viernes, 8 de abril de 2022

Oscar Wilde - El pescador y su alma (1891)

El pescador y su alma
(1891)

por Oscar Wilde




A S. A. R. Alicia, princesa de Mónaco


Todas las tardes el joven pescador salía al mar y lanzaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba de tierra no conseguía coger nada o muy poco a lo sumo, pues era un viento cruel de alas negras, y olas tempestuosas se levantaban a su encuentro. Pero cuando el viento soplaba hacia la costa, emergía el pescado de las profundidades y nadaba entre las mallas de sus redes, y él lo atrapaba para venderlo en la plaza del mercado.

Todas las tardes salía al mar, y una vez la red era tan pesada que apenas pudo subirla dentro de la barca. Riendo se dijo: «Seguro que he capturado todos los peces que nadan, o apresado un obtuso monstruo que asombrará a los hombres, o algo horroroso que la gran reina deseará». Y empleando todas sus fuerzas tiró del tosco cabo hasta que, como líneas de esmalte azul alrededor de un jarro de bronce, asomaron las largas venas de sus brazos. Tiró de las cuerdas delgadas, y poco a poco avanzó el círculo de corchos llanos, y, al fin, apareció la red a flor de agua.

Pero no había en ella ningún pez, ningún monstruo o ser horroroso, sino solo una sirenita que reposaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía un húmedo vellón de oro, y cada cabello una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era como blanco marfil, y su cola, de plata y perlas. De plata y perlas era su cola, y las verdes hierbas del mar se enroscaban en ella, y como conchas marinas eran sus orejas y sus labios como coral. Las frías olas chocaban contra sus fríos senos, y la sal brillaba sobre sus párpados.

Tan bella era, que cuando el joven pescador la vio se llenó de asombro, y tendiendo la mano tiró de la red, se inclinó sobre la borda y la ciñó en sus brazos. Al tocarla lanzó ella un grito de gaviota asustada, despertó y lo miró aterrorizada con sus ojos malva amatista, y luchó intentando escapar. Pero él la mantuvo abrazada con fuerza y no la dejaba marchar.

Cuando ella vio que no había medio de escapar, empezó a llorar, y dijo:

—Te ruego que me sueltes, pues soy la hija única de un rey, y mi padre está viejo y solo.

Pero el joven pescador contestó:

—No te soltaré hasta que me prometas que cuantas veces te llame acudirás y cantarás para mí, pues los peces gustan de escuchar el canto de la gente de mar, y así se llenarán mis redes.

—¿Me soltarás de verdad si te lo prometo? —suplicó la sirena.

—De verdad que te soltaré —dijo el joven pescador.

Entonces ella hizo la promesa que él deseaba, y dio su palabra con el juramento de la gente de mar. Él aflojó los brazos y ella se sumergió en el agua, temblando con un extraño pavor.

Todas las tardes salía al mar el joven pescador y llamaba a la sirena, y ella salía del agua y cantaba para él. A su alrededor nadaban los delfines y las salvajes gaviotas revoloteaban sobre su cabeza.

Cantaba una maravillosa canción. Cantaba a la raza del mar que conduce sus rebaños de caverna en caverna, llevando los ternerillos sobre sus hombros; a los tritones, que tienen largas barbas verdes y pechos velludos, y soplan en retorcidas caracolas cuando pasa el rey por allí; al palacio real, que es todo de ámbar, con el tejado de clara esmeralda y el pavimento de brillante perla; y a los jardines del mar, donde los grandes abanicos afiligranados de coral se balancean todo el día, y los peces hacen cabriolas a su alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se adhieren a las rocas, y los claveles se abren al borde de la arena amarilla. Cantaba a las enormes ballenas que bajan desde los Mares del Norte y llevan colgando de sus aletas agudos carámbanos; a las sirenas que cuentan cosas tan maravillosas que los mercaderes tienen que taparse los oídos con cera por temor, al escucharlas, de tirarse al agua y ahogarse; a las galeras hundidas, con sus grandes mástiles y los marineros ateridos colgados de las jarcias, y a las caballas deslizándose y saliendo por las portas abiertas; a las lapas menudas, que son grandes viajeras, y adheridas a las quillas de los barcos dan una y otra vez la vuelta al mundo; y al pulpo que vive junto a la escollera y alarga sus largos brazos negros y puede hacer que sea de noche cuando sea su voluntad. Cantaba al nautilo, que tiene una barca propia tallada en un ópalo y se gobierna con una vela de seda; a los tritones felices, que tocan arpas y pueden dormir con su hechizo al gran Kraken; a sus hijitos, que se aferran a las resbaladizas marsopas y se montan sobre ellas riendo; a las sirenas, que descansan en la blanca espuma y tienden los brazos a los marineros; y a los leones marinos, con sus curvos colmillos; y a los hipocampos, con sus crines flotantes.

Y mientras cantaba, todos los atunes emergían de las profundidades para escucharla, y el joven pescador echaba entonces las redes a su alrededor y los capturaba, y a otros los atravesaba con el arpón. Y cuando la barca estaba bien cargada, la sirena se sumergía de nuevo en el mar, sonriéndole.

Sin embargo, nunca se le acercó tanto que pudiera tocarla. Con frecuencia él la llamó y suplicó, pero ella se negaba, y cuando él intentaba agarrarla, se zambullía en el agua como una foca y no volvía a verla de nuevo aquel día. Y cada día el sonido de su voz fue haciéndosele más dulce a los oídos. Tan dulce era la voz de la sirena, que él olvidaba sus redes y su destreza y descuidaba su oficio. Con aletas bermellón y ojos de oro abultado, pasaban los atunes en bancos; pero él no les prestaba atención. El arpón yacía ocioso a su lado, y los cestos de mimbre estaban vacíos. Con los labios entreabiertos y los ojos velados de fascinación, permanecía ocioso en la barca, y escuchaba, escuchaba hasta que la bruma marina se deslizaba a su alrededor, y la luna errante teñía de plata sus miembros bronceados.

Una tarde la llamó, y le dijo:

—Sirenita, sirenita, te amo. Acéptame como novio, pues te amo.

Pero la sirena negó con la cabeza.

—Tienes un alma humana —respondió—. Solo si te desprendieras de tu alma podría amarte.

Y el joven pescador se dijo: «¿De qué me sirve el alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco. Me he de desprender de ella, y ello me producirá mucha alegría». Un grito de gozo salió de sus labios, y poniéndose en pie en su pintada barca, alargó los brazos a la sirena.

—Me desprenderé de mi alma —exclamó—, y serás mi novia, y yo tu novio, y en la profundidad del mar viviremos juntos, y todo lo que tú has cantado me lo enseñarás, y todo lo que desees lo haré, y nuestras vidas no podrán estar separadas.

La sirenita rio de placer, y ocultó el rostro entre las manos.

—Pero ¿cómo me desprenderé de mi alma? —exclamó el joven pescador—. Dime cómo lo debo hacer y verás que lo haré.

—¡Ay! No lo sé —dijo la sirenita—. El pueblo marino no tiene alma.

Y se sumergió en las profundidades, mirándole anhelante.

Al despuntar la mañana siguiente, antes que el sol se hubiera elevado un palmo sobre la colina, el joven pescador fue a casa del sacerdote y llamó tres veces a la puerta. El novicio miró por el postigo, y cuando vio quién era, descorrió el cerrojo, y le dijo:

—Entra.

El joven pescador pasó, y arrodillándose sobre los olorosos junquillos del suelo, se dirigió al sacerdote, que estaba leyendo la Biblia, y le dijo:

—Padre, amo a una hija del mar, y mi alma me impide conseguir mi deseo. Dime qué debo hacer para desprenderme del alma, pues bien cierto es que no la necesito. ¿De qué me sirve el alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

Y el sacerdote se golpeó el pecho y respondió:

—¡Ay! ¡Ay! Estás loco o has comido alguna hierba venenosa, pues el alma es la parte más noble del hombre, y nos ha sido dada por Dios para que nos sirvamos de ella con nobleza. Nada hay tan precioso como un alma humana, ni cosa alguna terrena que pueda comparársele. Vale más que todo el oro del mundo, y es más preciosa que los rubíes de los reyes. Por eso, hijo mío, no pienses más en tal cosa, pues es pecado que no puede perdonarse. Y en cuanto al pueblo del mar, está perdido, y los que tengan comercio con él están perdidos también. Son como las bestias del campo, que no conocen ni el bien ni el mal, y por ellos no murió el Señor.

Los ojos del joven pescador se llenaron de lágrimas al oír las amargas palabras del sacerdote, y se levantó y le dijo:

—Padre, los faunos viven en la selva y están contentos, y sobre las rocas se sientan los tritones con sus arpas de oro rojizo. Déjame ser como ellos, te lo ruego, pues sus días son días floridos. Y en cuanto a mi alma, ¿de qué me sirve si se interpone entre yo y el ser que amo?

