lunes, 6 de mayo de 2019

Octave Mirbeau - Escrúpulos

Escrúpulos
por Octave Mirbeau



La noche pasada me encontraba profundamente dormido, cuando de pronto me despertó un gran ruido producido, al parecer, por la caída de un mueble en la pieza contigua a mi cuarto.

En aquel mismo instante el reloj dio las cuatro y el gato se puso a maullar de un modo triste.

Salté del lecho y corrí a enterarme, penetrando en la habitación que encontré alumbrada y en medio de ella un caballero muy elegante, en traje de etiqueta y condecorado, que se entretenía en llenar de objetos preciosos una magnífica maleta de cuero amarillo.

La maleta no me pertenecía, pero sí los objetos con que la llenaba, y considerando incorrecto este proceder, me dispuse a protestar.

A pesar de que no conocía al caballero, su rostro me era familiar; tenía una de estas fisonomías correctas y muy características que hace pensar que el que la posee debe ser miembro de un círculo.

El aspecto elegante y de buen humor de que parecía poseído, me tranquilizaron; pues debo confesar que lo que yo esperaba era encontrarme ante un horrible ladrón, contra el que habría tenido que emplear actos de violencia que me son repulsivos.

Al verme, el elegante desconocido interrumpió su tarea y me dijo sonriendo con ironía bonachona:

—Dispensadme caballero, si os he despertado… No es culpa mía; tenéis unos muebles tan delicados que a la proximidad de la más ligera ganzúa caen desmayados.

Entonces me fijé en el desorden en que se encontraban los muebles: cajones abiertos, vitrinas fracturadas, un pequeño secreter, en que guardo mis alhajas de familia y los valores que poseo, lastimosamente tirado en el suelo… y en tanto me daba cuenta del pillaje, el madrugador visitante continuaba diciéndome con su voz de timbre agradable:

—¡Qué frágiles son esos muebles!, ¿verdad? Yo creo que están atacados de la enfermedad del siglo y se sienten neurasténicos como todo el mundo…

Y lanzó una pequeña carcajada que me molestó.

—¿A quién tengo el honor de hablar? —dije algo más tranquilo.
—¡Dios mío! —respondió—. Mi nombre en estos momentos os causaría demasiada sorpresa… ¿No os parece mejor dejar para ocasión más oportuna la presentación, que, os confieso, a pesar de que deseo sea próxima, no me parece este el mejor momento de hacerla y, si me lo consentís, guardaré el más riguroso incógnito?
—Sea, caballero. Pero esto no me explica…
—¿Mi presencia en vuestra casa a esta hora y este desorden?
—Eso es, y os agradecería…
—¡Cómo!, ya lo creo; vuestra curiosidad es muy legítima y voy a satisfacerla en el acto; pero, perdonad, ya que vamos a hablar un momento, sería prudente que os pusierais una bata; hace mucho frío y podéis constiparos.
—Tenéis razón. Dispensadme un minuto.
—¡Pues no faltaba más!

Fui a mi cuarto, me puse rápidamente una bata, y al volver vi que el desconocido había intentado poner un poco de orden en el gabinete.

—No os molestéis —le dije— todo eso lo arreglará el criado mañana.

Le ofrecí un asiento y, sentándome yo también, agregué:

—Os escucho.
—Caballero, yo soy un ladrón, un ladrón de profesión… ¿lo habéis adivinado?

¡Sin duda alguna!

—Eso hace honor a vuestra perspicacia… Pues sí, soy un ladrón, y si he decidido abrazar esta posición social, lo he hecho después de convencido de que era la más franca, la más leal y la más honrada de todas… El robo, caballero, y digo el robo como diría el foro, la literatura, la pintura, la medicina, etc., ha sido hasta ahora una carrera desacreditada, porque la ejercían seres ignorantes, odiosos, brutales, gentes sin elegancia ni educación; pues bien, yo pretendo darle el prestigio a que tiene derecho y hacer del robo una carrera liberal y honrada. El robo es la única profesión del hombre.

No se elige una profesión, sea la que fuere, sino con el objeto de que nos permita robar, más o menos; pero, en fin, robar algo de alguien.

No quiero hablar mucho de mí.

Empecé en el comercio, pero las sucias tareas que me obligaban a desempeñar y los innobles engaños y las faltas de peso repugnaban a mi delicadeza; abandoné el comercio por la banca y esta me disgustó también; no pude nunca acostumbrarme a emitir papel falso de minas falsas, enriquecerme engañando a los demás, gracias a la virtud de deslumbradores prospectos y combinaciones; era empresa que rechazaba mi conciencia escrupulosa, enemiga de la mentira.

Entonces pensé en el periodismo, y necesité un mes para convencerme de que a menos de entregarse a chantages de todo género, el periodismo no produce una peseta. Entonces pensé en la política.

Al llegar a este punto, no pude por menos que soltar la carcajada. Mi raro visitante continuó:

—Esto es, la risa; no merece otra cosa.

De ese modo agoté cuanto la vida pública y privada puede ofrecer en profesiones y carreras a un joven, activo, inteligente, delicado cual yo, y vi claramente que el robo, disfrácese con el nombre que se quiera, es el único objeto, el resorte único que mueve todas las actividades, pero disfrazado y, por consecuencia, más peligroso; entonces me hice la reflexión siguiente: «Ya que el hombre no puede sustraerse a esta fatal ley del robo, será mucho más honroso que lo practique lealmente y sin disfrazar con excusas pomposas ni cualidades ilusorias el natural deseo de apropiarse del bien ajeno».

Desde entonces robé; de noche penetraba en las casas ricas y tomaba de las cajas del prójimo lo que necesitaba para mis necesidades. Esto sólo me exije algunas horas todas las noches; aparte de eso, vivo como todo el mundo. Pertenezco a un círculo, tengo muy buenas relaciones, el ministro me ha condecorado recientemente y cuando doy un buen golpe soy accesible a todas las generosidades. Por último, caballero, yo hago leal y francamente lo que todo el mundo hace de un modo indirecto. Mi conciencia está tranquila, porque, de todos los seres que conozco, yo soy el único que ha adaptado animosamente sus actos a sus ideas…

Era de día y ofrecí al elegante desconocido participase de mi almuerzo; pero él no aceptó, porque estaba de frac y no quería molestarme con tal incorrección.

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