El libro de los abrazos
(Selección)
por Eduardo Galeano
La función del arte /1
Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba mas allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas dunas de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor que el niño quedo mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!
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La casa de las palabras
A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.
En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino.
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Celebración de la voz humana /1
Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen hasta que cabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.
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Neruda /1
Estuve en la Isla Negra, en la casa que es, que fue, de Pablo Neruda.
Estaba prohibida la entrada. Una empalizada de madera rodeaba la casa. Allí la gente había grabado sus mensajes al poeta. No habían dejado ni un pedacito de madera sin cubrir. Todos le hablaban como si estuviera vivo. Con lápices o puntas de clavos, cada cual había encontrado su manera de decirle: gracias.
Yo también encontré, sin palabras, mi manera. Y entré sin entrar. Y en silencio estuvimos, conversando vinos el poeta y yo, calladamente hablando de mares y amares y de alguna pócima infalible contra la calvicie. Compartimos unos camarones al pil-pil y un prodigioso pastel de jaibas y otras maravillas de esas que alegran el alma y la barriga, que son como él sabe, dos nombres de la misma cosa.
Varias veces alzamos nuestros vasos de buen vino, y un viento salado nos golpeaba la cara, y todo fue una ceremonia de maldición de la dictadura, aquella lanza negra clavada en su costado, aquel dolor de la gran puta, y todo fue también una ceremonia de celebración de la vida, bella y efímera como los altares de flores y los amores de paso.
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Celebración de la fantasía
Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitos cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado. Había quien quería un cóndor, y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en la muñeca:
—Me lo mandó un tío mío que vive en Lima —dijo.
—¿Y anda bien? —le pregunté.
—Atrasa un poco —reconoció.
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El arte y la realidad /2
Eraclio Zepeda hizo el papel de Pancho Villa en México insurgente, la película de Paul Leduc, y lo hizo tan bien que desde entonces hay quien cree que Eraclio Zepeda es el nombre de Pancho Villa para trabajar en cine.
Estaban en plena filmación de esa película, en un pueblito cualquiera, y la gente participaba en todo lo que ocurría, de muy natural manera, sin que el director tuviera arte ni parte. Hacía medio siglo que Pancho Villa había muerto, pero a nadie le sorprendió que se apareciera por allí. Una noche, después de una intensa jornada de trabajo, unas cuantas mujeres se reunieron ante la casa donde Eraclio dormía, y le pidieron que intercediera por los presos. A la mañana siguiente, bien tempranito, él fue a hablar con el alcalde.
—Tenía que venir el general Villa, para que se hiciera justicia —comentó la gente.
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Crónica de la ciudad de La Habana
Los padres habían huido al norte. En aquel tiempo, la revolución y él estaban recién nacidos. Un cuarto de siglo después, Nelson Valdés viajó de Los Angeles a La Habana, para conocer su país.
Cada mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la guagua 68, en la puerta del hotel, y se iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las tardes en la biblioteca José Martí, hasta que caía la noche.
Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un frenazo en una bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón, hasta que los pasajeros vieron el motivo del frenazo: una mujer muy rumbosa, que había cruzado la calle.
—Me disculpan, caballeros —dijo el conductor de la guagua 68, y se bajó. Entonces todos los pasajeros aplaudieron y le desearon buena suerte.
El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que estaba en la esquina, recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los pasajeros seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado mientras el conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto ella se rió, y le regaló una mirada. El conductor alzó el pulgar y todos los pasajeros le dedicaron una cerrada ovación.
Pero cuando el conductor entró en la heladería, produjo cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada mano, cundió el pánico en las masas.
Le tocaron la bocina. Alguien se afirmó en la bocina con alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos o sirena de incendios; pero el conductor, sordo, como si nada, seguía pegado a la muy sabrosa.
Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua 68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar. Sin decir palabra, se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas habituales, hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro pasajero ocupó su lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y después otro, y otro, y así siguió la guagua 68 hasta el final.
Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvidado de la biblioteca.
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La burocracia /1
En tiempos de la dictadura militar, a mediados de 1973, un preso político uruguayo, Juan José Noueched, sufrió una sanción de cinco días: cinco días sin visita ni recreo, cinco días sin nada, por violación del reglamento. Desde el punto de vista del capitán que le aplicó la sanción, el reglamento no dejaba lugar a dudas. El reglamento establecía claramente que los presos debían caminar en fila y con ambas manos en la espalda. Noueched había sido castigado por poner una sola mano en la espalda.
Noueched era manco.
Había caído preso en dos etapas. Primero había caído su brazo. Después él. El brazo cayó en Montevideo. Noueched venía escapando a todo correr cuando el policía que lo perseguía alcanzó a pegarle un manotón, le gritó: ¡Dese preso! y se quedó con el brazo en la mano. El resto de Noueched cayó un año y medio después, en Paysandú.
En la cárcel, Noueched quiso recuperar su brazo perdido:
—Haga una solicitud —le dijeron.
Él explicó que no tenía lápiz:
—Haga una solicitud de lápiz —le dijeron.
Entonces tuvo lápiz, pero no tenía papel:
—Haga una solicitud de papel —le dijeron.
Cuando por fin tuvo lápiz y papel, formuló su solicitud de brazo.
Al tiempo le contestaron. Que no. No se podía: el brazo estaba en otro expediente. A él lo había procesado la justicia militar. Al brazo, la justicia civil.
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La burocracia /3
Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.
En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía porqué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre pintura fresca.
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Sucedidos /2
Antaño, don Verídico sembró casas y gentes en torno al boliche El Resorte para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido sucedió, dicen que dicen, en el pueblo por él nacido.
Y dicen que dicen que había allí un tesoro, escondido en la casa de un viejito calandraca.
Una vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas, se levantaba de la cama y se iba a cobrar la jubilación.
Aprovechando la ausencia, unos ladrones, venidos de Montevideo, le invadieron la casa.
Los ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada recoveco. Lo único que encontraron fue un baúl de madera, tapado de cobijas, en un rincón del sótano. El tremendo candado que lo defendía resistió, invicto el ataque de las ganzúas.
Así que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consiguieron abrirlo, ya lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas. Eran las cartas de amor que el viejito había recibido todo a lo largo de su larga vida.
Los ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió. Finalmente decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana.
Desde entonces, al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en la loma. Allá esperaba que apareciera el cartero en el camino. No bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre los árboles, el viejito se echaba a correr. El cartero, que ya sabía, le traía su carta en la mano.
Y hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese corazón loco de la alegría de recibir palabras de mujer.
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Nochebuena
Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.
Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
—Decile a… —susurró el niño—. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
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Los nadies
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
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Crónica de la ciudad de Caracas
—¡Necesito que alguien me oiga! —gritaba.
—¡Siempre me dicen que venga mañana! —gritaba.
Arrojó la camisa. Después las medias y los zapatos.
José Manuel Pereira estaba parado en la cornisa del piso 18 de un edificio de Caracas.
Los policías quisieron atraparlo y no pudieron.
Una psicóloga le habló desde la ventana más próxima.
Después, un sacerdote le llevó la palabra de Dios.
—¡No quiero más promesas! —gritaba José Manuel.
Desde los ventanales del restorán de la Torre Sur, se lo veía parado en la cornisa, con las manos pegadas a la pared. Era la hora del almuerzo, y éste fue el tema de conversación en todas las mesas.
Abajo, en la calle, se había juntado una multitud.
Pasaron seis horas.
Al final, la gente estaba harta.
—¡Que se decida! —decía la gente—. ¡Que se tire de una vez! —pensaba la gente.