—El amor del cuerpo es vil —exclamó el sacerdote, frunciendo el ceño—, y viles y malignos son los seres paganos que Dios permite vagar por su mundo. ¡Malditos sean los faunos del bosque, y malditos los cantores del mar! Los he oído de noche intentando desviarme de mi rosario. Me llaman con suavidad y ríen. Murmuran en mis oídos el cuento de sus goces peligrosos. Intentan atraerme con tentaciones, y cuando quiero rezar me hacen muecas. Están perdidos, te digo: están perdidos. Para ellos no hay cielo ni infierno, y en ninguno de los dos podrán alabar el nombre de Dios.

—Padre —exclamó el joven pescador—, no sabes lo que dices. Apresé una vez en mi red a la hija de un rey. Es más bella que el lucero de la mañana, tan blanca como la luna. Por su cuerpo yo daría mi alma, y por su amor renunciaría al cielo. Responde a mi pregunta y déjame marchar en paz.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó el sacerdote—. Tu amante está perdida y tú te perderás con ella.

Y sin darle la bendición le puso en la puerta.

El joven pescador se dirigió a la plaza del mercado, andando despacio y con la cabeza baja, como quien está apenado.

Cuando los mercaderes le vieron llegar, empezaron a murmurar entre ellos, y uno se adelantó a su encuentro, y, llamándole por su nombre, le dijo:

—¿Qué vendes?

—Te vendo mi alma —contestó él—. Te ruego que me la compres, pues estoy cansado de ella. ¿De qué me sirve el alma? No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

Pero los mercaderes se mofaron de él, y dijeron:

—¿De qué nos sirve un alma humana a nosotros? No vale ni una vulgar moneda de plata. Véndenos el cuerpo como un esclavo y te vestiremos de púrpura, y pondremos un anillo en el dedo, y serás el privado de la gran reina. Pero no hables del alma, pues de nada nos sirve, ni tiene valor alguno para nuestro servicio.

Y el joven pescador reflexionó para sí: «¡Qué extraña cosa es esta! El sacerdote me dijo que el alma vale más que todo el oro del mundo, y los mercaderes dicen que no vale ni una vulgar moneda de plata». Se alejó de la plaza del mercado, bajó hacia la playa, y se puso a reflexionar sobre lo que debía hacer.

Al mediodía, recordó que uno de sus compañeros, que se dedicaba a recoger hinojo marino, le había hablado de cierta joven bruja que vivía en una cueva al final de la bahía y que era muy diestra en sus brujerías. Y corrió decidido, tan ansioso estaba de librarse de su alma. Una nube de polvo le seguía al correr por la arena de la playa. Por la picazón en la palma de la mano supo la joven bruja que llegaba él, y riendo se soltó la roja cabellera. Con los rojos cabellos envolviéndola, se irguió a la entrada de la caverna, sosteniendo en su mano una rama de cicuta florida.

—¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? —gritó, mientras él subía jadeante por la pendiente y se inclinaba ante ella—. ¿Pescado para tu red cuando el viento es contrario? Tengo un pequeño caramillo, y cuando soplo en él se desliza el múgil dentro de la bahía. Pero tiene un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? ¿Una borrasca que haga naufragar los barcos y devuelva a tierra las arcas con ricos tesoros? Tengo más borrascas que el viento, pues sirvo a alguien que es más fuerte que el viento, y con un cedazo y un cubo de agua puedo mandar las grandes galeras al fondo del mar. Pero tiene un precio, guapo muchacho, tiene un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Conozco una flor que crece en el valle; nadie más que yo la conoce. Tiene hojas de púrpura y una estrella en el corazón, y su jugo es tan blanco como la leche. Si tocases con esta flor los labios severos de la reina, ella te seguiría de extremo a extremo del mundo. Se levantaría del lecho del rey y te seguiría por el mundo entero. Y tiene un precio, guapo muchacho, tiene un precio. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Puedo machacar un sapo en un mortero y hacer caldo con él y revolver el caldo con una mano de muerto. Rocía con él a tu enemigo mientras duerme y se convertirá en una víbora negra, y su propia madre le matará. Con una rueda puedo atraer a la luna del cielo, y con un cristal puedo mostrarte a la Muerte. ¿Qué necesitas? ¿Qué necesitas? Dime tu deseo y te lo otorgaré, y me pagarás un precio, guapo muchacho, me pagarás un precio.

—Mi deseo es muy poca cosa —dijo el joven pescador—; sin embargo, el sacerdote se ha enojado conmigo y me ha echado de su casa. Es muy poca cosa, y los mercaderes se han burlado de mí y me la han negado. Por eso vengo a ti, aunque los hombres te llamen mala, y sea cual sea tu precio, lo pagaré.

—¿Qué es lo que deseas? —preguntó la bruja acercándose a él.

—Quisiera desprenderme de mi alma —contestó el joven pescador.

La bruja palideció, y, estremeciéndose, escondió la cara en su manto azul.

—Guapo mozo, guapo mozo —musitó—, esa es una cosa horrible.

Él se sacudió los rizos morenos y se echó a reír.

—El alma no me sirve de nada —contestó—. No puedo verla. No puedo tocarla. No la conozco.

—¿Qué me darás si te revelo cómo? —preguntó la bruja, mirándole de arriba abajo con sus bellos ojos.

—Cinco monedas de oro —le dijo él—, y mis redes, y la cabaña de juncos en que vivo, y la barca pintada en que navego. Dime solo lo que debo hacer para librarme de mi alma y te daré todo lo que poseo.

Ella rio burlona, y le golpeó con la rama de cicuta.

—Puedo transformar las hojas del otoño en oro —contestó—, y puedo tejer en plata los pálidos rayos de la luna si lo deseo. Aquel a quien sirvo es más rico que todos los reyes de este mundo, pues es el dueño de los dominios de aquellos.

—¿Qué te daré entonces —preguntó él—, si tu precio no es oro ni plata?

La bruja le acarició los cabellos con su blanca y delicada mano.

—Tendrás que bailar conmigo, guapo muchacho —murmuró, sonriendo.

—¿Nada más que eso? —exclamó el joven pescador, asombrado. Se puso en pie.

—Nada más que eso —contestó ella, sonriéndole de nuevo.

—Entonces, al ponerse el sol, bailaremos juntos en algún sitio retirado —dijo él—, y después que hayamos bailado me dirás lo que deseo saber.

Ella negó con la cabeza.

—Cuando haya luna llena, cuando haya luna llena —murmuró. Luego escudriñó con los ojos a su alrededor y escuchó.

Un pájaro azul se elevó, chillando, desde su nido, y describió círculos sobre las dunas, y tres pájaros moteados susurraron entre la hierba gris y áspera, silbándose unos a otros. No se oía otro ruido que el de las olas agitándose sobre las guijas pulidas. Ella extendió la mano, se acercó a él y posó los labios secos en su oído.

—Esta noche acudirás a la cima de la montaña —musitó—. Es sábado y él estará allí.

Se estremeció el joven pescador, y la miró, y ella reía, mostrando los blancos dientes.

—¿Quién es ese él de quien hablas? —preguntó.

—No importa —contestó ella—. Acude esta noche y quédate bajo las ramas del carpe, y espera mi llegada. Si un perro negro corre hacia ti, pégale con una vara de sauce y se marchará. Si te habla una lechuza, no le contestes. Cuando llegue el plenilunio iré a buscarte y bailaremos juntos sobre la hierba.

—Pero ¿juras decirme lo que debo hacer para librarme de mi alma? —le preguntó.

Se adelantó ella bajo los rayos del sol, y a través de sus cabellos rojos pasó el viento, haciéndolos ondear.

—Te lo juro por las pezuñas del macho cabrío —contestó ella.

—Eres la mejor de las brujas —exclamó el joven pescador—. Y por supuesto bailaré contigo esta noche en la cima de la montaña. Lo cierto es que hubiera yo preferido que me pidieses oro o plata, cualquiera de los dos. Pero tu precio, tal como es, me conviene, pues representa poca cosa.

Y quitándose la gorra e inclinando con humildad la cabeza, bajó corriendo hacia la ciudad lleno de gran alegría.

La bruja le observó hasta que desapareció, y cuando lo perdió de vista entró en su caverna, y cogiendo un espejo de una caja de cedro labrado, lo colocó en un marco, quemó ante él verbena sobre unas brasas y escrutó las espirales del humo. Después de un rato cerró sus puños con ira.

—Debería haber sido mío —musitó—; soy tan hermosa como ella.

Y aquella noche, cuando salió la luna, el joven pescador subió a la cima de la montaña y esperó bajo las ramas del carpe. Como un escudo de bruñido metal, el amplio mar yacía a sus pies, y las sombras de las barcas de pesca se adentraban en la pequeña bahía. Una gran lechuza de amarillos ojos sulfúreos le llamó por su nombre, pero él no le contestó. Un perro negro corrió hacia él gruñendo. Le golpeó con una vara de sauce y se marchó quejoso.

A medianoche llegaron las brujas volando por el aire como murciélagos.

—¡Fu! —gritaban al posarse sobre la tierra—. Aquí hay alguien que no conocemos.

Y husmeando a su alrededor, charlaban entre ellas, haciendo signos. La joven bruja llegó la última de todas, con su roja cabellera flotando al viento. Vestía un traje de tisú de oro, bordado con ojos de pavo real, y un gorrito de terciopelo verde en la cabeza.

