena voluntad.
—Yo sí —le contestó la voz—. El de mártir. Yo no hago más que condenarlo a usted a muerte. Adiós.
Y así fue como Gabriel Syme salió de nuevo a la luz del día, con su pobre sombrero negro y su pobre capa anticuada, convertido en miembro del nuevo cuerpo de policía que había de combatir la gran conspiración social. Siguiendo los consejos de su amigo el guardia, que era profesionalmente inclinado al aseo, se hizo arreglar pelo y barba, compró un sombrero decente, un elegante traje de verano azul-gris, pálido, se puso una flor amarilla en la solapa y, en suma, se transformó en ese sujeto impecable y casi insoportable que Gregory había encontrado por vez primera en el jardincillo del Saffron Park. Antes de abandonar los cuarteles de policía, su amigo le proporcionó una tarjetita azul con un número, en la cual se leía: «La Última Cruzada», signo de su autoridad oficial.
Se la guardó cuidadosamente en un bolsillo del chaleco, encendió un cigarrillo, y se lanzó a buscar y a combatir al enemigo en todos los salones de Londres. Adonde le condujeron finalmente sus aventuras, ya lo hemos visto. Hacia la una y media de la mañana de un día de febrero, se encontró deslizándose sobre el silencioso Támesis, en un remolcador, armado con un bastón de verduguillo y un revólver, y electo solemnemente para el puesto de Jueves en el Consejo Central de Anarquistas.
Al embarcar en el remolcador, Syme tuvo la sensación singularísima de encontrarse en un nuevo ambiente: no sólo en una nueva tierra, sino en un nuevo planeta. Esto se debía sin duda, en mucho, a la imprudente aunque irrevocable decisión de aquella noche, pero también se debía un poco a un cambio del tiempo y del cielo, cambio sobrevenido durante las dos horas transcurridas desde que penetró en la equívoca taberna. Los fantásticos plumones del brumoso crepúsculo habían desaparecido por completo, y ahora la radiante luna flotaba en un cielo desnudo. La luna brillaba tanto y estaba tan llena que, por una paradoja que habréis observado muchas veces, parecía un sol palidecido. No daba la impresión de una fulgurante noche de luna, sino de algo como un día de luz mortecina.
Sobre el paisaje flotaba una palidez luminosa e irreal, como ese crepúsculo de desastre que, dice Milton, produce el eclipse de sol. Syme se confirmaba en la idea de que había caído en algún planeta más vacío que el nuestro, que gravitara en torno de una estrella más triste. Pero a medida que esta desolación rutilante la embargaba el ánimo, su propia locura caballeresca parecía arder más en la noche como inmensa hoguera. Aun los objetos vulgares que llevaba consigo —las provisiones, el Brandy, la pistola cargada—, adquirían ese carácter poético, concreto y material, que les da el niño cuando lleva un fusil a paseo o se va a la cama con un bollo. El bastón con alma de acero y el frasco de Brandy, aunque por sí mismos no eran más que utensilios de la perversa conspiración, vinieron a ser como la expresión de su generosa aventura. El bastón de verduguillo se convirtió en la espada del caballero, y el Brandy en el trago de estribo. Porque las fantasías modernas, aun las más «deshumanizadas», se refieren siempre a algún símbolo más antiguo y más simple. La aventura podrá ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo. El dragón, sin San Jorge, no sería ni siquiera grotesco. Así, aquel escenario inhumano sólo era fantástico por la presencia de un ser humano. Para la mente exaltada de Syme, las casas, blanquecinas y frías, y las terrazas de la margen del Támesis, parecían tan deshabitadas como las montañas de la luna; pero la misma luna sólo es poética por el «hombre» que hay en la luna. Dos hombres manejaban la embarcación; a pesar de sus muchos esfuerzos, la embarcación iba con cierta lentitud. El claro de luna que había brillado sobre Chiswick se había extinguido ya al pasar por Battersea, y al llegar a la enorme mole de Westminster el día comenzaba a romper. Y rompió al fin como en un estallido de rayos de plomo que descubren vivos de plata. Y éstos estaban ya al rojo blanco, cuando el barco, torciendo el rumbo, viró hacia una ancha escalinata de desembarque que está más allá de Charing Cross. Las grandes piedras del muelle aparecieron a los ojos de Syme oscuras y gigantescas. Negras y enormes, se destacaban sobre el grandioso albor del cielo. Syme sintió como si desembarcara sobre la gradería colosal de un palacio egipcio. La idea no era inoportuna. ¿No iba Syme a atacar los sólidos tronos de unos herejes y abominables monarcas? Saltó del bote a una grada resbalosa, y permaneció un instante inmóvil, sombra oscura y delgada entre aquel vasto amontonamiento de piedras. Los dos bateleros se alejaron con el bote, y volvieron contra la corriente. No habían pronunciado una sola palabra.
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