La mentira poética de la animalidad
por Georges Bataille
Nada, a decir verdad, nos está más cerrado que esa vida animal de la que hemos salido. Nada es más extraño a nuestra manera de pensar que la tierra en el seno del universo silencioso y no teniendo ni el sentido que el hombre da a las cosas, ni el sinsentido de las cosas en el momento en que quisiéramos imaginarlas sin una conciencia que las reflejase. En verdad, nunca podemos más que arbitrariamente figurarnos las cosas sin la conciencia, puesto que nosotros, figurarse, implican la conciencia, nuestra conciencia, adhiriéndose de una manera indeleble a su presencia. Podemos sin duda decirnos que esa adhesión es frágil, incluso en tanto que nosotros dejaremos un día de estar ahí, definitivamente. Pero nunca la aparición de una cosa es concebible más que en una conciencia que sustituya a la mía, si la mía ha desaparecido. Esta es una verdad grosera, pero la vida animal, a mitad de camino de nuestra conciencia, nos propone un enigma más embarazoso. Al representarnos el universo sin el hombre, el universo en el que la mirada del animal sería la única en abrirse ante las cosas, como el animal no es ni una cosa ni un hombre, no podemos más que suscitar una visión en la que no vemos nada, puesto que el objeto de esta visión es un deslizamiento que va de las cosas que no tienen sentido si están solas, al mundo lleno de sentido implicado por el hombre que da a cada cosa el suyo. Por esto no podemos describir un objeto tal de una manera precisa. O mejor, la manera correcta de hablar de ello no puede ser abiertamente más que poética, en tanto que la poesía no describe nada que no se deslice hacia lo incognoscible. En la medida en que podemos hablar ficticiamente del pasado como de un presente, acabamos por hablar de animales prehistóricos, igual que de plantas, de rocas y de aguas, como de cosas, pero describir un paisaje unido a esas condiciones no es más que una tontería, a menos que se trate de un salto poético. No hubo paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en el que, a nuestra medida, los ojos no veían. Y si ahora, en el desorden de mi espíritu, contemplando como un bruto esa ausencia de visión, me pongo a decir: «No había ni visión ni nada, nada más que una embriaguez vacía a la que el terror, el sufrimiento y la muerte, que limitaban, daban una especie de espesor...», no hago más que abusar de un poder poético, sustituyendo la nada de la ignorancia por una fulguración indistinta. Ya lo sé: el espíritu no podría pasarse sin una fulguración de palabras que le forma una aureola fascinante: es su riqueza, su gloria, y es un signo de soberanía. Pero esta poesía no es más que una vía por la que un hombre va de un mundo cuyo sentido es pleno a la dislocación final de los sentidos, de todo sentido, que se revela pronto como inevitable. No hay más que una diferencia entre lo absurdo de las cosas consideradas sin la mirada del hombre y el de las cosas entre las que el animal está presente, y es que el primero nos propone en principio la aparente reducción de las ciencias exactas, mientras que el segundo nos abandona a la tentación pegajosa de la poesía, pues como el animal no es sencillamente cosa, no está cerrado e impenetrable para nosotros. El animal abre ante mí una profundidad que me atrae y que me es familiar. Esa profundidad en cierto sentido la conozco: es la mía. Es también lo que me es más lejanamente escamoteado, lo que merece ese nombre de profundidad que quiere decir con precisión lo que me escapa. Pero es también la poesía... En la medida en que puedo ver también en el animal una cosa (si le como —a mi manera, que no es la de cualquier otro animal— o si le domestico o si le trato como objeto de ciencia), su absurdo no es menos corto (si se quiere, menos próximo) que el de las piedras o el aire, pero no es siempre, y nunca lo es del todo, reductible a esa especie de realidad inferior que atribuimos a las cosas. Un no sé qué de dulce, de secreto y de doloroso prolonga en esas tinieblas animales la intimidad del fulgor que vela en nosotros. Todo lo que finalmente puedo mantener es que tal visión, que me hunde en la noche y me deslumbra, me acerca al momento en que, ya no dudaré más, la distinta claridad de la conciencia me alejará al máximo, finalmente, de esta verdad incognoscible que, de mí mismo al mundo, se me aparece para hurtarse.
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