—¿Dónde está, dónde está? —chillaron las brujas al verla; pero ella solo rio y, corriendo hacia el carpe, tomó de la mano al pescador, le condujo al claro de luz de luna y empezaron a bailar.

Dieron vueltas y vueltas, y la joven bruja brincaba tan alto que él podía ver los tacones escarlata de sus zapatos. Entonces, del otro lado de los bailarines llegó el ruido del galopar de un caballo, pero sin que se viera caballo alguno, y él sintió miedo.

—¡Deprisa! —gritaba la bruja, echándole los brazos al cuello y exhalándole su cálido aliento sobre la cara—. ¡Deprisa, deprisa! —gritaba, y la tierra parecía girar bajo sus pies, y su cerebro se trastornaba, y le invadía un gran terror, como si algún ser perverso le estuviera espiando. Y al final observó que bajo la sombra de una roca se erguía una figura que no estaba allí antes.

Era un hombre vestido con un traje de terciopelo negro, cortado a la moda española. Su rostro estaba extrañamente pálido, pero sus labios se asemejaban a una soberbia flor roja. Parecía cansado, y se apoyaba en la roca jugueteando con gesto indiferente con el pomo de su daga. Sobre la hierba, a su lado, yacían un sombrero de plumas y un par de guantes de montar con lazos de oro y bordados de aljófares con un curioso lema. Una capa corta festoneada de cibelina pendía de sus hombros, y sus blancas y delicadas manos estaban enjoyadas con sortijas. Sobre sus ojos caían pesados los párpados.

El joven pescador le observaba como prendido en un hechizo. Al fin, sus ojos se encontraron, y dondequiera que bailase le parecía que los ojos de aquel hombre seguían clavados en él. Oyó reír a la bruja, y la cogió del talle y giraron locamente en vueltas y vueltas.

De repente ladró un perro en el bosque y los bailarines se detuvieron, y, acercándose de dos en dos, se arrodillaron y besaron las manos de aquel hombre. Al hacerlo, una leve sonrisa rozaba sus labios altivos como el ala de un pájaro roza el agua y la hace reír. Pero había desdén en ella. Seguía mirando al joven pescador.

—¡Ven! ¡Adorémosle! —murmuró la bruja, conduciéndole hacia él, y un gran deseo de obedecer a lo que ella le suplicaba se apoderó de él, y la siguió. Pero al llegar cerca, y sin saber por qué, hizo él sobre su pecho la señal de la cruz, invocando el sagrado nombre.

En ese mismo instante las brujas chillaron como halcones y levantaron el vuelo, y el pálido rostro que había estado contemplándole se crispó con un espasmo de dolor. El hombre se dirigió hacia un bosquecillo y silbó. Una jaca con arreos de plata acudió corriendo a su encuentro. Al saltar sobre la silla se volvió y miró al joven pescador con tristeza.

La bruja de roja cabellera intentó también levantar el vuelo, pero el pescador la agarró por las muñecas con gran fuerza.

—¡Suéltame —gritó ella— y déjame marchar, pues has nombrado lo que no debía ser nombrado y hecho el signo que no puede mirarse!

—No —contestó él—, no te dejaré marchar hasta que me hayas revelado el secreto.

—¿Qué secreto? —preguntó la bruja, luchando como si fuera un gato montés y mordiéndose los labios espumantes.

—Tú lo sabes —contestó él.

Los ojos verde hierba de la bruja se llenaron de lágrimas, y suplicó al pescador:

—¡Pídeme cualquier otra cosa, pero eso no!

Rio él, y la sujetó todavía con más fuerza.

Y cuando ella vio que no podía liberarse, le murmuró:

—Soy tan bella como las hijas del mar y tan gentil como las que moran en las aguas azules. —Y le miraba servilmente, acercando su cara a la de él.

Pero él la rechazó frunciendo el ceño, y le dijo:

—Si no mantienes la promesa que me hiciste, te mataré por ser una bruja falsa.

Su piel se volvió grisácea como una flor del árbol de Judas, y se estremeció.

—Así sea —musitó—. Es tu alma y no la mía. Haz de ella lo que quieras.

Y sacó del cinturón un cuchillito con mango de piel de víbora verde y se lo dio.

—¿De qué me sirve esto…? —preguntó él, asombrado.

Ella quedó en silencio unos momentos, y una mirada de terror cruzó por su rostro. Luego agitó la cabellera, y, sonriendo de un modo extraño, le dijo:

—Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo no es la sombra del cuerpo, sino el cuerpo del alma. Yérguete en la playa de espaldas a la luna, y corta por los pies tu sombra, que es el cuerpo del alma, y ordénale que te abandone, y así lo hará.

El joven pescador tembló.

—¿Es verdad eso? —murmuró.

—Es verdad, y quisiera no habértelo revelado —exclamó ella, y se abrazó llorando a sus rodillas.

Él la apartó y la dejó sobre la tupida hierba, y dirigiéndose hacia la ladera de la montaña se colocó el cuchillo en el cinto y empezó a descender.

Y el alma, que estaba en su interior, le invocó y dijo:

—¡Mira! He vivido contigo durante todos estos años y he sido tu sierva. No te desprendas de mí ahora, pues ¿qué daño te hice?

El joven pescador rio.

—No me has hecho daño alguno, pero no te necesito —le contestó—. El mundo es amplio, y hay en él también cielo e infierno y esa oscura morada crepuscular que se tiende entre ellos. Ve a donde quieras, pero no me destorbes, pues mi amor me llama.

Su alma le suplicó lastimosamente; pero él, sin prestarle atención, saltaba de risco en risco, tan seguro de pies como una cabra montés, y por fin llegó a la tierra llana y a la amarillenta orilla del mar.

Bronceado de miembros y bien formado, como una estatua modelada por un griego, se erguía sobre la arena, de espaldas a la luna, y salían de la espuma blancos brazos que le llamaban con señas, y de las olas se alzaban formas vagas que le rendían homenaje. Ante él yacía su sombra, que era el cuerpo de su alma, y detrás de él pendía la luna en el aire color de miel. El alma le dijo:

—Si en efecto tienes que desprenderte de mí, no me despidas sin corazón. El mundo es cruel; dame tu corazón y lo llevaré conmigo.

Él negó con la cabeza y sonrió.

—¿Con qué amaría a mi amor si te diese mi corazón? —exclamó.

—Sé misericordioso —pidió su alma—. Dame tu corazón, pues el mundo es muy cruel y tengo miedo.

—Mi corazón pertenece a mi amor —contestó él—; así que no tardes más y vete.

—¿No amaré yo también? —preguntó su alma.

—Vete, pues no te necesito —exclamó el joven pescador, y, con el cuchillito con mango de piel de víbora verde, cortó la sombra por los pies. Esta se irguió ante él y él la miró, y era igual a él.

Se echó atrás, y envainó el cuchillo en el cinturón, sintiéndose invadido de terror.

—Vete —murmuró—, y que no vuelva a ver tu cara.

—No, pero nos encontraremos de nuevo —dijo el alma. Su voz era humilde y aflautada, y apenas movía los labios cuando hablaba.

—¿Cómo nos encontraremos? —exclamó el joven pescador—. No querrás seguirme a las profundidades del mar…

—Una vez cada año vendré a este sitio y te llamaré —dijo el alma—. Puede ser que me necesites.

—¿Para qué iba a necesitarte? —preguntó el joven pescador—. Pero que así sea.

Se sumergió en el agua y los tritones soplaron en sus caracolas, y la sirenita fue a su encuentro, y rodeándole el cuello con sus brazos, le besó en la boca.

Y el alma, en pie sobre la playa solitaria, los miraba. Cuando desaparecieron en el mar, se marchó llorando por las marismas.

Y, transcurrido el primer año, fue el alma a la orilla del mar, llamó al joven pescador y él emergió del abismo, y dijo:

—¿Por qué me llamas?

Y el alma contestó:

—Acércate para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas maravillosas.

Él se acercó, y tendido sobre el agua poco profunda, con la cabeza apoyada en la mano, escuchó.

Y el alma le dijo:

—Cuando me separé de ti, volví mi rostro hacia el Oriente y viajé. Del Oriente viene todo lo que es sabiduría. Viajé seis días, y al amanecer del séptimo llegué a una colina que se encuentra en el país de los tártaros. Me senté a la sombra de un tamarisco para resguardarme del sol. La tierra era seca y abrasaba de calor. La gente iba y venía por la llanura como moscas arrastrándose sobre un disco de cobre pulido.

»Al mediodía se levantó una nube de polvo rojo en el horizonte de la llanura. Al verla, los tártaros templaron sus pintados arcos y, saltando sobre sus caballitos, galoparon hacia ella. Las mujeres huyeron, chillando, a los carros, y se escondieron detrás de las cortinas de fieltro.

»Al anochecer volvieron los tártaros, pero cinco de ellos faltaban, y de los que habían vuelto no pocos estaban heridos. Engancharon sus caballos a los carros y se marcharon raudos. Tres chacales asomaron de una cueva y los estuvieron observando. Luego husmearon el aire y partieron trotando en dirección contraria.