Los bomberos le arrimaron una cuerda. Al principio, él no hizo caso. Pero finalmente estiró una mano, y luego la otra, y agarrado a la cuerda se deslizó hasta el piso 16. Entonces intentó meterse por una ventana abierta y resbaló y cayó al vacío. Al pegar contra el piso, el cuerpo hizo un ruido de bomba que estalla.
Entonces la gente se fue, y se fueron los vendedores de helados y los vendedores de salchichas y los vendedores de cerveza y de refrescos en lata.
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Teología /1
El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo.
Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo: y yo prometía y creía.
Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado a la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de clase media; y al fin y al cabo se hará justicia.
Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno… Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.
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La pequeña muerte
No nos da risa el amor cuando llega a lo más hondo de su viaje, a lo más alto de su vuelo: en lo más hondo, en lo más alto, nos arranca gemidos y quejidos, voces de dolor, aunque sea jubiloso dolor, lo que pensándolo bien nada tiene de raro, porque nacer es una alegría que duele. Pequeña muerte, llaman en Francia a la culminación del abrazo, que rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza. Pequeña muerte, la llaman; pero grande, muy grande ha de ser, si matándonos nos nace.
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Mapamundi /1
El sistema:
Con una mano roba lo que con la otra presta.
Sus víctimas:
Cuanto más pagan, más deben.
Cuanto más reciben, menos tienen.
Cuanto más venden, menos cobran.
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La desmemoria /1
Estoy leyendo una novela de Louise Erdrich.
A cierta altura, un bisabuelo encuentra a su bisnieto.
El bisabuelo está completamente chocho (sus pensamientos tienen el color del agua) y sonríe con la misma beatífica sonrisa de su bisnieto recién nacido. El bisabuelo es feliz porque ha perdido la memoria que tenía. El bisnieto es feliz porque no tiene, todavía, ninguna memoria.
He aquí, pienso, la felicidad perfecta. Yo no la quiero.
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La desmemoria /2
El miedo seca la boca, moja las manos y mutila. El miedo de saber nos condena a la ignorancia; el miedo de hacer, nos reduce a la impotencia. La dictadura militar, miedo de escuchar, miedo de decir, nos convirtió en sordomudos. Ahora la democracia, que tiene miedo de recordar, nos enferma de amnesia: pero no se necesita ser Sigmund Freud para saber que no hay alfombra que no pueda ocultar la basura de la memoria.
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El miedo
Una mañana, nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
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Celebración de la subjetividad
Yo ya llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mi alrededor, y escribir era mi manera de golpear y de abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos.
Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y a trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores.
Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso:
—No te preocupés —me dijo—. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano.
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Celebración de las bodas de la razón y el corazón
¿Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón.
Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.
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Divorcios
Un sistema de desvínculos: para que los callados no se hagan preguntones, para que los opinados no se vuelvan opinadores. Para que no se junten los solos ni junte el alma sus pedazos.
El sistema divorcia la emoción y el pensamiento, como divorcia el sexo y el amor, la vida íntima y la vida pública, el pasado y el presente. Si el pasado no tiene nada que decir al presente, la historia puede quedarse dormida, sin molestar, en el ropero donde el sistema guarda sus viejos disfraces.
El sistema nos vacía la memoria, o nos llena la memoria de basura, y así nos enseña a repetir la historia en lugar de hacerla. Las tragedias se repiten como farsas, anunciaba la célebre profecía. Pero entre nosotros, es peor; las tragedias se repiten como tragedias.
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Celebración de las contradicciones /2
Desatar las voces, desensoñar los sueños: escribo queriendo revelar lo maravilloso, y descubro lo real maravilloso en el exacto centro de lo real horroroso de América.
En estas tierras, la cabeza del Dios Eleggúa lleva la muerte en la nuca y la vida en la cara. Cada promesa es una amenaza; cada pérdida un encuentro. De los miedos nacen los corajes; y de las dudas las certezas. Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios otra razón.
Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos. La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día.
