El Crack-Up
por Francis Scott Fitzgerald
Febrero de 1936
Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.
Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo «imposible», hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente seria más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.
Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por delante de ellos, mis dos pesares juveniles —no ser lo bastante alto (o lo bastante bueno) para jugar al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar durante la guerra—, se resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que al menos servían para hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos, y si el asunto de solucionarlos era difícil, le dejaba a uno demasiado cansado para pensar en problemas más generales.
La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de «triunfar», y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y personales—, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traer la a tierra.
Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:
—Hasta los cuarenta y nueve años todo irá per fectamente —decía—. Puedo contar con eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.
...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente.
II
Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras —puede derrumbarse mentalmente—, en cuyo caso los otros le desponjan de la capacidad de decisión; o corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a causa de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al alcoholismo o tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado—en esa época llevaba seis meses sin probar ni siquiera un vaso de cerveza—, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada rabia y demasiadas lágrimas.
Por otra parte, para volver a mi tésis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberse derrumbado no coincidió con un golpe sino con un período de tranquilidad.
No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso sólo habia sido un mediocre celador de la mayoria de las cosas dejadas en mis manos, incluidos mi talento.
Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No queria ver a nadie en absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida —yo era medianamente sociable—, pero tenia una tendencia más que mediana a identificarme a mi mismo, mis ideas, mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba salvando o siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios.
Pero ahora quería estar absolutamente solo, conque me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales.
No fue una época desgraciada. Me marché y había menos personas. Descubrí que estaba más que cansado. Podía estar tumbado, y me alegraba hacerlo, durmiendo o dormitando en ocasiones hasta veinte horas diarias y en los intervalos trataba resueltamente de no pensar —en cambio hacía listas—, hacia listas y las rompía, cientos de listas: de jefes de caballería y de jugadores de fútbol y de ciudades, de canciones populares y pitchers de béisbol, y de épocas felices y aficiones y casas donde viví, y de cuántos trajes habia tenido desde que dejé el ejército y de los pares de zapatos (no contaba el traje que compré en Sorrento y que encogió, ni los zapatos y la camisa de vestir y el cuello duro que llevé de un sitio a otro durante años y que no me puse nunca, porque los zapatos se humedecieron y cuartearon y la camisa y el cuello se pusieron amarillos y apestaban a almidón). Y listas de mujeres que me gustaron, y de las veces que habia dejado que me desairaran personas que no eran mejores que yo ni en carácter ni en capacidad.
...Y entonces, de repente, por sorpresa, me encontré mejor.
...Y me rompí como un plato viejo en cuanto oí las noticias.
Ese es el auténtico final de este relato. Lo que había que hacer tendría que apoyarse en lo que se suele llamar el «abismo del tiempo». Baste decir que al cabo de una media hora de solitario abrazarme a la almohada, empecé a darme cuenta de que durante dos años mi vida habia sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado hipotecándome fisica y espiritualmente hasta el cuello. ¿Qué era el pequeño don de vida que se me devolvía en comparación con eso?... cuando una vez había sido orgullo de orientación y confianza en una independencia permanente...
Me di cuenta de que en esos dos años, con objeto de preservar algo —tal vez un sosiego interior, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar, que cada acto de la vida, desde lavarse los dientes por la mañana hasta la cena con un amigo, se habia convertido en un esfuerzo. Comprendi que durante largo tiempo no me habían gustado personas ni cosas, sino que sólo seguía con la vacilante y vieja pretensión de que me agradaban. Incluso comprendí que mi amor hacia los que me eran más cercanos se había convertido sólo en un intento de amar, que mis relaciones informales —con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo —eran solamente lo que yo recordaba que debían ser, de otros dias. En el mismo mes llegaron a molestarme cosas tales como el sonido de la radio, los anuncios de las revistas, el chirrido de las vías férreas, el muerto silencio del campo —sentia desprecio ante la blandura humana, y de inmediato (si bien secretamente) hostilidad hacia el esfuerzo—, odiando la noche en la que no podia dormir y odiando el día porque se encaminaba hacia la noche. Ahora dormía sobre el lado del corazón porque sabía que cuanto más pronto lo cansara, aunque fuera un poco, más pronto llegaria esa bendita hora de la pesadilla que, como una catársis, me permitiría encarar mejor el nuevo día.