»Cuando salió la luna vi la hoguera de un campamento que ardía en la llanura, y me dirigí hacia ella. Allí había un grupo de mercaderes sentados en círculo sobre alfombras. Sus camellos estaban atados a unas estacas detrás de ellos, y los negros, que eran sus servidores, clavaban las tiendas de piel curtida en la arena y levantaban un alto vallado con nopales.

»Al acercarme, el jefe de los mercaderes se levantó y, desenvainando la espada, me preguntó por mi oficio.

»Contesté que en mi país era un príncipe, y que me había escapado de los tártaros, que trataban de hacerme su esclavo. El jefe sonrió, mostrándome cinco cabezas clavadas en largas cañas de bambú.

»Luego me preguntó quién era el profeta de Dios, y yo le respondí que Mahoma.

»Al oír el nombre del falso profeta se inclinó, y, cogiéndome de la mano, me colocó a su lado. Un negro me trajo leche de yegua en una escudilla de madera y un trozo de cordero asado.

»Al rayar el día proseguimos nuestro viaje. Yo cabalgaba sobre un camello de pelo rojizo, al lado del jefe, y un corredor corría delante de nosotros blandiendo una lanza. Los guerreros iban a un y otro lado, y las mulas seguían con la mercancía. Había cuarenta camellos en la caravana, y las mulas eran dos veces cuarenta en número.

»Viajamos desde el país de los tártaros al país de los que maldicen a la luna. Vimos los grifos guardando su oro sobre las blancas rocas, y los dragones escamosos durmiendo en sus cuevas. Al pasar por las montañas contuvimos el aliento por miedo a que las nieves se nos vinieran encima, y cada hombre se tapó los ojos con un velo de gasa. Al pasar por los valles nos arrojaron flechas los pigmeos desde los huecos de los árboles, y por la noche oíamos a los salvajes aporreando sus tambores. Al llegar a la Torre de los Monos les ofrendamos frutas y no nos hicieron daño alguno. Cuando llegamos a la Torre de las Serpientes les obsequiamos con leche caliente en escudillas de latón y nos dejaron pasar. Por tres veces en nuestro viaje llegamos a las orillas del Oxo. Lo cruzamos sobre balsas de madera que tenían debajo grandes vejigas infladas. Los hipopótamos se enfurecieron con nosotros y trataron de matarnos. Al verlos temblaban los camellos.

»Los reyes de cada ciudad nos exigían peajes, pero sin permitirnos franquear sus puertas. Desde lo alto de las murallas nos arrojaban pan, pastelillos de maíz cocidos en miel y pasteles de harina fina rellenos de dátiles. Por cada cien cestas les dábamos una cuenta de ámbar.

»Cuando los habitantes de los pueblos nos veían llegar, envenenaban las fuentes y huían a la cumbre de las colinas. Luchamos con los magadenses, que nacen viejos y van rejuveneciendo cada año y terminan muriendo niños; con los laktros, que se dicen hijos de los tigres y se pintan de amarillo y negro; con los aurantes, que encierran a sus muertos en las copas de los árboles y viven en oscuras cavernas por miedo a que el sol, que era su dios, pueda matarlos; con los krimnianos, que adoran a un cocodrilo y le ofrecen pendientes de cristal verde y lo alimentan con manteca y aves frescas; con los agazombanos, que tienen rostro de perro; y con los sibanos, que tienen pies de caballo y corren más deprisa que los caballos. Un tercio de nuestro grupo sucumbió en el combate, y otro tercio murió de hambre. El resto murmuraba contra mí, y decía que yo les había traído la mala suerte. Atrapé una víbora de debajo de una piedra, y dejé que me picase. Cuando vieron que no me producía efecto, se atemorizaron.

»Al cuarto mes llegamos a la ciudad de Illel. Era de noche cuando entramos en el bosquecillo que hay fuera de las murallas, y el aire era bochornoso, pues la luna, siguiendo su curso, estaba en Escorpión. Cogimos de los árboles granadas maduras, y, partiéndolas, bebimos su dulce jugo. Luego nos tendimos sobre nuestra alfombra y esperamos al amanecer.

»Y al amanecer nos levantamos y llamamos a la puerta de la ciudad. Era de bronce rojo forjado, y esculpido con dragones marinos y dragones alados. Los centinelas nos miraron desde las murallas almenadas y nos preguntaron qué ocupación teníamos. El intérprete de la caravana contestó que veníamos de la isla de Siria con numerosa mercancía. Tomaron rehenes y nos dijeron que abrirían la puerta a mediodía, ordenando que permaneciéramos allí hasta entonces.

»Al mediodía abrieron la puerta, y, cuando entramos, la gente salió agolpada de las casas para vernos, y un pregonero recorrió la ciudad voceando por una caracola. Nos detuvimos en el mercado, y los negros desataron los fardos de telas floreadas y abrieron los tallados cofres de sicomoro. Y cuando terminaron su tarea, los mercaderes expusieron sus extrañas mercancías, los lienzos encerados de Egipto y los pintados del país de los etíopes, las esponjas púrpura de Tiro y los azules tapices de Sidón, las copas de frío ámbar y los delicados vasos de cristal y las curiosas vasijas de arcilla cocida. Desde la techumbre de una casa un grupo de mujeres nos acechaba. Una de ellas llevaba una máscara de cuero dorado.

»Al primer día vinieron los sacerdotes a traficar con nosotros, al segundo día vinieron los nobles, y al tercer día vinieron los artesanos y los esclavos. Esta es su costumbre con todos los mercaderes mientras permanecen en la ciudad.

»Nosotros permanecimos durante una luna, y cuando estaba en menguante, cansado, vagué por las calles de la ciudad y llegué al jardín de su dios. Los sacerdotes, con sus vestiduras amarillas, caminaban en silencio entre los verdes árboles, y sobre un pavimento de mármol negro se levantaba el rosado templo donde habita su dios. Las puertas estaban revestidas de laca, con toros y pavos reales labrados en oro repujado y bruñido. La techumbre era de porcelana verde mar, y los aleros salientes estaban festoneados de menudas campanillas. Al pasar volando las blancas palomas las rozaban con sus alas, haciéndolas tintinear.

»Frente al templo había un estanque de agua clara, pavimentado de ónice veteado. Me tendí al borde, y con mis dedos pálidos acaricié las anchas hojas. Uno de los sacerdotes vino hacia mí y permaneció de pie a mi espalda. Llevaba puestas unas sandalias, una de suave piel de serpiente y la otra de plumas de ave. Estaba tocado con una mitra de fieltro negro adornada con medias lunas de plata. Siete medias lunas amarillas estaban también bordadas en su vestidura y su rizada cabellera estaba teñida con antimonio.

»Pasado un rato, me habló, y me preguntó qué deseaba.

»Le dije que mi deseo era ver al dios.

»—El dios está cazando —dijo el sacerdote, mirándome extrañado con sus ojillos oblicuos.

»—Dime en qué bosque, y cabalgaré con él —contesté.

»Peinando los suaves flecos de la túnica con sus uñas puntiagudas, murmuró:

»—El dios está durmiendo.

»—Dime en qué lecho, y velaré por él —contesté.

»—El dios está en la fiesta —exclamó él.

»—Si el vino es dulce, beberé con él, y si es amargo, beberé con él también —fue mi respuesta.

»Inclinó la cabeza asombrado, y tomándome de la mano, me levantó y me condujo hacia dentro del templo.

»En la primera cámara vi un ídolo sentado sobre un trono de jaspe orlado de grandes perlas orientales. Era de ébano tallado, y tenía la estatura de un hombre. Sobre la frente tenía un rubí, y un espeso óleo le goteaba de sus cabellos sobre los muslos. Sus pies estaban enrojecidos por la sangre de un cabrito recién degollado, y rodeaba su talle un cinturón tachonado con siete berilos.

»Y pregunté al sacerdote:

»—¿Es este el dios?

»Y él me contestó:

»—Este es el dios.

»—Enséñame al dios —exclamé—, o ten por seguro que te mataré.

»Y toqué su mano, que se marchitó.

»El sacerdote me suplicó diciendo:

»—Cure mi señor a su siervo y le mostraré al dios.

»Soplé mi aliento sobre su mano y quedó sana de nuevo, y, temblando, me condujo a la segunda cámara, y vi un ídolo en pie sobre un loto de jade, del que colgaban grandes esmeraldas. Estaba tallado en marfil, y su estatura era el doble que la de un hombre. Sobre su frente había un crisólito, y sus pechos estaban untados de mirra y canela. En una mano sostenía un curvado cetro de jade, y en la otra un cristal redondo. Llevaba coturnos de bronce, y su grueso cuello estaba rodeado de un collar de piedras lunares.

»Y pregunté al sacerdote:

»—¿Es este el dios?

»Y él me contestó:

»—Este es el dios.

»—Enséñame al dios —exclamé—, o ten por seguro que te mataré.

»Y toqué sus ojos, que se quedaron ciegos.

»El sacerdote me suplicó, diciendo:

»—Cure mi señor a su siervo, y le mostraré al dios.

