tag:blogger.com,1999:blog-34507618372758640992024-03-13T00:16:06.991-07:00LA BIBLIOTECA DE NADIEAnonymoushttp://www.blogger.com/profile/10323642995013081929noreply@blogger.comBlogger233125tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-4062111487126550622024-02-02T10:52:00.000-08:002024-02-02T10:52:11.969-08:00Carolina Sánchez Pinzón - Metamorfosis<div style="text-align: center;"><b>Metamorfosis</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;">por <b>Carolina Sánchez Pinzón</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjHJ9CfJ0tF6lPQE2-QvwWYGGEN6oCtJDmFaSMbJm6KSDAvUEOppExJpuW4ST_icHSWMguHfhnJnqLS_aFoAB1hkkWQPGYM5tZ8D5XxoByBs0zaGgTXDsFxIAq6KaNQdGsxrOrAUbwYhRL_OrB98ztNZjnK9VY7pjPIx3_AeAXPLzUilbT6D_8Bk62-L7ll/s892/Carolina%20S%C3%A1nchez%20Pinz%C3%B3n%20(1982).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="892" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjHJ9CfJ0tF6lPQE2-QvwWYGGEN6oCtJDmFaSMbJm6KSDAvUEOppExJpuW4ST_icHSWMguHfhnJnqLS_aFoAB1hkkWQPGYM5tZ8D5XxoByBs0zaGgTXDsFxIAq6KaNQdGsxrOrAUbwYhRL_OrB98ztNZjnK9VY7pjPIx3_AeAXPLzUilbT6D_8Bk62-L7ll/s320/Carolina%20S%C3%A1nchez%20Pinz%C3%B3n%20(1982).jpg" width="276" /></a></div><br /></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div>Mi cabeza flotando</div><div>entre luciérnagas</div><div>entre jeringas</div><div>con más de una gota de sangre</div><div>entre</div><div>carnicerías de moscas</div><div>entre</div><div>silencio.</div><div>Mi cabeza perdida</div><div>como vagina de muñeca de plástico,</div><div>en cualquier basurero.</div><div>Contempla</div><div>el paso de larva a mariposa</div><div>de bala a cadáver.</div><div>Mi cabeza flotando entre manos y pies de</div><div>otros.</div><div>Entre los sonidos del aullido del animal</div><div>que llega sin invitación a la</div><div>ciudad.</div><div>Entre cráneos de cabras.</div><div>Entre los eclipses</div><div>que siempre aparecen en los destierros.</div><div><br /></div><div>Mi cabeza flotando</div><div>entre los ojos de Dios,</div><div>el cirujano.</div><div>Entre pesadillas,</div><div>que como pan sostienen a los hombres.</div><div>Entre este país de injertos.</div><div><br /></div><div>Mi cabeza puede</div><div>contar hasta tres</div><div>para desaparecer.</div><div>Mi cuerpo no.</div><div>La guerra tampoco.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-66511292270237777622024-01-31T10:32:00.000-08:002024-01-31T10:32:04.281-08:00Alejo Carpentier - Viaje a la semilla (1944)<div style="text-align: center;"><b>Viaje a la semilla</b></div><div style="text-align: center;">(1944)</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Alejo Carpentier</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjk_wDXoD-NC7ceSRiKPtl5bSgD8z93ehkJKMbLPBVom14hn4AScWyi34uz5JkdHJPnT_XXRw5S97yeRimyQG071G_-ljJd_vwMIkZjd3v6LhIoMGAC_LSnaQ3UFQzKW4jMXaM88na-p7w2IHot-ym_oAqrTWg72DLN_x-GhcTQN0J51LQVp5WO9n7LPmvv/s1024/Alejo%20Carpentier%20(1904-1980).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="720" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjk_wDXoD-NC7ceSRiKPtl5bSgD8z93ehkJKMbLPBVom14hn4AScWyi34uz5JkdHJPnT_XXRw5S97yeRimyQG071G_-ljJd_vwMIkZjd3v6LhIoMGAC_LSnaQ3UFQzKW4jMXaM88na-p7w2IHot-ym_oAqrTWg72DLN_x-GhcTQN0J51LQVp5WO9n7LPmvv/s320/Alejo%20Carpentier%20(1904-1980).jpg" width="225" /></a></div><br /><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- I -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué quieres, viejo…?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto— cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- II -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- III -</b></div><div><br /></div><div>Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.</div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- IV -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: «¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!» No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- V -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas —relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol—. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- VI -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media… Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta travesera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de «El Jardín de las Modas». Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca —así fuera de movida una guaracha— sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- VII -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- VIII -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Pum!… ¡Pum!… ¡Pum!…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario —como Don Abundio— por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones —órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- IX -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda —cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa—. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- X -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí, urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.</div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- XI -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Guau, guau! —dijo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- XII -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>- XIII -</b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-75520838160268916012023-12-22T05:37:00.000-08:002023-12-22T05:37:41.031-08:00Leopoldo María Panero - La cuádruple forma de la nada (1994)<div style="text-align: left;"><div style="text-align: center;"><b>La cuádruple forma de la nada</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Leopoldo María Panero</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhWqpyRandxTLcEK8Bq0Mx9rdxxjialRQMIVsGVCOSprmy5ZPN4rwR4tzI_vGRdEi5RxCzswV81dvEJ6mgJxBuLx0cnEp2WKfS8wVp93B2wxKEQA9289gsLH2oF7w2fdR23KwmbXf7xsMxCpZ_FLoNcNwGQPEOoy0sZ4g5PwDsV2Y15gnQTRCiXXPtFjmLb/s1024/1948-2014%20-%20Leopoldo%20Mar%C3%ADa%20Panero.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhWqpyRandxTLcEK8Bq0Mx9rdxxjialRQMIVsGVCOSprmy5ZPN4rwR4tzI_vGRdEi5RxCzswV81dvEJ6mgJxBuLx0cnEp2WKfS8wVp93B2wxKEQA9289gsLH2oF7w2fdR23KwmbXf7xsMxCpZ_FLoNcNwGQPEOoy0sZ4g5PwDsV2Y15gnQTRCiXXPtFjmLb/s320/1948-2014%20-%20Leopoldo%20Mar%C3%ADa%20Panero.jpg" width="240" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div>Yo he sabido ver el misterio del verso</div><div>que es el misterio de lo que a sí mismo nombra</div><div>el anzuelo hecho de la nada</div><div>prometido al pez del tiempo</div><div>cuya boca sin dientes muestra el origen del poema</div><div>en la nada que flota antes de la palabra</div><div>y que es distinta a esa nada que el poema canta</div><div>y también a esa nada en que expira el poema:</div><div>tres pues son las formas de la nada</div><div>parecidas a cerdos bailando en torno del poema</div><div>junto a la casa que el viento ha derrumbado</div><div>y ay del que dijo una es la nada</div><div>frente a la casa que el viento ha derrumbado:</div><div>porque los lobos persiguen el amanecer de las formas</div><div>ese amanecer que recuerda a la nada;</div><div>triple es la nada y triple es el poema</div><div>imaginación escritura y lectura</div><div>y páginas que caen alabando a la nada</div><div>la nada que no es vacío sino amplitud de palabras</div><div>peces shakespearianos que boquean en la playa</div><div>esperando allí entre las ruinas del mundo</div><div>al señor con yelmo y con espada</div><div>al señor sin fruto de la nada.</div><div>Testigo es su cadáver aquí donde boquea el poema</div><div>de que nada se ha escrito ni se escribió nunca</div><div>y ésta es la cuádruple forma de la nada.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-87018677486323624632023-12-18T04:35:00.000-08:002023-12-18T04:35:04.008-08:00William F. Harvey - Calor de Agosto<div style="text-align: center;"><b>Calor de Agosto</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>William F. Harvey</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiQKDw36n_zcXOWxk8FWIbvN8FRoHfHRKT8kBY0wv1Nm7ga82Hec8RSgWHfPpU0KFHcVilDhHeTsbSQ-AJBy4Uu3z2GRVLzPWicHMLuo6jX62CTbxMKwW91_Pa5YG55Uwmle5Dreh27x7n_Bu4ww6p9e_d9A-7-6jL1fYDc5A3rjKBbWxNzWwrYpzs1RJBm/s694/William%20F.%20Harvey%20(1885-1937).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="694" data-original-width="595" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiQKDw36n_zcXOWxk8FWIbvN8FRoHfHRKT8kBY0wv1Nm7ga82Hec8RSgWHfPpU0KFHcVilDhHeTsbSQ-AJBy4Uu3z2GRVLzPWicHMLuo6jX62CTbxMKwW91_Pa5YG55Uwmle5Dreh27x7n_Bu4ww6p9e_d9A-7-6jL1fYDc5A3rjKBbWxNzWwrYpzs1RJBm/s320/William%20F.%20Harvey%20(1885-1937).jpg" width="274" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div style="text-align: left;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div>PENISTONE ROAD, CLAPHAM</div><div><br /></div><div>20 de agosto de 190…</div><div><br /></div><div>Acabo de experimentar el que, creo, ha sido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los hechos siguen frescos en mi memoria, deseo pasarlos al papel con tanta claridad como me sea posible.</div><div><br /></div><div>Déjenme decir antes que nada que mi nombre es James Clarence Withencroft.</div><div><br /></div><div>Tengo cuarenta años y una salud de hierro, pues nunca he pasado un solo día de mi vida enfermo.</div><div><br /></div><div>Soy artista por profesión, aunque no de mucho éxito, si bien gano suficiente dinero con mi trabajo en blanco y negro para satisfacer mis necesidades.</div><div><br /></div><div>Mi único pariente cercano, una hermana, falleció hace cinco años, de modo que soy independiente.</div><div><br /></div><div>Esta mañana tomé el desayuno a las nueve, y tras echarle un vistazo al periódico matutino encendí mi pipa y dejé vagar la mente con la esperanza de dar con algún tema para mi lápiz.</div><div><br /></div><div>A pesar de tener la puerta y las ventanas abiertas, la atmósfera de la habitación era opresivamente calurosa, y acababa de decidir que el lugar más fresco y cómodo de todo el vecindario sería la zona más honda de la piscina pública cuando llegó la idea.</div><div><br /></div><div>Empecé a dibujar. Me concentre en el trabajo con tanta intensidad que dejé intacto el almuerzo, y sólo me detuve cuando el reloj de San Judas marcó las cuatro.</div><div><br /></div><div>El resultado final, para tratarse de un boceto apresurado, era, estaba convencido, lo mejor que había hecho nunca.</div><div><br /></div><div>Mostraba a un criminal en el banquillo de los acusados inmediatamente después de que el juez hubiera dictado sentencia. Era un hombre gordo, inmensamente gordo. La carne colgaba exageradamente sobre su barbilla; se plegaba sobre su enorme y rechoncho cuello. Exhibía un afeitado apurado (más bien debería decir que un par de días antes había disfrutado de un afeitado apurado) y era casi completamente calvo. Se encontraba de pie en el banquillo, agarrando la barandilla con sus torpes dedos, mirando al frente. El sentimiento que sugería su expresión no era tanto de horror como de un completo y absoluto derrumbamiento.</div><div><br /></div><div>No parecía haber en aquel hombre nada lo suficientemente fuerte como para soportar aquella montaña de carne.</div><div><br /></div><div>Enrollé el dibujo y, en realidad ignorando por qué, lo guardé en mi bolsillo. Después, con esa sensación poco común de felicidad, con la seguridad que da el haber hecho algo bien, salí de casa.</div><div><br /></div><div>Creo que salí con la idea de visitar a Trenton, pues recuerdo haber recorrido Lytton Street y girar a la derecha por Gilchrist Road al pie de la colina, en la que un grupo de obreros trabajaba en la nueva línea del tranvía.</div><div><br /></div><div>A partir de entonces sólo tengo un vago recuerdo de a donde fui. Lo único de lo que era completamente consciente era del terrible calor, que ascendía de la capa de asfalto de la calle casi como una ola palpable. Deseé oír el trueno que parecían prometer los grandes bancos de nubes de color cobrizo que colgaban a baja altitud sobre el cielo occidental.</div><div><br /></div><div>Debía de haber caminado cinco o seis millas cuando un chiquillo me sacó de mi trance al preguntarme la hora.</div><div><br /></div><div>Faltaban veinte minutos para las siete.</div><div><br /></div><div>En cuanto el chiquillo se marchó, busqué referencias que me ayudaran a orientarme. Descubrí que me hallaba frente a una puerta que conducía a un patio rodeado por una franja de tierra sedienta, en la que había varias flores, morados alhelíes y geranios escarlata. Sobre la entrada había una madera con la inscripción:</div><div><br /></div></div><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><div style="text-align: justify;"><div>CHS. ATKINSON TALLADOR</div></div><div style="text-align: justify;"><div>TRABAJOS EN MÁRMOL INGLÉS E ITALIANO</div></div></blockquote><div style="text-align: justify;"><div><br /></div><div>Desde el interior del patio llegaba un silbido alegre, el ruido producido por los golpes de un martillo, y el frío sonido del metal al chocar con la piedra.</div><div><br /></div><div>Un impulso repentino me hizo entrar.</div><div><br /></div><div>Había un hombre sentado, de espaldas a mí, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteada. Se giró en cuanto oyó mis pasos y yo noté cómo los pies se me quedaban clavados al suelo.</div><div><br /></div><div>Era el mismo hombre que había estado dibujando, aquel cuyo retrato llevaba en el bolsillo.</div><div><br /></div><div>Allí estaba, sentado, enorme y elefantíaco, con el sudor chorreándole por la calva, que se secó con un pañuelo rojo de seda. Pero aunque el rostro era el mismo, la expresión era completamente diferente.</div><div><br /></div><div>Me recibió con una sonrisa, como si fuéramos viejos amigos, y me estrechó la mano.</div><div><br /></div><div>Me disculpé por la intrusión.</div><div><br /></div><div>—Hace tanto calor y el sol brilla tanto ahí fuera —dije— que esto parece un oasis en mitad del desierto.</div><div><br /></div><div>—No sé yo qué decir sobre eso del oasis —respondió—, pero desde luego hace calor, tanto calor como en el infierno. ¡Siéntese, caballero!</div><div><br /></div><div>Señaló hacia uno de los extremos de la losa funeraria en la que estaba trabajando, y me senté.</div><div><br /></div><div>—Ha conseguido hacerse usted con una hermosa pieza de mármol —dije.</div><div><br /></div><div>Él negó con la cabeza.</div><div><br /></div><div>—En cierto modo sí lo es —respondió—, pues la superficie de esta cara está perfectamente pulida, pero, aunque imagino que usted nunca se daría cuenta, tiene una enorme tara en la parte trasera. Nunca podría hacer un trabajo realmente bueno con este mármol. Aguantaría bien durante un verano como éste, ya que no se vería afectado por el maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una buena helada para revelar los puntos débiles de una piedra.</div><div><br /></div><div>—¿Entonces, para qué es? —pregunté.</div><div><br /></div><div>El hombre se echó a reír.</div><div><br /></div><div>—No sé si me creerá si le digo que es para una exposición, pero así es. Los artistas hacen exposiciones: al igual que los verduleros y los carniceros; también nosotros tenemos las nuestras. Lo último en lápidas, ¿sabe?</div><div><br /></div><div>Empezó entonces a hablar de las diferentes clases de mármol, cuál soportaba mejor el viento y la lluvia, y con cuál era más fácil trabajar; de ahí pasó a su jardín y a una nueva clase de clavel que acababa de comprar. Más o menos cada dos minutos dejaba sus herramientas, se secaba la brillante calva y maldecía el calor.</div><div><br /></div><div>Yo hablé poco, pues me sentía incómodo. Había algo antinatural, misterioso, en mi encuentro con aquel hombre.</div><div><br /></div><div>Al principio intenté convencerme de que ya le había visto con anterioridad; que su rostro, desconocido para mí, había encontrado cobijo en algún rincón remoto de mi memoria, pero supe que estaba practicando poco más que un plausible intento de autoengaño.</div><div><br /></div><div>El señor Atkinson finalizó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó profiriendo un suspiro de alivio.</div><div><br /></div><div>—¡Ya está! ¿Qué le parece? —dijo con un aire de orgullo evidente.</div><div><br /></div><div>La inscripción, que leí entonces por primera vez, era la siguiente:</div><div><br /></div></div><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><div style="text-align: justify;"><div>EN SAGRADA MEMORIA</div></div><div style="text-align: justify;"><div>DE</div></div><div style="text-align: justify;"><div>JAMES CLARENCE WITHENCROFT.</div></div><div style="text-align: justify;"><div>NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860.</div></div><div style="text-align: justify;"><div>FALLECIÓ REPENTINAMENTE</div></div><div style="text-align: justify;"><div>EL 20 DE AGOSTO DE 190–</div></div><div style="text-align: justify;"><div><br /></div></div><div style="text-align: justify;"><div>«En la plenitud de la vida estamos en la muerte»</div></div></blockquote><div style="text-align: justify;"><div><br /></div><div>Durante un rato permanecí sentado en silencio. Después, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Le pregunté de dónde había sacado aquel nombre.</div><div><br /></div><div>—Oh, no lo he sacado de ningún sitio —respondió el señor Atkinson—. Necesitaba un nombre y utilicé el primero que se me ocurrió. ¿Por qué desea saberlo?</div><div><br /></div><div>—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es el mío.</div><div><br /></div><div>Dejó escapar un largo y grave silbido.</div><div><br /></div><div>—¿Y las fechas?</div><div><br /></div><div>—Sólo puedo responder por una de ellas, y es correcta.</div><div><br /></div><div>—¡Canastos! —dijo.</div><div><br /></div><div>Pero sabía menos que yo. Le conté lo de mi trabajo de aquella mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré. A medida que lo miraba, la expresión de su rostro se fue alterando más y más hasta convertirse en la del hombre que había dibujado.</div><div><br /></div><div>—¡Y pensar que justo anteayer —dijo— le dije a María que los fantasmas no existen!</div><div><br /></div><div>Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero supe a lo que se refería.</div><div><br /></div><div>—Probablemente haya oído usted mi nombre en algún sitio.</div><div><br /></div><div>—¡Y usted seguro que me ha visto en alguna parte y luego lo ha olvidado! ¿Estuvo usted el pasado julio en Clacton-on-Sea?</div><div><br /></div><div>Nunca había estado en Clacton en mi vida. Permanecimos en silencio durante un rato. Ambos estábamos contemplando lo mismo, las dos fechas grabadas en la losa, y una era auténtica.</div><div><br /></div><div>—Entre a cenar algo —dijo el señor Atkinson.</div><div><br /></div><div>Su esposa era una mujercita alegre, con las mejillas redondas y sonrosadas de los que se han criado en el campo. Su esposo me presentó como un amigo suyo artista. No resultó ser una idea muy afortunada, pues una vez retiradas de la mesa las sardinas y los berros, extrajo una Biblia ilustrada por Doré, y tuve que sentarme a expresar mi admiración durante casi media hora.</div><div><br /></div><div>Salí afuera y encontré a Atkinson sentado sobre la losa, fumando.</div><div><br /></div><div>Reiniciamos la conversación en el punto en que la habíamos dejado.</div><div><br /></div><div>—Tendrá usted que perdonarme porque le pregunte esto —dije—, ¿pero conoce alguna razón por la que pudieran llevarle a juicio?</div><div><br /></div><div>Él negó con la cabeza.</div><div><br /></div><div>—No estoy en bancarrota, el negocio va lo suficientemente bien. Hace tres años les regalé unos pavos por Navidad a algunos de los guardas, pero eso es todo lo que se me ocurre. Y además eran pequeños —añadió como ocurrencia tardía.</div><div><br /></div><div>Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las plantas.</div><div><br /></div><div>—Con este tiempo tan caluroso hay que hacerlo al menos dos veces al día —dijo—, y aun así el calor a veces acaba con las más delicadas. ¡Y los helechos, Señor! No pueden ni aguantarlo. ¿Dónde vive usted?</div><div><br /></div><div>Le dije mi dirección. Volver a casa me supondría una hora de caminar a buen ritmo.</div><div><br /></div><div>—Así están las cosas —dijo—: abordemos el asunto claramente. Si vuelve a casa esta noche puede usted sufrir toda una serie de accidentes. Un coche podría atropellarle, y también están las típicas pieles de plátano o de naranja; eso por no hablar de las escaleras que se derrumban.</div><div><br /></div><div>Hablaba de lo improbable con una seriedad intensa que seis horas antes habría resultado risible. Pero yo no me reí.</div><div><br /></div><div>—Lo mejor que podemos hacer —continuó» es que se quede usted aquí hasta las doce. Subiremos arriba y fumaremos; puede que dentro se esté un poco más fresco.</div><div><br /></div><div>Ante mi propia sorpresa, acepté.</div><div><br /></div><div style="text-align: center;"><b>* * * </b></div><div><br /></div><div>Ahora estamos sentados en una habitación larga aunque no muy alta, bajo los aleros. Atkinson ha enviado a su mujer a la cama. Se mantiene ocupado afilando algunas de sus herramientas con una pequeña piedra oleosa mientras se fuma uno de mis puros.</div><div><br /></div><div>El aire está cargado con la amenaza de tormenta. Estoy escribiendo esto en una mesa inestable frente a la ventana abierta. Una de las patas está rota, y Atkinson, que parece un hombre hábil con las herramientas, va a arreglarla tan pronto como termine de darle filo a su cincel.</div><div><br /></div><div>Ya pasan de las once. En menos de una hora me habré marchado.</div><div><br /></div><div>Pero el calor es sofocante.</div><div><br /></div><div>Un hombre podría volverse loco con tanto calor.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-8200752294814094932023-12-06T02:36:00.000-08:002023-12-06T02:36:48.667-08:00Kurd Lasswitz - La biblioteca universal (1901)<div style="text-align: center;"><b>La biblioteca universal</b></div><div style="text-align: center;">(1901)</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Kurd Lasswitz</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiYO8qCUH2Jbj6AdAnODWIPnL3fVgqGs2-vmXnIp7cC8iAyax0sZVMZUlN1O2XVdeii31SEW56uVidtSBG30hNtBCnT2gRpK_WBWvmhBga0276NVlAIMIr3oleo50HhTUXL_hz4PHSI20TXa2Jp2HTZBWdxMIPPGHbEI6JirSh1YMHB6iKfiFHsJDMppn84/s1024/Kurd%20Lasswitz%20(1848-1910).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="722" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiYO8qCUH2Jbj6AdAnODWIPnL3fVgqGs2-vmXnIp7cC8iAyax0sZVMZUlN1O2XVdeii31SEW56uVidtSBG30hNtBCnT2gRpK_WBWvmhBga0276NVlAIMIr3oleo50HhTUXL_hz4PHSI20TXa2Jp2HTZBWdxMIPPGHbEI6JirSh1YMHB6iKfiFHsJDMppn84/w283-h400/Kurd%20Lasswitz%20(1848-1910).jpg" width="283" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Querrá decir en sus repeticiones.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresad» en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burke, bromeando.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Excelente!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede con tener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno he encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Bibloteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 x 100 x 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Y silo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Adelante.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—El doble de centímetros que el número de volúmenes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-29811173029287738922023-12-03T06:52:00.000-08:002023-12-03T06:52:41.031-08:00Jorge Luis Borges - La biblioteca de Babel (1941)<div style="text-align: center;"><b>La biblioteca de Babel</b></div><div style="text-align: center;">(1941)</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Jorge Luis Borges</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjeVZ-4c4fptanob9pI5q85cnUM1q6zkoglCCwWZxxtn-VKRYUAxJKgF4a09yZKVFUYFwlsc6Q1OKQRDuh-olFmBsdA5f5KDnw7rEzayG7eRlY-n4grug4eSE9L1vW4SpLg4CNGNmf5eKPHJzQ5ke-TotNt4IDOtQppyw5IUvfahQoXc_K4exTKF8lWLkyt/s979/Jorge%20Luis%20Borges%20(1899-1986).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="979" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjeVZ-4c4fptanob9pI5q85cnUM1q6zkoglCCwWZxxtn-VKRYUAxJKgF4a09yZKVFUYFwlsc6Q1OKQRDuh-olFmBsdA5f5KDnw7rEzayG7eRlY-n4grug4eSE9L1vW4SpLg4CNGNmf5eKPHJzQ5ke-TotNt4IDOtQppyw5IUvfahQoXc_K4exTKF8lWLkyt/s320/Jorge%20Luis%20Borges%20(1899-1986).jpg" width="251" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div><br /></div><div style="text-align: right;"><i>By this art you may contemplate</i></div><div style="text-align: right;"><i>the variation of the 23 letters…</i></div><div style="text-align: right;"><br /></div><div style="text-align: right;">The Anatomy of Melancholy,</div><div style="text-align: right;">part. 2, sect. II, mem. IV</div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios). Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras <i>M C V</i> perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz).</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables <i>M C V</i> no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de <i>M C V</i> en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro <i>Axaxaxas mlö</i>. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, <i>ex hypothesi</i>, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>dhcmrlchtdj</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: right;"><i>Mar del Plata, 1941</i></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-17960743587642984292023-11-28T08:47:00.000-08:002023-11-28T08:47:50.605-08:00Javier Mije - Abstenerse (2022)<div style="text-align: center;"><b>Abstenerse</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Javier Mije</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhk7gM5xQdvM6chvPeb3xd2bVw2eZz4MQIQdLV1NoIX0RZ3RntftcWoVROaTpOaIXk4EoZvlzZNPZEXVedfPd-W-xsRzdC9kXp0g2_xZtdo9_shwl5C0cCwjial9TfcTuKr_NFjW8JyiHbPEWNLUbrTnsmnRmR3G_Mz2Gtz58pzScjvTlawd7ribiir0_Td/s780/Javier%20Mije%20(1969).