Alguien
por Jorge Pérez Cebrián
Se sientan a la mesa.
Lo tenue de la luz. La llama lenta.
El peso acostumbrado de la carne.
Está cansado.
Sobre sus manos duras,
sin víctima, verdugo y sin memoria,
el barro y el aliento de los dioses,
las ascuas que aún gobiernan su ventana.
Cansado
fatigó el alba, aprendió del frío.
Cansado del sigilo de su cuerpo,
como una llama nunca mengua al darse,
así esparció su sombra por el mundo.
Aprendió a dar los nombres.
Aprendió
de las más altas leyes su lugar,
robó el fuego, afiló la roca,
besó a su madre y emprendió el desierto.
Caminó.
Se resguardó en la tierra de la muerte
con sólo sangre y con su mano anónima.
Fue solo una canción que se ha perdido.
Venció los mares,
sometió al horizonte hasta ser mapa.
Fue la Voz, fue los hombros
llevando el peso invicto de la Roca
al fin de algún Imperio o de un rey muerto.
Y dio su alma
dispensando porqués contra el horror
deshilando, hebra a hebra, el arcoíris,
calculando Una Ausencia en sus silencios.
Amó
hasta encontrar sentido
blandiendo insomne el arma enamorada.
Cantó el origen y cantó el destino
enmudeció de dicha,
en un espejo negro sin destino.
Robó y mató, fue muerto y fue los clavos.
Fue cobarde o no fue, o fue valiente.
Murió a millares cada día.
Estuvo vivo.
Pero ahora,
desde hace mucho tiempo, está cansado.
Se sienta con demora.
Lo tenue de la luz. La llama lenta.
El peso acostumbrado de la carne.
Los mismos astros velan las ventanas.
“Es de noche” se dice
y piensa, sin motivo, en el zapato
que ha visto abandonado en una acera.
“Pero es de noche y he llegado a casa”.
Y entonces, otra vez,
mira sus manos.
Un hombre parte el pan y se pregunta
si puede el tiempo
rozar una belleza
por más que muera un poco
cada día.
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