viernes, 14 de junio de 2024

Eva Vaz - Hotel Vivir

Hotel Vivir

por Eva Vaz




A Ismael Cabezas

Ya no necesito agendas.
Llevo un libro de poesía en el bolso
con papeles donde anoto
las citas del psicólogo
o algún esquema sobre la terapia.
Papeles como un ojo abierto.
En ellos anoto lo anónimo.
Lo insignificante cargado de significado.
Metáforas de Szymborska
o de los yonkis de Isla,
como heroicos autómatas
de la supervivencia crónica.
Papeles que hablan más de las esquinas
que del centro:
esa forma mía de leer
la vida ajena en los tendederos
o en los gestos de la gente cuando ríen
o cuando comen sin dirigirse la mirada ni la palabra.
La vida en minúsculas,
la que no se ve o se olvida.
Vidas sin fotos ni voz.
Vidas que no brillan.
Gente demasiado doméstica
que se llaman “cari” o “gordi” o cosas peores.
Gente corriente que se sienta
a tu lado en el médico
o delante de ti en el supermercado.
En un libro de poesía:
en mi bolso,
la vida,
todos los días. 

miércoles, 12 de junio de 2024

José Agustín Goytisolo - Alta fidelidad (1968)

Alta fidelidad
(1968)

por José Agustín Goytisolo



Entre todos los ruidos de la noche  
yo distingo sus pasos. Sé  
cómo va vestida; lo que piensa;  
qué música prefiere. No me importa  
su nombre o dónde vive  
o en la casa de quién. Y todavía  
mucho menos aún qué hará mañana  
y hacia dónde se irá: qué oscuros trenes  
la envolverán con su jadeo sordo:  
qué manos retendrán su mano fría.  
  
Ella camina ahora y yo la siento  
cerca de mí: real; cansada; siempre  
con ojos asombrados esperando  
que algo nuevo suceda; algo que cambie  
el monótono ritmo de las horas:  
un gesto acaso que ella entendería  
y no sabe cuál es. Sólo la noche  
acompaña sus pasos desolados  
le da cobijo entre las multitudes.  
Sólo la noche -como yo- la espera.

lunes, 10 de junio de 2024

Rafael Felipe Oteriño - La cuota de la nada

La cuota de la nada
por Rafael Felipe Oteriño



No se debería abandonar una casa:
se llena de fantasmas.
Los que estaban y no se dejaban ver,
los que llegaron luego,
los que se aprestan para vivir.

Los muros se cubren de un musgo espeso
que tú, que allí has vivido,
no deberías ver.
La mano traza figuras cada vez más débiles
en los vidrios.

Es como ver lágrimas.
Algo que acaba de caer,
pero penetra muy hondo, y allí se queda.
A esa suerte algunos le llaman futuro,
otros, destino.

No deberías decir: yo no soy ése.
No deberías decirlo.
Volver, si puedes, cuando amenacen quitarte
la parte que llevas dentro.
La cuota de nada que te pertenece.

sábado, 25 de mayo de 2024

Enrique Jardiel Poncela - Máximas mínimas (Selección) (1937)

MÁXIMAS MÍNIMAS

(SELECCIÓN)

por JARDIEL PONCELA



MÁXIMAS MÍNIMAS


PRÓLOGO

El camino más breve para concluir un libro es comenzarlo.

DEL AMOR

El amor es igual que los eclipses de Sol: el primero obliga a madrugar y a ir a verlo al observatorio; el segundo se ve desde el balcón de casa; del tercero se entera uno por los periódicos.

El amor es la única vacuna contra el amor.

El amor es un hombre y una mujer que están de acuerdo en un punto y en desacuerdo en todos los demás.

El amor es la guerra de dos que no se odian hasta que no empiezan a quererse.

El amor da inteligencia a los idiotas y vuelve idiotas a los inteligentes.

DE LA VIDA

El mayor atractivo de las cosas y de las personas es no conocerlas.

DEL HOMBRE

Todos los hombres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos.

Los grandes hombres no tienen apellido.

DE LA MORALIDAD

Ser inmoral es gastar el dinero en aburrirse.
Ser moral es aburrirse gratis.

La gente inmoral da consejos morales.

DE LA FELICIDAD

Hay dos sistemas de conseguir la felicidad: uno, hacerse el idiota; otro, serlo.

DE LA INTELIGENCIA

La inteligencia resulta siempre inútil, singularmente para aquellas cuestiones en las que es absolutamente necesaria.

El inteligente es el único ser capaz de encontrarse a sí mismo; pero, cuando consigue encontrarse a sí mismo, se encuentra solo.

DEL UNIVERSO Y  LA NATURALEZA

La Naturaleza se encarga de envilecer las cosas que más idealizan los poetas.

Para que la Tierra resulte hermosa es preciso verla, a través de un telescopio, desde otro planeta.

DEL SUICIDIO

El suicidio es la exasperación de la impaciencia.

DEL PUDOR

El pudor es la hemorragia interna del deseo.

DE LA POLÍTICA

Cuando un credo político triunfa comienza a fracasar.

DE LOS SENTIMIENTOS

El sacrificio es un sentimiento que a todo el mundo le parece admirable en los demás.

DE LA SOCIEDAD Y LA VIDA SOCIAL

Los hombres solo se unen con sinceridad socialmente cuando se trata de reventar a un tercero.

DEL ARTE

Todo arte es un placer solitario.

DEL HUMORISMO

El arte de hacer reír se basa en exponerle al publico cara a cara sus propios defectos.

DE LA MÚSICA

Solo dos virtudes posee la Música: dormir a los niños y despertar recuerdos a los adultos.

DEL MATRIMONIO

Los solteros saben que todos los matrimonios son desgraciados; los casados creen que el único matrimonio desgraciado es el suyo.

DE LA MEDICINA Y LOS MÉDICOS

La Medicina es el arte de acompañar con palabras griegas al sepulcro.

DE LA VERDAD Y LA MENTIRA

No existe más que una cosa que produzca más daño que la mentira: la verdad.

Solo cuando se está en posesión de la verdad se da uno cuenta de lo deliciosa y preferible que era la mentira.

Toda antigua verdad es una vieja mentira.

DE LA ADMIRACIÓN

Frecuentemente, el que admira admira para que le admiren por su admiración.

DEL AMOR Y  LA LUJURIA

Hay siempre más fidelidad entre los seres unidos por la lujuria que entre los seres unidos por el amor.

DEL IDEAL Y LA ILUSIÓN

La ilusión es el error poetizado.

DEL CINISMO

Ser cínico es volver a escribir lo que ya habíamos tachado.

El romanticismo y el cinismo solo están separados por los minutos que tarda en marcharse el deseo.

DE LA EXPERIENCIA

Se llama experiencia a una cadena de errores.

DE LA LIBERTAD

Aconsejar amistosamente es querer que hagan los demás lo que no haríamos jamás nosotros mismos.

DE LA HISTORIA Y LA FILOSOFÍA

La Historia es la mentira encuadernada.

La Historia y la Filosofía se diferencian en que la Historia cuenta cosas que no conoce nadie con palabras que sabe todo el mundo, en tanto que la Filosofía cuenta cosas que sabe todo el mundo con palabras que no conoce nadie.

DEL HOMBRE Y LA MUJER

Para el hombre la mujer es bonita o fea según le atraiga o no sexualmente; y es inteligente o torpe según le mire a él con agrado o con indiferencia.

PROPINA. MÁXIMAS SOBRE ASUNTOS DIVERSOS


De la embriaguez

La embriaguez es el alzavoz del carácter.

De la admiración

En toda admiración hay un resentimiento callado.

De lo indecible

El que habla de lo indecible hace paradojas.

De la música

Desconfíese de la bondad de aquellas personas que aman la música; siempre tienen algo de fieras.

De las obras clásicas

En las obras clásicas, los hombres de hoy consideramos como bellezas justamente aquellas cosas que los contemporáneos del autor consideraron como defectos.

De la elección

Hay que elegir entre la soledad o la vulgaridad.

Amar (Máxima)

Amar es perder el tiempo creyendo que lo ganamos.

AFORISMOS INTERTEXTUALES


La existencia es un juego de azar.

Reír es lo más importante del mundo.

El amor termina por desilusionar tanto, que el hombre estaría perdido si no existiera la amistad, que le desilusiona aún más.

El amor sin sacrificio es solo instinto.

Me río de todo, porque todo es risible. Me río de mí mismo porque formo parte de ese todo.