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="768" data-original-width="780" height="315" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhk7gM5xQdvM6chvPeb3xd2bVw2eZz4MQIQdLV1NoIX0RZ3RntftcWoVROaTpOaIXk4EoZvlzZNPZEXVedfPd-W-xsRzdC9kXp0g2_xZtdo9_shwl5C0cCwjial9TfcTuKr_NFjW8JyiHbPEWNLUbrTnsmnRmR3G_Mz2Gtz58pzScjvTlawd7ribiir0_Td/s320/Javier%20Mije%20(1969).jpg" width="320" /></a></div><br /></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div>Mujer de pecho natural. Capricornio. Optimista. Paso a dar algunas pinceladas de mi persona. Valgo la pena. Adoro el olor a tierra mojada y el sonido de las olas en el mar. Me gustaría aprovechar este espacio para volver a creer en el amor verdadero. Ojos avellana. Complexión delgada. No busco noches fáciles. Eso de describirse a uno mismo es complicado. Sin cargas familiares no resueltas. Más bien agradable de ver. Patinadora amateur. Pinto cuadros y muebles. Mujer en busca de la felicidad o similar. No me interesa el sexo virtual. Entregada a mi pareja. La belleza de la vida es dar. No veo hombres serios en mi entorno. No frecuento playas nudistas. Canto en una coral. Me gusta la montaña, el sol, la vida. ¿Qué busco aquí? Compartir un pijama. Paseos bajo un solo paraguas. Busco un hombre transparente y con valores. Con vivienda propia. No sé mentir. Una segunda oportunidad con un hombre fiel. El matrimonio no es imprescindible. Deja que surja. Desde la luz del respeto. Soy desconfiada. De origen caucásico. De risa fácil. Abstenerse picaflores. Abstenerse aves nocturnas. El caos me colapsa. El tiempo dirá. Taquicardia. Atardeceres y pícnics en el campo. Dormir de lado. Hay webs específicas si solo quieres sexo. No callo ni bajo el agua. Amante del arte en todas sus facetas. Sin estudios. Con novela publicada. No me cuentes cuentos. Hago trabajos manuales. Soy muy agradecida. Me desinflo rápido. Cada minuto cuenta. Días como bandadas de pájaros imaginarios. Un amor de verano. Descalzos por el parque. Abstenerse salidos. Es un milagro. Interesada en los extraterrestres. Mi religión es el humor. Mi lema: sé fiel a ti mismo. Es complicado definirse. Algunos kilos de más. Licenciada en Derecho. Teleoperadora. He cruzado desiertos. Me apunto a un bombardero. Me aburro un poco. Muy amiga de mis amigos. No respondo sin foto. Abstenerse hombres casados. Abstenerse bajitos. Un hombre de verdad, no un desecho. ¡Nada de problemas, por favor! ¿Quieres ver el mundo? Está bajo tus pies. Mil años de soledad. Hablo demasiado. Solo caballeros solventes. Personas que suman. Abstenerse los que necesitan una niñera para sus hijos. ¿Qué me hace única? Soy propietaria de un comercio. Sexualmente muy desinhibida. Honesta, intuitiva, puntual. Busco una pareja estable con fines matrimoniales. Sin máscaras. Abstenerse rompecorazones. Abstenerse limones que amargan. Digo lo que pienso, sin filtro. El mar una noche de luna llena. Saltar en la cama. Viajar sin dinero. Confío en Dios y su perfecta voluntad. Busco un hombre que se afeite y tenga buena dentadura. Nada de alcohol. ¡Ortografía, por favor! Crucemos los dedos. No sé qué poner. Rellenar cuestionarios me estresa. Soy camarera. La sal de la vida. Nada caprichosa. Una velada con amigos. Jazz, góspel y swing. Conversaciones que detienen el tiempo. En fin, algo sencillo. Abstenerse hombres que quieran hacerse un harén. Soy rubia pero no tonta. Ni alta ni baja, ni fea ni guapa. El drama no va conmigo. Ni tristes ni pasivos. Me gustan los sombreros. Cuando parece que no hay nada más que rascar, llega alguien que te sube al cielo. Hola, ¿qué tal? Pues nada, aquí estoy. Mujer con la hoja en blanco. Sigilosa al andar. Lenta en perdonar. Exijo fidelidad. Un hombre al que pueda admirar. Amo lo bello. La naranja entera. Todo un carácter. Natural como los desastres. Este lugar es extraño. La ternura. El sonido del viento entre los árboles. Noches sin dormir. Despertar del letargo. Saltar livianos. Mirarse a los ojos. Mejor cada uno en su casa. Soy del montón. Recepcionista de hotel con mala suerte en el amor. No tengo muchos talentos. Tengo pecas. Tengo mi público. De apariencia nórdica. Busco un hombre que me pase la sal. En este mundo todo es posible. En nuestro planeta azul. Palabras que se lleva el viento. Un paseo cogidos de la mano. Karaoke. Manzanas ácidas. Chocolate negro. Bailar en los semáforos. Abstenerse cuarentones. Mejor señores jubilados. ¿Por dónde empiezo? Soy ceramista. Secretaria de dirección. Trabajo festivos. Siempre llevo mi mejor vestido. Busco un hombre que me compre helados. Esos detalles que hacen que cada día sea especial. Planes <i>low cost</i>. Compartir gastos. Voy con la verdad por delante. Necesito retos. Vivo con mi gato. Sólo actividades normales. No estoy interesada en mantener conversaciones eróticas por teléfono. Soy de Barcelona pero resido en Vigo. Me gusta caminar descalza por la orilla del mar. Enamorada del atardecer. De los hombres me atrae su bondad. Que sea limpio, respetuoso, aseado. Una persona formal. Voy a buscar perfiles a otro planeta. Discreta, tímida, sincera. Llana, abierta. Difícil de enamorar. Gordita. Con ganas de dar y recibir. Alguien que me llene en todos los sentidos. Abstenerse payasos. Abstenerse vendedores de humo. No me corresponde a mí definirme. Locuaz, madrugadora. Gran catálogo de besos. Un toque pícaro. Me gusta el regaliz. No soy una mujer de revista. No quiero varios hombres a mis pies. Cada cual tiene sus virtudes y sus defectos. La vida es lo mejor que tenemos. Abstenerse los que ponen fotos de personajes televisivos. No sé muy bien qué hago aquí. No soy una Barbie. En persona mejor que en las fotos. Busco un hombre que disfrute dentro y fuera de casa. Novelas y no capítulos. Un buen vino con un piano de fondo. Compartir confidencias a la luz de las velas. Un árbol al otro lado del cristal. Abstenerse depresivos. Abstenerse hombres con sandalias. Piscis muy activa. Ojos azules. Más borde que un gato recién bañado. Quisiera contactar con hombre capaz de realizar varias tareas a la vez. Equilibrado y sin ansiedades. Ya lo sé, pido mucho. Vaqueros muy gastados. Mariposas en el estómago. Es importante que surja la chispa. Las etiquetas no importan. Un toque de locura y contemplar la luna llena. No envío fotos de mis tetas. Ya es mucho en estos tiempos. ¿Qué puedo decir de mí? Mujer bipolar y sarcástica. Voy donde el viento me lleva. Ser feliz es mi prioridad. La aventura de estar vivos. Con la cabeza en su sitio. Sin engaños, por favor. No ranas peludas. Abstenerse iluminados que solo quieran meterla. Así de claro, así de complicado. Busco un cambio de aires. Un profesor de baile. Una habitación con nuevas vistas. Para eso estamos aquí, ¿no? El amor hace al mundo girar.</div><div><br /></div><div>Si te sientes identificado, escríbeme. La forma tradicional de conocer gente tampoco era para pagar saltos. </div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-35814908624448296652023-11-26T04:08:00.000-08:002023-11-26T04:08:20.229-08:00Emily Dickinson - No es necesario ser una habitación para estar embrujada (Poema #670)<div style="text-align: center;"><b>No es necesario ser una habitación para estar embrujada (Poema #670)</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Emily Dickinson</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjVIF9y1B_2CadifTKik6-MeNc2WOxG3FEiBsJAOOo5O7Yw6W7PbBfdHvaZukO86qv-nCQ-CG27q77yVIn_u3VlHapoDXphId-LwB1Rg7DOzu8Ee6Ka_loplY4EmXCSZOfHZrE8Z0TpKNanrOYxBeh2UYOEu3qLRzmsNIB7Nepqqtz_8B8pWLMs-5pp4tAs/s1024/Emily%20Dickinson%20(1830-1886).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="643" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjVIF9y1B_2CadifTKik6-MeNc2WOxG3FEiBsJAOOo5O7Yw6W7PbBfdHvaZukO86qv-nCQ-CG27q77yVIn_u3VlHapoDXphId-LwB1Rg7DOzu8Ee6Ka_loplY4EmXCSZOfHZrE8Z0TpKNanrOYxBeh2UYOEu3qLRzmsNIB7Nepqqtz_8B8pWLMs-5pp4tAs/s320/Emily%20Dickinson%20(1830-1886).jpg" width="201" /></a></div><br /></div><div><br /></div><div>No es necesario ser una habitación</div><div>para estar embrujada,</div><div>no es necesario ser una casa.</div><div>El cerebro tiene pasillos más grandes</div><div>que los pasillos reales.</div><div>Es mucho más seguro encontrarse a medianoche</div><div>con un fantasma exterior</div><div>que toparse con ese gélido huésped,</div><div>el fantasma interior.</div><div>Más seguro correr por una abadía</div><div>perseguida por las sepulturas</div><div>que, sin luna, encontrarse a una misma</div><div>en un lugar solitario.</div><div>Nosotros tras nosotros mismos escondidos,</div><div>lo que nos produce más horror.</div><div>Sería menos terrible</div><div>un asesino en nuestra habitación.</div><div>El prudente coge un revólver</div><div>y empuja la puerta,</div><div>sin percatarse de un espectro superior</div><div style="text-align: left;">que está más cerca. </div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-58247587494732621232023-11-23T05:33:00.000-08:002023-11-23T05:33:35.870-08:00William Ospina - Emily Dickinson: El exilio interior<div style="text-align: center;"><b>Emily Dickinson: El exilio interior</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;">por <b>William Ospina</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiDWE0Mmjm6U4H_ZQEXJzfBEbdsP_2rK85H3jTgYfbmXZyfBJFI9Nq2_iQq-ocVkdiBmNXGC_qMgtIX0r4z6PW86xdo843N_bo4B4mreIXD2AcdGqenF06YK98mtwo6iFjwA14xiqhWu42QzaDsaNDqFtCTosGGtt6G-_qv8l7QQ8jpDUuw-WQoQsDwagqQ/s792/William%20Ospina%20(1954).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="792" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiDWE0Mmjm6U4H_ZQEXJzfBEbdsP_2rK85H3jTgYfbmXZyfBJFI9Nq2_iQq-ocVkdiBmNXGC_qMgtIX0r4z6PW86xdo843N_bo4B4mreIXD2AcdGqenF06YK98mtwo6iFjwA14xiqhWu42QzaDsaNDqFtCTosGGtt6G-_qv8l7QQ8jpDUuw-WQoQsDwagqQ/s320/William%20Ospina%20(1954).jpg" width="310" /></a></div></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Entre 1830 y 1886 muchas cosas trascendentales ocurrieron en los Estados Unidos. Fue terminado el primer ferrocarril, y con él se abrió una nueva etapa en la ardua conquista del continente. Fue inventada la máquina cosechadora, que moldearía el rostro de esos territorios conquistados. Walt Whitman convirtió en ritmo y en júbilo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que la Revolución francesa había procurado realizar con sangre. Ralph Waldo Emerson llevó a sus extremos más generosos la reflexión sobre las posibilidades de la democracia. Fue tendida la primera línea telegráfica que permitió a los hombres esa cosa increíble, dialogar a distancia. Irlandeses y alemanes entraron en la composición de los pueblos del Norte. El oro de California, como una montaña magnética, arrastró caravanas a través de las interminables praderas. Un insomne solitario le regaló a su patria, ebria de optimismo, un bálsamo de pesadillas. La tierra se llenó de factorías, el cielo se llenó de humaredas, las paralelas de acero unieron los estados. La tripulación del capitán Ahab vio aparecer entre las olas a la descomunal y satánica ballena blanca. Henry David Thoreau inventó la desobediencia civil. Abraham Lincoln asumió el comando de la república. Durante cinco años intercambiaron fuego y prodigaron sangre los cañones del norte y del sur. Las cadenas que doblaban a los negros sobre los algodonales inmensos se rompieron. Las llamas de Chicago hicieron pensar a los hombres que ardía el lago Michigan. Sobre el estruendo de las máquinas que se multiplicaban cruzó las praderas con bisontes una voz humana llevada por un hilo. Huckleberry Finn miró las estrellas sobre las embravecidas aguas del Mississippi. Los obreros rugieron, los anarquistas dispararon, y el fonógrafo con sus voces y sus flautas mágicas ocupó los salones. Tal vez más asombroso que estos hechos fue que en medio de ellos hubiera discurrido la existencia y la poesía de Emily Dickinson.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El 15 de abril de 1862, el editor Thomas Higginson recibió una carta acompañada de cuatro poemas. Los firmaba Emily Dickinson, de Amherst, quien quería saber si había vida en sus versos y presurosamente se disculpaba por la molestia. No podía saber entonces Higginson que ese tímido ser que lo requería era ya la más grande poetisa de América y una de las voces femeninas más puras y personales de la historia. Se dice que le respondió severamente a su pregunta sobre la vida de los versos, pero con afecto le preguntó por su edad, por su aspecto y por sus amistades.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Había nacido en 1830 y era la segunda hija de una familia notable de Amherst, en Nueva Inglaterra. Pero nada que digamos sobre sus orígenes y su ambiente puede explicar lo que hizo que fuera quien fue. Hija de puritanos ortodoxos, renegó de la fe de sus padres, y durante toda su vida no hizo más que apartarse de la sociedad y de la historia de su tiempo hasta llegar a ser, paradójicamente, uno de sus más altos símbolos. Nunca se casó, rechazó las iglesias, los preceptos literarios, las ideas heredadas, esquivó la compañía de los otros, se fue encerrando en su condado, en su pueblo, en su calle, en su casa, en el silencio, en el color blanco de los trajes, en la vastedad de su espíritu. A su muerte, cuando los hermanos por el dolor recorrieron su cuarto, encontraron centenares de hojas de papel rayadas de composiciones breves que cuidadosamente había encuadernado y cosido sin pensar jamás seriamente en publicarlas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En esos tiempos, como en todos, la poesía parecía haber degenerado en oficio. Las modas se llamaban trascendentalismo, pietismo, como después se llamarían simbolismo, parnasianismo, imagismo. Emily Dickinson crecía en su casa de Amherst, cerca de unas colinas y un río; veía a los hombres del valle segando el heno, cambiando los colores del campo, miraba con asombro infantil los trabajos de la abeja, del atardecer, de la muerte, y lejos de toda simulación se sentía de pronto poseída por un estado doloroso. Era como si el mundo estuviera a punto de perecer, como si el cielo se volcara sobre las cosas, como si ese secreto que siempre se demora en la hierba y la luz ardiera de pronto en revelaciones. Alguna vez dijo que sabía muy bien cuando llegaba la poesía: “si siento que está a punto de saltar mi cabeza, que mi cerebro estalla, es poesía”. Esto, que a tantos poetas les ocurre a veces, le ocurría a esta muchacha con una frecuencia inaudita.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Creyó renunciar al universo pero se quedó con el lenguaje y es sabido que en él están todas las cosas. Las palabras fueron su refugio y su consuelo. “Por eso canto —dijo— como canta un niño frente a un cementerio… porque tengo miedo”. Era tan sutil, tan liviana, se daba tan exclusivamente a matices delicados y tal vez irrepetibles, que todo nuestro lenguaje parece demasiado tosco y contrahecho para atraparla. Supo captar lo central de las cosas, lo sustancial de los libros que había leído, y trasladarlo a su poesía. En la Biblia halló la intemporalidad de los sentimientos y las situaciones humanas. En Keats, la exaltación romántica; en Emerson, el rigor; en Sir Thomas Browne, la intensidad. En un tiempo sólo frecuentó el diccionario y se propuso decirlo todo con la mayor sobriedad, con la mayor precisión posible. Leyéndola, nos resulta asombrosa su familiaridad con el mundo: habla como una niña o como una santa con el atardecer, con el agua, con la abeja, con la desventura, y mira todo aquello con una idéntica disposición. Aceptó todas las cosas como parte de sus existencia, como realidades de su alma: los ángeles y las ardillas, la arena y la incertidumbre, la siempre indefinible divinidad y los harto nítidos objetos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tal vez no hay poema de Emily Dickinson donde no nos aguarde esa sorpresa que el espíritu reconoce, ineluctablemente, como poesía. Para hablar de que aun en la muerte querrá agradecer por los dones del mundo pero no podrá, dice que estará intentándolo con labios de granito. La muerte, para ella, será el momento en que esta breve tragedia de la carne/ se cribe como arena. Describe un atardecer de este modo:</div><div><br /></div><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><div><i>Brillando en oro y apagado en púrpura</i></div><div><i>como los leopardos hacia el cielo saltando</i></div><div><i>y después a los pies del anciano horizonte,</i></div><div><i>abatiendo al morir su rostro moteado.</i></div></blockquote><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Dice que los hombres sólo quisiéramos tener alas para huir de nuestro propio pensamiento. Afirma que su hogar es el sitio donde está el ser al que ama: Cachemira o calvario/ rango o vergüenza. Invoca la felicidad de un extraño modo: ¡Oh Paraíso, llega lentamente! Ante la muerte de un ser querido reacciona menos con dolor que con sorpresa y dice que ese ser que se sume en una quietud mineral actúa como si sólo orgullo le quedara. Habla del olvido que borra a los muertos con estas palabras: <i>hasta que el musgo nos llegó a los labios/ y cubrió nuestros nombres</i>. Su modo de enumerar es rico en matices: así, dice que es triste estar muerto</div><div><br /></div><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><div><i>mientras hombres y niños y junio y las alondras</i></div><div><i>van en busca del heno por los campos</i></div></blockquote><div><br /></div><div style="text-align: justify;">En toda cosa, Emily Dickinson ve un universo de sentidos posibles. Si mira una lámina de las ciudades alpinas, piensa que nuestras vidas son como Suizas, quietas y frías, hasta que en un día terrible los Alpes descorren sus cortinas de niebla y una Italia soleada se extiende allá en la distancia, pero que entre nosotros y esas cordiales llanuras, los Alpes persistirán como un infranqueable oleaje, los sirénicos Alpes. Ve a la abeja descender hasta una flor silvestre y piensa que a la abeja no le importa el linaje de aquello de lo que extrae su miel, que la flor más humilde siempre para ella es aristocracia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La mejor poesía no prodiga de una vez todo su sentido. Nos mueve a reflexionar y a encontrar armonías y revelaciones ocultas. La poesía de Emily Dickinson es gradual en ese sentido. Ella no pensó jamás en ser poeta de un modo vistoso y exterior. Era un ser poseído por el espíritu y tuvo el valor y el privilegio de renunciar a esos espectáculos. Publicar no le parecía necesario, afectar pensamiento o estilo no le importaba, la gramática o la sintaxis no eran su angustia. Se sabía poseedora de un lenguaje rico y oportuno, y si tenía que quebrantar ligeramente las normas para lograr la expresión más vigorosa de un pensamiento o de una sensación, no vacilaba en hacerlo. La poesía pasa indemne a través de todas esas supuestas imperfecciones que tanto preocupan a los críticos y que tan poco existen para el tiempo. La lengua de Shakespeare ya es incorrecta para nosotros: adolece de anacronismo. La de Paul Valéry ya será incorrecta dentro de doscientos años, aquejada del mismo mal. Todo idioma presente es provisional. Toda lengua crece y cambia y a la larga muere o se atomiza en otras. Pero todo lo que el espíritu encuentra sobrevive aun a su lengua, y Homero no está menos vivo hoy que hace 25 siglos, ni Virgilio ha dejado de ser leído aunque su lengua haya muerto.</div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">El espíritu se abre camino: sobrevive en las pobrezas llenas de intensidad de los romances españoles de frontera, en los episodios —que ya es preciso traducir al francés— de <i>La Chanson de Roland</i>, en la falta de equilibrio clásico de <i>Hamlet</i>, en los traspiés narrativos de Cervantes, en la irregularidad de los versos de Barba-Jacob o de Almafuerte, en los desenfrenos de Rimbaud, en la ignorante clarividencia de las coplas callejeras, en la desmesura de las visiones de Hölderlin, en el lenguaje a medias infantil, a medias filosófico, entrecortado y elocuente, hijo de las minucias de cada día y huésped de la eternidad, de Emily Dickinson.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Su poesía logra ofrecernos un orbe complejo de conmociones y detalles, y en ellos los muchos matices del espíritu de un ser incomparable. Ella dijo de sí misma que era pequeña como el reyezuelo, de cabello rebelde como el caparazón de las castañas, “mis ojos —añadió— son del color del jerez que el invitado deja en la copa”. En esas palabras está su sensación de ser algo exquisito y luminoso que el mundo desdeñó. De algún modo que ignoramos, fue víctima de un gran rechazo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Reaccionó protegiéndose, encerrándose, y buscando en la naturaleza lo que no le dieron los humanos. Estaba demasiado mal dispuesta para las rudezas del mundo, pero fue mayor su valor que su espanto. Algo había en su pasado que ella no se atrevía a afrontar. Confiesa que fue capaz de mirar al miedo y a los muertos cara a cara pero que tiembla del temor de regresar. Su sensibilidad, su inteligencia, la avidez de su mente y de su corazón, se saciaron con los enigmas del mundo y entrevieron muchas cosas que sólo nos dirán sus poemas. Leerla es comprobar en qué asombroso universo puede discurrir un ser humano sin necesidad de ir a parte alguna, por el solo inexplicable hecho de existir. Cuánto puede imaginar, asociar y comprender de nuestro raro destino.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En 1886 la intensidad de su mundo la excedió. La belleza, el ángel que la acosaba, se fue haciendo más poderosa que sus palabras, que su capacidad de asirla y de conjurarla. Con el valor y el asombro de siempre sintió por fin que la muerte, esa otra libertad, venía a su encuentro. Algo le habían enseñado sus agonías: en la breve nota última que escribió a sus primas sólo estaban estas palabras: “Primitas, me piden que regrese”.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A dónde regresó, es algo que un día todos sabremos. Quienes vieron su cuerpo sin vida pudieron comprobar una enorme serenidad y una casi espantosa restitución de la juventud. El cabello volvió a ser rojo y el rostro volvió a ser lozano como el de esa joven que se escurría entre los robles jugando con su perro y que una tarde se escondió en los pisos altos de su casa para no ser vista por ese viajero que había entrado a tomar el té con sus hermanos: Ralph Waldo Emerson.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Emily Dickinson regresó a algún sitio. Pero dejaba atrás un mundo al que quiso desesperadamente. Algún día le pareció incomprensible esa gente que iba a adorar a Dios en las iglesias: no sabían que Dios estaba afuera, en la luz, en el canto de los pájaros, en el milagroso reverdecer de las plantas. Las gentes se van a rezar para ganarse al fin el cielo —dijo—. Yo prefiero quedarme en él desde el comienzo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El Dios en que creía no era el celoso y severo Dios de los puritanos, sino tal vez el Dios de Emerson, que está en todas partes, y pasa y vuelve, y es el himno que canta el Brahmán. La muchacha pelirroja confiaba en el Universo, en fuerzas persistentes que más allá de la voluntad del hombre lo conservan y lo consuelan. De esa confianza destiló sus poemas que aun en medio de las mayores penurias son pródigos en alivio y generosos en belleza. Un Dios que no tiene nombre nos dio a Emily Dickinson y la ha dejado con nosotros. Cuando el mundo se hundía en su época más sórdida, nos dio a esta mujer capaz de hallar poesía en todo lo que permanece. Cuando es demasiado tarde para el hombre —fue ella quien lo dijo— es temprano aún para Dios.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-54705108622943944122023-11-21T15:54:00.000-08:002023-11-21T15:54:57.823-08:00Roberto Arlt - Los hombres fiera<div style="text-align: center;"><b>Los hombres fiera</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Roberto Arlt</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjH20fNqtzeDIN8ixSIZ48Q5vd6q0Yd7RzXWbYFl73eKuzgyzQjHcdXaElsVT2iGkvMKJxckPiK1atMa4wSStUokwkXwzt621QROFBLigYsiLLbXLNlrZInRYpynXsZrtQZz-3RCPXQv8qGc7tAy9K_-yhH8XOrgmPCRJ0AnklYcLEdOrXBnFobj2bTp71s/s886/Roberto%20Arlt%20(1900-1942).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="886" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjH20fNqtzeDIN8ixSIZ48Q5vd6q0Yd7RzXWbYFl73eKuzgyzQjHcdXaElsVT2iGkvMKJxckPiK1atMa4wSStUokwkXwzt621QROFBLigYsiLLbXLNlrZInRYpynXsZrtQZz-3RCPXQv8qGc7tAy9K_-yhH8XOrgmPCRJ0AnklYcLEdOrXBnFobj2bTp71s/s320/Roberto%20Arlt%20(1900-1942).jpg" width="277" /></a></div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia, debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted».</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un, transparente aguardiente de palma, y prosiguió:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Yo he sostenido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de su choza para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas, que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos —habían devorado vivas a muchas personas—, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sugestión colectiva —murmuró el negro doctor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción, repuso:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque, a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, por su corta edad: doce años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros de modo que condenó al niño a prisión perpetua.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de mister Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su piel, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de mister Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de mister Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados? Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Qué pasa? ¿Han resucitado? Traitering sonrióse débilmente:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¡Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño?—. Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Sí, sí… ¿Qué es de ese huérfano?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Lo he asesinado ayer, padre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Por qué ha hecho eso? —terminé por preguntarle—. ¿Por qué lo asesinó?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¡Ah, padre… padre!… —Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura—. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»(Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis).</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Qué ha pasado? —le dije.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba, recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo, resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Estarás contento de haber salvado la piel? —le dije al chico en dialecto krus.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»El pequeño caníbal no contestó palabra.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? —le pregunté.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Gan continuó en silencio. Yo insistí:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena, te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Gan no abrió la boca. Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba, más simpatía experimentaba yo hacía él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces, poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ¡Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino, riéndome, también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies, rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¿Es posible? —interrumpí asombrado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—¡Ah, padre! ¡Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan, corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Esta noche iremos al bosque.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Gan movió la cabeza asintiendo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmaría, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krustown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»—Haz la hiena.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. Sabíamos que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible… Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre: al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan, con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel; yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">»Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas…».</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué hizo usted, padre?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse. Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los dos hombres callaron. Los niños de mister Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-71185118186439110702023-09-10T10:02:00.003-07:002023-09-10T10:02:33.664-07:00Emil Cioran - Cuadernos 1957-1972 (Selección)<div style="text-align: left;"><div style="text-align: center;"><b>Cuadernos 1957-1972</b></div><div style="text-align: center;">(Selección)</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Emil Cioran</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhKCxaLLJnTzcpQog7nyBa8zCAcqRfBkqvV9vFSSa4lqo2fbHJf3_QNPQB-hC_hAGdHlp4WzRF68YSPhWKvVutYE2fGVVh90PHCriZsxJ2XMF_Y1U3JKQArBr_KTwYLo0uAQWSh_8t6gav3bJuW5hukCMAN41haWV3o1XN41T1LVEM8_5xMLgWb5oiw-kYu/s1701/1911-1995%20-%20Emil%20Cioran.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1701" data-original-width="1200" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhKCxaLLJnTzcpQog7nyBa8zCAcqRfBkqvV9vFSSa4lqo2fbHJf3_QNPQB-hC_hAGdHlp4WzRF68YSPhWKvVutYE2fGVVh90PHCriZsxJ2XMF_Y1U3JKQArBr_KTwYLo0uAQWSh_8t6gav3bJuW5hukCMAN41haWV3o1XN41T1LVEM8_5xMLgWb5oiw-kYu/s320/1911-1995%20-%20Emil%20Cioran.jpg" width="226" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Soy un filósofo aullador. Mis ideas —si ideas son— ladran: no explican nada, estallan. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Cuál será el futuro? La rebelión de los pueblos sin historia. </div><div style="text-align: justify;">En Europa —está claro— sólo triunfarán los pueblos que no han vivido.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para escribir, hace falta un mínimo de interés por las cosas; es necesario creer aún que las palabras pueden atraparlas o al menos rozarlas; yo ya no tengo ese interés ni esa fe…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La persistencia en mí de las visiones macabras me aproxima para siempre a los padres del desierto. Un eremita en pleno París.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He releído unas páginas de mis pobres <i>Silogismos</i>; son restos de sonetos, ideas poéticas aniquiladas por la burla.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Desde hace veinticinco años, vivo en hoteles. Entraña una ventaja: no estás fijo en ninguna parte, no te apegas a nada, llevas una vida de <i>transeúnte</i>. Sensación de estar siempre <i>a punto de partir</i>, percepción de una realidad sumamente provisional.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He leído demasiado… La lectura ha devorado mi pensamiento. Cuando leo, tengo la impresión de «hacer» algo, de justificarme ante la sociedad, de tener un empleo, de escapar a la vergüenza de ser un ocioso… un hombre inútil e inutilizable.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Adondequiera que vaya, la misma sensación de no pertenecer, de juego inútil e idiota, de impostura, no en los otros, sino en mí: finjo interesarme por lo que nada me importa, desempeño constantemente un papel por apatía o para salvar las apariencias, pero no lo siento, porque lo que me es caro está en otra parte. Proyectado fuera del paraíso, ¿ dónde encontraré mi lugar, dónde un hogar? Desposeído, mil veces desposeído. Hay en mí como un <i>hosanna</i> fulminado, himnos reducidos a polvo, una explosión de pesadumbres. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un hombre para el que no hay patria aquí abajo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ninguna clase de originalidad literaria es posible aún, mientras se respete la sintaxis. Si se quiere sacar algo de la frase, hay que triturarla. Sólo el pensador debe atenerse a las viejas supersticiones, al lenguaje claro y a la sintaxis convencional.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es que la originalidad <i>por el fondo</i> entraña las mismas exigencias que en tiempos de Tales.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">James Joyce: el hombre más orgulloso del siglo, porque quiso —y en parte alcanzó— lo imposible con el empecinamiento de un dios loco y porque nunca transigió con el lector y no estaba dispuesto a ser legible a toda costa. Culminar en la oscuridad.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dos épocas en las que me habría gustado vivir: el siglo XVIII francés y la Rusia zarista… El aburrimiento elegante y el aburrimiento taciturno, crispado, infinito…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">X: ¿por qué está <i>loco</i>? Porque no disfraza, porque no puede disfrazar nunca su <i>primer</i> impulso. Todo en él está en estado bruto, todo en él evoca el impudor de la naturaleza verdadera.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para olvidar esas penas y apartarse de las obsesiones fúnebres, nada hay como el trabajo manual. Me he entregado a él durante unos meses, haciendo chapuzas, con el mayor provecho. Hay que fatigar el cuerpo para que la mente no tenga ya de dónde sacar la energía para ejercerse, divagar o ahondar.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¡Nada hay que se parezca más a la gloria que París! ¡Y pensar que yo aspiré a esto! Estoy curado para siempre. Y es el único <i>progreso</i> de verdad del que puedo felicitarme después de tantos años de titubeos, fracasos y deseo. Trabajar con vistas al anonimato, afanarme por eclipsarme, cultivar la sombra y la oscuridad: ése es mi único propósito. ¡Regreso a los eremitas! Crearme una soledad, elaborar en el alma un convento con los restos de ambición y orgullo que poseo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todo lo que me impide trabajar me parece bien y cada uno de mis instantes es una escapatoria. </div><div style="text-align: justify;">Si me examino sin complacencia, la huida de la responsabilidad, el miedo a tenerla, aunque sea ínfima, me parece el rasgo dominante de mi carácter. Soy desertor en el alma. Y no por casualidad veo en el abandono, en todo, la marca distintiva de la sabiduría.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay noches en blanco que ni el más <i>capaz</i> de los verdugos habría podido inventar. Sales de ellas hecho polvo, alucinado, estúpido, sin recuerdos ni presentimientos y sin saber quién eres. Y entonces la luz parece tan inútil como perniciosa, peor incluso que la noche.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Nunca he escrito una línea sin sentir <i>después</i> un embarazo, un malestar intolerable, sin dudar radicalmente de mis capacidades y mi «misión». Ninguna persona clarividente debería tomar la pluma… a menos que le gustara torturarse. La confianza en sí mismo equivale a la posesión de la «gracia». Que Dios me ayude a creer en mí mismo. ¿No se deberán las <i>conversiones</i> a la imposibilidad de soportar por más tiempo la lucidez? ¿No serán propias de desollados… de sus demasiado frecuentes regresos a sí mismos? El infierno de conocerse, que ni el oráculo ni Sócrates adivinaron.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El empeño de Lucrecio en probar que el alma es mortal, el encono de Lutero contra la libertad: habría que buscar sus razones, sus intríngulis. Voluntad de autoexterminio, deseo de humillación. Me gusta toda forma de violencia <i>contra uno mismo</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He oído en la radio música zíngara húngara. Hacía años que no la oía. Vulgaridad desgarradora. Recuerdos de borracheras en Transilvania. El inmenso aburrimiento que me impulsaba a beber con cualquiera. En el fondo, soy un «sentimental», como todos los tipos de la Europa central.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El diablo no es <i>escéptico</i>: niega, no duda; puede querer inspirar la duda, pero él mismo está exento de ella. Es un espíritu activo. Pues toda negación entraña acción. Se puede hablar de los abismos de la duda, no de los de la negación. La situación del escéptico es menos favorable que la del demonio.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En una comida, decía yo a un italiano que los latinos no valían gran cosa, que prefería a los anglosajones, que la mujer italiana, francesa o española, cuando escribe, no es nada en comparación con la inglesa. «Es verdad», me dijo. «Cuando narramos nuestras experiencias, no resulta nada, pues las hemos contado ante testigos al menos veinte veces.» </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los pueblos latinos son pueblos <i>sin secreto</i>. Un anglosajón suple con su timidez, con su comedimiento, su falta de talento. Un escritor que no es tímido en la vida no vale nada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La historia de Francia: una historia por <i>encargo</i>. Todo es perfecto en ella… desde el punto de vista teatral. Es una historia <i>interpretada</i>. Acontecimientos para espectadores. A eso se debe que Francia haya gozado durante diez siglos de una increíble actualidad, de una boga perpetua.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuanto más lo pienso, más opuesto me encuentro en todo a las ideas de Nietzsche. Cada vez me gustan menos los pensadores delirantes. Prefiero a los sabios y los escépticos, los <i>no inspirado</i>s por excelencia, aquellos a los que ningún dolor excita ni trastorna. Me gustan los pensadores que evocan volcanes enfriados.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esta mañana, en el cementerio, incineración de Sylvia Beach. Durante una hora, Bach. El órgano da a la muerte un estatuto que ésta no tiene de forma natural. El órgano la transfigura o nos oculta esa miserable caída en lo inorgánico en la que hay algo espantoso y deshonroso; de todos modos, nos eleva por encima de la evidencia de nuestra destrucción. Nos impide mirarla de frente; la escamotea. Nos sitúa demasiado arriba, no nos permite estar al mismo nivel que la muerte.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La única cosa que me precio de haber comprendido muy pronto, antes de cumplir los veinte años, es que no había que engendrar. A eso se debe mi horror del matrimonio, de la familia y de todas las convenciones sociales. Es un crimen transmitir las taras propias a una progenitura y obligarla, así, a pasar por las mismas duras pruebas que nosotros, por un calvario tal vez peor que el nuestro. Dar vida a alguien que heredaría mis desgracias y mis males es algo que nunca he podido consentir. Todos los padres son irresponsables o asesinos. Sólo los animales deberían dedicarse a procrear. La piedad impide ser «genitor»: la palabra más atroz que conozco.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Obsesión del paso del tiempo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¡Pensar que todo instante que pasa ha pasado para siempre! Esta observación es trivial. Sin embargo, deja de serlo cuando la haces tumbado en la cama y piensas en <i>este instante preciso</i>, que se te escapa, que se hunde irremediablemente en la nada. Entonces te dan ganas de no levantarte más y, en un <i>acceso</i> de sabiduría, piensas en dejarte morir de hambre. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Yo percibo <i>físicamente</i> la caída de cada instante en lo irreparable. Y después pienso en tal o cual paisaje de mi infancia: ¿dónde está el que fui? Somos tan insustanciales como el viento y, por mucho que escribamos poemas o corramos tras las verdades, sólo son reales las certidumbres de la inanidad. ¡Todo es vano, salvo el pensamiento de la vanidad!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En un artículo sobre Lorca, Jorge Guillén habla de la efervescencia intelectual en España hacia el año 1933. Tres años después, la catástrofe. Todas las épocas intelectualmente fecundas anuncian desastres históricos. Nunca el conflicto de las ideas, las discusiones apasionadas que comprometen a una generación se limitan al ámbito del espíritu: ese hervidero no presagia nada bueno. Las revoluciones y las guerras son el espíritu <i>en marcha</i> , es decir, el triunfo y la degradación final del espíritu.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cada generación vive en el absoluto, es decir, que reacciona como si hubiera llegado a la cima de la Historia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Heidegger y Céline: dos esclavos de <i>su</i> lenguaje, hasta el punto de que, para ellos, liberarse de él equivaldría a desaparecer. En la esclavización al estilo interviene la necesidad, el juego y la impostura. ¿Cómo discernir la intervención de cada uno de esos elementos? El caso es que el fenómeno primordial es la <i>necesidad</i>. Eso es lo que absuelve a los maniacos de su lenguaje.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los pesimistas no tienen razón: vista desde lejos, la vida nada tiene de trágica, sólo lo es de cerca, observada en detalle. La vista de conjunto la vuelve inútil y cómica. Y eso es aplicable a nuestra experiencia íntima.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Nada puede igualar en intensidad al odio de un viejo. El rencor no disminuye con la edad; al contrario, aumenta. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No puedo amar sino a quienes dan muestras de cierta impotencia para vivir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hace dos días que cargo con X por París. Ni un momento de soledad. Para mí, la felicidad es aburrirme en compañía de mí mismo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me horroriza volver a ver a amigos de juventud, como también volver a ver a todos los que han desempeñado un papel en un periodo determinado de mi vida. Por ellos calibro ora mi decadencia ora la suya o, con mayor frecuencia, las dos a la vez.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me gustan los sensuales a los que horroriza la carne (el Eclesiastés, Baudelaire, Tolstói).</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por mucho que me remonte en mi memoria, miedo enfermizo a la gente. Ahora sé la razón: es que, siendo aún un niño, lo que hacían no me interesaba. Lo mismo ocurre hoy. No discierno realidad alguna en lo que hacen y me veo completamente inepto para colaborar en su obra. Me siento excluido de sus actos, no valgo para nada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una sola cosa me ha gustado: ser libre; deseo que me dejen tranquilo, que no se ocupen de mí en modo alguno. Por eso, la solicitud, los regalos, me molestan tanto como un insulto. No me gusta depender de <i>nadie</i>. Ésa es la causa de mi soledad y mi descreimiento.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La crueldad es la «cosa» más antigua que tenemos. Es bien nuestra. Nunca es falsa, ya que sus orígenes se confunden con los nuestros. Con frecuencia se dice de alguien que su bondad es sólo aparente, mientras que es muy raro hablar de crueldad fingida, simulada (y raras veces se habla de crueldad…). La bondad es reciente, adquirida, no tiene raíces profundas en nuestra naturaleza. No es <i>heredada</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Desde el exterior, todo clan, toda secta, todo partido, parecen homogéneos; desde el interior, la diversidad es en ellos máxima. Los conflictos en un convento son tan reales y frecuentes como en cualquier sociedad. Incluso en la soledad, los hombres se agrupan tan sólo para <i>huir de la paz</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El hombre que más me deprime es el satisfecho de sí mismo. No entro en sus razones, su éxito no me lo parece, la vanidad que le inspira me parece ridícula o demente, aunque todos la consideren legítima. Es que para mí todo éxito exterior es peor que un fracaso y siento piedad de quienquiera que se eleve sobre el mundo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sólo hay que escribir y sobre todo publicar cosas que hagan daño, es decir, que recordemos. Un libro debe hurgar en llagas, suscitarlas incluso. Debe ser la causa de un desasosiego <i>fecundo</i>, pero, por encima de todo, un libro debe constituir un <i>peligro</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Qué hacen ustedes en París? </div><div style="text-align: justify;">Nos despreciamos los unos a los otros.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo terrible en la música es que, después de escucharla, todo carece ya de sentido, pues nada, pero es que absolutamente nada, resiste la comparación, cuando salimos de sus «maravillas». A su lado, todo parece degradado, inútil. Comprendo que se pueda odiarla y que se sienta la tentación de asimilar sus maravillas a prestigios, su «absoluto» a un espejismo. Es que hay que reaccionar a toda costa contra ella, cuando se la ama demasiado. Nadie entendió su peligro mejor que Tolstói; lo denunció con vigor, sabía que podía hacer con él lo que quisiera. Y empezó a odiarla para no convertirse en su juguete.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras no haga algo que me rehabilite ante mí mismo, voy a arrastrar días y días esos humores agrios, esos sarcasmos automáticos, ese desconsuelo en que se despliega mi inspiración vacía y el luto de mi orgullo. En mí hay <i>alguien</i> que me ha abandonado. Yo también debería pensar, como Eveline, en la <i>Virgen de los Desamparados</i>. ¿Qué digo? Dirigirle oraciones. Mi vida: ¡qué naufragio en el interior, por mis deficiencias, por mi <i>culpa</i>! Yo mismo he creado las condiciones ideales para arruinarla, he <i>elaborado</i> mi decadencia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He leído un libro sobre <i>Treblinka</i>. Pesadilla inverosímil, apenas imaginable. Es el horror absoluto, mecánico: el <i>sistema</i>. Todos esos libros se parecen; los verdugos son títeres, funcionarios; convencionales, estilo pobres diablos; los jefes siempre nobles con su inevitable sonrisa sarcástica; el academicismo de lo horrible: degradación igual de los verdugos y las víctimas. Sin embargo, el asombro, siempre vivaz, ante el <i>impenetrable</i> destino de los judíos. Todos los demás pueblos tienen una historia; ellos, sólo un <i>destino</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me juzgarán por lo que haya escrito y no por lo que haya leído. Con demasiada frecuencia pierdo de vista esa verdad de Perogrullo. Siempre, después de haber devorado un libro, me atribuyo algún mérito.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La cosa más grave, y también la más frecuente, no es matar, sino humillar. Tal vez sea eso la crueldad en el orden moral. La vemos precisamente en quienes han sido muy humillados. No pueden ni olvidar ni perdonar; sólo tienen una idea: humillar, a su vez. Son verdugos sutiles que saben ocultar su juego y se vengan sin que se pueda acusarlos de inhumanidad.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Al parecer sufre una «insatisfacción» profunda: cree haber malogrado su vida, se lamenta de no haberse «realizado». Esa obsesión es muy de nuestro país, donde ha cobrado una forma totalmente enfermiza, aunque la encontremos por doquier, incluso en las sociedades más felices. Sin embargo, habría que deshacerse de ella, pues, ¿qué puede significar estar «realizado» o no? «Realizado», ¿respecto a quién? Mi experiencia es bastante larga: entre la gente supuestamente no realizada, he encontrado los especímenes humanos más interesantes, mientras que los otros, los que, para el hombre medio, han triunfado, eran una pura nada. Los que se habían «realizado» carecían precisamente de «realidad».</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cada vez pienso más en los sufrimientos que carecen del menor sentido, que no sirven para nada, y me sublevo contra la ilusión cristiana que confiere a todos un grande, inmenso significado. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El paganismo se engañaba menos, a fin de cuentas. Con el cristianismo, sensación de ser engañado, precisamente cuando me colma. Volvamos a los antiguos. ¡Qué error haber <i>creído</i> en la santidad!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La cosa más difícil es renovar nuestras admiraciones. Sólo admiramos de verdad hasta los veinte años. Después, sólo son arrebatos o caprichos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me gustan las civilizaciones antiguas separadas del mundo, encerradas en sí mismas, que durante siglos han rumiado siempre los mismos problemas, civilizaciones obsesas, que encontraron su fórmula de salvación hace mucho y sólo viven para darle vueltas y más vueltas en todos los sentidos sin añadirle nada nuevo. Pero ése es el auténtico trabajo de profundización.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me he sumergido de nuevo en la filosofía hindú y he vuelto a encontrarme con esa alternancia de sosiego y desesperación, inherente a esa filosofía. El budismo mahayana, al que, sin embargo, me siento tan próximo, me desarma completamente. La dialéctica de Nagarjuna, la de Ҫandakirti, de Ҫantideva, destruye todos los conceptos, todas las supersticiones, para que, una vez reafirmada más que nunca el vacío como única «realidad», nos aferremos a ella y obtengamos de ella consuelo y fuerza para dominar nuestras pasiones. La intención moral es evidente detrás de ese despliegue de argumentos destructores: se aniquila todo para encontrar la paz al final. Mientras algo sea, vivimos en la confusión. Aniquilemos todo el edificio de nuestros pensamientos y nuestras «voliciones» y descansemos sobre sus ruinas. Sólo hay <i>pax</i> si hemos adivinado que todo es fantasmal; en cuanto algo existe, entramos en el drama. Habría que decir: en cuanto <i>creemos</i> que algo existe… pues se trata simplemente de nuestras locuras y nuestros arrebatos, que nada ocultan tras sí, ya que <i>nada</i> hay, además de ellos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un libro sobre tal coloquio, sobre tal otro, todo el mundo escribe sobre todo el mundo. El circo de la gran esterilidad. Siglo de críticos. Sincretismo funesto. La inteligencia que se agota consigo misma.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Puede haber felicidad en el apego, pero la beatitud aparece sólo allí donde se ha roto todo apego. La beatitud no es compatible con este mundo. Es la que busca el monje, por ella destruye todos sus vínculos, por ella se destruye.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cada uno de nosotros hace lo contrario de lo que quería. Ésa es la clave de cada destino, al tiempo que una ley de la Historia. Hitler, que llegó en todo punto a la negación de lo que había proyectado, podría ser perfectamente el símbolo del hombre en general.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las cosas sólo tienen importancia en relación con el <i>presente</i>; en cuanto pertenecen al pasado, tienen toda la irrealidad de lo caduco. El bien y el mal son en la misma medida categorías del presente. El verdadero crimen es el reciente; cuando se evoca uno perpetrado hace mucho tiempo, sería ridículo emitir un juicio oral sobre él. Con la distancia nada es ya bueno ni malo. Por eso, el historiador que toma partido, que se pone a juzgar el pasado, reacciona como polemista: hace periodismo <i>en otro siglo</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El argumento de los antiguos contra el miedo a la muerte —¿por qué temer la nada que nos espera, cuando no difiere de la que nos precede?— no se sostiene, es inconcebible incluso como consuelo. <i>Antes</i> no éramos, ahora somos y esa cantidad de ser que representamos es la que teme desaparecer. Pero <i>cantidad</i> no es la palabra apropiada, pues todo el mundo se prefiere o, en el peor de los casos, se considera igual al universo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La desesperación que no desemboca en Dios, que no se topa con él, no es verdadera desesperación. La desesperación es casi indistinta de la plegaria, es, en cualquier caso, el germen de todas las plegarias.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A la larga, la tolerancia engendra más males que la intolerancia: ése es el drama <i>real</i> de la Historia. Si esta afirmación es cierta, no hay acusación más grave contra el hombre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He combatido todas mis pasiones y he intentado seguir siendo escritor. Pero es una cosa casi imposible, pues un escritor sólo lo es en la medida en que salvaguarda y cultiva sus pasiones, las excita incluso y las exagera. Escribimos con nuestras impurezas, nuestros conflictos no resueltos, nuestros defectos, nuestros resentimientos, nuestros restos… adámicos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No hay nada que hacer: para todo lo que es actitud en la vida, sólo puedo fiarme de los antiguos. De los modernos sólo me interesan las extravagancias, las fanfarronadas, los caprichos y una pizca de tragedia de la que no son conscientes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No quiero recibir a mis antiguos amigos. La idea de esa confrontación me pone fuera de mí. No quiero ver hasta qué punto han decaído, como tampoco quiero que vean hasta qué punto he decaído yo mismo. Además, está el miedo que siento ante cualquier abuso de la emoción y también de esas demostraciones expansivas a que tan aficionados son mis compatriotas. Ya no quiero saber nada con mi pasado, voy a olvidarlo, no me inspira en modo alguno, no logro sacar nada de él. ¡Que mis antiguos amigos se eclipsen! Soy un viejo loco, huyo de mis <i>testigos</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Por qué soy un fracasado? Porque he aspirado a la <i>felicidad</i>, a un gozo sobrehumano, y porque, al no poder alcanzarlo, me he hundido en lo contrario, en una tristeza subhumana, animal, peor incluso, en una tristeza de insecto. He deseado el gozo que se saborea junto a los dioses y sólo he obtenido esta postración de termita. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No sé qué pudo detenerme en el camino de la felicidad. Seguramente no estaba hecho para ella. Como siempre en mi caso, la <i>predestinación</i> lo explica todo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el fondo, el escepticismo está en los antípodas de la felicidad. Caí en la duda porque apunté demasiado alto. El escéptico es un místico fracasado. Se embarranca en la duda, porque había dado por sentados sus fervores y, al verse abandonado por éstos, ya sólo le quedaba la posibilidad de aferrarse a una doctrina que los denuncia, impugna su valor y los reduce a arranques de humor, superficiales y sin dimensión metafísica: caprichos o alteraciones de la psique. El escepticismo es un autocastigo: es que el escéptico no puede, efectivamente, perdonarse por haberse detenido en el camino. Y se venga contra lo que ha perseguido, incrimina el ideal que no ha podido alcanzar, lo rebaja y lo ridiculiza, se golpea a sí mismo mediante su sueño más antiguo y más caro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El otro día divisé en una alameda secundaria del parque del Luxemburgo a Beckett, que estaba leyendo un periódico más o menos como lo haría uno de sus personajes. Estaba ahí en una silla, con aire absorto y ausente, como es habitual en él. Con aspecto un poco enfermo también. Pero no me atreví a abordarlo. ¿Qué decirle? Lo quiero mucho, pero más vale que no hablemos. ¡Es tan <i>discreto</i>! Ahora bien, la conversación exige un mínimo de abandono y farsa. Es un <i>juego</i>; ahora bien, Sam es incapaz de ello. Todo en él revela el hombre del monólogo mudo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No se trata de trabajar, sino de <i>ser</i>. Eso es lo que olvidan los escritores, porque les conviene olvidarlo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo que me atrae en los místicos no es su amor de Dios, sino el horror de aquí abajo, por el cual les <i>perdono</i> todos sus suspiros de felicidad, que tanto prodigan.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La lectura es enemiga del pensamiento. Vale más aburrirse que leer, pues el aburrimiento es pensamiento en germen (o vicio o lo que sea)… mientras que las ideas de los demás sólo serán obstáculos para nosotros; en el mejor de los casos, remordimientos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La verdad no está ni en la reacción ni en la revolución. Radica en la puesta en entredicho de la sociedad y de quienes la atacan.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Qué es un escritor sino alguien que lo exagera todo por t<i>emperamento</i>, que concede una importancia indebida a todo lo que le ocurre, que <i>por instinto</i> exaspera sus sensaciones? Si sintiera las cosas como son, y sólo reaccionara ante ellas en proporción a su valor… «objetivo», no podría preferir nada y, por tanto, profundizar en nada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A fuerza de desnaturalizarlo todo es como se alcanza la verdad.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo que se llama <i>experiencia</i> no es otra cosa que la decepción consecutiva a una causa por la que nos hemos apasionado durante un tiempo. Cuanto mayor haya sido el entusiasmo, mayor será la decepción. Tener experiencia significa <i>expiar</i> los entusiasmos.</div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Yo no habría entendido nada de la vida, si no hubiera abrazado tonta, febrilmente, algunas causas que ahora, cuando lo pienso, me hacen enrojecer. Pero debo a esas vergüenzas, a esos «remordimientos», la poca sabiduría que he adquirido.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La señal de que me gusta un fragmento de música, de que se dirige a lo más profundo de mí, es el deseo que siento, cuando lo escucho, de apagar la luz, si es de noche, o de cerrar las persianas, si es de día. Es como si escuchara en la tumba. A Bach suelo escucharlo así. Bach, mi compañero más fiel a lo largo de los años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una <i>semblanza</i> sólo es interesante, si se consignan en ella las ridiculeces. Por eso es tan difícil escribir sobre un amigo o sobre un autor contemporáneo al que respetamos. Las ridiculeces son las que humanizan a un personaje.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Si se quiere conocer un país, hay que leer a sus escritores mediocres, que son los únicos que reflejan de verdad sus defectos, virtudes y vicios. Los otros escritores, los buenos, suelen reaccionar contra su patria, se avergüenzan de formar parte de ella. Por eso, expresan perfectamente su esencia, quiero decir su inutilidad cotidiana.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No cabe duda de que la vida carece de sentido. Pero, mientras eres joven, no tiene la menor importancia. No ocurre lo mismo a partir de cierta edad. Entonces empiezas a preocuparte. La inquietud se convierte en problema y los viejos, que ya nada tienen que hacer, se dedican a él, sin tener tiempo ni capacidades para resolverlo. Eso explica por qué no se matan en masa, como deberían hacerlo, si estuvieran un poquito menos absortos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todos los pueblos, en determinado momento de su historia, se creen <i>elegidos</i>. Y entonces es cuando dan lo mejor y lo peor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Llueve. Este ruido regular en el silencio de la noche tiene algo de sobrenatural. Me pregunto qué haría yo, si de pronto desaparecieran todas las personas y yo fuese el único superviviente. Creo que <i>continuaría</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Reírse burlonamente</i> o <i>rezar</i>: todo lo demás es accesorio.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sólo hay un problema: el de la muerte. Debatir sobre otra cosa es perder el tiempo, es dar muestras de una futilidad increíble.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">… Eso es lo que las religiones han comprendido perfectamente. A eso se debe su superioridad sobre la filosofía.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Contra los estoicos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Si nos educamos para llegar a ser indiferentes a las cosas que no dependen de nosotros y logramos soportarlas sin afligirnos ni alegrarnos por ello, ¿qué nos queda por hacer, por <i>experimentar</i>, dado que casi todo lo que sobreviene es independiente de nuestra voluntad?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La ironía es la muerte de la metafísica.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Anoche vi <i>Las sombras del mar</i>, de Yeats. La sala vacía. Una obra tan profunda, tan totalmente poética, no puede gustar a la juventud actual, y la comprendo. Es necesario un mínimo de cinismo que corrija el exceso de poesía; de lo contrario, se corre el peligro de caer en lo insulso, lo pueril, lo sublime, lo exangüe. Beckett, siempre que corre el riesgo de caer en el lirismo o la metafísica, hace soltar un hipo a sus personajes y ese volverse contra sí mismo, mediante el cual el protagonista vuelve a coger las riendas de sí mismo, no puede ser más afortunado y actual. Yeats es un gran poeta, pero su teatro es simplemente como un Maeterlinck muy bueno.