»Soplé mi aliento sobre sus ojos, y la vista volvió a ellos, y temblando de nuevo me condujo a la tercera cámara, y, ¡ay!, allí no había ídolo ni imagen alguna, sino solo un espejo redondo de metal colocado sobre un altar de piedra.

»Y pregunté al sacerdote:

»—¿Dónde está el dios?

»Y él me contestó:

»—Aquí no hay otro dios que este espejo que ves, que es el Espejo de la Sabiduría. Todas las cosas del cielo y de la tierra él las refleja, excepto el rostro de quien se mira en él. No lo refleja, para que quien se mire en él pueda ser sabio. Existen muchos otros espejos, pero son los espejos de la Opinión. Este es el único Espejo de la Sabiduría. Y quienes poseen este espejo lo conocen todo, y no hay nada oculto para ellos. Y quienes no lo tienen, no poseen la sabiduría. Así pues, este es el dios que adoramos.

»Y miré en el espejo, y era tal como él me había descrito.

»Hice una cosa extraña, pero lo que hice no importa, pues en un valle que está a una sola jornada de aquí tengo escondido el Espejo de la Sabiduría. Permíteme que entre de nuevo en ti y sea tu sierva, y serás más sabio que todos los sabios, y la sabiduría será tuya. Permíteme que entre en ti, y nadie será tan sabio como tú.

Pero el joven pescador se echó a reír.

—El amor es mejor que la sabiduría —exclamó—, y la sirenita me ama.

—No, nada hay mejor que la sabiduría —dijo el alma.

—El amor es mejor —contestó el joven pescador; y se sumergió en las profundidades, y el alma se fue llorando por las marismas.

Y, transcurrido el segundo año, el alma fue a la orilla del mar y llamó al joven pescador, y este emergió del abismo y dijo:

—¿Por qué me llamas?

Y el alma contestó:

—Acércate, para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas maravillosas.

Él se acercó, y tendido sobre el agua poco profunda, con la cabeza apoyada en la mano, escuchó.

Y el alma le dijo:

—Cuando me separé de ti volví mi rostro hacia el Sur y viajé. Del Sur viene todo cuanto es precioso. Viajé seis días a lo largo de las carreteras que conducen a la ciudad de Aster, las carreteras teñidas de rojo polvo por las que marchan los peregrinos, y al amanecer del séptimo día alcé los ojos, y allí a mis pies reposaba la ciudad, pues estaba en un valle.

»Tiene nueve puertas esta ciudad, y frente a cada puerta se yergue un caballo de bronce que relincha cuando los beduinos descienden de las montañas. Las murallas están revestidas de cobre, y las atalayas que se erigen sobre estas están techadas de latón. En cada torre se yergue un arquero con un arco en la mano. Al salir el sol disparan una flecha contra el batintín, y al ponerse el sol soplan en una trompeta de cuerno.

»Cuando traté de entrar, los centinelas me detuvieron y me preguntaron quién era. Contesté que era un derviche en camino hacia la ciudad de la Meca, donde había un velo verde sobre el cual estaba bordado por las manos de los ángeles el Corán en letras de plata. Se quedaron llenos de asombro y me rogaron que pasase.

»Dentro era igual que un bazar. En verdad, deberías haber estado conmigo. Entre las calles estrechas las alegres linternas de papel se agitaban como grandes mariposas. Cuando el viento sopla los tejados se levantan y caen como pintadas burbujas. Los mercaderes se sientan delante de sus garitas sobre alfombras de seda. Tienen lacias barbas negras, y sus turbantes están cubiertos de cequíes de oro y largas sartas de ámbar y huesos de melocotón tallados que desgranan con sus dedos fríos. Algunos venden gálbano y nardos, y raros perfumes de las islas del océano Índico, y aceite espeso de rosas rojas, y mirra, y las florecillas delicadas del clavo. Cuando alguien se detiene a hablarles arrojan unas pulgaradas de incienso en un brasero encendido y aromatizan el aire. Vi un sirio con una varilla en la mano, delgada como un junco. Grises hilos de humo se desprendían de ella, y su olor era como el de la flor de almendro en primavera. Otros venden brazaletes de plata incrustados de azules turquesas lechosas, y ajorcas de latón festoneadas de perlitas, y garras de tigre engastadas en oro, y garras de ese gato dorado, el leopardo, engastadas también en oro, y aretes de esmeralda taladrada, y sortijas de jade hueco. De las casas de té llegaba el sonido de la guitarra, y los fumadores de opio, con sus blancas caras sonrientes, miraban pasar a los transeúntes.

»Debiste haber estado conmigo. Los vendedores de vino se abren camino a codazos por entre la multitud, cargando sobre los hombros grandes pellejos negros. La mayor parte de ellos venden vino de Shiraz, que es tan dulce como la miel. Lo sirven en tacitas de metal sembradas de pétalos de rosa. En el mercado se hallan los vendedores de fruta, que venden de todas las clases: higos maduros con su pulpa aplastada y purpúrea, melones con olor a almizcle y amarillos como topacios, pomelos y pomarrosas, racimos de blancas uvas, redondas naranjas rojas y doradas y ovalados limones de áureo verde. Una vez vi pasar por allí a un elefante. Su trompa estaba pintada de bermellón y cúrcuma y sobre las orejas llevaba una red de trenzada seda carmesí. Se paró frente a una de las garitas y empezó a comer naranjas, y el cornaca tan solo reía. No puedes figurarte qué extraña es aquella gente. Cuando están contentos, se dirigen a un vendedor de pájaros, compran un pájaro enjaulado y lo dejan en libertad para aumentar su alegría, y cuando están tristes se azotan ellos mismos con espinos para que su dolor no disminuya.

»Una tarde me topé con unos negros que transportaban un pesado palanquín por el bazar. Era de bambú dorado, con las varas de laca bermeja sembradas de pavos reales de bronce. Sobre las ventanas colgaban tenues cortinas de muselina bordadas con alas de escarabajos y menudos aljófares; y al pasar se asomó un pálido rostro circasiano y me sonrió. Yo fui detrás, y los negros apresuraban su paso y fruncían el ceño. Pero no hice caso. Me sentía invadido por una gran curiosidad.

»Al fin se detuvieron ante una casa blanca y cuadrada. No tenía ventanas, solo una puertecita parecida a la de una tumba. Depositaron en el suelo el palanquín, y llamaron tres veces con un martillo de cobre. Un armenio con caftán de cuero verde atisbó por el ventanillo, y, cuando los vio, abrió y desplegó una alfombra sobre la tierra, y la mujer se apeó. Al entrar, se volvió y me sonrió de nuevo. Nunca había visto a nadie tan pálido.

»Cuando salió la luna volví a aquel lugar y busqué la casa, pero ya no estaba allí. Entonces comprendí quién era la mujer y por qué me había sonreído.

»Lo cierto es que debiste haber estado conmigo. En la fiesta de la Luna Nueva el joven emperador salió de su palacio y fue a rezar a la mezquita. Su cabellera y su barba estaban teñidas con pétalos de rosas y sus mejillas empolvadas con fino polvo de oro. Las plantas de sus pies y de sus manos estaban coloreadas de amarillo con azafrán.

»Al amanecer salió de su palacio con vestido de plata, y al ponerse el sol volvió con vestido de oro. La gente se tiraba al suelo y escondía el rostro, pero yo no quise hacerlo. Permanecí en pie junto al tenderete de un vendedor de dátiles, y esperé. Cuando el emperador me vio, alzó sus pintadas cejas y se detuvo. Permanecí inmóvil por completo, sin rendirle acatamiento. La gente, maravillada de mi osadía, me aconsejó que huyese de la ciudad. Pero, sin hacerles caso, fui a sentarme con los vendedores de dioses extraños, que por razón de su oficio son odiados. Cuando les dije lo que había hecho, cada uno de ellos me regaló un dios y me suplicaron que me marchara.

»Aquella noche, mientras yacía sobre un almohadón en la casa de té que hay en la calle de las Granadas, entraron los guardias del emperador y me condujeron a palacio. Cuando entré cerraron las puertas detrás de mí, y las trabaron con cadenas. Dentro había un gran patio con una arcada que se extendía por todo alrededor. Los muros eran de alabastro blanco, adornados aquí y allá con azulejos azules y verdes. Los pilares eran de mármol verde, y el pavimento de una especie de mármol color melocotón. No había yo presenciado antes nada semejante.

»Al cruzar el patio, dos mujeres con velo me miraron desde una galería y me maldijeron. Los guardianes apretaron el paso, y las conteras de sus lanzas resonaban sobre el bruñido suelo. Abrieron una puerta de marfil tallado, y me encontré en un jardín de riego de siete terrazas. Estaba plantado de tulipanes y de girasoles y de áloes tachonados de plata. Como un delgado junquillo de cristal se sostenía un surtidor en el aire oscuro. Los cipreses eran como antorchas apagadas. Desde uno de ellos cantaba un ruiseñor.

»Al final del jardín se levantaba un pequeño pabellón. Al acercarnos salieron dos eunucos a nuestro encuentro. Sus cuerpos gruesos oscilaban al andar, y me miraban con curiosos ojos de párpados amarillos. Uno de ellos se llevó aparte al capitán de la guardia y cuchicheó algunas frases con él. El otro se quedó mascando pastillas perfumadas que sacaba con afectado ademán de una caja ovalada de esmalte lila.