Cuantas menos ideas albergue un hombre en el interior de su cráneo, más sostendrá y defenderá las pocas que posea.

El que no hace daño al semejante es unas veces porque no puede y otras porque no encuentra en ello beneficio.

La bondad hace nacer la ingratitud; de suerte, que la verdadera bondad consiste en ser malo para evitar que los demás caigan en el horrible vicio de ser ingratos.

No tener dinero y simpatizar con el capitalismo eso es religiosidad también.

Las masas son cerriles, viles, groseras, homicidas y despreciables. Donde actúa la masa hay siempre sangre, ferocidad e injusticia. Ningún artista verdadero puede ser comunista: el arte no existe sin un sentido de aristocracia. Y las cosas bellas jamás pueden ser un bien común.

Siempre se ama lo que no conviene.

Existen personas que llaman destino a sus equivocaciones.

El camino más seguro para perder un afecto es frecuentarlo.

El ensueño es el domingo del pensamiento.

Vivir es lo más antihigiénico que existe, porque de vivir se muere todo el mundo.

La muerte por amor es la única que le permite a uno seguir viviendo.

La felicidad es el estado de conciencia de que se es feliz. La felicidad no es ser feliz, es creer que uno es feliz.

Todo el mundo se expresa mejor siempre por escrito… si se exceptúa, naturalmente, a la mayor parte de los escritores.

NUEVAS MÁXIMAS MÍNIMAS


La poesía es siempre lo lejano.

La inteligencia es siempre la risa: saber reírse con todo lo que tiene gracia y de todo lo que no tiene gracia.

Los hombres que aman la vida se emborrachan sin vino.

La Historia es el imperio de lo mediocre.

Si al nacer pudiéramos darnos cuenta de que toda una vida nos espera, el nacimiento sería un trance considerado bastante más tristemente que la muerte.

Sin desproporción no hay belleza posible.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Yasutaka Tsutsui - La ley del Talión

La ley del Talión
por Yasutaka Tsutsui




Volvía a casa después del trabajo cuando, para mi sorpresa, me encontré con que las fuerzas policiales estaban rodeando mi vivienda. Un agente me empujó hacia un lado de la carretera diciendo:

—No puede pasar, no puede pasar. Dé un rodeo, es peligroso.

—¿Un rodeo, dice? Pero si no tengo otra forma de llegar. Mi casa es ésa de ahí —dije señalando una parcela con una pequeña vivienda de dos pisos.

—¿Cómo dice? Entonces, ¿es usted el propietario?

Al oír las palabras del joven agente de policía, se me acercaron de repente un montón de periodistas de distintos medios.

—Así que es usted el propietario, ¿verdad? —me dijo uno poniéndome un micrófono en las narices—. Por favor, denos su opinión al respecto.

Confundido, me puse a parpadear:

—Estoy sorprendido.

—Por supuesto, ya me lo imagino. ¿Cuántos años lleva casado?

—Pues siete —dije mientras empezaba a entrarme un temblor en las piernas del nerviosismo—. ¿Ha hecho algo mi mujer? No habrá hecho nada malo, ¿verdad? No es una mujer que cometa acciones temerarias. Es muy seria y buena, además de casta, bella e inteligente.

—¡Ah! Entonces, ¿no sabe nada todavía? —En ese momento hubo un intercambio de miradas entre los periodistas—. No, su esposa no ha hecho nada malo.

—Entonces, ¿ha sido mi hijo? —Por un instante tensé el cuerpo y ladeé la cabeza—. Qué raro, mi hijo sólo tiene cuatro años. No es precisamente una edad a la que se puedan cometer acciones temerarias…

—Sus juicios nos superan, francamente —dijo uno de los periodistas, impresionado—. Un fugitivo ha entrado en su casa y se ha atrincherado.

En un abrir y cerrar de ojos, otro periodista me volvió a poner un micrófono en las narices.

—¿Así que era eso? Bueno, pues eso me tranquiliza —dije dirigiéndome al micrófono para después sobresaltarme—. Pero, pero entonces, ¿mi mujer y mi hijo…?

—Han sido tomados como rehenes —me reveló un periodista con cara de pena—. Por favor, denos su opinión. —Otro periodista le regañó cuando me volvió a colocar el micrófono ante la boca.

—¡Eh, tú! ¡Pero espera un poco, hombre! ¿Cómo le vas a preguntar a alguien por la situación antes de que sepa nada?

Sus colegas empezaron a discutir.

—¡Tú te callas! Tengo que llegar a tiempo para las noticias de las siete.

—¡Déjate de caprichos! Queremos recoger un comentario oficioso más largo.

—Yo no tengo tiempo que perder.

—¡Venga, hombre, que haya paz!

Pero el caso es que no se tranquilizaron.

—¡Un momento! ¡Quítense de ahí! Ya recabarán información después —dijo un hombre que tenía pinta de ser el jefe de policía—. ¿Es usted el propietario de la vivienda? Soy el inspector Dodoyama, de la Dirección de Policía de la prefectura. Le contaré lo que ha ocurrido. Hoy, poco después del mediodía, un asesino llamado Ogoro Gorō, condenado a veinte años de prisión, se ha fugado de la cárcel de Utsubo. Este peligroso y sanguinario criminal asaltó la comisaría que había cerca de la cárcel, agarró por el cuello a un pobre agente de policía, le quitó la pistola y lo mató de un disparo. Hacía mucho tiempo que Ogoro quería reunirse con su mujer y su hijo. La esposa de Ogoro es muy guapa y, poco después de ingresar en la cárcel, él se enteró de que pensaba casarse de nuevo. Ahora esa propuesta de matrimonio está en pleno trámite. Cuando a Ogoro le llegaron rumores en la prisión, se molestó mucho, y hoy por fin se ha decidido a cometer este delito. La casa donde vive la esposa de Ogoro está al este del barrio. Estábamos seguros de que Ogoro volvería allí, y por eso le tendimos una emboscada cerca de su vivienda. Sin embargo, el homicida, que había recorrido un largo trayecto para ver un momento a su familia, descubrió a unos agentes que no habían sabido esconderse bien y se puso hecho una furia en un arrebato de cólera. Nosotros lo perseguimos, pero se refugió en la casa de usted. Y entonces tomó como rehenes a su esposa y su hijo. Como lo que Ogoro quería era reunirse con su familia, lo que hizo fue amenazar con matarlos si no se los llevábamos… ¡Eh! —exclamó de sopetón.

Yo pegué un bote:

—Disculpe.

—No, no es que esté enfadado con usted. Es por esos dos cámaras. No pueden acercarse a su casa sin más. El asesino podría cabrearse. ¡Estúpidos! Esto… Veamos, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Fue entonces cuando decidimos traer hasta aquí a la mujer y al hijo de Ogoro. Pero la esposa se asustó muchísimo y nos dijo que antes que acercarse a Ogoro, se pegaba un tiro, y por mucho que intentamos convencerla se negó a salir de su vivienda.

—Y, en definitiva, ¿qué medidas está tomando la policía? ¿En qué situación se encuentran en estos momentos?

—Bueno…, pues ahora estamos en apuros, la verdad.

—Pero entonces, dígame, ¿cómo están mi mujer y mi hijo? —dije, e inmediatamente me puse a llorar ofuscado. Lo único que tenía en la cabeza era que algún día ese criminal me las pagaría todas juntas—. ¿Están bien? ¿Cuántas horas han pasado desde que se atrincheró en mi casa?

—Pronto hará dos horas. Hemos tardado mucho tiempo en conseguir el número de teléfono de la oficina donde usted trabaja, y, cuando por fin hemos contactado con su empresa, usted ya había salido. Hace un momento hemos podido oír la voz de su mujer y su hijo por teléfono. Todavía están a salvo.

—¿Cómo que todavía están a salvo? ¡Vaya una manera brutal de decirlo! —Con lágrimas en los ojos, le pregunté qué quería decir con eso—. Parece que está claro que pronto vayan a dejar de estarlo…

—No, no, disculpe. Han estado a salvo un buen rato.

—Pues, oyéndolo a usted, uno no tiene esa sensación, la verdad.

—Perdóneme. No me he expresado correctamente.

—En fin, no importa. Pero, vamos a ver, ¿es posible hablar por teléfono con ese Ogoro?

—Sí, eso es posible —respondió Dodoyama, el inspector de policía, con un aire sumamente triunfalista—. Para evitar que Ogoro se excite innecesariamente si lo llaman de fuera los curiosos, hemos cortado un extremo de la línea telefónica, pero después hemos instalado un aparato conectado directamente con su casa a través de una centralita. Así que está todo dispuesto para poder hablar con él.