En esa fe, fugitiva, creo. Me resulta la única fe digna de confianza, por lo mucho que se parece al bicho humano, jodido pero sagrado, y a la loca aventura de vivir en el mundo.
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Las tradiciones futuras
Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan, y ese lugar es mañana.
Suenan muy futuras ciertas voces del pasado americano muy pasado. Las antiguas voces, pongamos por caso, que todavía nos dicen que somos hijos de la tierra, y que la madre no se vende ni se alquila. Mientras llueven pájaros muertos sobre la ciudad de México, y se convierten los ríos en cloacas, los mares en basureros y las selvas en desiertos, esas voces porfiadamente vivas nos anuncian otro mundo que no es este mundo envenenador del agua del suelo, el aire y el alma.
También nos anuncian otro mundo posible las voces antiguas que nos hablan de comunidad. La comunidad, el modo comunitario de producción y de vida, es la más remota tradición de las Américas, la más americana de todas; pertenece a los primeros tiempos y a las primeras gentes, pero también pertenece a los tiempos que vienen y presiente un nuevo Nuevo Mundo. Porque nada hay menos foráneo que el socialismo en estas tierras nuestras. Foráneo es, en cambio, el capitalismo; como la viruela, como la gripe, vino de afuera.
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Los indios /4
En la isla de Vancouver, cuenta Ruth Benedict, los indios celebraban torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón; y desde un alto promontorio echaban a la mar sus mantas y sus vasijas.
Vencía el que se despojaba de todo.
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La cultura del terror /4
Fue en un colegio de curas, en Sevilla. Un niño de nueve años, o diez, estaba confesando sus pecados por vez primera. El niño confesó que había robado caramelos, o que había mentido a la mamá, o que había copiado al vecino de pupitre, o quizá confesó que se había masturbado pensando en la prima. Entonces, desde la oscuridad del confesionario emergió la mano del cura, que blandía una cruz de bronce. El cura obligó al niño a besar a Jesús crucificado, y mientras le golpeaba la boca con la cruz, le decía:
—Tú lo mataste, tú lo mataste…
Julio Vélez era aquel niño andaluz arrodillado. Han pasado muchos años. El nunca pudo arrancarse eso de la memoria.
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La cultura del terror /5
A Ramona Caraballo la regalaron no bien supo caminar.
Allá por 1950, siendo una niña todavía, ella estaba de esclavita en una casa de Montevideo. Hacía todo, a cambio de nada.
Un día llegó la abuela, a visitarla. Ramona no la conocía, o no la recordaba. La abuela llegó desde el campo, muy apurada porque tenía que volverse enseguida al pueblo. Entró, pegó tremenda paliza a su nieta y se fue.
Ramona quedó llorando y sangrando.
La abuela le había dicho, mientras alzaba el rebenque:
—No te pego por lo que hiciste. Te pego por lo que vas a hacer.
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La televisión /2
La televisión, ¿muestra lo que ocurre?
En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra.
La televisión, esa última luz que te salva de la soledad y de la noche, es la realidad. Porque la vida es un espectáculo: a los que se portan bien, el sistema les promete un cómodo asiento.
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La televisión /5
En los veranos, la televisión uruguaya dedica largos programas a Punta del Este.
Más interesadas en las cosas que en la gente, las cámaras llegan al éxtasis cuando exhiben las casas de los ricos en vacaciones. Estas mansiones ostentosas se parecen a los mausoleos de mármol y bronce en el cementerio de La Recoleta, que es la Punta del Este de después.
Por la pantalla desfilan los elegidos y sus símbolos de poder. El sistema, que edifica la pirámide social eligiendo al revés, recompensa a poca gente. He aquí a los premiados; son los usureros de buenas uñas y los mercaderes de buenos dientes, los políticos de creciente nariz y los doctores de espaldas de goma.
La televisión se propone adular a los que mandan en el Río de La Plata, pero sin quererlo, cumple una ejemplar función educativa: nos muestra las altas cumbres y en ella delata la tilinguería y el mal gusto de los triunfantes cazadores de dinero.