Había ciertos sitios, ciertas caras a las que podía mirar. Como la mayoría de los del Medio Oeste, nunca había tenido más que prejuicios raciales muy vagos, siempre habia sentido una inclinación secreta hacia las encantadoras rubias escandinavas que se sentaban en los porches de Saint Paul, pero no habían ascendido económicamente lo necesario para formar parte de lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado guapas para ser «pollitas» y habían dejado demasiado pronto la dehesa para ocupar un lugar bajo el sol, pero me recuerdo caminando ante manzanas de casas sólo para echar una ojeada a sus brillantes cabellos; el resplandeciente mechón de una chica a la que nunca conocería. Esto son chismorreos urbanos, desagradables.
Se apartan del hecho de que en aquellos últimos días no podía soportar la visión de celtas, ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros), cazadores, empleados de comercio y clase media en general, todo tipo de escritores (evitaba con muchisimo cuidado a los escritores porque son capaces de perpetuar los problemas como nadie pue de hacerlo), y de todas las clases en cuanto clases y de la mayoria de las personas en cuanto miembros de su clase...
Tratando de aferrarme a algo, me gustaban los médicos y las niñas de hasta aproximadamente los trece años y los niños bien educados de unos ocho años. Tenía paz y felicidad con estas pocas categorías de personas. Olvidaba añadir que me gustaban los viejos, hombres de más de setenta años, a veces de más de sesenta, si sus rostros parecian trabajados por el tiempo. Me gustaba la cara de Katharine Hepburn en la pantalla, sin importarme lo que se decía de su pretenciosidad, y la cara de Miriam Hopkin, y los viejos amigos si los veía sólo una vez al año y podía recordar sus fantasmas.
Todo más bien inhumano e insuficiente, ¿verdad? Bueno, hijos mios, ése es el auténtico sintoma del desmoronamiento.
No es un cuadro agradable. Fue inevitablemente llevado de acá para allá dentro de su marco y expuesto ante diversos críticos. Uno de ellos sólo puede ser descrito como una persona cuya vida hace que las vidas de los demás parezcan muertas, incluso esta vez en que interpretaba el papel usualmente poco atrayente de consoladora de Job. A pesar del hecho de que este relato haya terminado, permitaseme añadir nuestra conversación como una especie de posdata:
—En vez de compadecerte tanto, escucha —dijo. (Siempre dice «escucha» porque mientras habla piensa, piensa de verdad.) Conque dijo—: Escucha. Supongamos que no fuera una grieta que hay en ti... supongamos fuera una grieta del Gran Cañón.
—¡La grieta está en mí! —dije yo heroicamente.
—¡Escucha! El mundo sólo existe a tus ojos... la idea que tienes de él. Puedes hacer que sea tan grande o tan pequeño como quieras. Y estás tratando de ser un individuo pequeño e insignificante ¡Por Dios, si alguna vez me derrumbara yo, trataría de conseguir que el mundo se viniera abajo conmigol ¡Escucha! El mundo sólo existe a través de tu aprehensión de él, de modo que es mucho mejor decir que no eres tú quien tiene la grieta, sino el Gran Cañón.
—¿Ya se ha tomado la niñita a todo su Spinoza?
—No sé nada de Spinoza. Lo que sé es...—Habló, entonces, de viejas heridas suyas que parecían, al contarlas, que habían sido más dolorosas que la mía, y de cómo las había hecho frente, superándolas, derrotándolas
Reaccioné un poco ante lo que me decía, pero soy un hombre que piensa despacio, y se me ocurrió simultáneamente que de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única incomunicable. En días en que la savia vital le llegaba a uno como un articulo libre de impuestos, uno trataba de distribuirlo —pero siempre sin éxito—; para seguir mezclando metáforas, la vitalidad nunca «prende». Se la tiene o no se la tiene, igual que salud u ojos pardos u honor o voz de baritono. Podría haberle pedido un poco de la que ella tenía, pulcramente envuelta y lista para cocinar y digerir, pero no la habría obtenido jamás ni aunque me quedara allí mil horas con el cuenco de hojalata de la autocompasión. Sólo podía alejarme de su puerta, caminando con mucho cuidado como si fuera de loza cuarteada, y penetrar en el mundo de la amargura en el que me estaba construyendo una casa con los materiales que allí se encuentran, y recordarme, una vez que me he alejado de su puerta, que:
«Sois la sal de la tierra. Pero si la sal ha perdido su sabor, ¿con qué se la salará?» Mateo: 5-13.