—Y esa centralita, ¿dónde está?

—Dentro de ese coche patrulla, el que está aparcado en ese callejón.

—Bien, pues en ese caso póngame, por favor, en contacto con Ogoro. Voy a ver si lo puedo convencer —dije con elocuencia y confianza—. En mi época universitaria fui capitán del club de oratoria…

—¡Ah!, así que del club de oratoria… —Dodoyama, de repente, mostró un semblante de aturdimiento total y, como quien pide ayuda, echó una mirada a su alrededor—. Verá, si intenta convencerlo con mucha elocuencia, creo que lo que conseguirá será el efecto contrario, y hará que se encolerice enormemente. El caso es que Ogoro es muy tartamudo y tiene un complejo de inferioridad que hace que odie a las personas que hablan y discursean bien. —Dodoyama me echó una mirada indiscreta con ojos airados—. Además, usted es muy apuesto y, para colmo, muy elegante.

—Bueno, eso no se ve cuando se habla por teléfono, ¿no le parece?

Él lo negó rotundamente con la cabeza.

—¡No, qué va! Ese individuo siente una aversión feroz hacia los asalariados como usted, amado por su esposa y su hijo en un entorno feliz. Así que, con sólo llamar por teléfono, montará en cólera y se cargará a su esposa y a su hijo.

—Pero yo no pertenezco a ninguna élite.

—¿Cómo que no? Por supuesto que sí —asintió Dodoyama resueltamente—. Eso se nota al ver su cara y su ropa.

Probablemente, el que tenía un extraño complejo de inferioridad respecto a los trabajadores de empresas era el propio Dodoyama.

—Entonces, ¿no hay nada que yo pueda hacer? —dije con voz turbada. Y a continuación, sin evitar que se me torciera el gesto pregunté—: ¿Es que no se puede hacer otra cosa que permanecer aquí inmóviles mirando lo que sucede?

En los ojos de Dodoyama relampagueó un complejo de superioridad al ver el estado en el que me sumía según iba desplomándose mi yo. Levantó el labio superior con delectación y, con la cara rebosante de felicidad, dijo:

—Confíe en la policía.

Su rostro reflejaba su diversión al pensar que, aunque yo fuera un apuesto trabajador de la élite, me resultaría imposible llevar las cosas a buen puerto. Por un instante sentí que el Dodoyama que tenía delante de mí era un cómplice del autor del crimen. Y estaba seguro de que él, por un momento, había sentido el mismo placer que siente un agresor.

Pensé recriminarle que me hubiese dicho que confiara en la policía, cuando no estaban haciendo más que poner en peligro la vida de las personas, pero el periodista impaciente que momentos antes me había puesto el micrófono en las narices apareció por un costado y se entrometió en la conversación.

—¿Ya han terminado de hablar?

Dodoyama asintió con la cabeza.

El periodista volvió a ponerme el micrófono delante.

—¿Podría dedicarme unas palabras, por favor?

También el resto de informadores se concentraron a mi alrededor, mientras sacaban sus blocs de notas.

—La verdad es que compadezco a ese criminal de Ogoro —dije después de meditarlo mucho—. Entiendo perfectamente que quiera reunirse con su esposa y su hijo. No puedo imaginar la amargura que debe suponer el hecho de que una familia viva separada. Además, también comprendo perfectamente, y me duele, que se haya escapado de la cárcel, puesto que yo también quiero mucho a mi mujer y a mi hijo.

Uno de los periodistas puso los ojos como platos.

—Oiga, ¿eso lo dice en serio?

El periodista que estaba agarrado al micrófono empezó a vociferar salpicando saliva.

—Eso es mentira, hombre. Este tipo está pensando en el momento en que su voz llegue al secuestrador, cuando se retransmita por la radio y la televisión, y está apelando a la compasión ganándose su simpatía. Por eso habla con ese empalago. Está claro que es por eso. Está aprovechándose de los medios de comunicación, menospreciando a los periodistas y a los medios.

Me quedé mirando al periodista, que levantaba los ojos y seguía chillando, y entonces pensé que esos tipejos también se habían convertido en mis agresores. Ahora eran mis enemigos.

Me acerqué a Dodoyama, que daba instrucciones con desenvoltura a sus subordinados, y le dirigí la palabra:

—Usted ha dicho que no hay manera de convencer a la esposa de Ogoro.

—De lo que no hay manera es de que ella acepte intentar convencer a Ogoro.

—Está bien, entonces yo intentaré convencerla para que lo haga —dije—. Si se lo pido a ella, que es la esposa de un criminal, no se podrá negar por responsabilidad y por humanidad, y si Ogoro escucha la voz de su esposa, se desatarán sus sentimientos.

—Pues en eso tiene razón —dijo Dodoyama mirando a su alrededor, y entonces se dirigió al policía que hacía un rato me había apartado a un lado de la carretera—. ¡Eh, tú! Haz el favor de acompañar al señor a la casa de la mujer de Ogoro. —Acto seguido, se volvió hacia mí—. Este hombre se llama Anchoku. Lo va a conducir hasta la casa de Ogoro en un coche patrulla. Así que, una vez que haya convencido a la esposa del tipo, él lo traerá de vuelta.

—Entendido.

—¡Vamos, pues!

Anchoku y yo nos subimos en los asientos delanteros del coche patrulla. Los conocidos del barrio se quedaron mirando el vehículo, contemplándome de arriba abajo como si yo fuera un delincuente escoltado. Todos sin excepción tenían un semblante lleno de curiosidad y de superioridad. Y pensé que también esos individuos eran agresores, enemigos.

Salimos a duras penas de la nueva zona residencial, por entre un hervidero de fuerzas policiales, periodistas y mirones, y el coche patrulla partió hacia la zona este, un lugar con abolengo, que se encontraba separado por una carretera.

—La mujer de Ogoro es una belleza —me dijo Anchoku secándose el sudor de la cara con un pañuelo manchado de color grisáceo—. Tiene montones de admiradores que van detrás de ella. Quiere divorciarse de Ogoro, y parece que no hay nada que hacer. Dice que ya no quiere saber nada de él. Por eso no es probable que vaya a convencer a Ogoro. En resumen, no parece que sea una mujer que va por ahí convenciendo a terceros.

—¿Ah, sí? —dije mientras meditaba sobre el asunto.

Intentar convencer a una mujer así sería una pérdida de tiempo. Quizá fuese mejor recurrir desde el principio a medidas drásticas, más directas. Por eso mismo el policía Anchoku era un obstáculo para mí. Seguí absorto en mis pensamientos, a la búsqueda de algún método adecuado a las circunstancias.

Mientras seguía meditando, el coche patrulla se adentró en la zona comercial llena de hileras de casas viejas y se detuvo a la entrada de una callejuela. Anchoku y yo nos bajamos del coche, nos metimos por el callejón sin salida hasta el segundo edificio desde el fondo, donde estaba la casa de Ogoro. Nos paramos delante de una puerta corredera enrejada con cristal esmerilado. Como cabía esperar, allí también había movimiento de medios de comunicación. Al verme escoltado por Anchoku se imaginaron de qué iba la cosa, porque uno de ellos estuvo a punto de hablarme, aunque se contuvo por la presencia del policía.

—Eso después. Esto es un asunto de importancia.

—¡Toma, y lo nuestro también! —espetó exasperado el periodista, y, torciendo el gesto, se separó de nuestro lado.

—¡Con permiso! —dijo Anchoku abriendo la puerta corredera.

—Si son de la prensa, ya pueden irse por donde han venido —contestó una voz chillona de mujer desde el fondo de la vivienda.

—¡Policía!

—Con más motivo aún ya pueden retirarse. Si vienen para ver si convenzo a Ogoro, no pienso hacerlo, así que…

Anchoku me hizo señas con los ojos para entrar de todos modos. Irrumpimos en el piso de hormigón y cerramos la puerta corredera tras nosotros.

La joven mujer, que, aun siendo bella, tenía unas facciones duras alrededor de las cejas, apareció en el vestíbulo.

—¿Qué pasa?, ¿qué es esto? Entrar como Pedro por su casa…

Yo le hice una reverencia con cortesía.

—Disculpe usted. Esto…, ¿es usted la señora de la casa? Eh… —No sabía cómo referirme a su relación con Ogoro, así que de momento me limité a decir—: Esto…, el señor Ogoro…

—No me nombre a Ogoro, por favor. Yo ya no tengo nada que ver con ese tipo.

