jueves, 2 de enero de 2014

Gayo Suetonio Tranquilo - Vida de Calígula

Vida de Calígula
por Gayo Suetonio Tranquilo




I

Germánico, padre de C. César e hijo de Druso y de Antonia la menor, fue adoptado por Tiberio, su tío paterno; ejerció la cuestura cinco años antes de lo que exigían las leyes, e inmediatamente después el consulado; enviado a Germania para tomar allí el mando del ejército, contuvo dentro de su deber a las legiones, que a la noticia de la muerte de Augusto, se negaban obstinadamente, como habían hecho otros, a reconocer a Tiberio por emperador y le ofrecían a él mismo el mando supremo del Estado; dió pruebas entonces de una piedad filial sólo comparable a la energía que mostró, y venciendo poco después al enemigo, regresÓ para recibir los honores triunfales en Roma. Se lo hizo cónsul por segunda vez, pero antes de enttrar en funciones fue, por decirlo así, expulsado de la ciudad por Tiberio, que lo mandó a pacificar el Oriente. Después de haber vencido al rey de Armenia, redujo la Capadocia a provincia romana y murió en Antioquía, a la edad de treinta y cuatro años, de una enfermedad que dió lugar a sospechas de envenenamiento. En efecto, además de las manchas lívidas que tenía en todo el cuerpo y la espuma que le salía de la boca, notóse, cuando lo quemaron, que el corazón permaneció intacto; ahora bien, créese comúnmente que el corazón impregnado de veneno resiste al fuego.


II

Se creyó que murió víctima del odio de Tiberio y merced a la activa complicidad de Cn. Pisón. Estaba éste investido por aquella época del gobierno de la Siria y se creía obligado, según decía, por imperiosa necesidad, a ser enemigo del padre o del hijo, y no cesó de inferir a Germánico, hasta durante su enfermedad, todo género de ultrajes con sus palabras y sus hechos; así fue que, al regresar a Roma, estuvo a punto de que le despedazase el pueblo, y el Senado le condenó a muerte.


III

Sabido es que Germánico poseía todas las cualidades mejores de cuerpo y alma, y en grado que nadie alcanzó jamás: valor y belleza singulares; gran superioridad de elocuencia y saber en las dos lenguas; admirable bondad de alma; el más vivo deseo de agradar y de que le amasen, y maravilloso talento para conseguirlo. El único defecto que contrastaba con su belleza, era tener algo débiles las piernas; pero lo corrigió con la costumbre de montar a caballo después de las comidas. Atacó cuerpo a cuerpo y mató por su mano a muchos enemigos. Defendió ante los jueces muchas causas hasta después de conseguidos los honores del triunfo, y entre otros monumentos de sus estudios, nos ha dejado comedias griegas. Era igualmente simple en la vida pública y en la privada; entraba sin líctores en las ciudades libres y aliadas de Roma, y dondequiera que veía la tUmba de un grande hombre, ofrecía sacrificios a sus manes. Queriendo reunir en un solo sepulcro las osamentas, desde mucho tiempo dispersas, de los soldados degollados en la derrota de Varo, las recogió por su mano y las llevó él mismo. Solamente oponía a sus detractores, cualquiera que fuese la causa de su enemistad, dulzura y moderación. Pisón había roto sus decretos y maltratado a sus clientes, y no le mostró resentimiento hasta que le vió emplear contra él sortilegios y maleficios; entonses se limitó a renunciar públicamente a su amistad, según la costumbre antigua, y a confiar a los suyos su venganza si le ocurría alguna desgracia.


IV

Recogió hermoso fruto de tantas virtudes, e inspiró tal aprecio y tal amor a sus parientes, que Augusto -para no hablar de los demás- dudó por largo tiempo si lo elegiría sucesor, e hizo que le adoptase Tiberio. Hasta tal punto gozaba también del favor popular, que, según el testimonio de la mayor parte de los autores, la inmensa multitud que, a su llegada o salida, se precipitaba a recibirle o despedirle, le hizo correr más de una vez peligro de muerte. Cuando regresó de Germania, después de haber apaciguado allí las sediciones, salieron a recibirle todas las cohortes pretorianas, a pesar de que solamente se había dado orden de hacerlo a dos de ellas; y los habitantes de todo sexo, edad y condición, llenaron el camino hasta veinte millas de Roma.


V

Pero más grandes y enérgicos testimonios de cariño brotaron a la noticia de su muerte y después de ella. El día en que murió, apedrearon los templos y derribaron las estatuas de los dioses; algunos ciudadanos arrojaron a la calle sus dioses lares o expusieron sus hijos recién nacidos. Hasta se dice que los bárbaros, en guerra entonces entre ellos o contra nosotros, consintieron en una tregua como si hubieran perdido uno de los suyos y compartieron nuestra aflicción; que algunos prlncipes, en señal de profundo dolor, se cortaron la barba e hicieron afeitar la cabeza a sus mujeres; en fin, que el rey de los reyes se abstuvo de la caza y no admitió a su mesa a los grandes, lo que equivalía entre los partos a suspender la" actividad pública.


VI

Consternada y afligida la población de Roma a la primera noticia de su enfermedad, esperaba ansiosamente otros correos. De pronto, al obscurecer, se difundió sin saber cómo la nueva de que Germánico se encontraba restablecido, y en seguida corrieron al Capitolio con antorchas y víctimas, casi derribaron las puertas del templo impulsados por la impaciencia de ofrecer a los dioses acciones de gracias y Tiberio fue despertado por los alegres gritos que cantaban: ¡Roma está salvada, salvada está la patria; Germánico se ha salvado. Mas cuando se supo con certeza su muerte, ningún consuelo, ningún edicto pudo poner límites al dolor público, que duró hasta las fiestas del mes de diciembre. Las abominaciones de los tiempos que siguieron aumentaron más aun su gloria y el sentimiento de su pérdida, estando persuadido todo el mundo, y con razón, de que el respeto y temor que inspiraba a Tiberio servían de freno a la crueldad de éste, crueldad que, en efecto, no tardó en estallar después.


VII

Germánico había casado con Agripina, hija de M. Agripa y de Julia, y tuvo nueve hijos, de los que dos murieron de corta edad, y otro al salir de la infancia y cuando se hacia notar por sus atractivos; Livia consagró su estatua representando el Amor en el templo de Venus, en el Capitolio; Augusto tenía su retrato en su cámara, y lo besaba siempre que entraba. Los demás sobrevivieron a su padre; a saber: tres hijas, Agripina, Drusila y Livila, nacidas en el espacio de tres años consecutivos, y tres varones, Nerón, Druso y C. César. El Senado declaró enemigos públicos a Nerón y Druso por acusación de Tiberio.


VIII

C. César nació la víspera de las calendas de setiembre, bajo el consulado de su padre y de C. Fonteyo Capito. Existe mucha diversidad de opiniones en cuanto al lugar donde nació, Léntulo Getúlico pretende que en Tibur; Plinio, en Tréveris, en una aldea del cantón Ambiancino, más allá de Coblenza, y aun añade como prueba, que se enseña allí un altar con esta inscripción: En honor del parto de Agripina.. Unos versos publicados al principio de su principado le hacen nacer entre las legiones durante los cuarteles de invierno:

Nacido en los campamentos, alimentado entre las tropas de su padre,
designado estaba ya para el supremo mando.

Por mi parte encuentro en las actas oficiales que vió la luz en Anzio. Plinio afea a Gentílico que por adulación dijese una mentira que debía lisonjear la vanidad de un príncipe joven y apasionado por la gloria, dándole por cuna una ciudad consagrada a Hércules. Pretende que le alentó para esta impudente falsedad el hecho de que un año antes del nacimiento de Caligula habia venido al mundo en Tibur otro hijo de Germánico llamado C. César, aquel de quien hemos recordado la graciosa infancia y prematura muerte. Pero las fechas combaten a su vez a Plinio, porque los que ban escrito la historia de Augusto, concuerdan al decir que no fue enviado Germánico a la Galia hasta después de su consulado, habiendo nacido ya Cayo. La inscripción de que habla Plinio tampoco prueba nada en favor de su sentir, puesto que Agripina dió a luz dos hijas en el país donde se ven estos altares, y que la palabra puerperium se aplica a todos los partos sin distinción del sexo del nacido, habiendo llamado frecuentemente nuestros mayores a las hijas puerae y a los hijos puelli. Consérvase también una carta de Augusto, escrita pocos meses antes de su muerte a su nieta Agripina, relativa a Cayo, el futuro emperador, porque no existía entonces otro niño de este nombre: Ayer convine con Talario y Aselio, que partirán, si place a los dioses, el 15 de las calendas de junio, para llevarte al niño Cayo. Envío también con él un médico de mi casa, y escribo a Germánico para que le conserve ahí si le agrada. Que sigas bien, mi querida Agripina, y procura llegar con buena salud al lado de tu Germánico. Esta carta indica suficientemente, a lo que creo, que Cayo no nació en el ejército, puesto que tenía cerca de dos años cuando le mandaron desde Roma. Razón es ésta también para no dar fe a los versos que he citado, tanto más cuanto que se desconoce al autor. Necesario es, pues, atenerse a la autoridad de los anales públicos, que es lo único que queda en medio de estas incertidumbres. Además, sábese que Cayo prefirió Anzio a todos sus demás retiros, y que siempre lo quiso como se quiere el lugar del nacimiento; y hasta se dice que, disgustado de Roma, tuvo el proyecto de trasladar allí la sede del Imperio.