»Al cabo de unos instantes el capitán de la guardia despidió a los soldados. Estos volvieron al palacio, y los siguieron despacio los eunucos, que arrancaban las dulces moras de los árboles al pasar. En un momento, el más viejo de los dos se volvió y me dirigió una perversa sonrisa.

»Entonces el capitán de la guardia me señaló la entrada del pabellón. Me adelanté sin temblar, y apartando la pesada cortina, entré.

»El joven emperador estaba recostado sobre un lecho de pintadas pieles de león con un gerifalte posado sobre la muñeca. Detrás de él se erguía un nubio con turbante de bronce, desnudo hasta la cintura y con pesados aretes en sus agujereadas orejas. Sobre una mesa, al lado del lecho, yacía una enorme cimitarra de acero.

»Al verme, el emperador frunció el ceño, y me preguntó:

»—¿Cuál es tu nombre? ¿No sabes que soy el emperador de esta ciudad?

»Pero yo no le respondí.

»Señaló con el dedo la cimitarra, y el nubio la cogió, y precipitándose hacia mí me descargó un tajo con gran violencia. La hoja zumbó a través de mi cuerpo sin hacerme daño. El hombre cayó al suelo, y, al levantarse, sus dientes castañeteaban de terror, y corrió a esconderse detrás del lecho.

»El emperador se puso en pie, agarró una lanza de un astillero y la tiró contra mí. La cogí al vuelo y rompí el asta en dos pedazos. Me disparó una flecha, pero levanté las manos y la detuve en el aire. Entonces desenvainó una daga que colgaba de su cinturón de cuero blanco y cortó la garganta del nubio para que aquel esclavo no pudiera contar su deshonra. El individuo se retorció como una serpiente pisoteada, y una espuma roja brotó a borbotones de sus labios.

»No bien hubo muerto, el emperador se volvió hacia mí. Se secó el sudor de la frente con una toallita orlada de seda carmesí, y me preguntó:

»—¿Eres un profeta al que no puedo herir, o el hijo de un profeta al que no puedo lastimar? Te suplico que abandones mi ciudad esta noche, pues mientras estés en ella ya no soy su señor.

»Y yo le contesté:

»—Me marcharé por la mitad de tu tesoro. Dame la mitad de tu tesoro y partiré.

»Me cogió de la mano y me condujo al jardín. Cuando el capitán de la guardia me vio, quedó maravillado; y cuando los eunucos me vieron, temblaron sus rodillas y cayeron a tierra atemorizados.

»Hay una cámara en el palacio que tiene ocho paredes de pórfido rojo y un techo de bronce laminado del que cuelgan lámparas. El emperador tocó una de las paredes, esta se abrió, y bajamos por un corredor que estaba alumbrado con muchas antorchas. En nichos a uno y otro lado había grandes jarras llenas hasta los bordes de monedas de plata. Cuando llegó al centro de la galería, el emperador pronunció la palabra que no puede decirse, y una puerta de granito se deslizó sobre un resorte secreto, y él se tapó el rostro con las manos por temor a que sus ojos quedasen deslumbrados.

»No podrías figurarte qué sitio tan maravilloso era aquel. Había allí enormes conchas de tortuga llenas de perlas y huecas piedras de luna de gran tamaño en las que se amontonaban rojos rubíes. El oro estaba almacenado en arcas de piel de elefante, y el oro en polvo en vasijas de cuero. Había allí ópalos y zafiros, los primeros en copas de cristal y los segundos en copas de jade. Redondas esmeraldas verdes estaban dispuestas en orden sobre finas bandejas de marfil, y en un rincón había sacos de seda, llenos unos de turquesas y otros de berilos. Los cuernos de marfil rebosaban de amatistas púrpuras, y los cuernos de bronce, de calcedonias y sardios. De las columnas, que eran de cedro, pendían hileras de lincurios amarillos. En planos escudos ovalados reposaban los carbunclos, unos color vino y otros de color parecido a la hierba. Y aún no te he contado sino la décima parte de lo que allí había.

»Y cuando el emperador apartó las manos de su rostro, me dijo:

»—Esta es la casa de mi tesoro, y la mitad de él es tuya, como te prometí. Te daré camellos y camelleros, y obedecerán tus órdenes, y llevarán tu parte del tesoro a cualquier lugar del mundo adonde desees ir. Y la cosa quedará hecha esta noche, pues no quisiera que el Sol, que es mi padre, contemplara que hay en mi ciudad un hombre a quien no puedo matar.

»Pero yo le respondí:

»—El oro que hay aquí es tuyo, y la plata tuya también, y tuyas las pedrerías y los objetos preciosos. Yo no los necesito. No aceptaré otra cosa de ti que esa sortija que llevas en el dedo de la mano.

»El emperador frunció el ceño.

»—Es una sortija de plomo —exclamó—, no tiene ningún valor. Así que coge tu mitad del tesoro y márchate de mi ciudad.

»—No —contesté—; solo me llevaré la sortija de plomo, pues sé lo que hay escrito en su interior, y con qué propósito.

»Y el emperador me suplicó, y dijo:

»—Coge todo el tesoro, y vete de mi ciudad. Mi mitad será tuya también.

»Hice una cosa extraña, pero no importa, pues en una cueva que está a una jornada de aquí tengo escondido el Anillo de la Riqueza. Está solo a una sola jornada de este lugar y espera tu llegada. Quien posea este anillo será tan rico como todos los reyes del mundo. Ven, pues, y quédatelo, y las riquezas del mundo serán tuyas.

Pero el joven pescador se echó a reír.

—El amor es mejor que la riqueza —exclamó—, y la sirenita me ama.

—No, nada hay mejor que la riqueza —dijo el alma.

—El amor es mejor —contestó el joven pescador; y se sumergió en las profundidades, y el alma se marchó llorando por las marismas.

Y, transcurrido el tercer año, el alma fue a la orilla del mar, y llamó al joven pescador, y este emergió del abismo y dijo:

—¿Por qué me llamas?

Y el alma respondió:

—Acércate, para que pueda hablar contigo, pues he visto cosas maravillosas.

Él se acercó, y tendido sobre el agua poco profunda, con la cabeza apoyada en su mano, escuchó.

Y el alma le dijo:

—En una ciudad que conozco hay una posada que se levanta junto a un río. Me senté allí con unos marineros que bebían vinos de dos colores diferentes, y que comían pan hecho de cebada, y pescaditos salados servidos en hojas de laurel con vinagre. Estando allí sentados y divirtiéndonos, entró un viejo llevando una alfombra de cuero y un laúd que tenía dos cuernos de ámbar. Y cuando hubo extendido por tierra la alfombra, pulsó con una pluma de ave las cuerdas de su laúd, y una muchacha con el rostro velado entró corriendo y empezó a bailar ante nosotros. Su rostro estaba cubierto con un velo de gasa, pero sus pies estaban descalzos. Descalzos estaban sus pies, y se agitaban sobre el tapiz como blancos pichones. Jamás he visto nada tan maravilloso; y la ciudad en que baila solo está a una jornada de este lugar.

Cuando el joven pescador oyó las palabras de su alma, recordó que la sirenita no tenía pies y no podía danzar. Un gran deseo le invadió, y se dijo: «Solo está a una jornada, y puedo volver junto a mi amor». Y, riendo, se puso en pie en el agua poco profunda y caminó a grandes pasos hacia la orilla.

Cuando hubo llegado a la orilla seca, rio de nuevo y tendió los brazos a su alma. Su alma lanzó un gran grito de alegría, y corriendo a su encuentro penetró en él; y el joven pescador vio ante sí sobre la arena esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

Y su alma le dijo:

—Vámonos sin tardar, de inmediato, pues los dioses del mar son celosos y tienen monstruos que obedecen sus órdenes.

Se apresuraron, pues, y toda aquella noche caminaron bajo la luna, y todo el día siguiente caminaron bajo el sol, y al atardecer llegaron a una ciudad. Y el joven pescador preguntó a su alma:

—¿Es esta la ciudad en que danza aquella de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—No es esta ciudad, sino otra; sin embargo, entremos.

Y entraron y cruzaron las calles, y al pasar por la calle de los joyeros el joven pescador vio una bella copa de plata expuesta en una tienda. Y su alma le dijo:

—Coge esa copa de plata y escóndela.

Y él cogió la copa y la escondió en los pliegues de su túnica, y salieron a toda prisa de la ciudad.

Cuando hubieron recorrido una legua, el joven pescador frunció el ceño, y arrojando la copa a la tierra dijo a su alma:

—¿Por qué me pediste que cogiera esa copa y la ocultase, cuando era una mala acción?

Pero su alma le contestó:

—Tranquilízate, tranquilízate.

Y al anochecer del segundo día llegaron a una ciudad, y el joven pescador preguntó a su alma:

—¿Es esta la ciudad en que danza aquella de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—No es esta ciudad, sino otra; sin embargo, entremos.