—Pero usted está casada con él, ¿no es así? —dijo Anchoku medio enfadado—. ¿No son acaso marido y mujer? Por mucho que diga que es un asesino, mientras no se divorcien seguirán estando casados, ¡digo yo!

—¡No somos un matrimonio, y punto! —le respondió a gritos la esposa de Ogoro—. El hecho de que un matrimonio lo sea o no ¿es algo que puedan saber los demás?

—No entiendo lo que me dice, señora.

En ese instante apareció un niño de unos seis años, se colocó al lado de la esposa de Ogoro y nos miró de arriba abajo a Anchoku y a mí.

—Pues…, esto… —me puse a hablar tranquilamente reprimiendo a Anchoku—. Por mucho que odie a Ogoro, parece ser que él no se olvida de usted ni de su hijo. Por eso le digo que…

—Eso no es asunto suyo. Y ahora, si me permiten, tengo que irme a trabajar. Tengo turno de noche y debo cambiarme, así que si me disculpan… —respondió mientras se disponía a meterse en la casa.

Anchoku le gritó:

—¿Por qué no escucha lo que tiene que decirle este hombre? ¡Ogoro tiene retenidos a su mujer y a su hijo!

En el momento en que Anchoku, con gesto totalmente serio, se puso a gritar exasperado, extraje un bate de béisbol para niños de un paragüero, al que le había echado el ojo hacía rato. Lo levanté, apunté a la coronilla de Anchoku y lo estrellé con todas mis fuerzas contra él.

—¡Zaaas!

Se oyó un ruido seco y, por un instante, se me quedó el brazo derecho entumecido y sentí una mezcla de placer y de culpa. Anchoku se cayó hacia delante, en posición de firmes como estaba, y su frente se estrelló violentamente contra la esquina del resalte de entrada a la casa.

—¿Qué ha hecho? —me preguntó la esposa de Ogoro, al tiempo que se sentaba sin esperanzas en medio del recibidor, con los ojos como platos—. U… usted acaba de matar de un porrazo al policía, ¿se da cuenta? Se va a armar una buena.

—Seguro que no está muerto. Con mucho, se habrá desmayado —dije mientras le quitaba la pistola a Anchoku y apuntaba con ella a la esposa de Ogoro.

—Pórtate bien. Venga, échame una mano. Hay que sacar al madero y cerrar la puerta con llave, ¿entendido?

—¿Cómo? ¿Qué piensa hacer? —La esposa de Ogoro se acercó a su hijo, se abrazó a él y empezó a temblar, a la vez que se tambaleaba.

Yo seguía apuntándoles con la pistola, y, con grandes dificultades, le quité a Anchoku el cinturón en el que llevaba su pistolera y me lo coloqué en la cintura.

—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Venid aquí! ¡Agárrale las piernas!

La esposa de Ogoro se puso en pie tambaleando y bajó al piso de hormigón. Yo abrí la puerta corredera, cogí a Anchoku por la solapa con una sola mano, le dije a la esposa de Ogoro que lo agarrara por ambas piernas y lo sacamos afuera arrastrándolo hasta el callejón que había a la entrada de la casa. Pesaba lo suyo, todo hay que decirlo. Volvimos a casa, y obligué a la esposa de Ogoro a que cerrara con llave la puerta corredera.

—No me haga nada, se lo pido por favor —me dijo con las piernas temblándole.

Entré en el salón con los zapatos puestos, estiré al niño del hombro y, apuntándole en la carita, le ordené a la esposa de Ogoro:

—Si haces lo que te diga, no te pasará nada. ¡A ver! Cierra todas las puertas exteriores de la casa y enciende todas las luces.

—Se lo ruego, no le haga nada a mi hijo —dijo la esposa de Ogoro entre sollozos.

—¡Qué niño tan precioso para una arpía como tú! Deja de preocuparte y cierra cuanto antes todas las puertas exteriores.

Al fondo del vestíbulo había un salón de seis tatamis y al otro lado, un corredor que daba al jardín posterior. La esposa de Ogoro, con lágrimas en los ojos, empezó a cerrar la puerta del corredor que daba al jardín.

Entretanto, fuera, en la entrada de la casa, se oía un gran bullicio. Hasta había un tipo que llamaba a la puerta corredera.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¿Ha ocurrido algo?

—¡Eh! ¡Abran! ¡Abran!

—¿Está todo bien?

—¿Qué ha sucedido? Explíquennos la situación ahí dentro.

—Pero ¿qué es lo que ha pasado?

En aquel salón de seis tatamis había una luna de tres espejos que no pegaba nada con la casa, y, sobre la mesita situada a un costado, un teléfono que empezó a sonar. Yo me acerqué mientras seguía de cerca al chiquillo, sin dejar de apuntarle con la pistola en la nuca. Con la mano que tenía libre agarré el auricular.

—¿Sí?, ¿quién es?

—Hace un momento, de la entrada de la casa ha salido rodando un policía al que le han partido el cráneo —me dijo una voz de varón joven—. ¿Ha pasado algo dentro de la casa?

—¿Y tú quién eres?

—Soy uno de los periodistas que están apelotonados como hormigas delante de la vivienda. ¿Es usted el señor Ido? Su mujer y su hijo están retenidos por Ogoro, ¿no?

—¡Y yo no hablo con periodistas! —le repuse gritando—. ¡Vosotros sois mis enemigos!

—Nosotros no somos sus enemigos, hombre.

—Eso es lo que vosotros os creéis. Los periodistas sois los enemigos de todo aquel que se ve envuelto en un delito. Y la policía también. Sin embargo, con la policía sí quiero hablar. Házselo saber a la policía —dije, y colgué el auricular del teléfono como si lo estrellara contra algo. Después me volví hacia la esposa de Ogoro, que estaba a mi espalda, paralizada de miedo—. ¿Hay alguna otra entrada o salida? Si las hay, ciérralas todas. Y sujeta todas las ventanas con clavos. También la del baño. Si entra alguien, tú y tu hijo os vais al otro barrio.

El niño, asustado, empezó a llorar. La esposa de Ogoro juntó las manos para rezar y dejó caer una lágrimas sobre los abultados senos que dejaba adivinar su vestido.

—Se lo ruego. Iré a donde sea para convencer a Ogoro.

—¿Convencer a Ogoro, eh? —exclamé—. Y ¿por qué no has dicho eso desde el principio? Ahora ya es tarde.

Le di un empujón al niño, que se fue corriendo hasta donde estaba su madre y se puso a llorar a todo trapo. La esposa de Ogoro lo detuvo con los brazos y, llorando a gritos, se hincó de rodillas sobre el tatami.

—Si intentáis escapar, os dispararé, ¿entendido?

A esas alturas, madre e hijo mostraban su amor mutuo abrazándose con cariño. Como no sabía hasta cuándo iban a seguir sollozando, chasqueé la lengua y eché un vistazo a la casa. La vivienda de los Ogoro era de una sola planta. Cerré bien todas las ventanas y me dispuse a abrir la puerta del baño.

—¡¡¿¿Eh??!!

En ese instante vi a alguien que parecía un periodista intentando entrar por la ventanita del baño. Sudaba la gota gorda porque se había quedado atascado a la altura del pecho. Me cambié la pistola de mano.

—¡Un momento, por favor! —gritó nervioso el hombre antes de que le estrellara la garganta de la culata en la cabeza.

El tipo profirió un alarido.

—Pare, por favor. Yo no soy nadie sospechoso.

—Eso ya lo sé. El sospechoso soy yo. —Y le volví a golpear aún más fuerte.

—¿Por qué le ha hecho algo así a un policía? —me preguntó el periodista sin perder su condición de informador mientras le caía la sangre por la frente.

Pero en esos momentos mi enemigo era precisamente ese espíritu periodístico. Así que le grité que se callara y le aticé en la boca con la culata. El periodista pegó un gran chillido y se cayó por la ventana con los dientes partidos como si fueran pipas de sandía.

Cuando me disponía a volver al salón de seis tatamis para preguntar dónde tenían un martillo y clavos para remachar la ventana del baño, me encontré con que la madre y el hijo estaban en el piso de hormigón haciendo sonar el candado de la puerta de entrada. Como es lógico, tenían intención de huir sigilosamente. Hasta ese mismo instante, pensé, no habían hecho más que llorar abrazaditos con total afectación. Encendido de cólera, apunté la pistola hacia el techo y disparé.