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hurgando en un cajón, para buscar una foto, he encontrado un montón de ellas que se remontan a veinte, treinta, años atrás. ¿Es posible que ese joven, de aspecto un poco romántico, sea yo? Y mis amigos, ¿cómo puedo creer que son ellos? ¡Lo que hace el tiempo con nosotros! ¡Nuestra identidad a lo largo de los años sólo es garantía por el nombre! Habría que cambiarla cada cinco años. Resulta, en verdad, imposible de creer que fuéramos quienes hemos llegado a ser.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La prueba de que alguien ha contado para nosotros es que nos sentimos <i>disminuidos</i> cuando muere. Es una pérdida de realidad que sufrimos… de pronto existimos menos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo que se debe reprochar al psicoanálisis es que para él todo es significativo, todo tiene un sentido; ahora bien, nuestras actividades, empezando por nuestros sueños, entrañan una parte considerable de desechos. Pues bien, para el psicoanalista no hay desechos, sólo hay símbolos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ese hermoso pensamiento que he leído en alguna parte, a saber, que el tiempo era una «distracción del alma».</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Si tuviera que elegir entre la ascesis y el desenfreno, me inclinaría por este último. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por lo demás, también el desenfreno es una lucha contra la «carne»; abusa de ella, la extenúa y la empobrece. Además, llega a los mismos resultados que la ascesis por métodos diametralmente opuestos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He leído en un libro de Montchrulski un fragmento del Diario de Suslova relativo a sus relaciones con Dostoyevski; la escena sucede en Baden-Baden, en la alcoba de la muchacha: clara impresión de que D. padecía la tara de Michkin: la impotencia. Eso explica sus extrañas relaciones con la estudiante. Si en sus novelas el hombre y la mujer no se <i>encuentran</i>, si se atormentan uno al otro, es porque para D. la sexualidad se reduce a la <i>violación</i> o al <i>angelismo</i>. Sus personajes: disolutos y ángeles, nunca <i>hombres</i>. D. no lo era, desde luego. Casi todas las personas «complicadas» en el amor son deficientes sexuales.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En las noches en blanco es cuando percibimos, registramos, vivimos, el paso del tiempo, el tiempo en sí, reducido a una esencia de transcurso, sin la discontinuidad de los instantes. Todo desaparece. El silencio se hace inmenso. Escuchamos, no oímos nada, no vemos nada. Los sentidos no están ya dirigidos al exterior. Es que ya no hay un <i>exterior</i>. Lo que sobrevive a esa sumersión universal es ese paso a través de nosotros, que somos nosotros y que tan sólo cesará con el sueño o con el alba.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Por qué se agravan con la edad los defectos y los vicios? Porque se desgastan menos que las virtudes y, además, son más propios de nosotros, más individuales, mientras que estas últimas parecían —y son, por lo demás— más impersonales, más abstractas y más convencionales. No tienen <i>rostro</i>, mientras que los vicios y los defectos llevan la marca de la unicidad, sin por ello dejar de ser atributos universales del hombre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¿Los instantes de mi vida que más cuentan? Aquellos en que no hacía nada, en que permanecía tumbado, atento al paso del tiempo o rumiando alguna pregunta. Nada supera a la meditación, que es la forma suprema de ocio. El tiempo vacío de la meditación es, a decir verdad, el único tiempo lleno. Es sonrojante todo lo que he hecho, pero nunca me sonrojaré ante lo que no he hecho, instantes, horas, en que no me manifestaba, en que no necesitaba actuar ni producir, pues era. Eso es meditar: no hacer otra cosa que ser. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El hombre vivió durante mucho tiempo en ese estado, del que se alejó y que no intenta recuperar. Por lo demás, no lo lograría. La meditación se ha vuelto un secreto, cuando, en realidad, debería ser un bien común y un dato trivial evidente. Eso sólo basta para juzgar y condenar al hombre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mis impresiones sólo me interesan en la medida en que logro convertirlas en fórmulas. Toda sensación es una posibilidad de pensamiento. <i>Vivir</i> no significa nada; cualquiera lo consigue. Me gustan las apariencias y, sin embargo, soy lo contrario de un pintor, pues no sé qué hacer con mis miradas, salvo falsearlas introduciéndolas en algún concepto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El hombre es el arquetipo del animal conquistador. Toda su historia es una sucesión de conquistas y por tales no hay que entender sólo las acciones militares, sino también cualquier empresa, técnica, literaria, social, etcétera. Por lo demás, digo bien: <i>conquistas</i> científicas; con razón, pues entrañan <i>violación</i>, profanación del enigma, de lo desconocido, del reposo de los elementos, con vistas a un aumento de poder. Un depredador coronado como rey de la Tierra.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De joven, me gustaban Nietzsche, Spengler, los anarquistas rusos del siglo XIX , admiraba a Lenin, podría prolongar la lista indefinidamente. Me gustaban los orgullosos de todas clases, que son legión. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero Buda, que me gusta actualmente, ¿acaso no fue, también él, un gran orgulloso? ¿El mayor de todos? Renunciar al mundo y predicar después la renuncia, porque hay que sufrir, envejecer y morir, ¿no es rechazar la propia condición del hombre? ¿La condición <i>en sí</i>? ¿Qué revolucionario, qué nihilista, se ha fijado una meta más elevada? Al lado del príncipe hindú, el visionario más febril parece modesto. Era en verdad una inspiración inaudita la de querer <i>impone</i>r al mundo la renuncia, querer también arrastrar a todos sus semejantes presentes y futuros para sacarlos del camino que les ha trazado la Naturaleza. Cuando pienso en las dimensiones de semejante empresa, me siento incapacitado para seguir cualquier otra forma de aventura, cualquier otra voluntad de cambio. ¡Qué mezquinas pueden parecer las revoluciones exteriores ante las interiores! Así, pues, Buda fue también un conquistador, pero un conquistador <i>sui generis</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pienso con frecuencia en la palabra «Nada», escrita por Luis XVI en su diario en la fecha que iba a señalar el comienzo de su agonía: 14 de julio. Todos estamos en su caso, no distinguimos el comienzo exacto de nuestra decadencia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Heidegger y Céline: el filósofo y el escritor que, después de Joyce, más se han ocupado de la lengua para modelarla, torturarla, <i>hacerla hablar</i>… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Verdugos del lenguaje.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La sabiduría griega se resume en la máxima: «Mortal, piensa como mortal». </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">(Todas las veces que el hombre olvida que es mortal, se siente movido a hacer grandes cosas y a veces lo consigue, pero al mismo tiempo ese olvido es la causa de todas sus desdichas. No se eleva impunemente. <i>Renunciar</i> no es otra cosa que conocer nuestros límites y aceptarlos. Pero eso es ir contra la tendencia <i>natural</i> del hombre, que lo impulsa hacia la superación, hacia la ruina.)</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El hombre es <i>libre</i> en la medida en que puede no actuar enseguida. Sólo el fallo de sus reflejos garantiza la libertad. Es lo que le concede el margen para reflexionar, sopesar, elegir. Crea un intervalo, un vacío entre sus actos. Ese <i>vacío</i> es el espacio y la condición de la libertad. El hombre es hombre por sus insuficiencias. Si no hubiera cierto desequilibrio en sus reacciones fundamentales, sería un simple autómata.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando un francés habla de una realidad (la muerte, la historia, etcétera), no piensa en esa misma realidad, sino en las palabras que la expresan. Así, su pensamiento es exclusivamente verbal. Se me objetará: pero así es en todas partes. Seguramente, pero en ninguna parte me parece tan marcado ese fenómeno como en Francia. A eso se debe esa impresión de que todo lo que en ella se hace y se medita no llega a la intimidad de las cosas, sino que se reduce a un juego de espejos, a la sorpresa de la mente que tan sólo se encuentra en todos los casos a sí misma.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Historia y odio: éste es el motor de aquélla. El odio es lo que mueve las cosas aquí abajo, es el que impide que la Historia pierda aliento. Suprimir el odio es privarse de <i>acontecimientos</i>.</div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Odio y acontecimiento son sinónimos. Allí donde hay odio algo pasa. La bondad, por el contrario, es estática; conserva, <i>detiene</i>, carece de virtud histórica, frena todo dinamismo. La bondad no es cómplice del tiempo, mientras que el odio es su esencia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El paso del tiempo en sí es terrible. Pero, ¡cuánto más terrible sería un tiempo paralizado! ¡Si se detuviera para siempre! Pero eso es precisamente la muerte. Tal vez sea ése el motivo profundo del terror que inspira. <i>Destruye</i>, aniquila el tiempo, le impide para siempre transcurrir…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Acabo de hojear algunos libros sobre etnología. Nunca más envidiaré a los indígenas. Por horror de la «civilización» me había imaginado que vivían con paz y serenidad, como en un paraíso. En realidad, tiemblan mucho más que nosotros. Viven con miedo, tanto, como los animales, si no más. La conclusión que se debe sacar es la de que el mal está inscrito en la condición de lo vivo como tal y es inútil envidiar cosa alguna. A menos que salgamos de ese reino maldito que es el reino animal.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para escribir hace falta pasión. Ahora bien, yo me he dedicado a destruir ese resorte, para gran desgracia mía. No voy a leer más a los sabios. Me han hecho demasiado daño. Debería haberme entregado a mis instintos, haber dejado que mi locura alcanzara su plenitud. Hice todo lo contrario, tomé el disfraz del desapego y el disfraz acabó sustituyendo el rostro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Alguien a quien estimamos en particular nos resulta más <i>próximo</i> cuando comete algún acto indigno de él. Con ello nos dispensa del calvario de la veneración. Y a partir de ese momento experimentamos auténtico afecto por él.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: center;">***</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es extravagante pensar que Rimbaud habría podido «continuar». ¿Podemos imaginarnos a Nietzsche después de <i>Ecce Homo</i>? Todo es inconcebible, todo es anormal en Rimbaud, salvo su «silencio». Comenzó por el final, alcanzó de entrada un límite que sólo habría podido salvar renegando de sí mismo. Si hubiera vivido hasta los ochenta años, habría acabado comentando sus explosiones, explicándolas y explicándose. Sacrilegio en los dos casos. Habría que leer y releer una obra, sin sopesarla. Todo lo que nos gusta de forma <i>consciente</i> es esterilizante.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-46667201778793261082023-07-06T10:18:00.000-07:002023-07-06T10:18:10.229-07:00Francis Marion Crawford - La sonrisa muerta<div style="text-align: center;"><b>La sonrisa muerta</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Francis Marion Crawford</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg14aeD2jikx1iZHIuyEC0wvFGxUy2vhlQyQ2mnAIMWTm6eLtRXEJIFHVlz8YFhPZEvspUQnPOdH5uKw5P-kglWgyeD_gqg0gS_sAwy1CWFWGZEJVLZLEo-ZG_iBCFvZ7lTSsYSCZsKxRCztDF-b6MXWfG5Ww6Bjfhv7hbqLG9v0wOSA_wOGdgbU5epPtq-/s1024/Francis%20Marion%20Crawford%20(1854-1909).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="706" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg14aeD2jikx1iZHIuyEC0wvFGxUy2vhlQyQ2mnAIMWTm6eLtRXEJIFHVlz8YFhPZEvspUQnPOdH5uKw5P-kglWgyeD_gqg0gS_sAwy1CWFWGZEJVLZLEo-ZG_iBCFvZ7lTSsYSCZsKxRCztDF-b6MXWfG5Ww6Bjfhv7hbqLG9v0wOSA_wOGdgbU5epPtq-/s320/Francis%20Marion%20Crawford%20(1854-1909).jpg" width="221" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>CAPÍTULO I</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sir Hugh Ockram sonreía sentado junto a la ventana abierta de su estudio una tarde a finales de agosto, y en ese preciso instante una curiosa nube amarilla oscureció los rayos oblicuos del sol, y la diáfana luz veraniega se tornó más refulgente, como si, de repente, hubiera quedado envenenada y contagiada por los nauseabundos vapores de una peste. El rostro de sir Hugh, en el mejor de los casos, parecía estar hecho de fino pergamino estirado sobre una máscara de madera, con los dos ojos hundidos y ocultos observando desde las profundidades de las hendiduras bajo párpados rasgados y arrugados, vivos y vigilantes, como dos sapos dentro de sus agujeros, uno al lado del otro y exactamente iguales. Pero a medida que la luz cambiaba, un leve fulgor amarillo comenzó a brillar en cada uno de ellos. La enfermera Macdonald dijo en una ocasión que cuando sir Hugh sonreía veía los rostros de dos mujeres en el infierno… dos mujeres muertas a las que había traicionado (la enfermera Macdonald contaba ya con cien años de edad). Y la sonrisa del anciano entonces se ensanchaba, estirando los pálidos labios sobre los descoloridos dientes con una expresión de profunda satisfacción de sí mismo, mezclada con el más implacable odio y desprecio por la muñeca humana. La repugnante enfermedad que lo estaba matando había afectado su cerebro. Su hijo estaba de pie junto a él, alto, blanco y delicado como un ángel de una pintura religiosa primitiva, y aunque un profundo dolor inundaba sus ojos violetas mientras contemplaba el rostro de su padre, sintió que la sombra de esa nauseabunda sonrisa se deslizaba sobre sus propios labios, partiéndolos y entreabriéndolos en contra de su voluntad. Era como un mal sueño, porque intentaba no sonreír y sonreía aún más. Junto a él, extrañamente semejante a él en su lánguida y angelical belleza, con el mismo cabello color oro viejo, los mismos tristes ojos violetas, el mismo semblante luminosamente pálido, Evelyn Warburton apoyó una mano sobre su brazo. Y mientras miraba los ojos de su tío, sintió que no podía apartar los suyos y supo que la mortal sonrisa flotaba sobre sus propios labios rojos, separándolos tensamente sobre los pequeños dientes, mientras dos lágrimas brillantes corrían por las mejillas hasta su boca, y quedaban suspendidas en el labio superior mientras ella sonreía… y la sonrisa era como la sombra de la muerte y el sello de perdición dibujado en su puro y joven rostro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Por supuesto —dijo sir Hugh con mucha parsimonia y todavía contemplando los árboles por la ventana—, si ya habéis decidido casaros, no puedo deteneros, y tampoco creo que os importe lo más mínimo mi consentimiento…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Padre! —exclamó Gabriel con tono de reproche.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No, no me engaño a mí mismo —continuó hablando el anciano, sonriendo de forma terrible—. Os casaréis cuando haya muerto, aunque hay una excelente razón para que no lo hagáis… porque os conviene no hacerlo —repitió dándole especial énfasis a sus palabras, y lentamente volvió los ojos hacia los amantes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué razón? —preguntó Evelyn con voz atemorizada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Da igual la razón, querida. Os casaréis igualmente como si no existiera razón alguna —hubo una larga pausa—. Dos ya han partido de esta vida —dijo, bajando la voz de forma extraña—, y dos más serán cuatro, en total, por siempre jamás ardiendo, ardiendo, ardiendo relucientes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tras pronunciar las últimas palabras, echó la cabeza hacia atrás lentamente, y el leve fulgor de los ojos como sapos desapareció bajo los hinchados párpados; y la nube refulgente se alejó del sol que ya se ponía por occidente, de forma que la tierra volvió a ser verde y la luz pura. Sir Hugh se había quedado dormido, como hacía frecuentemente desde su última recaída, incluso a media frase.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Gabriel Ockram se llevó a Evelyn de allí y desde el estudio se dirigieron hacia el sombrío recibidor cerrando la puerta con suavidad tras ellos; ambos respiraban agitadamente, como si algún peligro repentino acabara de pasar. Enlazaron las manos, y sus ojos inusualmente parecidos se fundieron en una larga mirada, en la que el amor y una perfecta comprensión quedaban nublados por el secreto terror de algo desconocido. Sus pálidos semblantes reflejaban el miedo del otro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Es su secreto —dijo Evelyn finalmente—. Nunca nos dirá lo que es.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Si muere con ello —respondió Gabriel—, ¡que pese sobre su conciencia!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Sobre su conciencia! —repitió el eco en el sombrío recibidor. Era un eco extraño, y algunos se asustaban al oírlo, porque decían que si fuera un eco real debería repetirse todo y no sólo alguna que otra frase, ora hablador, ora silencioso. Pero la enfermera Macdonald afirmaba que en el enorme recibidor el eco jamás repitió una plegaria cuando un Ockram estaba a punto de morir, aunque sí que repetía diez veces cada una de las maldiciones.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Sobre su conciencia! —repitió el eco muy levemente, y Evelyn se sobresaltó y miró a su alrededor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Es sólo el eco —dijo Gabriel, llevándosela.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Salieron a la luz de las últimas horas de la tarde, y se sentaron sobre un banco de piedra detrás de la capilla construida en el extremo del ala este. Reinaba una quietud total, no se escuchaba ni la más mínima respiración, ni ningún otro sonido cerca de ellos. Sólo a lo lejos en el parque un pájaro cantor silbaba el agudo preludio de los coros del anochecer.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Qué solitario es este lugar —dijo Evelyn, cogiendo nerviosamente la mano de Gabriel y vacilando como si temiera romper el silencio—. Si fuera de noche, tendría miedo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿De qué? ¿De mí? —los tristes ojos de Gabriel se volvieron a ella.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Oh, no! ¿Cómo podría tenerte miedo? Más bien de los viejos Ockram… cuentan que están justo debajo de nuestros pies, aquí en la cripta norte junto a la capilla, todos envueltos en sus mortajas, sin ataúdes, como se les enterraba antiguamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Y como serán siempre enterrados… como enterrarán a mi padre, y a mí. Las leyendas cuentan que un Ockram jamás debe yacer en un ataúd.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Pero no pueden ser ciertas… no son más que cuentos de hadas… ¡historias de fantasmas!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Evelyn se arrimó a su compañero, presionándole la mano con más fuerza, y el sol comenzó a ponerse.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Por supuesto. Pero está la historia del anciano sir Vernon, que fue decapitado por traición bajo el reinado de Jacobo II. La familia trajo su cuerpo desde el cadalso en un féretro de hierro con fuertes cerrojos y lo colocaron en la cripta norte. Pero desde entonces, cada vez que se reabría el panteón para enterrar a otro miembro de la familia, encontraban el ataúd totalmente abierto, y el cuerpo erguido y apoyado contra la pared, y la cabeza lejos tirada en un rincón, sonriendo en dirección al féretro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Como la sonrisa del tío Hugh? —Evelyn se estremeció.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí, supongo que sí —respondió Gabriel, pensativo—. Por supuesto nunca lo he visto, y la cripta no ha sido abierta desde hace treinta años… ninguno de los nuestros ha muerto desde entonces.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Y si… si el tío Hugh muere… tú… —Evelyn se calló, y su hermoso y delgado rostro palideció profundamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí. Veré cómo le entierran allí… con su secreto, sea el que sea. —Gabriel suspiró y presionó la pequeña mano de la joven.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No me gusta nada la idea —dijo ella vacilante—. Oh, Gabriel, ¿qué podrá ser ese secreto? Él dijo que era mejor que no nos casásemos… no es que lo prohibiera… pero lo dijo de una forma tan extraña, y esa sonrisa… ¡Uf! —sus diminutos dientes blancos castañetearon de miedo, y miró por encima de su hombro mientras se arrimaba aún más a Gabriel—. Y, en cierto sentido, la sentí en mi propio rostro…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Y yo también —respondió Gabriel nervioso y en voz baja—. La enfermera Macdonald… —entonces se calló abruptamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué? ¿Qué dijo ella?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Oh… nada. Me ha contado cosas… cosas que te asustarían, querida. Ven, ya refresca.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El joven se levantó, pero Evelyn le sujetó la mano entre las suyas, todavía sentada y levantando la mirada hacia su rostro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Pero nos casaremos igualmente… ¡Gabriel! ¡Di que sí lo haremos!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Claro, querida… por supuesto. Pero mientras mi padre se encuentre tan enfermo, es imposible…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Oh, Gabriel, Gabriel, querido! ¡Ojalá estuviéramos casados ahora! —exclamó Evelyn con repentina angustia—. Sé que algo lo impedirá y nos separará.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Nada lo logrará!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Nada?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Nada humano —dijo Gabriel Ockram, mientras ella lo abrazaba.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y sus rostros, tan extrañamente similares, se unieron y rozaron… y Gabriel supo que el beso tenía un maravilloso sabor a maldad, pero en los labios de Evelyn era como el frío aliento de un miedo dulce y mortal. Y ninguno de ellos lo comprendía, porque eran inocentes y jóvenes. Sin embargo, ella le atrajo hacia sí con una ligerísima caricia, como una mimosa sensible al tacto agita y ondea sus delgadas hojas y se flexiona y cierra suavemente sobre lo que anhela, y él permitió de buena gana ser arrastrado hacia ella, como si su caricia hubiera sido mortal y venenosa; ella amaba de manera extraña ese casi voluptuoso aliento de miedo, y él deseaba apasionadamente ese algo maligno sin nombre que acechaba en sus labios de virgen.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Es como si nos amásemos en un sueño extraño —dijo ella.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Temo despertarme —murmuró él.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Nunca nos despertaremos, querido… cuando el sueño acabe ya se habrá transformado en muerte, tan sutilmente que ni siquiera lo notaremos. Pero hasta entonces…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ella calló y sus ojos buscaron los de él, y sus rostros se juntaron lentamente. Era como si tuvieran pensamientos prendidos en sus rojos labios que anticiparan y ya conocieran el profundo beso en los labios del otro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Hasta entonces… —dijo ella de nuevo, en voz muy baja, y con la boca muy cerca de la de él.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Hasta entonces… sueña —murmuró entre dientes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>CAPÍTULO II</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La enfermera Macdonald tenía cien años de edad. Solía dormirse acurrucada en un viejo sillón orejero de cuero, con los pies en un mullido reposapiés tapizado de piel de borrego, y envuelta en múltiples y cálidas mantas, incluso en verano. Junto a ella siempre había una pequeña lámpara de noche encendida y cerca una antigua taza de plata, en la que había alguna bebida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tenía el rostro muy arrugado, pero las arrugas eran tan pequeñas y finas y estaban tan juntas unas de otras que producían sombras en lugar de líneas. Dos delgados mechones de pelo, que estaban mutando de nuevo de blanco a amarillo ahumado, cubrían sus sienes por debajo del almidonado gorro blanco. De vez en cuando se despertaba y sus párpados se alzaban en diminutos pliegues como pequeñas cortinas de seda rosa, y clavaba sus extraños ojos azules frente a ella atravesando puertas y paredes y mundos hasta un lejano lugar más allá. A continuación, volvía a dormirse, con las manos posadas una sobre la otra en el borde de la manta; con la edad, los pulgares le habían crecido más que el resto de dedos, y las articulaciones brillaban bajo la luz de la lámpara como lustrosas manzanas silvestres.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Era casi la una en punto de la noche, y la brisa de verano movía una rama de hiedra haciendo que rozara contra los cristales de la ventana como una caricia susurrante. En la pequeña estancia contigua, con la puerta entreabierta, la joven cuidadora encargada de la enfermera Macdonald dormía profundamente. Todo estaba muy silencioso. La anciana respiraba a intervalos regulares, sus labios arrugados vibraban cada vez que exhalaba aire, y tenía los ojos cerrados.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero al otro lado de la ventana cerrada había un rostro, y unos ojos violetas miraban fijamente a la anciana durmiente, y era como el rostro de Evelyn Warburton, aunque había unos veinticuatro metros desde el alféizar de la ventana y la base de la torre. Sin embargo, era un rostro más delgado que el de Evelyn, tan blanco como un destello, y tenía la mirada fija y los labios no brillaban encarnados con vida; estaban muertos y pintados con sangre fresca.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lentamente, los arrugados párpados de la enfermera Macdonald se plegaron hacia atrás y entonces miró directamente hacia el rostro de la ventana durante diez segundos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Ya es la hora? —preguntó con su débil y lejana voz.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras lo contemplaba, el rostro en la ventana cambió; los ojos se abrieron más y más hasta que el blanco refulgía alrededor del brillante violeta, y los sangrientos labios se abrieron mostrando unos dientes brillantes, y se tensaron y abrieron y se tensaron aún más, y el cabello dorado oscuro flotó y golpeó la ventana en la brisa nocturna. Y en respuesta a la pregunta de la enfermera Macdonald, se escuchó el sonido que hiela la carne viva.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Aquella voz que gemía en voz baja se elevó súbitamente, como el gemido de una tormenta, de gemido pasó a alarido, de alarido a aullido, de aullido al grito aterrado de un muerto torturado… el que lo ha escuchado lo sabe y puede atestiguar que el grito de la banshee es un grito maligno cuando se escucha en soledad y en la oscuridad de la noche. Cuando hubo callado y el rostro desapareció, la enfermera Macdonald se revolvió un poco en su enorme sillón y siguió mirando el gran cuadrado negro de la ventana, pero ya no había nada más allí, nada excepto la noche y la susurrante hiedra. Volvió la cabeza hacia la puerta entreabierta, y allí de pie se encontraba la joven cuidadora con camisón blanco; los dientes le castañeaban por el miedo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Ya es la hora, niña —dijo la enfermera Macdonald—. Debo ir a él, porque ya ha llegado el fin.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Se levantó lentamente, apoyando sus marchitas manos sobre los brazos del sillón; la joven acercó una bata de lana y una enorme toca, así como su muleta, y abrigó a la anciana. Pero con frecuencia la joven miraba hacia la ventana con expresión descompuesta por el terror, y con frecuencia la enfermera Macdonald sacudía la cabeza y pronunciaba palabras que la cuidadora no entendía.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Era como el rostro de la señorita Evelyn —dijo finalmente la joven, temblando.