IX

El sobrenombre de Calígula era mote militar, y se lo habían dado por haberse educado entre los soldados y por haber usado en su infancia la ropa de aquéllos. Los soldados, que le habían visto crecer y educarse entre ellos, le profesaban increíble cariño, y fue elocuente prueba de ello el que, a la muerte de Augusto, su presencia bastó -esto es indudable- para calmar el furor de las tropas insurreccionadas. Y en efecto, no se amansaron hasta que se convencieron de que querían alejarle del peligroso teatro de la sedición y llevarle ál territorio de otro pueblo. Cediendo al arrepentimiento, se precipitaron delante de su carruaje, lo detuvieron, y le suplicaron encarecidamente que no les hiciese aquella afrenta.


X

Acompañó también a su padre en la expedición de Siria. A su regreso, permaneció primeramente en la casa de su madre, y cuando desterraron a ésta, en la de su bisabuela Livia Augusta, cuyo elogio fúnebre pronunció en la tribuna de las arengas, llevando todavia la toga pretexta. En seguida pasó con su abuela Antonia. A los veintiún años lo llamó Tiberio a Capri, y en un solo dia le hizo tomar la toga y cortar la barba, sin otorgarle ninguna de las distinciones con que señaló la entrada de sus hermanos en la vida pública. Objeto de mil asechanzas y de pérfidas instigaciones por parte de aquellos que querian arrancarIe quejas, no dió pretexto alguno a la malignidad, pareciendo que ignoraba la desgraciada suerte de todos los suyos. Con increible disimulo devoraba sus propias ofensas, y mostraba a Tiberio y a cuantos le rodeaban tanta cortesia, que con razón hizo decir de él que nunca existió mejor esclavo ni peor amo.


XI

Sin embargo, en aquel mismo tiempo no podia ocultar sus bajas y crueles inclinaciones, siendo uno de sus placeres más gratos presenciar torturas y el último suplicio de los condenados. Por la noche corria hacia lugares depravados y hacia el adulterio, envuelto en amplio manto y oculta la cabeza bajo cabellos postizos. Tenia especial pasión por el baile teatral y por el canto. Tiberio no contrariaba estos gustos, que, según creia, podian dulcificar su indole feroz, habiendo comprendido tan bien el penetrante anciano aquel carácter, que decía con frecuencia: Dejo vivir a Cayo para su desgracia y para la de todos; o bien: Crio una hidra para el pueblo romano y otro Faetón para el universo.


XII

Poco tiempo después casó Cayo con Junia Claudia, hija de M. Silano, varón nobilisimo. En seguida fue designado augur en el puesto de su hermano Druso, y antes de entrar en funciones pasó, por extraordinario favor, al pontificado. Tiberio, que no veía en la casa imperial, desierta y devastada, otro apoyo que Cayo, y en Sejano un ministro sospechoso, un enemigo del que no tardó en deshacerse, ponía a prueba de esta manera el carácter y la adhesión de su nieto, a quien acercaba poco a poco a la sucesión. Para estar más seguro de conseguirla, Cayo, que acababa de perder a Junia, muerta de parto, solicitó los favores de Enia Nevia, esposa de Macrón, jefe de las cohortes pretorianas, prometiéndole casarse con ella cuando poseyese el mando supremo y obligándose a ello por juramento y por escrito. Cuando, por medio de ella, ganó a Macrón, no vaciló, según pretenden algunos autores, en envenenar a Tiberio. Aun respiraba éste cuando Cayo le quitó el anillo, y como el moribundo mostraba querer conservarlo hasta el fin, hizo arrojarle encima un colchón, o tal vez le estranguló con sus manos; un liberto, a quien esta crueldad arrancó un grito, fue crucificado en seguida. Este relato parece tanto más verosímil, cuanto que, según algunos historiadores, el mismo Caligula se alabó más adelante, si no de haber cometido este parricidio, al menos de haberlo meditado. En efecto, con frecuencia se le oía vanagloriarse cuando exageraba su cariño a su familia de haber entrado con un puñal en la mano en la cámara de Tiberio dormido, para vengar la muerte de su madre y de sus hermanos; pero la piedad, añadía, le había contenido, había arrojado el arma y se había retirado, sin que Tiberio, que lo había visto, se atreviese a acusarlo o a castigarlo.


XIII

Así llegó al imperio, al que le llamaban los votos del pueblo romano, y hasta diré del mundo entero; querido de las provincias y de los ejércitos, que le habían visto niño; querido de los habitantes de Roma, que amaban en él la memoria de su padre Germánico y el último vástago de una familia desgraciada. Así es que, desde que partió de Misena, aunque seguía en traje de duelo el cortejo fúnebre de Tiberio, continuó su marcha entre altares adornados con flores, con víctimas preparadas ya, antorchas encendidas y acompañándole alegres aclamaciones de una inmensa multitud, que había salido a su encuentro y le prodigaba los nombres más tiernos, llamándole su estrella, su hijo, su niño, su discípulo.


XIV

Apenas entrado en Roma, por consentimiento unánime del Senado y del pueblo, que había invadido la curia, se le reconoció como único árbitro y dueño del Estado, anulando una cláusula del testamento de Tiberio que le daba por coheredero a su otro nieto, niño a la sazón. Tal fue el regocijo público, que en menos de tres meses se degollaron, según dicen, más de ciento sesenta mil víctimas. Habiendo ido Cayo pocos días después a visitar las islas de la Campania, se hicieron votos públicos por su regreso: con tanto apresuramiento se aprovechaba cualquier coyuntura para mostrarle el tierno interés que tenían por su conservación. Por el mismo tiempo cayó enfermo, y todo el pueblo pasó la noche en derredor del palacio, y hubo romanos que, a precio de su restablecimiento, hicieron voto de combatir en la arena y de inmolarse a los dioses como víctimas expiatorias. A este inmenso cariño de los ciudadanos uníase el notable amor de los mismos extranjeros. Artabán, rey de los partos, que nunca había ocultado su odio y su desprecio por Tiberio, solicitó la amistad de Cayo, celebrando a este efecto una entrevista con un legado consular, y, atravesando el Eufrates, rindió culto a las águilas romanas y a las imágenes de los Césares.


XV

Excitaba el cariño público por toda clase de gestos agradables al pueblo. Después de pronunciar en la tribuna, vertiendo abundantes lágrimas, el elogio fúnebre de Tiberio y de haberle hecho magníficos funerales, marchó en seguida a las islas Pandataria y Poncia, para recoger las cenizas de su madre y de su hermano, y en medio de tremenda tempestad, para que resaltara mejor su piadoso apresuramiento. Acercóse a aquellas cenizas con grandes muestras de veneración, colocólas por sí mismo en dos urnas, y las acompañó hasta Ostia, con la misma ostentación de dolor, en un birreme que llevaba un estandarte muy grande en la popa. Desde allí las llevó por el Tíber hasta Roma, donde las recibieron los miembros más distinguidos del orden ecuestre, y colocándolas sobre unas angarillas, las depositaron en pleno día en el Mausoleo. Estableció en honor suyo ceremonias fúnebres anuales, y además, por su madre, juegos en el circo, en los que habían de pasear solemnemente su imagen en un carro, como las de los dioses. En memoria de su padre llamó Germánico al mes de setiembre. Hizo en seguida conceder a su abuela Antonia, por un solo senadoconsulto, todos los honores otorgados en diferentes ocasiones a Livia, esposa de Augusto. Tomó por colega en el consulado a Claudio, su tío paterno, que era todavía simple caballero romano. Adoptó a su primo Tiberio el día en que éste tomó la toga viril, y le dió el título de príncipe de la juventud. En cuanto a sus hermanas, quiso que se añadiese esta fórmula a todos los juramentos: Ni a mí mismo ni a mis hijos amaré tanto como a Cayo y sus hermanas; y en las comunicaciones de los cónsules: Por la felicidad y prosperidad de C. César y de sus hermanas. Avido siempre de popularidad, rehabilitó a los condenados y desterrados y suspendió todas las persecuciones anteriores a su advenimiento. Hizo llevar al Foro todos los documentos relativos al proceso formado a su madre y hermanos, y después de asegurar públicamente por los dioses que no había leído y ni siquiera tocado ninguno de ellos, los quemó todos para que no quedase causa de temor a ningún delator o testigo. Un día se negó a recibir un escrito que le presentaban como interesante para su vida, y contestó que nada había hecho que pudiese atraerle el odio de nadie, y aseguró que no tenía oídos para los delatores.