ENCÓLESE
Marzo de 1936
En un artículo anterior, el autor de estas líneas narró el momento en que se dio cuenta de que lo que tenía delante de él no era el plato que había pedido para sus cuarenta años. De hecho —dado que él y el plato eran uno—, se describió como un plato cuarteado, del tipo de los que uno se pregunta si vale la pena conservar. El director consideró que el artículo sugería demasiadas cosas pero no las observaba de cerca, y probablemente muchos lectores pensaron lo mismo, y siempre hay esos para quienes toda revelación personal es despreciable, a menos que termine con una noble acción de gracias a los dioses por el Alma Inconquistable.
Pero yo ya llevaba demasiado tiempo dándoles las gracias a los dioses, y dándoles las gracias por nada. Quería meter un lamento en mis historias sin tener ni siquiera el fondo de los montes Euganeos para darle color. No había ningún monte Euganeo al alcance de la vista.
A veces, sin embargo, al plato cuarteado hay que guardarlo en la despensa, hay que mantenerlo en servicio como menaje de la casa. Nunca se lo podrá volver a calentar en el horno ni juntar con los demás platos en el fregadero; no se sacará cuando haya visitas, pero servirá para poner galletitas avanzada la noche o para guardar restos de comida en la nevera...
De ahí esta secuela; la continuación de la historia de un plato cuarteado.
Ahora bien, la cura tipo para alguien que se hunde, es pensar en quienes se encuentran en la auténtica miseria o sufren fisicamen te , esto es en todo momento remedio para la melancolía y consejo diurno bastante saludable para todos. Pero a las tres de la mañana, un paquete olvidado posee la misma importancia trágica que una sentencia de muerte, y la cura no funciona, y en una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente a las cosas tanto como sea posible retirándose a un sueño infantil, pero uno continuamente se ve apartado de ese sueño debido a sus diversos contactos con el mundo. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y cuidado como es capaz y se retira una vez más al sueño, esperando que las cosas se ajustarán por sí solas debido a una gran gracia espiritual o material. Pero mientras persiste la retirada hay menos y menos oportunidades de que exista esa gracia; uno no espera que se desvanezca ni un solo pesar, sino más bien espera ser testigo involuntario de una ejecución, la desintegración de la propia personalidad...
A menos que la locura o las drogas intervengan, esta fase llega, eventualmente, a un callejón sin salida, y viene seguida de una calma vacía. En este punto uno puede tratar de calcular lo que ha perdido y lo que le queda. Sólo cuando me llegó esa calma, me di cuenta de verdad que había pasado por dos experiencias paralelas.
La primera vez fue hace veinte años, cuando dejé Princeton en segundo curso con un certificado donde se me diagnosticaba malaria. Se supo, gracias a los rayos X una docena de años después, que había sido tuberculosis, un caso leve, y al cabo de unos cuantos meses de reposo volvía a la universidad. Pero había perdido algunos puestos, el principal fue la presidencia del club Triangle, además de una idea para una comedia musical, y también, había perdido un curso. Para mi la universidad ya no volvería a ser la misma. Ya no habría insignias de honor, ni medallas, después de todo. Una tarde de marzo me pareció que había perdido todas y cada una de las cosas que quería, y esa noche fue la primera vez que anduve a la caza del espectro de la femineidad, lo cual, durante cierto tiempo, hace que todo parezca sin importancia.
Años más tarde comprendí que mi fracaso como persona importante en la universidad había estado bien —en vez de asistir a comités, me aficioné a la poesia inglesa— cuando tuve idea de qué se trataba, me dediqúé a aprender a escribir. Seguir el principio de Shaw de que «si no consigues lo que te gusta, será mejor que te guste lo que consigues» fue una salida afortunada, pero en aquel momento me resultó duro y amargo comprender que mi carrera como lider de hombres había terminado.