—¡Pum!

El feroz disparo retumbó por toda la casita, y por un instante me lastimó tanto los oídos que me quedé sordo. La madre y el hijo se cayeron de culo al piso de cemento e, impacientes por ponerse de pie, se pusieron a arañar la puerta corredera. Pensé que las intenciones de la madre y el niño eran las mismas, así que me acerqué a la esposa de Ogoro y le apunté en la nuca con la pistola.

—Te mato.

Nada más decir esto, la esposa de Ogoro se desmayó y al caer se dio un golpe contra la puerta corredera.

En el exterior volvía a oírse el tumulto, y a través de la puerta de cristal se podía ver la sombra de los periodistas que merodeaban por la entrada. Al parecer no habían escarmentado, porque seguía habiendo quien golpeaba la puerta de cristal. Pensé en pegar otro tiro, pero habría sido un desperdicio de balas, así que me lo pensé mejor y lo que hice fue arrastrar hasta el salón el blandengue y pesado cuerpo de la extenuada esposa de Ogoro. El pequeño se hizo pis sentado en el piso de hormigón.

De nuevo sonó el teléfono.

—¿Señor Ido? —En el auricular resonó la voz atropellada de Dodoyama.

—Sí, soy yo.

—¿Ha sido usted quien ha golpeado a Anchoku en la cabeza con un palo duro como un bate, dejándosela abollada y como consecuencia de lo cual ha sufrido un desmayo? —Parecía, pues, que no se había muerto.

—Sí. He sido yo.

—¿Por qué lo ha hecho? —La voz de Dodoyama transmitía su cólera—. A… a mi subordinado. A un buen policía bien educado que no ha hecho nada malo.

—Yo también era un buen ciudadano hasta hace muy poco. Pero, como sucede con un policía que se convierte en agresor, también es posible que un ciudadano normal sea un agresor. Ahora yo me he convertido en un atroz agresor —le dije hablando despacio, dándoselo todo mascado, para que el simple de Dodoyama entendiera, aunque fuera un poco, mi conducta—. Es para estar a la altura de Ogoro. ¿Lo entiende, verdad?

Dodoyama se quedó sin respiración.

—¿Se da cuenta de que si hace así las cosas, usted también es un delincuente?

—¿No se lo he dicho? Ahora yo soy un agresor, amigo.

La esposa de Ogoro, que seguía tendida sobre el tatami, recuperó de repente la conciencia pero fingió que seguía desmayada y aguzó el oído para ver qué decía.

—En lugar de continuar siendo una víctima, se podría decir que he escogido el mismo camino que Ogoro, es decir, el de agresor. Si continuara siendo una víctima, sería más cómodo y más fácil mantener alejados a los medios de comunicación que siguen quejándose nerviosos. Sin embargo, yo soy una persona sin aptitudes para ser una víctima. Por eso mismo he elegido esta postura más difícil. He escogido este camino porque me gusta. Así que no se entrometa.

—¡Claro que me entrometo! —gritó Dodoyama—. ¿Es que piensa que va a mejorar la situación? Quizá crea que para salvar a su familia lo mejor es convertirse en un delincuente, pero es al revés: eso no es nada bueno para los suyos.

—Todavía no me ha entendido, por lo que parece. Para mí, el hecho de salvar a mi familia se ha convertido en estos momentos en lo segundo o lo tercero más importante, desde el instante en que tomé la resolución de ser agresor. Ser agresor es mi principal objetivo en estos momentos.

—¿Cómo? —Dodoyama permaneció callado durante unos instantes sin saber qué decir.

—Es inútil que trate de convencerme —dije yo, tomando la iniciativa.

—Está bien, dígame qué puedo hacer —dijo Dodoyama—. ¿Debo tratar este caso como si tuviera dos escenarios distintos y dos delincuentes distintos, es decir, dos secuestradores? ¿O más bien como un solo caso?

—Le voy a decir lo que va a hacer —le contesté—. Puede considerarlo como un solo caso. Es decir, hasta ahora debía de haber un caso con varios agresores opuestos entre sí, pero aunque no sea así, en un principio para el delincuente y su familia, y para la víctima y su familia tanto la policía como los medios de comunicación son los agresores. Si se produce un incidente, para todas las personas implicadas la sociedad en su conjunto es la agresora. En un principio es fácil invertir los papeles de agresor y víctima, y se hace difícil distinguirlos. ¿Entiende?

—Sí, sí, entiendo. O no. No lo entiendo. Sí, entiendo lo que dice. Ahora bien, lo que todavía no me ha dicho es qué debería hacer yo.

—Allí tiene la centralita, ¿verdad? En el interior del coche patrulla que está aparcado cerca de mi casa.

—Así es.

—Bien, pues allí hay una línea conectada directamente con mi casa.

—Bueno, sí, tiene razón.

—Quiero que la conecte con mi vivienda.

—¿Perdón? —Dodoyama dejó de hablar.

—¿Le pasa algo?

Acto seguido, Dodoyama dijo con miedo:

—Aunque usted renuncie a su obligación de proteger la seguridad de su familia, yo debo seguir protegiendo la vida de su esposa y de su hijo.

—Y eso ¿qué tiene que ver?

—Si usted habla por teléfono con Ogoro, tanto su mujer como su hijo estarán expuestos a una situación de riesgo.

—¿Quiere decir que nos vamos a pelear? —dije yo sonriendo con la voz ronca—. Si no me pone con él, los que estarán expuestos a una situación de riesgo serán la esposa y el chaval de Ogoro.

Pareció que Dodoyama estuviese esperando que yo lo amenazara formalmente con esas palabras.

—Muy bien. En ese caso, no hay nada que hacer —dijo aliviado—. Le conectaremos por teléfono. Espere un rato. ¡Ah! Por cierto… —Y se puso a toser—. ¿No le importará que pongamos un micrófono en el teléfono, verdad?

Me quedé sorprendido.

—Aunque le diga que no, lo van a poner de todos modos, ¿no es así? ¡Esas cosas no las pregunta un policía! ¡A usted le pasa algo!

—Es posible —dijo Dodoyama hablando entre dientes—. Le he hecho una pregunta tonta, ¿verdad? Está claro que me pasa algo. —Y me colgó el teléfono.

Después de eso, le di un puntapié en el costado a la esposa de Ogoro, que se encontraba en el suelo y estaba preocupada por el dobladillo de la falda, que se le había descosido.

—Deja de fingir que te has desmayado. Ve inmediatamente al baño y sujeta la ventana con clavos. A partir de ahora, si entra alguien, me cargo al niño.

Mientras gimoteaba sujetándose el costado, la esposa de Ogoro se fue lentamente hacia la cocina y empezó a buscar el martillo y los clavos. El niño lloraba diciendo que se había hecho pis; subió trepando por el piso de hormigón y empezó a quitarse los pantalones mojados.

—¿Dónde están los pantalones y los calzoncillos del chaval? —grité yo en dirección a la cocina.

—Tú mismo los puedes buscar, ¿no, Rokurō? —respondió la madre con voz chillona, dirigiéndose al niño.

—Me he hecho pis —seguía llorando el pequeño—. ¡Ay! ¡Me he meado!

No habían pasado más de cinco minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Era la voz de un hombre que se apresuraba a hablar:

—Tú, tú, tú, qui… qui… ¿quién eres?

—El que ha llamado eres tú. ¿Qué es eso de «quién eres»?

—¿Qué, qué, qué dices? Tú me has llamado.

—Bueno, está bien, como quieras. La policía nos debe de haber puesto en contacto a los dos. ¿Eres Ogoro, verdad?

—A… a… a… así es.

—Yo soy Ido, el dueño de la casa que tú has secuestrado. ¿Lo entiendes?

—Lo, lo, lo…

—Pues si lo entiendes, sigamos hablando. Ahora yo estoy en tu casa. Estoy atrincherado y tengo como rehenes a tu mujer y a tu hijo. Como prueba, vas a escuchar la voz de tu pequeño. —Le puse el auricular al chaval delante de las narices—. ¡Ponte! Es tu viejo.

El niño se puso a llorar a todo trapo mientras gritaba por el auricular a su padre para que lo ayudara.

La esposa de Ogoro, que estaba sujetando la ventana del baño con clavos, vino pitando y le arrebató al niño el auricular del teléfono.

—Oye, ¿me quieres decir por qué te has fugado de la cárcel? ¿Por qué has hecho algo así? Por tu culpa, las estamos pasando moradas. ¿Es que piensas echar a perder mi vida y la de Rokurō?