XVI

Desterró de Roma a los inventores de orgías monstruosas, y hasta costó mucho trabajo impedir que los ahogase en el mar. Hizo buscar las obras de Tito Labieno, de Cordo Cremucio y de Casio Severo, que el Senado había suprimido, y permitió su copia y lectura, diciendo que tenía el mayor interés en que la posteridad fuese enterada de todo. Publicó las cuentas del Imperio, uso que introdujo Augusto y que desdeñó Tiberio. Dió a los magistrados jurisdicción libre, independiente de toda apelación a su persona. Revistió a los caballeros romanos con un cuidado riguroso -que no excluía la moderación- y quitó públicamente su caballo a aquellos a quienes se probó alguna bajeza o ignominia, contentándose, sin embargo, con omitir de la lista a los que habían cometido algunas faltas. Con objeto de aliviar a los jueces de sus trabajos, añadió una quinta decuria a las cuatro existentes. Trató también de restablecer el uso de los comicios y de devolver al pueblo el derecho de sufragio. Pagó fielmente, y sin detención los legados que hizo Tiberio en su testamento, pese a que había sido anulado, y aun los de Julia Augusta, cuyo testamento había sido suprimido por Tiberio. Restituyó a Italia el dos por ciento de las ventas en remate público. Indemnizó muchos daños causados por incendios; al restituir los reinos a sus poseedores, añadió el producto íntegro de las rentas e impuestos cobrados durante el tiempo de la ocupación, de la misma manera que devolvió a Antioco Comageno una confiscación de diez millones de sestercios. Con objeto de alentar a todas las virtudes, regaló ochenta mil sestercios a un liberto a quien las torturas más crueles no habían podido arrancar una sola palabra acerca de un crimen que se imputaba a su patrón. Esta conducta hizo que se le concediera, entre otras distinciones, un escudo de oro, que todos los años, en determinado día, los colegios de sacerdotes debían llevar al Capitolio, siguiéndoles el Senado y los jóvenes nobles de ambos sexos, cantando versos en su alabanza. Decretóse también que el día de su advenimiento al Imperio se llamaría Palilia, como si fuese fecha de nueva fundación de Roma.


XVII

Cuatro veces ejerció Calígula el consulado: la primera, desde las calendas de julio y durante dos meses; la segunda, desde las calendas de enero, durante treinta días; la tercera, hasta los idos de enero; la cuarta, hasta el séptimo día antes de los idus del mismo mes. Los dos últimos consulados fueron consecutivos. El tercero lo comenzó en Lyón y sin colega, no por orgullo o indiferencia, como se ha dicho, sino porque, ausente de Roma, ignoraba que su colega había muerto hacia el día de las calendas. Dió dos veces al pueblo congiarios de trescientos sestercios por cabeza, y a los senadores, lo mismo que a los caballeros, una comida suntuosa, invitando también a ella a sus esposas e hijos. En el último de estos festines, hizo distribuir a los hombres trajes urbanos y cintas de púrpura a los niños y a las mujeres. Para aumentar perpetuamente el regocijo público en las fiestas saturnales, les añadió un día, llamándole día de la juventud.


XVIII

Dió muchas veces combates de gladiadores, unos en el anfiteatro auro, otros en el Campo de Marte, y presentó en ellos grupos de luchadores de Africa y de Campania, elegidos entre los más famosos de estos paises. Cuando no presidía personalmente estos espectáculos, encargaba hacerlo a los magistrados o a sus amigos. También dió juegos escénicos, muchos y muy variados, algunas veces durante la noche y a la luz de inmensa cantidad de antorchas. Mandaba a los espectadores regalos de toda clase y hasta cestos llenos de pan y de carne. Viendo un día enfrente de él, en una de estas distribuciones, a un caballero romano que comía su parte con mucho apetito y alegría, hizo llevarle la suya; y observando más lejos a un senador, digno émulo del caballero, le envió el nombramiento de pretor extraordinario. Los juegos que dió en el circo duraron algunas veces desde la mañana a la noche, con intermedios que fueron a veces una cacería de animales africanos, a veces una carrera troyana. Algunos espectáculos de éstos fueron notables, especialmente por estar sembrada la arena de bermellón y polvo de oro, y porque solamente senadores dirigían los carros. Otros, en fin, se dieron de improviso, como el día en que, examinando desde el palacio de Gelio las instalaciones del circo, accedió a la petición que le dirigieron algunas personas desde lo alto de las casas vecinas.


XIX

Inventó además un nuevo género de espectáculo, distinto a cuanto se ha visto. Hizo construir en el mar, entre Baias y Puzol, en un espacio de cerca de tres mil seiscientos pasos, un puente formado por doble fila de naves de transporte traídas de todos los mares, sujetas con anclas y semicubiertas con pavimento cuya forma recordaba la vía Apia. Durante dos días no hizo más que pasar y repasar por aquel puente; el primero en caballo magníficamente enjaezado, llevando corona de encina en la cabeza, escudo en una mano y espada en la otra, y sobre los hombros clámide bordada de oro; a la mañana siguiente, con traje de auriga, en un carro arrastrado por dos famosos caballos. En esta ocasión precedíale el joven Darío, uno de los rehenes de los partos, y seguíanle su guardia pretoriana y sus amigos en carros. Han creído algunos que imaginó aquel puente con objeto de igualar a Jerjes, tan admirado por haber echado uno en el Helesponto, mucho más corto que el de Baias: otros, que quiso asustar con la fama de aquella gigantesca empresa a los germanos y bretones, a los que amenazaba con la guerra. Sé todo esto; pero siendo niño aún, oía decir a mi abuelo que la única razón de aquella obra, revelada por los servidores íntimos del palacio, fue que el astrólogo Trasilo, viendo vacilar a Tiberio en la elección de sucesor e inclinarse a su nieto natural, había afirmado que Cayo no tenía más probabilidades de ser emperador que de atravesar a caballo el golfo de Baias.


XX

También dió espectáculos fuera de Italia, especialmente juegos. urbanos en Sicilia y Siracusa, y juegos variados en Lyón, en la Galia. Estableció también allí concursos de elocuencia griega y latina, en los que los vencidos estaban obligados, según dicen, a coronar ellos mismos a los vencedores y a componer su panegírico; y en cuanto a aquellos cuyas composiciones se juzgaban malas, debían borrarlas con una esponja y hasta con la lengua, si no preferían que se les azotase o se les arrojara en el río más inmediato.


XXI

Terminó los monumentos que Tiberio había dejado incompletos, el templo de Augusto y el teatro de Pompeyo. Comenzó un acueducto cerca de Tíbur, y un anfiteatro cerca del campo de Marte; obras de las que su sucesor Claudio terminó la primera, abandonando la segunda. Por orden suya se reconstruyeron en Siracusa las murallas de la ciudad y los templos de los dioses que estaban arruinados. También proyectó reconstruir el palacio de Polícrates en Samos, terminar en Mileto el templo de Apolo Didímeo, fundar una ciudad en la cumbre de los Alpes; pero, ante todo, abrir el istmo en Acaia, y ya había enviado un centurión primipilario para medirlo con exactitud.


XXII

Hasta aquí he hablado de un príncipe; ahora hablaré de un monstruo. Habíase hecho llamar Piadoso, hijo de los campamentos, padre de los ejércitos, César óptimo y máximo. Oyendo un día a varios reyes, que habían venido a Roma a saludarle, disputar entre sí en su mesa acerca de la nobleza de su origen, exclamó en griego: Uno solo sea príncipe, uno solo rey; y poco faltó para que en el acto tomase la diadema, y sustituyese la ficción del principado por la realeza. Mas le dijeron que era superior a todos los príncipes y reyes de la tierra, y desde entonces comenzó a atribuirse la majestad divina. Mandó traer de Grecia las estatuas de dioses más famosas por la excelencia del trabajo y el respeto de los pueblos, entre ellas la de Júpiter Olímpico, y quitándole la cabeza la sustituyó con la suya. Hizo prolongar hasta el Foro un ala de su palacio, y transformar el templo de Cástor y Pólux en un vestíbulo, en el que frecuentemente se sentaba entre los dos hermanos, ofreciéndose a las adoraciones de la multitud. Algunos le saludaron con el título de Júpiter Lacial. También tuvo para su divinidad templo especial, sacerdotes y las víctima más raras. En este templo veíase su estatua de oro, que se le parecía mucho, y que todos los días vestían como él. Los ciudadanos más ricos se disputaban tenazmente las funciones de este sacerdocio, objeto de toda su ambición. Las víctimas que se inmolaban a este dios eran flamencos, pavos reales, codornices, gallinas de Numidia pintadas, faisanes, y en cada día una especie diferente. Por la noche invitaba a la luna, cuando estaba en lleno y en todo su esplendor, a venir a recibir sus abrazos y compartir su lecho. De día celebraba conversaciones secretas con Júpiter Capitolino, hablándole algunas veces al oído y presentándole en seguida el suyo, y otras en alta voz y hasta con tono arrogante. Oyósele en cierta ocasión decirle con amenaza: Pruébame tu poder o teme el mío.

Pero habiéndose dejado ablandar, según decía, y habiéndole instado Júpiter a que viviese cerca de él, hizo construir un puente por encima del templo de Augusto, entre el monte Palatino y el Capitolio. Más adelante, con objeto de estar más cerca, hizo echar en la plaza misma del Capitolio los cimientos de un nuevo palacio.