Y entraron y cruzaron las calles, y al pasar por la calle de los Vendedores de Sandalias el joven pescador vio a un niño, en pie, con un jarro de agua. Y su alma le dijo:

—Golpea a ese niño.

Y él golpeó al niño hasta hacerle llorar, y a continuación salieron a toda prisa de la ciudad.

Cuando hubieron recorrido una legua, el joven pescador se encolerizó, y dijo a su alma:

—¿Por qué me pediste que golpeara a ese niño, cuando era una mala acción?

Pero su alma le contestó:

—Tranquilízate, tranquilízate.

Y al anochecer del tercer día llegaron a una ciudad, y el joven pescador preguntó a su alma:

—¿Es esta la ciudad en que danza aquella de quien me hablaste?

Y su alma le contestó:

—Quizá sea esta la ciudad; por ello, entremos.

Entraron y cruzaron las calles, pero en ningún sitio pudo el joven pescador encontrar el río o la posada que se alza a su orilla. Y la gente de la ciudad le miraba con extrañeza, y él se atemorizó y dijo a su alma:

—Vámonos enseguida, pues aquella que danza con pies blancos no está aquí.

Pero su alma le contestó:

—No, esperemos ahora, pues la noche es oscura y habrá ladrones por el camino.

Así pues, se sentaron a descansar en el mercado, y al cabo de un rato pasó por allí un mercader encapuchado que vestía con una capa de paño de Tartaria, y sostenía, en la punta de una nudosa caña, una linterna de cuerno agujereado. Y el mercader le preguntó:

—¿Por qué te sientas en el mercado si las tiendas están cerradas y los fardos atados?

El joven pescador le contestó:

—No he podido encontrar posada en esta ciudad ni tengo pariente alguno que me dé albergue.

—¿No somos todos parientes? —dijo el mercader—. ¿Y no nos ha hecho un mismo Dios? Ven, por tanto, conmigo, que tengo un aposento para huéspedes.

El joven pescador se levantó, pues, y siguió al mercader. Y cuando cruzaron un jardín de granados y entraron en la casa, el mercader le trajo agua de rosas en una vasija de cobre para que se lavase las manos, y melones maduros para que apagase su sed, y le puso delante un plato de arroz con un trozo de cabrito asado.

Después que hubo terminado el mercader le condujo al aposento de huéspedes y le deseó que durmiese y descansase. El joven pescador le dio las gracias, besó el anillo que llevaba en el dedo, y se tendió sobre las teñidas alfombras de pelo de cabra. Y no bien se cubrió con una piel de cordero negro, se quedó dormido.

Y tres horas antes de amanecer, cuando era todavía de noche, su alma le despertó, y le dijo:

—Levántate y ve al cuarto del mercader, al cuarto en que duerme, mátalo, y róbale su oro, pues lo necesitamos.

El joven pescador se levantó y se deslizó hacia el cuarto del mercader; a sus pies yacía una corva espada, y en una bandeja a su lado había nueve bolsas de oro. Extendió la mano y tocó la espada, y al tocarla se estremeció el mercader, despertó y preguntó al joven pescador:

—¿Quieres devolver mal por bien, y pagar con derramamiento de sangre la bondad que te he mostrado?

Y su alma le dijo al joven pescador:

—Mátale.

Y él le golpeó hasta que le hizo perder el sentido; y apoderándose entonces de las nueve bolsas de oro, huyó deprisa por el jardín de los granados y volvió el rostro hacia el lucero del alba.

Y cuando hubieron recorrido una legua, el joven pescador se golpeó el pecho, y dijo a su alma:

—¿Por qué me ordenaste que matase al mercader y le quitase su oro? En verdad, eres mala.

Pero su alma le contestó:

—Tranquilízate, tranquilízate.

—No —exclamó el joven pescador—; no puedo tranquilizarme, pues todo lo que me has ordenado hacer lo aborrezco. A ti también te aborrezco, y te ordeno que me digas por qué me has impulsado a obrar así.

Y su alma le contestó:

—Cuando me arrojaste al mundo no me diste corazón, así es que aprendí a hacer todas estas cosas y a amarlas.

—¿Qué dices? —murmuró el joven pescador.

—Ya lo sabes —contestó su alma—; bien lo sabes. ¿Has olvidado que no me diste corazón? No lo creo. Así pues, no te trastornes ni me trastornes; tranquilízate, pues no hay pena que no puedas ahuyentar ni placer que no puedas recibir.

Y cuando el joven pescador oyó estas palabras, tembló y dijo a su alma:

—No, eres mala y me has hecho olvidar mi amor, y me has atraído con tentaciones, y has encauzado mis pies en el camino del pecado.

Y su alma le contestó:

—No olvides que cuando me arrojaste al mundo no me diste corazón. Ven, vamos a otra ciudad y divirtámonos, pues tenemos nueve bolsas de oro.

Pero el joven pescador cogió las nueve bolsas de oro, las tiró al suelo y las pisoteó.

—No —exclamó—; no quiero nada contigo, ni quiero viajar en tu compañía por ninguna parte, y así como me desprendí de ti antes, así me desprenderé ahora, pues no me has hecho ningún bien.

Y volviéndose de espaldas a la luna, con el cuchillito de mango de piel de víbora verde se esforzó en recortar por los pies esa sombra del cuerpo que es el cuerpo del alma.

A pesar de ello, su alma no se movió de él, ni obedeció su mandato, sino que le dijo:

—El hechizo que la bruja te reveló no te será ya útil, pues no puedo abandonarte, ni tú puedes desprenderte de mí. Una vez en la vida puede un hombre desprenderse de su alma, pero si la vuelve a admitir tiene que conservarla consigo para siempre; y este es su castigo y su premio.

Y el joven pescador palideció, y apretando los puños exclamó:

—Fue una bruja falsa, pues no me lo dijo.

—No —respondió su alma—, fue leal a aquel a quien adora, cuya sierva será siempre.

Y cuando el joven pescador comprendió que no podía librarse de su alma, y que era un alma perversa que permanecería siempre con él, se desplomó en tierra llorando amargamente.

Al despuntar el día, el joven pescador se levantó y dijo a su alma:

—Ataré mis manos para que no puedan obedecer tu mandato, y cerraré mis labios para que no puedan pronunciar tus palabras, y volveré al lugar donde vive la que amo. Así es que regresaré al mar, a la pequeña ensenada donde solía ella cantar, y la llamaré y le contaré el mal que hice y el mal que tú me has hecho.

Y su alma le tentó, diciéndole:

—¿Quién es tu amor para que vuelvas a él? En el mundo hay muchas que son tan hermosas como ella. Las bailarinas de Samaris, por ejemplo, bailan imitando a toda clase de aves y animales. Sus pies están teñidos con alheña, y en las manos llevan campanillas de cobre. Ríen mientras danzan, y su risa es tan clara como la risa del agua. Ven conmigo, y te las mostraré. Pues ¿para qué preocuparte de eso que tú llamas pecado? ¿Lo que es agradable de comer no está hecho para ser comido? ¿Y hay veneno en lo que es dulce de beber? No te preocupes y ven conmigo. Muy cerca de aquí hay una pequeña ciudad con un jardín de tulipanes, y en ese lindo jardín viven blancos pavos reales y pavos reales de pechuga azul. Cuando las despliegan al sol, sus colas son como discos de marfil y como discos dorados. Y la que los alimenta baila para placer de ellos, y unas veces danza sobre las manos, y otras veces danza con los pies. Y tiene los ojos pintados con estibio, y su nariz posee el suave modelado de las alas de una golondrina. De una de las aletas de su nariz cuelga una flor tallada en una perla. Ríe ella al bailar, y los aros de plata que rodean sus tobillos tintinean como campanillas de plata. No te preocupes más y ven conmigo a esa ciudad.

Pero el joven pescador no contestó a su alma, sino que, sellando sus labios con un voto de silencio y atando cortas sus manos con una cuerda, regresó hacia el lugar del que había venido, hacia la pequeña ensenada donde su amor solía cantar. Y siempre su alma le tentaba por el camino, pero él no respondía ni quería cometer ninguna de las maldades a las que aquella le conminaba: tan grande era la fuerza del amor que tenía dentro.

Y cuando hubo llegado a la orilla del mar, desató la cuerda de sus manos, levantó el voto de silencio de sus labios y llamó a la sirenita. Pero ella no acudió a su llamada, a pesar de que él estuvo llamándola y suplicándole durante todo el día.

Y su alma se burló de él, y dijo:

—En verdad, escasa alegría te proporciona tu amor. Eres como el que en tiempo de sequía vierte agua en una vasija rota. Das lo que tienes y nada recibes a cambio. Harías mejor en venir conmigo, pues sé dónde está el valle de los Placeres y las cosas que allí suceden.

Pero el joven pescador no contestó a su alma, y en una hendidura de la roca se construyó él mismo una cabaña de zarzo, y habitó allí por espacio de un año. Y cada mañana llamaba a la sirena, y cada tarde la volvía a llamar, y durante la noche pronunciaba su nombre. Sin embargo, nunca salió ella del agua a su encuentro, ni en ningún lugar del mar pudo encontrarla, aunque la buscó en las grutas y en el agua verde, en las charcas de la marea y en los pozos que hay en el fondo de las profundidades.