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero la anciana le lanzó una mirada dura y enojada, y la escudriñó con sus extraños ojos azules. Se levantó apoyándose en el brazo del enorme sillón con la mano izquierda, y levantó la muleta para golpear a la cuidadora con todas sus fuerzas. Pero no lo hizo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Eres una buena chica —dijo—, pero idiota. Reza por tener más seso, niña, reza por tener más seso… si no, mejor será que busques empleo en otra casa que no sea Ockram Hall. Trae la lámpara y sujétame por debajo de mi brazo izquierdo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La muleta claqueteó contra el suelo de madera, y los tacones bajos de las zapatillas de la enfermera Macdonald repiquetearon a su paso en lentos tripletes mientras se dirigía hacia la puerta. Al bajar las escaleras, cada paso que daba le suponía un enorme esfuerzo, y al oír el repiqueteo los sirvientes que despertaban sabían que la anciana se acercaba mucho antes de verla.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ya nadie dormía, y había luces, y susurros, y caras pálidas en los pasillos cerca del dormitorio de sir Hugh, y unos entraban y otros salían, pero todos dejaron paso a la enfermera Macdonald, que ya había cuidado al padre de sir Hugh hacía más de ochenta años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La luz en el cuarto era tenue y clara. Allí de pie estaba Gabriel Ockram junto al lecho de su padre, y de rodillas estaba Evelyn Warburton, con el cabello posado como una sombra dorada sobre los hombros, y las manos entrelazadas y crispadas. Y frente a Gabriel, una enfermera intentaba que sir Hugh bebiera. Pero él se negaba y, aunque sus labios estaban entreabiertos, tenía los dientes firmemente apretados. Estaba muy, muy delgado y amarillo, y sus ojos reflejaban la luz por ambos lados asemejándose a brasas amarillas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No lo atormente —dijo la enfermera Macdonald a la mujer que sujetaba la taza—. Permítame que hable con él, ya ha llegado su hora.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Déjela que hable con él —ordenó Gabriel con voz apagada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así pues, la anciana se inclinó hacia la almohada y posó el peso pluma de su marchita mano, que era como una polilla marrón, sobre los dedos amarillos de sir Hugh, y le habló con vehemencia, mientras sólo permanecían en el cuarto Gabriel y Evelyn para poder oírlo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Hugh Ockram —dijo ella—, este es el fin de tu vida; te vi nacer, y antes vi nacer a tu padre, y he venido para verte morir. Hugh Ockram, ¿me dirás la verdad?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El moribundo reconoció la voz lejana que había oído durante toda su vida, y volvió lentamente su rostro amarillo hacia la enfermera Macdonald, pero no dijo nada. Entonces la mujer volvió a hablar.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Hugh Ockram, nunca más verás la luz del sol. ¿Me dirás la verdad?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sus ojos como sapos aún brillaban. Se clavaron firmemente en el rostro de la mujer.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué quieres de mí? —preguntó, y cada palabra resonaba hueca contra la siguiente—. No tengo secretos. He tenido una buena vida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La enfermera Macdonald se rió… una risa rota y en voz baja que hizo que su cabeza se sacudiera y temblara ligeramente, como si su cuello fuera un muelle de acero. Pero los ojos de sir Hugh enrojecieron, y sus pálidos labios comenzaron a torcerse.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Deja que muera en paz —dijo lentamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero la enfermera Macdonald agitó la cabeza, y su mano parda como una polilla abandonó la de él y revoloteó hasta su frente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Por la madre que te engendró y murió de dolor por los pecados que cometiste, dime la verdad!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los labios de sir Hugh se tensaron sobre unos dientes descoloridos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No en este mundo —respondió lentamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Por la mujer que engendró a tu hijo y murió con el corazón roto, dime la verdad!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Ni a ti en vida, ni a ella en la muerte eterna.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Arrugó los labios como si las palabras le abrasaran como ascuas entre ellos, y una enorme gota de sudor rodó por el pergamino de su frente. Gabriel Ockram se mordió la mano al contemplar la inminente muerte de su padre. Pero la enfermera Macdonald habló por tercera vez.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Por la mujer a la que traicionaste, y que ya te aguarda esta noche, Hugh Ockram, ¡dime la verdad!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Es demasiado tarde. Déjame morir en paz.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los labios retorcidos iniciaron una sonrisa que se posó sobre los dientes amarillentos, y los ojos como sapos brillaron en su cabeza como joyas malignas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Aún queda tiempo —dijo la anciana—. Dime el nombre del padre de Evelyn Warburton. Luego te dejaré morir en paz.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Evelyn dio un respingo hacia atrás, mientras seguía arrodillada, y miró a la enfermera Macdonald, y luego a su tío.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿El nombre del padre de Evelyn? —repitió el anciano lentamente, mientras la terrible sonrisa se extendía por su rostro moribundo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Extrañamente, la luz se hacía cada vez más sombría en la enorme estancia. Mientras Evelyn la observaba, la encorvada sombra de la enfermera Macdonald en la pared se hizo gigantesca. La respiración de sir Hugh era pesada, y ya sonaban los últimos estertores en su garganta, mientras la muerte avanzaba sobre su cuerpo como una serpiente y lo ahogaba. Evelyn rezaba en voz alta y clara.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces algo golpeó la ventana y la joven sintió una fría brisa sobre su cabello que lo hizo ondear por encima de su cabeza y, en contra de su voluntad, volvió la mirada. Y cuando vio su propio semblante mirando por la ventana, y sus propios ojos observándola a través del cristal, desorbitados y aterrados, y vio su propio cabello resbalando por el cristal, y sus propios labios manchados de sangre fresca, se levantó lentamente del suelo y permaneció rígida durante unos segundos, y entonces, tras gritar una sola vez, se desmayó y cayó de espaldas directamente en los brazos de Gabriel. Pero el alarido que respondió al de la joven era el alarido aterrado de un cadáver atormentado, con el alma presa por la vergüenza de pecados mortales, aunque los demonios luchaban en su interior contra la putrefacción, cada uno de ellos deseoso de obtener su parte.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sir Hugh Ockram se sentó erguido en su lecho de muerte, abrió los ojos y gritó:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Evelyn! —su áspera voz se rompió y resonó en su pecho al tiempo que se hundía de nuevo en la cama. Pero la enfermera Macdonald seguía torturándolo, porque todavía le quedaba un hálito de vida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Tú has visto a la madre que te espera, Hugh Ockram. ¿Quién era el padre de la joven Evelyn? ¿Cómo se llamaba?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por última vez la terrible sonrisa brotó en sus retorcidos labios, muy lentamente, muy firmemente ahora, y los ojos como sapos brillaron rojizos, y el rostro apergaminado destelló levemente bajo la temblorosa luz. Y por última vez pronunció unas palabras.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Lo saben en el infierno.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces los brillantes ojos se apagaron rápidamente, el semblante amarillento se tornó pálida cera y un gran temblor recorrió el delgado cuerpo de Hugh Ockram al morir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero incluso en la muerte seguía sonriendo, porque guardaba su secreto y se había llevado su silencio al otro lado, y se lo llevaría consigo para que permaneciera con él por siempre jamás en la cripta norte de la capilla donde los Ockram yacían sin ataúdes y envueltos en sus mortajas… todos menos uno. Aunque estaba muerto, sonreía, porque había guardado el tesoro de maligna verdad hasta el final, y no quedaba nadie vivo que pudiera decir el nombre que él había pronunciado, pero quedaba todo el mal no reparado para que diera sus frutos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras miraban al padre —la enfermera Macdonald y Gabriel, que sostenía a Evelyn todavía inconsciente entre sus brazos—, sintieron que la sonrisa muerta reptaba hasta sus propios labios… la anciana arpía y el joven con rostro de ángel. Entonces se estremecieron levemente y ambos miraron a Evelyn, que tenía la cabeza apoyada sobre el hombro del joven y, aunque estaba bellísima, la misma escalofriante sonrisa también torcía su joven boca, y fue como el presagio de un mal tremendo que no podían llegar a entender.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero poco a poco sacaron a Evelyn de allí, y la joven abrió los ojos y la sonrisa se desvaneció. Desde muy lejos en la enorme casa les llegó el sonido a llanto y plegarias que subía por las escaleras y retumbaba por los lúgubres pasillos; las mujeres habían comenzado a llorar la muerte de su difunto señor, según la costumbre irlandesa, y en el salón resonaron sus propios ecos toda esa noche, como un lejano alarido de banshee entre los árboles de un bosque.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando llegó el momento, transportaron a sir Hugh en el sudario sobre unas andas con caballete hasta la capilla, a través de la cancela de hierro y por el largo pasaje de bajada a la cripta norte, alumbrados con velas, para colocarlo junto a su padre. Dos hombres entraron primero para acondicionar el lugar; y salieron tambaleándose como si estuvieran borrachos, y blancos, abandonando sus luces allí dentro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero Gabriel Ockram no tenía miedo, porque él ya sabía lo que iba a encontrar. Y entró solo y vio que el cuerpo de sir Vernon Ockram estaba erguido apoyado contra la pared de piedra, y que su cabeza miraba desde el suelo cerca del cuerpo, con el rostro hacia arriba, y los resecos labios apergaminados sonreían horriblemente hacia el cadáver reseco, mientras el féretro de hierro, forrado por dentro de terciopelo negro, permanecía abierto sobre el suelo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces Gabriel levantó el cuerpo en sus manos; era muy ligero, pues estaba bastante deshidratado por el aire de la cripta, y aquellos que echaron un vistazo por la puerta vieron que lo colocaba dentro del féretro de nuevo. Crujió levemente, como un fardo de cañas, y sonó a hueco cuando tocó los lados y el fondo. También colocó la cabeza sobre los hombros y echó el cerrojo a la tapa, que se cerró sobre un muelle oxidado con un chasquido.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Después colocaron a sir Hugh junto a su padre, sobre las andas con caballete en las que lo habían transportado, y regresaron a la capilla.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero cuando se miraron unos a otros, el señor y los hombres, todos sonreían con la sonrisa muerta del cadáver que habían depositado en la cripta, y sólo pudieron volver a mirarse unos a otros cuando desapareció.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>CAPÍTULO III</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Gabriel Ockram se convirtió en sir Gabriel tras heredar de su padre el rango de baronet junto a una fortuna bastante mermada, y Evelyn Warburton continuó viviendo en Ockram Hall, en la estancia que daba al sur y que le había pertenecido desde que tenía memoria. No podía marcharse, porque no tenía familiares a los que acudir, y además no parecía que hubiera ningún motivo por el que no debiera quedarse. El resto del mundo jamás se tomaría la molestia de averiguar lo que hacían los Ockram en sus posesiones irlandesas, y desde hacía mucho tiempo los Ockram no esperaban nada del mundo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así pues, Gabriel ocupó el lugar de su padre en la oscura y vieja mesa del comedor, y Evelyn se sentó frente a él, a la espera de que el periodo de duelo acabara y pudieran finalmente casarse. Y, mientras tanto, sus vidas prosiguieron como antes, cuando sir Hugh quedó irremediablemente inválido durante el último año de su vida y ellos lo veían tan sólo unos minutos cada día, y pasaban la mayor parte del tiempo juntos en una asociación extrañamente perfecta.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero aunque el tardío verano ya se entristecía hacia el otoño, y el otoño se oscurecía hacia el invierno, y una tormenta siguió a otra tormenta, y la lluvia caía sobre más lluvia durante días cortos y noches largas, Ockram Hall parecía menos sombrío desde que sir Hugh fue enterrado en la cripta norte junto a su padre. Y en tiempo de Navidad Evelyn engalanó el enorme salón con ramas de acebo y de laurel, y grandes fuegos ardían en todas las chimeneas. Fue entonces cuando los granjeros de la comarca fueron invitados a una cena de Año Nuevo, y todos comieron y bebieron bien, mientras sir Gabriel presidía la mesa. Evelyn entró cuando se sirvió el oporto, y los propietarios más respetados pronunciaron unas palabras brindando por la salud de la señora de la casa.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hacía ya tiempo, dijo uno de ellos, que no había una lady Ockram. Sir Gabriel guareció sus ojos bajo la mano y miró hacia el otro extremo de la mesa y un ligero rubor apareció en las transparentes mejillas de Evelyn sentada junto a él. Pero, continuó el granjero de cabello gris, hacía mucho más tiempo que no había habido una lady Ockram tan hermosa como la que en breve sería, y brindó por la salud de Evelyn Warburton.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A continuación el resto de granjeros se levantaron y la vitorearon, y sir Gabriel se levantó igualmente, junto a Evelyn. Y cuando los hombres exclamaron la última y más sonora ovación de todas, se oyó otra voz que no pertenecía a ninguno de ellos, por encima de las demás, más aguda, más fiera, más alta… un grito que no era terrenal, un alarido por la novia de Ockram Hall. Y las ramas de acebo y laurel sobre la repisa de la gran chimenea se agitaron y ondearon sutilmente, como si una fría brisa soplara sobre ellas. Los hombres palidecieron profundamente, y muchos de ellos apoyaron sus vasos, y otros los dejaron caer sobre el suelo por miedo. Y tras mirarse unos a otros, comprobaron que todos sonreían extrañamente, una sonrisa muerta, como la del difunto sir Hugh. Alguien gritaba palabras en irlandés, y el miedo a la muerte los embargó a todos y les hizo huir despavoridos, tropezando unos con otros como bestias salvajes en un bosque ardiendo cuando el espeso humo llega justo antes de la llama; las mesas quedaron tiradas, y los vasos y botellas convertidos en montones de cristales rotos, y el oscuro vino tinto esparcido como sangre por el suelo pulido.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sir Gabriel y Evelyn permanecieron en la cabecera de la mesa contemplando el naufragio de la fiesta, y no se atrevían a mirarse el uno al otro, porque ambos sabían que el otro sonreía. Pero el brazo derecho de él sujetó el de ella, y la mano izquierda de él agarró la mano derecha de ella mientras lanzaban sus miradas al frente, y si no fuera por las sombras del cabello de ella, no se hubiera podido distinguir un rostro del otro. Estuvieron escuchando largo rato, pero el grito no se oyó de nuevo, y la sonrisa muerta desapareció de sus labios, al tiempo que ambos recordaban que sir Hugh Ockram yacía en la cripta norte, sonriendo envuelto en el sudario, en la oscuridad, porque había logrado morir con su secreto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y así fue como finalizó la cena de Año Nuevo con los granjeros locales. Pero desde ese momento sir Gabriel se sumió en un silencio cada vez mayor y su rostro se veía más pálido y delgado que antes. Con frecuencia, sin previo aviso y sin pronunciar palabra alguna, se levantaba de su asiento como si algo le hiciera moverse en contra de su voluntad, y salía bajo la lluvia o bajo el sol dirigiéndose hacia el ala norte de la capilla, y se sentaba sobre el banco de piedra, contemplando el suelo como si pudiera ver a través de él, y a través de la cripta a sus pies, y a través del blanco sudario en la oscuridad, hasta contemplar la sonrisa muerta que jamás moriría.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Siempre que salía en ese estado, Evelyn le seguía y se sentaba junto a él. En una ocasión, también, como en verano, sus bellos rostros se juntaron súbitamente, y sus párpados cayeron, y sus rojos labios estuvieron a punto de tocarse. Pero cuando sus ojos se encontraron, estos se agrandaron desorbitados, hasta que el blanco formó un anillo brillante alrededor del profundo violeta, mientras sus dientes castañeteaban, y sus manos eran como las manos de cadáveres, entrelazadas por el miedo a lo que yacía bajo sus pies, y a lo que sabían pero no podían ver.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En otra ocasión, Evelyn encontró a sir Gabriel solo en la capilla, de pie ante la cancela de hierro por la que se descendía a la cámara mortuoria, y en la mano llevaba la llave de la puerta, pero aún no la había introducido en la cerradura. Evelyn le apartó, temblando, porque también ella había sido conducida entre sueños para ver a aquella terrible criatura de nuevo y averiguar si había cambiado desde que fuera enterrada allí.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Me estoy volviendo loco —dijo sir Gabriel cubriéndose los ojos con las manos mientras seguía a la joven—. Lo veo en sueños, lo veo cuando estoy despierto… me atrae hacia él, de día y de noche… y a menos que lo vea ¡moriré!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Lo sé —respondió Evelyn—. Lo sé. Es como si tejiera hilos, como los hilos de una araña, arrastrándonos allí abajo —calló durante unos segundos, y luego saltó violentamente y agarró su brazo con la fuerza de un hombre, y casi gritó las palabras que pronunció—. ¡Pero no debemos ir allí! —exclamó—. ¡No debemos ir!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los ojos de Gabriel la miraron entrecerrados, y no se conmovió por la agonía en el rostro de ella.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Moriré a menos que pueda verlo de nuevo —dijo él, en voz muy baja y muy distinta a la suya propia. Y durante todo ese día y esa noche apenas habló, pensando sobre ello, siempre pensando, mientras Evelyn Warburton temblaba de pies a cabeza con un terror que nunca antes había experimentado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Salió sola, una gris mañana de invierno, hacia el cuarto de la enfermera Macdonald en la torre, y se sentó junto a su enorme sillón de piel, posando su delgada y blanca mano sobre los marchitos dedos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Enfermera —dijo la joven—, ¿qué es eso que el tío Hugh debía haberle dicho la noche que murió? Debe de tratarse de un terrible secreto… y, sin embargo, aunque usted se lo preguntó, tuve la impresión de que ya lo sabía, y que sabe por qué sonreía de forma tan terrible.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La cabeza de la anciana se movió lentamente de un lado a otro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sólo puedo suponer cosas… jamás lo sabré —respondió pausadamente con su vocecilla ronca.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Pero qué es lo que supone? ¿Quién soy? ¿Por qué le preguntó quién era mi padre? Sabe que soy la hija del coronel Warburton, y mi madre fue la hermana de lady Ockram, de manera que Gabriel y yo somos primos. Mi padre fue asesinado en Afganistán. ¿Qué secreto podría existir?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—No lo sé. Sólo puedo suponerlo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Suponer qué? —imploró Evelyn, presionando sus blandas y marchitas manos mientras se inclinaba hacia delante. Pero los párpados arrugados de la enfermera Macdonald se cerraron repentinamente ocultando sus extraños ojos azules, y sus labios vibraron ligeramente al expulsar el aliento, como si estuviera dormida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Evelyn esperó. Junto al fuego la sirvienta irlandesa tejía rápidamente, y las agujas entrechocaban como tres o cuatro relojes a contratiempo unos de otros. Y el verdadero reloj en la pared marcaba solitario la hora con solemnidad, descontando los segundos de la mujer de cien años, y a la que ya no le quedaban muchos días de vida. Fuera, la hiedra golpeaba la ventana al ritmo de las ráfagas invernales, como había estado golpeando el cristal desde hacía cien años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entonces, mientras Evelyn seguía allí sentada, sintió de nuevo que brotaba en ella un horrible deseo… el angustioso deseo de bajar, de descender hasta la cosa en la cripta norte, y abrir el sudario para ver si había cambiado, y se aferró a las manos de la enfermera Macdonald como si quisiera así permanecer en su cuarto y luchar contra la atroz atracción del maligno muerto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero el viejo gato que calentaba los pies de la enfermera Macdonald, y que siempre se echaba en su reposapiés, se enderezó y estiró el cuerpo, y mientras miraba a Evelyn fijamente a los ojos arqueó la espalda y su cola se esponjó y erizó, y su fea boca rosada se abrió en una maliciosa mueca mostrando unos dientes afilados. Evelyn lo miró, medio fascinada por su fealdad. Entonces la criatura lanzó de repente la pata con las uñas extendidas y bufó a la joven, y en ese mismo instante el gato sonrió como el cadáver sonriente que yacía allá abajo, lo que provocó en Evelyn un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo hasta sus diminutos pies; se cubrió la cara con la mano libre para evitar que la enfermera Macdonald se despertara y viera la sonrisa muerta allí, porque ya podía sentirla en los labios.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La anciana ya había vuelto a abrir los ojos y dio un toque al gato con el extremo de su muleta, tras lo cual el lomo del animal bajó y su cola se deshinchó, para a continuación escabullirse hasta su lugar favorito en el mullido reposapiés. No obstante, sus ojos amarillos miraban de reojo a Evelyn, por las ranuras entre sus párpados.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¿Qué es lo que usted supone, enfermera? —preguntó de nuevo la joven.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Algo malo… algo perverso. Pero no me atrevo a decírselo, en caso de que no fuera cierto, y tan sólo pensar en ello podría arruinar su vida. Porque si estoy en lo cierto, sir Hugh pretendió que nunca lo supieran, y que se casaran, y pagaran por su viejo pecado con sus almas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Decía que no debíamos casarnos…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Sí… él les decía eso, quizás… pero era como si un hombre pusiera carne envenenada frente a una bestia hambrienta y dijera «no la comas», pero jamás moviese la mano para apartar la carne. Y si les dijo que no debían casarse fue porque esperaba que lo hicieran; porque de todos los hombres vivos o muertos Hugh Ockram fue el más falso al pronunciar una mentira cobarde, el más cruel al herir a una mujer débil, y el peor al amar un pecado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Pero Gabriel y yo nos amamos —dijo Evelyn muy triste.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los viejos ojos de la enfermera Macdonald miraron a lo lejos paisajes contemplados hacía mucho tiempo, que se alzaban en el aire gris del invierno entre las nieblas de una juventud antigua.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Si se aman, pueden morir juntos —dijo la anciana, con mucha parsimonia—. ¿Para qué quieren vivir más, si es cierto? Yo he cumplido los cien años. ¿Qué me ha dado la vida? El comienzo es fuego; el final es un montón de cenizas, y entre el final y el comienzo está todo el dolor del mundo. Déjeme dormir, ya que no puedo morir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y a continuación los ojos de la anciana volvieron a cerrarse, y la cabeza se hundió un poco más sobre su pecho.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así pues, Evelyn se marchó y la dejó dormida, con el gato dormitando en el reposapiés, y la joven intentó olvidar las palabras de la enfermera Macdonald. Pero no pudo, porque las oía una y otra vez en el viento, y a sus espaldas en las escaleras. Y a medida que iba enfermando de miedo por el terrorífico mal desconocido al que su alma estaba sometida, sentía que algo sólido la presionaba y la empujaba forzándola a avanzar, y por el otro extremo sentía los hilos que la arrastraban misteriosamente; y cuando cerraba los ojos, veía el interior de la capilla y, tras el altar, la cancela de hierro que había que atravesar para llegar hasta el cadáver.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y mientras permanecía despierta en su lecho de noche, se echó la sábana sobre el rostro para evitar ver sombras en la pared que la enervasen, y el sonido de su propio aliento caliente susurraba en sus oídos mientras se aferraba al colchón con ambas manos para evitar levantarse y dirigirse a la capilla. Habría sido más fácil resistirse si no hubiera existido un pasaje que conducía hasta allí a través de la biblioteca, por una puerta que nunca estaba cerrada. Era terriblemente sencillo tomar una vela y avanzar blandamente por la casa durmiente. Y la llave de la cripta se encontraba bajo el altar tras una placa móvil. Ella conocía este pequeño secreto. Podía ir sola y ver.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero cuando pensó en ello, la joven sintió que se le erizaba el cabello, y en un primer momento tembló tanto que la cama se sacudió, y luego el horror la invadió con un gélido escalofrío que de nuevo la sometió a una verdadera agonía, como si miríadas de agujas de hielo se clavaran al unísono en sus nervios.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>CAPÍTULO IV</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El viejo reloj de la torre donde dormitaba la enfermera Macdonald anunció la medianoche. Desde su cuarto, la joven podía oír las chirriantes cadenas y pesos dentro del reloj en el rincón de la escalera, y distinguía la nota discordante de la oxidada palanca que accionaba el martillo. Lo había escuchado toda su vida. Marcaba claramente once campanadas, y luego sonaba la decimosegunda con medio toque apagado, como si el martillo ya estuviera demasiado cansado para continuar y se hubiera quedado dormido sobre la campana.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El viejo gato se levantó del reposapiés y se estiró, y la enfermera Macdonald abrió sus ancianos ojos e inspeccionó lentamente el cuarto bajo la tenue luz de la lámpara de noche. Tocó al gato con su muleta, y este se tumbó sobre sus cuatro patas. La anciana sorbió unas cuantas gotas de su taza y volvió a dormirse.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero en el piso de abajo, sir Gabriel estaba sentado totalmente rígido mientras el reloj marcaba la hora, y es que había estado soñando un terrible sueño de horror en el que su corazón se detuvo hasta despertarle, y después comenzó a latir de nuevo furiosamente recobrando el aliento, como algo salvaje que hubiera sido liberado. Ningún Ockram jamás había experimentado despierto el miedo, pero en ocasiones se apoderaba de sir Gabriel en sus sueños.