jueves, 22 de agosto de 2013

Leopoldo María Panero - Pavane pour un enfant défunt (1979)

Pavane pour un enfant défunt
por Leopoldo María Panero




A mi tía Margot 

Se diría que está aún en la balaustra del balcón  
mirando a nadie, llorando.  
Se diría que eres aún visto como siempre  
que eres aún en la tierra un niño difunto.  
Se diría, se arriesga  
el poema por alguien  
como un disparo de pistola,  
en la noche, en la noche sembrada  
de ojos desiertos, los ojos solos  
de monstruos. Todos nosotros somos  
niños muertos, clavados en la balaustra como por encanto,  
como sólo saben esperar los muertos.  
Se diría que has muerto y eres alguien por fin,  
un retrato en la pared de los muertos,  
un retrato de cumpleaños con velas para los muertos.  
Pero a nadie le importan los niños, los muertos,  
a nadie los niños que viajan solos por el país de los muertos,  
y para qué, te dices, abrir los ojos al país de los ciegos,  abrir los ojos hoy,  
mañana, para siempre. Era mejor Oeste, tierras vírgenes,  héroes en los ojos  
de un cine desesperado, y los dioses que matan a los  hombres feroces,  
los dioses más feroces que los hombres  
los dioses crueles de la infancia, los dioses  
de la inocente crueldad, pensabas que se alimentan de ciegos  
y de quienes mendigan su ser en una picaresca sórdida,  
si hombres hay, homicida. Pero aventura no hay, lo sabes,  
más que por alguien, para alguien, como un poema,  
como el riesgo de un vuelo en el aire sin tránsito. Y es por ello  
por lo que no hay infancia en el país desierto. Por ello también  
por lo que nadie podría jamás sospechar que conservas esa  
belleza demente de la infancia, ese furor contra lo útil de tu cuerpo,  
y esa mudez en los ojos, esa belleza  
sólo vendible al cielo del suicidio, sólo a esos ojos: esa existencia.  
Pero la vida sigue como el puente de Eliot,  
como un puente de muertos o un flujo  
de sombras que se cogen  
de la mano ciega en el lodo para saber que están muertos y viven.  Esa vida de la que hablan  
en el infierno, entre sí los muertos, los alucinados, los absurdos,  
los orgullosos sonámbulos disputando con sangre  
una certeza alucinante; es un fuerte dios pardo.  
Una basta tragedia que hacen  
por navidades, los viejecitos, los difuntos,  
con personas de olvido, con máscaras y ritos de otros tiempos,  
rótulos de neón y fuegos fatuos: así obra desde entonces,  
desde entonces, esa raza  
misteriosa que pasa a tu lado sin mirarte o mirarse,  
desde entonces, desde el día primero  
en que te asomaste con pánico a su delirio. Desde que viven, quizá,  
desde que no hay tiempo sino destino y trazo  
de vida invulnerable a la decisión de una mirada fuerte.  
Quien es visto o quien cae en ese río sordo  
es lo mismo, es un muerto  
que se levanta día tras día para  
mendigar la mirada.  
Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando,  
que espera también esta mañana, esta tarde como siempre  
festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos  
algún día por fin su cumpleaños.

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