XXIII

No quería que se le creyese ni se le llamase nieto de Agripa, cuyo nacimiento le parecía muy bajo, y le ponía furioso, que en discursos o versos le pusiesen en el linaje de los Césares. Proclamaba que su madre había nacido de un incesto de Augusto con su hija Julia; y no contento con difamar así a Augusto, prohibió celebrar las fiestas solemnes de las victorias de Accio y de Sicilia, como funestas y desastrosas para el pueblo romano. Llamaba a su bisabuela Livia Ulises con faldas, y en una carta al Senado osó rebajar su nacimiento, diciendo que su abuelo materno no era más que un decurión de Fondi, cuando está probado por los anales públicos que Aufidio Lurco desempeñó en Roma altos cargos. Un día negó una conversación particular a su abuela Antonia, y quiso que estuviese presente el prefecto Macrón. Con estos disgustos y otras indignidades, la hizo morir, si es que no la envenenó, según se dice. Después de su muerte. no le tributó ningún honor, y contempló tranquilamente desde su mesa las llamas de la pira. Mandó un ttibuno militar para que matase de improviso a su primo Tiberio. y obligó a su suegro Silano a degollarse. Pretendía que el primero se había negado a seguirlo por mar tempestuoso, esperando apoderarse de Roma si él perecía en la tempestad. y que el otro había respirado un antídoto para precaverse contra sus tentativas de envenenamiento; en realidad, Silano había querido evitarse las molestias de la navegación y las náuseas del mareo, de que sufría mucho, y Tiberio no había hecho otra cosa que usar un remedio conocido contra una tos rebelde. En cuanto a su tío Claudio, solamente lo perdonó para hacerlo juguete suyo.


XXIV

Tuvo comercio criminal y continuo con todas sus hermanas, y a la mesa las hacia sentar consigo en el mismo lecho. mientras que su esposa ocupaba otro. Créese que llevaba aún la pretexta cuando arrebató la virginidad a Drusila, y un día le sorprendió en sus brazos su abuela Antonia, en cuya casa se educaban los dos. Casáronla en seguida con el consular Lucio Casio Longino, pero Cayo se la arrebató y la trató públicamente como a su esposa legítima. En una enfermedad que padeció la instituyó heredera de sus bienes y del imperio. Cuando murió, hizo suspender todos los negocios; y durante ese período fue crimen capital haber reído, haberse bañado, o haber comido con los parientes, la esposa o los hijos. Como enloquecido por el dolor, se fugó una noche de Roma, atravesó sin detenerse la Campania y llegó a Siracusa, de donde volvió tan bruscamente como fue, con la barba y los cabellos desmesuradamente largos. En lo sucesivo no juró más que por la divinidad de Drusila, hasta en las circunstancias más solemnes, y hablando al pueblo y a los soldados. No profesó a sus otras hermanas igual pasión ni les tuvo las mismas consideraciones, y frecuentemente las entregó a sus compañeros de disolución. Así fue que no vaciló, en el proceso de Emilio Lépido, en hacerlas condenar como adúlteras y cómplices de aquel conspirador. No solamente mostró cartas de su mano, que por fraude y medios infames le habían entregado, sino que también consagró a Marte vengador, con una inscripción, tres espadas preparadas para matarle.


XXV

En cuanto a sus matrimonios es difícil decidir si fue más infame cuando los contrajo, cuando los deshizo o los mantuvo. Habiendo asistido a las bodas de C. Pisón y de Livia Orestila, mandó que la llevasen en el acto a su casa, la repudió poco después, y dos años más adelante la desterró, so pretexto de que en este tiempo había vuelto a hacer vida común con su primer marido. Otros dicen que estando sentado en la comida de bodas enfrente de Pisón, le dijo: No estreches tanto a mi esposa; que terminada la comida, se la llevó, y a la mañana siguiente publicó por un edictó, diciendo que se habia casado como Rómulo y como Augusto. Habiendo oído decir un día que la abuela de Lolia Paulina, esposa del consular C. Memio, que mandaba los ejércitos, había sido la mujer más hermosa de su época, la hizo traer inmediatamente de la provincia donde mandaba su marido, obligó a éste a que se la cediera, la tomó por esposa y la repudió poco después, prohibiéndole que jamás tuviese comercio con ningún hombre. Con más constancia y ardor amó a Cesonia, que no era bella ni joven, que había tenido ya tres hijas con otro, pero que era un monstruo de lujuria y lascivia. Frecuentemente la mostró a los soldados cabalgando a su lado, revestida con la clámide y armada con casco y escudo, y a sus amigos la enseñó desnuda. Cuando fue madre, quiso honrarla con el nombre de esposa, y el mismo día se declaró marido suyo y padre de la hija que había dado á luz. Dió a ésta el nombre de Julia Drusila, la llevó a los templos de todas las diosas, y la colocó en el seno de Minerva, a quien rogó que la criase y educase. La mejor prueba para él de que pertenecía a su sangre, era su crueldad, tan grande ya, que rasgaba con las uñas el rostro a los niños que jugaban con ella.


XXVI

Después de estos detalles no extrañará la manera como trató a sus parientes y amigos; en primer lugar, a Ptolomeo, hijo del rey Juba y primo suyo -porque era nieto de Antonia por su madre Selena-, y sobre todo a Macrón y Enia, que lo habían elevado al Imperio; a pesar del parentesco y del recuerdo de los beneficios recibidos, todos perecieron con muerte sangrienta. No mostró más respeto ni bondad con los miembros del Senado. Consintió que muchos de ellos, honrados con las primeras dignidades, corriesen a pie y con la toga junto a su carro por espacio de varias millas, y que durante sus comidas permaneciesen en pie detrás de su lecho o a sus pies con un delantal en la cintura. Hizo matar a algunos secretamente, y no dejaba de llamarles a palacio, como si viviesen aún, hasta que, pasado algún tiempo, decía con odiosa mentira que se habían dado voluntariamente la muerte. Destituyó a los cónsules porque habían olvidado dar un edicto acerca del aniversario de su nacimiento, y la República permaneció, durante tres días sin sus primeros magistrados. Habiendo sido nombrado su cuestor en una conjuración, le hizo azotar, quitándole él mismo sus vestiduras, que extendió a los pies de los soldados para que, al descargar los golpes, estuviesen más firmes. Trató a todos los órdenes con igual desprecio y crueldad. Importunándole el ruido de la multitud que iba a medianoche a ocupar los puestos gratuitos del circo, la hizo arrojar a latigazos. Más de veinte caballeros romanos quedaron aplastados en el tumulto, y otras tantas matronas, sin contar muchos individuos del pueblo. Los días de espectáculo se complacía en sembrar la discordia entre los plebeyos y caballeros, haciendo comenzar las distribuciones antes de la hora acostumbrada, con objeto de que éstos encontrasen ocupados sus puestos por las gentes de más baja estofa. Durante los juegos mandaba descorrer de pronto, cuando el sol era más ardiente, el toldo que preservaba a los espectadores, y prohibía que saliese nadie del anfiteatro. En vez de los combatientes ordinarios, llevaba a veces a la arena fieras extenuadas, combatientes desechados y envejecidos, y como gladiadores de farsa, respetables padres de familia, conocidos por alguna deformidad corporal. Más de una vez llegó hasta cerrar los graneros públicos y amenazó al pueblo con el hambre.


XXVII

He aquí los principales rasgos de su barbarie. Como costaban muy caros los animales para el mantenimiento de las fieras destinadas a los espectáculos, designó algunos condenados para que les sirvieran de alimento; y visitando las prisiones mandó, permaneciendo en el rastrillo y sin consultar siquiera el registro en que constaba cada pena, que delante de él llevasen indistintamente todos los prisioneros a las fieras. Obligó a un ciudadano que había hecho voto de combatir en la arena por la salud del emperador a que cumpliese su promesa: asistió al combate y no le dejó ir sino cuando resultó vencedor, y esto después de reiteradas súplicas. Otro había jurado morir por él si era necesario; aceptó el voto, y viéndole vacilar le hizo coronar como víctima, con verbena y cintas, y lo entregó en seguida a un grupo de niños que habían recibido orden de perseguirle por las calles recordándole su voto, hasta que lo precipitaron por la roca Tarpeya. Condenó a las minas, a los trabajos de los caminos y a las fieras a multitud de ciudadanos distinguidos, después de haberlos marcado con el estigma del fuego. Encerrábales también en jaulas, en las que tenían que mantenerse en postura de cuadrúpedos, o bien los hacía aserrar por la mitad del cuerpo. Y no mandaba esto siempre por causas graves; a unos, porque no habían quedado contentos con un espectáculo; a otros, porque nunca habían jurado por su genio. Obligaba a los padres a que presenciasen el suplicio de sus hijos. Habiéndose excusado uno por enfermo, mandóle en litera; a otro le llevaron, después de tan espantoso espectáculo, a la mesa del emperador, que le excitó por toda clase de medios a reír y regocijarse. Hizo azotar, en su presencia, con cadenas y durante muchos días seguidos, a un intendente de los juegos y cacerías del circo; y no mandó matarle hasta que le molestó el olor de su cerebro en putrefacción. El autor de una poesía fue quemado por orden suya en el anfiteatro por un verso equívoco. Un caballero romano, expuesto a las fieras, gritó que era inocente; hízole sacar, le cortó la lengua y volvió a mandarle al suplicio.