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras se incorporaba en la cama, se presionó las sienes con las manos y las sintió gélidas, aunque la cabeza estaba caliente. El sueño se desvaneció en la lejanía y fue sustituido por el pensamiento crucial que regía toda su vida, y con el pensamiento en sus labios también brotó la enfermiza mueca en la oscuridad, que sin duda era una sonrisa. A lo lejos, Evelyn Warburton soñaba que la sonrisa muerta se posaba en su boca, y se despertó con un sobresalto y un gemido quedo, y con las manos temblorosas sobre el rostro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero sir Gabriel encendió la luz y se levantó y comenzó a recorrer su cuarto de un lado a otro. Era medianoche y apenas había podido dormir una hora, y en el norte de Irlanda las noches de invierno son largas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">«Voy a volverme loco», se dijo a sí mismo, sujetándose la frente. Sabía que era cierto. Durante semanas y meses enteros la atracción que ejercía el cadáver sobre él había ido en aumento como una enfermedad, hasta que ya no fue capaz de pensar en nada sin pensar antes en aquello. Y entonces, de forma súbita, su obsesión se disparó, y fue consciente de que, o permitía que lo utilizase como su instrumento, o perdería la poca cordura que le quedaba… Entonces supo que debía realizar aquel acto que odiaba y temía, si es que era capaz de temer alguna cosa, o bien algo se rompería en su mente y lo separaría de su anterior vida hasta la muerte. Tomó la vela, la pesada y vieja palmatoria que siempre había sido usada por el amo de la casa. No se le ocurrió vestirse, y se marchó tal cual estaba, ataviado con su pijama de seda y zapatillas, y abrió la puerta. Reinaba un profundo silencio en la enorme y vieja casa. Cerró la puerta tras de sí y avanzó sin hacer ruido sobre la alfombra del largo pasillo. Una fría brisa sopló sobre su hombro y sobre la llama de la vela alejándola de él. Instintivamente, paró y miró a su alrededor, pero todo estaba en perfecta quietud, y la llama erecta ahora ardía segura. Continuó andando e inmediatamente una fuerte ráfaga sopló desde atrás y a punto estuvo de apagar la luz. El viento parecía tan sólo soplar cuando avanzaba, pero cesaba cada vez que se giraba, retornando de nuevo al continuar… invisible, gélido.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Bajó por la enorme escalera hasta el resonante salón, y no vio nada a excepción del fulgor de la llama alejándose de él sobre la cera acanalada, mientras el frío aire soplaba sobre su hombro y entre su cabello. Pasó a través de la puerta abierta hasta la biblioteca, oscurecida con viejos libros y librerías de madera tallada; pasó a través de la puerta disimulada entre las estanterías, con estantes y lomos de libros pintados de manera que quedara invisible… y se cerró a sus espaldas con un chasquido. Entró en un pasaje de techo bajo y, aunque la puerta estaba cerrada y bien encajada en el marco, una fría brisa seguía soplando la llama inclinándola hacia delante mientras avanzaba. No sentía miedo, pero su rostro estaba profundamente pálido y abría los ojos desorbitados y brillantes, clavados frente a él, contemplando ya en el oscuro aire la imagen del cadáver al otro lado. Pero en la capilla se quedó paralizado, con la mano apoyada en la pequeña placa móvil detrás del altar de piedra. En la placa había grabadas unas palabras: «<i>Clavis sepulchri Clarissimorum Dominorum De Ockram</i>» («La llave de la cripta de los Ilustrísimos señores de Ockram»). Sir Gabriel aguzó el oído y escuchó. Le había parecido oír un sonido lejano en la mansión donde antes todo había permanecido en silencio, pero no volvió a oírlo. Sin embargo, esperó a que se repitiera y miró la cancela baja de hierro. Al otro lado de esta, descendiendo por el largo pasaje, yacía su padre sin ataúd, muerto desde hacía seis meses, putrefacto, terrible bajo su ceñida mortaja. El aire de la cripta no habría podido acabar de hacer su trabajo. Pero en los cadavéricos rasgos del muerto, con los ojos abiertos medio resecos, todavía estaría la terrorífica sonrisa con la que el hombre había muerto… la sonrisa que embrujaba…</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando el pensamiento cruzó la mente de sir Gabriel, sintió que sus labios se torcían, y se golpeó furiosamente su propia boca con el dorso de la mano, con tanta fuerza que una gota de sangre resbaló hasta la barbilla, y otra, y otra más, perdiéndose en el suelo en penumbra de la capilla. Pero aun así sus labios amoratados seguían torciéndose. Giró la placa siguiendo los pasos del simple mecanismo. No precisaba de mayor seguridad, y es que, aunque los Ockram hubieran sido enterrados en féretros de oro puro y la puerta hubiera estado abierta de par en par, no existía hombre en Tyrone lo suficientemente valiente para bajar a este lugar, a excepción del propio Gabriel Ockram, con su rostro angelical y sus finas y blancas manos, y sus tristes ojos impávidos. Tomó la grande y vieja llave y la introdujo en la cerradura de la cancela de hierro, y el sonoro chirrido retumbó más allá del corredor como pisadas, como si un vigilante hubiera estado apostado tras la cancela y se alejara corriendo hacia el interior, con pesados pies muertos. Y aunque él estaba quieto, el frío viento soplaba a su espalda y movía la llama de la vela contra la cancela de hierro. Giró la llave.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sir Gabriel observó que quedaba poca cera en la vela. Había otras nuevas en el altar, con largos candelabros, y encendió una, y dejó la suya encendida sobre el suelo. Mientras la posaba en el suelo, su labio comenzó a sangrar de nuevo, y cayó otra gota sobre las losas de piedra.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Abrió la puerta de hierro y la empujó contra la pared de la capilla, de forma que no se cerrase sola mientras él permanecía dentro, y la horrible corriente procedente del sepulcro subió desde las profundidades hasta su rostro, nauseabunda y oscura. Entró, pero la llama de la larga vela se alejó de él inclinada por el viento mientras descendía por la suave pendiente con paso firme, las zapatillas holgadas palmoteando sobre la piedra mientras avanzaba.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Protegió la vela con la mano, y sus dedos parecían estar hechos de cera y sangre cuando la luz brilló a través de ellos. Y a pesar de esto, la corriente de aire sobrenatural forzaba la llama hacia delante, hasta hacerla brillar azul sobre la mecha negra y a punto de apagarse. Pero él continuó avanzando, con los ojos brillantes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La bajada era amplia y no siempre podía ver las paredes bajo esa luz irregular, pero supo que había llegado al lugar de la muerte al escuchar el mayor y terrible eco de sus pasos en la estancia más amplia, y por la sensación de una pared ciega distante. Se quedó inmóvil, envolviendo casi totalmente la llama de la vela en el hueco de la mano. Podía distinguir algunas cosas, porque sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Se perfilaban algunas formas oscuras en la penumbra, donde las andas de los Ockram se alzaban apiñadas unas al lado de las otras, y todas con un recto cadáver amortajado encima, extrañamente preservados por el ambiente seco, como el cascarón vacío que la langosta muda en verano. Y a unos pocos pasos frente a él vio claramente la oscura forma del féretro de hierro del decapitado sir Vernon, y supo que junto a él yacía lo que buscaba.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Era tan valiente como lo había sido cualquiera de aquellos hombres, que eran sus antepasados, y sabía que más pronto o más tarde él mismo yacería allí, junto a sir Hugh, secándose lentamente hasta convertirse en un cascarón de pergamino. Pero él todavía vivía, y cerró los ojos unos segundos, y tres grandes gotas brotaron de su frente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Luego volvió a mirar, y por la blancura del sudario reconoció el cadáver de su padre, porque los otros estaban pardos por el paso del tiempo, y, además, la llama de la vela fue atraída hacia él. En cuatro pasos llegó hasta el sudario y, de repente, la llama ardió recta y alta, irradiando una luz amarilla deslumbrante sobre el fino lino impoluto, a excepción del rostro, y donde se unían las manos sobre el pecho. En esos dos lugares se habían extendido unas feas manchas, oscurecidas por los contornos del semblante y de los dedos fuertemente entrelazados. Se percibía un aterrador hedor a muerte marchita.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando sir Gabriel bajó la mirada, algo se agitó junto a él, levemente al principio, luego más ruidosamente, algo cayó sobre el suelo de piedra con un golpe sordo y rodó hasta sus pies; saltó hacia atrás y vio una cabeza marchita tirada en el suelo con el rostro casi totalmente hacia arriba, sonriéndole. Sintió cómo el sudor frío le empapaba el rostro, y su corazón palpitó dolorosamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por vez primera en su vida, ese mal que los hombres llaman miedo lo invadía, guiaba las cuerdas de su corazón como un jinete lleva las riendas de un caballo tembloroso, arañaba su columna vertebral con gélidas manos, erizaba su cabello con un aliento helado, y ascendía hasta su estómago cargándolo con un enorme peso.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin embargo, finalmente se mordió el labio y se inclinó, sujetó la vela con una mano y retiró la mortaja de la cabeza del cadáver con la otra. La levantó lentamente. Entonces, ésta se quedó pegada a la piel reseca de la cara, y su mano se agitó como si alguien le hubiera sacudido por el codo; aun así, entre el miedo y la ira consigo mismo, tiró de la mortaja y ésta cedió con un chasquido. Recobró el aliento mientras lo sostenía, sin soltarlo o cubrirlo de nuevo, y sin mirarlo. El horror le dominaba, y percibió que el viejo Vernon Ockram estaba de pie en su féretro de hierro, decapitado, y sin embargo observándole con el muñón de su cuello cercenado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras recobraba el aliento sintió que la sonrisa muerta se deslizaba sobre sus labios. Sintiendo una repentina cólera por su propia desgracia, descorrió el lino mortalmente manchado, y, por fin, lo contempló. Apretó los dientes para evitar que se escapara un grito.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Allí estaba lo que le había embrujado, lo que había embrujado a Evelyn Warburton, lo que era como una peste para todo lo que tenía cerca.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El rostro muerto estaba abotargado con manchas oscuras, y el fino y gris cabello colgaba enmarañado sobre la descolorida frente. Los párpados hundidos estaban entreabiertos, y la luz de la vela iluminó algo nauseabundo donde en otro tiempo vivieron los ojos como sapos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y, sin embargo, el muerto sonreía, como había sonreído en vida; los labios cadavéricos estaban entreabiertos y bastante separados y tensos sobre unos dientes lobunos, todavía maldiciendo, todavía desafiando al infierno a que le infligiera el peor sino… desafiando, maldiciendo y siempre y para siempre sonriendo solo en la oscuridad.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sir Gabriel abrió el sudario a la altura de las manos, y los dedos ennegrecidos y marchitos estaban cerrados sobre un bulto manchado y con motas. Temblando desde los pies a la cabeza, pero luchando como un hombre agonizante lucha por su vida, intentó arrebatar el sobre de las manos del difunto. Pero, al tirar de él, los dedos como garfios parecieron cerrarse con mayor fiereza, y cuando volvió a tirar con más fuerza las manos y los brazos consumidos se alzaron separándose del cadáver y adoptando una apariencia de vida al seguir su movimiento… Luego, cuando finalmente logró arrancar el sobre sellado, las manos volvieron a caer en su posición original todavía entrelazadas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Colocó la vela sobre el borde de las andas para romper el sello del resistente papel. Y, arrodillado sobre una pierna para tener mejor iluminación, leyó lo que contenía, escrito mucho tiempo atrás por la temblorosa mano de sir Hugh.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ya no tenía miedo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Leyó lo que sir Hugh había anotado y que podría ser tal vez un testimonio de maldad y de su odio; de cómo había amado a Evelyn Warburton, la hermana de su esposa, y cómo su esposa había muerto con el corazón roto por su maldición, y cómo Warburton y él lucharon codo con codo en Afganistán, donde cayó Warburton. Ockram trajo de vuelta a la esposa de su camarada un año más tarde, y la pequeña Evelyn, su hija, nació en <i>Ockram Hall</i>. Hablaba de cómo se hartó también de la madre, y ésta murió, como su hermana, por su maldición. Y a continuación hablaba de cómo Evelyn fue criada como su sobrina, y de cómo él había confiado en que su hijo Gabriel y su hija Evelyn, inocentes e ignorantes, pudieran amarse y casarse, y las almas de las mujeres que había traicionado sufrieran así otra agonía antes de que acabara la eternidad. Y, por último, esperaba que, algún día, cuando ya nada pudiera ser reparado, los dos encontraran su escrito y continuaran viviendo, sin atreverse a decir la verdad por sus hijos y por el resto del mundo, como marido y mujer.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Leyó esto de rodillas junto al cadáver en la cripta norte, a la luz de la vela del altar, y cuando acabó de leer todo, agradeció a Dios haber descubierto el secreto a tiempo. Pero cuando se incorporó y observó el semblante muerto, éste había cambiado, y la sonrisa había desaparecido para siempre; la mandíbula había caído ligeramente, y los exhaustos labios muertos estaban relajados. Y entonces sintió un aliento tras de sí, muy cerca, no frío como el que antes había soplado la llama de la vela mientras entraba, sino un aliento cálido y humano. Se volvió rápidamente.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y allí estaba ella, vestida totalmente de blanco y su cabello de color oro viejo… y es que la joven se había levantado de la cama y lo había seguido sin hacer ruido, y lo encontró leyendo, y ella misma leyó por encima de su hombro. Él dio un violento brinco cuando la vio, tenía los nervios a flor de piel… y luego gritó su nombre en la silenciosa morada de la muerte:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Evelyn!</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—¡Mi hermano! —respondió ella suave y tiernamente, extendiendo las manos para unirlas a las suyas.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-28954204352184034202023-06-23T04:37:00.001-07:002023-06-23T04:37:23.085-07:00Juan Gabriel Vásquez - Cuando eso pase<div style="text-align: center;"><b>Cuando eso pase</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Juan Gabriel Vásquez</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6VzKe9DyDX3-k4-Nji7AmBQ713hfgiM_e_IrrrhYJjrTFcHTEaLncqLRdRMS4y2NUJXvloOsdF6HC_qOYF1fkfhreVVf8GxbMqp8Y47LuogqDDcm7LM5zLRHlyq2SCDPZuuaqhePfOGYFNOy57g5csVfAxf9OcSNu1jJ3fj9tR7LcseCAXrFLRWMqodeu/s849/Juan%20Gabriel%20V%C3%A1squez%20(1973).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="849" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6VzKe9DyDX3-k4-Nji7AmBQ713hfgiM_e_IrrrhYJjrTFcHTEaLncqLRdRMS4y2NUJXvloOsdF6HC_qOYF1fkfhreVVf8GxbMqp8Y47LuogqDDcm7LM5zLRHlyq2SCDPZuuaqhePfOGYFNOy57g5csVfAxf9OcSNu1jJ3fj9tR7LcseCAXrFLRWMqodeu/s320/Juan%20Gabriel%20V%C3%A1squez%20(1973).jpg" width="289" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div>Cuando haya comenzado la guerra que nos busca</div><div>desde hace tanto tiempo, cuando haya comenzado</div><div><br /></div><div>la inquina de la fiebre, cuando los odios cándidos</div><div>nos consuman los miembros como la terca lepra,</div><div><br /></div><div>cuando nos den alcance los rápidos rencores</div><div>y los resentimientos, cuando nos den alcance</div><div><br /></div><div>el hambre y los dolores en el vientre profundo,</div><div>y hayan muerto los versos de los poetas muertos,</div><div><br /></div><div>y sepan los alféizares el nombre del suicida,</div><div>y no haya nadie en las calles, como en una pandemia,</div><div><br /></div><div>y los viejos recuerden las pandemias de antaño</div><div>y les parezca triste que los niños no tosan,</div><div><br /></div><div>entonces buscaré mi refugio en tu memoria,</div><div>y cortaré los cantos de las voces queridas</div><div>y pediré a mis hijas que cuenten nuestra historia.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-5778719914826855882023-06-03T10:23:00.001-07:002023-06-03T10:23:09.396-07:00Rosa Lentini - Gigantes 5<div style="text-align: center;"><b>Gigantes 5</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Rosa Lentini</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgk36ysI3hw81Sneb6CxM_Pgzj5g1jyc629XcdSbwMcoWBPoHha3PIiDCksmL2LCluA16XpqXK7rEY-w3Sgpmz3dT32e326fJKfdFBMMhb5hWhQ1C5kTW6YPOq_lLZz5Rj9gfKiXog3J3nnrN7wlt3dqdUnxVpU6ofC7qDbhDhVXM1QJuDbyA-LQXthwQ/s1017/Rosa%20Lentini%20(1957).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1017" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgk36ysI3hw81Sneb6CxM_Pgzj5g1jyc629XcdSbwMcoWBPoHha3PIiDCksmL2LCluA16XpqXK7rEY-w3Sgpmz3dT32e326fJKfdFBMMhb5hWhQ1C5kTW6YPOq_lLZz5Rj9gfKiXog3J3nnrN7wlt3dqdUnxVpU6ofC7qDbhDhVXM1QJuDbyA-LQXthwQ/s320/Rosa%20Lentini%20(1957).jpg" width="242" /></a></div><br /></div><div style="text-align: left;"><br /></div><div>No me llamo Alicia. No caí </div><div> por el tronco hueco de un árbol</div><div>siguiendo al conejo que llegaba tarde</div><div> a su cita con la reina de corazones</div><div>No atravesé el cristal</div><div>Las flores no me hablaron </div><div>Ninguna sonrisa dibujada predijo mi futuro </div><div>Pero cuando mordisqueé aquella seta</div><div>crecí crecí llené todo el espacio</div><div> la cabeza traspasó el agujero de la chimenea </div><div> el cuello encallado</div><div> los brazos saliendo por las ventanas</div><div>hasta que toda la casa se convirtió en mi vestido</div><div>lo llevé puesto durante semanas que fueron meses</div><div> durante meses que fueron años</div><div><br /></div><div>Hay un brillo que me pertenece </div><div>cuando el sol da sobre los tejados</div><div>Un vacío tentador cuando se despide</div><div>tras las lomas</div><div>Los enanos rondan a mis pies </div><div> Me he convertido en un santuario</div><div> para la falsa esperanza de sus noches</div><div>Volver a mi tamaño es imposible </div><div> sin vaciar los recuerdos</div><div>anudada a una grandiosidad </div><div>dure lo que dure este exceso </div><div>mientras el sombrerero me ofrece </div><div> una diminuta taza de té</div><div style="text-align: left;"> que nunca consigo beber </div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-23542302081984165262023-05-05T09:10:00.001-07:002023-05-05T09:11:00.627-07:00Begoña M. Rueda - Tinder (2020)<div style="text-align: center;"><b>Tinder</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Begoña M. Rueda</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEho-XeYFwCK1s22YrPVgFtKFGMEIVN16GKEj5QB5BPWXPCxuopMg4LKZbcv2oSUON4LePz5VDcFJ39Nla0uS3KZizmz4rZ8cm-lyIDnHTI0rwV74GWO5My47XMRDFE344hj3I_DneD2iPMCA8WkE2-ofGG9LynufYr-ilW0nhy2tsutfymHJQBiI8T_cw/s843/Bego%C3%B1a%20M.%20Rueda%20(1992).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="843" data-original-width="705" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEho-XeYFwCK1s22YrPVgFtKFGMEIVN16GKEj5QB5BPWXPCxuopMg4LKZbcv2oSUON4LePz5VDcFJ39Nla0uS3KZizmz4rZ8cm-lyIDnHTI0rwV74GWO5My47XMRDFE344hj3I_DneD2iPMCA8WkE2-ofGG9LynufYr-ilW0nhy2tsutfymHJQBiI8T_cw/s320/Bego%C3%B1a%20M.%20Rueda%20(1992).jpg" width="268" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div style="text-align: justify;">En las webs de citas</div><div style="text-align: justify;">todos los chicos parecen interesantes,</div><div style="text-align: justify;">Luke_96 me cuenta que tiene un grupo,</div><div style="text-align: justify;">que hacen covers de Leprous</div><div style="text-align: justify;">y de otras movidas noruegas de metal progresivo.</div><div style="text-align: justify;">Busca una chica que vaya a verle a los conciertos,</div><div style="text-align: justify;">lo adorna, dice</div><div style="text-align: justify;">que quisiera tumbarse a su lado a mirar las estrellas</div><div style="text-align: justify;">en un arrebato de romanticismo caduco.</div><div style="text-align: justify;">El amor siempre parece posible</div><div style="text-align: justify;">a setecientos veinticinco kilómetros de distancia.</div><div style="text-align: justify;">Podría dejar de masturbarme</div><div style="text-align: justify;">si comprara un billete de tren, pero entonces</div><div style="text-align: justify;">conocería las verdaderas aficiones de Luke_96,</div><div style="text-align: justify;">su verdadera voz, sus verdaderos ojos,</div><div style="text-align: justify;">su verdadero concepto de relación no tóxica</div><div style="text-align: justify;">y el verdadero nombre que tantas chicas antes que yo</div><div style="text-align: justify;">prefirirían no haber conocido nunca,</div><div style="text-align: justify;">entonces, digo, dejaría de masturbarme</div><div style="text-align: justify;">y no creo que merezca la pena.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-18991593565588805582023-05-04T00:08:00.001-07:002023-05-04T05:32:26.257-07:00Slawomir Mrozek - Revolución<div style="text-align: center;"><b>Revolución</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Slawomir Mrozek</b></div><div><b><br /></b></div><div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDrlCTdjwNtZa-f8TkMStKC7DpGzNPGRogt-mMDmUqysCCDtggVmI591O9izF6Q91WD1qJLsbI7KFJWseU2slDNfs696VO6SZ3dc-ty76Lpk3zpIM_XsY8c5MOrfAk8_piCCdk4QKvJ84Y6253Kqpz0GDtUQ__LJOzwG4R63pFQiMF2voPYaOQKopciA/s846/Slawomir%20Mrozek%20(1930-2013).jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="846" data-original-width="582" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjDrlCTdjwNtZa-f8TkMStKC7DpGzNPGRogt-mMDmUqysCCDtggVmI591O9izF6Q91WD1qJLsbI7KFJWseU2slDNfs696VO6SZ3dc-ty76Lpk3zpIM_XsY8c5MOrfAk8_piCCdk4QKvJ84Y6253Kqpz0GDtUQ__LJOzwG4R63pFQiMF2voPYaOQKopciA/s320/Slawomir%20Mrozek%20(1930-2013).jpg" width="220" /></a></div><br /></div><div><b><br /></b></div><div style="text-align: justify;">En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no solo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-16102273280993207282023-02-25T12:20:00.001-08:002023-02-25T12:20:48.076-08:00Juan José Arreola - Autrui<div style="text-align: center;"><b>Autrui</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;">por <b>Juan José Arreola</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiFiJdVP7xJSlSt4ODGxpTZUQl-SAjY-DKEihob1I28zG0fh0wAV8lfrRkrpWSnOiD2oY0OF_K7l0J1nSTXJzly2LsPyzl2pryen-3yi-JUw1viXwUvamfsVdps-mokgeSmUQtOiMS_BmrXTh7UQz2gOMGxNgB_IK6jvts2_FmnggG01GA7emH0qXZZeg/s808/Juan%20Jos%C3%A9%20Arreola%20(1918-2001).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="768" data-original-width="808" height="304" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiFiJdVP7xJSlSt4ODGxpTZUQl-SAjY-DKEihob1I28zG0fh0wAV8lfrRkrpWSnOiD2oY0OF_K7l0J1nSTXJzly2LsPyzl2pryen-3yi-JUw1viXwUvamfsVdps-mokgeSmUQtOiMS_BmrXTh7UQz2gOMGxNgB_IK6jvts2_FmnggG01GA7emH0qXZZeg/s320/Juan%20Jos%C3%A9%20Arreola%20(1918-2001).jpg" width="320" /></a></div></div><div><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Lunes. Sigue la persecución sistemática de ese desconocido. Creo que se llama Autrui. No sé cuándo empezó a encarcelarme. Desde el principio de mi vida tal vez, sin que yo me diera cuenta. Tanto peor.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Martes. Caminaba hoy tranquilamente por calles y plazas. Noté de pronto que mis pasos se dirigían a lugares desacostumbrados. Las calles parecían organizarse en laberinto, bajo los designios de Autrui. Al final, me hallé en un callejón sin salida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Miércoles. Mi vida está limitada en estrecha zona, dentro de un barrio mezquino. Inútil aventurarse más lejos. Autrui me aguarda en todas las esquinas, dispuesto a bloquearme las grandes avenidas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Jueves. De un momento a otro temo hallarme frente a frente y a solas con el enemigo. Encerrado en mi cuarto, ya para echarme en la cama, siento que me desnudo bajo la mirada de Autrui.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Viernes. Pasé todo el día en casa, incapaz de la menor actividad. Por la noche surgió a mi alrededor una tenue circunvalación. Cierta especie de anillo, apenas más peligroso que un aro de barril.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sábado. Ahora desperté dentro de un cartucho hexagonal, no mayor que mi cuerpo. Sin atreverme a tocar los muros, presentí que detrás de ellos nuevos hexágonos me aguardan.</div><div style="text-align: justify;">Indudablemente, mi confinación es obra de Autrui.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Domingo. Empotrado en mi celda, entro lentamente en descomposición. Segrego un líquido espeso, amarillento, de engañosos reflejos. A nadie aconsejo que me tome por miel…</div><div style="text-align: justify;">A nadie naturalmente, salvo al propio Autrui.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-88822869687029289652023-02-03T10:11:00.001-08:002023-02-03T10:11:09.024-08:00Olalla Castro - La tierra de fuego<div style="text-align: center;"><b>La tierra de fuego</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Olalla Castro</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbXfIeU8W-lagwQOSr8UJvTV76mKKOj-pb5DzQg-gjOWnQFLmyIyeip7vvaPZGhwFZqbowD30SMBa90KpQYAzvv5WU9Yxn3Rg_E91mA4jIrk-grLs02rKj3QUbNZc6go8MCExdbG4WUqqYw4x_zIT5VYTQkvDAS6VLBeMY7VWwmjWRYn2mLVbm4fHMoQ/s1024/Olalla%20Castro%20(1979).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="682" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbXfIeU8W-lagwQOSr8UJvTV76mKKOj-pb5DzQg-gjOWnQFLmyIyeip7vvaPZGhwFZqbowD30SMBa90KpQYAzvv5WU9Yxn3Rg_E91mA4jIrk-grLs02rKj3QUbNZc6go8MCExdbG4WUqqYw4x_zIT5VYTQkvDAS6VLBeMY7VWwmjWRYn2mLVbm4fHMoQ/s320/Olalla%20Castro%20(1979).jpg" width="213" /></a></div><br /><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div>Llegaron blancos como pico nevado.</div><div>Con sus manos brillantes</div><div>encerraron a las ovejas en corrales</div><div>y nos mataron a nosotros,</div><div>también de diez en diez.</div><div>Sonaban a estampida de guanaco</div><div>sus rifles y su lengua por igual.</div><div>Ofrecían una libra esterlina</div><div>por cada oreja nuestra, mano, pie.</div><div>Nos invitaron a vino</div><div>‒para sellar la paz, dijeron‒</div><div>y cuando estuvimos embriagados</div><div>comenzaron sin más a disparar.</div><div>A quienes no les alcanzaron las balas</div><div>les alcanzó la enfermedad</div><div>que arrastraban consigo</div><div>‒silbido de serpiente al respirar‒.</div><div>Ya solo quedo yo.</div><div>Me llamo Ángela Loij</div><div>y el mundo acaba en mí.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-89295980787626502112023-01-12T05:36:00.001-08:002023-01-12T05:36:31.342-08:00Justo Navarro - Escapada<div style="text-align: center;"><b>Escapada</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Justo Navarro</b></div><div><b><br /></b></div><div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiw3aTzk-MJK80OxUou5_eG4DXtQ4RRf7omwZfSjr62A-t980UswYBrSXKJwFkSvgPtbZcOb_IE7HymVHaFRIdjFdcvE2vfjyMvdPW0RSrWPGxJ_Y2nSNP75D6Fc5eH9R05j0hKDr2uGz8j1TF4qVCt6EfxnaL8i5RRA8y-Fb-4nSGWwa03SXQBPotcmA/s1024/Justo%20Navarro%20(1953).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="756" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiw3aTzk-MJK80OxUou5_eG4DXtQ4RRf7omwZfSjr62A-t980UswYBrSXKJwFkSvgPtbZcOb_IE7HymVHaFRIdjFdcvE2vfjyMvdPW0RSrWPGxJ_Y2nSNP75D6Fc5eH9R05j0hKDr2uGz8j1TF4qVCt6EfxnaL8i5RRA8y-Fb-4nSGWwa03SXQBPotcmA/s320/Justo%20Navarro%20(1953).jpg" width="236" /></a></div></div><div><br /></div><div><br /></div><div>Mira: de pronto en los objetos </div><div>más próximos hay fiebre: los tensa como cables. </div><div>Son mensajes escuetos </div><div>de un papel blanco, inescrutables.</div><div><br /></div><div>Una luz lisa fosforece </div><div>en el aire naranja de la gasolinera. </div><div>Es un arpón: si crece, </div><div>te perfora los ojos. Cera</div><div><br /></div><div>fundida: fluye el mediodía. </div><div>La muerte nos conmueve con sus sombras chinescas. </div><div>morderá su jauría </div><div>las nerviaciones de las frescas</div><div><br /></div><div>hojas de nuestra sangre: claros </div><div>perseguidores turbios sin alarma ni faros.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-27652945202718471472023-01-02T04:07:00.003-08:002023-01-02T04:07:41.046-08:00Jean Tardieu - Pequeños problemas y trabajos prácticos<div style="text-align: left;"><div style="text-align: center;"><b>Pequeños problemas y trabajos prácticos</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Jean Tardieu</b></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6M1XCIDb8eGkY33EiwFIawxaNHJ9gKMJnWSqmgE1-EVZxSsPTUsSQ_kGDLV-23BP4Ocjni9H9fVYciqAI1yd8j4idtTvArlWlA4zFZC39l0tUB2X0-MDHv6BVfO42252SUErKFoPdoNt_U4ZAfqrT7GFVaoG3JiG-MH5nOjAoSyAQDTbvPNzYAmQe0A/s903/Jean%20Tardieu%20(1903-1995).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="903" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi6M1XCIDb8eGkY33EiwFIawxaNHJ9gKMJnWSqmgE1-EVZxSsPTUsSQ_kGDLV-23BP4Ocjni9H9fVYciqAI1yd8j4idtTvArlWlA4zFZC39l0tUB2X0-MDHv6BVfO42252SUErKFoPdoNt_U4ZAfqrT7GFVaoG3JiG-MH5nOjAoSyAQDTbvPNzYAmQe0A/s320/Jean%20Tardieu%20(1903-1995).jpg" width="272" /></a></div><br /><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;"><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Explique y comente</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>El espacio</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Dado un muro, ¿qué pasa detrás?