Debajo de la aparente estupidez, hay verdadera estupidez.
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Celebración de la desconfianza
El primer día de clase, el profesor trajo un frasco enorme:
—Esto está lleno de perfume —dijo a Miguel Brun y a los demás alumnos—. Quiero medir la percepción de cada uno de ustedes. A medida que vayan sintiendo el olor, levanten la mano.
Y destapó el frasco. Al ratito nomás, ya había dos manos levantadas. Y luego cinco, diez, treinta, todas las manos levantadas.
—¿Me permite abrir la ventana, profesor? —suplicó una alumna, mareada de tanto olor a perfume, y varias voces le hicieron eco. El fuerte aroma que pesaba en el aire, ya se había hecho insoportable para todos.
Entonces el profesor mostró el frasco a los alumnos, uno por uno. El frasco estaba lleno de agua.
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La pálida
Mis certezas desayunan dudas. Y hay días en que me siento extranjero en Montevideo y en cualquier otra parte. En esos días, días sin sol, noches sin luna, ningún lugar es mi lugar y no consigo reconocerme en nada, ni en nadie. Las palabras no se parecen a lo que nombran y ni siquiera se parecen a su propio sonido. Entonces no estoy donde estoy. Dejo mi cuerpo y me voy, lejos, a ninguna parte, y no quiero estar con nadie, ni siquiera conmigo, y no tengo, ni quiero tener, nombre ninguno entonces pierdo las ganas de llamarme o ser llamado.
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Celebración de las bodas de la palabra y el acto
Leo un artículo de un escritor de teatro, Arkadi Rajkin, publicado en una revista de Moscú. El poder burocrático, dice el autor, hace que jamás se encuentren los actos, las palabras y los pensamientos: los actos quedan en el lugar de trabajo, las palabras en las reuniones y los pensamientos en la almohada.
Buena parte de la fuerza del Che Guevara, pienso, esa misteriosa energía que va mucho más allá de su muerte y de sus errores, viene de un hecho muy simple: él fue un raro tipo que decía lo que pensaba y hacía lo que decía.
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Crónica de la ciudad de Buenos Aires
A mediados de 1984 viajé al Río de La Plata.
Hacía once años que faltaba de Montevideo; hacía ocho años que faltaba de Buenos Aires. De Montevideo me había marchado porque no me gusta estar preso; de Buenos Aires, porque no me gusta estar muerto. Pero ya en 1984 la dictadura militar argentina se había ido, dejando a su paso un imborrable rastro de sangre y mugre, y la dictadura militar uruguaya se estaba yendo.
Yo acababa de llegar a Buenos Aires. No había avisado a los amigos. Quería que los encuentros ocurrieran sin hacerlos.
Un periodista de la televisión holandesa, que me había acompañado en el viaje, me estaba entrevistando frente a la puerta de la que había sido mi casa. El periodista me preguntó qué se había hecho de un cuadro que yo tenía en mi casa, la pintura de un puerto para llegar y no para marcharse, un puerto para decir hola y no adiós, y yo empecé a contestarle con la mirada clavada en el ojo rojo de la cámara.
Le dije que no sabía adónde había ido a parar ese cuadro, ni adónde había ido a parar su autor, el negro Emilio, Emilio Casablanca; el cuadro y Emilio se me habían perdido en la niebla, como tantas gentes y cosas tragadas por aquellos años de terror y lejanía.
Mientras yo hablaba, advertí que una sombra venía caminando por detrás de la cámara y se quedaba a un costado esperando. Cuando terminé, y el ojo rojo de la cámara se apagó, moví la cabeza y lo vi. En aquella ciudad de trece millones de habitantes, el negro Emilio había llegado hasta esa esquina, por pura casualidad o como se llame eso, y estaba en aquel preciso lugar en el instante preciso. Nos abrazamos bailando, y después de mucho abrazo Emilio me contó que hacía dos semanas que venía soñando que volvía, noche tras noche, y que no lo podía creer.