Desde ese día nunca he sido capaz de despedir a un mal criado y me sorprende e impresiona la gente que lo puede hacer. Cierto viejo deseo de dominio personal quedaba roto y se esfumaba. La vida que me rodeaba era un solemne sueño, y yo vivía de las cartas que escribía a una chica de otra ciudad. Un hombre no se recupera de tales sacudidas, se convierte en una persona distinta y, eventualmente, esta nueva persona encuentra cosas nuevas de las que ocuparse.
El otro episodio paralelo a mi situación presente tuvo lugar después de la guerra, cuando había vuelto a sobrepasar mis limites. Fue uno de esos amores trágicos condenados por la falta de dinero, y un día la chica terminó con ellos basándose en el sentido común. Durante un largo verano de desesperación escribí una novela en lugar de cartas, de modo que la cosa terminó bien, pero terminó bien para una persona distinta. El hombre con dinero contante y sonante en los bolsillos que se casó con la chica un año después, abrigaría siempre una desconfianza constante, una animosidad hacia la clase acomodada, no la convicción de un revolucionario, sino el odio latente de un campesino. En todos estos años siguientes nunca he sido capaz de evitar el preguntarme de dónde sacaban el dinero mis amigos, ni de no pensar que en un momento determinado podría haberse ejercido una especie de droit de seigneur para entregarle a uno de ellos a mi novia.
Durante dieciséis años vivi bastante más como esta última persona, desconfiando de los ricos, pero trabajando por dinero con el que compartir su movilidad y la gracia que algunos de ellos añadían a sus vidas. Durante este tiempo muchos de los caballos que montaba habitualmente fueron alcanzados y derribados —recuerdo el nombre de algunos— , Orgullo deshinchado, Esperanzas frustradas, Deslealtad, Exhibicionismo, Golpe bajo, Nunca más. Y al rato ya no tenía veinticinco años, luego ni siquiera treinta y cinco, y nada era igual de bueno. Pero en todos estos años no recuerdo ni un momento de desaliento. Vi a hombres honestos pasar por estados de ánimo de abatimiento suicida —algunos de ellos se rindieron y murieron—; otros se adaptaron y siguieron hasta alcanzar un éxito mayor que el mío: pero mi moral nunca se hundió por debajo del nivel del autodesprecio cuando tuve que añadir algún feo alarde personal.
La aflicción no tiene necesariamente relación con el desaliento; el desaliento tiene un gérmen propio, tan diferente de la aflicción como la artritis es diferente a una articulación rígida.
Cuando un cielo nuevo dividió al sol la primavera pasada, al principio no lo relacioné con lo que había pasado hacía quince o veinte años. Sólo gradualmente fue surgiendo un indudable parecido de familia —un sobrepasar los límites, un arder de la vela por ambos extremos—; un recurrir a recursos físicos que de hecho no dominaba, como un hombre desbordando su cauce. En su impacto, este golpe fue más violento que los otros dos, pero era del mismo tipo; una sensación de que me encontraba de pie a la hora del crepúsculo en una extensión desierta, con un rifle descargado entre las manos y sin donde disparar. No hay problemas, simplemente un silencio con sólo el sonido de mi propia respiración.
En este silencio había una enorme irresponsabilidad hacia toda obligación, una deflación de todos mis valores. Una creencia apasionada en el orden, un menosprecio de motivos y consecuencias en favor de la conjetura y la profecía, una sensación de que la artesanía y la industria tendrían su sitio en cualquier mundo, una por una, estas y otras convicciones fueron barridas. Vi que la novela, que en mi madurez era el medio más potente y dócil para transmitir pensamiento y emoción de un ser humano a otro, estaba quedando subordinada a un arte mecánico y público que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, sólo era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares, las emociones más obvias. Era un arte en el que las palabras estaban subordinadas a las imágenes, donde la personalidad se volvía tan inservible que llegaba hasta el inevitable nivel bajísimo de la colaboración. Ya hacia 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las películas mudas. La gente todavía leía, aunque sólo fuera el libro del mes del profesor Canby —niños curiosos husmeaban la basura de míster Tiffany Thayer en la librería de los drugstores—, pero había una irritante indignidad, que para mí casi se había convertido en obsesión, en aquel ver a la fuerza de la palabra escrita subordinada a otra fuerza, una fuerza más reluciente, una fuerza más grosera...