Y siempre su alma le tentaba con el mal, susurrándole cosas terribles. Sin embargo, no le vencía: tan grande era la fuerza de su amor.

Y al transcurrir un año, el alma pensó para sí: «He tentado a mi dueño con el mal, y su amor es más fuerte que yo. Le tentaré ahora con el bien y quizá venga conmigo».

Y habló, pues, al joven pescador, y dijo:

—Te he hablado de los goces del mundo y no me has prestado oído. Permíteme ahora que te hable del dolor y quizá quieras escucharme. Pues en verdad el dolor es el señor del mundo y no hay nadie que escape de sus redes. Hay algunos que carecen de ropa y otros que carecen de pan. Hay viudas que se visten de púrpura y viudas que se visten de andrajos. De una a otra parte de los pantanos marchan los leprosos, y son crueles entre ellos. Los mendigos vagan de aquí para allá por los caminos, y sus alforjas están vacías. Por las calles de las ciudades anda el hambre, y la peste permanece en sus puertas. Ven, vamos a remediar esas cosas, a hacerlas desaparecer. ¿Por qué quedarse aquí llamando a tu amor, si ves que no acude a tu llamada? ¿Y qué es el amor para concederle tan alta importancia?

Pero el joven pescador no contestó nada: tan grande era la fuerza de su amor. Y cada mañana llamaba a la sirena, y cada tarde la volvía a llamar, y durante la noche pronunciaba su nombre. Sin embargo, nunca salió ella del agua a su encuentro, ni en ningún lugar del mar pudo encontrarla, aunque la buscó en los ríos del mar, y en los valles que hay bajo las olas, y en el mar que la noche empurpura, y en el mar que el alba torna gris.

Y transcurrido el segundo año, el alma dijo una noche al joven pescador, cuando estaba sentado, solo, en su cabaña de zarzo:

—Te he tentado con el mal y te he tentado con el bien, y tu amor es más fuerte que yo. Así es que no te tentaré ya más; pero te ruego que me permitas entrar en tu corazón, que pueda yo ser una contigo como antes.

—Por supuesto que puedes entrar —dijo el joven pescador—, pues en los días en que recorriste el mundo sin corazón has debido de sufrir mucho.

—¡Ay! —exclamó el alma—. No puedo hallar un sitio por donde entrar: tan rebosante de amor está tu corazón.

—Sin embargo, quisiera poder ayudarte —dijo el joven pescador.

Y de repente se oyó un gran grito de duelo que venía del mar, como el grito que oyen los hombres cuando un hijo del mar muere. El joven pescador se puso en pie y, saliendo de su cabaña de zarzo, corrió hacia la orilla. Las olas negras rompieron precipitadamente en la playa, trayendo con ellas una carga que era más blanca que la plata. Blanca como la espuma era y semejante a una flor flotaba sobre las olas. Y la corriente la arrebató de las olas, y la espuma de la marejada, y la playa la recibió, y a sus pies vio tendido el joven pescador el cuerpo de la sirenita. Muerta a sus pies yacía.

Llorando como quien está profundamente conmovido de dolor, se arrojó a su lado, y besó el rojo frío de su boca, y acarició el aguzado ámbar de sus cabellos. Se arrojó a su lado sobre la arena, llorando como el que tiembla de alegría, y cogiéndola en sus morenos brazos la estrechó contra su pecho. Fríos estaban los labios, y, sin embargo, él los besó. Salada estaba la miel de su cabellera y, sin embargo, él la saboreó con amarga alegría. Besó los párpados cerrados, y el rocío amargo que guardaban sus cálices era menos salado que sus lágrimas.

Y se confesó al cadáver. En las conchas de sus orejas vertió el áspero vino de su historia. Colocó las manos alrededor de su cuello y acarició la delicada caña de su garganta. Amarga, amarga era su alegría, y lleno de extraño placer, su dolor.

El negro mar se acercaba, y la blanca espuma gemía como un leproso. Con blancas garras de espuma se aferraba el mar a la playa. Del palacio del rey del mar llegó de nuevo el grito de duelo, y a lo lejos los grandes tritones soplaron roncamente en sus caracolas.

—Retírate —dijo su alma—, pues sigue acercándose el mar, y si tardas, puedes morir. Retírate, pues tengo miedo viendo que tu corazón me está cerrado a causa de la grandeza de tu amor. Retírate a un lugar seguro. No querrás enviarme sin corazón al otro mundo.

Pero el joven pescador no escuchaba a su alma, sino que llamaba a la sirenita, y decía:

—El amor es mejor que la sabiduría y más precioso que las riquezas, y más bello que los pies de las hijas de los hombres. El fuego no puede destruirlo ni el agua puede apagarlo. Yo te he llamado al amanecer, y tú no has contestado a mi llamada. La luna oyó tu nombre, y, sin embargo, tú no me prestaste atención, pues yo te había abandonado de forma cruel, y para mi propio daño vagué lejos. No obstante, tu amor perduró en mí y siempre fue poderoso y nada prevaleció sobre él, a pesar de haber contemplado el mal y contemplado el bien. Y ahora que estás muerta, quiero en verdad morir contigo.

Y su alma le suplicó que se marchase, pero él no quiso: tan grande era su amor. Y el mar se acercó y se esforzó en cubrirle con sus olas; y cuando él supo que era su fin besó con labios enloquecidos los fríos labios de la sirena, y su corazón se despedazó en su interior. Y como a causa de ello la plenitud de su amor destrozó su corazón, el alma encontró una entrada y penetró en él y, como antes, fue una con él. Y el mar cubrió al joven pescador con sus olas.

Y al llegar la mañana, el sacerdote salió para bendecir el mar, que había estado agitado, y con él venían los monjes y los músicos, y los portadores de cirios y los turiferarios, y un gran acompañamiento.

Y cuando el sacerdote llegó a la orilla vio al joven pescador que yacía ahogado en la playa, estrechando en sus brazos el cuerpo de la sirenita. Retrocedió frunciendo el ceño y, haciendo la señal de la cruz, gritó con voz fuerte:

—¡No bendeciré el mar ni nada de lo que hay en él! ¡Malditos sean los hijos del mar y malditos los que con ellos tienen relación! Y en cuanto al que por su amor olvidó a Dios y yace con su amante, muerto por Su juicio, coged su cuerpo y el cuerpo de su amante y enterradlos en el recodo del campo de los Bataneros, y no pongáis encima ninguna marca, ninguna clase de señal, para que nadie pueda conocer el lugar en que descansan. Pues malditos fueron en vida y malditos serán también muertos.

La gente obedeció a su mandato, y en el recodo del campo de los Bataneros, donde no crecía blanda hierba, cavaron un hoyo profundo y depositaron los cadáveres en él.

Y transcurrido el tercer año, un día de fiesta, el sacerdote subió a la capilla para mostrar a la gente las llagas del Señor y hablarles de la ira de Dios.

Y cuando se hubo puesto sus vestiduras y entró y se inclinó ante el altar, advirtió que el altar estaba cubierto de extrañas flores que no había visto nunca antes. Extrañas eran y de rara belleza, y su belleza le turbó y su esencia fue dulce a su olfato. Y se sintió contento, y no sabía por qué estaba contento.

Después de abrir el tabernáculo y de incensar la Custodia que había dentro, y de mostrar la inmaculada Hostia al pueblo y de esconderla de nuevo tras el velo de los velos, empezó a predicar, deseando hablar a su parroquia de la ira de Dios. Pero la belleza de las flores blancas le turbaba, y su esencia fue dulce a su olfato; y otras palabras vinieron a sus labios, y no habló de la ira de Dios, sino del Dios cuyo nombre es Amor. Y no sabía por qué hablaba así.

Cuando terminó la gente lloraba y el sacerdote volvió a la sacristía con los ojos llenos de lágrimas. Los diáconos fueron a quitarle las vestiduras, y le despojaron del alba y del cíngulo, del manípulo y de la estola. Y él permanecía inmóvil, como el que sueña.

Y cuando le hubieron desvestido, los miró y les dijo:

—¿Qué flores son esas que están sobre el altar, y de dónde vienen?

Y ellos le contestaron:

—Qué flores son no sabemos; pero vienen del recodo del campo de los Bataneros.

El sacerdote tembló, y, volviendo a su casa, oró.

Y al llegar la mañana, siendo todavía el amanecer, salió con los monjes y los músicos, y los portadores de cirios, y los turiferarios, y un gran acompañamiento; y fue a la orilla del mar, y bendijo al mar y a todos los seres indómitos que hay en él. Bendijo también a los faunos, y a los pequeños seres que bailan en el bosque, y a los de ojos brillantes que atisban a través de las hojas. A todos los seres del mundo de Dios los bendijo, y la gente estaba llena de alegría y de asombro. Sin embargo, no volvieron jamás a crecer flores de ninguna especie en el recodo del campo de los Bataneros, y aquel campo volvió a quedar árido como antes. Ni volvieron los hijos del mar a la bahía como solían hacer, pues se marcharon a otra parte del mar.

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