Como me imaginaba, se puso a dar gritos. De intentar convencerlo, nada de nada. Lo que hizo fue ponerlo verde. Yo no podía imaginar lo que podía pasar si ella seguía insultándolo. Pensé en lo superficiales que son las mujeres.

—¿Qué? ¿Eh? Si te sigo queriendo o no, es algo que ahora no viene al caso. Lo que tienes que hacer es salir de allí. Si no, este hombre nos las va a hacer pasar moradas. ¿Entiendes? Me estás poniendo mala. Eso es. Tiene una pistola. Sí, sí, sí. Te quiero. ¡Qué hombre tan terco! Puesto que te quiero, tienes que salir de ahí cuanto antes. ¿Que si pienso casarme con otro? Eso es algo que ahora no viene al caso. Rokurō está bien. Bueno, eso, que salgas cuanto antes. Pórtate bien, hombre.

Como no hacía más que gritar lo mismo una y otra vez, le quité el auricular de la mano.

—¿Lo has entendido, no?

Ogoro emitió un gemido.

—¡Mierda! ¿Qué piensas hacerles a mi esposa y a mi hijo?

—Si sales de mi casa, dejas que la policía te detenga y los míos salen sanos y salvos, no les haré nada —le dije despacito.

—Eso no lo puedo hacer —gritó Ogoro lleno de furia—. Yo, yo, yo, yo quería ver a mi esposa y a mi hijo, y por eso me he fugado. Si, si, si, si salgo de aquí y me detienen, volveré otra vez a la cárcel. Yo, yo, yo, yo quiero ver a mi mujer y hablar directamente con ella.

—¿No acabas de hablar con ella? —dije, con una risa sardónica—. Me parece que ella no tiene muchas ganas de hablar directamente contigo.

—¿Qué? —Podía oír por el auricular cómo le rechinaban los dientes a Ogoro—. ¡Lo que me temía! ¡Así que mi esposa tiene un amante! Si, si, si, si, si, si es así, con más motivo no pienso volver a la trena. ¡Voy a verla y hablaré largo y tendido con ella hasta convencerla para que se separe de ese tipo! Tr… tr… tr… trae aquí a mi mujer.

—¡Ni hablar! ¡Sal tú de mi casa!

—Si, si, si…

—Si no puede ser, mataré a tu hijo. Y después violaré a tu parienta.

La mujer de Ogoro profirió un grito y se fue huyendo a la cocina, seguida de su hijo.

—Tú, tú, tú, tú, ¿qué, qué, qué, qué tipo de persona malvada eres? —dijo Ogoro a voz en grito—. Si haces eso, estarás cometiendo un asesinato. ¡Un delito de violación!

—Exacto —le respondí riéndome a placer—. ¿O es que piensas que un asalariado serio como yo no es capaz de eso? Te acordarás de hasta qué punto puede ser malvado un trabajador serio.

—Te, te, te lo ruego —me dijo Ogoro con la voz turbada—. No se te ocurra violar a mi mujer.

—Entonces, sal de mi casa —le chillé—. Sal hoy mismo de mi casa. Si no, me cepillaré a tu mujer. Delante de tu crío, en este salón de seis tatamis. ¿Lo has pillado, no? —dije yo estrellando el auricular en el soporte mientras sonreía irónicamente.

Fui a la cocina y vi cómo madre e hijo, insaciables, seguían abrazados lujuriosamente.

—¡Pero bueno…! —dije, pegándole una patada a la papelera que tenía al lado—. ¿Hasta cuándo pensáis seguir lloriqueando? Venga, prepara la cena inmediatamente. Cuando vuelvo a casa después del trabajo, lo primero que hago es cenar. Y no voy a consentir que la cena esté peor que la que hace mi mujer. ¡Date prisa!

—Esto…, yo… Es que tengo que ir a trabajar… —dijo tímidamente la esposa de Ogoro. Sabía que yo no iba a dejarla marchar, pero su naturaleza la obligaba a intentarlo al menos.

—¡Ah! Que quieres irte, dices —respondí dando un paso hacia ella.

Gimió y se volvió a abrazar a su hijo.

—Parece que no te gusta hacer la comida. Está bien, si quieres marcharte, puedes hacerlo. Eso sí, el niño se queda aquí. Para cuando vuelvas, ya habré preparado la cena. Un plato de caza «a base de niño asado».

El niño se puso a llorar a mares y volvió a mearse encima.

—Está bien, no me iré.

—Por supuesto que no —dije clavando un cuchillo que había en el fregadero en la tabla de picar—. Ni que decir tiene. Y prepara la cena de una vez, maldita sea.

La esposa de Ogoro empezó a hacer la cena con el odio reflejado en el fondo de sus ojos.

El teléfono volvió a sonar. Como era evidente que sería Ogoro, cogí al chaval por un brazo, lo llevé hasta donde estaba el aparato y descolgué el auricular.

—¿Qué hace mi mujer? —preguntó Ogoro después de comprobar por unos momentos mi reacción.

—Ahora está haciendo la cena.

—Y cuando la haya preparado, ¿qué vais a hacer?

—¿Qué vamos a hacer? Nos la comeremos los tres en este salón de seis tatamis: tu mujer, tu hijo y yo mientras vemos las noticias de la televisión, en las que saldremos nosotros.

—¿Ah, sí? Muy bien. Pues, en ese caso, yo voy a hacer lo mismo. ¡Mierda! Y después, ¿qué haréis?

—Después, esto…, como no hay otra cosa que hacer, nos acostaremos.

—A… Acos… Acos… Acos…

—Sí, acostarnos.

—¿Có… có… có… cómo vais a acostaros?

—¿Que cómo vamos a acostarnos? Pues para eso tendremos que extender el futón, digo yo.

—¿Fu… fu… fu… futón?

—Por supuesto.

—Los…, los…, los tr…

—¡Claro! Los tres juntitos. Si me quedo a dormir en la entrada yo sólito y se escapan, la liamos.

Ogoro volvió a quedarse callado.

Yo me puse a reír:

—No te preocupes, hombre. Hasta mañana por la mañana te garantizo que tu mujer se mantendrá casta. Ahora bien, si mañana por la mañana no te has ido de mi casa…

—¡Un momento! —gritó—. Pe… pe… pen… pensándolo bien, no hay ninguna necesidad de chantajearme. Al fin y al cabo, yo tengo retenidos a tu mujer y a tu hijo.

—En ese caso, ¿qué hacemos?

—Si no me traes aquí a mi mujer y a mi hijo inmediatamente, violaré a tu parienta.

—¡Cuidadito con lo que dices! —repuse como si estuviera furioso—. Basta con que me digas eso para sacarme de quicio. Si lo haces, mataré a tiros a tu hijo sin contemplaciones.

Durante un rato Ogoro estuvo tartamudeando para finalmente contestarme de manera apocada:

—Tú no tienes lo que hay que tener para hacer una cosa así.

Nada más decir eso, le retorcí el brazo al chaval, y éste dio un chillido parecido al de un gato vagabundo.

—¿Qué? ¿Qué le has hecho? —gritó Ogoro, y se quedó de una pieza.

—¿Quieres saber si soy capaz o no de matarlo? —dije riéndome a placer—. Lo siguiente que voy a hacer es estrangularle.

—Ni, ni, ni, ni, ni, ni se te ocurra. Por lo que más quieras. ¡Mi… mi… mi… mi… mi… mierda! Con… con… con… con… con… con… con… con… conque has lastimado a mi pequeño —dijo Ogoro llorando—. Está bien, pues yo también voy, voy, voy a maltratar al tuyo —espetó Ogoro, y puso el auricular del teléfono encima de la caja de música.

A lo lejos se podía oír vagamente la música de El lago de los cisnes en la caja de música junto con los gritos de mi mujer y mi hijo: «¡Mamá, socorro!», «¡Basta!», «¡Basta, por favor!». De repente se oyó un ruido desagradable. Enajenado, le doblé al niño el dedo meñique de la mano derecha. Lloraba y gemía estrepitosamente. La mujer de Ogoro, que estaba de pie a mi lado mirándonos con el alma en vilo, se puso a gritar a voz en cuello: «¡Rokurō!», y me lo arrebató de las manos.

—¿Qué te ha parecido? Le he golpeado a tu hijo en la cabeza con to… to… to… to… to… to… todas mis fuerzas.