XXVIII

Un día preguntó a un ciudadano, llamado después de largo destierro, qué acostumbraba hacer en él, y le contestó para adularle: Diariamente pedía a los dioses, que me han escuchado, que pereciese Tiberio y reinaras tú. Persuadido entonces de que aquellos desterrados pedían a los dioses su muerte, mandó a las islas en que estaban detenidos, soldados que les matasen a todos. Queriendo que el pueblo despedazase a un senador, apostó hombres que le llamasen enemigo público, en el momento en que entrase en el Senado; éstos debían herirle al mismo tiempo con los punzones y entregarlo en seguida al populacho para que le hiciese pedazos; y no quedó satisfecho hasta que vió sus miembros y sus entrañas arrastrados por las calles y depositados a sus pies.


XXIX

La atrocidad de sus palabras hacía más odiosa aun la crueldad de sus acciones. Nada encontraba tan laudable y hermoso en su carácter, según decía, como lo que llamaba su insensibilidad. Habiéndole reconvenido su abuela Antonia, no se limitó a no atenderla, sino que le dijo: Recuerda que todo me está permitido, y contra todos. Cuando dió la orden para matar a su primo, de quien suponía se había precavido contra el veneno, exclamó: ¡Un antídoto contra César! Cuando desterró a sus hermanas, les dijo con tono amenazador que no tenía solamente islas, sino también espadas. A un anciano pretor que se había retirado a Anticira por motivos de salud y que le pidió prórroga de licencia, mandó matarle, diciendo que necesitaba una sangría, puesto que no le bastaba el eléboro, por tanto tiempo usado. Cada diez días formaba la lista de los prisioneros que quería hacer ejecutar y a esto llamaba ajustar sus cuentas. Habiendo puesto un día en la misma lista galos y griegos, dijo con regocijo que acababa de subyugar la Galogrecia.


XXX

Hacia siempre herir a las víctimas a golpes leves repetidos, y jamás dejaba de recomendar a los verdugos, que le conocían bien, que hiriesen de manera que se sintieran morir. Habiendo mandado al suplicio un hombre por otro, a causa de una equivocación de nombre, dijo: Éste lo ha mérecido también. Incesantemente tenía en la boca estas palabras de una tragedia: Que me odien con tal de que me teman. Con frecuencia injurió a todos los senadores a la vez, llamándoles a veces hechuras de Sejano, a veces delatores de su madre y de sus hermanos; y mostrando los documentos que había fingido arrojar al fuego, justificaba la crueldad de Tiberio, porque aquellas acusaciones, según decía, la hicieron necesaria. No cesaba de hablar mal del orden ecuestre, a causa de su pasión por los juegos y espectáculos. Furioso por ver a la multitud favorecer en el circo a un partido al que él era contratio, exclamó: ¡Ojalá tuviese una sola cabeza el pueblo romano! En ocasión en que reclamaba para la arena a un criminal llamado Tetrinio, dijo: que los que lo pedían eran también tetrinios. Cinco reciarios de los que visten túnicas y combaten en grupo habían sido derribados, sin oponer resistencia, por otros tantos gladiadores completamente armados; cuando se pronunciaba ya la sentencia de su muerte, uno de los vencidos, recobrando el tridente, mató a los vencedores. Calígula deploró en un edicto aquella inesperada y espantosa matanza, y execró a los que habían consentido en presenciarla.


XXXI

Oyósele lamentar más de una vez que no hubiese ocurrido en su reinado ninguna calamidad pública, mientras que el de Augusto se distinguía por la derrota de Varo, y el de Tiberio por la caída del anfiteatro de Fidena. Al suyo, decía, le amenazaba el olvido por demasiado feliz y frecuentemente deseaba sangrientas derrotas, hambres, pestes, vastos incendios y terremotos.


XXXII

No prescindía de su ferocidad ni en medio de sus placeres, juegos y festines. Muchas veces daban tormento en su presencia mientras comía o se entregaba al desorden con sus amigos. Un soldado experto en cortar cabezas ejercía delante de él su habilidad en todos los prisioneros que le presentaban. Cuando dedicó el puente de Puzol, de que ya hemos hablado, invitó a los que estaban en la orilla a reunirse con él, y de pronto mandó arrojarlos abajo. Algunos se agarraron a los barcos y les hizo arrojar al mar a golpes descargados con garfios y remos. Durante una comida pública en Roma, habiendo arrancado de un lecho un esclavo una hoja de plata, mandó en el acto al verdugo que le cortase las manos, se las colgase al cuello y lo pasease así por todas las mesas con un cartel que dijese la causa del castigo. En ocasión en que esgrimía con un gladiador mirmilón, armado como él con una varilla, éste cayó involuntariamente; Calígula le atravesó de una puñalada, y corrió por todas partes con una palma en la mano, como los vencedores del anfiteatro. Durante un sacrificio, en el momento en que iba a ser inmolada la víctima, se ciñó como los sacrificadores, y cogiendo el mazo mató al que presentaba el cuchillo sagrado. En medio de espléndida comida comenzó de pronto a reír a carcajadas; los cónsules sentados a su lado le preguntaron con acento adulador de qué reía: Es que pienso, contestó, que puedo con una señal haceros degollar a los dos.


XXXIII

He aquí algunas de sus bromas. Un día se colocó por burla al lado de la estatua de Júpiter, y preguntó al trágico Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y como vacilase en contestar le hizo en seguida azotar, y advirtió que tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos. Cuantas veces besaba el cuello de su esposa o de su amante, decía: Esta hermosa cabeza caerá en cuanto yo lo ordene; y muchas veces repetía que mandaría dar tormento a su querida Cesonia para que dijese ella misma por qué la amaba tanto.


XXXIV

Su envidiosa malignidad; su crueldad y su orgullo se extendían a todo el género humano y a todos los siglos. Derribó las estatuas de los grandes hombres, que Augusto había trasladado del Capitolio, donde había poco espacio, al vasto recinto del Campo de Marte; y de tal manera dispersó los restos, que cuando quisieron restaurarlas no pudieron encontrarse completas las inscripciones con que estaban adornadas. Prohibió que en adelante se pudiese hacer sin orden o permiso suyo la estatua de ningún hombre vivo. También quiso destruir los poemas de Homero, y preguntaba: ¿por qué no habría de poder hacer yo lo que hizo Platón, que lo desterró de la República que organizó? Poco faltó para que hiciese desaparecer de todas las bibliotecas las obras y retratos de Virgilio y Tito Livio, diciendo: que el uno carecía de ingenio y de saber, y el otro era historiador locuaz e inexacto. En fin, más de una vez se vanaglorió de hacer muy pronto inútil y despreciable toda la ciencia de los jurisconsultos, y proclamó frecuentemente: ¡Por Hércules!, yo haré que no puedan dar ninguna respuesta con prescindencia de mí.


XXXV

Prohibió a los romanos más nobles las antiguas distinciones de sus familias, a Torcuato, el collar; a Cincinato, el pelo rizado; a Cn. Pompeyo, que pertenecía a esta antigua familia, el nombre de Grande. Había llamado a Roma al rey Ptolomeo, de quien antes hablé, y lo recibió muy bien; pero un día que daba un espectáculo le hizo matar de improviso, por el solo delito de haber llamado la atención general al entrar en el teatro, por el brillante color púrpura de su manto. Si encontraba un hombre cuya hermosa cabellera realzaba su gallardía, en el acto hacía afeitarle la parte posterior del cráneo. Un tal Esio Próculo, hijo de un centurión primipilario, por su belleza y estatura había recibido el nombre de Colosseros; habiéndole visto Calígula en un banco del anfiteatro, le hizo bajar en el acto a la arena, oponiéndole en primer lugar un tracio y después un gladiador completamente armado. Próculo venció a los dos, pero el emperador mandó inmediatamente agarrotarle, cubrirle de harapos, pasearlo así por las calles, mostrándolo a las mujeres, y degollarlo en seguida. No había condición tan baja, ni fortuna tan modesta que pudiera ponerse a cubierto de su envidioso odio. Hacia muchos años que estaba el mismo sacerdote en posesión del sacerdocio de Diana de Aricia, y le suscitó un concurrente mucho más robusto que él. A un gladiador llamado Porio, que después de brillante victoria manumitió en el circo a un esclavo suyo, el pueblo le aplaudió con entusiasmo; disgustado Calígula, salió tan apresuradamente del espectáculo que, pisándose la toga, cayó desde lo alto de las gradas, y exclamó con indignación que el pueblo-rey honraba más a un gladiador por fútil motivo que la sagrada memoria de los Césares, en la misma presencia del emperador.


XXXVI

Jamás cuidó de su pudor ni del ajeno; y créese que amó con amor infame a M. Lépido, al payaso Mnester y a algunos rehenes. Valerio Cátulo, hijo de un consular, llegaba a gritar que lo habla prostituido y que estaba extenuado por ello. Sin hablar de sus incestos con sus hermanas, ni de su conocida pasión por la cortesana Piralis, no respetó a ninguna mujer distinguida. Lo más frecuente era que las invitase a comer con sus esposos, hacialas pasar y repasar delante de él, las examinaba con la minuciosa atención de un mercader de esclavas, y si alguna bajaba la cabeza por pudor, se la levantaba con la mano. En seguida llevaba a la que le agradaba más a una habitación inmediata, y volviendo después a la sala del festín, con las recientes señales del deleite, elogiaba o criticaba en alta voz lo que habla encontrado agradable o defectuoso en la persona de cada una y en sus relaciones con él. Algunas fueron notificadas de su divorcio por él mismo en nombre de sus maridos ausentes, e hizo insertar estos divorcios en los anales públicos.