Pongo eso como ejemplo de lo que me obsesionaba durante la larga noche; era algo que ni podía aceptar ni combatir, algo que tendía a hacer inoperantes mis esfuerzos, como las cadenas de tiendas han liquidado al pequeño comerciante, una fuerza exterior, invencible...
(Tengo la sensación de que ahora doy una conferencia, pues miro un reloj que está en el escritorio delante de mí y veo cuántos minutos más...)
Bueno, cuando hube alcanzado ese período de silencio, me vi forzado a tomar una medida que nadie adopta voluntariamente jamás: me vi obligado a pensar. ¡Dios mío, vaya si era difícill Había que mover grandes baúles secretos. Durante la primera pausa, me pregunté exhausto si había pensado antes alguna vez. Al cabo de largo tiempo llegué a las siguientes conclusiones, tal y como las escribo aquí:
1. Que había pensado muy poco, excepto en los problemas de mi oficio. Durante veinte años una determinada persona había sido mi conciencia intelectual. Se trataba de Edmund Wilson.
2. Que otro hombre representaba lo que yo pensaba que era la «buena vida», aunque sólo lo viera una vez cada diez años, y desde la última podrían haberle colgado. Tiene negocios de pieles en el noroeste y no le gustaría que su nombre apareciese aquí. Pero en situaciones dificiles he tratado de pensar en lo que hubiera pensado él, en cómo habria actuado él.
3. Que un tercer contemporáneo mío ha sido mi conciencia artistica; yo no he imitado su contagioso estilo, porque mi propio estilo, tal y como es ahora, se formó antes de que él hubiera publicado nada, pero me sentia empujado hacia él cuando me encontraba en peligro.
4. Que un cuarto hombre habia llegado a dictarme mis relaciones con otras personas cuando tales relaciones iban bien: cómo comportarme, qué decir. Cómo hacer que la gente, al menos durante un momento, fuera feliz (al revés de las teorías de la señora Post sobre cómo hacer que todos se sientan incomodísimos mediante una especie de vulgaridad sistemática). Esto siempre me dejaba confuso y hacía que deseara salir a emborracharme; pero este hombre del que hablo había entendido el juego, lo había analizado y había ganado, y su palabra a mí me bastaba.
5. Que mi conciencia política casi no había existido a lo largo de diez años salvo como elemento de ironía en mis argumentos. Cuando volvió a interesarme el sistema dentro del que debía de funcionar, fue un hombre mucho más joven que yo quien despertó mi interés, con una mezcla de pasión y de aire puro.
Conque ya no había un «Yo» —ni una base sobre la que organizar la propia estima—, salvo mi ilimitada capacidad para el trabajo duro que parecia haber dejado de tener. Era raro no tener un yo: ser como un niño pequeño al que han dejado sólo en una casa enorme y que sabía que ahora podía hacer todo lo que quisiera, pero descubría que no quería hacer nada...
(En el reloj ha pasado la hora y apenas he abordado mi tesis. Tengo algunas dudas de si esto sea de interés general, pero si alguien quiere saber más, todavía queda mucho, y el director me lo dirá. Si ya han tenido bastante, díganmelo —pero no demasiado alto, porque tengo la sensación de que alguien, no estoy seguro de quién, duerme profundamente—, alguien que podría haberme ayudado a mantener la tienda abierta. No es Lenin, y tampoco es Dios.)
MANÉJESE CON CUIDADO
Abril de 1936
He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el derrumbamiento de todos los valores, una quiebra de la que apenas se enteró hasta mucho después de que se produjera. He relatado el periodo sucesivo de desolación y de necesidad de seguir, aunque sin el apoyo de las conocidas heroicidades de Henley, tipo: «Mi cabeza está ensangrentada, pero no doblegada.» Pues una revisión de mis responsabilidades espirituales indicaba que yo no tenía una cabeza individual que se doblegara o no. Una vez habia tenido corazón, pero eso era casi lo único de lo que podía estar seguro.
Por lo menos habia un punto de partida para salir de la ciénaga en la que me revolcaba: «Sentía.. por tanto existía.» En una época u otra había habido muchas personas que me habían respetado, acudían a mí en momentos dificiles o me escribían desde muy lejos, confiando implicitamente en mis consejos y en mi actitud hacia la vida. El más estúpido de los tratantes en chabacanerías o el más desaprensivo Rasputin capaz de influir en el destino de muchas personas, ha de tener cierta personalidad, conque el asunto se convirtió en la búsqueda del porqué y en qué había yo cambiado, dónde estaba la grieta a través de la que, sin yo mismo saberlo, mi entusiasmo y mi vitalidad se habian estado escapando de modo prematuro y constante.