Y no lo creyó. Esa noche me llamó por teléfono al hotel y me preguntó si yo no era sueño o borrachera.
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Resurrecciones /1
Infarto agudo al miocardio, zarpazo de la muerte al centro del pecho. Pasé dos semanas hundido en una cama de hospital, en Barcelona. Entonces sacrifiqué mi destartalada agenda Porky 2, que ya la pobre no daba más, y como quien no quiere la cosa, el cambio de libreta se convirtió en un repaso de los años transcurridos desde el sacrificio de la Porky 1. Mientras pasaba en limpio nombres y direcciones y teléfonos a la agenda nueva, yo iba pasando en limpio también el entrevero de los tiempos y las gentes que venía de vivir, un torbellino de alegrías y lastimaduras, todas muy, siempre muy, y eso fue un largo duelo de los muertos que muertos habían quedado en la zona muerta de mi corazón, y una larga, más larga celebración de los vivos que me encendían la sangre y me crecían el corazón sobrevivido. Y nada tenía de malo, y nada tenía de raro, que se me hubiera roto el corazón de tanto usarlo.
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Envidias del alto cielo
Creen los Mayas que al principio de la historia, cuando los dioses nos dieron nacimiento, nosotros lo humanos éramos capaces de ver más allá del horizonte. Entonces estábamos recién fundados, y los dioses nos arrojaron polvo a los ojos para que no fuéramos tan poderosos.
Yo pensé en esa envidia de los dioses, cuando supe que había muerto mi amigo René Zavaleta. René, que tenía una inteligencia deslumbrante, fue fulminado por un cáncer al cerebro.
De cáncer de garganta, había muerto, medio siglo antes, Enrico Caruso.
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Llorar
Fue en la selva, en la amazonia ecuatoriana. Los indios shuar estaban llorando a una abuela moribunda.
Lloraban sentados, a la orilla de su agonía. Un testigo, venido de otros mundos, preguntó:
—¿Por qué lloran delante de ella, si todavía está viva?
Y contestaron los que lloraban:
—Para que sepa que la queremos mucho.
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El vendedor de risas
Estoy en la playa de Malibú, en el espigón donde hace medio siglo el detective Philip Marlowe encontró algunos de sus cadáveres.
Jack Miles me señala una linda casa, a lo lejos, a lo alto: allí vivía el hombre que abastecía de risas a Hollywood. Hace diez años, Jack pasó un tiempo en esa casa, cuando el abastecedor de risas decidió marcharse para siempre.
La casa estaba toda tapizada de risas. Aquel hombre se había pasado la vida recogiendo risas. Grabador en mano, había recorrido los Estados Unidos de cabo a rabo, al revés y al derecho, en busca de risas, y había logrado reunir la mayor colección del mundo. Había registrado la alegría de los niños jugando y el alborozo gastadito de la gente ya vivida.
Tenía risas del norte y del sur, del este y del oeste.
Según se le pidiera, podía proporcionar risas de celebración o risas de dolor o de pánico, risas enamoradas, aterradoras carcajadas de espectros y risotadas de locos y borrachos y criminales.
Entre sus miles y miles de grabaciones, tenía risas para creer y risas para desconfiar, risas de negros, de mulatos y de blancos, risas de pobres y de ricos y de mediopelos.
Vendiendo risas, risas para cine, radio y televisión, se había hecho rico. Pero él era un hombre más bien melancólico y tenía una mujer que de una mirada quitaba a cualquiera las ganas de reír.
Ella y él se fueron de su casa de la playa Malibú, y nunca más volvieron. Se fueron huyendo de los mexicanos, porque en California hay cada vez más mexicanos que comen comida picante y tienen la maldita costumbre de reír a las carcajadas. Ahora ellos viven en la isla de Tasmania, que es por allá por Australia, pero más lejos.