</div><div style="text-align: justify;">- ¿Cuál es el camino más largo entre dos puntos?</div><div style="text-align: justify;">- Dados dos puntos, A y B situados a igual distancia el uno del otro, ¿cómo hacer para desplazar a B sin que A lo advierta?</div><div style="text-align: justify;">- Cuando usted habla del Infinito, ¿hasta cuántos kilómetros puede hacer sin cansarse?</div><div style="text-align: justify;">- Prolongue una línea recta al infinito ¿qué encontrará al final?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>El tiempo</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Dados dos viajeros, uno nacido en 1913 y el otro en 1890, ¿cómo harán para encontrarse en 1944?</div><div style="text-align: justify;">- Medir en décimos de segundo el tiempo que se necesita para pronunciar la palabra “eternidad”.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>El espacio y el tiempo</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Fije en su mente, antes de dormirse, dos puntos cualesquiera del espacio y calcule el tiempo que se necesita, durmiendo, para ir del uno al otro.</div><div style="text-align: justify;">- Un aviador de veinte años de edad da la vuelta a la tierra con tanta rapidez, que “gana” tres horas por día. ¿Al cabo de cuanto tiempo habrá vuelto a la edad de tres años?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Problemas de álgebra con dos incógnitas</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Dado que va a ocurrir no sé qué ni cuándo, ¿qué providencias toma usted?</div><div style="text-align: justify;">- Una bola de billar remonta un plano inclinado. Haga una averiguación.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La astronomía</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Una estrella fugaz cae en su mirada. ¿Qué hace usted?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Pequeña cosmogonía práctica</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Construya un mundo coherente a partir de Nada, sabiendo que: Yo = Tú y que Todo es Posible. Haga un dibujo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La lógica</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Cuando usted “supone resuelto un problema”, ¿por qué continúa, pues, la demostración? ¿No sería mejor que se fuera a dormir?</div><div style="text-align: justify;">- Encuentre en qué estriba el vicio de construcción del siguiente silogismo:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"> Mortal era Sócrates</div><div style="text-align: justify;"> Ahora bien, yo soy parisiense</div><div style="text-align: justify;"> Luego, todos los pájaros cantan</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>El lenguaje</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Tome una palabra corriente. Póngala bien visible sobre una mesa y descríbala de frente, de perfil y de tres cuartos.</div><div style="text-align: justify;">- Repita una palabra tantas veces como sean necesarias para volatilizarla, y analice el residuo.</div><div style="text-align: justify;">- Encuentre un solo verbo para significar el acto que consiste en beber un vaso de vino blanco con un compañero borgoñón, en el café de <i>Los Dos Chinos</i>, a las seis de la tarde, un día de lluvia, hablando de la no-significación del mundo, sabiendo que acaba usted de encontrarse con su antiguo profesor de química y mientras cerca de usted una muchacha le dice a su amiga: “¡Sabes cómo hice que le viera la cara a Dios!”.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Las metáforas</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Dada una vieja cajita de madera que quiero destruir o arrojar a la basura, ¿tengo el derecho de decir que la mato, que la espulgo, que la cocino, que la como, que la digiero, o bien que la borro, que la tacho, que la condeno, la encarcelo, la destierro, la destituyo, la vaporizo, la extingo, la desuello, la embalsamo, la fundo, la electrocuto, la deshincho, la barro? Responda a cada una de estas preguntas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La arqueología</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Regrese con el pensamiento a los tiempos antiguos. La municipalidad de Atenas pone la piedra fundamental de las ruinas del Partenón. Describa la ceremonia.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La geografía</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- ¿En dónde desembocaría el Sena si su fuente estuviera en los Pirineos?</div><div style="text-align: justify;">- Aplaste el relieve de Suiza y calcule la superficie así obtenida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La personalidad</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Observe con atención su mano izquierda y diga a quién pertenece.</div><div style="text-align: justify;">- Suponga que usted no es usted: encuentre un reemplazante.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La moral</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Un muchacho ha robado un anillo valioso para regalárselo a su novia. Ahora bien, a la chica no le gusta el anillo. Lo rechaza. ¿Qué debe hacer el muchacho?</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La psicología</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- ¿Cómo se representa usted la falta de pescado? Dibújelo.</div><div style="text-align: justify;">- ¿Cómo hace usted para sorprender a los personajes indeseables que se deslizan entre sus pensamientos? Enumere diversos procedimientos.</div><div style="text-align: justify;">- A fin de remontarse en sus recuerdos, aplique una escalera contra la pared, pero no empiece a subir sin haberse provisto de una cuerda, uno de cuyos extremos será sólidamente fijado al piso y el otro enrollado alrededor de su puño izquierdo. Por no haber tomado esta precaución, muchas personas nunca han vuelto.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>La sinceridad</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Dado que usted me presenta un tarjeterito afirmándome que está vacío, si al abrirlo bruscamente me encuentro con un cocodrilo de gran tamaño, ¿quién ha mentido: usted o yo? Adivine lo que quiero decir.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Tareas de poesía</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- Un barco ebrio cuenta sus recuerdos de viaje. Este barco es usted. Dígalo en la primera persona del singular.</div><div style="text-align: justify;">- Un fauno cree advertir, después del almuerzo, unas ninfas. Quiere perpetuarlas. Este fauno es usted. Dígalo en la primera persona del singular.</div><div style="text-align: justify;">- Un hombre visita el cementerio de su aldea, a orillas del Mediterráneo. Ve unas velas en el mar y las toma por palomas que picotean sobre un techo. Desarrolle esta alucinación. El visitante es usted. Dígalo en la primera persona del singular.</div><div style="text-align: justify;">- Usted es <i>El Tenebroso</i>. Se ha quedado viudo y necesita que lo consuelen. Por otra parte, es usted príncipe de Aquitania y acaban de destruir su torre. Considera melancólicamente su suerte. Pide que le restituyan el Pausílipo y, de ser posible, el mar de Italia con una flor y un parral, que le gustan mucho. Haga lo que hiciere, dígalo siempre en la primera persona del singular.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><b>Hablemos de Metafísica</b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Preguntas:</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">- ¿Acaso el universo se le ofrece como un “peso”? ¿Un peso que usted lleva, que usted arrastra? O, por el contrario, ¿tiene usted la sensación de “flotar” sobre el mundo? Motive sus respuestas.</div><div style="text-align: justify;">- ¿A qué hora y en qué circunstancias siente usted con claridad a su “yo”? ¿Tiene éste un olor? ¿Un sabor? ¿Un color? ¿Una forma? ¿Tiene un “rostro”? ¿Cuándo tiene usted la impresión de que se le escapa?</div><div style="text-align: justify;">- ¿Le agradan los en-sí? ¿O prefiere los para-sí?</div><div style="text-align: justify;">- Comúnmente suele decirse que “el tiempo es oro”. Haga el cálculo en dólares.</div><div style="text-align: justify;">- ¿Cómo se representa usted al Ser? ¿Tiene plumas en los cabellos?</div><div style="text-align: justify;">- ¿Es la Nada más sensible el domingo que los otros días? ¿Desea usted pasar en ella sus vacaciones?</div><div style="text-align: justify;">- ¿La Esencia está mezclada con los objetos en forma de polvo? ¿O como un líquido? ¿O bien cómo raíces muy sutiles inmersas en el centro de las cosas?</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-36355265026843081492022-12-23T14:26:00.001-08:002022-12-23T14:26:24.142-08:00Pascual-Antonio Beño Galiana - Dichosos<blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"></blockquote></blockquote><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"></blockquote><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"></blockquote><b><div style="text-align: center;"><b>Dichosos</b></div></b><div style="text-align: center;">por <b>Pascual-Antonio Beño Galiana</b></div><div style="text-align: left;"><b><br /></b></div><div style="text-align: left;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEimH3uTKs1DV3xtPZT3EO6-MSE-8uR3mvW4KXWnkWsgXNA2Ylr2-pcNDK3KzUigvzF4ohIiLJz1p82Q8krtJG4fZUJ3HZk-XtYDML2PnDXZST5AJlZFHBhXH9b8cIQ1YsaR2CWkkn5MTEMApO4YCt1MJWM0RDj9l8yYiL1jGxDUnrY6y7b_eLBVwJC-FA/s830/Pascual-Antonio%20Be%C3%B1o%20Galiana%20(1932-2008).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="830" data-original-width="617" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEimH3uTKs1DV3xtPZT3EO6-MSE-8uR3mvW4KXWnkWsgXNA2Ylr2-pcNDK3KzUigvzF4ohIiLJz1p82Q8krtJG4fZUJ3HZk-XtYDML2PnDXZST5AJlZFHBhXH9b8cIQ1YsaR2CWkkn5MTEMApO4YCt1MJWM0RDj9l8yYiL1jGxDUnrY6y7b_eLBVwJC-FA/s320/Pascual-Antonio%20Be%C3%B1o%20Galiana%20(1932-2008).jpg" width="238" /></a></div><br /></div><div style="text-align: left;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los que nunca se sintieron</div><div style="text-align: justify;">huérfanos de amores y hambrientos de justicia,</div><div style="text-align: justify;">los que jamás sufrieron tristeza en su infancia,</div><div style="text-align: justify;">amargura en la adolescencia,</div><div style="text-align: justify;">desesperación después y siempre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los que sólo pensaron en sí mismos,</div><div style="text-align: justify;">los que nunca padecieron por los demás,</div><div style="text-align: justify;">los que con todo se conformaron,</div><div style="text-align: justify;">incapaces de usar su propia razón.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los que vivieron siempre</div><div style="text-align: justify;">de espaldas a la belleza que hiere,</div><div style="text-align: justify;">a la duda que destroza,</div><div style="text-align: justify;">a la infidelidad que deforma.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los zánganos, las obreras</div><div style="text-align: justify;">de la gran colmena existencial.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Aquellos para los que Beethoven</div><div style="text-align: justify;">es como un pequeño suplicio,</div><div style="text-align: justify;">la poesía cosa de anormales,</div><div style="text-align: justify;">la solidaridad inútil,</div><div style="text-align: justify;">el amor ganas de perder el tiempo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos —a veces los envidio—</div><div style="text-align: justify;">aquellos que nunca salieron de su barrio,</div><div style="text-align: justify;">de su ciudad pequeña,</div><div style="text-align: justify;">de su mundo sencillo y fácil,</div><div style="text-align: justify;">siquiera fuese con el pensamiento;</div><div style="text-align: justify;">los que nunca sufrieron cáncer en el alma.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los hombres de feliz infancia,</div><div style="text-align: justify;">de adolescencia sin amores desesperados,</div><div style="text-align: justify;">de juventud sin inquietudes, salvo</div><div style="text-align: justify;">el partido de fútbol del domingo,</div><div style="text-align: justify;">la quiniela del martes</div><div style="text-align: justify;">y la cuenta bancaria ambicionada.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos los que nunca sintieron</div><div style="text-align: justify;">la tentación del suicidio,</div><div style="text-align: justify;">ni el amor sin límites,</div><div style="text-align: justify;">ni el perfecto sentido de lo ilógico,</div><div style="text-align: justify;">ni las náuseas existenciales,</div><div style="text-align: justify;">ni el mensaje de un torso de Fidias,</div><div style="text-align: justify;">de un ramo de violetas,</div><div style="text-align: justify;">de una calavera inexpresiva,</div><div style="text-align: justify;">del embrión que late hacia la vida,</div><div style="text-align: justify;">de la nave que surca los espacios,</div><div style="text-align: justify;">de un poema de Rilke acaso.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dichosos, sí, dichosos y malaventurados.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-14147782441456358012022-12-19T10:29:00.002-08:002022-12-19T10:29:56.295-08:00Edgar Allan Poe - El hombre de la multitud (1840)<div style="text-align: center;"><b>El hombre de la multitud</b></div><div style="text-align: center;">(1840)</div><div style="text-align: center;"><br /></div><div style="text-align: center;">por <b>Edgar Allan Poe</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8lC37grDg3NcoVzwXiAKPTjTbK3r6l7H5i1QCiE1jNDTJClpian64vhAcJFYdRwSg5O_agRqXZFOgtbDQbeFQi60IHx2jz14U7pJ3jhGWKUfYYBRUgnK6RWgrXOunoM0L2WiSuY14758BoMSgQECXGatS7fb3KjGyG-lIdzhnKBY7va1MyyXF8twE0g/s1024/Edgar%20Allan%20Poe%20(1809-1949).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="728" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8lC37grDg3NcoVzwXiAKPTjTbK3r6l7H5i1QCiE1jNDTJClpian64vhAcJFYdRwSg5O_agRqXZFOgtbDQbeFQi60IHx2jz14U7pJ3jhGWKUfYYBRUgnK6RWgrXOunoM0L2WiSuY14758BoMSgQECXGatS7fb3KjGyG-lIdzhnKBY7va1MyyXF8twE0g/s320/Edgar%20Allan%20Poe%20(1809-1949).jpg" width="228" /></a></div><br /></div><div style="text-align: right;"><i>Ce grand malheur de ne pouvoir être seul</i>.</div><div style="text-align: right;"><br /></div><div style="text-align: right;">LA BRUYÈRE</div><div style="text-align: right;"><br /></div><div><br /></div><div style="text-align: justify;">Se ha dicho muy bien de cierto libro alemán que «er lasst sich nicht lesen» (que no se deja leer). Hay secretos que no admiten ser descubiertos. Unos hombres mueren en sus lechos por la noche estrujando las manos de espectrales confesores y mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con desesperación en el corazón y convulsiones en la garganta, a causa del horror de los misterios que no permiten ser revelados. De cuando en cuando, ¡ay!, la conciencia humana soporta una carga de tan pesado horror, que no puede desprenderse de ella más que en la tumba. Y por eso queda sin divulgar la esencia de todo crimen.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No hace mucho tiempo, a la caída de una tarde de otoño, me hallaba yo sentado ante la amplia ventana saliente del café D., en Londres. Durante algunos meses había estado enfermo; pero ahora me encontraba en plena convalecencia, y al recuperar mis fuerzas, me sentía en una de esas felices disposiciones de ánimo que son precisamente lo contrario del <i>ennui</i>; disposiciones de la más aguda apetencia, cuando desaparece la película de la visión mental, y el intelecto, electrizado, supera su condición diaria, en tan alto grado como la ardiente y a la par cándida razón de Leibniz supera la loca y endeble retórica de Georgias. El mero hecho de respirar era un gozo, y ello me producía un positivo placer e incluso muchas fuentes de legítimo dolor. Cada cosa me inspiraba un tranquilo, pero inquisitivo interés. Con un cigarrillo en la boca y un periódico sobre las rodillas, me había divertido durante la mayor parte de la tarde, unas veces en examinar los anuncios, otras en observar la mezclada concurrencia del salón, y otras en contemplar la calle a través de los cristales empañados por el humo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esa calle es una de las principales vías de la ciudad, y había estado invadida por la multitud durante todo el día. Pero, al oscurecer, aumentó el gentío por momentos, y cuando encendieron los faroles, dos densas y continuas oleadas de gente pasaban frente a la puerta. No me había yo encontrado nunca antes en una situación semejante a la de aquel momento especial del anochecer, y el tumultuoso océano de cabezas humanas me llenaba, por eso, de una emoción deliciosa y nueva. Al cabo no puse la menor atención en las cosas que ocurrían en el local, y permanecí absorto en la contemplación de la escena de fuera.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Al principio tomaron mis observaciones un giro abstracto y general. Miraba a los transeúntes por masas, y mi pensamiento no los consideraba más que en sus relaciones conjuntas. Pronto, empero, pasé a los detalles y examiné con minucioso interés las innumerables variedades de figura, indumentaria, aire, andares, cara y expresión fisonómica.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La mayor parte de los que pasaban tenían un porte presuroso, como adecuado a los negocios, y parecían preocupados únicamente de abrirse camino entre la multitud. Fruncían las cejas y movían los ojos rápidamente; cuando eran empujados por otros transeúntes no mostraban síntomas de impaciencia, sino que se arreglaban las ropas y se aceleraban. Otros, en mayor número aún, eran de movimientos inquietos; tenían las caras enrojecidas, hablaban y gesticulaban para sí mismos, como si se sintiesen solos a causa del amontonamiento de gentes a su alrededor. Cuando eran detenidos en su marcha, aquellos seres cesaban de pronto de murmurar, pero redoblaban sus gestos y esperaban, con una sonrisa, ausente y excesiva, el paso de las personas que les obstruían el suyo. Si los empujaban, se disculpaban, efusivos, con los autores del empujón, y parecían llenas de azoramiento. Estas dos amplias clases de gentes que acabo de mencionar no tenían ningún rasgo característico de veras. Sus ropas pertenecían a ese género que incluyo en la categoría de decente. Eran, sin duda, caballeros, comerciantes, abogados, artesanos, agiotistas, los eupátridas y el vulgo de la sociedad, hombres ociosos y hombres activamente dedicados a asuntos personales, que regían negocios bajo su propia responsabilidad. No atraían mucho mi atención.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El grupo de los empleados era de los más evidentes, y en él distinguía yo dos divisiones notables. Había los pequeños empleados de casas de relumbrón: unos jóvenes <i>gentlemen</i> de ajustadas levitas, botas relucientes, pelo lustroso y bocas arrogantes. Dejando a un lado cierta gallardía en su porte, que podría ser denominada de despacho a falta de una palabra mejor, el carácter de aquellas personas parecía ser un facsímil exacto de lo que había constituido la perfección del bon ton doce o dieciocho meses antes. Exhibían la gracia de desecho de la clase media, y esto, creo yo, implica la mejor definición de su clase.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La división de los altos empleados de casas sólidas, o de los <i>steady old fellows</i>, era imposible de confundir. Se los reconocía por sus levitas y pantalones negros o marrones de hechura cómoda, por sus corbatas y chalecos blancos, por su calzado holgado y de sólida apariencia, con medias gruesas o botines. Tenían todos la cabeza ligeramente calva, y las orejas rectas, utilizadas hacía largo tiempo para sostener la pluma, habían adquirido un singular hábito de separación en su punta. Observé que se quitaban o se ponían sus sombreros con ambas manos, y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de un modelo sólido y antiguo. Tenían la afectación de la respetabilidad, si es que puede existir realmente una afectación tan honorable.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A varios de esos individuos de arrogante aspecto, los reconocí pronto como pertenecientes a la raza de los rateros elegantes, que infesta todas las grandes ciudades. Vigilé a aquella clase media con verdadera curiosidad, y me resultó difícil imaginar cómo podrían ser confundidos con unos <i>gentlemen</i> por los propios <i>gentlemen</i>. Los puños de sus camisas, que asomaban demasiado, y su aire de excesiva franqueza los traicionaba enseguida.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los tahúres —que descubrí en gran cantidad— eran todavía más fáciles de reconocer. Llevaban toda clase de trajes, desde el del arrojado tramposo camorrista, con chaleco de terciopelo, corbata de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el de pastor protestante, de tan escrupulosa sencillez, que nada podía ser menos propenso a la sospecha. Todos, sin embargo, se distinguían por cierto color moreno de su curtido cutis, por un apagamiento vaporoso del ojo y por la palidez de sus estrechos labios. Había, además, otros dos rasgos, por los cuales podía yo siempre descubrirlos: el tono bajo y cauteloso en la conversación, y un más que ordinario estiramiento del pulgar hasta formar ángulo recto con los demás dedos. Muy a menudo, en compañía de aquellos pícaros, he observado una clase de hombres algo diferentes en su vestimenta, pero que eran pájaros del mismo plumaje. Se los puede definir como caballeros que viven de su ingenio. Parecen dividirse para devorar al público en dos batallones: el de los dandis y el de los militares. En la primera clase los rasgos característicos son cabellos largos y sonrisas, y en la segunda, levitas halduras y ceño.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Descendiendo en la escala de lo que se llama nobleza, encontré temas de meditación más sombríos y profundos. Vi judíos buhoneros con ojos centelleantes de halcón en rostros cuyos otros rasgos mostraban no más una expresión de abyecta humildad; porfiados mendigos profesionales empujando a pobres de mejor calaña a quienes solo la desesperación había arrojado en público a la noche para implorar la caridad; débiles y lívidos inválidos a quienes tenía asidos con mano firme la muerte y que se retorcían y se tambaleaban entre la multitud, mirando, suplicantes, a todas las caras, como en busca de algún fortuito consuelo, de alguna esperanza perdida; modestas muchachas que volvían de una larga y prolongada labor hacia un triste hogar, y retrocedían más llorosas que indignadas ante las miradas de los rufianes cuyo contacto directo no podían evitar, a pesar suyo; rameras de todas las clases y de todas las edades, la inequívoca belleza en el primor de su feminidad, que hacía recordar la estatua de Luciano, cuya superficie era de mármol de Paros, y cuyo interior estaba lleno de inmundicias; la leprosa harapienta, repugnante y completamente decaída; la arrugada y pintarrajeada bruja, cargada de joyas, haciendo un último esfuerzo hacia la juventud; la adolescente pura, de formas sin acusar, pero entregada ya, por una larga camaradería, a las horrendas coqueterías de su comercio y ardiendo con frenética ambición por verse colocada al nivel de sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos —algunos, andrajosos y llenos de remiendos, tambaleándose, desarticulados, con caras tumefactas y ojos empañados; otros, vistiendo ropas enteras, aunque sucias, con una fanfarronería un tanto vacilante, gruesos labios sensuales y caras rubicundas de franca apariencia; otros, vestidos con telas que en otro tiempo fueron buenas y que aun ahora estaban cepilladas con esmero—; hombres que andaban con un aire más firme y flexible de lo natural, pero cuyos rostros estaban espantosamente pálidos, cuyos ojos eran atrozmente feroces e inyectados, y que, mientras avanzaban a grandes pasos entre la multitud, agarraban con trémulos dedos todos los objetos que encontraban a su alcance; y junto a ellos, pasteleros, recaderos, cargadores de carbón, deshollinadores, tocadores de organillo, domadores de monos, vendedores de canciones, que entonaban otros mientras ellos las vendían; artesanos harapientos y obreros extenuados de todas clases, desbordantes de una ruidosa y desordenada viveza que irritaba el oído con sus discordancias y aportaba una sensación dolorosa a los ojos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Conforme se hacía más profunda la noche, se hacía también más hondo mi interés por la escena, pues no solo se alteraba el carácter general de la multitud (sus rasgos más nobles desaparecían con la retirada gradual de la parte más tranquila de la gente, y los groseros se ponían más de relieve a medida que la última hora sacaba a cada especie infamante de su guarida), sino que los rayos de los faroles, débiles al principio en su lucha con el día agonizante, recobraban al cabo su ascendiente y proyectaban sobre todas las cosas una luz incierta y deslumbradora. Todo estaba oscuro, y sin embargo, brillante, como ese ébano al cual se ha comparado el estilo de Tertuliano.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar las caras de los individuos; y aunque la rapidez con que pasaba aquel mundo luminoso ante la ventana me impidiera lanzar más de una ojeada sobre cada rostro, me parecía que, dado mi peculiar estado mental, podía con frecuencia leer en el breve intervalo de una ojeada la historia de largos años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Con la frente pegada al cristal, estaba yo así dedicado a escudriñar la multitud, cuando de repente apareció ante mi vista una cara (que era la de un viejo decrépito, de unos sesenta y cinco o setenta años), una cara que enseguida atrajo y absorbió mi atención, a causa de la absoluta idiosincrasia de su expresión. No había yo visto nunca antes nada ni remotamente parecido a aquella expresión. Recuerdo bien que mi primer pensamiento, al verla, fue que Retzsch, de haberla observado, la hubiera preferido con mucho para sus encarnaciones pictóricas del demonio. Cuando intentaba, durante el breve instante de mi primer vistazo, efectuar algún análisis del sentimiento transmitido, noté surgir, confusas y paradójicas, en mi espíritu unas ideas de amplia potencia mental, de cautela, de ruindad, de avaricia, de frialdad, de maldad, de sed sanguinaria, de triunfo, de alegría, de excesivo terror, de intensa y suprema desesperación. Me sentí singularmente despierto, sobrecogido, fascinado.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">«¡Qué extraña historia —me dije a mí mismo— está escrita en ese pecho!» Tuve entonces un vehemente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más de él. Me puse deprisa el gabán, y cogiendo mi sombrero y mi bastón, me abrí camino por la calle y me lancé entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues había desaparecido ya. Con cierta dificultad conseguí al fin divisarle, me aproximé y le seguí de cerca, aunque con precaución para no atraer su atención.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tenía ahora una buena oportunidad de examinar su persona. Era de pequeña estatura, muy delgado y muy débil en apariencia. Sus ropas, en general, estaban sucias y harapientas; pero como pasaba de cuando en cuando bajo la fuerte claridad de un farol, observé que su ropa blanca aunque manchada era de buena clase, y si no me engañó mi vista, a través de un desgarrón del <i>roquelaure</i> abrochado hasta la barbilla y adquirido en una prendería, sin duda, en que se envolvía, entreví el refulgir de un brillante y de un puñal. Estas observaciones avivaron mi curiosidad, y decidí seguir al desconocido a donde fuera.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Era ya noche cerrada, y sobre la ciudad caía una niebla densa y húmeda que acabó en una lluvia copiosa y continua. Este cambio de tiempo tuvo un efecto raro sobre la multitud, que se agitó toda ella con una nueva conmoción y quedó oculta por un mundo de paraguas. La ondulación, los empellones y el zumbido crecieron diez veces más. Por mi parte, no me fijé mucho en la lluvia, pues tenía aún en las venas una antigua fiebre en acecho, que hacía que la humedad me resultase un tanto peligrosamente grata. Anudé un pañuelo alrededor de mi cuello y me mantuve firme. Durante una media hora el viejo se abrió camino con dificultad por la calle, y yo anduve casi pisándole los talones para no perderle de vista. Como no volvió nunca la cabeza, no me vio. Luego torció por una calle transversal que, aun estando llena de gente, no se hallaba tan atestada como la principal de la que acababa él de venir. Aquí tuvo lugar un visible cambio en su actitud. Caminó mucho más despacio y con menos decisión que antes, vacilando mucho. Cruzó y volvió a cruzar la vía, sin finalidad aparente, y la multitud era tan espesa que a cada uno de estos movimientos me veía obligado a seguirle más de cerca. Era una calle estrecha y larga, y su paseo se prolongó casi una hora, durante la cual fueron disminuyendo los transeúntes hasta reducirse a la cantidad que se ve de ordinario a las doce del día en Broadway, cerca del parque; hasta tal punto es grande la diferencia entre la población londinense y la de la ciudad estadounidense más populosa. Un segundo giro nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y desbordante de vida. Reapareció la primera actitud del desconocido. Su mentón se hundió sobre su pecho, mientras sus ojos giraron con viveza bajo sus cejas fruncidas en todos sentidos hacia cuantos le rodeaban. Apresuró el paso con regularidad e insistencia. Me sorprendió, no obstante, cuando hubo dado la vuelta a la plaza, que retrocediese sobre sus pasos. Y me asombró aún más verle repetir el mismo paseo varias veces, estando a punto de que me descubriera al girar sobre sus talones con un movimiento repentino.