Me adelanté a las intenciones de Ogoro al oír su voz. Él estaba sumamente excitado y respiraba ruidosamente por la nariz.

—¡Conque esas tenemos! Pues que sepas que acabo de romperle el dedo meñique a tu chaval. ¡Escucha! ¿Lo oyes?

Le acerqué el auricular para que oyera cómo el pequeño seguía gritando enloquecido a lo lejos, y cómo su madre no hacía más que chillar: «¡Rokurō!, ¡Rokurō!».

—¡Llama inmediatamente a un médico! —gimoteo Ogoro al otro lado del teléfono.

—Si sales de mi casa… Y será mejor que te estés callado. Me vuelvo loco con facilidad.

Durante cerca de cinco minutos estuvieron alternando los sollozos con los gritos. Por fin, vomitó de tanto gimotear y colgó.

La esposa de Ogoro no hacía más que pedir ayuda diciendo que llamara a un médico para que atendiera a Rokurō, así que la tiré al suelo de una bofetada y, cuando le estaba gritando que podía dar gracias de que no la matara, llamó Dodoyama.

—He estado escuchándolo todo clandestinamente —dijo—. Todo parece indicar que ha sido usted el que ha ido intensificando la escala de violencia.

—Me gustaría que esto lo calificara como «ejercer la hegemonía».

—Parece que le ha roto un dedo al niño. Voy a enviar a un médico, así que me gustaría que le dejara pasar.

—No pierda el tiempo —grité—. ¿Quién me asegura a mí que ese médico no es un agente disfrazado? —Como estaba seguro de que Dodoyama iba a seguir intentado convencerme con largas peroratas, enseguida le colgué el teléfono.

La esposa de Ogoro le hizo una primera cura a su hijo entablillándole el dedo con unos palillos de comer y unas vendas, pero como seguía gritando desesperadamente, le dio un montón de analgésicos. Debido a los efectos secundarios, el pequeño se quedó dormido.

Al llegar la noche, la esposa de Ogoro y yo nos pusimos a cenar mientras veíamos las noticias y los programas especiales en los que nosotros éramos los protagonistas. Pensé que en las casas vecinas había demasiado ruido, pero al ver en directo el dispositivo que había fuera, advertí por primera vez de dónde procedía ese follón. Los periodistas habían entrado en la casa de un coreano que vivía al lado y allí, mientras éste estaba ausente, habían montado la sede de recogida de noticias. El coreano estaba protestando porque los periodistas habían estado usando gratis su teléfono. Por eso estaba furioso. Después de echarlos de su casa, le pegó la bronca a su esposa, y su voz se podía escuchar incansable a través de la pared, gritando improperios.

En la televisión se me trataba bastante compasivamente en comparación con Ogoro, pero, aun así, el locutor se refería a mí llamándome Ido a secas, así que estaba claro que me trataban de delincuente. En la pantalla de la televisión iban apareciendo alternativamente las dos viviendas. Delante de la casa de Ogoro, donde yo estaba, y también en mi casa, donde estaba atrincherado Ogoro, habían colocado unos proyectores que se dirigían a las respectivas entradas. Eso hacía que dentro de la casa, en la entrada y en el salón de seis tatamis, si se abrían las puertas correderas, hubiera tanta claridad que parecía que estuviésemos a pleno día.

Por fin, pasadas las once de la noche, se dejaron de oír las voces de la policía, los medios de comunicación, los mirones y demás, y la esposa de Ogoro y yo nos dispusimos a dormir con el niño en medio. Sin embargo, como era previsible, nos resultaba difícil conciliar el sueño, así que, no pudiendo aguantar más inmóvil, me deslicé hasta el futón de la esposa de Ogoro y por fin la violé.

En condiciones normales, ese día me habría acostado con mi mujer. Al acercarme y decirle que cumpliera con su responsabilidad de esposa, la mujer de Ogoro no se resistió: parecía no tener un concepto muy claro de la castidad. En resumen, murmuró dos o tres quejas y se entregó a mí con bastante facilidad. Al pensar que para entonces tal vez mi mujer habría sido violada por Ogoro, no sé por qué, pero me excité a más no poder, y tuve una eyaculación precoz.