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Yo, mutilado capilar
Los peluqueros me humillan cobrándome la mitad.
Hace unos veinte años, el espejo delató los primeros claros bajo la melena encubridora. Hoy me provoca estremecimientos de horror el luminoso reflejo de mi calva en vidrieras y ventanas y ventanillas.
Cada pelo que pierdo, cada uno de los últimos cabellos, es un compañero que cae, y que antes de caer ha tenido nombre, o por lo menos número.
Me consuelo recordando la frase de un amigo piadoso:
—Si el pelo fuera importante, estaría dentro de la cabeza, y no afuera.
También me consuelo comprobando que en todos estos años se me ha caído pelo pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí.
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Las flores
El escritor brasileño Nelson Rodrigues estaba condenado a la Soledad. Tenía cara de sapo y lengua de serpiente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso sumaba la notoriedad de su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor moría por bala, miseria o desdicha fatal.
Un día, Nelson conoció a Eleonora. Ese día, el día del descubrimiento, cuando por primera vez vio a esa mujer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo. Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.
La bombardeó con flores. Le enviaba flores a su apartamento, en lo más alto de un alto edificio de Río de Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores, flores siempre diferentes, sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo esperaba: desde abajo veía el balcón de Eleonora y desde el balcón ella arrojaba las flores a la calle, cada día, y los automóviles las aplastaban.
Y así fue durante cincuenta días. Hasta que un día, un mediodía, las flores que Nelson envió no cayeron a la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.
Ese mediodía él subió hasta el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.
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Gelman
El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron.
En lugar de él: se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he preguntado: Si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?
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Profesión de fe
Sí, sí, por lastimado y jodido que uno esté, siempre puede uno encontrar contemporáneos en cualquier lugar del tiempo y compatriotas en cualquier lugar del mundo. Y cada vez que eso ocurre, y mientras eso dura, uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito.
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Celebración del coraje /2
Le pregunté si había visto un fusilamiento. Sí, había visto.
El chino Heras había visto fusilar un coronel, a fines de 1960, en el cuartel de la cabaña. Muchos verdugos habían actuado en la dictadura de Batista, malas bestias al servicio del dolor y de la muerte; ese coronel era uno de los muy, uno de los más.
Estábamos en mi habitación, en rueda de amigos, en un hotel de La Habana. El chino contó que el coronel no había querido que le vendaran los ojos, y su última voluntad no había sido un cigarrillo; el coronel pidió que lo dejaran dirigir su propio fusilamiento.
El coronel gritó: ¡Preparen! y gritó: ¡Apunten! Cuando iba a gritar: ¡Fuego!, a uno de los soldados se le trabó el cerrojo del arma. Entonces el coronel interrumpió la ceremonia.
—Calma —dijo, ante la doble fila de hombres que debían matarlo. Ellos estaban tan cerca que casi los podía tocar.
—Calma —dijo—. No se pongan nerviosos.
Y mandó nuevamente preparar armas, y mandó apuntar, y cuando todo estuvo bien en orden, mandó disparar. Y cayó.
El Chino contó esta muerte del coronel, y nos quedamos callados. Éramos unos cuantos en la habitación, y todos nos quedamos callados.
Echada como una gata sobre la cama, había una muchacha vestida de rojo. No le recuerdo el nombre. Le recuerdo las piernas. Ella tampoco dijo nada.
Transcurrieron dos o tres botellas de ron y al final todo el mundo se fue a dormir. Ella también se fue. Antes de irse, desde la puerta entreabierta, miró al chino, le sonrió y le agradeció:
—Gracias —le dijo—. Yo no conocía los detalles. Gracias por contármelo.
Después supimos que aquel coronel era su padre.
Una muerte digna es siempre una buena historia para contar, aunque sea la muerte digna de un hijo de puta.
Pero yo quise escribirla, y no pude. Pasó el tiempo y la olvidé.
De la muchacha, nunca más supe.
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