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En aquel ejercicio consumió otra hora, al final de la cual fuimos menos obstaculizados por los transeúntes que al principio. Caía con fuerza la lluvia, refrescaba el aire, y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia, el errabundo se adentró por una calle oscura, relativamente solitaria. A lo largo de ella corrió un cuarto de milla o cosa así con una agilidad que no hubiera yo imaginado en un hombre de tanta edad, costándome mucho trabajo seguirle. En pocos minutos desembocamos en un amplio y bullicioso ferial, de cuya topografía parecía bien enterado el desconocido, quien volvió a adoptar su aparente actitud primitiva, abriéndose camino aquí y allá entre el gentío de compradores y vendedores.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Durante la hora y media, aproximadamente, que pasamos en aquel lugar, necesité mucha cautela para no perderle de vista sin atraer su atención. Por fortuna, llevaba yo chanclos de caucho, y podía moverme en un perfecto silencio. No se dio cuenta ni por un solo momento de que yo le espiaba. Entraba tienda por tienda, no preguntaba el precio de nada, ni decía una palabra, y examinaba todos los objetos con una mirada fija y ausente. Estaba yo ahora asombrado por completo de su conducta, y adopté la firme resolución de no separarme de aquel hombre hasta haber satisfecho de alguna manera mi curiosidad con respecto a él.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un reloj de sonora campanada dio las once y todo el público se marchó del mercado acto seguido. Un tendero, al bajar el cierre, dio un codazo al viejo, y en el mismo momento vi que recorría su cuerpo un estremecimiento. Se precipitó en la calle, miró a su alrededor durante un instante, y luego huyó con una increíble velocidad por las numerosas y tortuosas callejuelas desiertas, hasta que desembocamos de nuevo en la gran vía de donde habíamos partido, la calle donde estaba el café D. Sin embargo, no tenía ya el mismo aspecto. Seguía estando brillantemente iluminada por el gas; pero caía furiosa la lluvia y se veían pocos transeúntes. El desconocido palideció. Dio unos pasos, pensativo, por la avenida antes populosa; luego, con un fuerte suspiro, torció en dirección del río, y adentrándose en una amplia diversidad de calles apartadas, llegó, por último, ante uno de los principales teatros. Estaban cerrándolo, y el público salía apiñado por las puertas. Vi al viejo abrir la boca como para respirar cuando se metió entre el gentío; pero me pareció que la intensa angustia de su cara se había calmado en cierto modo. Volvió a hundir la cabeza en su pecho, y apareció tal como le había visto la primera vez. Observé que se dirigía ahora hacia el mismo lado que el público, aun cuando, en suma, no podía yo comprender la rara obstinación de sus actos.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras él avanzaba, se iba desperdigando la gente, y se repitieron su malestar y vacilaciones. Durante un rato siguió de cerca a un grupo de diez o doce alborotadores; pero poco a poco, uno por uno, se fueron separando, hasta quedar reducidos solo a tres, en una calleja estrecha y lóbrega, escasamente frecuentada. El desconocido hizo un alto, y durante un momento, pareció absorto en sus pensamientos; luego, con una agitación muy marcada, siguió con rapidez una calle que nos condujo a las afueras de la ciudad, por sitios muy diferentes de los que habíamos cruzado antes. Era el barrio más hediondo de Londres, donde todas las cosas ostentan la marca de la miseria más deplorable y del crimen más desenfrenado. A la luz débil de un farol casual se veían casas de madera altas, antiguas, carcomidas, tambaleantes, en direcciones tan diversas y caprichosas, que apenas se divisaba entre ellas la apariencia de un paso. Los adoquines estaban esparcidos al azar, sacados de sus huecos por la profusa hierba tenaz. Horribles inmundicias se pudrían en las alcantarillas cegadas. Toda la atmósfera rebosaba desolación. No obstante, mientras avanzábamos, se reavivaron los ruidos de la vida humana con firmeza gradual, y por último, nutridos grupos de la chusma más malvada se movieron vacilantes aquí y allá. Palpitaron de nuevo los ánimos del viejo, como una lámpara que está pronta a extinguirse. Una vez más se precipitó hacia delante con elástico paso. De repente volvimos una esquina, ardió ante nuestra vista una fulgurante luz, y nos encontramos ante uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora era ya casi el alba; pero aún se apretujaba un tropel de miserables borrachos por dentro y por fuera de la fastuosa puerta. Casi con un grito de alegría se abrió paso el viejo entre ellos, readquirió enseguida su primitivo porte, y se puso a pasear arriba y abajo, sin objeto apreciable. No llevaba mucho tiempo dedicado a esta tarea, cuando un fuerte empujón hacia las puertas reveló que el dueño iba a cerrarlas por la hora. Lo que observé entonces en la cara del ser singular a quien espiaba yo tan tenazmente fue algo más intenso que la desesperación. Sin embargo, no vaciló en su carrera; pero con una energía loca, volvió sobre sus pasos de pronto hacia el corazón del poderoso Londres. Huyó largo rato con suma rapidez mientras yo le seguía con aturdido asombro, resuelto a no abandonar una investigación por la que sentía un interés de todo punto absorbente. Salió el sol mientras seguíamos marchando, y cuando hubimos llegado otra vez al más atestado centro comercial de la populosa ciudad, la calle del café D., presentaba esta un aspecto de bullicio y de actividad humana casi igual al que había yo presenciado en la noche anterior. Y allí, entre la confusión que aumentaba por momentos, persistí en mi persecución del desconocido. Pero, como de costumbre, él andaba de un lado para otro, y durante todo el día no salió del torbellino de aquella calle. Y cuando las sombras de la segunda noche iban llegando, me sentí mortalmente cansado, y deteniéndome bien de frente al errabundo, le miré con decisión a la cara. No reparó en mí, y reanudó su solemne paseo, en tanto que yo, dejando de seguirle, permanecí absorto en aquella contemplación.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">—Este viejo —dije por fin— es el tipo y el genio del crimen profundo. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería inútil seguirle, pues no lograría saber más de él ni de sus actos. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el <i>Hortulus Animae</i> y quizá una de las grandes mercedes de Dios sea que <i>er lasst sich nicht lesen</i>, que no se deja leer.</div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-29809172535601029722022-12-15T04:02:00.006-08:002022-12-15T04:14:20.105-08:00Olga Orozco - Cuando alguien se nos muere<div style="text-align: center;"> <b>Cuando alguien se nos muere</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Olga Orozco</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhpDMU-dlbKZfgcu5Q4A_fiCZhHc-PdWblphq-DCkj-rYQq4OE2tdh66pqaXDWKZ-hoJ575_bRfO2uoOz96wZd-hvFZQVo7Mi-lAKm4GRJrPV8_MSLOyo9ma2wSx6DQoqj498PLYJs9LuaZx-G5KYfJneN8KoR5X5uiFbQFQVA_Y--IKJDSBhp_qhbTIQ/s848/Olga%20Orozco%20(1920-1999).jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="848" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhpDMU-dlbKZfgcu5Q4A_fiCZhHc-PdWblphq-DCkj-rYQq4OE2tdh66pqaXDWKZ-hoJ575_bRfO2uoOz96wZd-hvFZQVo7Mi-lAKm4GRJrPV8_MSLOyo9ma2wSx6DQoqj498PLYJs9LuaZx-G5KYfJneN8KoR5X5uiFbQFQVA_Y--IKJDSBhp_qhbTIQ/s320/Olga%20Orozco%20(1920-1999).jpg" width="290" /></a></div><br /><b><br /></b></div><div style="text-align: justify;">Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,</div><div style="text-align: left;"><div style="text-align: justify;">para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,</div><div style="text-align: justify;">ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras</div><div style="text-align: justify;">cuando de nada vale su fugaz melodía,</div><div style="text-align: justify;">cuando en la soledad —la única apariencia verdadera—,</div><div style="text-align: justify;">contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros</div><div style="text-align: justify;">irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Fue necesario el ocio de aquellas largas noches</div><div style="text-align: justify;">que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,</div><div style="text-align: justify;">para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,</div><div style="text-align: justify;">apenas presentida por los días,</div><div style="text-align: justify;">con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,</div><div style="text-align: justify;">porque era tu adiós la despedida última,</div><div style="text-align: justify;">la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Fue necesario el lento trabajo de los años,</div><div style="text-align: justify;">su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros</div><div style="text-align: justify;">que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado</div><div style="text-align: justify;">para que tú miraras largamente tus despojadas manos</div><div style="text-align: justify;">como una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,</div><div style="text-align: justify;">mientras disponen, lejos,</div><div style="text-align: justify;">la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Fue necesario todo lo que fuimos contigo,</div><div style="text-align: justify;">lo que somos contigo del lado de los llantos,</div><div style="text-align: justify;">para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba</div><div style="text-align: justify;">y encontrarnos, después,</div><div style="text-align: justify;">Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Porque todo este tiempo</div><div style="text-align: justify;">es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,</div><div style="text-align: justify;">aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:</div><div style="text-align: justify;">acostumbrados gestos,</div><div style="text-align: justify;">ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,</div><div style="text-align: justify;">esos nocturnos pasos acercando los campos</div><div style="text-align: justify;">donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,</div><div style="text-align: justify;">las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas</div><div style="text-align: justify;">con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,</div><div style="text-align: justify;">paisajes habituales que más tarde</div><div style="text-align: justify;">aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tú pedías tan poco.</div><div style="text-align: justify;">Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma</div><div style="text-align: justify;">en idéntico amor,</div><div style="text-align: justify;">en radiante amistad, en devoción sagrada</div><div style="text-align: justify;">por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,</div><div style="text-align: justify;">sin glorias ni ambiciones.</div><div style="text-align: justify;">Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas puertas</div><div style="text-align: justify;">aposentos malditos, épocas miserables</div><div style="text-align: justify;">donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido—,</div><div style="text-align: justify;">nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,</div><div style="text-align: justify;">nada tu juventud contra ese rostro</div><div style="text-align: justify;">que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,</div><div style="text-align: justify;">infatigablemente se asomó a tus desvelos;</div><div style="text-align: justify;">y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,</div><div style="text-align: justify;">amargamente vivo,</div><div style="text-align: justify;">en el preciso sitio donde ardía en nosotros,</div><div style="text-align: justify;">como nosotros mismos duradera,</div><div style="text-align: justify;">tu callada grandeza.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora estamos más solos por imperio de muerte,</div><div style="text-align: justify;">por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,</div><div style="text-align: justify;">recobrando al conjuro del más lejano soplo</div><div style="text-align: justify;">realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,</div><div style="text-align: justify;">imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;</div><div style="text-align: justify;">porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes</div><div style="text-align: justify;">—hojarascas y ramas que encendemos</div><div style="text-align: justify;">para llorar al humo de una lánguida hoguera—,</div><div style="text-align: justify;">sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso</div><div style="text-align: justify;">con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,</div><div style="text-align: justify;">no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,</div><div style="text-align: justify;">hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,</div><div style="text-align: justify;">pues aquí, y más allá,</div><div style="text-align: justify;">tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,</div><div style="text-align: justify;">tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte</div><div style="text-align: justify;">que así sobrevivimos</div><div style="text-align: justify;">llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.</div><div style="text-align: justify;">Alguna vez se acercarán,</div><div style="text-align: justify;">Entonces, cuando estemos contigo para siempre,</div><div style="text-align: justify;">Últimos como tú, como tú verdaderos.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-32577710214969482002022-11-29T10:40:00.001-08:002022-11-29T10:40:46.696-08:00Rafael Espejo - Día (2015)<div style="text-align: center;"><b>Día</b></div><div style="text-align: center;">por <b>Rafael Espejo</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: center;"><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi9JFGlckV2l0z-CrR4wiIUD4kTV5_uiuSpXABso6AsqROsW6f_Fy0FKJvvTqsnp0U2WjPfLvR1_sUeVKxb9a4HCy19XoiH-C6tHu981yjWTzQmsIvXI45_6UKQ26lBBenGRgxol3dZG9NlNpVrxCMe-Be4mR7QpAC4MLibaN5HX70EHI3Nf5L4Wu3AQA/s1024/Rafael%20Espejo%20(1975).jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1024" data-original-width="683" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi9JFGlckV2l0z-CrR4wiIUD4kTV5_uiuSpXABso6AsqROsW6f_Fy0FKJvvTqsnp0U2WjPfLvR1_sUeVKxb9a4HCy19XoiH-C6tHu981yjWTzQmsIvXI45_6UKQ26lBBenGRgxol3dZG9NlNpVrxCMe-Be4mR7QpAC4MLibaN5HX70EHI3Nf5L4Wu3AQA/s320/Rafael%20Espejo%20(1975).jpg" width="213" /></a></div><br /></div><div style="text-align: left;"><div>He sacado una silla al balcón</div><div>y me he sentado a vivir.</div><div><br /></div><div>Crece hierba de infancia en los tejados,</div><div>donde siempre es domingo.</div><div><br /></div><div>Y eso me reconcilia</div><div>también con el futuro.</div><div><br /></div><div>¿O soy yo, que sonrío?</div><div><br /></div><div>Definitivamente</div><div>no tiene vértigo la mala hierba:</div><div><br /></div><div>sube su verde claro,</div><div>que su vida es subir.</div><div><br /></div><div>Incluso las ya secas,</div><div>de cálido amarillo,</div><div><br /></div><div>se mantienen en pie,</div><div>pincelando el paisaje.</div><div><br /></div><div>Hoy va a ser un buen día</div><div>de sol y nubes blancas,</div><div><br /></div><div>respirará su luz</div><div>favorita la hierba.</div><div><br /></div><div>Sentado en una silla con balcón</div><div>siempre es domingo.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-3450761837275864099.post-17635323680385299282022-10-28T09:15:00.000-07:002022-10-28T09:15:27.738-07:00James Denham - La canción de Lord Rendall (1943)<div style="text-align: center;"><b>La canción de Lord Rendall</b></div><div style="text-align: left;"><div style="text-align: center;">(1943)</div><div style="text-align: center;"><br /></div></div><div style="text-align: center;">por <b>James Denham</b></div><div style="text-align: center;"><b><br /></b></div><div style="text-align: left;"><br /></div><div style="text-align: left;"><div style="text-align: justify;">Quería darle la sorpresa a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes, por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de concentración alemán. Ella sabía que yo estaba vivo, se le había notificado, sabía que había sido hecho prisionero y que por tanto estaba vivo, que regresaría. Debía de esperar a diario el aviso de mi llegada. Le daría una sorpresa, no un susto, y valía la pena. Llamaría a la puerta, ella abriría secándose las manos en el delantal y allí estaría yo, vestido por fin de paisano, con no muy buen aspecto y más flaco, pero sonriente y deseando abrazarla, besarla. La cogería en brazos, le arrancaría el delantal, ella lloraría con la cara hundida en mi hombro. Yo notaría cómo sus lágrimas me humedecían la tela de la chaqueta, una humedad tan distinta de la de la celda de castigo con sus goteras, de la de la lluvia monótona cayendo sobre los cascos durante las marchas y en las trincheras.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Desde que tomé la decisión de no avisarla disfruté tanto anticipando la escena de mi llegada que cuando me encontré ante la casa me dio pena poner término a aquella dulce espera. Fue por eso por lo que me acerqué sigilosamente por la parte de atrás, para tratar de escuchar algún ruido o ver algo desde fuera. Quería acostumbrarme de nuevo a los sonidos habituales, a los más familiares, a los que había echado dolorosamente de menos cuando era imposible oírlos: el ruido de los cacharros en la cocina, el chirrido de la puerta del baño, los pasos de Janet. Y la voz del niño. El niño acababa de cumplir un mes cuando yo me había ido, y entonces sólo tenía voz para llorar y gritar. Ahora, con cuatro años, tendría una voz verdadera, una forma de hablar propia, tal vez parecida a la de su madre, con quien habría estado tanto tiempo. Se llamaba Martin.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No sabía si estaban en casa. Me llegué hasta la puerta de atrás y contuve el aliento, ávido de sonidos. Fue el llanto del niño lo primero que oí, y me extrañó. Era el llanto de un niño pequeño, tan pequeño como era Martin cuando yo partí para el frente. ¿Cómo era posible? Me pregunté si me habría equivocado de casa, también si Janet y el niño se podrían haber mudado sin que yo lo supiera y ahora vivía allí otra familia. El llanto del niño se oía lejano, como si viniera de nuestro dormitorio. Me atreví a mirar. Allí estaba la cocina, vacía, sin personas y sin comida. Estaba anocheciendo, era hora de que Janet se preparara algo de cena, quizá iba a hacerlo en cuanto el niño se apaciguara. Pero no pude esperar, y bordeé la casa para intentar ver algo por la parte delantera. La ventana de mi derecha era la del salón; la de mi izquierda, al otro lado de la puerta principal, la de nuestra alcoba. Rodeé la casa por la derecha, pegado a los muros y semiagachado para no ser visto. Luego me fui incorporando lentamente hasta que con mi ojo izquierdo vi el interior del salón. Estaba también vacío, la ventana estaba cerrada, y seguía oyendo el llanto del niño, del niño que ya no podía ser Martin. Janet debía de estar en el dormitorio, calmando a aquel niño, quienquiera que fuese y si ella era ella. Iba ya a desplazarme hacia la ventana de la izquierda cuando se abrió la puerta del salón y vi aparecer a Janet. Sí, era ella, no me había equivocado de casa ni se habían mudado sin mi conocimiento. Llevaba puesto un delantal, como había previsto. Llevaba siempre puesto el delantal, decía que quitárselo era una pérdida de tiempo porque siempre, decía, había que volver a ponérselo por algo. Estaba muy guapa, no había cambiado. Pero todo esto lo vi y lo pensé en un par de segundos, porque detrás de ella, inmediatamente, entró también un hombre. Era muy alto, y desde mi perspectiva la cabeza le quedaba cortada por la parte superior del marco de la ventana. Estaba en mangas de camisa, aunque con corbata, como si hubiera vuelto del trabajo hacía poco y sólo le hubiera dado tiempo a despojarse de la chaqueta. Parecía estar en su casa. Al entrar había caminado detrás de Janet como caminan los maridos por sus casas detrás de sus mujeres. Si yo me agachaba más no podría ver nada, así que decidí esperar a que se sentara para verle la cara. Él me dio la espalda durante unos segundos y vi muy cerca la espalda de su camisa blanca, las manos en los bolsillos. Cuando se retiró de la ventana, dejó entrar en mi campo visual a Janet de nuevo. No se hablaban. Parecían enfadados, con uno de esos momentáneos silencios tensos que siguen a una discusión entre marido y mujer. Entonces Janet se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Era raro que llevara medias transparentes y zapatos de tacón alto con el delantal puesto. Se echó las manos a la cara y se puso a llorar. Él, entonces, se agachó a su lado, pero no para consolarla, sino que se limitó a observarla en su llanto. Y fue entonces, al agacharse, cuando le vi la cara. Su cara era mi cara. El hombre que estaba allí, en mangas de camisa, era exactamente igual que yo. No es que hubiera un gran parecido, es que las facciones eran idénticas, eran las mías, como si me viera en un espejo, o, mejor dicho, como si me estuviera viendo en una de aquellas películas familiares que habíamos rodado al poco de nacer Martin. El padre de Janet nos había regalado una cámara, para que tuviéramos imágenes de nuestro niño cuando ya no fuera niño. El padre de Janet tenía dinero antes de la guerra, y yo confiaba en que Janet, pese a las estrecheces, hubiera podido filmar algo de aquellos años de Martin que yo me había perdido. Pensé si quizá no estaba viendo eso, una película. Si quizá no había llegado justo en el momento en que Janet, nostálgica, estaba proyectando en el salón una vieja escena de antes de mi partida. Pero no era así, porque lo que yo veía estaba en color, no en blanco y negro, y además, nunca había habido nadie que nos filmara a ella y a mí desde aquella ventana, pues lo que veía lo veía desde el ángulo que yo ocupaba en aquel momento. El hombre que estaba allí era real, de haber roto el cristal podría haberlo tocado. Y allí estaba, agachado, con mis mismos ojos, y mi misma nariz, y mis mismos labios, y el pelo rubio y rizado, y hasta tenía la pequeña cicatriz al final de la ceja izquierda, una pedrada de mi primo Derek en la infancia. Me toqué la pequeña cicatriz. Ya era de noche.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora estaba hablando, pero el cristal cerrado no permitía oír las palabras, y el llanto de Martin había cesado desde que habían entrado en la habitación. Era Janet quien sollozaba ahora, y el hombre que era igual que yo le decía cosas, agachado, a su altura, pero por su expresión se veía que tampoco las palabras eran de consuelo, sino quizá de burla, o de recriminación. La cabeza me daba vueltas, pero aun así pensé, dos, tres ideas, a cual más absurda. Pensé que ella había encontrado a un hombre idéntico a mí para suplantarme durante mi larga ausencia. También pensé que se había producido una incomprensible alteración o cancelación del tiempo, que aquellos cuatro años habían sido en verdad olvidados, borrados, como yo deseaba ahora para la reanudación de mi vida con Janet y el niño. Los años de guerra y prisión no habían existido, y yo, Tom Booth, no había ido a la guerra ni había sido hecho prisionero, y por eso estaba allí, como cualquier día, discutiendo con Janet a la vuelta del trabajo. Había pasado con ella aquellos cuatro años. Yo, Tom Booth, no había sido llamado a filas y había permanecido en casa. Pero entonces, ¿quién era yo, el que miraba por la ventana, el que había caminado hasta aquella casa, el que acababa de regresar de un campo de concentración alemán? ¿A quién pertenecían tantos recuerdos? ¿Quién había combatido? Y pensé también otra cosa: que la emoción de la llegada me estaba haciendo ver una escena del pasado, alguna escena anterior a mi marcha, quizá la última, algo que había olvidado y que ahora venía a mí con la fuerza de la recuperación. Quizá Janet había llorado el último día, porque me marchaba y podían matarme, y yo me lo había tomado a broma. Eso podía explicar el llanto del niño, Martin, aún bebé. Pero lo cierto es que todo aquello no era una alucinación, no lo imaginaba ni lo rememoraba, sino que lo veía. Y además, Janet no había llorado antes de mi partida. Era una mujer con mucha entereza, no dejó de sonreír hasta el último instante, no dejó de comportarse con naturalidad, como si yo no fuera a marcharme, sabía que lo contrario me lo habría hecho todo más difícil. Iba a llorar hoy, pero sobre mi hombro, al abrirme la puerta, mojándome la chaqueta.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No, no estaba viendo nada del pasado, nada que hubiera olvidado. Y de ello tuve absoluta certeza cuando vi que el hombre, el marido, el hombre que era yo, Tom, se ponía de pronto en pie y agarraba del cuello a Janet, a su mujer, mi mujer, sentada en el sofá. La agarró del cuello con ambas manos y supe que empezó a apretar, aunque lo que yo veía era la espalda de Tom de nuevo, mi espalda, la enorme camisa blanca que tapaba a Janet, sentada en el sofá. De ella sólo veía los brazos extendidos, los brazos que daban manotazos al aire y luego se ocultaban tras la camisa, quizá en un desesperado intento por abrir mis manos que no eran mías; y luego, al cabo de unos segundos, los brazos de Janet volvieron a aparecer, a ambos lados de la camisa que yo veía de espaldas, pero ahora para caer inertes. Oí de nuevo el llanto del niño, que atravesaba los cristales de las ventanas cerradas. El hombre salió entonces del salón, por la izquierda, seguramente iba a nuestro dormitorio, donde estaba el niño. Y al apartarse vi a Janet muerta, estrangulada. Se le habían subido las faldas en el forcejeo, había perdido uno de los zapatos de tacón alto. Le vi las ligas en las que no había querido pensar durante aquellos cuatro años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estaba paralizado, pero aun así pensé: el hombre que es yo, el hombre que no se ha movido de Chesham durante todo este tiempo va a matar también a Martin, o al niño nuevo, si es que Janet y yo hemos tenido otro niño durante mi ausencia. Tengo que romper el cristal y entrar y matar al hombre antes de que él mate a Martin o a su propio hijo recién nacido. Tengo que impedirlo. Tengo que matarme ahora mismo. Sin embargo, yo estoy de este lado del cristal, y el peligro seguiría dentro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mientras pensaba todo esto el llanto del niño se interrumpió, y se interrumpió de golpe. No hubo los lloriqueos propios de la paulatina calma, del progresivo sosiego que va llegando a los niños cuando se los coge en brazos, o se los mece, o se les canta. Antes de mi partida yo le cantaba a Martin la canción de Lord Rendall, y a veces conseguía que se apaciguara y dejara de llorar, pero lo conseguía muy lentamente, cantándosela una y otra vez. Sollozaba, cada vez más débilmente, hasta quedarse dormido. Ahora aquel niño, en cambio, se había callado de repente, sin transición alguna. Y sin darme cuenta, en medio del silencio, empecé a cantar la canción de Lord Rendall junto a la ventana, la que solía cantarle a Martin y comienza diciendo: «¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío?», sólo que yo le decía: «¿Dónde has estado todo el día, Martin, hijo mío?». Y entonces, al empezar a cantarla junto a la ventana, oí la voz del hombre que, desde nuestra alcoba, se unía a la mía para cantar el segundo verso: «¿Dónde has estado todo el día, mi precioso Tom?». Pero el niño, mi niño Martin o su niño que también se llamaba Tom, ya no lloraba. Y cuando el hombre y yo acabamos de cantar la canción de Lord Rendall, no pude evitar preguntarme cuál de los dos tendría que ir a la horca.</div></div>Paco Titorellihttp://www.blogger.com/profile/07387313936950441362noreply@blogger.com0