XXXVII

Sus prodigalidades superaron la extravagancia de los más pródigos. Inventor de una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos, lavábase con esencias unas veces calientes y otras frías; tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo que era necesario ser económico o vivir como César. Durante muchos días arrojó al pueblo desde lo alto de la basílica Julia enorme cantidad de moneda pequeña. Hizo construir naves libúrnicas de diez filas de remos, con velas de diferentes colores y guarnecidas en la popa con piedras preciosas. Encerraban estas naves baños, galerías y comedores, gran variedad de vides y árboles frutales. En ellas costeaba la Campania y ofrecía festines muellemente acostado, en pleno día, en medio de danzas y músicas. No tenía en cuenta las reglas en la construccion dé sus palacios y casa de campo, y nada ambicionaba tanto como ejecutar lo que se consideraba irrealizable; construía diques en mar profundo y agitado; hacía dividir las rocas más duras; elevaba llanuras a la altura de las montañas y arrasaba los montes al nivel de los llanos: todo esto con increíble rapidez, castigando la lentitud con pena de muerte. Y para decirlo todo de una vez, en menos de un año disipó los famosos tesoros de Tiberio César, que ascendían a dos mil setecientos millones de sestercios.


XXXVIII

Agotados los tesoros y reducido a la pobreza, recurrió a la rapiña y se mostró fecundo y sutil en los medios que empleó: el fraude, las ventas públicas y los impuestos. Pretendía que aquellos cuyos antepasados habían obtenido para ellos y sus descendientes el derecho de ciudadanía romana, lo gozaban ilegalmente si no lo habían recibido de sus padres, porque la palabra descendientes no podía entenderse, según él, más allá de la primera generación; y cuando le presentaban diplomas acordados por Julio César o Augusto, los anulaba como títulos viejos y sin valor. Persiguió por falsa declaración a aquellos cuyo caudal había auméntado de cualquier manera, y por poco que fuese, después de la época del último censo. Rescindió, por causa de ingratitud, los testamentos de todos los primipilarios que desde el principio del reinado de Tiberio no habían dejado su herencia ni al emperador ni a él. También anulaba los de los demás ciudadanos, cuando declaraba cualquiera que el testador había manifestado al morir, deseos de que fuese el César su heredero. Dada así la alarma, muchas personas desconocidas le llamaron abiertamente a la sucesión con sus amigos, muchos padres con sus hijos. Entonces decía que era irrisión vivir después de haberle nombrado heredero, y a la mayor parte de éstos mandaba pasteles envenenados. No subía como juez a su tribunal sino después de haber fijado la cantidad que quería recoger, y en cuanto la recogía, levantaba la sesión. Impaciente siempre por marcharse, condenó una vez en una sola sentencia a más de cuarenta ciudadanos acusados de diferentes crímenes, y despertando a Cesonia, se alabó de haber ganado su jornal mientras ella dormía la siesta.


XXXIX

Habiendo anunciado una venta en subasta, hizo exponer y vender lo sobrante del material de todos los espectáculos, fijó él mismo los precios, y tanto los hizo subir, que algunos ciudadanos obligados a comprar viéndose arruinados, se abrieron las venas. Cosa sabida es que viendo a Aponio Saturnino dormitando en un banco, dijo al pregonero que aquel antiguo pretor le hacía señas con la cabeza de que continuaba pujando, y no cesó de subir el precio hasta que le hizo adjudicar, sin saberlo él, trece gladiadores en nueve millones de sesterdos. Vendió en la Galia las alhajas, muebles, esclavos y hasta los libertos de sus hermanas sobre quienes había recaído sentencia condenatoria, y obtuvo cantidades inmensas. Seducido por el cebo de la ganancia, mandó llevar de Roma todo el mobiliario de la antigua Corte, y embargó para el transporte de aquellos objetos todos los carruajes de alquiler y todos los caballos de los molineros, de manera que con frecuencia faltó el pan en Roma; y la mayor parte de los litigantes, no pudiendo asistir a la asignación, incurrieron, como ausentes, en la pérdida de la acción. No hubo fraude ni artificio que no emplease en la venta de aquellos muebles, censurando a unos compradores su avaricia, preguntando a otros si no se avergonzaban de ser más ricos que él, y fingiendo a veces prodigar de aquella manera a particulares lo que había pertenecido a príncipes. Supo que un rico habitante de provincia había dado doscientos mil sestercios a sus mayordomos para ser admitido a la mesa sin estar oficialmente convidado. No sintió que se pagase tan caro el honor de comer con él, y a la mañana siguiente, viendo al mismo individuo sentado en la sala de ventas, le adjudicó por doscientos mil sestercios una bagatela cualquiera, haciendo decirle que cenaría con el César por invitación personal.


XL

Hizo pagar impuestos nuevos y desconocidos hasta entonces, cobrándolos primeramente los receptores públicos, y en seguida, como era inmensa la ganancia, los centuriones de las tribus de la guardia pretoriana. No hubo persona ni cosa a la que no se impusiese gravamen. Estableció un derecho fijo sobre todos los comestibles que se vendían en Roma; exigió de los litigantes, dondequiera que se juzgase un pleito, la cuadragésima parte de la cantidad en litigio, y estableció pena contra aquellos a quienes se probase que habían transigido o desistido de sus pretensiones; a los mozos de carga se les impuso el octavo de su ganancia diaria; a las cortesanas el precio de una de sus visitas, y añadió a este artículo de la ley, que igual cantidad se exigiría a todos aquellos hombres y mujeres que habían vivido de la prostitución: hasta al matrimonio se le impuso contribución.


XLI

Habíanse anunciado estos impuestos, pero no se habían publicado, y como por ignorancia se cometían muchas contravenciones, decidióse al fin, por instancias del pueblo, a fijar en público su ley; pero la hizo escribir en letra tan menuda, y la expuso en sitio tan estrecho, que fue imposible sacar copias. Para hacer dinero de todo, estableció un lupanar en su propio palacio: construyéronse gabinetes y los amueblaron según la dignidad del sitio; constantemente los ocupaban matronas y jóvenes de nacimiento libre y los nomenclatores iban a las plazas públicas y a los alrededores de los templos a invitar al placer a los jóvenes y a los ancianos. A su entrada les prestaban a enorme interés una cantidad y se tomaban ostensiblemente sus nombres como para honrarles por contribuir al aumento de las rentas del César. Tampoco desdeñaba los provechos del juego; pero sus beneficios más cuantiosos procedían del fraude y del perjurio. Un día encargó al que tenia a su lado que jugase por él, y yendo a colocarse en la puerta de su palacio, hizo apoderarse inmediatamente de dos ricos caballeros romanos que pasaban, les confiscó los bienes y entró alegremente, gloriándose de no haber sido nunca tan afortunado a los dados.


XLII

Cuando nació su hija, quejóse de ser pobre y de sucumbir a la vez bajo el peso del Imperio y de la paternidad y recogió ofrendas para la crianza y la dote al comenzar el año; y el dia de las calendas de enero se colocó en la entrada de su palacio, y allí recibió por si mismo el dinero que multitud de personas de toda condición arrojaron a manos llenas delante de él. En los últimos tiempos, su pasión por la riqueza se había trocado en frenesí, y con frecuencia paseaba descalzo sobre inmensos montones de oro, colocados en vasto salón, y algunas veces se revolcaba sobre ellos.


XLIII

Las fatigas militares no las soportó más que una vez, y no fue a causa de una decisión madurada. Habiendo ido a ver el río Clitumno y el bosque inmediato, avanzó hasta Mevania. Allí le aconsejaron completar la guardia bátava que entonces le rodeaba, y en seguida se le ocurrió comenzar una expedición contra los germanos. No perdió un momento, y mandó venir de todos lados legiones y tropas auxiliares; hizo levas rigurosamente; ordenó reunir todo género de bastimentos en cantidades nunca vistas, y se puso en marcha, caminando unas veces con tal rapidez que, para seguirle, tenían las cohortes pretorianas que cargar las enseñas en los bagajes, en contra de la costumbre; en otras, con tanta flojedad y molicie, que se hacia llevar por ocho esclavos en una litera, y los habitantes de los pueblos vecinos recibían orden de barrer los caminos y rociarlos para quitar el polvo.


XLIV

Cuando llegó al campamento quiso mostrarse general rígido y severo, despidiendo ignominiosamente y degradando a los legados que habían llegado tarde con las tropas que debían llevar. Cuando revistó el ejército, licenció, so pretexto de que estaban viejos y extenuados, a la mayor parte de los centuriones primipilarios que se encontraban en edad madura, quedándoles a algunos muy pocos días para cumplir su tiempo. A otros les acusó de avaricia, y redujo a seis mil sestercios el premio de los veteranos. Todas sus hazañas se redujeron en último término a recibir la sumisión de Adminio, hijo de Cinobelino, rey de los bretones, que expulsado por su padre había venido a refugiarse a su lado con corto acompañamiento. Entonces, cual si hubiese subyugado toda la Bretaña, escribió a Roma pomposas cartas, y mandó a los correos que fuesen en carro al Foro y al Senado, y no las entregasen más que a los cónsules y en el templo de Marte, en presencia de todos los senadores reunidos.