Una noche de cansancio y desesperación hice mi maleta y me fui hasta un sitio situado a más de mil kilómetros para pensar en ello. Tomé una habitación de a dólar en un pueblo triste donde no conocía a nadie y gasté todo el dinero que llevaba encima en un surtido de carne en lata, galletas saladas y manzanas. Pero no me dejen sugerir que el cambio de un mundo más bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnifica —yo sólo quería tranquilidad absoluta para pensar en por qué se había desarrollado en mi una actitud triste hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la tragedia—, por qué había llegado a identificarme con tos objetos de mi horror o compasión.
¿Parece una distinción sutil? No lo es; una identificación semejante supone la muerte de todo logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. Lenin no soportó voluntariamente los sufrimientos de su proletariado, ni Washington los de sus tropas, ni Dickens los de sus pobres de Londres.
Y cuando Tolstoi intentó tal fusión con los objetos de su interés, resultó algo falso y un fracaso. Menciono estos casos porque son los de los hombres que nos resultan más conocidos.
Era una bruma peligrosa. Cuando Wordsworth decidió que «había muerto una gloria de la tierra», no sintió impulsos de morirse con ella, y Keats, la partícula vehemente, nunca cejó en su lucha contra la tuberculosis, y ni en sus últimos momentos renunció a la esperanza de estar entre los poetas ingleses.
Mi autoinmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente que no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de honor e industria después de la guerra. (Se lo oí a ustedes, pero es demasiado fácil: entre esos hombres había marxistas.) He estado cerca de un famoso contemporáneo mío que jugó con la idea de la Gran Huida durante seis meses presencié cómo otro, igual de eminente, se paró meses en un manicomio incapaz de soportar ningún tipo de contacto con sus semejantes. Y de los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una lista.
Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la fuga total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de una cárcel cuando uno seguramente se dirige hacia una cárcel nueva o se verá obligado a volver a la de antes. Los famosos «evadirse» o «huir de todo» son una excursión dentro de una trampa, hasta si la trampa incluye a los Mares del Sur, que sólo son para los que quieren pintarlos o navegarlos. Una fuga total es algo de lo que uno no puede recuperarse; es algo irreparable porque el pasado deja de existir. Así, dado que no podía seguir cumpliendo con las obligaciones que me había impuesto la vida o que me había impuesto yo mismo, ¿por qué no romper la cáscara vacía que llevaba cinco años fingiendo que rompía? Debía seguir siendo escritor porque se trataba de mi única manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier intento de ser persona, de ser amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas que pasan por ahí en vez de éstas, y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco el dólar. En treinta y nueve años un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se agua la leche y se añade areña al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y la escayola por piedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a partir de entonces y tendría un nuevo nombre, y ese nombre era Derroche.
La decisión hizo que me sintiera exuberante, lo mismo que cualquier cosa que sea a la vez auténtica y nueva. Como una especie de comienzo había todo un montón de cartas que tenía que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa, cartas que pedían algo a cambio de nada: leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de aquél, hablar gratis por la radio, hacer notas de presentación, conceder esta entrevista, ayudar en el argumento de esta obra de teatro, en esta situación familiar, llevar a cabo este acto de consideración o caridad.
El sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de él había sido durante largo tiempo una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del nombre final de la lista de ayudas, y para siempre.
La abominable sensación de ímpetu continuaba.
Me sentía como esos hombres con ojos como platos que solía ver en el tren de cercanías de Great Neck quince años atrás, hombres a quienes no preocupaba si el mundo se hundiría en el caos al día siguiente o si sus casas se salvaban. Ahora yo era uno de ellos, alguien con sencillos principios que decían:
«Lo siento, pero los negocios son los negocios.»
0:
«Debería de haberlo pensado mejor antes de meterse en ese lío.»
0:
«No soy la persona indicada para eso.»