A la mañana siguiente, nada más despertarme llamé por teléfono. Cuando intentaba ponerme en contacto con mi colega delincuente, no lo logré, quizá porque así lo habían decidido los altos mandos policiales, o porque Dodoyama no le había pasado la llamada. Pero, por lo que el inspector de policía me dijo, Ogoro seguía sin salir de mi casa. Yo quería hacerle llegar algo, así que le pedí a Dodoyama que enviara a un policía hasta la ventana del cuarto de baño y colgué el teléfono. Pensando que me había ido aproximando al siguiente peldaño de la violencia, me decidí a subirlo. Fue duro, pero si no lo hacía perderían sentido todos mis actos. Así fue como corté de cuajo el dedo meñique del hijo de Ogoro. Era el de la mano derecha, el que le había partido la noche anterior. Cuando manifesté mi propósito de cortárselo tras haber cogido un cuchillo de la cocina, la esposa de Ogoro y su hijo se postraron en el suelo llorando y gimiendo. Pero yo no tuve clemencia. Le corté el dedo meñique de la mano derecha en la mesa del comedor, apretando con todas mis fuerzas, y el crío se desmayó. A la esposa de Ogoro, trastornada, le dio la risa tonta, y como estuvo bastante tiempo sin cortarle la hemorragia de la sección amputada, la sangre fue corriendo a raudales por el suelo de la cocina. Exprimí bien la sangre que manaba del dedo meñique amputado, lo metí en un sobre, me fui al baño para retirar de la ventanita todos los clavos que había puesto el día anterior, y la abrí. Debajo había un policía en posición de firmes. En cuanto me vio, empezó a jugar con las palabras para intentar convencerme, pero yo me limité a entregarle el sobre sin decir ni mu. Tres cámaras situadas a unos metros detrás del poli enfocaron sus objetivos hacia mí. Me imaginaba el pie de foto en los periódicos: «Ido entregando a un policía el dedo pequeño de Rokurō». Pocos minutos después, Dodoyama, estupefacto tras observar el contenido del sobre, me llamó por teléfono profiriendo gritos de qué era aquello, pero para entonces yo ya no tenía oídos para nada. Si hubiera prestado oídos a eso, no habría tenido necesidad de hacer lo que había hecho. Me parecía incomprensible que no lo entendieran ni el poli de antes, ni Dodoyama ni los policías en general. Pedí de nuevo que le entregaran sin falta a Ogoro el sobre con el dedo. Y estaba convencido de que la policía se lo entregaría. El sadismo de toda la sociedad, incluidos la policía y los medios de comunicación, no tenía por qué convencernos, al darse cuenta de la escalada de nuestra lucha. El diario de la mañana no se repartió, y tampoco el vespertino, pero por lo que vi en televisión, el acto cruel de haberle cortado el dedo al crío había generado la opinión de que yo era un criminal más peligroso que Ogoro, cosa que me tranquilizó. Al ver el dedo meñique, Ogoro se habría incendiado de ira, y cada vez que me imaginaba que, como revancha, le estuviera cortando el dedo meñique a mi propio hijo, temblaba de ira, una ira que dirigí contra la sociedad, la policía y los medios de comunicación. Lo que hacía entonces era contemplar el paisaje exterior a través del baño o de la cocina y disparar contra las personas a las que descubría queriendo acercarse hacia mí. Por lo general, no acertaba. Sólo en una ocasión le di en el pie a un locutor micrófono en ristre. Se cayó al suelo y, dejando de lado la serenidad y la apostura de que había hecho gala hasta ese momento, desahogó su cólera gritando impetuosamente por el micrófono. El hijo de Ogoro recobró la conciencia poco después del mediodía y, a partir de entonces, no paró de gritar por el intenso dolor que sentía, dando saltos como si fuera una gamba. La medicación a base de analgésicos ya no le hacía efecto por muchos que tomara, y además se iban agotando. La mujer de Ogoro perdía el oremus de vez en cuando y se ponía a tararear alguna canción pop demencial, o bien se ponía a reír frívolamente levantando la vista. Pero cada vez que recobraba la cordura, se ponía a llorar y abrazaba a su hijo, que sufría un alto grado de excitación. Fue entonces cuando me convencí claramente de que yo no era una víctima. Tanto Ogoro como yo éramos agresores y no víctimas, y la sociedad, a la que pertenecían la policía y los medios de comunicación, ya no era una agresora con respecto a Ogoro y a mí, sino lo mismo que con respecto a los conflictos internos que armaban los estudiantes del nuevo movimiento izquierdista, es decir, algo así como un conjunto de meros espectadores que, en ciertos casos, incluso tenían que adoptar el papel de víctimas. Pero a mí esa sociedad me daba ya lo mismo. Para mí, el mundo exterior se circunscribía a Ogoro y a mi casa, donde estaba mi familia, y lo que se llama «sociedad» no era más que algo útil para transmitir un mensaje a ese mundo exterior. Esa noche volví a hacer el amor con la esposa de Ogoro junto al crío, que seguía sin poder dormir y lloraba y daba alaridos por el intenso dolor que sentía. Cada vez que recuperaba la cordura, la esposa de Ogoro no podía evitar apresurarse a realizar las tareas cotidianas, ya fuera cocinar, poner la lavadora, hacer el amor, etcétera. El caso es que aquella noche me deseó intensamente. Para prolongar en lo posible el acto, intenté distraerme disparando un tiro al techo cuando estaba en mitad del asunto. El estruendo alteró la tranquilidad que había vuelto a la ciudad en aquellas horas de la madrugada. El grito lastimero que profirió la mujer del vecino coreano al oír el disparo repercutió en la pared contigua. A la mañana siguiente, tras darme cuenta de que lo que había conseguido con el disparo no fue más que adelantar la eyaculación, me enteré por la televisión de que Ogoro seguía atrincherado en mi casa, así que me apresuré a amputarle a su hijo el dedo anular de la mano derecha. La esposa de Ogoro se abrazó al crío, que había sufrido una lipotimia y estaba tendido en el suelo sin poder reír ni llorar, con la mirada perdida. Poco después del mediodía, varias horas después de llamar a Dodoyama para que encargara al madero de antes que viniera a recoger el dedo anular, me telefoneó diciendo que Ogoro le había pedido a un policía que me trajera un encargo, y me avisó para que no le disparara al acercarse a la ventana de la cocina. Lo que me trajo el poli fue, como yo esperaba, el dedo meñique de mi hijo. Ogoro había respondido a la provocación. Pensando que todo avanzaba según lo previsto, reí disimuladamente y, al punto, le amputé al crío el dedo corazón de la mano derecha. En el momento en que vi su cara blanca como el papel al perder el conocimiento, me di cuenta de que a esas alturas mi propio hijo estaría en esas mismas condiciones, y eyaculé sin querer, en medio de una enorme tristeza y dolor, mientras le cortaba el dedo con el cuchillo de cocina. La ira hacia la sociedad disminuyó algo con respecto al poli que se limitaba a entregar los dedos. Posteriormente, mi objetivo era mantener mi estoicismo asumiendo plenamente el papel de agresor, y sólo tenía confianza en el principio de mi propio placer, que se supone debía haber terminado sin sentir desagrado mientras siguiera manteniéndolo. Fiel a ese principio, seguí haciendo el amor con la enajenada esposa de Ogoro mientras miraba de reojo al pequeño, que se estaba desangrando desde el mediodía y seguía sin recuperar el conocimiento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Y por la noche volvimos a hacer el amor. A la mañana siguiente recibí el dedo anular de mi propio hijo. Enseguida le corté el dedo índice al crío de Ogoro, pero ya no le salía mucha sangre. Tres horas después de haberle entregado el dedo índice al policía, el pequeño murió. Mantuve su cadáver en el interior de la casa. Al fin y al cabo, le quedaban seis dedos sin amputar, y Ogoro no tenía forma de saber si se los había cortado estando vivo o muerto. Cada día Ogoro y yo nos intercambiábamos uno o dos dedos de nuestros hijos y se los confiábamos al poli. En televisión se informaba de que, dada la situación, era de suponer que los niños hubiesen muerto, y llegó el momento en que al hijo de Ogoro sólo le quedaron dos dedos. En la nevera ya no quedaba comida, se nos agotaron hasta las latas, así que tanto la mujer de Ogoro como yo empezamos a tener hambre. Llegué a pensar en comerme el cadáver del crío, pero desistí. No porque fuera carne humana, no, sino porque estaba empezando a pudrirse. Una vez cortados todos los dedos del niño, me quedé sin material que confiarle al poli; por eso decidí amputarle el dedo meñique a la esposa de Ogoro. En el momento en que se lo iba a cortar, llegué a dudar por un instante si se trataba de mi propia esposa o de la de Ogoro, y, al contemplar cómo ésta se miraba fijamente su mano derecha amputada, me excité imaginando la figura de mi esposa, que estaría en la misma situación, y la seduje. Sentía la necesidad de hacer el amor sin parar con la esposa de Ogoro, que estaba sumida en una serena locura. Lo hacía para que no me carcomiera la cordura. Temía que me hubiera sobrevenido una auténtica locura completamente distinta a la forma de ver y de pensar de la sociedad, que ya juzgaba que estaba loco por los actos que había cometido. Poco después me llegó un dedo meñique de mi esposa enviado por Ogoro. Enseguida le amputé a la esposa de Ogoro el dedo anular de la mano derecha. Y empezó el intercambio de dedos de las respectivas esposas. Casi cuando la mujer de Ogoro se estaba quedando ya sin dedos en la mano derecha, falleció. Estaba seguro de que también mi esposa y mi hijo habrían muerto. Ya no quedábamos más que Ogoro y yo, y la sociedad; una sociedad que incluso se iba alejando poco a poco de nosotros. Dejamos de aparecer en las noticias de televisión, y de las inmediaciones de las casas fueron desapareciendo la policía, los medios de comunicación y los mirones. Sólo dos o tres veces al día venía el policía de turno con los dedos, como si se tratara de un cartero. También él llegó a preguntarse poco a poco qué es lo que hacía, y a veces, sólo por curiosidad, inclinaba un poco la cabeza a un lado con aire de duda y se quedaba mirándome desde debajo de la ventana de la cocina o del baño. Cuando se acabaron los dedos que le entregaba, hasta el policía dejó de venir. Debilitado y sin fuerzas en la mano, cogí el auricular y lo apliqué lentamente al oído. Ya no era Dodoyama quien cogía el teléfono, sino Ogoro. Los policías se retiraron y decidieron dejarnos a Ogoro y a mí a nuestro aire, así que pudimos hablar directamente por teléfono. Al escuchar la voz de Ogoro, que había perdido parte de su cordura, me sentí orgulloso de estar cuerdo todavía. Con un sentimiento de superioridad, le manifesté lo siguiente:

—Y bien, lo próximo que voy a hacer es cortarme el dedo meñique, que lo sepas.

viernes, 2 de febrero de 2024

Carolina Sánchez Pinzón - Metamorfosis

Metamorfosis

por Carolina Sánchez Pinzón



Mi cabeza flotando
entre luciérnagas
entre jeringas
con más de una gota de sangre
entre
carnicerías de moscas
entre
silencio.
Mi cabeza perdida
como vagina de muñeca de plástico,
en cualquier basurero.
Contempla
el paso de larva a mariposa
de bala a cadáver.
Mi cabeza flotando entre manos y pies de
otros.
Entre los sonidos del aullido del animal
que llega sin invitación a la
ciudad.
Entre cráneos de cabras.
Entre los eclipses
que siempre aparecen en los destierros.

Mi cabeza flotando
entre los ojos de Dios,
el cirujano.
Entre pesadillas,
que como pan sostienen a los hombres.
Entre este país de injertos.

Mi cabeza puede
contar hasta tres
para desaparecer.
Mi cuerpo no.
La guerra tampoco.

miércoles, 31 de enero de 2024

Alejo Carpentier - Viaje a la semilla (1944)

Viaje a la semilla
(1944)

por Alejo Carpentier



- I -

—¿Qué quieres, viejo…?

Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.

Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.

Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.


- II -

Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.

Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.

En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.

El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.

Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.


- III -

Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.

Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.

Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.


- IV -

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.

Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.

Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.


- V -

Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas —relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol—. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.


- VI -

Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media… Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.

Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.

Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta travesera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.

La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.

Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Modas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca —así fuera de movida una guaracha— sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.


- VII -

Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.

Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.

Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.

Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.


- VIII -

Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.

Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.

—¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!…

Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.

Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario —como Don Abundio— por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones —órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.


- IX -

Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda —cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa—. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.

Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.

Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.

El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.


- X -

Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.

Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.

En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.


- XI -

Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.

Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.

Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.

Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.

—¡Guau, guau! —dijo.

Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.


- XII -

Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.

Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.

Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.

Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.


- XIII -

Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.