XLV

Poco después, no sabiendo a quién combatir, hizo pasar al otro lado del Rin a algunos germanos de su guardia con orden de ocultarse. Hecho esto, debían venir a anunciarle atropelladamente, después de comer, que se acercaba el enemigo. Así lo hicieron: y lanzándose en seguida al bosque inmediato con sus amigos y una parte de los jinetes pretorianos, hizo cortar árboles, los adornó como trofeos, y volvió a su campamento a la luz de las antorchas, reconviniendo a los que no le habían seguido como tímidos y cobardes. Por el contrario, aquellos que habían contribuído a su victoria recibieron de su mano una nueva especie de corona, a la que dió el nombre de exploratoria, y en la que estaban representados el sol, la luna y los astros. En otra ocasión hizo sacar de una escuela a algunos jóvenes rehenes, les mandó marchar secretamente, y abandonando de pronto numerosa reunión de convidados, les persiguió con la caballería como fugitivos, los alcanzó y los trajo cargados de cadenas; porque en tan repugnante comedia había de violar también las leyes de la humanidad. En seguida volvió a ocupar su puesto en el festín, y habiendo llegado soldados a anunciarle que la tropa estaba reunida, les hizo sentar, armados como estaban, a la mesa, y les excitó, citando un verso célebre de Virgilio a vivir y conservarse para tiempos más felices. Desde el campamento reconvino a los senadores en severo edicto, porque solamente pensaban en la mesa, el circo, el teatro y en agradables partidas de campo, cuando el César estaba peleando.


XLVI

Últimamente, adelantóse hacia las orillas del océano a la cabeza del ejército, con gran acopio de balistas y máquinas de guerra, cual si meditase alguna gran empresa, sin que nadie conociese ni sospechase su designio, hasta que de pronto mandó a los soldados recoger conchas y llenarse de ellas los cascos y ropas, llamándolas despojos del océano debidos al Capitolio y al palacio de los Césares. Como testimonio de su victoria construyó altísima torre en la que encendieron por las noches, a manera de faros, luces para dirigir la marcha de las naves. Prometió a los soldados una gratificación de cien dineros por cabeza, y como si aquello fuese el colmo de la generosidad, les dijo: Marchad contentos y ricos.


XLVII

Ocupándose en seguida de los preparativos de su triunfo, eligió y reservó para esta ceremonia, además de los prisioneros y tránsfugas bárbaros, todos aquellos galos que encontraba más altos y robustos, y como él mismo decía más dignos de un triunfo y con ellos, algunos de la nobleza del país. Obligóles a dejarse crecer la cabellera, a teñirla como la de los germanos, a vestir su traje y hasta a aprender sú lengua. Mandó también que llevasen a Roma, por tierra, las galeras trirremes con que entró en el océano, y escribió a sus mayordomos que le preparasen el triunfo más esplendente que jamás se hubiese visto, y el menos costoso para él, atendiendo a que tenía derecho a disponer de los bienes de todos.


XLVIII

Antes de partir de la provincia de las Galias, concibió el abominable proyecto de exterminar las legiones que se habían sublevado después de la muerte de Augusto y sitiaron a su padre Germánico y a él mismo, niño a la sazón. Mucho costó disuadirle de proyecto tan odioso, pero nada pudo impedirle que diezmase a aquellos soldados. Mandóles, pues, reunirse sin armas y hasta sin espadas, so pretexto de arengarles, y les hizo rodear por la caballería. Mas cUarndo vió que la mayor parte de ellos, sospechando su designio, escapaban por todos lados para recoger sus armas y prepararse a la resistencia, suspendió el discurso y tomó en el acto el camino de Roma, dirigiendo todo su furor contra el Senado, al que amenazó abiertamente, con objeto de separar la atención pública del vergonzoso espectáculo de su conducta. Entre otras cosas, se quejaba de que no le hubiesen decretado el triunfo de que era digno, cuando él mismo, poco tiempo antes, había prohibido, bajo pena de muerte, que jamás se tratase de tributarle honores.


XLIX

Cuando los emisarios del Senado fueron a suplicarIe que acelerase su regreso: Iré, sí, iré, y ésta conmigo, dijo golpeando el pomo de la espada que tenía ceñida. Añadió también que solamente volvía para los que lo deseaban, para los caballeros y para el pueblo, pero que los senadores no encontrarían en él ni un ciudadano ni un príncipe. Prohibió además que ninguno de ellos saliese a recibirlo, y, renunciando al triunfo o aplazándolo, entró en Roma, con los honores de la ovación solamente, el día aniversario de su nacimiento. Cuatro meses después pereció, meditando atrocidades más grandes que cuantas había cometido hasta entonces. Quiso primeramente retirarse a Ando y hasta a Alejandría, después de hacer matar a los ciudadanos más dignos de los dos primeros órdenes. Imposible sería dudarlo, puesto que se encontraron entre sus papeles secretos dos que tenían por título: La espada el uno y El puñal el otro, y que eran listas con notas de los que destinaba a la muerte. Encontróse también en su palacio un cofre grande lleno de venenos diferentes; Claudio mandó arrojarlos al mar, que, según dicen, quedó de tal manera emponzoñado, que el flujo arrojó a la playa gran cantidad de peces muertos.


L

Era alto, tenía la tez lívida y el cuerpo mal proporcionado, las piernas y el cuello muy delgados, los ojos hundidos, deprimidas las sienes, ancha y abultada la frente, escasos cabellos, enteramente calva la parte superior de la cabeza y el cuerpo muy velludo. Por esta razón era crimen capital mirarle desde lo alto cuando pasaba, o pronunciar, bajo cualquier pretexto que fuese, la palabra cabra. Su semblante era naturalmente horrible y repugnante, y procuraba hacerlo más espantoso aun, estudiando delante de un espejo todas las fisonomías que podían infundir terror. No era sano de cuerpo ni de espíritu. Atacado de epilepsia desde sus primeros años, no por eso dejó de mostrar ardor en el trabajo desde la adolescencia, aunque experimentando síncopes repentinos que le privaban de fuerza para moverse y estar en pie y de los que se recobraba con dificultad. Conocía su enfermedad y había pensado más de una vez curarse en profundo retiro. Créese que Cesonia le dió un filtro para que la amase, que no produjo otro efecto qué el de trastornarlo. Excitábale especialmente el insomnio y nunca podía dormir más de tres horas, y éstas ni siquiera con tranquilidad, porque lo turbaban extraños ensueños, entre otros aquél en que le hablaba el mar. Así, pues, la mayor parte de las noches, cansado de velar, se sentaba en el lecho o paseaba por vastas galerías esperando e invocando la luz del día.


LI

A estos extravíos de espíritu debe atribuirse sin duda la reunión en este emperador de dos defectos muy opuestos: una extremada confianza y una excesiva cobardía. Este mismo hombre que tanto despreciaba a los dioses cerraba los ojos y se envolvía la cabeza al más ligero relámpago y al trueno más insignificante, y cuando aumentaba el estruendo se escondía debajo de su lecho. En un viaje a Sicilia, después de burlarse de muchos milagros que le celebraban, huyó de Mesina una noche, espantado por el humo y los rugidos que escapaban del cráter del Etna. No cesaba de proferir terribles amenazas contra los bárbaros; y un día que atravesaba en coche un desfiladero al otro lado del Rin, y en medio de sus tropas, habiendo dicho uno que no sería pequeña la alarma si se presentase de pronto el enemigo, montó en el acto a caballo y huyó hacia el río: allí encontró el puente obstruído por los bagajes y criados del ejército, y, en su impaciencia, decidió hacerse trasportar a brazo por encima de todas las cabezas. Poco tiempo después, como se hablaba de una sublevación de la Germania, solamente pensó en huir, e hizo equipar naves, no teniendo otro consuelo, decia, que la esperanza de conservar al menos las provincias ultramarinas, si los vencedores se apoderaban de los Alpes, como los cimbrios, o de Roma, como los senones. Creo que esto es sin duda lo que sugirió a sus asesinos la idea de decir a los soldados que comenzaban a amotinarse, que Calígula se había suicidado a la noticia de una derrota.


LII

Su ropa, su calzado y en general todo su traje no era de romano, de ciudadano, ni siquiera de varón. Frecuentemente se le vió en público con brazaletes y manto corto guarnecido de franjas y cubierto de bordados y piedras preciosas; otras veces. con vestidos de seda y túnica con mangas. Por calzado, llevaba sandalias, coturno, o botines de corredor, y algunas veces zueco de mujer. Con mucha frecuencia se presentaba con barba de oro, llevando en la mano un rayo, un tridente o un caduceo, insignias de los dioses, y algunas veces se vestía también de Venus. Hasta antes de su expedición a Germania, llevaba con asiduidad los ornamentos triunfales, y no era cosa rara verle la coraza de Alejandro Magno, que había mandado sacar del sepulcro de este príncipe.