Y una sonrisa... ¡Si, me conseguiré una sonrisa! Todavía estoy trabajando esa sonrisa. Debe combinar las mejores cualidades de un director de hotel, de una vieja comadreja experimentada en sociedad, de un director de colegio en día de visitas, de un ascensorista de color, de un marica marcándose un perfil, de un productor consiguiendo material a mitad del precio de su valor en el mercado, de una experta enfermera al empezar en un nuevo empleo, de una modelo en su primer anuncio, de un extra esperanzado que pasa cerca de la cámara, de una bailarina de ballet con un dedo del pie infectado, y por supuesto, el gran resplandor de amable agrado común a todos los que, desde Washington a Beverly Hills, tienen que existir en virtud de la mueca.
La voz también, estoy trabajando la voz con un profesor. Cuando la haya perfeccionado, la laringe no producirá tono alguno de convicción, exceptuada la convicción de la persona a quien hablo. Dado que su deber principal será el de sonsacar la palabra «sí», mi profesor (un jurista) y yo nos estamos concentrando en eso, pero en horas extra. Estoy aprendiendo a infundirle esa dureza cortés que hace a las personas sentir que, lejos de ser bienvenidas, ni siquiera son toleradas y que en todo momento se hallan bajo constante y mordaz análisis. Tales situaciones, naturalmente, no coincidirán con la sonrisa. Esto lo reservaré exclusivamente para esos de quien no tengo nada que obtener, gente vieja y gastada, o jóvenes que luchan. A ellos no les importará qué coño—, de todos modos es lo que consiguen la mayor parte de las veces.
Pero basta. No es un asunto frívolo. Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera escribirme solicitando verme para aprender a ser un lúgubre literato que escribe obras sobre el estado de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores en sus comienzos —si fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso—, ni me molestaría en acusar recibo de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con alguien muy rico e importante. Y si usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi ventana, saldría rápidamente y le sonreiria y diría algo (a no ser que sólo le diera la mano) y me quedaría por allí hasta que alguien sacara una moneda para telefonear a la ambulancia, y eso si es que viera que habia en ello algo provechoso para mi.
Por fin ya he llegado a ser sólo un escritor. La persona que persistentemente he intentado ser, se convirtió en tal carga que la he «soltado» con tan poco remordimiento como el de una negra que da suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las buenas personas funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo mueran en servicio activo, con una semana de «vacaciones» al año que pueden dedicar a ocuparse de los asuntos de su familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen de casos de a dólar cada uno; déjese que maten a los soldados para que entren inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este es su contrato con los dioses. Un escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se los forje para sí mismo, y este escritor ha renunciado. El viejo sueño de ser un hombre completo, en la tradición de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia, una especie de combinación de J. P. Morgan, Topham Beauclerk y san Francisco de Asís, ha sido relegado al montón de basura de las hombreras que un día utilizó un joven estudiante en el campo de fútbol de Princeton y de la gorra de ultramar nunca usada en ultramar.
¿Y qué? Esto es lo que ahora pienso: que el estado natural del adulto consciente es una infelicidad específica. También pienso que en un adulto el deseo de ser de mejor fibra de la que es, «un esfuerzo constante» (como dicen los que se ganan el pan diciéndolo), sólo termina por añadirse a esa infelicidad con el fin de nuestra juventud y esperanzas. Mi propia felicidad, en el pasado, a menudo se acercaba a algo así como a un éxtasis que no podía compartir ni siquiera con la persona a la que más quería, sino que tenía que agotarla caminando por tranquilas calles y callejas, y de él sólo quedaban fragmentos que destilar en los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento para el autoengaño o lo que se quiera, era una excepción. No era lo natural sino todo lo contrario —tan artificial como la Era de Prosperidad—; y mi experiencia reciente marcha en paralelo con la ola de desesperación que azotó a la nación cuando se terminó la Era de Prosperidad.
Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios meses esta seguro del hecho. Y lo mismo que el risueño estoicismo que ha permitido al negro norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha costado su sentido de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar. Ya no me gustan el cartero, ni el tendero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les desagrado a ellos, conque la vida nunca volverá a ser muy agradable, y el letrero de Cave Canem está permanentemente colgado justo encima de mi puerta. No obstante trataré de ser un animal correcto, y si me tiran un hueso con bastante carne, hasta puede que les lama la mano.
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