LIII

En cuanto a los estudios liberales, aplicóse muy poco a la literatura y mucho a la elocuencia. Tenía palabra abundante y fácil, sobre todo cuando peroraba contra alguno. La cólera le inspiraba ampliamente ideas y palabras, respondiendo a su apasionamiento su pronunciación y su voz; no podía permanecer quieto, y su palabra llegaba hasta los escuchas más lejanos. Cuando tenía que hablar en público deda con acento amenazador: que iba a lanzar los dardos de sus vigilias. De tal manera despreciaba la elegancia y adornos de estilo, que reprochaba a las obras de Séneca, el escritor en boga entonces, ser meras tiradas teatrales y como arena sin cimientos. Ordinariamente contestaba por escrito a los oradores cuyos discursos habían tenido más éxito. Cuando habían de ser juzgados en el Senado acusados ilustres, meditaba oraciones en pro y en contra, y según el efecto que esperaba del estilo de ellas, les abrumaba o les salvaba, pronunciando una u otra. Estos días invitaba por edicto a todo el orden ecuestre a acudir para escucharle.


LIV

Practicó otras artes muy diferentes con increíble ardor. Sucesivamente gladiador, auriga, cantor y bailarín, esgrimió en la arena con armas de combate, y guió carros en diversos circos. Tan apasionado era por el canto y el baile, que en el espectáculo no podía dominarse y cantaba delante de todo el mundo con el actor trágico que estaba en escena, e imitaba todos los gestos del histrión como para aprobarlo o corregirlo. Supónese que no tuvo otro motivo para ordenar una velada, el día en que lo mataron, que el deseo de presentarse en la escena con más serenidad a favor de la obscuridad. Esta era también la hora que elegía para bailar. Una vez hizo llamar a palacio a medianoche a tres consulares, que llegaron sobrecogidos de terror. Hízoles colocarse en su teatro, y de pronto se lanzó al escenario con gran estrépito, al ruido de flautas y de sandalias sonoras, con el manto flotante y la túnica de los actores; en seguida ejecutó una danza acompañada de canto y desapareció. Este hombre, que había aprendido tantas cosas, no sabía nadar.


LV

Su pasión por los que le agradaban llegaba a la locura. Besaba en pleno teatro al payaso Mnester, y si mientras bailaba este histrión alguien hacía el ruido más ligero, mandaba llevar a su presencia al perturbador y lo azotaba por su mano. Un día mandó un centurión para que dijese a un caballero romano que provocaba un desorden que partiese en el acto para Ostia y llevase de su parte una carta al rey Ptolomeo, en Mauritania. En la carta no decía más que: No hagas bien ni mal al que te envío. Favoreció a los gladiadores llamados tracios hasta poner a algunos al frente de su guardia germánica, y redujo la armadura de los mirmilones. Uno de éstos, llamado Columbo, salió vencedor en un combate, pero ligeramente herido; Calígula introdujo en la herida un veneno al que después llamó columbino en memoria de este hecho. Al menos, con este nombre escrito de su mano se le encontró entre los otros. Tan adicto era al partido de los aurigas verdes, que frecuentemente comía con ellos en su caballeriza y dormía allí. Un día dió al auriga Eutico, como regalo de mesa, después de una orgía, dos millones de sestercios. Quería de tal modo a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de Perlas: dióle casa completa, con esclavos, muebles, en fin, todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato, y hasta se dice que le destinaba el consulado.


LVI

Estas extravagancias y horrores hicieron concebir a algunos ciudadanos el proyecto de matarlo. Descubriéronse dos conjuraciones, y mientras otros conspiradores vacilaban, por falta de ocasión, dos romanos se comunicaron su designio y lo ejecutaron, favorecidos ocultamente por sus libertos más poderosos y por los prefectos del pretorio, señalados ya, aunque injustamente, como cómplices de una conspiración, sabían que desde entonces eran sospechosos y se les odiaba. En efecto, Calígula les había reconvenido en particular con suma acritud, y desenvainando en seguida la espada, les había dicho que estaba pronto a darse la muerte si creían que la merecía; y desde entonces no había cesado de acusarles sucesivamente y de excitar contra ellos el odio y las sospechas. Convínose en atacarle al mediodía, a la salida del espectáculo de los juegos palatinos. Casio Querea, tribuno de una cohorte pretoriana, pidió descargar el primer golpe. Calígula insultaba sin cesar su vejez y nunca le dirigía más que palabras ultrajantes, tratándole de cobarde y afeminado. Si se presentaba a pedirle la consigna, le contestaba Priapo o Venus; si el tribuno tenía que darle gracias por algo, le presentaba la mano a besar con movimientos obscenos.


LVII

Muchos prodigios anunciaron su muerte. En Olimpia, la estatua de Júpiter, que había mandado quitar y trasladar a Roma, lanzó tal carcajada cuando la tocaron, que cayeron las máquinas, y los obreros huyeron a la carrera. En seguida se presentó un tal Casio, que dijo haber recibido en sueños orden de sacrificar un toro a Júpiter. El día de los idos de marzo cayó un rayo sobre el Capitolio de Capua y otro en Roma en el templo de Apolo Palatino, guardián del atrio; de lo que se dedujo, en primer lugar, que amenazaba al emperador un enorme peligro por parte de sus guardias, y además que iba a realizarse un asesinato ruidoso como el que se había cometido en otro tiempo en igual día. El astrólogo Sila, a quien consultó Calígula acerca de su horóscopo, le anunció como próxima e inevitable una muerte violenta. Los oráculos de Anzio le advirtieron que se guardase de Casio, y con este aviso mandó matar a Casio Longino, procónsul de Asia a la sazón, olvidando que Querea se llamaba también Casio. La víspera de su muerte soñó que había estado en el cielo al lado del trono de Júpiter, y que este dios, empujándole con el dedo gordo del pie derecho, lo lanzó a la tierra. Consideraron también como prodigios muchas cosas que la casualidad produjo aquel mismo día. Durante un sacrificio, fue rociado con la sangre de un flamenco; el histrión Mnester danzó en una tragedia que el actor Neoptolomeo representó en otro tiempo el día que mataron a Filipo de Macedonia; en la pantomima titulada Laureolo. en la que el actor principal vomita sangre cuando sale de debajo de las ruinas de un edificio, muchos de los que desempeñaban las segundas partes, queriendo demostrar su habilidad. la vomitaron también, quedando ensangrentado el escenario; en fin, habían preparado para la noche que siguió a su muerte un espectáculo en el que egipcios y etíopes representaban escenas de los infiernos.


LVIII

El 9 de las calendas de febrero, cerca de la hora séptima, encontrándose en duda acerca de si se levantaría para comer, porque tenía el estómago cargado aun con la comida de la víspera, sus amigos lo decidieron a hacerlo, y salió. Tenía que pasar por una bóveda donde ensayaban entonces niños pertenecientes a las primeras familias del Asia y que él había hecho venir para desempeñar algunos papeles en los teatros de Roma. Detúvose a verlos y exhortarlos a trabajar bien, y si su jefe no se hubiera quejado del frío, hubiera retrocedido para mandar que comenzase el espectáculo. No convienen todos acerca de lo que sucedió después: dicen unos que mientras hablaba con aquellos niños, Querea, colocado a su espalda, le hirió violentamente en el cuello con la espada, gritando: ¡Herid!, y que en el acto el tribuno Cornelio Sabino, otro conjurado, le atravesó el pecho. Pretenden otros que Sabino, después de separar a todo el mundo por medio de centuriones que pertenecían a la conjuración había preguntado a Calígula la consigna, según costumbre, y que habiéndole dicho éste Júpiter, exclamó Querea: Recibe una prueba de su cólera; y le descargó un golpe en la mandíbula en el momento en que volvía la cabeza hacia él. Derribado al suelo y replegándose sobre sí mismo, gritó que vivía aún, pero los demás conjurados le dieron treinta puñaladas. La consigna de éstos era ¡Repite!, y hasta hubo uno que le hundió el hierro en los órganos genitales. Al primer ruido acudieron a socorrerlo sus porteros con los bastones, así como también los soldados de la guardia germánica, que mataron a muchos de los asesinos, y hasta a dos senadores ajenos al crimen.


LIX

Calígula vivió veintinueve años y fue emperador durante tres años, diez meses y ocho días. Llevaron secretamente su cadaver a los Jardines de Lamia, lo chamuscaron en una pira hecha de prisa, y después lo enterraron, cubriéndolo con un poco de césped. Más adelante sus hermanas, vueltas del destierro, lo hicieron exhumar, lo quemaron y sepultaron las cenizas. Asegúrase que hasta esta época inquietaron fantasmas a los guardias de aquellos jardines, y resonaron ruidos espantosos por la noche en la casa donde lo mataron hasta el día en que se incendió. Su esposa Cesonia pereció al mismo tiempo que él, asesinada por un centurión, y a su hija la estrellaron contra una pared.


LX

Da idea de aquellos tiempos el que al principio todos rehusaron prestar crédito a la noticia de su muerte, suponiendo que Cayo había hecho correr el rumor para sorprender mediante este artificio los sentimientos que inspiraba. Los conjurados no destinaron el Imperio a nadie, y el Senado quería tan unánimemente restablecer la libertad, que los cónsules no lo convocaron al principio en la sala ordinaria, debido a que se denominaba Julia, sino en el Capitolio. Algunos opinaron por la abolición de la memoria de los Césares y la destrucción de sus templos. Ha sido observado que todos los Césares que habían llevado el nombre de Cayo perecieron por el hierro, empezando por el que fue asesinado en tiempo de Cinna.

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